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¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

¿Cómo ‘ven’ los animales el campo magnético terrestre?

Con todo lo listos y complejos que somos los humanos, solemos andar algo perdidos cuando se trata de capacidades que escapan a la experiencia de nuestra especie, pero que para otros organismos más simples son pan comido. Dado que aún no podemos comunicarnos con otras especies (pero no lo descarten), no pueden contárnoslo, y así nos resulta difícil describir, y no digamos comprender, cómo las feromonas guían a un macho hasta una hembra en celo, cómo las plantas se advierten unas a otras de un peligro, o cómo los animales con camuflaje activo adaptan los colores, los patrones y las texturas de su cuerpo para parecerse a lo que tienen alrededor.

Imagen digital del documental 'Winged Migration' (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Imagen digital del documental ‘Winged Migration’ (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Algunas de estas capacidades no humanas las estamos descubriendo poco a poco, a veces casi por casualidad, o al menos gracias a que en ocasiones nos damos cuenta de su existencia a través de observaciones anecdóticas. Un ejemplo es el magnetismo. Todo niño humano aprende rápidamente que un campo magnético es invisible; no hay nada que podamos ver y que sea responsable de que esa pequeña figurita del Big Ben se quede pegada a la puerta de la nevera sin caerse. Pero si alguna vez sus hijos le preguntan por qué, no tema: en este caso podrá responderles con tranquilidad que ni siquiera los científicos lo saben.

Bien, esto no es del todo cierto. El magnetismo es algo perfectamente descrito y conocido. Pero en todo aquello que llamamos «acción a distancia», sin que medie ninguna interacción física, ya podemos parir ecuaciones para explicarlo y predecirlo, pero nunca llegaremos a interiorizar cómo se produce. Sucede también con la gravedad o con un fenómeno físico llamado entrelazamiento cuántico, por el cual dos partículas separadas pueden estar sincronizadas en sus propiedades de modo que una cambia en función de lo que le suceda a la otra, sin que sepamos cómo lo logran. Incluso Einstein lo puso en duda llamándolo «spooky action at a distance«, con un adjetivo que viene a significar algo raro y asombroso que asusta un poco. Pero el hecho es que ocurre.

En el caso del magnetismo, nuestra sensación como humanos podría ser esa que uno tiene cuando todos los demás hablan de una fiesta a la que no nos han invitado, porque el progreso de la investigación nos está revelando cada vez más casos de animales que son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, eso que para nosotros es completamente invisible y para lo cual tuvimos que inventar la brújula. Desde hace tiempo sabemos que el magnetismo terrestre guía las largas migraciones de las aves o las mariposas, pero a lo largo de los años se ha descrito la orientación magnética en animales tan dispares como abejas, termitas, ratones, bacterias, ratas topo, langostas, peces, tortugas marinas, lobos y murciélagos. Es decir, casi todos, ¿menos nosotros?

Es más: hace unos años se suscitó un interesante debate científico a raíz de un estudio según el cual las vacas y los ciervos preferían alinearse con el campo magnético terrestre norte-sur, algo que no sucedía donde había fuertes interferencias electromagnéticas locales, como líneas de alta tensión. El debate surgió cuando otros estudios no lograron reproducir estos resultados. Pero es que en 2013, un grupo de investigadores checos y alemanes describió que los perros tienden a orinar y defecar según las líneas magnéticas norte-sur. Según el estudio publicado en la revista Frontiers in Zoology, «los perros prefieren excretar con el cuerpo alineado a lo largo del eje norte-sur en condiciones de campo magnético calmado. Este comportamiento direccional se anula con campo magnético inestable». Los científicos añadían que esto explicaba el porqué de tanta vuelta antes de ponerse a ello. Y desde aquí pido a los propietarios de perros una contribución a la ciencia ciudadana: que saquen a pasear a sus animales brújula en mano y que informen de sus observaciones.

Pero entremos en materia: ¿cómo lo hacen todos ellos? El año pasado expliqué aquí una hipótesis según la cual las aves literalmente podrían ver el campo magnético en forma de líneas azules en el aire, gracias a un efecto cuántico en moléculas de su retina sensibles a la luz de este color. En 2012, dos investigadores de EE. UU. descubrieron neuronas en el cerebro de las palomas que registran la dirección y la fuerza del campo magnético. Estas neuronas serían las responsables de recoger la información detectada por algún órgano sensor del magnetismo, y de entregarla a su vez a alguna estructura cerebral encargada de construir un mapa. En cuanto a lo primero, tenemos la hipótesis de la retina, pero también hay indicios de que el oído interno podría tener algo que decir. Y en cuanto a lo segundo, algunos científicos proponen que podría tratarse del hipocampo, la región cerebral donde se ha ubicado la memoria de localización.

Ilustración de la 'antena magnética' descubierta en el gusano 'C. elegans'. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ilustración de la ‘antena magnética’ descubierta en el gusano ‘C. elegans’. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ahora, lo nuevo: esta semana, un equipo de investigadores de la Universidad de Texas en Austin y la Universidad Estatal de Illinois (EE. UU.) ha publicado un estudio en la revista eLife que descubre la existencia de una especie de antena magnética en un minúsculo gusano nematodo del suelo llamado Caenorhabditis elegans, un animal muy utilizado como modelo de laboratorio. Los científicos observaron algo enormemente curioso: mientras que los gusanos nacidos en Texas excavan hacia abajo en vertical en busca de alimento, los procedentes de otros lugares del planeta, como Inglaterra, Hawái o Australia, lo hacen en un ángulo respecto al campo magnético que corresponde precisamente a lo que sería hacia abajo si estuvieran en sus países de origen. En concreto, los gusanos australianos emigran hacia arriba.

Sorprendidos por este peculiar fenómeno, los investigadores situaron a los gusanos en un campo magnético artificial orientable a voluntad, comprobando entonces que cambiaban la dirección de su movimiento en consonancia. Y descubrieron además que todo esto no sucede en gusanos que llevan alteradas unas neuronas especializadas llamadas AFD, que los C. elegans emplean para detectar la temperatura y los niveles de dióxido de carbono. Así, los científicos han podido comprobar que estas neuronas se activan en respuesta al campo magnético. Según el codirector del estudio, Jonathan Pierce-Shimomura, esto supone el descubrimiento de la primera neurona magnetosensible, y eso que hasta ahora ni siquiera se sabía que los C. elegans fueran capaces de orientarse por el campo magnético. «Hay posibilidades de que otros animales más monos [sic: cuter], como mariposas y aves, empleen las mismas moléculas», ha dicho el investigador.

Así, ya conocemos algo más de cómo algunos animales ven, o sienten, el campo magnético. Y una vez más, ¿los humanos no hemos sido invitados a esta fiesta? No lo den por hecho: en 2011, un intrigante estudio publicado en Nature reveló que una proteína de la retina humana es capaz de guiar la orientación magnética de las moscas cuando se les elimina la suya y se reemplaza por la nuestra. Y esta molécula, llamada criptocromo, es precisamente la versión humana de la que he mencionado más arriba para los pájaros. Es evidente que nosotros no vemos líneas azules en el aire (yo, al menos); pero algunos experimentos controvertidos sugieren que incluso los humanos tenemos una cierta sensibilidad al campo magnético terrestre. En 2014 la investigadora Sabine Begall, de la Universidad de Duisburgo-Essen (Alemania), coautora de los estudios que descubrieron la supuesta capacidad de orientación magnética en vacas y perros, decía lo siguiente en un podcast para NPR News:

Después de publicar nuestro primer estudio sobre el ganado –en 2008– recibimos un montón de llamadas de gente de todo el mundo. Y decían, oye, yo también puedo detectar el campo magnético. Y al principio yo pensaba, bah, no puedo creérmelo. Pero sabes, entre ellos había hasta un ganador del premio Nobel. Y entonces dije, ¿eh?, tal vez hay algo en la historia de que las personas pueden detectar el campo magnético.

Por si fuera poco, desde el año 2000 sabemos también que los taxistas londinenses con un mejor conocimiento del mapa de su ciudad tienen agrandado el hipocampo (otro estudio lo confirmó en 2011), esa región del cerebro en la que almacenamos los mapas mentales y en la que, algunos creen, podría integrarse la orientación magnética de las aves. Y al fin y al cabo, todos los invitados a la fiesta, desde el gusano C. elegans hasta los perros, comparten algún ancestro común que es también nuestro. ¿Acaso los humanos hemos olvidado esta capacidad?

Las ratas vuelven a demostrar que son buenas personas

Ratas y humanos hemos estado juntos durante tiempos inmemoriales, y seguiremos estándolo. No son palabras de un humano, sino de una rata. Una de ficción, claro: Remy, el protagonista de Ratatouille. El DVD de la película de Disney Pixar incluye un corto titulado Tu amiga la rata, en el que Remy y su hermano Emile exponen un alegato para redimir a las ratas de su clásico sambenito de alimañas indeseables, contando al mismo tiempo la historia de la tensa y larga relación entre sus especies y la nuestra. Divertido y divulgativo; si están en edad de criar y tienen el DVD en casa, no se lo pierdan.

Póster del corto 'Tu amiga la rata'. Imagen de Disney Pixar.

Póster del corto ‘Tu amiga la rata’. Imagen de Disney Pixar.

Lo cierto es que las ratas no suelen ganar el premio a la simpatía entre los de nuestra especie. Casi es innecesario enumerar los motivos, pero es evidente que son los animales menos apreciados de entre toda la fauna urbana, al menos de la visible. Si las palomas invaden un parque, se les da pan. Si son las ratas, se les da veneno. Es probable que una buena parte de la infamia de estos roedores proceda de la peste negra del siglo XIV; aunque, como bien explican Remy y Emile, no fueron ellas, sino sus pulgas, quienes transmitieron el agente de la enfermedad. Y según añadía en un artículo la antropóloga Birgitta Edelman, «la información de que los perros y los gatos pueden portar estas pulgas infestadas, y de que los gatos pueden llevar ellos mismos la bacteria, se ha extendido mucho más lentamente entre el público».

De hecho, un estudio que comenté aquí el año pasado mostraba que las ratas de Nueva York están más limpias de lo que cabría suponer. De 133 ejemplares capturados y analizados, uno de cada diez estaba completamente libre de patógenos, y casi un tercio no llevaba ninguna bacteria peligrosa. Lo cual no implica que sea sensato acariciar a cualquier rata que uno se encuentre en su ciudad; en la última secuencia del corto de Pixar, corre por la pantalla una advertencia sobre el peligro de interactuar con estos animales, que Emile intenta censurar apartándolo de la pantalla y arrojándose de panza sobre las líneas de texto.

Tampoco es necesario mencionar que gran parte de la medicina actual no existiría sin la contribución forzosa de estos sufridos animales que han servido como modelos de experimentación mayoritarios junto con sus primos más pequeños, los ratones. Por desgracia, aún no hemos desarrollado la tecnología suficiente como para prescindir de los animales de laboratorio. Y en contra de lo que algunos creen, aún estamos muy lejos de ello.

Un clásico en la experimentación con ratas es el laberinto. El aprendizaje, la memoria y las funciones cognitivas nos han revelado sus secretos gracias a la enorme habilidad de las ratas resolviendo intrincadas redes de pasadizos, una capacidad entrenada a fuerza de evolución en un animal acostumbrado a reptar por madrigueras subterráneas. Pero en los últimos años, el estudio más detallado del comportamiento de las ratas ha permitido descubrir un insospechado rasgo de su conducta.

Hace poco más de un par de semanas resumí aquí los experimentos anteriores que han desvelado los comportamientos prosociales de las ratas. Hoy cuento otro nuevo. Investigadores del Centro Champalimaud para lo Desconocido (un instituto biomédico en Lisboa), dirigidos por Cristina Márquez y Marta Moita, prepararon un dispositivo en el que una rata podía elegir entre dos compuertas: o bien una que solo le ofrecía comida a ella misma, u otra que dispensaba alimento tanto a ella como a una compañera. Es decir, la rata encargada de la elección obtenía una recompensa idéntica en cualquiera de los dos casos.

El resultado del experimento, publicado en la revista Current Biology, es contundente: en el 70% de los casos, las ratas eligen la opción prosocial, es decir, la que también beneficia a su compañera. De los 15 animales que han participado en el ensayo, curiosamente solo uno se ha empecinado en escoger una y otra vez la opción egoísta. Los datos están en consonancia con experimentos previos, por lo que no resultan del todo sorprendentes. Quizá lo más novedoso en este caso es que las ratas puestas a prueba solo se decantan por la elección del mutuo beneficio cuando el segundo animal, el que espera al otro lado, señala específicamente cuál de las dos compuertas prefiere que su compañera abra. Según los científicos, una equivalencia podemos encontrarla en el comportamiento humano: si no pides ayuda, el otro no sabe que la necesitas.

Los investigadores añadieron una variación más, en la que se entrenaba a la segunda rata para señalar una de las compuertas pero en la que la apertura de cualquiera de las dos dispensaba comida a ambas. Y en este caso, la primera rata abría una u otra indistintamente; es decir, que no estaba condicionada por la preferencia de su compañera, sino que solo actuaba guiada por el propósito de que ambas obtuvieran la comida.

Regresando al corto de Pixar, es evidente que nuestro sesgo antropomórfico debe quedar confinado a los dibujos animados. La tarea de etólogos y psicobiólogos es definir, explicar y poner nombre a estos comportamientos. Los autores del estudio lo describen como comportamiento prosocial, a diferencia del altruismo, en el que el bien ajeno se busca incluso a costa del propio (por ejemplo, cuando alguien dona un riñón en vida). Pero otros experimentos anteriores con ratas en los que, a diferencia de este caso, se introducían condiciones de estrés, han demostrado que estos animales también son capaces de ayudar a otros superando su reacción fisiológica normal de miedo, que es quedarse paralizados y no actuar. Dado que una respuesta activa en estos casos equivale a despreciar un posible riesgo, algunos verían aquí algo parecido al altruismo.

En cualquier caso, y nombres aparte, lo que queda claro es que Remy y Emile tienen razón: deberíamos evitar que el nombre común de su especie designe lo peor del ser humano, cuando estos animales nos están demostrando una y otra vez que poseen alguno de esos rasgos que tradicionalmente hemos asociado a lo que hace a alguien digno de llamarse persona.

Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

A ver si aprendemos empatía de las ratas

No es mi estilo ir hisopando moralina por el mundo, pero es difícil ignorar las lecciones que últimamente nos vienen dando ciertos animalitos tradicionalmente desdeñados por nuestra especie. Cuando equiparamos a las personas tacañas o despreciables con las ratas, el diccionario está de acuerdo, pero no la realidad: varios experimentos de comportamiento animal nos están demostrando que las ratas son mejores personas que las personas.

Dos ratas albinas en una jaula. Imagen de Nobuya Sato / Animal Cognition.

Dos ratas albinas en una jaula. Imagen de Nobuya Sato / Animal Cognition.

El hecho de que muchos animales responden a las emociones de otros no es una sorpresa. Pero sí lo es, desde hace unos años, el grado en el que algunos pueden llegar a mostrar comportamientos que antes creíamos reservados al ser humano y otros primates. En 2011, un estudio publicado en Science revelaba que a las ratas les importaba el sufrimiento de sus congéneres: cuando se situaba a un animal libre junto a otro encerrado, el primero liberaba al segundo una vez que aprendía a accionar el mecanismo. En cambio, cuando el recinto cerrado estaba vacío o contenía un objeto, las ratas no lo abrían. Es más; si junto al animal preso se situaba otra celda idéntica con chocolate, el roedor libre también ayudaba a su compañero, y luego entre ambos se repartían la comida.

Experimentos anteriores ya habían descubierto que las ratas eran capaces de contagiarse las emociones. Es decir, que un animal adopta reacciones de miedo o dolor cuando observa a otro sufriendo. Pero para los investigadores de la Universidad de Chicago (EE. UU.), dirigidos por la neurobióloga Peggy Mason, fue toda una sorpresa descubrir esta conducta de ayuda, ya que conlleva la necesidad de que las ratas superen su respuesta natural de quedarse paralizadas. Estamos acostumbrados a pensar que el instinto de conservación prima en el comportamiento de los animales; pero en este caso, la rata ignora las posibles consecuencias de sus actos cuando acude a socorrer a su congénere, actuando de manera diferente a como lo haría en una situación de peligro.

Con todo, los científicos reconocían que sus experimentos no permitían desentrañar en profundidad las motivaciones de las ratas. Desde nuestra tendencia a antropomorfizar a los animales y sus comportamientos, es inmediato emplear palabras como empatía, altruismo o compasión. Pero fuera del mundo de los dibujos animados, los científicos buscan una explicación fisiológica a esta conducta. Podría ser, arguyen, que el gesto de auxilio sea una manera de aliviar la propia angustia que el animal sufre debido a su contagio emocional, y que tal vez exista un mecanismo mediado por feromonas. Pero los investigadores tampoco descartan la posibilidad de que haya una verdadera motivación de ayudar. O quizá sea una mezcla de ambas cosas.

Para seguir indagando en esta conducta de las ratas y en sus motivaciones, Mason y sus colaboradores ampliaron sus experimentos con el fin de esclarecer qué tipo de vínculos son capaces de desencadenar la respuesta de ayuda. Según un estudio publicado en enero de 2014 en la revista eLife, los roedores socorren tanto a los compañeros de jaula como a los extraños, pero, en principio, siempre que sean de la misma cepa. Las ratas de laboratorio se diferencian de las salvajes en que pertenecen a líneas puras, obtenidas por cruces sucesivos a lo largo del tiempo hasta que se establece lo que se conoce como un background o fondo genético conocido y controlado. Dos cepas distintas pueden tener aspecto diferente; por ejemplo, en el experimento se emplearon ratas albinas y otras blancas y negras.

Las investigadoras de la Universidad de Chicago Peggy Mason (derecha) e Inbal Bartal observan a una rata que se dispone a liberar a otra. Imagen de Kevin Jiang.

Las investigadoras de la Universidad de Chicago Peggy Mason (derecha) e Inbal Bartal observan a una rata que se dispone a liberar a otra. Imagen de Kevin Jiang.

Pero aún más sorprendente es que, incluso cuando se trata de extraños de otra cepa diferente, la ayuda también aparece si esas ratas de distinta raza previamente han compartido jaula. Y cuando esto ocurre, los roedores también prestarán auxilio a otros extraños de la cepa con la que previamente se han familiarizado. En cambio, las ratas criadas desde pequeñas con miembros de otra cepa diferente de la suya no asistirán a los de su propia línea, a menos que se les haya habituado antes. Con todo esto, los investigadores concluían que el comportamiento prosocial no depende de la identidad genética, sino de la familiaridad social.

Con ocasión del nuevo estudio, la propia Mason no pudo evitar hacer una extrapolación de sus resultados: «La exposición y la interacción con distintos tipos de individuos las motiva para actuar bien con otras que pueden o no parecerse a ellas. Pienso que estos resultados tienen mucho que decir sobre la sociedad humana». Como conclusión de sus experimentos, Mason sospecha que la motivación de las ratas no es otra que «una versión de la empatía en roedores».

Ahora, otro nuevo experimento viene a reforzar las conclusiones de Mason. En este caso, investigadores de la Universidad Kwansei Gakuin de Japón han sometido a las ratas a un entorno de estrés: una piscina. Los científicos construyeron un recinto con dos compartimentos, uno seco y otro con un cierto volumen de agua que obligaba a los roedores a nadar. Al situar a un animal en cada uno de los dos habitáculos, los investigadores han descubierto que la rata en tierra seca abre la compuerta para permitir que su compañera escape del agua, y que el auxilio es más rápido cuando el propio roedor salvavidas ha sufrido antes la experiencia de la piscina en sus propias carnes. En cambio, la rata no abre la compuerta si no existe otro animal en peligro.

En otro experimento, el recinto contenía tres habitáculos; a un lado, la piscina; en el centro, el recinto seco; y en el extremo contrario, un compartimento con chocolate, accesible por una compuerta idéntica a la que conducía a la piscina. En la mayoría de los casos, escriben los investigadores en su estudio publicado en Animal Cognition, la rata elige socorrer a su compañera antes que acceder a la comida. Para el director del estudio, Nobuya Sato, sus resultados «sugieren que las ratas pueden mostrar un comportamiento prosocial, y que las ratas que ayudan pueden estar motivadas por sentimientos similares a la empatía hacia sus compañeros en apuros».

Después de todo lo anterior, y como comparación ilustrativa, no puedo evitar terminar con este vídeo. No tiene nada que ver con las ratas, pero sí mucho con la humanidad de los humanos. Se trata de un experimento social en el que se colocó en la calle a un chico en camiseta, aterido de frío en pleno invierno neoyorquino a -15 grados centígrados. Si quieren saber qué sucedió, no se pierdan la grabación completa. Verdaderamente, en algún momento de nuestro proceso evolutivo hemos perdido la compasión, la empatía y la solidaridad que distinguen a las ratas de nosotros, y no al revés.

¿Por qué los flamencos descansan sobre una pata? (extremidad, no la mujer del pato)

Ayer presenté aquí un vídeo de nueva aparición sobre el que es hasta ahora el único flamenco negro conocido, si es que los dos avistamientos registrados corresponden realmente a un mismo ejemplar. El fenómeno sería llamativo para cualquier ojo no iniciado en el culto a las aves, pero se convierte casi en un Expediente X teniendo en cuenta que los flamencos forman un orden propio en el que todas las especies tienen una coloración similar, blanco o crema pálido transformado en rosa por los pigmentos de su dieta. El melanismo no es algo desconocido en las aves, al igual que en otros grupos animales; pero tratándose de un orden cuyos miembros visten de uniforme, resulta tan raro como un cocodrilo albino (que también existió y fue conocido como Michael Jackson; ¿tal vez al flamenco negro podríamos denominarlo Morenito de Chipre?).

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

A la espera de saber si tendremos nuevas noticias del elegante y misterioso flamenco, ayer dejé por cubrir una faceta de estas aves que suele causar sorpresa. Se trata de una de esas curiosidades en las que nadie suele pensar a lo largo de su vida diaria, salvo un puñado de biólogos locos y cualquier padre o madre a quienes su hijo les asalte de pronto con la pregunta: Papá/mamá, ¿por qué los flamencos están de pie sobre una sola pata? Y los niños deben llegar a una cierta edad para entender la diferencia entre «no lo sé» y «los científicos no lo saben». Antes de esa edad, ambas frases significan lo mismo: papá/mamá no lo sabe.

La postura no es exclusiva de estas especies, sino que está bastante extendida entre las aves; pero suele notarse más en el caso de los flamencos, quizá por su tendencia a formar grandes bandadas. Quiero adelantarme aquí a la respuesta más habitual: porque si levantaran las dos, se caerían al suelo. Pero lo cierto es que tras los comportamientos de los animales hay explicaciones fisiológicas con referencias a millones de años de evolución.

Descansar sobre una extremidad no parece una elección obvia cuando se tienen dos y el peso puede repartirse entre ambas; menos aún cuando cada una de ellas es tan aparentemente endeble como la de un flamenco. Sin embargo, todo el que se haya visto forzado a permanecer de pie durante largo rato habrá descubierto que a menudo tendemos a cargar alternativamente el peso en una de las piernas mientras dejamos que la otra descanse. Es más, en ciertas regiones del mundo hay cierta costumbre de adoptar la pata coja como posición de descanso. Es clásico el ejemplo de los maasais de Kenya y Tanzania, cuya estampa más típica es sobre una sola pierna, mientras la otra permanece cruzada o con el pie apoyado en la rodilla. Y he tenido que llegar a los flamencos para caer en la cuenta de que nunca se me ha ocurrido preguntarle a un maasai por qué lo hacen, cosa que haré en la primera próxima ocasión.

Las aves tienen, además, sistemas de reposo facilitados por la evolución. Al menos algunas especies poseen un sistema de tendones que automáticamente cierra los dedos cuando las patas se flexionan, lo que les permite dormir en una rama sin caer al suelo. También suele asumirse que ciertas aves como los flamencos poseerían un mecanismo que ancla la articulación del tobillo (la que tienen a la altura de nuestra rodilla; su rodilla está más arriba y suele quedar oculta bajo el cuerpo) de modo que no hay esfuerzo cuando descansan erguidos sobre sus patas estiradas, lo que facilitaría emplear solo una de ellas. Aunque debo decir que, exceptuando algunas referencias antiguas, no he encontrado literatura científica reciente que confirme esta hipótesis.

En cuanto a las razones, tradicionalmente se pensaba en una explicación que encajaría con nuestra propia experiencia de descansar a la pata coja: si de repente se tercia la huida, tener una pata fresca permitirá hacerlo con mayor rapidez. En 2009, dos investigadores de la Universidad de Saint Joseph en Filadelfia (EE. UU.) decidieron poner a prueba esta hipótesis, cronometrando los tiempos de respuesta de los flamencos cuando descansaban sobre una pata o sobre las dos. Y descubrieron que era más bien al revés de lo sugerido: los que se sostenían sobre ambas patas emprendían la huida con mayor rapidez. Hipótesis rebatida.

Por el contrario, los científicos sí encontraron indicios que respaldan la segunda de las principales teorías sobre la pata única: termorregulación. Es un dato contrastado que perdemos el calor corporal más rápidamente en contacto con el agua; algunas estimaciones hablan hasta de 25 veces más deprisa. O, dicho de otra manera y a grandes rasgos, con solo un 4% de nuestra superficie corporal sumergida en agua perderíamos tanto calor por esa parte como por el resto del cuerpo, a igualdad de temperaturas de aire y agua. En el caso de los flamencos, sus pies poseen una gran superficie, por lo que, al menos presumiblemente, tener solo uno de ellos en el agua podría ahorrar una buena parte de la pérdida de calor.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

En su estudio, publicado en la revista Zoo Biology, los investigadores demostraron «una relación negativa entre la temperatura y el porcentaje de aves observadas descansando sobre una pata, de modo que el descanso sobre una pata se reduce al aumentar la temperatura». También comprobaron que «aunque los flamencos prefieren descansar sobre una pata que sobre dos sin importar la ubicación, el porcentaje de aves descansando sobre una pata es significativamente mayor entre las aves que están en el agua que en las que están en tierra».

Es decir, que sí parece haber una mayor tendencia al uso de una sola pata en el agua, sobre todo si está fría. Esto es algo que al menos permite contestar a las preguntas de los niños de manera que lo entiendan: cuando vamos a probar cómo está el agua, metemos solo un pie, no los dos. Y si está fresquita, no metemos el otro. En el caso de los flamencos, otras teorías aún no han sido probadas; por ejemplo, hay quien dice que el tener una pata plegada reduce el esfuerzo del corazón para traer la sangre de vuelta desde allí abajo. También se ha propuesto que la pata única ayudaría al camuflaje, sobre todo cuando las aves descansan con el cuello encogido y la cabeza oculta entre el plumaje, lo que les da el aspecto de un curioso arbusto rosa. Y no falta quien piensa que tal vez la razón está en que los flamencos duermen con medio cerebro y por tanto con una pata sí y otra no; esta habilidad de mantener la mitad del cerebro activa durante el sueño se ha demostrado en otros animales, como algunos cetáceos, leones marinos y ciertas aves.

En resumen, casos como el del flamenco, con toda su evidente intrascendencia, ilustran uno de los aspectos más bonitos de la ciencia: entender por qué la naturaleza hace las cosas que hace. Y poder explicárselo a nuestros hijos sin tener que buscarlo nerviosamente en el móvil a escondidas.

Kenya o la lucha por la supervivencia

He tratado en este blog el desastre de los Alpes cincelando sus facetas relacionadas con la ciencia y la tecnología, que en otros medios se han encarado de forma confusa e incompleta sin las voces de los especialistas más relevantes, los que ya eran expertos en casos como el de Germanwings antes de que ocurriera el caso de Germanwings. Ahora, en estos días de vacaciones nos ha sacudido otra tragedia de similar coste en vidas humanas pero que no ha recibido una atención tan intensa por parte de los medios nacionales, ni la suficiente cobertura in situ, más allá del paracaidismo habitual cuando acaece una noticia de gran impacto en un continente siempre olvidado por la prensa hispanohablante.

La matanza de Garissa me ha causado especial dolor porque Kenya es mi lugar elegido en el mundo, el país al que llevo viajando más de 20 años y que ha ocupado y seguirá ocupando una buena parte de mis intereses, actividades, lecturas, escritos y novelas. Pero salvo constatar la conmoción que me ha producido esta nueva masacre terrorista, sumada a las que en Kenya ya habían dejado más de 200 muertos en el último par de años, no hay nada sobre el suceso que pueda encontrar hueco en un blog de ciencia. Simplemente, desde aquí, quiero enviar a los familiares mi pole sana.

Kenya –siempre con y griega, a pesar de la RAE; no tiene mucho sentido hacer una absurda adaptación ortográfica que deforma la pronunciación nativa: si nos atenemos a una transcripción fonética, deberíamos escribir «Keña», o incluso «Kiña», como decían los británicos que lo bautizaron– es un maravilloso país donde el terrorismo está cargando un impuesto sumado a las muertes de inocentes: cada nuevo tiro y cada nueva bomba son heridas de muerte en el sector turístico, del que depende la supervivencia de muchos kenyanos. Cada bala disparada rebota para cobrarse también las vidas de aquellos que pierden su medio de subsistencia con las cancelaciones de reservas y las advertencias consulares. Y claro está, los terroristas lo saben y lo buscan.

Si acaso, la única relación del atentado de Garissa con la ciencia es que estos actos de terrorismo vienen perpetrados precisamente por quienes más alejados están de la razón y el conocimiento, los que quieren devolvernos a eras oscuras en las que se mataba y se moría en nombre de las religiones. Pero aunque el del terrorismo es un azote reciente, no es la única amenaza que pesa sobre la industria turística kenyana y, por tanto, sobre su economía. Además de otras lacras como la violencia tribal y la corrupción, Kenya lleva décadas persiguiendo un compromiso entre conservación y desarrollo que no es fácil modelar.

Los visitantes extranjeros acuden a las sabanas en busca de los espacios químicamente puros y de la fauna que en ellos merodea en libertad. Pero mantener la virginidad de los paisajes y respetar los ciclos naturales de sus habitantes no humanos crea perpetuos confictos con los residentes humanos, cuyos derechos son tan ancestrales como los de cualquier otra especie allí presente desde hace generaciones. Las tribus que se dedican al pastoreo, como los maasais, alimentan y abrevan su ganado ilegalmente en parajes que caen dentro de las fronteras de los parques nacionales, mientras las autoridades silban y miran hacia otro lado. Alrededor de los espacios protegidos, sobre todo en la reserva de Masai Mara, proliferan los asentamientos irregulares atraídos por el brillo del dinero de los turistas, y con ellos llegan la basura y la degradación medioambiental. Las comunidades nativas con derechos de explotación turística sobre las fincas colindantes con los parques engrosan sus negocios al margen de la ley, inundando los ecosistemas de turistas ávidos de experiencia africana que están reduciendo cada vez más los espacios vitales de la fauna. Muchos expertos vaticinan para este siglo una Kenya sembrada y asfaltada, cuyas vastas manadas de herbívoros salvajes seguirán el mismo destino que los 65 millones de bisontes que solían rumiar su libertad en las praderas de Norteamérica.

El embrollo del conflicto entre humanos y animales salvajes se manifiesta a diario en las pequeñas granjas, o shambas, que pueblan las fértiles Tierras Altas del centro de Kenya. La fauna que sobrevive en esta región densamente poblada sabe que los dominios humanos son fuente de alimento, con sus tierras cultivadas, sus despensas y sus animales de cría. Cuando un elefante aprende que es sencillo y rentable devastar una plantación para alimentarse, volverá a hacerlo. Cuando un leopardo aprende que cazar gallinas encerradas es un juego de niños, volverá a hacerlo. Cuando un mono aprende que invadir un huerto es acceder a todo un supermercado de manjares, volverá a hacerlo.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

El resultado es que a menudo estos animales acabarán abatidos, porque su agresividad aumenta cuando el contacto con los humanos les lleva a descubrir que esos seres en extraño equilibrio sobre sus patas traseras no son para tanto. Algunos de los leones que han matado y devorado seres humanos en Kenya tenían un pasado como animales de cine o de circo. En el caso de los monos, como los babuinos o los cercopitecos verdes, los más agresivos son los que conviven con la presencia humana, como ha podido comprobar quien haya visitado uno de esos safari parks europeos que se recorren en coche. En la naturaleza los monos no se comportan como hooligans, trepando a los coches para arrancar antenas o embellecedores; esto solo ocurre en aquellos lugares donde han aprendido que de los humanos pueden sacar provecho, como en el mirador de Baboon Cliff del Parque Nacional del Lago Nakuru o, en general, en los lodges de safari.

Hoy el diario digital kenyano The Star publica una curiosa noticia: en Kijabe, una población de las Tierras Altas a unos 50 kilómetros de Nairobi, las mujeres han optado por llevar pantalones para repeler los ataques de los monos. Según relata el reportero George Mugo, cuando los hombres abandonan la aldea por las mañanas los monos descienden para arrasar las cosechas, desafiando los intentos de las mujeres por espantarlos. Una de las afectadas declara: «Los primates se mueven en manadas de 200 atacando a las mujeres que llevan falda. Cuando ven a los hombres se marchan, pero el caso es diferente con las mujeres. Se limitan a quedarse ahí y a burlarse de nosotras incluso cuando tratamos de expulsarlos de nuestras granjas».

También he tenido ocasión de comprobar que los monos distinguen entre humanos adultos y niños, y saben calibrar el riesgo en cada caso. En una ocasión, un mono verde atacó a uno de mis hijos para arrebatarle una galleta, y parecía evidente cuál de los dos era el asustado; el animal se comportaba como un auténtico bravucón, pero huyó corriendo en cuanto me acerqué. Hace un año, un estudio publicado en la revista PNAS revelaba que los elefantes reaccionan de distinto modo ante la voz humana según el nivel de riesgo que les inspira: se asustan ante una grabación en la que habla un adulto maasai, tribu con la que los elefantes sufren frecuentes encontronazos. En cambio, cuando se trata de una mujer o un niño de la misma tribu, o de un hombre de la etnia kamba, no parecen alarmados.

Kenya tiene una larga tradición de aunar lo mejor y lo peor, la vida y la muerte, la belleza y la podredumbre. Fue en aquella región del mundo donde el ser humano se impuso a su entorno y comenzó una aventura que le ha perpetuado a lo largo de los siglos. Doscientos mil años después, la lucha por la supervivencia aún forma parte del día a día.

Pasen y vean un puercoespín contra 17 leones: ¿quién gana?

Naturalmente, gana el puercoespín. De otro modo no traería aquí este vídeo si el puercoespín acabara masacrado por un clan de leones hambrientos.

No resulta difícil imaginar que la de este animal es una buena estrategia de defensa; a la vista están las 29 especies que se extienden por el Viejo y el Nuevo Mundo. Ante un ataque, los puercoespines avisan antes de atacar, sacudiendo las espinas huecas de su cola que repiquetean como los cascabeles de las serpientes. Pero si esto no disuade al depredador, las púas forman una barrera infranqueable. Estos pelos modificados y recubiertos con placas de queratina son una defensa potencialmente mortal para cualquier agresor. El puercoespín puede desprenderse de sus púas, que vuelven a crecer. En cambio, el enemigo en cuya carne se han anclado los diminutos ganchos difícilmente podrá liberarse: si logra romper la púa, su punta se le quedará hincada, lo que además de un dolor constante le provocará una grave infección.

El vídeo fue grabado por el guarda Lucien Beaumont, de la reserva de Londolozi, en Suráfrica. El puercoespín, animal normalmente nocturno, merodeaba en busca de comida cuando fue sorprendido por los leones en una de sus misiones nocturnas de caza. Después de algunos intentos tímidos, los felinos comprenden que es mejor no meterse con este espinoso canapé.

Y ya que hablamos de leones, de propina enlazo a este otro vídeo en el que un elefante joven logra liberarse del asedio de 14 leones. No es una estampa frecuente; los proboscídeos no son una de las presas preferidas de los felinos, pero un ejemplar joven separado del grupo es un objetivo accesible para un ataque del clan al completo.

En este caso, lo que salvó al elefante fue la cercanía del río. Al contrario que sus parientes los tigres, los leones no son nadadores y se sienten incómodos en el medio acuático. De haberse producido el ataque en mitad de la llanura, sin el agua cerca y con el elefante acosado desde todos los ángulos, seguramente el final habría sido otro. La escena se produjo en el Chinzombo Camp de Norman Carr Safaris, en Zambia. El elefante protagonista recibió el nombre de Hércules en honor a su fortaleza.

Pasen y vean: la naturaleza es cruel (para nosotros)

Cuando los leones matan a sus víctimas antes de comérselas, no lo hacen por compasión, sino probablemente porque esta estrategia les resulta más ventajosa a la hora de alimentarse. Y sin embargo, parece que esta técnica de caza les ha granjeado ante los humanos una aureola de cazadores nobles y piadosos en contraste con la de otros depredadores, como las hienas, capaces de ir comiéndose una presa por el camino incluso cuando la mitad de la víctima aún lucha inútilmente por escaparse. A quien prefiera quedarse con la imagen de El rey león, los leones son los buenos y las hienas los villanos, le recomiendo encarecidamente que no vea estos vídeos de leones devorando presas vivas.

Sin ánimo de recrearme en un gore excesivamente desagradable, sino para mostrar cómo la naturaleza sobrevive a base de comernos los unos a los otros, traigo hoy aquí este vídeo que, incluso tratándose de insectos, no aconsejo para aquellos demasiado sensibles. En él se puede observar cómo una mantis, uno de los depredadores más eficaces del planeta, atrapa a una mosca con sus patas delanteras cubiertas de espinas y comienza a comérsela viva, empezando por la cabeza: primero devora su aparato bucal, prosigue con el cerebro vaciando su cavidad cefálica, y termina con los ojos hasta que no queda nada. Y todo ello con ese inquietante sonido en directo que nos hace agradecer el hecho de que no existan mantis de nuestro tamaño.

En este otro vídeo, una enorme sanguijuela de Borneo no descrita hasta ahora, y que ha recibido el apelativo de gigante roja, devora vivo a un enorme gusano de unos 80 centímetros. Tratándose de sanguijuelas y gusanos la escena puede repugnar intrínsecamente a algunos, pero por ser criaturas que nos inspiran menos ternura que un elefante o una gacela, resulta más tolerable desde ese concepto tan antrópico según el cual toda criatura debería tener derecho a ser rematada antes de ser devorada.

La naturaleza puede resultarnos cruel, pero solo es naturaleza. Se trata de sobrevivir, de comer o ser comido, aunque estas imágenes siempre nos resultan perturbadoras. En Kenya, mi lugar en el mundo, he tenido ocasión de asistir a algunos de esos espectáculos crueles de la naturaleza. Un sapo se retorcía en silencio tratando de liberarse inútilmente de la masa de hormigas siafu que le cubría mientras cientos de potentes mandíbulas iban desgajando su carne a bocados minúsculos pero extremadamente dolorosos, a juzgar por la pugna desesperada del pobre animal. Me impresionó tanto aquella visión que traspasé el relato a mi última novela, Tulipanes de Marte.

En otra ocasión pude observar cómo un marabú devoraba vivo a un flamenco en las orillas del lago Nakuru. El marabú, animal feo donde los haya pero cuyas plumas solían emplearse como adornos de lujo en sombreros y boas, es generalmente un carroñero que aprovecha los restos de los banquetes de los depredadores. Pero también es la gran rata alada de muchas ciudades africanas, donde se congrega en los vertederos de basura para rapiñar los despojos comestibles que encuentra entre los detritus. Los marabús también pueden cazar presas de pequeño tamaño, pero no es habitual contemplar cómo se comen a un animal grande vivo. En el Nakuru, donde suelen concentrarse grandes bandadas de flamencos, muchos de estos animales mueren; de viejos, pero también en oleadas masivas debidas a envenenamiento de las aguas del lago, por los vertidos de la ciudad cercana o por el crecimiento de algas tóxicas.

El flamenco caminaba trabajosamente por la orilla del lago, doblando sus articulaciones hasta que se venció bajo su peso y cayó con el vientre sobre la arena mojada. Ni siquiera el cuello podía sostener su cabeza. Era evidente que le quedaban apenas unos minutos de agonía, pero entonces apareció el marabú, se plantó a su lado y comenzó a asaetearle con su pico afilado en el dorso, entre las alas. Mientras el marabú iba arrancando jirones de carne y vísceras bañados en sangre, al flamenco apenas le quedaba vigor para tratar de sacudir sus alas. El penoso espectáculo continuó hasta que el infortunado flamenco dejó de moverse y el marabú pudo concluir su almuerzo. No tengo un vídeo del momento, pero dejo aquí una foto.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Pasen y vean a la increíble mosca hinchable, el pulpo andante y las hormigas forzudas

No por suerte ni por casualidad, sino por una lógica evolución –en este caso la del ser humano–, las fieras y otros animales están desapareciendo progresivamente de los circos. Hoy se ve difícil que un niño conlleve los sufrimientos circenses que narra el Dumbo de Disney (película estrenada en 1941 y adelantada a su tiempo) y pueda al tiempo disfrutar de las forzadas monerías de sus parangones en la vida real.

Este comentario sirve para introducir la idea de que la naturaleza es el verdadero circo donde los animales no dejan de sorprendernos con comportamientos inéditos e insólitos nacidos simplemente de su instinto y de la adaptación evolutiva. Incluso con el gran volumen de conocimiento que hemos acumulado a estas alturas de nuestro progreso científico, nuestros primos del reino animal continuamente dejan boquiabiertos a investigadores y observadores casuales. Y gracias a la facilidad con la que hoy se puede capturar un vídeo y difundirlo, también a nosotros. Para muestra, hoy reúno aquí tres enjoyados botones. Pasen y vean.

El primero de ellos muestra el desgarbado garbeo de un pulpo fuera del agua en la reserva marina Fitzgerald, en la costa de California (EE. UU.). Los visitantes tuvieron ocasión de grabar la grotesca caminata del animal, que depositó frente a ellos los restos de un cangrejo antes de deshacer el camino y regresar al elemento en el que no parece el alienígena de Men in Black disfrazado con el pellejo del tipo al que acaba de matar. Los pulpos son animales que nos resultan familiares (y sabrosos), pero que aún nos revelan secretos sorprendentes. Hace unos días, investigadores del Instituto de Investigaciones Marinas del CSIC divulgaban la grabación en vídeo del canibalismo en los pulpos, un comportamiento observado ahora por primera vez en la naturaleza.

El segundo vídeo nos muestra la cara más punk de la metamorfosis. A cualquiera que piense en esta palabra le vendrán a la mente, tal vez, un par de famosas obras literarias y ese proceso natural que extrae la etérea belleza de una mariposa a partir de la humilde vulgaridad de una oruga. Seguramente la transformación de una larva de mosca –una de las criaturas que colectiva y popularmente solemos conocer como gusanos de la carne– en un insecto romperá la magia de la oruga y la mariposa, pero es pasmoso observar cómo la mosca aprovecha que su cutícula exterior aún es maleable para inflarse a medida que escapa de la dura crisálida hasta alcanzar su tamaño adulto, hinchando la cabeza hasta casi expulsar los ojos como esos muñecos que se aprietan. Absténganse quienes sientan repugnancia por los bichos.

Contra el mal... ¡la Hormiga Atómica! Imagen de Hanna-Barbera / Wikipedia.

Contra el mal… ¡la Hormiga Atómica! Imagen de Hanna-Barbera / Wikipedia.

Por último, el más difícil todavía. Recientemente, el entomólogo y fotógrafo estadounidense Alex Wild publicó en su blog Myrmecos un vídeo que documenta cómo las hormigas del género Leptogenys forman largas filas, mandíbula con abdomen, para transportar una presa voluminosa, un milpiés. Wild rebuscó en la literatura científica sin encontrar ninguna referencia a este prodigioso comportamiento. La entrada en el blog de Wild recibió respuesta por parte del experto mirmecólogo Christian Peeters, quien había observado esta misma y rara conducta en Camboya cuatro años antes. Peeters dijo haber tratado de describir formalmente este esfuerzo colectivo de las hormigas en un artículo científico, pero no fue capaz de localizar más ejemplos, sin los cuales el fenómeno no puede pasar de ser carne de YouTube a convertirse en ciencia. «Parece ocurrir solo en ciertas épocas del año», escribía Peeters. Por su parte, Wild logró encontrar otro vídeo procedente de un apicultor camboyano.