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No, no hemos contaminado Marte (pero lo haremos)

"Selfie" del 'Curiosity' tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

«Selfie» del ‘Curiosity’ tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

Hace un par de días saltó a los medios la noticia de que el robot Curiosity, residente en Marte desde 2012, ha contaminado nuestro barrio vecino enviando allí microbios terrestres sin pretenderlo. La noticia se ha propagado como una gripe virulenta y parece haber encontrado hueco hasta en la hoja parroquial de Vladivostok. Merece la pena desmenuzar más finamente este asunto para situarlo en sus justos términos, especialmente porque días atrás traté aquí la dificultad que entraña explorar otros mundos sin contaminarlos con microbios procedentes de la Tierra que viajen agazapados en las sondas espaciales, sobrevivan a la travesía interplanetaria y puedan cuajar en entornos potencialmente habitables, como el marciano.

Para empezar, hay que detallar la fuente de la que procede la información: al contrario de lo que rebota por ahí de pantalla en pantalla, no se basa en un estudio científico publicado en Nature, sino en una noticia periodística divulgada en la web de esta revista a raíz de varias comunicaciones presentadas en la 114ª reunión anual de la Sociedad Estadounidense de Microbiología (ASM), celebrada esta semana en Boston. Por supuesto, esto último no resta ninguna credibilidad a los datos, presentados en la convención por investigadores de solvencia y tratados con todo el rigor y la profesionalidad por la periodista de ciencia Jyoti Madhusoodanan. Pero no es un estudio publicado en Nature, y hay diferencias importantes: en primer lugar, las comunicaciones presentadas a congresos suelen resumir el trabajo de los investigadores en crudo. Las convenciones sirven de línea caliente a los resultados científicos que aún no se han elaborado formalmente para su presentación a un journal (revista especializada) y que, por tanto, aún no han atravesado el exigente filtro de la revisión por pares. Por este motivo siempre es esencial que la información sobre ciencia detalle sus fuentes, en especial si se trata de resultados aún sin publicar (algo frecuente en este blog y que siempre se vocea claramente para quien quiera escucharlo).

Pero asumiendo que los resultados sean intachables, aún queda otra piedra en el zapato: si los investigadores enviaran estos datos para tratar de presentarlos en Nature, posiblemente no se cuestionarían sus estándares científicos; en cambio, me da en la nariz que los editores de una revista tan exclusiva como la británica preguntarían: «So what?«. Y es que los resultados no aportan ninguna novedad, nada que no se supiera ya sobradamente. De hecho, los mismos investigadores han presentado en el congreso datos similares relativos a anteriores misiones a Marte, incluidas las sondas Viking enviadas en 1976, y que no hacen sino confirmar lo que ya entonces se comprobó y es de dominio público: las naves espaciales que se posan en otros planetas lo hacen bastante limpitas, pero nunca estériles. Llevamos enviando microbios a Marte desde 1971, cuando las soviéticas Mars 2 y 3 tocaron por primera vez el suelo marciano, respectivamente destazándose contra él y besándolo suavemente.

Aunque los artefactos con destino al espacio se ensamblan en las llamadas salas blancas y sus piezas se someten a tratamientos de esterilización, esto no implica que queden libres de todo polvo y paja microbiológicos, algo que en la práctica es casi imposible. Los protocolos establecen un nivel máximo de carga microbiana tolerable, que en el caso de la NASA y tratándose de mundos potencialmente habitables, como Marte, es de 300.000 células viables en toda la superficie de la nave. Esta población microbiana es insignificante comparada con los millones de microorganismos que contiene un solo gramo de suelo terrestre; pero al fin y al cabo, es una población microbiana.

Es cierto que el problema se agranda cuando, además, los protocolos de esterilización no se respetan. En 2011 se divulgó la noticia de que el ensamblaje del Curiosity violó los llamados procedimientos de protección planetaria. Según publicó entonces Space.com, el problema fue una caja estéril que contenía tres piezas de un taladro y que solo debía abrirse en destino para que el brazo del robot las montara en la cabeza perforadora. Por razones que la información no detallaba, alguien abrió la caja y montó una de las piezas en su ubicación definitiva sin que la NASA fuera advertida de ello hasta que ya era demasiado tarde. La responsable de protección planetaria en la agencia estadounidense, Catharine Conley, restó importancia al incidente, asegurando que el Curiosity viajó «más limpio» que ningún otro robot enviado a Marte desde el programa Viking. Además, resaltó Conley, el diseño de esta misión tuvo en cuenta que el lugar de aterrizaje no albergara hielo al menos hasta un metro de profundidad bajo el suelo, para minimizar el riesgo de contaminación por la perforadora.

Para controlar la carga microbiana de las sondas, los científicos muestrean las superficies del aparato y de la sala de ensamblaje con bastoncillos de algodón, que después se llevan al laboratorio para cultivar los microorganismos presentes e identificarlos por su ADN. Los trabajos presentados en el congreso de la ASM son el resultado de la colaboración entre varias instituciones de EE. UU. dirigidas por la Universidad de Idaho y el Grupo de Biotecnología y Protección Planetaria del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, que llevan años analizando la carga biológica de las sondas espaciales. En el caso del Curiosity, se identificaron 377 especies de bacterias, la mayoría relacionadas con el género Bacillus, muchas de las cuales tienen la capacidad de enquistarse en esporas para resistir condiciones adversas. Los resultados, resumidos en dos comunicaciones (una y dos), indican que 19 de las especies identificadas son capaces de crecer sin oxígeno aprovechando sustratos existentes en Marte, como el perclorato y el sulfato. Las bacterias fueron sometidas a condiciones de desecación, radiación ultravioleta C, alta salinidad y bajas temperaturas. El 11% fueron capaces de soportar múltiples condiciones extremas. «El estudio ayudará a estimar si los microorganismos terrestres suponen un riesgo de contaminación que podría interferir en una futura detección de vida y en las misiones de retorno de muestras», escriben los investigadores en su presentación.

Los científicos presentan también nuevos trabajos que analizan la carga microbiana de misiones anteriores, como los rovers gemelos Opportunity y Spirit y las sondas Viking (estudios uno y dos).  Los resultados fueron parecidos, con 318 microbios identificados en las muestras de los rovers, en su mayoría Bacillus, y una presencia importante de estafilococos, que no forman esporas. De un total de seis misiones a Marte que cubren los últimos 40 años, los investigadores han reunido una colección de 3.500 cepas, de las cuales han identificado 1.322. El 60% corresponden a Bacillus y otros formadoras de esporas, y el 40% restante a Staphylococcus y otras especies no esporulantes. Los investigadores aclaran que todos estos resultados confirman los estudios más rudimentarios practicados con las muestras de las Viking en la época de su lanzamiento, cuando aún no se habían desarrollado las técnicas de secuenciación genómica. Por último, tampoco difieren sustancialmente de lo que anteriormente ya se había demostrado para el caso de Phoenix, el robot estático que analizó exitosamente un entorno cercano al polo norte marciano en 2008. En algunos casos se descubren nuevas especies bacterianas, como el Paenibacillus phoenicis, nombrado en recuerdo de Phoenix.

Con todo lo anterior, quizá ya estemos en condiciones de responder a la pregunta: ¿hemos contaminado Marte? No cabe duda de que ciertos microbios pueden sobrevivir a los viajes espaciales. Los estudios llevados a cabo en la Estación Espacial Internacional que reseñé recientemente demostraban que algunas esporas de Bacillus pueden resisitir un año y medio en el espacio. En cuanto a Marte, es un planeta habitable, pero solo para ciertas formas de vida que en la Tierra consideramos extremófilas, capaces de sobrevivir en entornos invivibles para el resto: sequedad, alcalinidad, temperaturas gélidas, radiaciones letales y una presión atmosférica en torno a los 8 milibares, frente a los más de mil en la Tierra. Hace cuatro años, un equipo de científicos de la Universidad de Florida demostró que la humilde Escherichia coli, una familiar bacteria intestinal y el microbio más utilizado en los laboratorios de todo el mundo, es capaz de sobrevivir en una cámara de simulación de condiciones marcianas durante al menos una semana. Pero una cosa es sobrevivir y otra crecer y multiplicarse, y esto último debería producirse para que podamos hablar de una verdadera contaminación. Y aún no se ha demostrado que se reúnan todos los factores necesarios para ello.

Esto no implica que no existan microbios terrestres capaces de prender y medrar en Marte: también en la reunión de la ASM, otro grupo de investigadores de la Universidad de Arkansas ha propuesto en dos estudios (uno y dos) que los metanógenos, microbios del grupo de las arqueas muy comunes en la Tierra, que viven sin oxígeno, producen gas metano e incluyen especies extremófilas, pueden crecer en condiciones que simulan el ambiente de Marte. «Los metanógenos podrían habitar el subsuelo de Marte», concluyen los investigadores. Pero dadas las condiciones de vida que requieren estos microorganismos, para ellos sería más letal el paso por la sala blanca que el cómodo entorno marciano.

Aun así, parece que es una simple cuestión de tiempo. El Tratado del Espacio Exterior (OST), un acuerdo de adhesión voluntaria que regula el marco ético de actuación más allá de la órbita terrestre, establece que los países serán responsables de cualquier perjuicio y que deberán evitar toda «contaminación dañina». Pero el OST es un instrumento de Naciones Unidas que vincula a los estados, y a corto plazo la primera misión tripulada que podría alcanzar el planeta vecino y contaminarlo irremisiblemente no es una iniciativa pública sino privada, la del controvertido proyecto Mars One; la organización que la promueve no está en absoluto obligada por el OST.

Por otra parte, falta definir qué entendemos por contaminación dañina. A modo de ejemplo, suele plantearse la hipótesis de que en un futuro se detecte algún signo de vida en muestras marcianas. La NASA planea lanzar en 2020 una sonda robótica destinada a recoger material de Marte que sería transportado a la Tierra por misiones posteriores aún sin concretar. De producirse una contaminación, los científicos podrían encontrar microbios en las rocas marcianas que en realidad no fueran nativos del planeta vecino, sino emigrantes terrícolas de vuelta en casa. La situación es análoga a lo que sucede cuando se detectan indicios de microorganismos en meteoritos caídos en la Tierra. Hasta ahora, ha sido fácil determinar que se trataba de contaminaciones terrestres, salvo en los casos de restos inconcluyentes como los presuntos microfósiles del meteorito marciano ALH84001. Pero incluso suponiendo que la evolución hubiera seguido caminos tan paralelos en la Tierra y Marte que fuera imposible discernir entre microbios locales y visitantes, la conclusión final es que estamos ante un dilema de prioridades: ¿preferiremos abrir Marte a la experiencia humana y aceptar la inevitable contaminación, o mantener sus condiciones prístinas sin pisarlo jamás y convertirlo en el santuario natural más restrictivo del universo, donde ni siquiera los científicos que lo estudien tengan permitido el acceso? Vamos, que ni el Monte de El Pardo

Cómo gestionaremos Marte, o el nacimiento de la ecología interplanetaria

No es que me guste citarme a mí mismo, aunque reconozco que los lectores habituales de este blog que no me conozcan tienen todo el derecho a pensarlo, pues no es la primera vez que me refiero aquí a mi último libro. Si a alguien le molesta (ya se sabe, en internet todo molesta a alguien), pido disculpas de antemano. Pero desde que escribí Tulipanes de Marte han ocurrido cosas, como el anuncio del proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One, que en mi opinión merece la pena desbrozar y diseccionar aquí, y que tienen un paralelismo en la novela (que es previa a Mars One, algo en lo que siempre insisto, y que a pesar de todo no es una historia de ciencia-ficción, sino simplemente una novela huérfana de géneros tejida sobre una trama de fondo científico).

Una de las cuestiones planteadas es cómo se abordará la gestión de Marte cuando finalmente sea un territorio al alcance de nuestros dedos, algo que ocurrirá más tarde o más temprano, con Mars One o sin él. En la novela, el proyecto de colonización del planeta vecino es obra de un científico e ingeniero que, bajo una fachada de puro pragmatismo racionalista, esconde un fondo idealista forjado en su infancia y del que nunca logrará desprenderse. Fruto de esta personalidad contradictoria es su enfoque de plantear la futura sociedad marciana como una utopía cientificista con reminiscencias del Hombres como dioses de Wells o de El fin de la infancia de Clarke, o incluso de La isla, la última novela de Huxley que el autor escribió como reflejo simétrico de la distópica Un mundo feliz.

Ilustración del proyecto Mars One.

Ilustración del proyecto Mars One.

Sam Waitiki, el personaje de Tulipanes, quiere que Marte alumbre un reinicio de la comunidad humana, un nuevo comienzo basado en criterios sociales, económicos, políticos y filosóficos diferentes a los que gobiernan la sociedad terrestre: un mundo auténticamente equitativo y libre, regido por la ciencia y la tecnología, que rompa todos sus vínculos con la roca mojada para no arrastrar los errores del pasado. Como declaración de intenciones, tanto el proyecto como el primer colono reciben el nombre de M (de Marte), uno de los primeros sonidos que suelen aprender los bebés, un fonema que –hasta donde yo sé– existe en todas las lenguas, una designación desligada de toda referencia nacional o cultural. La persona que asume este papel es (teóricamente) seleccionada por toda la humanidad a través de un concurso públicamente difundido, y renunciará a sus raíces y a su nacionalidad de origen para considerarse simplemente ciudadano marciano.

Aún es temprano para que cuestiones como esta se conviertan en un serio asunto de debate que interese a nadie, pero es previsible que esto suceda si prospera la propuesta de Mars One o alguno de los otros proyectos que persiguen objetivos similares. Por el momento, comienza a surgir alguna punta de lanza. El astrobiólogo y meteorólogo Jacob Haqq-Misra, del Blue Marble Space Institute of Science, en Seattle (EE. UU.), ha escrito un ensayo disponible en la web arXiv.org y destinado a un concurso abierto bajo el lema «¿Cómo debería la humanidad conducir el futuro?«. En su artículo, titulado El valor transformador de liberar Marte, Haqq-Misra propone que «liberemos Marte de todo interés terrestre con afán de control y permitamos a los asentamientos marcianos que se desarrollen hacia un segundo e independiente ejemplo de civilización humana», para que así el planeta rojo sirva como «banco de pruebas y punto de comparación mediante el cual aprendamos nueva información sobre el fenómeno de la civilización». «En lugar de desarrollar Marte a través de una serie de colonias corporativas y gubernamentales, conduzcamos el futuro liberando Marte y abrazando el concepto de ciudadanía planetaria», agrega.

En realidad, y pese a que hasta ahora no haya sido de gran aplicación, la iniciativa de establecer un marco jurídico de actuación allí donde no llegan las leyes humanas es una vieja idea. El Tratado del Espacio Exterior (Outer Space Treaty, OST), promulgado en 1967 con motivo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, establecía principios como la no militarización, el uso pacífico y la no soberanía sobre recursos o ubicaciones del espacio exterior (lo que no incluye la órbita terrestre). Auspiciado por la Oficina de las Naciones Unidas para los Asuntos del Espacio Exterior, el tratado es de adhesión voluntaria y ha sido firmado por más de cien países.

En su artículo, Haqq-Misra se apoya en el OST como punto de partida, pero sugiere superarlo en favor de un enfoque diferente. Mientras que este acuerdo internacional postula la no soberanía de ninguna nación sobre tierras marcianas, siguiendo el modelo que el Tratado Antártico había introducido en 1961, el astrobiólogo propone que el nuevo territorio sí tenga dueños: los propios colonos marcianos, que deberían renunciar a su ciudadanía terrestre. El objetivo es evitar la repetición de los colonialismos del pasado, que imponían regímenes injustos seguidos por procesos traumáticos de descolonización, y comenzar algo en Marte con tabla rasa: «deberíamos decidir sobre la liberación de Marte antes de que lleguen los primeros exploradores humanos», escribe el científico.

Claro que la propuesta de Haqq-Misra peca, como la de Sam Waitiki, de un exceso de optimismo. Una cosa es que los futuros marcianos «no representen a intereses terrestres y no puedan adquirir bienes en la Tierra», o que «ningún terrícola posea o reclame propiedad sobre terrenos en Marte». Pero que «los gobiernos, corporaciones e individuos de la Tierra no puedan comerciar con Marte», entendido en su sentido más amplio, elimina probablemente la probabilidad de que tales asentamientos lleguen jamás a existir. Además, el modelo requeriría que Marte alcance el estatus de «sociedad autosuficiente», lo que parece un objetivo muy lejano.

Con todo, el esfuerzo pionero de Haqq-Misra acierta al desplazar el foco del OST, promovido originalmente por las dos potencias entonces en liza y por Reino Unido y que, como producto de su tiempo, respira Guerra Fría por los cuatro costados, centrándose principalmente en la no militarización. Hoy parece más preocupante la posible explotación de los recursos, en especial cuando las compañías privadas se han unido a la nueva encarnación de la carrera espacial, lo que era impensable en la década de los sesenta.

Esto último no solo afecta a la apropiación de tales recursos, sino también a la explotación en sí. En los años sesenta tampoco se había desarrollado aún la conciencia medioambiental, que en las últimas décadas ha evolucionado además para convertirse en un contenedor ideológico que extiende sus implicaciones a la organización más general de la sociedad. En Tulipanes introduzco un movimiento ficticio llamado Manos Fuera (Hands Off) que representa la oposición al Proyecto M, la corriente que rechaza la ocupación de otros planetas por sus previsibles consecuencias económicas y ecológicas.

Ya, ya, voy a ello. Alguien habrá saltado de inmediato con la última palabra del párrafo anterior, al aplicar el término ecología a Marte. Hasta donde sabemos, es un planeta muerto. No hay ecosistemas. Y sin embargo, la ecología marciana, o la posibilidad de ella, es otro asunto que está empezando a tomar forma en el ámbito científico. Prueba de ello es una serie de tres estudios (a saber, uno, dos y tres) recientemente publicados en la revista Astrobiology y que son el resultado de experimentos realizados a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la participación de varias instituciones de Europa y EE. UU., entre ellas la NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot 'Curiosity' en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot ‘Curiosity’ en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Los aparatos que viajan al espacio son montados en condiciones de esterilidad, para lo cual se emplean procedimientos estándar de laboratorio como filtros de partículas en la ventilación, radiación ultravioleta y peróxido de hidrógeno (agua oxigenada). De este modo se intenta minimizar su carga microbiana, para evitar un posible crecimiento de microorganismos en las tripas de la sonda que dañe sus componentes. Pero en el caso de un artefacto enviado a Marte, el problema adquiere un significado especial. Marte posee una atmósfera; tenue e irrespirable para nosotros, pero en la que ciertos microbios terrestres extremófilos –adaptados a condiciones extremas– podrían sobrevivir. Desde hace tiempo preocupa a los científicos el hecho de que una posible contaminación biológica provocada por una sonda en Marte no solo dificultaría distinguir si un eventual microorganismo encontrado allí es nativo o un invasor terrícola, sino que, si en efecto existiera vida microbiana en aquel planeta, una especie terrestre podría colonizar su hábitat y provocar su extinción.

Los tres estudios de Astrobiology demuestran que la supervivencia de ciertas formas de microorganismos a los viajes espaciales puede ser mucho mayor de lo que se sospechaba. Utilizando una instalación de la ISS que somete a las muestras introducidas a las condiciones del espacio exterior o a ambientes similares al marciano, los investigadores han descubierto que las esporas de los microbios Bacillus subtilis y Bacillus pumilus son capaces de permanecer viables durante un año y medio. En algunos casos fue preciso apantallar la radiación ultravioleta del Sol, pero no es difícil que pasajeros como estos montados en una nave espacial con destino a Marte encuentren huecos oscuros en los que ocultarse durante la travesía.

Pero eso no es todo. Si prosperan proyectos como el de Mars One u otros similares, tales misiones llevarán una carga de imposible esterilización: esos pesados sacos de microbios conocidos como seres humanos. Parece difícil pensar que una misión tripulada de permanencia o larga estancia en Marte no termine contaminando el entorno local con microorganismos terrestres, y parece aún más complejo prever las consecuencias de esto. Nace así, o nacerá, la ecología marciana. Quizá cuando estos asuntos pasen del terreno teórico al práctico veamos la fundación de la versión real de Manos Fuera. Y con ello, surgirá un encendido debate sobre cómo los humanos vamos a poder gestionar un segundo planeta sin repetir los errores del primero.

El ecologismo no debe caer en la trampa animalista

Hace siete años, cuando entre unos cuantos lanzamos al espacio de la prensa la sección de Ciencias del finado diario Público, nos sobrevoló peligrosamente la intención de que nos cargáramos a la espalda las noticias sobre animalismo, como parte de la información de Medio Ambiente. A tal despropósito nos opusimos en bloque. El animalismo, el de temperatura templada, es algo plenamente respetable, pero no es ecologismo, ni mucho menos ecología. Como fenómeno social, su lugar debía estar entre el resto de asuntos de sociedad, como educación, sanidad o igualdad. En lo que respecta al animalismo febril, el que antepone la declaración de derechos del cangrejo a la conservación de los ecosistemas, en una sección de Ciencias el único enfoque válido podía ser el de denuncia… del animalismo. Finalmente se impuso la cordura, y el animalismo se fue a la sección de sociedad.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

Compadecerse del sufrimiento de un animal es una emoción loable, y batallar contra el ahorcamiento de galgos y el ahogamiento de cachorros es una causa noble. La preocupación por los animales criados en la sociedad humana y abandonados por la sociedad humana dignifica a la sociedad humana. Pero nada de esto tiene que ver con la conservación medioambiental. El movimiento ecologista moderno nació en la naturaleza y en la ciencia, llevando el medio ambiente a la cultura urbana a través de pioneros como Rachel Carson, Paul Ralph Ehrlich, Aldo Leopold y otros, pensadores y naturalistas con zapatos científicos que lograron colar el desajuste entre población, progreso y sostenibilidad ambiental (en términos actuales) en el debate político y social de los países desarrollados. En cambio, el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales es un producto netamente urbano, impulsado desde ámbitos filosóficos y jurídicos, nacido de la humanización de las relaciones entre las personas y sus mascotas, y extendido al conflicto más general entre el ser humano y el resto de las especies que coinciden con nosotros en esta roca mojada que llamamos Tierra.

Animalismo y ecologismo son cosas diferentes, causas diferentes con orígenes y fines diferentes, y a menudo mutuamente excluyentes, por mucho que se hayan mezclado en un mistificador batiburrillo debido, supongo, a varias causas. Entre estas, destaca el esfuerzo de ciertos movimientos por aunarlos en lo que consideran un espacio ideológico común, una corriente que se cuelga de la creciente adopción de militancias partidistas por parte de las organizaciones ecologistas. Pero tratar de fundir ecologismo y animalismo por el hecho de que ambos tienen algo que ver con los animales es una aberración semejante a aunar a bebedores y abstemios porque todas las bebidas contienen agua. Y como voy a explicar, esto tiene un efecto devastador sobre el ecologismo, ya que contamina lo que debería ser una causa transversal, convirtiéndola en un arma arrojadiza más para alimentar un eterno clima de frentismo político desde una ilusión de permanente clandestinidad. Y la ciencia (la ecología que nutre, o debería nutrir, el ecologismo) no puede dejarse engatusar por esta trampa.

Como ejemplo de los perjuicios de esta contaminación, voy al origen de los tiempos de la biología actual: la publicación de El origen de las especies de Darwin. En el momento en que un sector ideológico, el de las Iglesias cristianas, interpretó aquella teoría científica como un ataque directo a los fundamentos de su institución, se desató una postura cerril destinada no ya a negar, sino a desconocer deliberadamente cualquier evidencia científica. Pero por mucho que se pueda achacar a las Iglesias de entonces (y a algunas de ahora) una actitud hostil hacia el descubrimiento científico, la ciencia pierde su inocencia y su credibilidad cada vez que un postulado científico es enarbolado como ariete ideológico. La ciencia es inocente, y mantener esta inocencia es esencial si se pretende que sus descubrimientos influyan de forma coherente en el rumbo del progreso social independientemente de gobiernos, corrientes, ideologías o coyunturas políticas. Personajes como el excéntrico excientífico Richard Dawkins, reconvertido en feroz apóstol del ateísmo, hacen un flaco favor a la ciencia al convertirla en una opción ideológicamente excluyente y, por tanto, en algo opinable, que puede tomarse o dejarse.

La ciencia no es infalible, ni establece verdades absolutas, ni demuestra nada, sino que mantiene constantemente la posibilidad de refutación, algo clave en el método científico. Pero esto no significa que sea opinable, al menos sin utilizar los mismos instrumentos que la ciencia emplea. Los resultados científicos, sobre todo cuando se acumulan repetidamente en apoyo de una hipótesis concreta, ofrecen un sustento a una comprensión de la realidad que supera con mucho el grado de verdad ofrecido por cualquier razonamiento filosófico o político. La ciencia es refutable, pero solo por la ciencia.

Como ocurrió con el conflicto por el darwinismo, en las últimas décadas otro asunto científico se ha convertido en bandera ideológica: el cambio climático. Igual que en el ejemplo de Dawkins, el hecho de que organizaciones ecologistas hayan asumido una filiación política partidista, ligando la causa ecologista (avalada por una realidad científicamente objetiva) a un paquete ideológico integrado, al mismo nivel, por otras causas subjetivas de lo más variopintas, transmite el mensaje erróneo de que el cambio climático es algo opinable. Esto ofrece la oportunidad a los sectores más conservadores de sostener un escepticismo que carece de todo fundamento científico, pero que en cambio es propagandísticamente muy sólido, lo que convierte en absurdo juego de esgrima política algo que debería ser una prioridad mundial para todos los gobiernos de cualquier color.

Creo que así se comprende de dónde nace la equivocada fusión de animalismo y ecologismo en la percepción popular. Pero al tratarse de una causa ideológica y subjetiva, la aproximación del animalismo y su colonización de ciertas organizaciones ambientalistas dañan la credibilidad de la ecología, la ciencia que sustenta el ecologismo. Denunciar que las ballenas dejarán de existir si persiste el ritmo de destrucción de los ecosistemas marinos no es opinable ni subjetivo. Defender que es lícito agredir a los trabajadores de los buques balleneros y poner en riesgo su seguridad sí lo es, por más que su trabajo pueda resultar incluso más antipático que el de los telepelmazos de Jazztel, que probablemente tampoco han encontrado otro medio más digno de ganarse la vida sin molestar.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Llegamos así al más allá del animalismo, mi favorito, donde este movimiento pierde toda su respetabilidad. Entre la posmodernidad y la seudocultura New Age, en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos.

Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones –como el veganismo– con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología.

Por razones como las anteriores, el animalismo extremista resulta ridículo por la ramplonería y el escaso calado intelectual de sus planteamientos, basados en poco más que una instántanea reacción pavloviana de vómito cada vez que se aborda la complicadísima relación del ser humano con la naturaleza, y en una constante acusación a todos los estúpidos que habitaron este mundo antes que ellos y que se equivocaron tanto para contribuir con su ensayo y error a que ellos, hoy, sean tan listos. A estos les recomiendo vivamente que, en coherencia con sus postulados, visiten este enlace y se apunten al Movimiento para la Extinción Voluntaria de la Humanidad, una iniciativa que habría divertido enormemente al mismísimo Darwin, puesto que extinguirá únicamente la parte de la humanidad que está de acuerdo con dicha extinción, eliminando así sus genes del conjunto general.

Están aquí 2: las invasiones biológicas también matan

No es una pulga cualquiera, sino un arma mortal: 'Xenopsylla cheopis' infectada por la bacteria de la peste, 'Yersinia pestis', después de picar a un ratón inoculado. El crecimiento de la bacteria en el tubo digestivo de la pulga le impide tragar y así regurgita sangre infectada sobre el hospedador. CDC/Dr. Pratt.

No es una pulga cualquiera, sino un arma mortal: ‘Xenopsylla cheopis’ infectada por la bacteria de la peste, ‘Yersinia pestis’, después de picar a un ratón inoculado. El crecimiento de la bacteria en el tubo digestivo de la pulga le impide tragar y así regurgita sangre infectada sobre el hospedador. CDC/Dr. Pratt.

En 1346, marmotas asiáticas y sus pieles fueron importadas a Europa desde Mongolia para fabricar gorros destinados a aliviar los rigores del invierno. Pero estos mamíferos no viajaron solos. Como polizones ocultos en el caballo de Troya de su pelaje, también desembarcó en el continente europeo una legión de pulgas orientales que siglos más tarde serían descubiertas para la ciencia en Egipto y que recibirían un honroso nombre en honor al faraón de la Gran Pirámide, Xenopsylla cheopis. Pero las pulgas tampoco viajaron solas. Como polizones camuflados en el caballo de Troya de su organismo, con ellas llegó una especie bacteriana que, desde los puertos italianos, en menos de cinco años acabaría con un tercio de la población europea: Yersinia pestis, la peste negra.

Cuando hablamos de especies invasoras, no nos referimos solamente a cangrejos o cotorras cuyos efectos preocupan a ecólogos y ecologistas de verdad, cuyas quejas irritan a ecologistas de mentirijilla (fundamentalistas animalistas y autoodiadores del género humano en general). La peste negra, la malaria, la viruela, la gripe aviar, el cólera, el SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) o incluso el sida, todas ellas están causadas por patógenos que se han extendido por el globo desde sus regiones natales. De hecho, todas las enfermedades infecciosas humanas lo han hecho así, la mayoría desde el Viejo Mundo al Nuevo –tal vez por un uso histórico más prolongado de la ganadería–. Aunque los confiados europeos y norteamericanos no seamos conscientes de ello, la bacteria del cólera (Vibrio cholerae) se ha detectado repetidamente en tanques de agua de lastre de buques procedentes de regiones tropicales al atracar en puertos de países templados.

Mosquito tigre, 'Aedes albopictus'. James Gathany, CDC.

Mosquito tigre, ‘Aedes albopictus’. James Gathany, CDC.

En muchos casos, la invasión de los patógenos invisibles viene propiciada por la expansión de especies que actúan como vectores o facilitadores, tal como ocurrió con las marmotas y las pulgas en la peste medieval. El mosquito tigre (Aedes albopictus), que en los últimos años se ha extendido sobre todo en Cataluña, puede transmitir 22 virus diferentes. Para ello solo se requiere que el azar lleve a uno de estos insectos a beber la sangre de una persona infectada, una improbable casualidad que en 2007 provocó una pequeña epidemia de fiebre Chikungunya en Italia. La mosca negra (simúlidos), vector potencial de la ceguera de los ríos (oncocercosis) y otras enfermedades graves, y que en el mejor de los casos deja como regalo un destrozo sangrante en la piel, se ha adueñado de la cuenca del Ebro, pero doy fe personalmente de que también existe en Madrid, al menos en el entorno de Torrelodones.

«El número de especies invasoras registradas que directamente causan serios riesgos a la salud humana es muy superior a cien, y este número aumentará inevitablemente en el mundo cada vez más globalizado en el que vivimos», señalan a Ciencias Mixtas los ecólogos de la Universidad de Florencia (Italia) Giuseppe Mazza y Elena Tricarico, coautores de una revisión sobre especies invasoras peligrosas que se publica en un número especial sobre invasiones biológicas de la revista Ethology Ecology & Evolution, del que ya hablé aquí hace unos días. En su estudio, Mazza, Tricarico y sus colaboradores describen los riesgos para la salud humana asociados a la introducción de especies, «ya que obviamente estos impactos son de gran relevancia inmediata, pero irónicamente se han analizado de forma escasa», sostienen los investigadores. El repaso de los casos registrados en la literatura científica permite a los científicos clasificar las amenazas en cuatro categorías: especies que causan enfermedades; que exponen a los humanos a picaduras, biotoxinas, alergenos o intoxicaciones; que facilitan enfermedades, heridas o la muerte; y que infligen otros efectos negativos sobre la subsistencia humana.

¡Peligro, perejil gigante! La savia de esta planta ('Heracleum mantegazzianum'), que aún no ha llegado a España, es fototóxica y bajo la luz del sol provoca graves daños en piel y ojos. Frank Schwichtenberg/CreativeCommons.

¡Peligro, perejil gigante! La savia de esta planta (‘Heracleum mantegazzianum’), que aún no ha llegado a España, es fototóxica y bajo la luz del sol provoca graves daños en piel y ojos. Frank Schwichtenberg / CreativeCommons.

En la segunda categoría descrita por los biólogos no solo fichan los sospechosos habituales como insectos, arañas o serpientes, sino también plantas aparentemente inocentes como el llamado perejil gigante (Heracleum mantegazzianum), nativo del Cáucaso y Asia central y que ha invadido Europa, EE. UU. y Australia. La savia de esta planta, que afortunadamente aún no se conoce en España, ataca la piel y los ojos bajo la acción de la luz solar y puede provocar ceguera permanente. En Alemania se registraron 16.000 afectados en 2003.

En cuanto a la tercera categoría, un caso especialmente aberrante es el de los hipopótamos en Colombia, donde estos animales se han convertido en una plaga a partir de los seis ejemplares que el narcotraficante del cártel de Medellín Pablo Escobar mantenía en su hacienda. Territoriales, poderosos y agresivos en caso de encuentro casual, estos paquidermos protagonizan muchos casos de conflictos entre humanos y fauna, y circula popularmente la leyenda de que en África causan más muertes humanas que ninguna otra gran especie, aunque esta afirmación nunca viene apoyada por fuentes y personalmente no he podido encontrar estadísticas globales y fiables al respecto (y si alguien dispone de ellas, agradeceré la información).

Por último, la cuarta clase incluye especies que destruyen los servicios de los ecosistemas, deteriorando las redes de conducción de agua o arruinando las explotaciones agrícolas, forestales o acuícolas, lo que desemboca en penuria y hambrunas. Un ejemplo es la perca del Nilo (Lates niloticus) introducida en el lago Victoria en la década de los cincuenta para proporcionar una nueva fuente de sustento a los pescadores locales. Las artes de pesca tradicionales de la población no eran aptas para una especie tan voluminosa, lo que terminó concentrando la captura de perca en manos de unos pocos caciques, eliminando así el medio de subsistencia de las comunidades más pobres. Mazza y Tricarico destacan que el impacto de las invasiones biológicas sobre la salud «afecta sobremanera a los sectores más débiles de la sociedad, incluyendo a comunidades que viven en países en desarrollo, niños y ancianos».

Mosca negra (simúlido). Su mordedura no es dolorosa en el momento, pero después se inflama y sangra durante días, a veces dejando una cicatriz permanente. Fritz Geller-Grimm.

Mosca negra (simúlido). Su mordedura no es dolorosa en el momento, pero después se inflama y sangra durante días, a veces dejando una cicatriz permanente. Fritz Geller-Grimm.

Para los biólogos italianos, uno de los factores que promueven las invasiones biológicas y en especial su impacto sobre los colectivos más vulnerables es el cambio climático, que permitirá a especies adaptadas a climas cálidos extender su distribución a regiones templadas, como ocurre con algunas enfermedades infecciosas transmitidas por insectos. Los investigadores advierten de que «los impactos negativos de las especies invasoras probablemente se intensificarán en el futuro próximo debido al aumento de las posibilidades de invasión asociadas al cambio climático y al aumento de las vías de introducción».

Contra todo ello, insisten en la necesidad de aliar legislación y concienciación pública de cara a la prevención. «El Parlamento Europeo ha aprobado recientemente un acuerdo preliminar referente a la nueva propuesta de regulación de la Unión Europea sobre especies invasoras, donde la prevención (por ejemplo, prohibir la introducción de especies reconocidas como altamente invasivas) es un asunto crucial». Como señalaban los investigadores en un comentario en respuesta a un artículo sobre este problema en la web de la revista Nature, «los legisladores deberían tener claro que, aunque destinar fondos al seguimiento de posibles futuras amenazas es difícil de aceptar en un período de crisis económica, la prevención y la detección y respuesta rápidas son mucho más baratas que la lucha contra plagas establecidas. Y, cuando las plagas ya se han extendido, el dinero gastado en controlar las poblaciones invasoras al final ahorrará los costes (incluidos los morales) causados por la pobreza humana, el sufrimiento y la muerte».

Están aquí: las diez peores invasiones biológicas de Europa

La cotorra argentina, Myiopsitta monachus. Lip Kee Yap (Wikipedia).

La cotorra argentina, ‘Myiopsitta monachus’. Lip Kee Yap (Wikipedia).

En la ciudad que queda más cerca de donde vivo –creo que la llaman Madrid–, en los últimos años se ha venido propagando una plaga tan simpática como latosa. Son las Myiopsitta monachus, más conocidas como cotorras argentinas. Estas aves han añadido una pincelada de verde rabioso a la sobriedad parduzca de los plumajes castellanos, y un jolgorio tropical a los civilizados trinos de los pájaros urbanitas. Son bonitas y divertidas, y sus monstruosos nidos coloniales, aperchados en los árboles en lugares como la Casa de Campo, son un espectáculo de actividad frenética.

Pero no dejan de ser una plaga. Como invasores biológicos exóticos, desequilibran los ecosistemas y amenazan la supervivencia de las especies autóctonas. Por no hablar de la insoportable escandalera que deben de sufrir quienes han sido agraciados con un nido junto a su ventana, o del riesgo que supone el desplome de estas enormes colmenas aviares que pueden superar fácilmente los cien kilos. ¿Qué hacer con las cotorras? Las autoridades tratan de aplicar medidas correctoras, pero quizá no sea muy popular decretar el exterminio de unos animalitos vistosos a los que, literalmente, no les falta ni hablar.

«La erradicación puede parecer poco popular, pero si una especie no se elimina por completo se regenerará rápidamente y habremos invertido un montón de tiempo y dinero para nada». Son palabras de Belinda Gallardo, ecóloga especialista en invasiones biológicas de la Estación Biológica de Doñana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Gallardo acaba de publicar un estudio en un número especial sobre invasiones biológicas de la revista Ethology Ecology & Evolution. «Si la Comunidad de Madrid determinara que es posible eliminar la cotorra, sería la primera en apoyar el plan, por muy impopular que pareciese. Es una cuestión de evaluar riesgos y beneficios para el ecosistema», expone la bióloga a Ciencias Mixtas.

Pero el caso de la cotorra, aunque resulte especialmente llamativo para los habitantes de las ciudades, no es más que la punta del iceberg, y no fue esta la que hundió el Titanic. Lo más peligroso está bajo el agua, y la panza del iceberg puede venir representada por especies como el mejillón cebra o la almeja asiática, que han causado estragos en la cuenca del Ebro al obstruir conducciones de agua y sistemas de maquinaria. Junto a estos dos moluscos, Gallardo destaca la incidencia en España de otros invasores: «el caracol manzana en el delta del Ebro, e insectos como la avispa asiática (por el norte, cerca de los Pirineos), la procesionaria y, por supuesto, el picudo rojo [un escarabajo que afecta a las palmeras]».

'Top 10' de especies invasoras en Europa. Se muestran en el mismo orden que en el texto, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Todas las imágenes de Wikipedia.

‘Top 10’ de especies invasoras en Europa. Se muestran en el mismo orden que en el texto, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Todas las imágenes de Wikipedia.

En su estudio, Gallardo repasa el top 10 de especies invasoras de especial relevancia en el ámbito europeo. «La selección de las diez especies surge a raíz de un gran proyecto europeo DAISIE con colaboración de los investigadores más relevantes del campo», explica. Las especies elegidas son las que presentan «mayor número de impactos diferentes». Entre ellas las hay de agua dulce, como el mencionado mejillón cebra (Dreissena polymorpha), la trucha de arroyo (Salvelinus fontinalis) y el cangrejo de río americano (Procambarus clarkii), especialmente preocupante. «Los cangrejos de río son un caso notable porque tienen una alimentación generalista y además generan cambios en el hábitat (son ingenieros del ecosistema). Provocan cambios en cascada que afectan a todos los niveles tróficos y pueden hacer cambiar un ecosistema por completo», sostiene Gallardo. Otros invasores son marinos, como el balano Balanus improvisus y las algas Codium fragile y Undaria pinnatifida, esta última empleada para elaborar la sopa de miso japonesa. El top 10 solo incluye una planta, el llamado vinagrillo o agrios (Oxalis pes-caprae), y un ave, el ganso canadiense (Branta canadensis). Pero sobre todo llama la atención la presencia de dos grandes mamíferos, el ciervo sica (Cervus nippon), originario del Extremo Oriente, y el coipú o nutria roedora (Myocastor coypus), procedente del cono sur de América.

En lo que respecta a las especies marinas, las invasiones son difíciles de evitar, ya que en algunos casos los organismos exóticos son recogidos con el agua de lastre de los grandes buques. Pero ¿qué clase de mecanismo opera para que un ciervo invada otro continente? Evidentemente, es el resultado de un acto humano tan voluntario como irresponsable. «La introducción deliberada sigue siendo, tristemente, el principal vector de invasión», dice Gallardo. «La inmensa mayoría de las especies invasoras son ornamentales y proceden de casas particulares, centros de jardinería, centros de acualcultura, piscifactorías, puertos comerciales y campos de cultivo. En el caso de los ciervos, fueron introducidos por su valor estético». Otro caso conocido es de las tortugas de agua de Florida, mascotas muy populares cuya venta fue prohibida en España en 2011. Pero las introducciones deliberadas no solo responden al capricho; en el pasado, han sido resultado de un concepto erróneo de la conservación: «Hasta los años sesenta había una concepción muy ingenieril de los ecosistemas, y a menudo se introducían especies nuevas para mejorarlos. Esto pasó mucho en ríos y embalses, donde se introducían sin discriminación peces, cangrejos y otros organismos que les sirvieran de alimento».

Gallardo destaca que la erradicación de las especies invasoras es ardua y costosa, aunque no por ello debe abandonarse. «El tipo de modelos que yo desarrollo tienen como objetivo identificar las especies y zonas en mayor peligro, y donde los pocos recursos disponibles deberían centrarse», señala la investigadora, que destaca sobre todo el valor de la prevención como «manera más efectiva de evitar gastos multimillonarios». Y la prevención, a su vez, se apoya en dos patas: concienciación y legislación. «A pesar de que la sociedad está cada vez más concienciada de los peligros de soltar especies exóticas, todavía hoy en día es facilísimo comprar por internet todo tipo de plantas y bichejos altamente invasores y prohibidos por ley», advierte. En cuanto a la legislación, Gallardo reconoce que «en los últimos años se ha avanzado mucho y la Unión Europea se lo está tomando en serio; al fin y al cabo su coste en Europa asciende a más de 12 billones anuales. Esperamos cambios en la legislación pronto». Sin embargo, alerta de que aún «la legislación no cuenta con los recursos necesarios para hacerse efectiva».»Ese es el gran reto», concluye.

Una expatriada de vuelta en casa

Después de tres años en la Universidad británica de Cambridge, Belinda Gallardo ha regresado recientemente a España para incorporarse al equipo de la Estación Biológica de Doñana del CSIC. Su marcha al extranjero fue voluntaria como parte de la formación internacional del científico, y considera que la experiencia fue «fantástica». La investigadora se considera afortunada al haber podido regresar con relativa facilidad y a un centro puntero, pero echa de menos la tranquilidad y la seguridad laboral que ofrece la investigación en Reino Unido. «Todas las conversaciones en España giran en torno a la situación laboral –siempre precaria, con contratos cortos, mal pagados y poca probabilidad de continuidad– y la financiación de las investigaciones –que siempre llega tarde y es insuficiente–«, se lamenta. «Esto hace que pases la mayor parte del tiempo en un estado de gran estrés, escribiendo propuestas de proyectos y trabajando sin descanso, con gran perjuicio para la familia». La bióloga critica que el sistema español prime «la cantidad por encima de la calidad, lo que empuja a publicar sin descanso y sin tiempo para diseñar planes de trabajo más ambiciosos».