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Sí, el cambio climático es obra humana; no, no es el culpable de todo lo que pasa, hasta que la ciencia lo demuestre

Escucho esta mañana, en la tertulia radiofónica matinal de Onda Cero, la típica sucesión de especulaciones en torno al calor extremo que estamos sufriendo durante buena parte de lo que llevamos de verano, y en torno a la plaga de incendios forestales. Lo he llamado sucesión de especulaciones a falta de otro nombre mejor, por no llamarlo debate; por mi ya provecta edad llegué a ver en televisión aquellos antiguos programas de La Clave del recientemente fallecido José Luis Balbín. Aquello eran debates, con expertos hablando de su especialidad (aunque por entonces aquello para mí solo era el programa aburrido de gente mayor y seria que ponían un rato después de La pantera rosa). Lo de ahora, pues no.

Entre los tertulianos hay un periodista que avanza por la banda diciendo algo así como que él no va a entrar en si el cambio climático está provocado por los humanos o no, pero que lo importante es cómo está influyendo en todo lo antedicho, el calor extremo y los incendios.

Pues bien, es justo todo lo contrario.

Vaya por delante algo que quizá ya sepan quienes de cuando en cuando se dejen caer por este blog: cuando se trata de desmentir bulos o ideas erróneas, no suelo mencionar aquí el nombre del portavoz concreto que ha motivado el desmentido, y por al menos dos razones. Primera, no se trata de descalificar a una persona porque su ideología no nos gusta, sino solo de descalificar sus afirmaciones porque son erróneas. Los rifirrafes personales no conducen a nada más que el ruido y la furia, como vemos a diario en Twitter. Son la versión real de los Dos Minutos de Odio orwellianos.

Segunda, lo de menos es a quién le he escuchado decir algo que en realidad tampoco es su idea original; esto de, sí, hay un cambio climático que es evidente porque lo estamos viendo, pero no, no es culpa nuestra, es solo la enésima versión del negacionismo que actualmente triunfa. El negacionismo se ha ido adaptando y reformulando para continuar agarrándose desesperadamente a una apariencia de credibilidad, y ahora esta versión parece muy extendida.

Incendio forestal en Mijas (Málaga). Imagen de Daniel Pérez / EFE / 20Minutos.es.

El resumen de por qué es justo todo lo contrario es el que aparece en el título: sí, el cambio climático es obra humana. No, aún no podemos estar seguros de que estos calores sean parte del cambio climático, hasta que los científicos expertos nos digan que sus estudios lo confirman.

Con respecto a lo primero, muchos negacionistas ahora están sosteniendo esa misma versión defendida por el tertuliano; parece que con los extremos meteorológicos que sufrimos, y dado que la percepción de la gente naturalmente tiende a quedarse en lo más evidente e inmediato, ya que la gente no lee estudios científicos, a los negacionistas les resulta cada vez más difícil convencer a alguien de que esto no está pasando. Y por lo tanto, aceptan que está pasando, pero dicen que el ser humano no tiene nada que ver con ello, cosa que puede colar, ya que la gente no lee estudios científicos.

Ocurre que, como ya conté aquí, el consenso sobre el hecho de que el cambio climático es consecuencia de la acción humana actualmente lo apoya el 99,9% de la comunidad científica experta, según un estudio reciente. O sea, todos los científicos. Jamás ha existido un consenso científico sobre nada tan ampliamente ratificado de forma explícita. Los autores del estudio escribían que actualmente negar el cambio climático antropogénico equivale a negar la evolución biológica o la tectónica de placas. Pensamiento marginal acientífico que también tiene sus adeptos; en EEUU se niega la evolución en algunas escuelas.

En cambio, y aunque parezca paradójico, cuando salen tantas voces, incluyendo la del propio presidente del gobierno, culpando de todo al cambio climático, los científicos dicen: no tan deprisa.

Es natural que si un medio entrevista a un meteorólogo o climatólogo, este hable de todo lo que está ocurriendo en el contexto del cambio climático. Pero esto no significa que esté estableciendo una relación directa: si en algo insisten siempre los expertos, es en que no debemos confundir meteorología con clima. Los científicos son enormemente cautos a la hora de atribuir cualquier fenómeno meteorológico extremo al cambio climático; y cuando lo hacen, no es vía carajillo en la barra de un bar, sino vía estudios científicos que predicen y encajan esos fenómenos meteorológicos concretos dentro de los modelos matemáticos globales del clima.

Un ejemplo: a comienzos de este mes se publicaba en Nature Communications un estudio del Instituto de Investigación del Impacto del Clima de Potsdam (Alemania). A través de datos observacionales desde 1979 y de un modelo matemático basado en redes neuronales, los autores descubren que Europa occidental es especialmente propensa a las olas de calor extremo de un modo que durante los últimos 42 años ha crecido de 3 a 4 veces más que en otras latitudes medias del hemisferio norte.

A través de su modelo, explican este fenómeno por cambios en la dinámica atmosférica que incluyen un aumento en la frecuencia y persistencia de dobles corrientes en chorro sobre Eurasia, y muestran que este aumento es responsable de la totalidad de ese incremento de olas de calor en Europa occidental, y en buena medida también en el resto del continente.

Cambio climático, ¿no? Pues pese a todo, los autores del estudio no pueden afirmarlo, sencillamente porque no lo demuestran; su estudio no emplea modelos climáticos globales. Y los autores saben bien, como lo sabe cualquiera que haya publicado un estudio científico, que hay unas señoras y unos señores llamados referees que revisan el estudio antes de decidir si debe publicarse o no, y que la inmensa mayoría de las veces deciden que no. Y una de las razones por las que pueden decidir que no es esta: en la línea tal ustedes extraen una conclusión que no se apoya directamente en sus propios datos.

Por ello los autores sugieren, en base a otros estudios previos, que los cambios que reportan y analizan podrían ser consecuencia del cambio climático, pero no pueden afirmarlo sin más. Y concluyen: «Futuros estudios deberán investigar cómo los modelos climáticos capturan los vínculos entre los extremos de calor y las dobles corrientes en chorro, y si alguno de esos componentes cambia en diferentes escenarios forzados. Estos análisis permitirían evaluar si el aumento observado de las dobles corrientes es parte de la variabilidad natural interna del sistema climático o si es una respuesta al cambio climático antropogénico».

Y añaden: «Nuestros datos y otros análisis podrían ayudar a mejorar los modelos climáticos que actualmente están subestimando la observada tendencia al calentamiento en Europa occidental».

O sea, que será aún peor de lo que nos habían dicho. Una y otra vez ocurre que, si en algo están fallando las predicciones sobre el cambio climático, es en que se están quedando demasiado cortas.

¿Nos dará una tregua el coronavirus en verano?

La asociación entre el invierno y las infecciones respiratorias es quizá una de las más viejas intuiciones de un factor de riesgo de contagio en la historia de la humanidad. Una de las correctas, porque también se pensaba que las acacias amarillas desprendían un mal aire, o malaria, cuando en realidad eran los mosquitos que criaban en las zonas húmedas donde crecían estos árboles. Pero en cuanto a resfriados y gripes, el clásico “vas a coger frío” de madres y abuelas ha resistido la prueba del tiempo.

Y pese a ello, ya en pleno siglo XXI, si la pregunta es ¿por qué en invierno cogemos más catarros o gripes?, la respuesta corta es: no se sabe. La estacionalidad de estas enfermedades es todavía uno de los grandes misterios de la ciencia.

Imagen de Andrés Dávila en Pixabay.

Imagen de Andrés Dávila en Pixabay.

No es que la ciencia no sepa nada al respecto, pero las explicaciones que hasta ahora han podido mostrarse, siendo probablemente parte de la respuesta, no son toda la respuesta. Y esta respuesta apremia más ahora, en plena pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, cuando en el hemisferio norte se acercan los meses calurosos.

Como ya hemos contado aquí, no parece haber nada que pueda eliminar eficazmente la expansión progresiva del nuevo coronavirus excepto la inmunidad, sea por infección o vacuna. Pero queda una pregunta pendiente: ¿nos dará al menos una tregua en verano? Para predecir qué puede ocurrir una vez que empiece a llegarnos el calor, podemos encontrar alguna pista en nuestros virus invernales por excelencia: catarros y gripe.

Hace años solía primar la explicación social para la estacionalidad de la gripe: en invierno tendemos a juntarnos más en espacios cerrados, reducidos y caldeados, compartiendo el mismo aire. Y desde luego, ahora, con la COVID-19, hemos aprendido por las malas cómo el distanciamiento social puede ayudar a no contagiarnos los unos a los otros.

Pero esta explicación nunca ha parecido suficiente. Al fin y al cabo, en nuestras sociedades, la mayor parte del tiempo que estamos despiertos lo pasamos trabajando, en los mismos espacios tanto en verano como en invierno, respirando el aire que recircula por los sistemas de ventilación de los centros de trabajo. Así que lo del contacto social más estrecho en invierno, aunque pueda contribuir, no basta.

Al menos desde los años 60, los investigadores se lanzaron a estudiar lo que parecía la clave del misterio: el comportamiento de los virus en distintas condiciones de temperatura y humedad. Algunos científicos descubrieron que los rinovirus, una de las familias causantes de los resfriados (hay más de 200 virus que pueden producir un catarro; quienes se preguntan por qué no hay vacuna, ahí tienen la respuesta), se reproducían mejor a temperaturas ligeramente más frescas, como la de las fosas nasales cuando se ventilan con el aire frío.

Con el tiempo, otros estudios más precisos han seguido indagando en la respuesta de los virus invernales al factor ambiental. Para la gripe, este es el resumen de lo que se sabe: el virus es más estable e infectivo en tiempo frío y seco, las condiciones típicas del invierno. En latitudes como las nuestras, las estaciones más húmedas son la primavera y el otoño, y a temperaturas más bajas el aire tiende a perder el vapor de agua por condensación.

Curiosamente, estas evidencias dan la razón a las madres y abuelas, y contradicen la hipótesis de los humanos muy juntos en espacios calentitos: si ciertos virus estacionales se encuentran más a gusto en el tiempo frío y seco del invierno, entonces realmente es cierto que vamos a “coger frío”: quizá donde más peligro corremos de contraer una gripe o un catarro sea en el exterior, no en los interiores.

El coronavirus de la COVID-19 es un virus de una clase distinta a las gripes, pero tiene con estas algunos rasgos en común. Uno de ellos es su envoltura lipídica: cada partícula viral nueva que se fabrica en la célula le arranca a esta un trocito de su membrana que le sirve al virus de envoltura externa. Esta cubierta de grasa se mantiene con la consistencia de un gel a temperaturas más bajas, pero con el calor se funde y deja al virus desprotegido. Joshua Zimmerberg, científico de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU que investigó este comportamiento de la cubierta del virus, lo comparaba con los M&Ms, que se funden en tu boca, no en tu mano: la envoltura del virus se funde en las vías respiratorias, lo que deja al virus listo para infectar. Pero si se funde en el ambiente exterior, el virus pierde su protección frente a las agresiones del medio como la luz UV del sol.

Basándose en lo que se conoce sobre los virus de la gripe, desde el principio de la epidemia del SARS-CoV-2 los científicos se han preguntado si algo similar ocurriría con este nuevo coronavirus, y han estudiado el efecto de la temperatura y la humedad en su capacidad de infectar. Hay varios estudios ya elaborados sobre esto, cuyos resultados se resumen en un nuevo informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU. Y la conclusión general es esta: el virus no es insensible al calor y a la humedad. La doble negación no es una simple filigrana retórica: no es lo mismo decir “estoy contento” que “no estoy descontento”. Hay un matiz. Por ejemplo, uno de los estudios descubre que este nuevo virus es algo más resistente al calor y a la humedad que la gripe o el coronavirus del SARS.

(Nota: por cierto, uno de estos estudios descubre un dato interesante. En el exterior de una mascarilla quirúrgica, después de 7 días sigue presente un 0,1% de la cantidad de virus infectivo que se depositó originalmente. Esto ilustra por qué las mascarillas no deben tocarse nunca por la parte de fuera y no pueden reutilizarse, sino que deben desecharse después de cada uso, y por qué pueden ser más peligrosas que no usarlas si no se siguen estas instrucciones).

Otra manera indirecta de estudiar estos efectos es comprobar cómo el virus ha atacado hasta ahora en regiones de climas diferentes. Es evidente que en zonas de clima más tropical como el sur de China o Singapur sí se han producido contagios. Pero ¿en menor medida que en áreas más frías? Esto es lo que concluye el informe:

Hay algunas evidencias de que el SARS-CoV-2 puede transmitirse con menos eficiencia en ambientes con mayor temperatura y humedad; sin embargo, dada la falta de inmunidad global, esta reducción de la eficiencia de la transmisión puede no llevar a una reducción significativa de la expansión de la enfermedad sin la adopción concomitante de importantes intervenciones de salud  pública. Aún más, los otros coronavirus que causan enfermedades humanas potencialmente graves, como los del SARS y el MERS, no han demostrado evidencias de estacionalidad cuando han surgido.

La conclusión de todo lo anterior es que, con los estudios que existen hasta ahora, y a falta de más investigaciones, sería una sorpresa que el virus desapareciera por sí solo en verano como lo hace la gripe. Es posible que el buen tiempo contribuya a que haya menos contagios, pero uno de los estudios señalaba que en las regiones más cálidas de China la tasa de reproducción del virus (número de personas a las que infecta cada contagiado como promedio) aún estaba cerca de 2, lo que todavía sostendría un crecimiento exponencial de la epidemia. Es posible que en pleno verano el virus tampoco se comporte igual en regiones cálidas y húmedas que, por ejemplo, en un páramo manchego. En el fondo, lo único cierto es que no hay nada cierto.

De hecho, si todo lo anterior puede dar una idea de cierta lógica y coherencia sobre el comportamiento de las infecciones estacionales, en realidad resulta que es aún mucho más complicado. Digamos que el tiempo húmedo debilita al virus de la gripe. Bien. Pero al mismo tiempo, ciertos estudios han descubierto que las gotitas en las que viaja el virus se secan más fácilmente con clima seco, por lo que una mayor humedad debería favorecer la infección, y no al revés. Por otra parte, en ciertas regiones tropicales, donde la gripe tiene un ritmo más uniforme a lo largo del año, resulta que a veces se observan picos epidémicos en las estaciones de lluvias, cuando el tiempo es más húmedo. ¿Cómo cuadra todo esto?

¿He dicho ya que la estacionalidad de estas enfermedades es uno de los grandes misterios de la ciencia?

Pero aparte de todo lo anterior, hay un factor más, uno que no se revela en ninguno de los estudios sobre el comportamiento del virus en distintas condiciones ambientales. Y es que, si una enfermedad infecciosa se compone de dos partes, un virus y un organismo humano, estos estudios están dando por hecho que el segundo no tiene nada que decir al respecto y se comporta siempre igual, en invierno o en verano, en el páramo manchego o en esos veranos de Levante en los que las toallas jamás llegan a secarse.

Y puede que no sea así. Puede que una de las claves de la estacionalidad de ciertos virus no esté solo en ellos, sino también en cómo respondemos nosotros a ellos. Mañana seguimos.

¿Realmente empeora el tiempo los fines de semana? ¿Hay una razón?

Todos los años por estas fechas, en los largos coletazos finales de la primavera caprichosa, somos muchos quienes tenemos esta impresión: de lunes a viernes empezamos a quejarnos del calor que nos pica –a muchos les pilla sin el cambio de armario–, pero al menos sabemos que el fin de semana podremos ir de terrazas, cenar al raso y hacer esas otras cosas que nos gusta hacer sin un techo encima, sobre todo cuando hay de por medio humanos en estado larvario.

Hasta que llega el viernes y todo se va al carajo: viene un frente frío, el termómetro se cae al suelo y fuera nos espera otro techo, de nubarrones negros cargados de lluvia. Así que, vuelta a encerrarnos entre cuatro paredes.

Para muestra, dos ejemplos: ocurrió el pasado fin de semana, y vuelve a ocurrir este en ciertas zonas del país.

¿Realmente es así, o es solo algo esporádico que ocurre de forma casual, pero que notamos especialmente porque nos frustra los planes? Y si algo de esto hay, ¿sucede de forma habitual durante todo el año, y es en primavera cuando más lo advertimos?

Típico plan de fin de semana estropeado por la lluvia. Imagen de Lee Haywood / Flickr / CC.

Típico plan de fin de semana estropeado por la lluvia. Imagen de Lee Haywood / Flickr / CC.

Al menos, parece que los meteorólogos y los climatólogos tampoco son inmunes a estas impresiones, y a algunos les ha dado por curiosear para saber si somos nosotros o realmente es el tiempo. En 2008 el climatólogo Arturo Sánchez-Lorenzo, de la Universidad de Barcelona, reunió datos de 13 estaciones meteorológicas dispersas por zonas urbanas y rurales de España, y que comprendían un periodo de 44 años, de 1961 a 2004.

En honor a la verdad, hay que aclarar que ignoro por completo si Sánchez-Lorenzo estaba motivado por el efecto planes-para-el-fin-de-semana-que-se-joden-en-primavera. Pero dado que hoy la influencia de la contaminación antropogénica en el clima ya está sobradamente demostrada, los climatólogos se han preguntado si los ciclos de actividad que varían a lo largo de la semana, como las emisiones de las fábricas y del tráfico, pueden afectar a los ritmos del tiempo meteorológico.

Y curiosamente, aquel estudio descubrió que sí, que algo de ello hay: Sánchez-Lorenzo y sus colaboradores encontraron que los fines de semana en España tienden a ser más soleados en invierno que el resto de la semana, mientras que en primavera y en verano sucede lo contrario, son más fríos y lluviosos. Para comparar los datos, los autores analizaron también una serie histórica de Islandia, descubriendo que allí los fines de semana del invierno son más lluviosos.

«Sugerimos que los ciclos semanales pueden relacionarse con cambios en la circulación atmosférica sobre Europa Occidental, lo que puede deberse a algún efecto indirecto de los aerosoles antropogénicos», escribían. Los investigadores encontraron también que la presión atmosférica a nivel del mar aumentaba en el sur de Europa durante los fines de semana del invierno; es decir, que en los días centrales de la semana las condiciones eran menos anticiclónicas.

Pero el estudio de Sánchez-Lorenzo no ha sido el único que ha examinado este fenómeno. De hecho, ya en 1998 dos investigadores de la Universidad Estatal de Arizona (EEUU) habían descrito que la lluvia en el Atlántico Norte no se veía afectada por los ciclos semanales, excepto en la superpoblada costa este de EEUU, donde los sábados llovía un 22% más que los lunes. Es más, este efecto ya se había notado antes en algunas grandes ciudades.

Otros investigadores han descubierto que en Alemania cae más lluvia el fin de semana, y que también en este caso los patrones se invierten en invierno y en verano, o que en ciertos lugares de EEUU ocurre justo lo contrario, pero también con una periodicidad semanal, o que algo similar sucede en Melbourne y otras ciudades australianas. Otro estudio encontró que los tornados y las tormentas de granizo típicos de los veranos en ciertas regiones de EEUU tienden a acumularse a mediados de semana.

Pero a pesar de todos estos estudios, los climatólogos advierten de que los datos deben interpretarse con cautela. Algunos expertos descartan la hipótesis de los ciclos semanales, y de hecho también hay algún estudio que no ha encontrado tales efectos. El año pasado, la climatóloga Angeline Pendergrass decía a Business Insider que «el efecto es más psicológico que meteorológico», dado que incluso si existe alguna diferencia en las temperaturas, es de solo fracciones de grado, demasiado pequeña como para que nos demos cuenta.

Claro que tampoco lo olvidemos: estos estudios manejan valores promedio. Lo cual significa que si durante un par de fines de semana seguidos no ocurre nada apreciable, pero al tercero tenemos boda al aire libre con sandalias y es justo cuando al termómetro se le encoge el ombligo del susto, tal vez la media total de temperaturas no lo note mucho, pero nosotros sí. Y los novios, ni te cuento.

El agua, primera causa de muerte por catástrofe natural en España

Tal vez no les sorprenda saber que España es el cuarto país del mundo donde los expatriados dicen sentirse más a gusto (por detrás de Taiwán, Austria y Japón), según una encuesta de la web InterNations que cuenta Business Insider y que ha tenido en cuenta factores de calidad de vida como el bienestar, la seguridad, las infraestructuras, los servicios y el equilibrio entre trabajo y ocio.

Los encuestados han destacado la facilidad de integración por la actitud de acogida de los españoles hacia los extranjeros, algo que nos honra. Pero también, según BI, juega a nuestro favor algo que simplemente nos hemos encontrado aquí: el clima. Lo que aquí llamamos frío polar no suele ser para tanto, al menos en la mayor parte del territorio y en comparación con nuestros vecinos del norte. Grandes tornados o huracanes son algo desconocido para nosotros. Y si hablamos de violentos fenómenos terrestres, al menos en este momento geológico parece que estamos a salvo de erupciones volcánicas. No así de los terremotos, pero tampoco estamos entre las regiones más castigadas por los temblores.

Claro que también tenemos nuestro azote endémico: el agua. Hace unos días, el Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) recordaba que  las inundaciones son la primera causa de víctimas mortales por catástrofe natural en España, seguidas por los temporales marítimos como los que están batiendo las costas durante estos días. Entre 1995 y 2014 han muerto 249 personas por esta segunda causa, según cifras del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente recogidas por el ICOG.

Temporal en Donosti. Imagen de Efe.

Temporal en Donosti. Imagen de Efe.

Si algo se espera de un país con casi 8.000 kilómetros de costa es que haya aprendido a mitigar los efectos de los temporales, sobre todo cuando, como recordaba también el ICOG, «la densidad media de población de los municipios costeros es 3,8 veces superior a la media del conjunto nacional, llegando a más de 10 veces sobre la media durante la época estival, según datos del Instituto Nacional de Estadística».

El comunicado del ICOG que subrayaba estos datos tiene como misión precisamente llamar la atención sobre lo mal preparados que estamos para defendernos de los embates del mar. Y la advertencia de los geólogos es muy necesaria y oportuna, porque estos días atrás hemos podido observar cómo muchos medios han tratado los destrozos debidos a los temporales como si fueran la consecuencia inevitable de la furia de los dioses desatada sobre los pobres mortales. Manuel Regueiro, presidente del ICOG, acierta al poner el acento sobre algo que debería resultar obvio, pero que al parecer no lo es: los temporales no son «una anomalía, sino un fenómeno natural cada vez más frecuente».

A nadie le llegará de sorpresa que la costa española ha sido durante décadas una gallina de los huevos de oro estrujada, exprimida, desplumada y troceada hasta el paroxismo. Tampoco nadie puede negar conocimiento de las calamidades medioambientales que esta lucrativa fiebre urbanizadora ha provocado. En cambio, se habla mucho menos, salvo cuando truena, de la escasa planificación de las infraestructuras costeras contra los temporales. Los geólogos estiman que las pérdidas por erosión costera para el período 1986-2016 pueden alcanzar los 4.000 millones de euros.

Estragos causados por un temporal en Mallorca. Imagen del gobierno balear.

Estragos causados por un temporal en Mallorca. Imagen del gobierno balear.

Algunos de estos daños hemos podido verlos en los medios estas últimas semanas. Pero según los geólogos, reconstruir sin más es poco menos que volver a levantar en el mismo lugar el castillo de arena que se ha llevado la ola: «reconstruir las construcciones afectadas por el último temporal servirá de poco si no se toman medidas preventivas para evitar futuros daños», dicen.

Por todo ello, los geólogos reclaman la elaboración de mapas de riesgos más detallados. La ley del suelo ordena la necesidad de disponer de estos elementos para guiar la construcción y urbanización en las costas, pero el ICOG subraya que los mapas actuales son «excesivamente simples y a escala 1:10.000, que solo proporcionan una idea del problema pero no permiten valorar acciones de mitigación precisas a nivel de planeamiento urbanístico». Los geólogos insisten en la necesidad de construir cartografías a la escala de detalle necesaria para guiar el planeamiento urbanístico, entre 1:500 y 1:5.000.

Claro que incluso disponiendo de estos mapas, habrá que vigilar que sirvan para algo. El ICOG señala que en la vorágine urbanística de la costa se han construido paseos marítimos, puertos deportivos y urbanizaciones en zonas inundables o en cuencas fluviales que «no se han guiado por los indispensables mapas de riesgos que marca la ley del suelo y los trabajos de geomorfología del litoral para realizar infraestructuras preventivas y diseñar exclusivamente usos compatibles con la actividad natural». Pocas poblaciones, subraya Regueiro, tienen en cuenta estos criterios a la hora de lanzar sus planes urbanísticos.

Y así, cuando nos llegue nuestro propio Big One, nos cogerá de nuevo… Nos cogerá de nuevo, sin más. En la acepción argentina del verbo.

El buen tiempo ya no es buen tiempo

Nunca la sierra de Madrid me había recordado tanto a Kenya. El tiempo que tenemos estos días por aquí, ya a mediados de noviembre, es el típico clima de Nairobi (salvo por los cielos despejados) en lo que ellos llaman invierno, que cae en nuestro verano. Noches frescas que se caldean rápidamente por la mañana hasta que sobra la manga, sin que la temperatura llegue nunca a la grosería de hacernos sudar. Allí lo llaman eterna primavera. Aquí debemos llamarlo cambio climático.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Una aclaración. Meteorólogos, climatólogos y geofísicos nos advierten de que no debemos dejarnos llevar por las impresiones momentáneas y locales. O, dicho de otro modo, que no debemos mezclar tiempo y clima, salvo por el hecho de que el estudio del clima necesita mucho tiempo (discúlpenme el penoso juego de palabras).

Pero si tenemos días de temperaturas aberrantes para esta época del año, y los días crecen a semanas, y esto ocurre en un gran trozo de planeta, y las semanas logran que un mes se declare el más caluroso a escala global de la historia registrada, como ya ha ocurrido este año en febrero, marzo, mayo, junio, julio, agosto y septiembre, y si esto resulta en que un año sea también el más cálido en los registros, como sucedió en 2014, y si ya son 38 años consecutivos con una temperatura global superior a la media del siglo XX, y si 2014 ha batido el récord de concentraciones de gases de efecto invernadero, y si se anuncia que la temperatura global en 2015 ya va a superar en 1 °C la media de los niveles preindustriales, y que los esfuerzos a presentar en la próxima conferencia del clima de París aseguran un aumento de la temperatura de 3 °C, un grado por encima del objetivo de 2 °C que se consideraría el máximo límite aceptable del mal menor…

Pues vaya, esto ya empieza a parecerse a aquello del que toca una trompa, toca una oreja grande, toca un colmillo, toca una pata, y llega a la conclusión de que todo aquello probablemente constituye lo que viene siendo un elefante.

Esto, independientemente de que no todas esas impresiones aisladas y esporádicas sean coincidentes. Por ejemplo, el pasado septiembre tuvimos que abandonar las cosas propias del verano antes que otros años, porque el mes vino más frío de lo habitual en España. Y sin embargo, en todo el planeta fue el septiembre más cálido de todos los septiembres que han sido en la historia de la meteorología moderna. Cualquiera que haga el menor esfuerzo por mover la maquinaria pensante sobre sus hombros tiene ahora al fácil alcance de sus entendederas cuál es la temperatura del asunto, nunca mejor dicho, a escala global.

A estas alturas, negar la realidad de un cambio climático, con independencia de sus causas, sólo puede venir motivado por una cerril ceguera deliberada. Pero entrando en sus causas, no es necesario ser un especialista para comprender que más de doscientos años vertiendo al aire cantidades ingentes de gases de efecto invernadero obligatoriamente deben afectar al comportamiento de la atmósfera. En las muy contadas ocasiones en que se han producido agresiones comparables –episodios de vulcanismo masivo y extremo, como el del Decán, o impactos de asteroides–, el resultado ha sido la extinción de la mayoría de las especies terrestres. Por tanto, negar el impacto antropogénico actual, por un lado, y la gravedad de sus previsibles efectos, por otro, sólo puede venir motivado por un no menos cerril fanatismo ideológico, ya que dudosamente quienes lo niegan pueden aportar un modelo climático alternativo que justifique sus alegaciones.

Hubo un tiempo en que las denuncias de un deterioro climático antropogénico peligroso para casi todo lo que ahora entendemos como vida en la Tierra se consideraban una patraña maliciosa urdida por una maligna conspiración comunista destinada a derribar el sistema. Pero como broma ya está bien. Hoy solo personajes psiquiátricamente fronterizos pueden continuar sosteniendo que todo esto no es más que un sofisma populista. Quienes siguen oponiéndose de este modo a la evidencia son combustible fósil.

Dejando de lado este fenómeno cada vez más marginal, hay dos, estas sí, poderosas razones que frenan los intentos de los organismos concernidos por llamar a la acción global. En primer lugar, en esta sociedad regida por intereses inmediatos, efímeros y cortoplacistas, es difícil involucrar a público, empresas y gobiernos en una tarea cuyos rendimientos llegarán en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones, el próximo ejercicio económico o el próximo Trending Topic. Aún más cuando estos rendimientos no consisten en ningún beneficio añadido, sino solo en que todo se quede como está ahora.

Lo resumo en lo que podríamos llamar el Axioma del Gasolinero, por la sencilla razón de que fue un gasolinero quien me lo enunció el otro día. «Este tiempo es mejor que el frío porque nos ahorramos la calefacción». Incuestionable, por eso es un axioma. Para quienes vivimos en climas templados, la calefacción es uno de los mayores bocados de nuestro gasto invernal. Paradójicamente, el cambio climático tendrá efectos económicos contrapuestos a corto plazo entre unos y otros sectores de las sociedades, y para algunos traerá beneficios inmediatos. Es de suponer que los propietarios de terrazas estarán haciendo caja este noviembre como no se han visto en otra antes.

Para tratar de neutralizar este efecto, autoridades y otras partes implicadas transmiten mensajes dirigidos a la fibra emocional. Por un lado, con simulaciones visuales de los efectos a largo plazo, como las imágenes (las últimas, publicadas esta misma semana) en las que aparecen varias capitales mundiales inundadas. Y por otro lado, con alusiones al sufrimiento que los efectos del cambio climático provocarán a las próximas generaciones.

No creo que nada de ello sirva de mucho. En cuanto a lo primero, no se puede decir que las imágenes causen una conmoción global, como se ha podido comprobar esta semana. Hay quien las encuentra hasta divertidas. Y en cuanto a lo segundo, exigir una responsabilidad sobre consecuencias tan diferidas es algo que no se entiende en la cultura actual. Por no hablar de que, a algunos, el carácter un poquito moñas de ciertos discursos sensibleros sobre nuestros hijos y nietos les genera algo de risa o incluso de rechazo. Será una reacción reprobable, pero limitarse a reprobarla resulta más bien poco práctico.

La segunda razón es que muchos aún no acaban de creerse que el cambio climático vaya a ejercer una influencia real sobre la vida humana y el estado actual de la civilización, sino que lo consideran un problema exclusivamente medioambiental. No a todo el mundo se le puede exigir que le preocupe la conservación de una especie de mariposa del Amazonas. Tanto por esta razón como por la anterior, se requiere un mayor esfuerzo de explicación y comunicación, cuyos resultados solo se manifestarán cuando situaciones como el grotesco tiempo primaveral que tenemos estos días se perciban con al menos una cierta inquietud, y no como un bendito regalo del otoño.

Les dejo aquí este mítico tema de la banda del tristemente desaparecido Joe Strummer, The Clash. En la apocalíptica London Calling, inspirada por el accidente nuclear de la central de Three Mile Island (Pensilvania) en 1979, Strummer cantaba: «No tengo miedo, porque Londres se está inundando y yo vivo junto al río». Resulta curioso que en tiempos de los Clash se creyera que el futuro no existía, se hiciera lo que se hiciera, y que 36 años después sea justo al contrario: hoy la ciudad alegre y confiada da el futuro por hecho, se haga lo que se haga; o aún peor, ni siquiera importa si hay futuro mientras el Whatsapp no se caiga.

El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».