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Por qué los adolescentes y jóvenes tienen razón al reclamar vacunas de COVID-19

Parece ser que hace unos días corrió por las redes sociales la declaración de una chica que reclamaba vacunas para su franja de edad, alegando que ellos salen, al contrario que los de 40. Como no podía ser de otra manera, le llovieron memes y chistes, y no era para menos; con independencia de cómo serán los de 40 que conocerá esta chica, en fin, cómo decirlo…

Creo, y esta ya es una opinión muy personal y subjetiva, que quienes hoy ya pasamos de los 40 e incluso de los 50 crecimos en unos tiempos que en muchos sentidos eran infinitamente más ¿libres? ¿locos? ¿despendolados? ¿irresponsables? que los actuales, con la explosión de libertad que siguió a lo de Franco y antes de todas las cortapisas que vinieron después. Y algunos de los que vivimos aquello no hemos parado del todo desde entonces. Probablemente seamos la única generación a la que tanto nuestros padres como nuestros hijos nos han pedido que bajemos la música. Y a la que incluso tanto unos como otros nos han dicho que eso no es música, es ruido. Claro, ahora padecemos de tinnitus, y eso como mínimo (niños, por favor, por vuestro bien, bajad el volumen de los auriculares).

Pero en fin, dejando aparte estas cosas que no vienen mucho al caso, en estas páginas ya he defendido anteriormente la postura de los jóvenes, sin la menor intención de caerles bien ni lo contrario, cosa que no me importa en absoluto. Simplemente, como padre de niños y adolescentes, soy consciente de lo que la pandemia les ha robado de todo aquello de lo que nosotros a su edad disfrutábamos libremente. Y para ellos, un año y pico de sus vidas es subjetivamente mucho más largo que para nosotros, lo cual no es raro si tenemos en cuenta algo tan obvio como que, para alguien de 50, un año es solo la cincuentava parte de su vida, mientras que para un chaval de 15 es la decimoquinta parte de toda su existencia. Quizá solo quien tiene hijos comprenda, y no todos, que a un niño no puedes decirle «es solo un año».

Todo lo cual, sin embargo, no es óbice para entender que la proliferación de viajes de fin de curso en estos momentos y circunstancias era una soberana imprudencia. Personalmente y si me hubiera visto en la tesitura, que no ha sido así, no habría permitido que mis hijos menores se apuntaran a esos viajes, y en caso de tener alguno mayor de edad, que aún no, le habría rogado encarecidamente que no lo hiciera.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Pero con respecto a la vacunación de los jóvenes, de lo que se trata, en el fondo, y es lo que vengo a traer aquí hoy, es de que los políticos una vez más no han entendido el mensaje de los científicos, o lo han interpretado de la manera que les ha dado la gana. Los científicos dijeron que era prioritario vacunar en primer lugar a la población con mayor riesgo de padecer enfermedad grave o morir por COVID-19, grupo que incluía a las personas de mayor edad. Y los políticos entendieron que entonces había que vacunar primero a los mayores de 80, después a los de 70, más tarde a los de 60, luego 50, 40 y así sucesivamente. Y que los jóvenes, por lo tanto, debían quedar ya para el final, si aún sobraba algo.

Pero, a ver. No. En primer lugar, conviene insistir una vez más en algo mil veces repetido aquí. Y es que la palabra de un científico solo tiene verdadero valor cuando transmite los resultados de los estudios científicos. Cuando no es así, evidentemente sus palabras tienen un valor muy superior a las de cualquier ciudadano no experto, pero no deben tomarse como «ciencia». De hecho, tampoco los científicos están exentos de verse afectados por sesgos en sus opiniones, pero esa es otra historia.

El caso es que, cuando los científicos dijeron que era prioritario vacunar primero a los más mayores, no lo dijeron mirando una bola de cristal ni las entrañas de un animal sacrificado. Ni acodados en la barra de un bar tomando un carajillo. Lo dijeron mirando los resultados de sus modelos matemáticos epidemiológicos según los cuales la mayor reducción de mortalidad en la población se alcanzaba priorizando la vacunación de las personas de mayor edad, resultados que a su vez fueron revisados por otros científicos expertos y validados para su publicación en revistas científicas.

Es más: ni siquiera esta era una conclusión grabada a fuego. Como ya conté aquí en su día, dichos resultados de dichos algoritmos epidemiológicos son diferentes según las condiciones de partida. Un modelo matemático no es más que un experimento, pero que se hace en las tripas de un ordenador en lugar de en el mundo real; o sea, una simulación. Y en función de las condiciones de la simulación, los resultados también varían.

Así, han sido muchas y variadas las conclusiones de los modelos, pero a la luz de los resultados se ha debatido sobre todo en torno a dos opciones: 1) vacunar primero a los más vulnerables, los ancianos y enfermos crónicos, o 2) vacunar primero a la población con mayor riesgo de aumentar la transmisión, los jóvenes.

Podía elegirse la opción 1 o la 2. Pero de acuerdo a los datos científicos, lo lógico hubiera sido que, en caso de elegirse la 1, que parecía más favorecida por los estudios, inmediatamente después se hubiese aplicado el criterio de la 2, vacunar a los más jóvenes. Y sin embargo, nuestros políticos optaron por ni 1 ni 2, sino por franjas decrecientes de edad, algo que los estudios no habían dicho.

Mientras los jóvenes reclamaban vacunas, entre el resto de la población se han prodigado dos posturas hacia ellos. Una, muy ruidosa en los medios y en las redes sociales, la de descalificarlos como niñatos inmaduros e irresponsables a los que hay que cerrarles el ocio nocturno y encerrarlos en casa, sobre todo por la noche (todo esto mientras los bares de tapas no nos los toquen, claro). Otra, mucho más minoritaria e impopular, defender que la vacunación de los jóvenes, adolescentes y niños debería haber sido una prioridad para que puedan volver cuanto antes a su vida, a su libertad y a sus costumbres sin que supongan un riesgo para sí mismos ni para los demás. Ahora por fin se está comenzando a vacunar a los jóvenes, pero no es ni mucho menos suficiente, dado que aún no se vacuna a los menores de 16. Total, estos ya ni siquiera protestan.

Esta conveniencia de la vacunación de los jóvenes también se ha comentado en las revistas científicas. En The Lancet, un grupo de investigadores de varias universidades británicas señala: «La infección masiva no es una opción: debemos hacer más para proteger a nuestros jóvenes«.

En concreto, los autores desaprueban la intención del gobierno británico de retirar todas las restricciones el 19 de julio, y temen especialmente por la población joven: «La transmisión descontrolada afectará desproporcionadamente a los jóvenes y niños no vacunados, que ya han sufrido mucho«. Alertan de que, si bien generalmente los más jóvenes no corren riesgo de morir de COVID-19, en cambio no puede asegurarse que no vayan a padecer las secuelas a largo plazo que están afectando a muchos de los enfermos que se recuperan. «Esta estrategia crea al riesgo de dejar una generación con problemas crónicos de salud y discapacidad, cuyos impactos personales y económicos podrían durar décadas«.

Por otra parte, en Nature, Smriti Mallapaty alerta sobre cómo en muchos países la COVID-19 se está convirtiendo en una enfermedad de los jóvenes. Y sobre todo esto, no deberíamos además olvidar el riesgo que esto supone para toda la población. Los niveles intermedios de vacunación, decía un estudio de modelización, ofrecen el terreno fértil ideal para la aparición de nuevas variantes; cuando nadie está vacunado, el virus no sufre presión evolutiva; y cuando lo está todo el mundo, no hay una población suficiente del virus que permita un gran número de experimentos evolutivos (variaciones azarosas de las cuales pueden surgir variantes más peligrosas).

Por último, si hemos olvidado las lecciones de la gripe de 1918, es que una vez más somos una especie incapaz de aprender de la experiencia. La segunda oleada de aquella pandemia fue la que afectó y mató preferentemente a los niños y a la población joven y sana. Si esperamos a que surja una variante del SARS-CoV-2 más virulenta en los niños, adolescentes y jóvenes, entonces sí vamos a saber lo que es vivir aterrorizados.

La priorización de las vacunas de COVID-19 y el asiento de la nave de ‘Contact’

Hace unos días, una información publicada en 20 Minutos por Jorge Millán revelaba un dato tan inquietante como lamentable: el porcentaje de personas entre 70 y 79 años –el segundo grupo con más riesgo de muerte por COVID-19– que ha recibido ya dos dosis de vacuna es menor que el de todas las franjas más jóvenes, exceptuando a los menores de edad.

Por esas extrañas asociaciones de ideas que nos asaltan a veces, me vino a la cabeza la película Contact, basada en la novela de Carl Sagan. Unos alienígenas avanzados envían instrucciones precisas a los humanos para construir la Máquina, la nave que salvará el abismo entre los dos mundos. Los humanos siguen estas instrucciones. Pero como se creen más listos, deciden que los pobres alienígenas, ignorantes ellos, han olvidado algo tan básico como poner en la nave un asiento y un cinturón de seguridad. Cuando Jodie Foster despega bien anclada a su butaca, aquello comienza a vibrar como un demonio, tanto que el asiento acaba desclavándose del suelo. Y solo entonces, la vibración desaparece y todo funciona como la seda.

Ahora, aplicación a las vacunas de la COVID-19. Y aviso, este no es un artículo para hacer amigos. Pero como suelo decir aquí, es lo que tiene la ciencia: dice lo que es, no lo que nos gusta.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Los científicos dicen a qué grupos es necesario vacunar de forma prioritaria para optimizar los beneficios a la población (ver más abajo). Pero entonces las autoridades, que se creen más listas, deciden que los pobres científicos, ignorantes ellos, han olvidado algo tan básico como recomendar que se vacune a los colectivos que las propias autoridades consideran «esenciales»: militares, policías, bomberos, protección civil, otros cuerpos y fuerzas de seguridad, todos los sanitarios y aledaños (no solo los que trabajan con enfermos de cóvid), profesores…

Los sanitarios que trabajan con enfermos de cóvid no solo sí son verdaderamente esenciales en estos momentos y corren un mayor riesgo de contagio, lo que justifica su vacunación prioritaria, sino que además su dedicación al bien común y el terrible precio que han pagado en esta pandemia merecen que se les premie con un trato preferente. Pero ¿el resto de los sanitarios y aledaños? ¿Por qué un profesional sanitario no-cóvid, y no cualquier otro profesional que también recibe en su oficina y tiene trato con multitud de personas distintas (sí, la telemedicina también existe)? ¿Por qué es más esencial un podólogo que un abogado? ¿O el/la recepcionista de una podología que el/la recepcionista de una abogacía?

Es más: no se ha considerado esencial vacunar a los investigadores que desarrollan las vacunas que otros se ponen. A pesar de que no solo están expuestos a un mayor riesgo porque trabajan con el virus, sino que, además, son quienes desarrollan las vacunas que otros se ponen.

España es uno de los pocos países que han mantenido las escuelas abiertas durante todo el curso presente. Porque, según las autoridades, no hay riesgo; dicen que el virus no se está transmitiendo en las aulas. Pero a pesar de ello, deciden que es prioritario vacunar a los profesores, quienes según esas mismas autoridades no están expuestos a un mayor riesgo.

Algunos estudios en diversos países han encontrado que, por ejemplo, los transportistas y personas que trabajan en la distribución figuran entre los colectivos con mayor índice de contagios. ¿En serio es más esencial para mí un cabo primero de zapadores del ejército de tierra que el transportista que lleva los alimentos al supermercado y la persona que me los vende, sin los cuales caeríamos en el desabastecimiento, la histeria colectiva y hasta los saqueos?

Es cierto que para alguna de las vacunas disponibles, como la de AstraZeneca, ha habido dudas sobre su uso en los grupos de más edad, y que por ello este fármaco (por cierto, no sé por qué en los medios se ha extendido la costumbre de utilizar «suero» como sinónimo de vacuna, cuando una vacuna dejó de ser un suero en el siglo XIX) se ha destinado a algunos de esos otros grupos más jóvenes. Pero también es cierto que esta consideración de los «esenciales» prioritarios no se hizo a raíz de esto, sino con independencia de esto.

A finales del año pasado, cuando nos llegaron las magníficas noticias sobre las rápidas aprobaciones de las vacunas, no podíamos imaginar que casi ya en mayo aún ni siquiera se habría vacunado a toda la población mayor de 80 años. Ni que la práctica totalidad (puede decirse que un 96,5% es la práctica totalidad, según los datos de Jorge Millán) de las personas de entre 70 y 79 años aún estaría esperando recibir la dosificación completa de la vacuna.

Vuelvo al «ver más abajo» que puse más arriba sobre la priorización de grupos para optimizar los beneficios de la vacunación. Todos hemos escuchado a tertulianos diferentes que, bien aconsejados por su bola de cristal y su cuñado, deciden a qué grupos es necesario vacunar. Por ejemplo: ¡pero no, hombre, no, no hay que vacunar a quienes tienen más riesgo, sino a quienes transmiten el virus, que no son los viejos sino los jóvenes! (Ejemplo real de tertuliano real, pero voy a callarme los detalles)

Pero luego están los científicos, a quienes no les asesoran su bola de cristal ni su cuñado, sino modelos matemáticos informatizados predictivos con algoritmos de optimización. Que no son ni mucho menos infalibles, pero sí más fiables que la bola de cristal y el cuñado del tertuliano.

Y eso sin contar con que la afirmación del tertuliano revela un desconocimiento profundo, porque las vacunas con las que contamos ahora no se han diseñado ni testado para impedir la transmisión del virus (muchas vacunas no hacen esto), sino para impedir que la gente enferme gravemente y muera. Por lo tanto, deben administrarse a quienes tienen más riesgo de enfermar gravemente y morir. El hecho de que se esté mostrando a posteriori que las vacunas probablemente sí puedan reducir la transmisión es un bonus, pero no justifica que algo no concebido para reducir la transmisión se administre para reducir la transmisión.

El 10 de febrero repasé aquí de forma exhaustiva lo que esos modelos matemáticos predictivos en los estudios científicos publicados habían concluido sobre a quiénes debía vacunarse con prioridad para obtener el máximo beneficio de los programas de vacunación. Y como ya conté, no todos los estudios llegaban a conclusiones unánimes; pero tomados en su conjunto, y a la espera de que también los científicos expertos los recopilen y comparen de forma rigurosa, la idea general que se extraía de ellos era que apuntaban a la nada sorprendente recomendación de vacunar primero a los grupos que corren más riesgo de enfermar gravemente y morir, los de mayor edad.

Desde entonces se han publicado nuevos estudios, pero la conclusión general no ha variado. Por ejemplo, un estudio publicado en PNAS encontraba que no solo la vacunación de las personas mayores es la estrategia que más vidas salva, sino también la que más años de vida salva en la población, incluso teniendo en cuenta que esas personas mayores son las que menos años de vida tienen por delante. Otro estudio de esta misma semana, también en PNAS, analiza si debe priorizarse la vacunación por edad o a los trabajadores esenciales. Conclusión nada sorprendente: vacunar en primer lugar a los trabajadores esenciales de mayor edad. Y lo que previene más muertes (en EEUU, el país analizado en el estudio, entre 20.000 y 300.000) es vacunar primero a los más ancianos.

Por cierto, a estos pobres investigadores, probablemente sobrepasados por esa consideración de la esencialidad que no es menos arbitraria ni digital (de «a dedo») en otros países que en España, les sale que el 70% de los trabajadores son esenciales, porque un agricultor, o quien consigue que salga agua al abrir el grifo, o quien arregla una instalación eléctrica averiada, no son menos esenciales que un psicólogo o el tripulante de un submarino.

Claro que todo esto tendría alguna importancia si las autoridades escucharan a los científicos. Lo cual, por desgracia, no ha sido la norma en lo que llevamos de pandemia. Al final, el resumen de todo ello es el mismo que en Contact: cuando se pone un asiento clavado al suelo que quienes saben de ello no han dicho que deba ponerse, todo comienza a descarajarse condenadamente. Mientras el número de vacunas continúe siendo limitado, solo en el momento en que esa butaca se desancle comenzarán a notarse los efectos positivos de la vacunación y cesará el chorreo diario de muertes.

Según la ciencia, ¿quiénes deberían ser los grupos prioritarios para recibir la vacuna de COVID-19?

Una buena parte del trabajo de los epidemiólogos consiste en planificar las campañas de vacunación de modo que se logre optimizar sus efectos: ante recursos siempre limitados, ¿a quiénes debe vacunarse primero para obtener un mayor beneficio?

Por ejemplo, la llamada vacunación en anillo, consistente en inmunizar a las personas con mayor riesgo de contraer el virus, como los contactos de los infectados, se empleó con enorme éxito en la erradicación de la viruela y en el despliegue de la vacuna contra el ébola en África. Otra estrategia, llamada cocooning (de cocoon, «capullo», por lo que cocooning vendría a significar «hacer el capullo»; es de suponer que los epidemiólogos castellanoparlantes utilizarán otra traducción mejor), se basa en vacunar a quienes rodean a las personas vulnerables para proteger a estas.

Sirva lo anterior para explicar que, en esto, también hay expertos; ni las vacunas ni la epidemiología se han inventado ayer. Y sobra decir que los epidemiólogos no disertan sobre ello mirando el vuelo de las aves o las entrañas de animales sacrificados, sino haciendo rigurosos estudios científicos y utilizando modelos matemáticos informatizados, a su vez construidos y alimentados con los datos de rigurosos estudios científicos. Y aunque esto debería resultar obvio, no parece serlo tanto cuando en estos días los periódicos, las radios y las televisiones se han llenado de comentaristas y tertulianos vírgenes en conocimientos epidemiológicos, pero unidos al grito de «¡HAY QUE VACUNAR A…!«.

Sin embargo, parece evidente que las autoridades contemplan otros criterios ajenos a los científicos. Por ejemplo, no hay criterios científicos que justifiquen una vacunación prioritaria de líderes políticos, gobernantes, militares, obispos… Por supuesto que hay una consideración hacia los trabajos esenciales. Pero ¿cuáles son? ¿Acaso no son esenciales los repartidores que ponen los alimentos en los estantes del súper o las personas que se sientan en la caja para atendernos?

En estos días han proliferado los colectivos que se consideran a sí mismos esenciales. Todo lo cual podría ser ampliamente discutible, pero no es materia de este blog. Lo que importa aquí es contar cuáles son los criterios científicos que los epidemiólogos están manejando respecto a quiénes deberían recibir la vacuna de forma prioritaria. Y subrayar que, al menos, ningún ciudadano ilustrado debería tomar como dogma lo que nadie que no sea epidemiólogo diga sobre a quién hay que vacunar primero (y los científicos tampoco dogmatizan).

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Un reciente estudio publicado en Science por epidemiólogos de la Universidad de Colorado resume de forma muy clara cuáles son estos criterios: «Hay dos enfoques principales en la priorización de las vacunas: (1) vacunar directamente a aquellos con mayor riesgo de efectos graves, y (2) protegerlos indirectamente vacunando a aquellos responsables de la mayor parte de la transmisión«, escriben los autores.

Es decir, que según la ciencia no siempre es necesariamente más efectivo vacunar primero a los grupos de mayor riesgo, sino que en ocasiones puede obtenerse un mejor resultado si se vacuna a los colectivos que más están extendiendo el virus. Por ejemplo y curiosamente, otros estudios previos citados por los autores han descubierto que en ciertas circunstancias deberían ser los niños quienes recibieran de forma prioritaria la vacuna de la gripe, ya que son los principales contagiadores. En concreto, al parecer la protección directa de los más vulnerables (como los ancianos y enfermos crónicos) es más eficaz cuando hay mucha transmisión de la gripe, pero cuando esta es baja, funciona mejor la protección indirecta vacunando a los niños.

En el caso de la COVID-19, todo es nuevo: nuevo virus, nuevas formas prioritarias de transmisión (aerosoles frente a gotículas y objetos o superficies), nuevos riesgos (transmisión asintomática o presintomática), nuevas vacunas (las de ARN se aplican por primera vez en la población general)… Pero claro, el hecho de que todo sea nuevo no implica que la opinión de cualquiera sobre a quién vacunar primero sea igualmente válida; solo implica que los epidemiólogos deberán hacer un esfuerzo extra para obtener conclusiones avaladas por la ciencia. Y que, como siempre ocurre en ciencia, se necesitarán muchos estudios, no siempre concordantes entre sí, para llegar a un consenso.

Por ejemplo y ya en concreto sobre la COVID-19, otro estudio previo, aún no publicado, tenía en cuenta las posibles variaciones en la efectividad de las vacunas y en su disponibilidad para calcular la priorización óptima. Según este estudio, una vacuna de baja efectividad debería destinarse con preferencia a las personas de más edad, mientras que con otra de alta efectividad debería en cambio priorizarse la vacunación de las personas más jóvenes, a no ser que la disponibilidad de la vacuna sea escasa, en cuyo caso debería favorecerse la protección directa de los ancianos. Y ¿por qué? Porque así es como, según los resultados del modelo matemático, consiguen reducirse más las muertes en cada caso.

Otro factor a considerar para una estrategia óptima, como señalaba otro estudio aún sin publicar, es si una vacuna solo protege de la enfermedad o también bloquea la transmisión del virus. Por último, hay más ingredientes a añadir, como la incógnita sobre qué vacunas protegen en qué medida contra las nuevas variantes del virus que van a continuar surgiendo, hasta qué punto puede proteger una sola dosis de las vacunas que requieren dos si la segunda no está disponible, o si combinar dos dosis de vacunas distintas puede mejorar la protección. Todo lo cual ilustra claramente que el asunto es mucho más complejo de lo que parecen sugerir las opiniones de los tertulianos.

En concreto y en el caso de la cóvid, los autores del estudio de Science llegan a la conclusión de que la vacunación prioritaria de las personas mayores de 60 años es la estrategia que más consigue reducir la mortalidad en la mayoría de los escenarios. Curiosamente, hay matices, ya que la vacunación de personas entre 20 y 49 años es más eficaz para reducir los contagios con una vacuna altamente efectiva y que bloquea la transmisión, y hay ciertas situaciones en las que esta estrategia sería ligeramente mejor para reducir la mortalidad, como cuando se aplican medidas para contener los contagios (como está ocurriendo ahora), o las dosis de la vacuna son escasas, o la vacuna es poco eficaz en personas mayores.

Pero salvando estos matices, concluyen los autores, «para la reducción de la mortalidad, la priorización de los adultos más ancianos es una estrategia robusta que será óptima o casi óptima para minimizar la mortalidad para virtualmente todas las características posibles de las vacunas«. Los investigadores recomiendan una última medida para mejorar el resultado: postergar la vacunación de las personas seropositivas frente a las seronegativas. Es decir, vacunar primero a quienes no han pasado la enfermedad.

Sin embargo, conviene aclarar, ya dicho más arriba, que esta es ciencia en proceso: otro estudio reciente de simulación publicado por investigadores de la Universidad de Nueva York en la revista Advanced Theory and Simulations y que ha tomado como escenario un lugar muy concreto, la localidad neoyorquina de New Rochelle, concluye que «priorizar la vacunación de las personas de alto riesgo tiene solo un efecto marginal en el número de muertes por COVID-19«.

En general, las autoridades han priorizado la vacunación de las personas mayores. Pero más allá de esto entran factores que estos modelos no contemplan, y que son esenciales de cara a esta segunda fase del plan de vacunación en la que nos hallamos ahora: si se dice que debería vacunarse a los colectivos más expuestos y con mayor riesgo, ¿cuáles son los colectivos más expuestos y con mayor riesgo?

Por ejemplo, la Comunidad de Madrid dijo que estudiaría la vacunación del personal de hostelería por estar expuesto a un mayor riesgo. Al mismo tiempo, dice que los bares y restaurantes son seguros, lo que implica que el personal de hostelería no está expuesto a un mayor riesgo. Con este ejemplo se entiende que ahora las decisiones sobre quiénes recibirán la vacuna próximamente ya no estarán basadas en la ciencia, sino en otro tipo de criterios.

Pero también la ciencia puede analizar cuáles son los colectivos que están expuestos a un mayor riesgo. Diversos estudios han analizado las tasas de infecciones y la mortalidad en distintos colectivos profesionales en diferentes lugares. He aquí algunos datos:

En EEUU, el estado de Washington examinó la incidencia de la cóvid por sectores industriales, concluyendo que los más afectados son, obviamente, los trabajadores sanitarios y sociales (25%), seguidos de agricultura, bosques, pesca y caza (11%), pequeño comercio (10%), fabricación (9%), hostelería (7%), construcción (7%), administración pública (5%), transporte y almacenaje (4%), gestión de residuos (4%), educación (3%) y otros menores.

Un estudio en Reino Unido dirigido por la Universidad de Glasgow y publicado en Occupational & Environmental Medicine, del grupo BMJ, descubre los colectivos profesionales más afectados por cóvid grave: trabajadores sanitarios, seguidos muy de lejos por transporte y trabajadores sociales, con educación, alimentación y policía y otras fuerzas en un nivel mucho menor de riesgo.

También en Reino Unido, el gobierno ha recopilado las muertes por cóvid en distintos sectores profesionales. Después de los trabajadores sanitarios y sociales como grupo más afectado, hay ciertos datos destacados, como una especial incidencia en las mujeres que trabajan en fábricas. No se registra una mortalidad especialmente alta en el sector educativo en general, pero sí en particular en los hombres profesores de secundaria (recordemos que en España se ha priorizado la vacuna para docentes de infantil y primaria, edades con menos propensión a contraer el virus que los adolescentes de secundaria).

Un estudio del Instituto Noruego de Salud Pública ha analizado los casos de cóvid por profesiones. En la primera ola los más afectados fueron los profesionales sanitarios, seguidos de los conductores de autobuses, tranvías y taxis. Pero curiosamente, en la segunda ola la situación cambió por completo: los sanitarios pasaron a un nivel mucho menor de infecciones, mientras que en este periodo las profesiones con más casos fueron camareros/as (incluyendo bares, restaurantes y establecimientos de comida rápida), azafatos/as, transportistas, taxistas, dependientes y recepcionistas. Los autores del estudio explican la posible causa de la discrepancia por el hecho de que al comienzo de la pandemia el testado estaba priorizado sobre todo para el personal sanitario.

Un estudio aún no publicado de la Universidad de California en San Francisco ha analizado los sectores profesionales en los que la cóvid se ha cobrado un mayor exceso de mortalidad en California. Los resultados son algo inesperados: el colectivo más afectado son los cocineros (extrañamente, no los camareros), seguido de los trabajadores de empaquetamiento y envasado, agricultores, panaderos, construcción, producción, operadores de costura y comercio.

En resumen, en este batiburrillo de datos al menos puede verse que, después de la prioridad absoluta de los profesionales sanitarios y sociales, quiénes están más o menos expuestos o corren mayor o menor riesgo puede ser algo discutible y variable según los lugares y otras circunstancias. Pero que nos interesa proteger a las personas que producen alimentos, los transportan y los venden. Y que si algunos datos apuntan a que el personal de hostelería es, en efecto, de alto riesgo, es porque trabaja en lugares de alto riesgo.

Pero sobre todo, si algo parece especialmente claro es que los líderes políticos y gobernantes en ningún caso forman parte de esos grupos de riesgo. Como escriben tres investigadores de la Universidad Johns Hopkins en The New England Journal of Medicine, «los marcos de priorización creados por paneles de expertos y adoptados por los estados no conceden a los líderes gobernantes ningún estatus especial, y darles prioridad suscita importantes preguntas sobre justicia y transparencia«.