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¿Quién le pone el cascabel al rinoceronte?

Desde el pasado sábado 24 y hasta el próximo miércoles 5 de octubre, en Johannesburgo se discuten asuntos de importancia que apenas tendrán cabida en los medios de por aquí, inundados hasta el ahogamiento por los juegos florales, minués de salón y exabruptos ocurrentes que la política nacional vomita cada día.

Los problemas que se debaten en la 17ª Conferencia de las Partes del CITES (Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres) son reales, y no son solo de interés marginal para ecologistas y científicos: las decisiones del CITES afectan a cuestiones como las economías nacionales de muchos países, las redes del crimen organizado (el de especies es el cuarto comercio ilegal del mundo tras el de drogas, el de productos falsificados y el de personas) o el posible infortunado encuentro de cualquiera de ustedes, si alguna vez viajan a África, con una banda de cazadores furtivos que no dudaría en meterles una bala en la cabeza.

Entre esos asuntos destaca la propuesta de Suazilandia, remoto y pequeño país en el cucurucho de África, para tumbar el veto al comercio internacional de cuerno de rinoceronte, vigente desde 1977. Hace unos días lo conté con detalle en otro medio, pero este es el resumen: aunque el cuerno de rino ya no se emplea oficialmente en la medicina tradicional china, hay una nueva oleada de demanda procedente de Vietnam, donde este material se ha convertido en el capricho de lujo de los nuevos millonarios. Le atribuyen toda clase de milagros, desde aliviar la resaca a curar el cáncer. Naturalmente, el cuerno de rinoceronte es tan eficaz para lo que sea como nuestros recortes de pelo o uñas, ya que todos ellos se componen de queratina.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Hay quienes elogian el veto del CITES como un gran triunfo, pero también quienes alertan de que la matanza de rinos continúa aumentando. Y entre estos últimos, algunos han aventurado la posibilidad de abrir una vía al comercio con el objetivo de cubrir la demanda con producto legal a un precio alto, pero inferior al del mercado negro.

Los defensores de esta postura esgrimen el argumento de que el cuerno de rinoceronte recrece después de cortado si se hace adecuadamente, y que por tanto puede cosecharse periódicamente de individuos vivos sin dañar a los animales. De hecho, en algunas regiones de África se despoja a los animales de sus ornamentos para protegerlos de los furtivos.

Todo lo cual, aunque no lo parezca, es materia de reflexión. Aunque no lo parezca, porque en cuestiones como estas la primera tentación es reaccionar visceralmente de manera irreflexiva. Quienes amamos África y su fauna queremos que siga allí por mucho tiempo, y cualquier movimiento que pudiera representar una nueva amenaza repugna a primera vista, sobre todo si como consecuencia de él alguien va a enriquecerse aún más.

En un segundo acercamiento, ya más fundamentado, existe ese viejo lema de que la legalización de lo que sea incrementa la demanda. Pero ¿es cierto? Los defensores del levantamiento del veto alegan que tal cosa no ha ocurrido en los países donde se han legalizado ciertas drogas. Y que por lo tanto el clásico eslogan dista mucho de ser una regla general.

Finalmente, y en el tercer nivel de análisis, resulta que los defensores de la vía del comercio legal no son solo quienes se beneficiarían económicamente de ello, como los criadores surafricanos que mantienen ranchos privados. Algunos de ellos son conservacionistas expertos con historiales académicos o científicos sólidos. En el caso de Suazilandia, la pretensión del país es vender su stock de cuernos y poner en marcha después un mercado estable anual con su cosecha regular de cuernos procedentes de rinos vivos. Los beneficios de este comercio, dicen, se destinarían a la protección de la especie.

Es cierto que la conservación de los rinos es una empresa muy cara, dependiente de países que no tienen precisamente economías desahogadas. Es cierto, en el otro plato de la balanza, que en África las grandes operaciones económicas suelen dejar bastante dinero en el bolsillo de quienes no deberían llevárselo (aunque casi, ¿y dónde no?). Pero también es cierto que los africanos se quejan de que quienes no sufren sus problemas se crean en el derecho a solucionarlos y en la posesión de la verdad sobre cómo hacerlo. Y no les falta razón: los países occidentales no pagan la conservación de sus rinocerontes, pero tampoco les permiten aprovechar sus propios medios para costearla.

Mientras escribo estas líneas, la propuesta de Suazilandia aún no se ha votado, aunque es imposible que alcance la mayoría necesaria de dos tercios de los 182 países del CITES. Pero por si alguien aún duda de que realmente este es un asunto que debería dar en qué pensar a ecólogos, conservacionistas, políticos, economistas y científicos, y con ellos a todos los demás, constato aquí otra sorprendente realidad: incluso entre las ONG conservacionistas no hay una postura unánime. Mañana lo contaré.

La doble cara de la caza

Como medio-keniano mestizo desde hace un cuarto de siglo, después de tantas horas al amanecer buscando leopardos en las riberas, con la esperanza de capturar su ardiente pelaje con mi cámara y sintiéndome un respetuoso intruso en su mundo, se comprenderá qué me corre por el cuerpo al observar esa foto. O cualquier otra similar de un millonario occidental de esos que llegan, matan y se van, probablemente sin estar seguros siquiera de si lo que han matado se llama leopardo, guepardo… ¿Leotardo? ¿Leonardo?

César Cadaval, con un leopardo abatido. Imagen de Twitter.

César Cadaval, con un leopardo abatido. Imagen de Twitter.

No imagino matar un animal a no ser que necesitara comérmelo para sobrevivir. Pero ante tanta bilis vertida en Twitter a propósito de la foto de marras, alguien tiene que explicar ciertos extremos que deben invitar a una reflexión un poco más profunda.

La caza se ha empleado tradicionalmente en muchos lugares del mundo como ayuda a la conservación de ecosistemas. Se matan animales enfermos que podrían extender epidemias. Pero también se sacrifican animales perfectamente sanos que han causado conflictos con la población humana, y que volverían a causarlos: elefantes que se acostumbran a frecuentar los cultivos, que reaccionan agresivamente contra sus propietarios y se vuelven irrecuperables; leones que se han habituado al contacto con los humanos y atacan con facilidad. Un ejemplo de esto último sucedió en el Parque Nacional de Aberdares, en Kenya, donde un león rescatado de un circo mató a una persona y tuvo que ser sacrificado.

Pero la caza también se ha empleado simplemente como método de control de poblaciones, como repasaba una revisión de hace unos años:

Hasta los años 70, los responsables [de la conservación] asumían que el sacrificio era necesario para impedir el aumento de las poblaciones, una premisa que justificó el sacrificio preventivo de ciervos en el Parque Nacional de Yellowstone y de elefantes en Zimbabwe y Uganda, y que fue la base de los planes de sacrificio de elefantes en el Parque Nacional de Tsavo, en Kenya, y en otros lugares.

Hoy este método se enfrenta cada vez con más objeciones éticas, incluso teniendo en cuenta que, según sostienen algunos científicos, el sacrificio controlado en las poblaciones de depredadores contribuye eficazmente a su sostenibilidad y reduce su riesgo de extinción. Algunos investigadores mantienen también que hay diferentes modelos de conservación, y que no hay necesidad de intervenir para mantener un estado concreto. En el caso de especies valiosas o en peligro se ha fomentado la translocación de animales de unas regiones a otras, pero se trata de un procedimiento muy costoso.

Pero mientras el sacrificio preventivo con fines de conservación resulta cada vez más cuestionable, paradójicamente existe también un movimiento en sentido contrario. Países como Suráfrica, Botswana o Zimbabwe han aprovechado la caza sostenible como jugosa fuente de ingresos para la conservación. Mientras, Kenya prohibió la caza en los años 70; cuando es necesario el sacrificio de algún animal, son los guardas de los parques quienes se encargan de ello. En Kenya la caza cuesta dinero al estado (a la gente) en lugar de generarlo.

Por este motivo, durante décadas ha existido en Kenya una corriente de presión que ha tratado de abrir el país a la caza bajo el argumento de rentabilizar la conservación. Personalmente me apenaría enormemente ver la caza legalizada en Kenya. Pero la nueva ley de conservación aprobada en 2013 ha abierto la mano al sacrificio restringido y autorizado en ciertos casos como método de control de población, cuando no exista posibilidad de translocación u otros procedimientos, y con un control registrado sobre los trofeos. Lo cual, en la práctica, y en un país como Kenya donde impera la corrupción, significará que quienes puedan pagarlo obtendrán permisos para abatir presas en ranchos privados y llevárselas a casa.

Tal vez nos indigna que un buen chorro de dinero pueda comprar la muerte de un animal. E indudablemente nos repugna la actitud soberbia y ufana del gran cazador blanco que hoy resulta ya tan anacrónica. Con todo, el debate científico sobre la caza como método de ayuda a la conservación continuará, y debe continuar. Pero por favor, que al menos las fotos se las guarden para ellos mismos.

El buen tiempo ya no es buen tiempo

Nunca la sierra de Madrid me había recordado tanto a Kenya. El tiempo que tenemos estos días por aquí, ya a mediados de noviembre, es el típico clima de Nairobi (salvo por los cielos despejados) en lo que ellos llaman invierno, que cae en nuestro verano. Noches frescas que se caldean rápidamente por la mañana hasta que sobra la manga, sin que la temperatura llegue nunca a la grosería de hacernos sudar. Allí lo llaman eterna primavera. Aquí debemos llamarlo cambio climático.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Una aclaración. Meteorólogos, climatólogos y geofísicos nos advierten de que no debemos dejarnos llevar por las impresiones momentáneas y locales. O, dicho de otro modo, que no debemos mezclar tiempo y clima, salvo por el hecho de que el estudio del clima necesita mucho tiempo (discúlpenme el penoso juego de palabras).

Pero si tenemos días de temperaturas aberrantes para esta época del año, y los días crecen a semanas, y esto ocurre en un gran trozo de planeta, y las semanas logran que un mes se declare el más caluroso a escala global de la historia registrada, como ya ha ocurrido este año en febrero, marzo, mayo, junio, julio, agosto y septiembre, y si esto resulta en que un año sea también el más cálido en los registros, como sucedió en 2014, y si ya son 38 años consecutivos con una temperatura global superior a la media del siglo XX, y si 2014 ha batido el récord de concentraciones de gases de efecto invernadero, y si se anuncia que la temperatura global en 2015 ya va a superar en 1 °C la media de los niveles preindustriales, y que los esfuerzos a presentar en la próxima conferencia del clima de París aseguran un aumento de la temperatura de 3 °C, un grado por encima del objetivo de 2 °C que se consideraría el máximo límite aceptable del mal menor…

Pues vaya, esto ya empieza a parecerse a aquello del que toca una trompa, toca una oreja grande, toca un colmillo, toca una pata, y llega a la conclusión de que todo aquello probablemente constituye lo que viene siendo un elefante.

Esto, independientemente de que no todas esas impresiones aisladas y esporádicas sean coincidentes. Por ejemplo, el pasado septiembre tuvimos que abandonar las cosas propias del verano antes que otros años, porque el mes vino más frío de lo habitual en España. Y sin embargo, en todo el planeta fue el septiembre más cálido de todos los septiembres que han sido en la historia de la meteorología moderna. Cualquiera que haga el menor esfuerzo por mover la maquinaria pensante sobre sus hombros tiene ahora al fácil alcance de sus entendederas cuál es la temperatura del asunto, nunca mejor dicho, a escala global.

A estas alturas, negar la realidad de un cambio climático, con independencia de sus causas, sólo puede venir motivado por una cerril ceguera deliberada. Pero entrando en sus causas, no es necesario ser un especialista para comprender que más de doscientos años vertiendo al aire cantidades ingentes de gases de efecto invernadero obligatoriamente deben afectar al comportamiento de la atmósfera. En las muy contadas ocasiones en que se han producido agresiones comparables –episodios de vulcanismo masivo y extremo, como el del Decán, o impactos de asteroides–, el resultado ha sido la extinción de la mayoría de las especies terrestres. Por tanto, negar el impacto antropogénico actual, por un lado, y la gravedad de sus previsibles efectos, por otro, sólo puede venir motivado por un no menos cerril fanatismo ideológico, ya que dudosamente quienes lo niegan pueden aportar un modelo climático alternativo que justifique sus alegaciones.

Hubo un tiempo en que las denuncias de un deterioro climático antropogénico peligroso para casi todo lo que ahora entendemos como vida en la Tierra se consideraban una patraña maliciosa urdida por una maligna conspiración comunista destinada a derribar el sistema. Pero como broma ya está bien. Hoy solo personajes psiquiátricamente fronterizos pueden continuar sosteniendo que todo esto no es más que un sofisma populista. Quienes siguen oponiéndose de este modo a la evidencia son combustible fósil.

Dejando de lado este fenómeno cada vez más marginal, hay dos, estas sí, poderosas razones que frenan los intentos de los organismos concernidos por llamar a la acción global. En primer lugar, en esta sociedad regida por intereses inmediatos, efímeros y cortoplacistas, es difícil involucrar a público, empresas y gobiernos en una tarea cuyos rendimientos llegarán en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones, el próximo ejercicio económico o el próximo Trending Topic. Aún más cuando estos rendimientos no consisten en ningún beneficio añadido, sino solo en que todo se quede como está ahora.

Lo resumo en lo que podríamos llamar el Axioma del Gasolinero, por la sencilla razón de que fue un gasolinero quien me lo enunció el otro día. «Este tiempo es mejor que el frío porque nos ahorramos la calefacción». Incuestionable, por eso es un axioma. Para quienes vivimos en climas templados, la calefacción es uno de los mayores bocados de nuestro gasto invernal. Paradójicamente, el cambio climático tendrá efectos económicos contrapuestos a corto plazo entre unos y otros sectores de las sociedades, y para algunos traerá beneficios inmediatos. Es de suponer que los propietarios de terrazas estarán haciendo caja este noviembre como no se han visto en otra antes.

Para tratar de neutralizar este efecto, autoridades y otras partes implicadas transmiten mensajes dirigidos a la fibra emocional. Por un lado, con simulaciones visuales de los efectos a largo plazo, como las imágenes (las últimas, publicadas esta misma semana) en las que aparecen varias capitales mundiales inundadas. Y por otro lado, con alusiones al sufrimiento que los efectos del cambio climático provocarán a las próximas generaciones.

No creo que nada de ello sirva de mucho. En cuanto a lo primero, no se puede decir que las imágenes causen una conmoción global, como se ha podido comprobar esta semana. Hay quien las encuentra hasta divertidas. Y en cuanto a lo segundo, exigir una responsabilidad sobre consecuencias tan diferidas es algo que no se entiende en la cultura actual. Por no hablar de que, a algunos, el carácter un poquito moñas de ciertos discursos sensibleros sobre nuestros hijos y nietos les genera algo de risa o incluso de rechazo. Será una reacción reprobable, pero limitarse a reprobarla resulta más bien poco práctico.

La segunda razón es que muchos aún no acaban de creerse que el cambio climático vaya a ejercer una influencia real sobre la vida humana y el estado actual de la civilización, sino que lo consideran un problema exclusivamente medioambiental. No a todo el mundo se le puede exigir que le preocupe la conservación de una especie de mariposa del Amazonas. Tanto por esta razón como por la anterior, se requiere un mayor esfuerzo de explicación y comunicación, cuyos resultados solo se manifestarán cuando situaciones como el grotesco tiempo primaveral que tenemos estos días se perciban con al menos una cierta inquietud, y no como un bendito regalo del otoño.

Les dejo aquí este mítico tema de la banda del tristemente desaparecido Joe Strummer, The Clash. En la apocalíptica London Calling, inspirada por el accidente nuclear de la central de Three Mile Island (Pensilvania) en 1979, Strummer cantaba: «No tengo miedo, porque Londres se está inundando y yo vivo junto al río». Resulta curioso que en tiempos de los Clash se creyera que el futuro no existía, se hiciera lo que se hiciera, y que 36 años después sea justo al contrario: hoy la ciudad alegre y confiada da el futuro por hecho, se haga lo que se haga; o aún peor, ni siquiera importa si hay futuro mientras el Whatsapp no se caiga.

Lo que nunca se ve en los documentales de naturaleza

Dejando de lado el insondable misterio de las audiencias reales de los documentales de la 2 (y otras cadenas televisivas), parece comprensible que el humano civilizado de hoy, ahogado por su bufanda de cemento y asfalto, desee de vez en cuando abrir una ventana desde su salón a una naturaleza prístina cada vez más difícil de encontrar. En los documentales, los leones asedian a las cebras a su antojo en un paraje que luce virgen, como si manos o pies humanos jamás hubieran dejado huella en él.

Y sin embargo, el «detras de las cámaras» a menudo puede ser algo bastante parecido a esto:

Vehículos apiñados junto al río Mara en la reserva de Masai Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Vehículos apiñados junto al río Mara en la reserva de Masai Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

La imagen fue tomada hace cuatro años en Masai Mara, Kenya; una de esas reservas que en los documentales parecen intactas e inmaculadas. Y el motivo de la aglomeración de vehículos todoterreno y minivans de turistas no era ningún suceso excepcional, sino algo cotidiano allí: los coches se apiñaban a la orilla del río Mara a la espera de presenciar cómo los rebaños de ñus vadeaban la corriente siguiendo su migración anual.

Se supone que el concepto de parque nacional o similar siempre tiene como objetivo común la conservación de la naturaleza, pero su aplicación es diferente según los casos. Sin mencionar la gestión de los parques que obliga a intervenciones, suelen existir usos compatibles más allá de la estricta preservación, normalmente relacionados con actividades tradicionales como la ganadería, la artesanía o la explotación de recursos a pequeña escala.

Otra de las actividades habituales en los parques nacionales es la científica, que incluye la investigación y la divulgación. Los espacios protegidos han prestado servicios impagables a la ciencia, al ofrecer la oportunidad de conocer la dinámica del entorno natural y de las criaturas que lo habitan. En los parques africanos, los equipos de investigación y de divulgación a menudo deben pagar una tasa especial por el derecho a filmar o a desarrollar sus proyectos científicos. Para los países africanos, esta es una vía más de sacar un rendimiento económico a su naturaleza privilegiada.

Pero filmación, investigación, turismo y conservación no siempre forman un puzle bien encajado. Por no hablar de la caza, prohibida en Kenya pero permitida en otros países africanos. Los equipos de investigación quieren trabajar sin interferencias molestas, y los realizadores de documentales tendrían que descartar el metraje si en sus tomas se colara el minivan de una agencia de safaris. Pero los visitantes, que pagan su entrada, tienen derecho a disfrutar de los parques sin que sus movimientos se vean restringidos por una señal de «no pasar».

¿Cómo se conjugan todos estos elementos entre sí y con el presunto objetivo principal del parque, la conservación de la naturaleza? Difícilmente. Y más en lugares como Masai Mara, donde la gallina de los huevos de oro de los safaris está convirtiendo un paraje antiguamente prístino en una pequeña ciudad dispersa por la que cada día pululan cientos de vehículos en busca de esa mítica escena de los leones y las cebras.

En 2010, un estudio llevado a cabo por investigadores británicos reveló que las poblaciones de grandes mamíferos han mermado un 59% entre 1970 y 2005 en los parques africanos, incluyendo espacios como Masai Mara y su reflejo al otro lado de la frontera tanzana, el Serengeti. Hace dos años, una revisión a gran escala de estudios publicados sobre áreas protegidas de todo el mundo descubría que parques y reservas ayudan a preservar los bosques, pero los datos relativos a la conservación de especies fueron débiles e inconcluyentes.

Tal vez estos datos no sorprendan, pero deberían servir para mantener encendida la sirena de alarma. O algún día los documentales de naturaleza deberán hacerse por animación digital.

¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

Mezclar ranas y peces de colores, mala idea

Al contrario que aquí, en otras latitudes lo más común es preferir tierra bajo los pies a un ascensor en el centro. Como ejemplo, en Reino Unido el 87% de los hogares tiene jardín, un total de 22,7 millones de viviendas, según un censo de 2008. Lo que nos llevaría, si se quisiera, a preguntarnos si la burbuja del ladrillo no es algo genéticamente programado en los cromosomas del español medio y de lo que, por tanto, nunca nos liberaremos. Pero no parece que se quiera.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

También en las islas británicas, de admirable tradición científica y naturalista, hay más costumbre de dedicar un jardín a algo más que piscina y barbacoa, disponiendo recursos para que el espacio exterior de los hogares sea más una extensión de la naturaleza que del propio recinto urbanizado. Incluso el gobierno destina campañas a ello, algo que aquí desataría carcajadas; pero con casi 23 millones de jardines, es obvio que la suma de estas parcelas comprende una buena parte del entorno natural británico.

De los recursos en los jardines, los más sencillos incluyen comederos/bebederos para pájaros y cajas nido, que prestan refugio a las aves en época de anidación y alimento en las estaciones de escasez. Pero también, asombrosamente, el censo británico registra entre 2,5 y 3,5 millones de estanques. Los espacios acuáticos en los jardines, tanto en Gran Bretaña como aquí, ofrecen casa a un sinfín de especies animales, desde insectos hasta anfibios y reptiles, y esto es especialmente crítico en un país generalmente seco como España.

Todo el que abre un estanque en su jardín suele pasar por la inevitable tentación de los peces de colores para añadir un toque de vida. Tentación que hay que resistir: todo estanque será colonizado tarde o temprano por anfibios como ranas y sapos. Quien quiera un estanque puramente ornamental, con carpas doradas y kois, encontrará de todos modos que las ranas no van a renunciar a una jugosa charca permanente, y en primavera aparecerán los renacuajos. Incluso conviviendo ranas y peces, y a pesar de que estos devoren todo renacuajo que se les cruce por delante, algunos pueden llegar a madurar.

Por tanto, la mejor opción es prescindir de los peces. Los estanques ayudan a mantener las poblaciones de anfibios, que son cada vez más escasas, y manteniendo estos espacios acuáticos lo más salvajes que sea posible prestamos un servicio a la conservación medioambiental. Pero además, hay otra buena razón para no mezclar ranas y peces ornamentales. Según cuenta un estudio publicado este mes en la revista PLOS One, los peces podrían ser un vector de transmisión de la ranavirosis, la enfermedad que está devastando las poblaciones de anfibios en todo el mundo.

Los Ranavirus se identificaron por primera vez hace décadas, pero ha sido en los últimos años cuando la extensión de esta infección, junto con la de un hongo patógeno que produce la quitridiomicosis, ha comenzado a suponer una seria amenaza para las comunidades de anfibios en América, Europa y Asia. En Reino Unido se estima que el virus ha acabado con el 80% de la población de rana bermeja, y está causando estragos en muchos otros países, incluida España. Las ranas infectadas sufren úlceras y hemorragias masivas y a veces pierden alguno de sus miembros antes de morir.

Los investigadores, de la Universidad de Exeter, han examinado los factores asociados a la ranavirosis en los estanques de Reino Unido, a través de los informes de muertes recibidos por la ONG Froglife entre 1992 y 2000. Entre estos factores aparece la presencia de peces exóticos en los estanques.

Ya ha quedado claro que en este blog no se apoyan los estudios basados en correlaciones que no demuestran un vínculo de causa y efecto por vías más convincentes, y este es uno de esos casos. Parece lógico pensar que la vía más probable de contagio del Ranavirus entre las ranas sean las propias ranas, o los sapos que a menudo comparten los mismos hábitats. Pero dado que los Ranavirus también infectan a los peces –de hecho, se cree que proceden de ellos–, es posible que estos puedan actuar como reservorios del virus. Una prueba a favor es que las ranas, por mucho que salten, difícilmente pueden salvar un océano; la vía más probable de expansión del virus de unos continentes a otros es el comercio de animales exóticos.

De la variedad de factores que los investigadores han relacionado con la incidencia del virus, han insistido en la presencia de los peces como factor de riesgo. Los autores del estudio apuntan que los peces no solo pueden amplificar la población viral, sino que además inducen en las ranas un patrón hormonal de estrés que debilita su sistema inmunitario. Los productos de jardinería y de cuidado de los estanques también pueden afectar a la capacidad de las ranas para responder a la infección.

Y aunque los humildes anfibios casi siempre pasen inadvertidos frente a estrellas de la conservación como las ballenas o los osos panda, de la magnitud de esta amenaza da cuenta la frase con la que los científicos abren su trabajo: «Los anfibios son el grupo taxonómico en mayor riesgo del planeta, con un tercio de especies actualmente clasificadas como amenazadas».

Por qué las aves no pueden esquivar el AVE

La cara más fea de los trenes de alta velocidad está en el morro de la locomotora, donde a los insectos típicos en cualquier parabrisas suele sumarse el cadáver de algún pájaro, despachurrado sobre un borrón de sangre. Y eso que se nos ahorra la visión de los que quedaron pulverizados en las vías. Es una más de las trampas letales que nuestra tecnología tiende a los dinosaurios actuales, como los cables eléctricos, las aspas eólicas, las mamparas de cristal o las fachadas de espejo.

En lo que se refiere a los vehículos, la visión de animales atropellados es algo tristemente frecuente, sobre todo pájaros o gatos. Quienes tiramos a vivir en el campo encontramos también ardillas, erizos, serpientes, conejos, sapos o incluso algún zorro. Mi compañero César-Javier Palacios ha abordado el asunto varias veces en su blog La crónica verde, aportando el dato escalofriante de que cada año diez millones de vertebrados mueren arrollados en las carreteras españolas. Es especialmente dramático el caso de los linces, que caen bajo las ruedas de coches o trenes a razón de uno al mes, o más. César-Javier recomienda levantar el pie del acelerador. Si se respetaran los límites de velocidad, se evitaría el sufrimiento de muchos animales, incluyendo a los humanos.

Con todo, incluso los conductores prudentes y sensibilizados pueden verse sorprendidos por un animal que se arroja bajo las ruedas superando nuestra capacidad de reacción, o que queda deslumbrado por los faros y escoge la opción equivocada. En general, es un juego de tiempos de reacción: el del animal para esquivar nuestra acometida y el nuestro para frenar o desviar la trayectoria del coche. Con el nuestro podemos estar más o menos familiarizados, pero no así con el del animal.

Un ejemplar de tordo cabecicafé ('Molothrus ater'). Imagen de Bear golden retriever / Wikipedia.

Un ejemplar de tordo cabecicafé (‘Molothrus ater’). Imagen de Bear golden retriever / Wikipedia.

Esta última cuestión es la que ha tratado de responder un equipo de investigadores del Departamento de Agricultura de EE. UU. (USDA) y de las Universidades de Indiana y Purdue. Los científicos, encabezados por el biólogo y ecólogo del USDA Travis DeVault, han analizado los comportamientos y los tiempos de alerta y huida ante la aproximación de un vehículo virtual en una especie de pájaro común y abundante en Norteamérica, el tordo cabecicafé o negro (Molothrus ater).

Según escriben los investigadores en su estudio, publicado este mes en la revista Proceedings of the Royal Society B (PRSB), «los animales parecen reaccionar a la aproximación de automóviles, aviones y otras amenazas no biológicas de una manera cualitativamente similar a cuando se trata de predadores». «Durante estos encuentros, los animales usan alguna variación de su repertorio antipredador, posiblemente porque la novedad evolutiva de los vehículos modernos impide respuestas más especializadas». DeVault y sus colaboradores explican que esta falta de adaptación lleva a respuestas erróneas, como los ciervos que se quedan paralizados o las tortugas que se limitan a esconderse en su caparazón.

Para realizar su experimento, los autores presentaron a los tordos filmaciones silenciosas de una camioneta pick-up acercándose a ellos a distintas velocidades entre 60 y 360 kilómetros/hora, siempre desde una distancia inicial de 1,25 kilómetros en línea recta y en un escenario experimental cuidadosamente diseñado y controlado. De este modo, midieron las respuestas de alerta y de huida de los pájaros.

La conclusión principal del estudio es que el estímulo para la reacción de estas aves no es la velocidad del vehículo, sino la distancia a él: con independencia de la velocidad, los pájaros adoptaban la postura de alerta cuando la camioneta se acercaba hasta los 43 metros, y emprendían el vuelo a los 28 metros. Lógicamente, a una velocidad menor el animal tiene más tiempo para escapar. Los científicos descubrieron que por encima de 120 km/h los pájaros no podían huir con la suficiente rapidez para evitar el atropello. La razón es que su tiempo de reacción para echar a volar es de 0,8 segundos, medido experimentalmente. Una sencilla cuenta revela que, a velocidades superiores a 120, el vehículo tarda menos de este intervalo en recorrer los 28 metros. En concreto, un tren de alta velocidad circulando a 300 km/h cubre esa distancia en 0,336 segundos, por lo que la maniobra del tordo no consigue evitar la colisión.

Es más: según los autores, a velocidades superiores a 180 km/h las reglas de respuesta de los pájaros se rompen por completo y sus estrategias de huida se vuelven erráticas. «Nuestro estudio es el primero en proporcionar pruebas directas de que las reglas de comportamiento de huida utilizadas por los pájaros se quedan cortas con vehículos a altas velocidades», escriben los investigadores, añadiendo que «la regla de distancia usada por los tordos es generalmente ineficaz para evitar vehículos a altas velocidades».

Daños en un avión causados por el impacto de aves. Imagen de Nico deb / Wikipedia.

Daños en un avión por el impacto de aves. Imagen de Nico deb / Wikipedia.

Finalmente, DeVault y sus colaboradores proponen medidas para compensar esta indefensión de los pájaros ante los vehículos, como incorporar luces pulsantes en los aviones que aterrizan o despegan para ahuyentar a las aves, o reducir los límites de velocidad en las carreteras que atraviesan zonas de especial importancia ecológica. Respecto a esto último, siempre habrá quien objete que de poco sirven los límites de velocidad si no se respetan, como ocurre tan frecuentemente en este país. Y sin embargo, parece que los pájaros son capaces de ajustar sus comportamientos de huida en función de la normativa de circulación. Sí, ha leído bien.

Aquí, la explicación. El trabajo de DeVault cita un estudio previo que descubría un hecho absolutamente insólito: en 2013, los investigadores canadienses Pierre Legagneux y Simon Ducatez examinaron las distancias de inicio de vuelo, es decir, la separación del vehículo a la cual las aves emprenden la huida, en carreteras con distintos límites de velocidad. El estudio, publicado también en PRSB, revelaba que, atención, los pájaros reaccionaban a mayor distancia del vehículo cuando el límite de velocidad de la vía era mayor, con independencia de la velocidad real a la que circulara el automóvil en cuestión. En otras palabras: los pájaros sabían cuál era el límite de velocidad de la carretera y entendían que, si este era mayor, debían emprender la huida a distancias más prudentes (el estudio de DeVault no detecta este efecto porque su carretera virtual es siempre la misma).

Increíble, pero cierto. Según Legagneux y Ducatez, sus resultados «sugieren poderosamente que los pájaros son capaces de asociar secciones de la carretera con límites de velocidad como manera de valorar el riesgo de colisión». Los autores razonan que los animales quizá puedan apreciar la diferencia entre un entorno urbano, donde el límite de velocidad es menor, y las áreas rurales. Pero ¿qué ocurre en carreteras de campo donde la velocidad permitida puede variar entre 80 y 110 km/h? El paisaje es similar, y sin embargo los pájaros escapan antes cuando el límite de velocidad es mayor. Los investigadores repasan distintas hipótesis alternativas, pero todas ellas podrían resumirse en un factor común: aprendizaje. ¿He mencionado ya aquí que las aves se cuentan entre los seres más inteligentes de la naturaleza?

La contaminación empieza en los Pirineos

Desde Torrelodones, donde vivo, se divisa sobre Madrid una gigantesca y perenne nube negra. La famosa boina de contaminación no siempre tiene la misma talla; en períodos de buen tiempo, sin lluvias ni vientos fuertes, la visión de la capital desde el pie de la Sierra parece la del mismo Mordor de Tolkien.

Por desgracia para los capitalinos, pero por suerte para el resto, la humareda se concentra tenazmente sobre el casco urbano. Fuera de la ciudad, la baja densidad de población de España comparada con otros países europeos premia a otras regiones con un aire más respirable en lo que se refiere a emisiones de CO2 procedentes de combustibles fósiles. Y esto es más que una hipótesis, a juzgar por los impactantes gráficos que acaba de publicar un equipo de investigadores de las Universidad Estatales de Arizona y Colorado (EE. UU.), las Universidades de Purdue (EE. UU.) y Melbourne (Australia), y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE. UU.

El trabajo, financiado por la NASA, no es el primero que presenta las emisiones de CO2 a nivel global, pero sí que las cuantifica hora a hora durante 15 años para todo el planeta y con un nivel de resolución que llega a la escala de ciudad. El Fossil Fuel Data Assimilation System (FFDAS, Sistema de Asimilación de Datos de Combustibles Fósiles) combina información de satélites, de población, de consumo de combustibles por países y de centrales energéticas para ofrecer un panorama que es muy fácil de apreciar gráficamente de un vistazo y que ayudará a las administraciones y a los organismos internacionales a la hora de diseñar sus políticas medioambientales.

O, al menos, ese es el propósito de los autores: «Estamos avanzando un gran paso para la creación de un sistema de monitorización global de los gases de efecto invernadero», apunta el director del estudio, Kevin Robert Gurney. «Ahora podemos proporcionar a cada país información detallada de sus emisiones de CO2 y mostrar que es posible disponer de una monitorización independiente y científica de los gases de efecto invernadero».

Los investigadores han estudiado el período comprendido entre 1997 y 2010, y han contrastado sus resultados con datos independientes de EE.UU. tomados individualmente desde tierra, por lo que confían en que el sistema es fiable para todo el planeta. En adelante se proponen actualizar los datos cada año.

Los resultados, publicados en la revista Journal of Geophysical Research, muestran fenómenos como el aumento progresivo de emisiones en China y el sur de Asia o los efectos de la crisis financiera global. Pero sobre todo, es muy llamativo cómo el centro de Europa se colorea del tono de su bandera, el azul, correspondiente a niveles de emisión superiores a 0,1 kilogramos de CO2 por metro cuadrado al año, e incluso en algunas regiones se llega al rojo, más de 1 kg de CO2 por m2 y año. Por el contrario, la mayor parte de la Península Ibérica, exceptuando los grandes núcleos, se mantiene en amarillo o por debajo de 0,1, como se aprecia en la siguiente imagen que corresponde a 2009.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

En este vídeo (en inglés), Gurney explica el fundamento del FFDAS y la visualización de los resultados. Además del progreso de las emisiones a lo largo del tiempo, otro mapa muestra cómo la producción de gases de efecto invernadero varía entre el día y la noche. Además se representa cómo los sistemas atmosféricos desplazan las masas de contaminación, lo que, por desgracia, en ocasiones lleva la nube de CO2 producida en Europa central directamente por encima de nuestras cabezas.

¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia?

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de 'El señor de los anillos' dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de ‘El señor de los anillos’ dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Los Ents son pastores de bosques, criaturas gigantes de aspecto vegetal que habitan la Tierra Media y que a menudo rematan sus vidas muy longevas echando raíces y convirtiéndose en verdaderos árboles. Tienen otra noción del tiempo más pausada que la nuestra: para ellos, una deliberación de tres días es casi una improvisación acelerada. En estos personajes, John Ronald Reuel Tolkien acertó a encajar ese sentido casi de eternidad, o al revés, de nuestra propia fugacidad, que nos punza cuando contemplamos los árboles que ya estaban frente a la casa de nuestros abuelos cuando ellos nacieron, y que seguirán allí cuando nuestros nietos hayan muerto.

Las plantas manejan el tiempo y el espacio de formas muy diferentes a las nuestras. Nosotros nos movemos rápido y pasamos deprisa. Para llegar a cualquier lugar, necesitamos desplazarnos, y para reproducirnos no nos basta con esto, sino que estamos obligados a embutir físicamente los gametos en el interior de un recóndito bolsillo corporal de otro miembro compatible de nuestra especie. Nuestra arquitectura está centralizada, con un núcleo operativo, el cerebro, que procuramos mantener lo más alejado posible del suelo; y necesitamos conservar nuestra estructura lo más intacta posible para seguir vivos.

Frente a todo esto, las plantas representan casi todas las alternativas opuestas. Su tiempo transcurre muy despacio. No se mueven, sino que el mundo pasa a su alrededor. Pueden expandirse dispersando sus gametos en el viento, evitando la molestia de buscar pareja. Hace millones de años ya inventaron ese modelo de arquitectura en nube que los humanos acabamos de descubrir para nuestros sistemas de información: su estructura es modular y descentralizada; pueden perder una parte, o casi todas, sin que afecte a su supervivencia. Y a pesar de que no dependen de un solo núcleo operativo, su órgano más esencial está enterrado en el suelo a buen recaudo. Así han logrado triunfar sobre el tiempo y el espacio: algunos ejemplares llevan miles de años sobre esta roca mojada, alcanzando alturas de cien metros como las secuoyas de California, extensiones de copa de miles de metros cuadrados como el baniano Thimmamma Marrimanu en India, e incluso son capaces de formar un solo organismo clónico con miles de tallos unidos por las raíces cubriendo un bosque entero, como los álamos temblones conocidos colectivamente como Pando, en Utah (EE. UU.). Entre Ibiza y Formentera existe una pradera de Posidonia formada por una sola planta de ocho kilómetros de longitud cuya edad se estima en 100.000 años.

¿Realmente creemos que nuestras opciones son mejores? Tal vez por tratarse de un estilo de vida tan radicalmente contrario al nuestro, es posible que el conocimiento y la comprensión científica que hemos alcanzado sobre las plantas sean inferiores a los que tenemos de otros parientes vivos más cercanos. Y es posible que esto esté cambiando. En diciembre pasado, el influyente semanario The New Yorker publicó un extenso reportaje del escritor y periodista Michael Pollan titulado The intelligent plant («La planta inteligente»). En el artículo, Pollan recordaba la oleada de mitología nuevaerista sobre la sensibilidad vegetal surgida a raíz de un libro publicado en 1973 y titulado La vida secreta de las plantas, en el que, entre otros, se narraban los experimentos realizados por un experto en polígrafo de la CIA llamado Cleve Backster, que afirmaba haber detectado reacciones en las plantas no solo en respuesta al daño directo, sino también a la intención de un humano de hacer daño. Según Backster, una planta había sido capaz incluso de reconocer al asesino de una compañera en una rueda de sospechosos.

En su artículo, Pollan recordaba que las arriesgadas hipótesis defendidas en La vida secreta de las plantas no solo no han encontrado respaldo científico, sino que han sido ampliamente ridiculizadas. Pero seguidamente, el autor aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de «cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria», y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen: en un sorprendente experimento, la investigadora de ecología química de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel mostró que una planta fabricaba sustancias de defensa cuando en su presencia se reproducía la grabación del sonido de una oruga devorando una hoja. Pollan enumeraba ejemplos documentados de cómo las plantas se comunican entre ellas mediante señales químicas, cooperan con miembros de su especie, reconocen a su parentela, nutren a su descendencia, e incluso intercambian información con otros seres vivos, como ciertas especies que responden al ataque de las orugas emitiendo un compuesto que atrae a las avispas parasitarias, las cuales depositan sus huevos en el cuerpo de los atacantes.

De la lectura de toda la información recopilada por Pollan, no puede negarse que estamos asistiendo a una progresiva revelación de capacidades en las plantas que no creíamos posibles. De hecho, subrayaba el autor, ahora el debate se centra más en la terminología a emplear que en cuestionar las pruebas desveladas. Lo que para unos es aprendizaje y memoria, para otros es habituación y desensibilización. Lo que para unos es intención o voluntad, para otros es simple tropismo. Lo que para unos es toma de decisiones, para otros es respuesta adaptativa. Lo que para unos es percepción de dolor, para otros es ruido fisiológico. Lo que para unos es inteligencia vegetal, para otros es solo la respuesta a una programación evolutiva. Pero según señalaba Pollan, incluso los científicos más reticentes a animalizar las nuevas capacidades descubiertas en las plantas se muestran dispuestos a aceptar la etiqueta de «comportamiento inteligente», asimilándolo a la conducta colonial en los animales.

Bayas de agracejo, 'Berberis vulgaris'. Steffen Hauser / botany photo.

Bayas de agracejo, ‘Berberis vulgaris’. Steffen Hauser / botany photo.

Un nuevo estudio publicado en marzo en la revista The American Naturalist viene a aportar una muestra más de lo que sus autores no tienen reparo en calificar como «inteligencia vegetal». Un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Centro Helmholtz para la Investigación Medioambiental, en Alemania, ha descubierto un nuevo caso de «toma de decisiones complejas» en las plantas. Los autores han estudiado un arbusto llamado comúnmente agracejo (Berberis vulgaris), distribuido por toda Europa y que produce unos llamativos frutos rojos. La planta sufre el ataque de un parásito, una mosca de la fruta llamada Rhagoletis meigenii, que inyecta sus huevos en las bayas. Estas pueden contener una o dos semillas. Si la larva sobrevive, puede echar a perder todas las semillas del fruto. Sin embargo, la planta posee la capacidad de abortar sus semillas condicionalmente; si aborta una semilla, el parásito que la infesta también morirá, salvando así la segunda semilla si existe.

Los investigadores examinaron unas 2.000 bayas recogidas en distintas regiones alemanas. Tras introducir los datos de campo en un modelo informático, descubrieron que el 75% de las bayas con dos semillas abortaban la semilla infestada. Por el contrario, solo el 5% de las bayas que contenían una única semilla hacían lo mismo. «Esta estrategia proporciona un beneficio adaptativo si el hecho de abortar puede prevenir la coinfestación de una semilla hermana, y si el hecho de no abortar una sola semilla infestada, pero que pueda sobrevivir, ahorra los recursos invertidos en la envoltura del fruto», interpretan los científicos. El director del estudio, Hans-Hermann Thulke, explica: «Si el agracejo aborta un fruto con solo una semilla infestada, todo el fruto se pierde. En su lugar, parece especular que la larva podría morir naturalmente, lo cual es una posibilidad. Una ligera opción es mejor que ninguna en absoluto». Así, los autores concluyen que «las pruebas ecológicas de una compleja toma de decisión en las plantas incluyen una memoria estructural (la segunda semilla), un razonamiento simple (integración de condiciones internas y externas), conducta condicional (la acción de abortar), y la anticipación de riesgos futuros (la depredación de semillas)». Thulke añade: «Este comportamiento anticipatorio, en el que se sopesan las pérdidas estimadas y las condiciones externas, nos ha sorprendido mucho. El mensaje de nuestro estudio es, por tanto, que la inteligencia vegetal está entrando en los dominios de lo ecológicamente posible».

La mosca de la fruta 'Rhagoletis meigenii' deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

La mosca de la fruta ‘Rhagoletis meigenii’ deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

Un sorprendente dato adicional es que, al parecer, la estrategia del agracejo funciona: esta planta tiene un pariente americano, la uva de Oregón o mahonia (Mahonia aquifolium), originaria de Norteamérica y presente también en Europa desde hace unos 200 años. Los científicos descubrieron que en esta especie, que carece del mecanismo de defensa del agracejo, la infestación por la mosca alcanzaba una densidad diez veces superior que en su prima europea.

¿Adaptación? ¿Programación evolutiva? ¿Toma de decisiones? ¿Inteligencia? No cabe duda de que el debate continuará a medida que la ciencia vaya desvelando la auténtica vida secreta de las plantas. Y esta discusión terminológica no es algo trivial, ya que de ello pueden depender sus repercusiones más allá del ámbito científico. Como ejemplo, la Constitución de Suiza insta a respetar la dignidad de los seres vivos, entre los cuales se mencionan específicamente las plantas. Para esclarecer el posible desarrollo legal de este artículo, el gobierno encargó un estudio al Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana. El resultado fue un documento publicado en abril de 2008 bajo el título The dignity of living beings with regard to plants: Moral consideration of plants for their own sake («La dignidad de los seres vivos con referencia a las plantas: consideración moral de las plantas por su propio bien»). Y aunque el punto de partida para el estudio era la investigación en biotecnología vegetal, el informe fue mucho más allá al afirmar, entre otras cosas, que es «moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas», poniendo como ejemplo «la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional».

El documento suizo provocó una sacudida en los medios científicos. Un artículo en la revista Nature expresó su preocupación por la posibilidad de que la investigación en biotecnología vegetal quedara seriamente cercenada en Suiza, ya que «todas las solicitudes de ayudas en biotecnología vegetal deberían incluir un párrafo explicando hasta qué punto se considera la dignidad de las plantas». En especial, proseguía el artículo, el comité definía como ofensivos hacia las plantas los experimentos que les hacen «perder su independencia, por ejemplo interfiriendo en su capacidad para reproducirse». En la revista Plant Signaling & Behavior (la publicación de la sociedad científica que investiga la existencia de capacidades avanzadas en las plantas), su entonces editor asociado y biólogo de la Universidad de Haifa (Israel) Simcha Lev-Yadun expresó su protesta en un artículo titulado Bioethics: On the road to absurd land («Bioética: el camino hacia tierra absurda»). «Con nuestra comprensión creciente del comportamiento de las plantas, o como llamamos a esta área científica emergente, neurobiología de plantas, será fácil ver cómo esto se convertirá en la próxima frontera para los activistas extremos», advertía Lev-Yadun. «El problema es que, una vez que el extremo se convierte en el estándar, los activistas buscan nuevos horizontes».

El artículo de Lev-Yadun tuvo respuesta en la misma revista por medio de otro texto titulado The dignity of plants («La dignidad de las plantas»), obra de la bióloga, ambientalista y activista Florianne Koechlin, miembro del comité suizo que produjo el informe. «No sabemos si las plantas son capaces de sensaciones subjetivas. No hay demostración científica de que las plantas sientan dolor. Pero está bastante claro que no podemos simplemente descartarlo. Hay pruebas circunstanciales de esto, pero no una cadena completa de pruebas», escribía Koechlin. «Hasta ahora, las habilidades de las plantas para percibir su entorno han sido ampliamente subestimadas». Y agregaba: «Que las plantas tengan derecho a dignidad no debería reducir o limitar su uso. Ni debería prohibirse la investigación. Del mismo modo que el reconocimiento de la dignidad de los animales no significa eliminarlos de la cadena alimentaria o prohibir la investigación con ellos. La dignidad significa mucho más que eso cuando se refiere a las plantas; como con los animales, se deben considerar los principios de proporcionalidad».

Entre el descubrimiento y el escepticismo, el concepto de neurobiología vegetal va ganando voz en la literatura científica, en la curiosidad del público e incluso en influyentes foros de pensamiento innovador como las conferencias TED. Muestras como el vídeo que acompañaba al reportaje de Pollan en The New Yorker, y en el que cuesta ver tan solo un tropismo mecánico, hacen que sea difícil seguir pensando en las plantas como simple mobiliario terrestre. E incluso continuar ignorando impávidos que, cuando hincamos el diente a un vegetal crudo, estamos comiéndonos un ser vivo… vivo.

Los pájaros, esos genios desconocidos

«Nat escuchó el sonido desgarrador de la madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de memoria estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los picos punzantes y los ojos penetrantes, dándoles ahora este instinto de destruir a la humanidad con la diestra precisión de máquinas. ‘Fumaré ese último cigarrillo’, dijo a su mujer. ‘Estúpido de mí; es lo único que olvidé traer de la granja’. Lo agarró y encendió la radio silenciosa. Arrojó el paquete vacío al fuego y contempló cómo se consumía».

Así termina uno de los relatos más inquietantemente pavorosos de la literatura universal: Los pájaros, de Daphne du Maurier, en el que Hitchcock se inspiró para la igualmente soberbia película que respetó el concepto original de la autora inglesa: no hay explicación para el ataque. Simplemente ocurre, y ya está. Quizá la clave del terror que suscita ese incomprensible comportamiento agresivo de las aves reside precisamente en el desconocimiento de las criaturas con las que el ciudadano medio convive a diario sin prestarles la menor atención. Forman parte de nuestro paisaje doméstico, pero son fauna salvaje. Comen de nuestra mano, pero no los poseemos. Sabemos que están ahí, pero no los conocemos. «Viven a nuestro lado, pero solos», escribió el poeta victoriano Matthew Arnold. Y tal vez sea por su condición de únicos descendientes vivos de los dinosaurios, exhibiéndose elusivamente ante nosotros con la hechura de pequeños T-rex; o quizá porque envidiamos la insultante facilidad con que logran algo que para nosotros requiere el uso de prótesis tan aparatosas como un Boeing 747. No estoy seguro del porqué; pero a algunos las aves nos fascinan.

Salvo a quienes somos adictos a la naturaleza, mi sensación es que los pájaros no suelen interesar gran cosa en este país. Sirva como pequeño muestreo personal que, en los 14 años que llevo respondiendo consultas sobre safaris en Kenya a través de mi web Kenyalogy.com, son muy pocos quienes han mostrado algún interés por las aves cuando se disponen a viajar a una región del globo que es una meca de la ornitología. En Reino Unido, algunas agencias de viajes ofrecen exclusivamente safaris ornitológicos. Pero esto no resulta extraño en un país con mayor tradición naturalista que el nuestro, donde el 48% de los hogares proporciona alimento a los pájaros y cuyos jardines albergan 7,4 millones de comederos y 4,7 millones de cajas nido en un total de 12,6 millones de viviendas, según un estudio británico a escala nacional. Mientras, en España, parece que ni siquiera hay datos, según me cuentan mi compañero bloguero César-Javier Palacios, miembro veterano de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife), y mi colega Pedro Cáceres, responsable de prensa de esta misma organización. Como simple ejemplo y hasta donde sé, las dos cajas-nido y el comedero de mi jardín son los únicos recursos para visitantes alados en la calle donde vivo, que linda con el campo.

El desinterés por los pájaros en este país se cobra su peaje en pérdida de nuestra biodiversidad. Una muestra: hace cinco años un estudio en la revista Current Biology descubrió que las poblaciones septentrionales de curruca capirotada (Sylvia atricapilla), que crían en Centroeuropa y emigran al sur para sus vacaciones invernales, están cambiando el sur de España por Reino Unido para la temporada de frío. La razón que aportaban los investigadores no puede ser más obvia: en el sur de Europa, estas aves malviven en invierno a base de los insectos y frutos que pueden recolectar, mientras que en las islas británicas encuentran toda una oferta de comederos privados digna de una versión aviaria de la guía Michelín. Probablemente incluso las abundantes currucas que viven todo el año en España huirían al norte espantadas si supieran que en este país las hemos conocido popularmente por otro nombre: pajaritos fritos (hoy prohibidos pero que, según ya comentó César-Javier, aún se sirven ilegalmente).

Pero además del misterio de su vuelo, los pájaros poseen también otra cualidad desconocida para muchos, que aumenta su atractivo y contradice una expresión anglosajona utilizada para calificar a alguien como estúpido: bird-brained, literalmente «cabeza de pájaro». En castellano tenemos un equivalente: cabeza de chorlito, que mi también compañero Alfred López ya comentó en su blog. La sorpresa es que estas expresiones no hacen ninguna justicia a la realidad: algunos pájaros se cuentan entre los seres más inteligentes que la ciencia ha podido estudiar. En concreto, las habilidades de los cuervos de las islas de Nueva Caledonia (Corvus moneduloides) para fabricar y emplear herramientas en la resolución de problemas complejos superan incluso a los chimpancés. Los cuervos utilizan palos y fabrican anzuelos, perfeccionando su técnica y transmitiendo las mejoras a otros miembros del grupo y a las nuevas generaciones. Emplean herramientas para obtener otras herramientas. Como en la fábula de Esopo El cuervo y la jarra, arrojan piedras dentro de un tubo con agua para que suba el nivel del líquido y así alcanzar la bebida con el pico, una capacidad de relacionar causa y efecto que iguala la de un niño de siete años. Y el más difícil todavía: un vídeo, antes en la web de la BBC y ahora no disponible, documentó cómo estos astutos pájaros situaban las nueces en la trayectoria de las ruedas de los coches para que las cascaran, y luego esperaban con los demás peatones a que el semáforo cambiara para recuperar su comida sin peligro de atropello.

Seguramente estos estudios no han hecho más que certificar habilidades ya conocidas desde antiguo, y que se añadieron al aspecto solemne y algo siniestro de los cuervos para convertirlos en guardianes de la Torre de Londres y en protagonistas de otras supersticiones, en mensajeros de lo sobrenatural y en imprescindibles del género gótico, como aquel pájaro que erizaba el vello de la nuca a los lectores de Poe cuando susurraba «nunca más…». Pero si la inteligencia de los cuervos es algo excepcional o por el contrario un caso común entre los parientes de su clase, es algo que la ciencia aún deberá verificar. Como prueba sugerente dejo aquí el vídeo que ha motivado este artículo y en el que una garcita verde (Butorides virescens), especie nativa de América, aprovecha el pan arrojado por los humanos como cebo para pescar. Temblad, terrícolas: en el mundo hay 9.993 especies de aves, muchas de ellas seriamente amenazadas de extinción, que suman entre 200.000 y 400.000 millones de pájaros. O sea, unos 50 por persona. Mejor que los tratemos bien.