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Mezclar ranas y peces de colores, mala idea

Al contrario que aquí, en otras latitudes lo más común es preferir tierra bajo los pies a un ascensor en el centro. Como ejemplo, en Reino Unido el 87% de los hogares tiene jardín, un total de 22,7 millones de viviendas, según un censo de 2008. Lo que nos llevaría, si se quisiera, a preguntarnos si la burbuja del ladrillo no es algo genéticamente programado en los cromosomas del español medio y de lo que, por tanto, nunca nos liberaremos. Pero no parece que se quiera.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

También en las islas británicas, de admirable tradición científica y naturalista, hay más costumbre de dedicar un jardín a algo más que piscina y barbacoa, disponiendo recursos para que el espacio exterior de los hogares sea más una extensión de la naturaleza que del propio recinto urbanizado. Incluso el gobierno destina campañas a ello, algo que aquí desataría carcajadas; pero con casi 23 millones de jardines, es obvio que la suma de estas parcelas comprende una buena parte del entorno natural británico.

De los recursos en los jardines, los más sencillos incluyen comederos/bebederos para pájaros y cajas nido, que prestan refugio a las aves en época de anidación y alimento en las estaciones de escasez. Pero también, asombrosamente, el censo británico registra entre 2,5 y 3,5 millones de estanques. Los espacios acuáticos en los jardines, tanto en Gran Bretaña como aquí, ofrecen casa a un sinfín de especies animales, desde insectos hasta anfibios y reptiles, y esto es especialmente crítico en un país generalmente seco como España.

Todo el que abre un estanque en su jardín suele pasar por la inevitable tentación de los peces de colores para añadir un toque de vida. Tentación que hay que resistir: todo estanque será colonizado tarde o temprano por anfibios como ranas y sapos. Quien quiera un estanque puramente ornamental, con carpas doradas y kois, encontrará de todos modos que las ranas no van a renunciar a una jugosa charca permanente, y en primavera aparecerán los renacuajos. Incluso conviviendo ranas y peces, y a pesar de que estos devoren todo renacuajo que se les cruce por delante, algunos pueden llegar a madurar.

Por tanto, la mejor opción es prescindir de los peces. Los estanques ayudan a mantener las poblaciones de anfibios, que son cada vez más escasas, y manteniendo estos espacios acuáticos lo más salvajes que sea posible prestamos un servicio a la conservación medioambiental. Pero además, hay otra buena razón para no mezclar ranas y peces ornamentales. Según cuenta un estudio publicado este mes en la revista PLOS One, los peces podrían ser un vector de transmisión de la ranavirosis, la enfermedad que está devastando las poblaciones de anfibios en todo el mundo.

Los Ranavirus se identificaron por primera vez hace décadas, pero ha sido en los últimos años cuando la extensión de esta infección, junto con la de un hongo patógeno que produce la quitridiomicosis, ha comenzado a suponer una seria amenaza para las comunidades de anfibios en América, Europa y Asia. En Reino Unido se estima que el virus ha acabado con el 80% de la población de rana bermeja, y está causando estragos en muchos otros países, incluida España. Las ranas infectadas sufren úlceras y hemorragias masivas y a veces pierden alguno de sus miembros antes de morir.

Los investigadores, de la Universidad de Exeter, han examinado los factores asociados a la ranavirosis en los estanques de Reino Unido, a través de los informes de muertes recibidos por la ONG Froglife entre 1992 y 2000. Entre estos factores aparece la presencia de peces exóticos en los estanques.

Ya ha quedado claro que en este blog no se apoyan los estudios basados en correlaciones que no demuestran un vínculo de causa y efecto por vías más convincentes, y este es uno de esos casos. Parece lógico pensar que la vía más probable de contagio del Ranavirus entre las ranas sean las propias ranas, o los sapos que a menudo comparten los mismos hábitats. Pero dado que los Ranavirus también infectan a los peces –de hecho, se cree que proceden de ellos–, es posible que estos puedan actuar como reservorios del virus. Una prueba a favor es que las ranas, por mucho que salten, difícilmente pueden salvar un océano; la vía más probable de expansión del virus de unos continentes a otros es el comercio de animales exóticos.

De la variedad de factores que los investigadores han relacionado con la incidencia del virus, han insistido en la presencia de los peces como factor de riesgo. Los autores del estudio apuntan que los peces no solo pueden amplificar la población viral, sino que además inducen en las ranas un patrón hormonal de estrés que debilita su sistema inmunitario. Los productos de jardinería y de cuidado de los estanques también pueden afectar a la capacidad de las ranas para responder a la infección.

Y aunque los humildes anfibios casi siempre pasen inadvertidos frente a estrellas de la conservación como las ballenas o los osos panda, de la magnitud de esta amenaza da cuenta la frase con la que los científicos abren su trabajo: «Los anfibios son el grupo taxonómico en mayor riesgo del planeta, con un tercio de especies actualmente clasificadas como amenazadas».

Una rana demuestra por qué los animales saltaron del agua a la tierra

Lo hemos visto representado muchas veces; los que ya nos hemos comido más de la mitad del pastel recordamos la cabecera de aquella serie de dibujos animados, Érase una vez el hombre, en la que se mostraba ese momento evolutivo crucial en la historia de la vida en la Tierra, hace tal vez unos 400 millones de años, cuando algo parecido a un pez de robustas aletas salió del agua para aventurarse por primera vez a la vida en territorio seco. De ese tetrápodo basal de vida anfibia, con sus cuatro extremidades, hemos descendido todos los vertebrados terrestres.

Aunque no conozcamos a este animal, y tal vez nunca lleguemos a conocerlo, sí hemos llegado a descubrir a alguno de sus parientes cercanos. En 2006, la revista Nature nos presentó al Tiktaalik, un pez sarcopterigio o de aletas lobuladas –el grupo del que derivan los tetrápodos– que vivió hace 375 millones de años y que ya parecía estar pensándose lo de la vida terrestre: en sus aletas delanteras se insinuaban dedos, muñecas y hombros; tenía cuello, y probablemente pulmones primitivos comunicados con el exterior por espiráculos, como las ballenas, que le permitían respirar aire cuando sus branquias fallaban en las aguas someras pobres en oxígeno. Nuevas pistas sobre el Tiktaalik aparecieron el pasado año, cuando por fin se recuperó un fósil de sus extremidades posteriores y pudo comprobarse que también poseía una pelvis y unas caderas fuertes para sostener sus cuartos traseros.

Una pista sobre cómo ocurrió esta transición del agua a la tierra nos la dan algunos peces actuales que son capaces de desenvolverse en ambos medios. En agosto de 2014 otro estudio, también en Nature, describía casi un experimento de evolución en vivo y en directo. Un equipo de investigadores canadienses crió dos grupos de bichires de Senegal (Polypterus senegalus), un pez africano de agua dulce que posee pulmones primitivos y que tanto puede nadar como impulsarse sobre el suelo con sus aletas. Uno de los dos grupos fue criado durante ocho meses en tierra y el otro en el agua. Cuando los primeros alcanzaron la edad adulta, los científicos descubrieron que caminaban mucho mejor que sus congéneres acostumbrados al agua. Es más; los bichires criados en tierra mostraban un esqueleto y una musculatura mejor adaptados a la vida terrestre que los de sus primos acuáticos.

Una nota al margen: algún lector con formación en biología tal vez esté pensando que el experimento se arroja de cabeza al lamarckismo. Por no caer en demasiada digresión, recordaré brevemente que, en la evolución darwiniana, las jirafas de cuello largo sobrevivieron porque alcanzaban las hojas más altas, mientras que en la evolución lamarckiana las jirafas estiraban el cuello para alcanzar las hojas más altas y transmitían este estiramiento a sus crías. Pero a quien esté pensando en esta objeción, seguro que también le resultará familiar el concepto de plasticidad fenotípica, según el cual un repertorio genético puede originar distintos fenotipos que se refuerzan en función de las condiciones ambientales. Y quizá este sea el caso de los bichires; de hecho, los autores del estudio defendían que esta plasticidad pudo ser la clave para que los primeros tetrápodos anfibios dieran el salto a tierra. Después de todo, Lamarck no estaba tan equivocado (más detalles aquí).

Pero si el experimento de los bichires nos muestra cómo se produjo este pequeño paso para un pez, pero gran salto para los vertebrados, en cambio no nos explica por qué. ¿Qué necesidad teníamos aquellos organismos, bien adaptados a nuestra vida acuática, de complicarnos la vida en un medio donde cuesta mucho más transportar nuestro propio peso y por tanto perseguir a nuestras presas o escapar de nuestros depredadores, y aún más, donde es necesario practicar el engorroso ejercicio de depositar el esperma directamente en el interior de la hembra para reproducirnos? (Entiéndase el engorro desde el punto de vista evolutivo y metiéndonos en la piel de un feliz tetrápodo basal).

La respuesta es obvia: ahí fuera había todo un mundo de posibilidades y recursos sin explotar. La competencia en el agua era feroz; sin embargo, en tierra había toda clase de plantas y ricos insectos por aprovechar. Pero siendo una explicación ecológicamente satisfactoria, puede parecer demasiado generalista o, si se quiere, incluso teleológica; es decir, que asume una causa final. Para encontrar un motivo más directo por el que la opción terrestre resulte ventajosa para un organismo, hay que pensar en términos más inmediatos. Y ahora, dos investigadores de EE. UU. podrían haber encontrado algo que encaja.

Un ejemplar de la rana 'Dendropsophus ebraccatus' en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Un ejemplar de la rana ‘Dendropsophus ebraccatus’ en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Justin Touchon, del Vassar College, y Julie Worley, de la Universidad Estatal de Portland, han estudiado un animalito peculiar. Se trata de una rana tropical de Centroamérica y el norte de Suramérica que responde al nombre científico de Dendropsophus ebraccatus y que tiene una particularidad única entre todos los vertebrados: es capaz de poner sus huevos en el agua o fuera de ella, siempre que encuentre una hoja húmeda y sombreada. Los investigadores examinaron qué condiciones mueven a la rana a elegir un lugar u otro para la puesta. En el agua, los huevos de la ranita sufren el acoso de depredadores como los peces, mientras que la desecación es el mayor riesgo en tierra.

Según el estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, siempre que hay riesgo de desecación las ranas eligen poner sus huevos en el agua. Pero también son capaces de detectar cuándo hay peces en el hábitat, y en este caso eligen la puesta en tierra incluso cuando hay peligro de desecación. Los investigadores apuntan que los renacuajos se desarrollan más rápidamente en el agua; es decir, que dejar los huevos en tierra tiene un cierto coste. Pero para la rana, esta opción ofrece mayores posibilidades de éxito reproductivo frente a los depredadores.

Para Touchon y Worley, sus observaciones revelan una motivación que pudo justificar el uso mixto de ambos hábitats, agua y tierra, por parte de los primeros anfibios. «Esto proporciona, hasta donde sabemos, la primera prueba experimental de que el riesgo de depredación acuática influye en la oviposición no acuática y apoya fuertemente la hipótesis de que impulsó la evolución de la reproducción terrestre», escriben.