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¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?