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Cuando el buen tiempo es mal tiempo

Durante el reciente vórtice polar que ultracongeló buena parte de EEUU, el bocazas de presidente Donald Trump tuiteó: «En el precioso Medio Oeste, la sensación térmica está llegando a menos 50 grados [centígrados], las temperaturas más frías jamás registradas. En los próximos días, esperen aún más frío. La gente no puede aguantar fuera ni siquiera unos minutos. ¿Qué diablos pasa con el Calentamiento Global? ¡Por favor, vuelve rápido, te necesitamos!»

 

Cómo no, el tuit recibió una avalancha de respuestas por parte de los científicos en Twitter y en la prensa. Y por si alguien aún se lo pregunta, como explicó la Administración Oceánica y Atmosferica de EEUU (NOAA), el calentamiento del mar eleva a la atmósfera más humedad, lo que resulta en tormentas invernales más potentes. Esta agencia respondió al tuit de Trump con otro, «las tormentas invernales no demuestran que el calentamiento global no esté ocurriendo», acompañado de un dibujo muy tontorrón para que hasta el presidente pudiera entenderlo (yo creo que el dibujo iba con malicia, juzguen ustedes).

 

Pero algo que probablemente nadie le haya explicado a Trump es que el mundo no se acaba en su frontera, ni siquiera construyendo un muro. Y que mientras a los cowboys se les quedaba el lazo tieso, en Australia tienen que comprobar que no hay serpientes en el inodoro y en la ducha antes de utilizarlos. No es broma: rozando los 50 grados, los animalitos escapan del sol refugiándose en los hogares y allí buscan un lugar para darse un chapuzón. Una mujer tuvo la mala fortuna de sufrir un mordisco al sentarse en la taza sin mirar antes. Por suerte, era una pitón, no venenosa; en Australia abundan las serpientes de mordedura letal.

Por nuestras latitudes y longitudes, y aunque según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) el pasado mes de enero ha sido normal en el conjunto del país en cuanto a temperaturas y precipitaciones, esta normalidad también parece similar a la que se obtiene si se halla la media entre el congelador de EEUU y la barbacoa australiana: en la zona donde vivo, el entorno de la sierra de Madrid, la nieve prácticamente no nos ha visitado, y la AEMET confirma la impresión subjetiva: poca lluvia y temperaturas diurnas por encima de lo normal. Este mes de febrero nos ha robado el invierno y nos mantiene en una primaverilla anticipada que resultaría muy agradable… de no ser porque no debería ser así.

Cuando se habla de los efectos del cambio climático, suelen destacarse los más inmediatos y potencialmente catastróficos a corto plazo, como la elevación del nivel del mar o las consecuencias sobre las cosechas agrícolas. Pero me gustaría recordar aquí otros que no suelen mencionarse tanto, y que son igualmente desastrosos, pues amenazan con descomponer por completo el equilibrio de los ecosistemas, del que a su vez depende la supervivencia de la biosfera de la que también nosotros formamos parte.

A lo largo de la historia de la Tierra, las condiciones ambientales han ido cambiando, como la composición de la atmósfera (incluyendo el nivel de oxígeno) o las temperaturas. Toda la vida terrestre que hoy existe es una consecuencia de cómo la evolución biológica ha ido navegando por esos cambios; si ese recorrido geoclimático y atmosférico hubiera sido diferente, tal vez la vida en la Tierra hoy sería muy distinta. Tal vez los humanos no existiríamos.

Pero incluso con los cataclismos repentinos de extinción masiva, como el impacto de grandes asteroides, la vida ha continuado abriéndose camino, colonizando hasta los hábitats más extremos. Esto no nos dice nada sobre la probabilidad de que la vida haya surgido en otros planetas, pero sí nos enseña que, una vez aparecida, es muy difícil aniquilarla por completo. La vida es un fenómeno muy resistente.

Sin embargo, estas hecatombes súbitas marcan golpes de timón en el rumbo de la evolución; las cosas no suelen volver a ser lo que eran antes. Muchas especies dominantes desaparecen, y otras comienzan a medrar aprovechando el hueco libre en la naturaleza. El caso más conocido es de los grandes dinosaurios; después de su extinción a causa del impacto de un asteroide, tanto los mamíferos como el único grupo de dinosaurios supervivientes –las aves– comenzaron a expandirse. Los expertos discuten qué habría ocurrido de no haberse producido aquella carambola cósmica, y existen diferentes hipótesis sobre cuál habría sido el destino de los dinosaurios y de los mamíferos. Pero parece lo más probable que, de un modo u otro, hoy las cosas serían diferentes.

En estos tiempos nos encontramos en mitad de una catástrofe que nosotros mismos hemos provocado. La acelerada extinción de especies debida al impacto humano sobre la biosfera ha llevado a los científicos a definir un nuevo período geológico, el Antropoceno: aquel en el cual la principal fuerza directora de los cambios en el planeta ya no es la naturaleza, sino el ser humano.

Naturalmente, esos cambios se resumen sobre todo en el calentamiento global. Y además de todos esos efectos contundentes en los que solemos pensar, existe otro que puede marcar uno de esos grandes golpes de timón en la evolución de la vida, y por lo tanto el surgimiento de una nueva era biológica; no mejor ni peor, sino distinta.

Dicho de forma resumida, la naturaleza necesita el invierno. Tal vez podría pensarse que la estación fría es como un parón en la vida, un intermedio en el que todo permanece latente a la espera de que regrese la temporada cálida y todo lo vivo vuelva a salir de sus escondites. Pero no es así. En las plantas de los climas templados existe un fenómeno llamado vernalización, consistente en que el frío dispara ciertos procesos bioquímicos que estimulan la floración. Por lo tanto, sin invierno no hay primavera, o al menos no una primavera sana y fuerte.

Ocurre algo parecido en los insectos. Los bichos han encontrado distintas estrategias para sortear el tiempo frío; algunos mueren, otros se esconden, otros duermen en diapausa, algo parecido a la hibernación. Parece razonable pensar que el invierno serviría a los insectos para fortalecer genéticamente sus poblaciones, eliminando a los individuos menos resistentes y favoreciendo la supervivencia de los más aptos. Pero hay algo más, un fenómeno sorprendente que los científicos están empezando a conocer ahora y que ya conté aquí.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Como expliqué, experimentos recientes han descubierto que los insectos soportan mejor el calor durante el invierno; sí, el calor. La explicación más plausible es que los cambios bioquímicos que experimentan estos animales durante la estación fría, y que les ayudan a soportar las temperaturas gélidas, les confieren como efecto secundario el superpoder de aguantar también mejor el calor.

Pero estudiando este fenómeno, los investigadores descubrieron algo curioso: ese superpoder de resistencia a temperaturas extremas que los insectos adquieren durante el invierno les sirve para soportar amplias variaciones térmicas durante la primavera; más allá de tratarse de un simple efecto colateral, podría tener una misión biológica, ya que el frío ha preparado a los bichos para aguantar los caprichos primaverales. Si se presenta una primavera más cálida de lo normal después de un invierno suave, los insectos podrían morir. Y si los insectos no están presentes para polinizar las plantas y poner en marcha todos los mecanismos adicionales que mueven en los ecosistemas, puede imaginarse cuáles serían los resultados: no, la vida en la Tierra no se va a extinguir. Pero puede que en el futuro sea muy diferente, por obra y gracia de los humanos.

Frente a todo esto, la reacción más habitual es sacar los tridentes y las antorchas contra la raza humana: somos una plaga, un virus, una lacra, etcétera, etcétera. Pero personalmente no comparto en absoluto esta misantropía nihilista. Tampoco el derrotismo funesto. Una buena parte de la grandeza de este planeta somos nosotros mismos (obviamente, nadie se atribuye a sí mismo la pertenencia a esa plaga, virus o lacra; siempre son los demás). Y uno de los elementos de esa grandeza nuestra no es otro que haber conseguido la ciencia. En la cual podremos encontrar la clave para reparar lo que hemos roto.

Esto es lo que les pasará a los insectos con el cambio climático

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No, no le ocurre nada a su ordenador o móvil (¿recuerdan aquella tentadora intro de Más allá del límite?). Tampoco es un error de edición. Si al entrar en esta página se han encontrado con un gran espacio en blanco sobre estas líneas y bajo el título, es porque la respuesta más honesta a la pregunta planteada es precisamente esa: en realidad, nadie sabe con certeza qué les sucederá a los insectos con el cambio climático, una incógnita que mantiene a los entomólogos rascándose la cabeza en busca de los escenarios más plausibles.

Como decíamos ayer, los insectos se esfuman con el frío y conquistan el planeta con el calor, así que la pregunta parecería de examen de primaria: si el cambio climático trae más calor, los bichos heredarán la Tierra. Fin de la historia. ¿No?

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Insectos en un girasol. Imagen de pxhere.

Pero evidentemente, no es tan sencillo. Basta pensar en lo que conté ayer: dado que el frío del invierno aumenta la tolerancia de los insectos tanto a temperaturas altas como bajas, sin este choque glacial sus cuerpos estarán menos preparados para soportar el calor. Precisamente es en primavera y en otoño cuando su capacidad de aguantar temperaturas extremas es menor, y por tanto una primavera cálida después de un invierno templado podría matarlos.

Pero mejor lo cuentan cuatro entomólogos especializados en biología térmica de los insectos, a los que he formulado esta pregunta. Henry Vu, coautor del estudio que conté ayer sobre cómo el frío prepara a los insectos para tolerar el calor, lo detalla así:

Con el cambio climático, es probable que observemos más ciclos de congelación y descongelación, primaveras más tempranas y cálidas, y tiempo más extremo. De mis observaciones, yo esperaría que los insectos se vean más afectados por el cambio climático en primavera, ya que entonces se encuentran a unos 5 o 6 °C de su límite superior de temperatura de supervivencia. La primavera es cuando más cerca se encuentran de su límite de temperaturas letales, porque es cuando pierden su tolerancia al calor y encuentran temperaturas más altas al no contar con la protección de la cobertura de hojas. Debido al cambio climático, las primaveras más cálidas podrían acercarlos aún más a ese límite letal de temperaturas altas.

La misma idea la resume Simon Leather, de la Universidad Harper Adams (Reino Unido):

Algunos insectos, como ocurre con la llamada vernalización en las plantas, requieren un periodo frío para resetear sus relojes. Si no reciben suficiente frío, algunos insectos no emergerán en primavera.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Efímera al atardecer. Imagen de Bob Fox / Flickr / CC.

Por su parte, David Denlinger, de quien también hablé ayer y que descubrió varias proteínas de choque térmico en los insectos, destaca otro aspecto, y es que si los insectos no sufren el golpe de frío que les ordena entrar en diapausa (su versión de la hibernación) para pasar el invierno en reposo, se verán obligados a consumir sus reservas de energía en una época del año en que no hay recursos suficientes para reponerlas:

Esto puede sonar contrario a la intuición, pero los inviernos más cálidos no necesariamente son buenos para los insectos. Como ectotermos [lo que tradicionalmente se ha llamado de sangre fría], su tasa metabólica depende de la temperatura, y una de las ventajas del invierno para los insectos es que las bajas temperaturas les ayudan a conservar sus reservas de energía. Cuando las temperaturas son demasiado altas, pueden quemar sus reservas demasiado rápido y quizá no aguanten hasta que regresen las condiciones favorables.

Por último, Brent Sinclair, experto en criobiología de los insectos de la Universidad Western de Ontario (Canadá), resume: «¡Ja! ¡El invierno es complicado!».

Los inviernos cambiantes dependerán de una combinación de temperatura media, variabilidad y precipitación. Por ejemplo, si la temperatura media es más alta, puede haber menos cobertura de nieve, lo que significa que los insectos del suelo experimentarán temperaturas más frías [paradójicamente, la nieve actúa como aislante térmico]. De modo similar, si la temperatura es más variable, la nieve podría fundirse, y entonces las temperaturas bajas más extremas serían más bajas. Por otra parte, si hay más precipitación en forma de nieve, puede tardar más en derretirse en primavera, haciendo los inviernos más largos para los insectos que se ocultan debajo.

En resumen, y si parece haber algo claro, es que el cambio climático desbarata el actual equilibrio ecológico del que dependen no solo los insectos, sino todas las criaturas vivas, y de un modo demasiado rápido. A estas alturas ya debería saberse que, exceptuando las repercusiones más directas como la crecida del nivel del mar en islas y costas, las principales consecuencias del cambio climático son biológicas, incluyendo las de impacto económico como el efecto sobre las cosechas. La naturaleza es una mesa de mezclas llena de palancas que no pueden tocarse sin ton ni son, porque el sonido resultante ya no será el mismo.

Por qué los insectos resisten mejor el calor en invierno (sí, el calor)

Nos han acompañado durante todo el verano, para bien y para mal. Para bien, porque cumplen funciones esenciales en la naturaleza. Para mal, porque a veces pueden llegar a ser tremendamente irritantes, ya sea el trompeteo del mosquito en el oído cuando estás a punto de abrazar el sueño, la mosca cosquilleando la pierna en idéntica situación pero en la siesta, las hormigas en procesión a la alacena, o las avispas que por estas fechas del año se convierten en escuadrillas de flying dead (ya expliqué por qué).

Pero dentro de poco, se irán. Uno de los grandes misterios del universo es la desaparición de los insectos cuando empieza el frío. ¿A dónde se marchan? ¿De dónde vuelven? No, en la mayoría de los casos no mueren de frío, como sería fácil pensar. Es un misterio resuelto solo a medias, porque si bien los científicos saben exactamente qué hace cada tipo de bicho para salvar el invierno, los mecanismos biológicos que utilizan para ello aún son fuente de secretos y sorpresas.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Hace unos días he publicado un reportaje en el que explicaba las distintas estrategias que emplean diferentes tipos de insectos para sobrevivir al invierno. A los más curiosos les recomiendo su lectura si desean sorprenderse ante las maravillas que la evolución biológica puede operar incluso en criaturas (solo aparentemente) tan simples. A los más perezosos, les resumo que básicamente existen dos opciones, evitar el frío o soportar la congelación. Los primeros emigran o, más frecuentemente, se ocultan en lugares templados y cómodos a la espera de que vuelva el buen tiempo. En cuanto a los segundos, sus cuerpos experimentan transformaciones químicas que les permiten tolerar la congelación sin morir.

Esta transformación química es todavía uno de esos secretos parcialmente guardados en el cofre del tesoro de la naturaleza. Todos los insectos que se quedan a aguantar el tirón invernal producen algún tipo de compuesto que los protege del frío, también aquellos que lo evitan; pero los científicos aún están descubriendo cuáles son esos mecanismos y cómo funcionan.

Una muestra de que aún falta mucho por conocer sobre los insectos y el invierno es una curiosidad que me saltó a la atención: el año pasado, los investigadores Henry Vu y John Duman, de la Universidad de Notre Dame (EEUU), descubrieron que al menos tres especies de insectos, los escarabajos Dendroides canadensis y Cucujus clavipes, y la típula Tipula trivittata (esos bichos que muchos suelen aplastar por confundirlos con inmensos mosquitos, pero que son del todo inofensivos), toleran mejor el calor durante el invierno que en verano.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Como escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista Journal of Experimental Biology, es lógico pensar que los insectos aguantarán temperaturas más bajas durante el invierno, debido a que su cuerpo se defiende produciendo esas sustancias. De hecho, en la estación fría pueden sobrevivir incluso a temperaturas de entre 20 y 30 °C más bajas que en verano. Pero cuando Vu y Duman sospechaban que su tolerancia al calor sería menor en invierno, lo que descubrieron fue lo contrario: el Dendroides canadensis soporta en verano un máximo de 36 °C, pero en invierno puede aguantar hasta los 38 o 40 °C. El resultado es que en verano este escarabajo puede vivir en un rango de temperaturas que abarca 41 °C, mientras que en invierno esta franja se expande hasta los 64 °C.

¿Por qué los insectos resisten mejor el calor precisamente en la estación más fría del año? Los autores del estudio escriben que se trata de un «fenómeno inesperado» que «no ha sido previamente documentado»; según me cuenta Vu, «¡la gente no suele pensar en analizar qué pasa a altas temperaturas en invierno!». Pero aunque aún no se sabe si es algo generalizado entre los insectos, el entomólogo apunta que el hecho de que las especies examinadas comprendan tanto los que evitan el frío como los que se congelan sugiere que podría ser un fenómeno común.

Aunque no era el objetivo del estudio, es inevitable preguntarse qué sentido o razón biológica tiene esta rareza, y cuál puede ser el mecanismo responsable. Vu me cuenta que aún no puede arriesgar una explicación, pero que «es posible que sea solo un efecto secundario de la adaptación a la tolerancia al frío». Es decir, dado que esta adaptación al frío promueve la estabilidad de las membranas y las proteínas celulares, el resultado es que estos componentes están también mejor preparados entonces para aguantar el calor. «Estas adaptaciones al frío ayudan a temperaturas bajas, pero también pueden ayudar a estabilizar las proteínas y las membranas a temperaturas altas», señala Vu.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Con respecto al mecanismo biológico concreto, la respuesta podría estar en un campo que ha investigado extensamente el entomólogo David Denlinger, de la Universidad Estatal de Ohio (EEUU). Hasta hace unos años se sabía que, entre los compuestos que protegen a los insectos del frío, se encontraban un par de proteínas de choque térmico (heat shock proteins o HSP), una clase de moléculas descritas en muchos otros organismos y que acuden al socorro de las células cuando las condiciones ambientales son amenazantes; no solo calor extremo, sino también frío glacial, radiación ultravioleta o heridas en los tejidos.

En 2007, Denlinger y sus colaboradores descubrieron que el arsenal de HSP de los insectos es mucho mayor de lo que se creía. Los investigadores descubrieron casi una docena de HSP adicionales que se activan cuando los insectos entran en diapausa, su versión de la hibernación que los deja en estado de reposo durante el invierno.

Dado que las HSP se activan en respuesta a condiciones de estrés ambiental y preparan el organismo para resistir agresiones externas, ¿podrían ser las responsables de que el invierno induzca en los insectos una mayor tolerancia tanto al frío como al calor? «Sí, creo que las HSP pueden estar implicadas tanto en la tolerancia a temperaturas más altas como más bajas», me cuenta Denlinger.

«Su papel a altas temperaturas es bien conocido, pero el hecho de que estas mismas HSP las utilicen los insectos en invierno sugiere puntos en común». El entomólogo añade que otros compuestos producidos por los insectos en invierno, como el aminoácido prolina o el anticongelante glicerol, también pueden aparecer tanto a temperaturas demasiado altas como demasiado bajas, y que sus experimentos también han mostrado cómo un choque de calor puede proteger a los insectos contra el frío.

En resumen, y aunque suene a tópico, se trata de uno más de esos casi infinitos mecanismos de relojería biológica refinados a lo largo de millones de años de evolución, y que está perfectamente sincronizado con los ciclos naturales. Lo cual nos lleva a una pregunta. Por supuesto que las condiciones ambientales en este planeta no han sido siempre las actuales, sino que han variado salvajemente a lo largo de su historia, también desde que existen los insectos. Pero normalmente estas variaciones se producen a lo largo de las eras geológicas, dando tiempo suficiente a la vida para abrirse camino a través de un mundo cambiante. Ahora la situación es otra; y si las condiciones climáticas cambian bruscamente a lo largo de apenas un siglo, ¿qué les ocurrirá a los insectos? Mañana lo contaremos.

Las lluvias de primavera traen nubes de moscas negras bebedoras de sangre

Como habitante de la zona serrana de Madrid, llevo muchos años compartiendo mis veranos al aire libre con un visitante pelmazo y nunca invitado, la mosca negra. Pero aún me sorprende lo poco conocido que es este molesto bicho entre mis convecinos.

Por esta época no falta algún amigo que, por aquello de que muchos consideran erróneamente a un biólogo molecular como algo parecido a un médico, me muestran monstruosas picaduras asegurándome que las arañas les están robando la sangre chupito a chupito. Primero, les explico que las arañas no van de eso, y que tienen cosas mucho mejores que hacer que andar picando a la gente; por ejemplo, cazar los insectos de los que necesitan alimentarse, ya que no beben sangre. Segundo, les muestro mis propias picaduras monstruosas, y les aclaro cuál es el monstruo que las causa: la mosca negra. ¿Qué mosca negra?, preguntan siempre.

Esta mosca negra:

Una mosca negra (simúlido). Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra (simúlido). Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Su ficha policial: alias simúlidos, insecto díptero (dos alas, como las moscas y los mosquitos), más corto que un mosquito (unos 3 milímetros) pero más corpulento, del color que indica su nombre, y con un inconfundible perfil chepudo. Algún otro verano anterior he hablado aquí de ella, explicando que no pica limpiamente como el mosquito, que bebe su sopa con pajita, sino que la mosca negra abre una herida con sus piezas bucales, espera a que mane la sangre y entonces se pega un festín. La hembra necesita componentes de la sangre para incubar los huevos.

Suele decirse que la mordedura de la mosca negra no duele, y para explicarlo a menudo se supone que inyecta algún anestésico local. Pero en 2011 un estudio analizó la saliva de un simúlido y catalogó 164 proteínas presentes en ella, sin encontrar ningún compuesto con este efecto. En su lugar, el entomólogo molecular y parasitólogo británico Mike Lehane proponía que tal vez los insectos hematófagos (bebedores de sangre) liberen enzimas que destruyen los mensajeros químicos encargados de transmitir el «¡ay!» en las terminaciones nerviosas de la herida. Por mi parte, y dado que puedo añadir mi experiencia personal a lo que dicen los estudios, puedo decir que no es un caso como el mosquito: este pica de incógnito absoluto, a no ser que nos remueva el vello de la piel al posarse; pero la mordedura de la mosca negra sí puede sentirse como una ligera punzada.

Ignoro el motivo por el que estos insectos son bastante ignorados por nuestras latitudes, pero es equivocado pensar que los mosquitos y otros chupadores de sangre son una plaga típica de lugares cálidos y tropicales. Cualquiera que haya viajado en verano a regiones húmedas templadas o frías habrá comprobado que los bichos picadores pueden ser una plaga infinitamente más molesta en Escocia, Finlandia o Canadá que en el Caribe.

Nube de moscas negras en Canadá. Imagen de NicolasPerrault / Wikipedia.

Nube de moscas negras en Canadá. Imagen de NicolasPerrault / Wikipedia.

En Escocia el llamado Highland Midge, que por allí también llaman cariñosamente «diminuto bastardo», puede arruinar cualquier momento de disfrute en un idílico páramo. No es una mosca negra, sino un culicoide, otro tipo de díptero vampiro más estilizado. En Nueva Zelanda a las moscas negras las conocen como sandflies, moscas de la arena, aunque en otros lugares del mundo se llama sandflies a los flebotomos, los insectos que transmiten la leishmaniasis y que no son moscas negras. Muchos bichos, muchos nombres, una única costumbre fastidiosa: chuparnos la sangre.

En concreto en España tenemos decenas de especies de moscas negras, según el último inventario global actualizado en 2018. Imagino que estos bichos deben de ser mucho más familiares para los habitantes del valle del Ebro, ya que por allí se informa con frecuencia de su molesta invasión. En la provincia de Madrid algunos informes parecen restringir su presencia a los valles del Jarama y el Henares, así que invito con gusto a los expertos en la materia a que se den una vuelta por la zona del Guadarrama para añadirnos a sus mapas de distribución.

Este año el problema es especialmente acuciante; las moscas negras forman auténticas nubes, algo que imagino tendrá mucho que ver con la primavera excepcionalmente lluviosa que hemos tenido por aquí. Estos insectos se crían en los cursos de agua y suelen frecuentar las zonas húmedas y con vegetación.

Mosca negra. Las que se encuentran por Madrid son parecidas pero los ojos son oscuros como el cuerpo. Imagen de Mark Span / Wikipedia.

Mosca negra. Las que se encuentran por Madrid son parecidas pero los ojos son oscuros como el cuerpo. Imagen de Mark Span / Wikipedia.

Esto es lo que hace falta saber sobre la picadura de la mosca negra, según los estudios y de acuerdo a mi propia experiencia de convivir durante años con estos insidiosos vecinos:

  • Pican de día, pero normalmente solo en las horas de menos calor, al amanecer y al atardecer. Hace tres años escribí aquí que el verano de 2015 venía anormalmente cálido, y que las moscas negras estaban picando a pleno sol en los días más suaves. En aquella ocasión, rebuscando por ahí encontré un libro ruso sobre dípteros (los científicos somos así de friquis) según el cual las moscas negras podían adaptarse a temperaturas más cálidas si el ambiente las forzaba, así que los insectos acostumbrados de este modo podían salir a buscar su ración de sangre a mediodía cuando el tiempo venía más fresco.
  • Al menos en mi experiencia, pican sobre todo en la parte posterior de las piernas, tanto en el muslo como en la pantorrilla. Cubrirse estas zonas al atardecer evita bastante la molestia. Como mínimo, obliga a las moscas negras a picar en zonas más visibles, lo que facilita el recurso del manotazo.
  • No pican a través de la ropa, ya que no pinchan con un estilete como los mosquitos, sino que muerden con sus piezas bucales.
  • La picadura duele en diferido. Al cabo del rato la zona se inflama, se enrojece, se calienta y pica horriblemente. Cada persona puede tener una sensibilidad diferente a los compuestos de la saliva del insecto, pero a veces la molestia se extiende a la pierna entera. La hinchazón y el picor suelen durar varios días. La mordedura en sí puede tardar en cicatrizar, y en algunos casos deja una marca permanente.
  • Por suerte, en nuestras latitudes la mosca negra no transmite ninguna enfermedad. Menos afortunados son los habitantes de las regiones tropicales, donde estos insectos son vectores de la oncocercosis o ceguera de los ríos.
  • Aunque suele recomendarse el uso de mosquiteras en las ventanas abiertas, en mi experiencia las moscas negras jamás entran en casa; son animales de exterior. Es posible que en mi caso las atraigan la vegetación y el estanque del exterior, pero nunca llegan a franquear una puerta abierta.
  • Dicen que los repelentes de insectos con alto contenido en DEET (los más utilizados contra los mosquitos en las regiones tropicales) son efectivos, aunque personalmente no los he probado contra la mosca negra.

Pasen y vean la dolorosísima picadura de la hormiga bala

Algo tienen los animales peligrosos o venenosos que nos repelen y al mismo tiempo nos atraen; como cuando los niños se tapan los ojos para no ver una secuencia de una película que les atemoriza, pero dejando una rendija entre los dedos para no perderse detalle.

La parasitología, con sus escabrosos relatos de repugnantes colonizaciones corporales, es una de las ramas más morbosas de la biología. Y cuando se trata no de parásitos, sino de criaturas picadoras o mordedoras, nos encanta saber cuál duele más, cuál es más venenosa, cuál es más letal, en cuánto tiempo puede matar.

Probablemente más de uno sentiría curiosidad por saber qué se siente, cómo de dolorosa es la picadura de tal bicho, pero la mayoría preferiríamos limitarnos a imaginarlo. Al menos, hasta que llegue el cine 5D o 6D (que ya no sé cuál «D» tocaría) en el que un espectador pueda, si le apetece una experiencia realmente fuerte, pasar por las mismas sensaciones que los personajes de la pantalla, aunque sea por un segundito. Quién sabe, no descarten que algún día lleguemos a verlo.

Pero mientras tanto, hay quienes se ofrecen a sentirlo por nosotros. Hace algo más de dos años les conté aquí el loable esfuerzo en pro de la ciencia de Michael Smith, entonces candidato a doctor por la Universidad de Cornell (EEUU). Durante su trabajo de tesis en sociobiología de las abejas y tras recibir múltiples picaduras accidentales, decidió emprender un estudio paralelo lo más riguroso posible sobre el nivel comparativo de dolor de los aguijonazos en diferentes partes del cuerpo. Ganaron las fosas nasales, el labio superior y el cuerpo del pene; al releer ahora aquel artículo, he recordado que olvidé preguntarle por qué no había incluido el glande, mucho más sensible.

Este morbo nuestro lo explotan bien los documentales de naturaleza en los que ha proliferado la figura al estilo Frank de la Jungla, el tipo que, con más o menos conocimiento de la naturaleza y más o menos sentido de teatralidad especiado con ciertas dosis de exhibicionismo, se pone deliberadamente en grave riesgo ante distintas criaturas de la naturaleza para solaz de quienes lo contemplan desde la seguridad del sofá.

Entre ellos está Coyote Peterson, de quien nada sé, excepto que hace un programa llamado Brave Wilderness y que se ha propuesto experimentar las picaduras de insectos más dolorosas del universo. ¿Y cuáles son las picaduras de insectos más dolorosas del universo?

En esto contamos con la ayuda inapreciable de Justin Orvel Schmidt, entomólogo estadounidense que en 1983 comenzó a clasificar, basándose en su experiencia personal, el dolor infligido por las diferentes especies de himenópteros (hormigas, abejas y avispas) que le han picado a lo largo de su carrera.

Este trabajo hoy se conoce como Índice Schmidt de dolor de las picaduras, pero conviene aclarar que no es una escala científica: la valoración de Schmidt es subjetiva y se basa en picaduras en condiciones no controladas, a diferencia del estudio de su casi homónimo Smith. Aun así, el índice tiene su gracia, al ir acompañado por coloridas descripciones propias de un catador de vinos, que Schmidt reúne en su libro The Sting of the Wild; por ejemplo, en el caso de la picadura de la avispa roja del papel (Polistes canadensis), «cáustica y ardiente, con un regusto final característicamente amargo. Como verter un vaso de ácido clorhídrico en un corte hecho con un papel».

Según Schmidt, hay tres himenópteros (cuatro, según otras versiones) que alcanzan el nivel 4, el más alto de su índice: las avispas del papel del género Synoeca, la avispa cazatarántulas (un avispón del género Pepsis) y, sobre todo, la hormiga bala o isula (Paraponera clavata), un bicho de tres centímetros que alcanza un 4+ y cuya picadura el entomólogo describe así: «dolor puro, intenso, brillante. Como caminar sobre carbones encendidos con un clavo oxidado de ocho centímetros hincado en el talón».

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Pero cuidado, leerán por ahí que la de la hormiga bala es la picadura de insecto más dolorosa del mundo, o incluso que es el peor dolor posible. No creo que Schmidt haya afirmado jamás tal cosa: su índice solo incluye himenópteros, dejando fuera otros insectos (aquí he hablado de la mosca negra, que en diferido hace bastante más pupa que una avispa), otros bichos no insectos (como arañas o escorpiones), otros animales no bichos (por ejemplo, serpientes) y, por supuesto, toda clase de dolores de otro tipo.

Pero vamos al grano. Gracias al trabajo de Schmidt y de otros entomólogos no tan mediáticos (y a la película Ant-Man, donde la mencionaban), la gigantesca hormiga bala ha sido elevada al trono del dolor supremo. Conocida por diferentes nombres en los distintos países donde habita, en las selvas tropicales de Centro y Suramérica, el apelativo de «bala» le viene de alguien que comparó el dolor de su picadura al de un disparo. Lo cual me hace compadecerme del pobre desgraciado al que le haya tocado en suerte recibir un balazo y ser picado por este bicho. Peor aún, el nombre de hormiga 24 horas que se le otorga en algún país no se debe a que atienda también por las noches, sino a que el sufrimiento extremo provocado por su aguijonazo puede prolongarse durante un día entero.

Y así llegamos al vídeo de Coyote Peterson. Si quieren saltarse los trozos aburridos, en los primeros tres minutos este naturalista con ciertas maneras de vendedor de Galería del Coleccionista nos ofrece flashbacks de sus anteriores picaduras. Luego emprende una búsqueda por la selva costarricense en pos de la hormiga bala, hasta que hacia el minuto 12 llegamos a la parte más jugosa.

Peterson no es el único ni el primero que ha decidido someterse voluntariamente a esta tortura. Les explico: la tribu Sateré-Mawé, en la Amazonia brasileña, practica un cruel rito de paso a la edad adulta consistente en obligar a los niños a que se calcen una especie de manoplas tejidas en las que se inmovilizan hasta 300 hormigas bala, previamente anestesiadas con un brebaje. Cuando las hormigas se despiertan, furiosas por encontrarse presas de la cintura en la urdimbre del guante, comienzan a lanzar aguijonazos. Entonces el niño debe ponerse las manoplas y aguantarlas en sus manos durante diez larguísimos minutos. Y lo peor, no será considerado un verdadero hombre hasta que sufra este ritual un total de 20 veces.

Que se sepa, nadie hasta ahora ha promovido una campaña en contra de esta brutalidad contra la infancia. Y el ritual parece legítimo: he comprobado que se describe en artículos académicos como este, este y este. Pero naturalmente, esto da ocasión para asegurar éxito de audiencia a programas como este del dúo australiano Hamish & Andy, en el que uno de ellos (el «menos hombre» de los dos, a juicio del jefe de la tribu) acepta pasar por la tortura de los guantes.

Claro que no se puede reprochar a Hamish el resistir las manoplas durante solo unos segundos. Pero comparen su aguante con el de este miembro de los Sateré-Mawé que se somete por primera vez a su rito de paso, según filmó National Geographic:

También sorprende el estoicismo de este Frank de la Jungla británico, el naturalista televisivo Steve Backshall:

Pero además de dar ocasión a los Sateré-Mawé para aparecer en los documentales a costa de otro blanquito más que quiere hacerse el machote, la hormiga bala puede ser un fructífero recurso para la ciencia, como ocurre con otros venenos. La poneratoxina, el ingrediente principal del veneno de este insecto, es un potente compuesto neurotóxico paralizante descrito por primera vez en 1990.

Desde el punto de vista biológico es sorprendente cómo un simple péptido (o probablemente varios, según se ha descubierto este año) de solo 25 aminoácidos puede provocar tal caos en el sistema nervioso interfiriendo en las sinapsis neuronales y las uniones neuromusculares. Curiosamente, este último efecto se revertía en un experimento utilizando otra toxina mítica, la tetrodotoxina, la conocida como «toxina zombi» del pez globo.

Actualmente los científicos estudian la ponerotoxina como un posible insecticida biológico, utilizándola para armar a un virus que infecta a los insectos. Aunque como ya imaginarán, aún deberá recorrerse un largo camino para demostrar que esta estrategia es segura y no causa un estropicio para otras especies o el ser humano. También se ha tanteado su uso como posible analgésico.

Les dejo con este último vídeo, en el que la bióloga Corrie Moreau, del Museo Field de Historia Natural de Chicago, ordeña una hormiga bala para extraerle el veneno.

¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

Coma langosta, pero no la de mar, sino la de desierto

Un amigo solía decir que comer está sobrevalorado. Confieso que me gusta la comida desde que la descubrí en mi adolescencia –antes de eso apenas me nutría lo justo para que siguiera saltando la bolita verde del electrocardiógrafo–, pero lamento que en el comer, como en todo, hay eso que los economistas llaman barreras de entrada. Quienes denostan la llamada comida basura deberían detenerse un segundo a considerar que solo esos establecimientos ofrecen algo parecido a un menú por menos de cinco euros.

Nunca he tenido dinero para comer en esos restaurantes con más estrellas que la pechera de un sheriff. Pero idolatro, no a los cocineros que lucen esas distinciones, sino a los que se han dado el gustazo de renunciar voluntariamente a ellas; y hay varios, no crean. De ellos he leído justificaciones de una extrema sensatez, como que ese mundillo del estrellato tiene poco que ver con la vida real, o que ellos son restauradores y no saltimbanquis del Circo del Sol, o que lo hacen para escapar de la presión y la tontería, o que quieren conservar la libertad de servir un pollo asado sin que a ningún comensal se le caiga el monóculo del susto.

Desde que la cocina se convirtió en gastronomía y los cocineros en chefs, la comida se ha alejado de la gente, o más concretamente, del bolsillo de la gente. No niego que haya opciones para alimentarse sabrosa y saludablemente en el amplio rango entre los cinco euros del payaso y los cientos de euros de esos cocineros que ahora salen en todos los intermedios de la tele (y que adquieren así la virtud, chocante para un cocinero, de provocar hartazgo sin siquiera encender los fogones). Pero cuanto más tiran esas constelaciones del carro de los platos, más se aleja la cocina de esa vida real a la que se refería aquel chef que devolvió la placa.

Mientras, muy por debajo de esa bóveda celeste tachonada de estrellas, los de siempre siguen intentando exprimir las piedras porque no llegan ni a los cinco euros del menú McKing. Al noreste de Nairobi, capital de un país con el que tengo cierta relación, existe un instituto de investigación llamado ICIPE, siglas en inglés de Centro Internacional de Fisiología y Ecología de los Insectos. La misión del ICIPE es estudiar el impacto de los bichos en la seguridad alimentaria, algo que en África es una cuestión de vida o muerte. Pero entre las líneas de investigación del ICIPE se encuentra también alguna que investiga los insectos no en calidad de plagas, sino de plato principal.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Hace un par de semanas, investigadores del ICIPE han publicado un estudio que analiza los posibles valores nutricionales de la langosta. Pero no la de la salsa thermidor, sino la otra, la del desierto (Schistocerca gregaria), que aparece por el horizonte como el manto negro de la misma parca y no deja un tallo sano allí por donde pasa. Si no puedes vencer al enemigo que se come tu comida, cómetelo a él, parecen haber pensado los científicos kenianos.

En colaboración con la Universidad Jomo Kenyatta de Agricultura y Tecnología, y con el Departamento de Agricultura de EE. UU., los investigadores han analizado el contenido bioquímico de los tejidos de la langosta en esteroles, una familia de compuestos cuyo representante más famoso es una de las pocas biomoléculas que casi todo el mundo podría nombrar: el colesterol.

El colesterol es un componente esencial de las membranas celulares de LOS ANIMALES. Y empleo las mayúsculas para destacar este dato y así mencionar la escasa decencia de ciertas marcas de alimentos de origen vegetal que etiquetan sus productos como «sin colesterol», dando así a entender que tal vez los de la competencia sí lo llevan. Etiquetar un producto vegetal como «sin colesterol», siendo rigurosamente verdadero, es sencillamente tramposo. En fin, no voy a profundizar más en este pirateo comercial que mi compañero bloguero Juan Revenga tan bien expone, que para eso él es profesional de ello.

También voy a dejar de lado otro asunto que Juan ha tratado en su blog, y que yo mismo traje aquí anteriormente, y es que las pruebas más recientes están absolviendo al colesterol de su tradicional papel de supervillano. Para el propósito que hoy traigo, quedémonos con el hecho de que a algunos fitosteroles, o esteroles de plantas, se les suelen atribuir beneficiosos efectos cardiovasculares, aunque no existen pruebas científicas concluyentes de ello.

Los científicos, dirigidos por el quimioecólogo del ICIPE Baldwyn Torto, han descubierto que el tubo digestivo de la langosta contiene varios fitosteroles aprovechables. «Nuestro estudio muestra que la langosta del desierto ingiere fitosteroles de una dieta vegetal y los amplifica y metaboliza en derivados con potenciales efectos saludables», escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista PLOS One. Además, los investigadores agregan que la langosta es una rica fuente de ácidos grasos, minerales y, por supuesto, proteínas.

El mayor interés del estudio keniano, aparte de la alegría que (me) produce encontrar una investigación llevada a cabo en Kenya en una revista científica de amplia difusión, es que incide en un concepto que lleva tiempo rodando por los laboratorios y por los despachos de todos aquellos concernidos con la nutrición, o mejor dicho la desnutrición, en amplias regiones del planeta: el enorme potencial de los insectos como alimento.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

La FAO, rama de Naciones Unidas (ONU) que se ocupa de la agricultura y la alimentación, lleva años trabajando en ello (más información en español aquí). Hace ahora un año, este organismo patrocinó la primera conferencia internacional Insectos para Alimentar al Mundo, celebrada en Ede, Holanda, país en el que el grupo de Arnold van Huis, de la Universidad de Wageningen, ha destacado por su promoción e investigación de la entomofagia, la ingesta de insectos.

Según la FAO, los insectos comestibles –no todos lo son– contienen «proteínas de alta calidad, vitaminas y aminoácidos para los humanos». La rama de la ONU apunta que los bichos aprovechan su alimento mucho mejor que nuestras fuentes tradicionales de carne: los grillos necesitan seis veces menos comida que las vacas, cuatro menos que las ovejas y la mitad que cerdos o pollos para producir la misma cantidad de proteína. «Además, emiten menos gases de efecto invernadero y amoníaco que el ganado convencional», agrega la FAO. Y por si fuera poco, pueden criarse en la basura orgánica.

En realidad, según la FAO, más de 2.000 millones de personas en el mundo comen insectos como parte habitual de su dieta, y es el escrúpulo occidental el que hasta ahora ha impedido que esta fuente de alimento se generalice. Y para los tiquismiquis a quienes les desagrade masticar ojos y antenas, una posible solución es emplear extractos de proteínas de insectos en mezclas de otros alimentos. Con todo ello, concluye la FAO, los insectos ofrecen una solución medioambiental y económicamente sostenible con la que alimentar a una población de 9.000 millones de personas en 2050.

Claro que, añado yo: fantástico, siempre que esto no suponga dar por hecho que a los africanos les basta con las langostas del desierto y así nosotros podemos seguir hincándoles el diente a las de mar (que, para qué negarlo, a la brasa son puro sexo oral). Según contaba el año pasado Van Huis en un reportaje en The Guardian, se da la curiosa circunstancia de que muchas poblaciones renuncian a su ingesta tradicional de insectos cuando su situación económica mejora, cambiándola entonces por la comida occidental. Hará falta, posiblemente, que los chefs estelares comiencen a dar la bienvenida a los bichos en sus cocinas para que este recurso alimentario no quede estigmatizado como comida de los que no tienen acceso a otra. Por mi parte, me apunto; trágate eso, muñeco de las lorzas.

‘La metamorfosis’ de Kafka: no una cucaracha, sino un escarabajo (lo dijo Nabokov)

En otra época, de haber tenido que escoger esos famosos diez libros para llevar conmigo a una isla desierta, uno de ellos NO habría sido La metamorfosis de Kafka. No por falta de apreciación de esta novela, sino todo lo contrario, porque no habría sido preciso: hubo un tiempo en que lo leía con tanta asiduidad que casi llegué a aprenderme de memoria buena parte de sus párrafos; habría podido actuar como uno de esos hombres-libro de Bradbury en Fahrenheit 451, que habían memorizado grandes obras de la literatura y vivían ocultos en el bosque a la espera de un futuro más tolerante con la ficción. Pero los años castigan la memoria y disuelven los recuerdos, y hoy preferiría empacar uno de los ejemplares que tengo.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de ‘La metamorfosis’.

A La metamorfosis, de cuya publicación acaba de cumplirse el centenario, le sucede lo que a todas las obras inmortales: se ha escrito tanto sobre el significado y el simbolismo de su argumento y de sus personajes que cualquier estudioso interesado en comprenderlo no sabría a qué carta quedarse: si a la del antisemitismo furibundo del naciente siglo XX que comenzaba a despreciar a los judíos como algo escasamente más digno que las cucarachas, o a la de las complicadas relaciones familiares del autor, o a la de la crítica al sistema económico, o a la de la plasmación del existencialismo filosófico, o incluso a la de la psicopatología del propio autor, que ha recibido diferentes nombres como complejo edípico, psicosis o trastorno esquizoide. O a todas ellas. Y sin contar que, según un estudio, durante sus noches sin dormir dedicadas a la escritura, Kafka sufría de vívidas alucinaciones hipnagógicas, que recientemente comenté aquí y que sobrevienen en la transición de la vigilia al sueño.

Y todo ello, a pesar de que el autor escribió en sus Diarios: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura».

De hecho, la ventaja de La metamorfosis respecto a otras numerosas obras de temas similares, aquello que la eleva por encima de la masa y que ha cautivado a generaciones de lectores por motivos que tal vez ni siquiera ellos mismos aciertan a discernir, es que no es preciso conocer ninguna de las anteriores interpretaciones para disfrutar y abominar de la extraña y patética desventura de Gregor Samsa, que despertó una mañana de un sueño intranquilo para encontrarse sobre la cama transformado en un insecto monstruoso. Algo que difícilmente ganaría nunca el sueldo a un crítico literario es decir que la novela de Kafka puede leerse simplemente como una crónica angustiosa de puro terror psicológico, que en sus mimbres e intensidad recuerda a otras joyas sobre la criatura sola y atribulada como Soy leyenda de Richard Matheson (infinitamente superior al bodrio cinematográfico del mismo título), el Jekyll y Hyde de Stevenson o el Frankenstein de Shelley.

Pero La metamorfosis posee un rasgo peculiar que tampoco es terreno de la crítica literaria, y es que fueron el propio devenir de la historia y las traducciones e interpretaciones que se hicieron de ella los que han logrado grabar en la imaginación colectiva la noción de que Gregor Samsa despertó transformado en una cucaracha. El nombre de este insecto jamás aparece en la narración. De hecho, en el original en alemán Kafka abrió su novela afirmando que Samsa se había convertido en Ungeziefer, un sustantivo sin plural que en inglés tiene un equivalente aproximado, vermin. Este término, que etimológicamente hacía referencia a los animales impuros, se aplica colectivamente a las plagas o pestes; sí, bichos, pero también ratas, zorros o pájaros que asuelan los sembrados. Es más; tanto Ungeziefer como vermin se emplean también en sentido figurado para designar a la categoría de personas indeseables, algo que sí tiene términos adecuados en castellano: chusma, gentuza.

Pero no regresemos a las metáforas. Lo cierto es que la descripción posterior del narrador nos aclara que Samsa es un insecto; no quedan dudas de esto, aunque ningún pasaje de la novela entra en algo más específico, a excepción del momento en que la asistenta llama a Samsa «viejo escarabajo» y «escarabajo pelotero». Con todo, el contexto deja entender que se trata de apelativos destinados a quitar hierro a la incómoda situación, y tampoco puede desprenderse que la señora de la limpieza fuera una experta entomóloga.

Tal vez a estas alturas algún lector estará preguntándose qué demonios importa el insecto concreto en el que se transformó Samsa, dado que el propio Kafka no pretendió hacer de esto un sostén argumental. Correcto. Pero hubo alguien a quien sí le importó: Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Ada o el ardor era, además de gran literato, un entusiasta lepidopterólogo o experto en mariposas, una afición que llegó a ejercer como conservador de la colección de la Universidad de Harvard.

Primera página del ejemplar de 'La metamorfosis' de Kafka anotado por Nabokov.

Primera página del ejemplar de ‘La metamorfosis’ de Kafka anotado por Nabokov.

Fascinado por la obra de Kafka, el escritor ruso-estadounidense no solo analizó La metamorfosis desde el punto de vista entomológico, sino que llegó a dibujar bocetos del aspecto de Gregor Samsa tras su transformación siguiendo las pistas ofrecidas en la narración. En su ejemplar de La metamorfosis, en el que se permitió la licencia reservada a los inmortales de esparcir anotaciones corrigiendo su traducción inglesa, o al mismo Kafka, Nabokov esbozó un bicho que en su opinión representaba fielmente el tipo de insecto imaginado por Kafka.

El veredicto de Nabokov es tajante: nada de cucarachas. «Una cucaracha es un insecto de forma plana con patas grandes, y Gregor es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus patas son pequeñas», explicaba el autor en sus Lectures in Literature, un volumen doble que recoge las lecciones impartidas durante su etapa de profesor en las Universidades estadounidenses de Wellesley y Cornell. «Se aproxima a una cucaracha solo en un aspecto: su coloración es marrón. Eso es todo. Aparte de esto, tiene un tremendo abdomen convexo dividido en segmentos y una espalda redondeada y dura que sugiere estuches de alas», proseguía.

Para Nabokov, era indudable que se trataba de un escarabajo. Y los escarabajos pueden volar. «Curiosamente, Gregor el escarabajo nunca averiguó que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda. (Esta es una observación muy bonita de mi parte para que la atesoréis toda la vida. Algunos Gregors, algunos Fulanos y Menganas, no saben que tienen alas)». Nabokov aportó también la descripción sobre las fuertes mandíbulas de Gregor, que le permitían abrir la puerta cuando se erguía sobre su último par de patas. Y de este gesto, el autor deducía la longitud de Gregor Samsa: unos tres pies, o un metro.

Esta maravillosa lección impartida por Nabokov a finales de los años 40 en la Universidad de Cornell, en la que, naturalmente, también desgranaba los aspectos literarios de La metamorfosis y el universo kafkiano, fue recreada en un cortometraje para televisión rodado en 1989 por Peter Medak (director de Al final de la escalera), con Christopher Plummer interpretando soberbiamente al escritor y profesor. Una transcripción parcial de la conferencia puede encontrarse aquí.

El escorpión marino (euriptérido) 'Jaekelopterus rhenaniae', que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

El escorpión marino (euriptérido) ‘Jaekelopterus rhenaniae’, que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

Pero para concluir este comentario en la línea abierta por Nabokov, y de paso ofrecer algo más de contenido biológico a este post, naturalmente el de Kafka es un escarabajo irreal, semihumano. No solo porque, como concluye la novela, al final Samsa resulta más humano que sus familiares, y estos más Ungeziefer que él. Ni porque Kafka nos relate que el ser abre y cierra los ojos o respira por sus orificios nasales, dos imposibles en los insectos. La profesora de biología Dona Bozzone, del St. Michael’s College, en Vermont (el estado más literario de la Unión), ya aclaró en un curioso artículo que ningún insecto puede alcanzar el tamaño de un perro. «Contrariamente a las imágenes de ciencia ficción de bichos de 50 pies, los cuerpos de los insectos deben ser pequeños», escribe Bozzone. «Si el cuerpo con su exoesqueleto se escalara al tamaño humano, sería tan pesado que incluso piernas y músculos del tamaño adecuado no podrían sostenerlo. Un insecto así no podría moverse». Además, la bióloga aclara que tanto el sistema respiratorio de los insectos –tráqueas en lugar de pulmones– como el circulatorio no sirven para grandes volúmenes corporales.

Con todo, existieron insectos prehistóricos gigantes, lo que algunos paleontólogos relacionan con el hecho de que en épocas antiguas la concentración de oxígeno de la atmósfera era mayor que hoy. En el Pérmico temprano, hace casi 300 millones de años, vivió en Norteamérica una libélula gigante llamada Meganeuropsis permiana que alcanzaba 70 centímetros de envergadura alar y más de 40 centímetros de longitud. Claro que este animal era un enano en comparación con el mayor artrópodo que jamás existió, el escorpión de mar Jaekelopterus rhenaniae, un euriptérido (grupo relacionado con los arácnidos actuales) que vivió hace 390 millones de años y que medía 2,5 metros.