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Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece

Un año más, los Nobel de ciencia se han saldado dejándonos sin premio para Francisco Martínez Mojica, el microbiólogo de la Universidad de Alicante descubridor de los fundamentos que han originado el sistema CRISPR. Para quien aún no lo sepa, resumo brevísimamente que CRISPR es una herramienta molecular de corta-pega de ADN en la que están depositadas las mayores esperanzas para la curación de enfermedades genéticas en las próximas décadas, y que por ello suele presentarse como la gran revolución genética del siglo XXI. O al menos, de este primer tramo.

Como ya expliqué ayer, CRISPR aún no se ha bregado en el campo clínico como para merecer un Nobel de Medicina, pero en cambio sí ha demostrado su enorme potencia en los laboratorios como para merecer un Nobel de Química. Conviene aclarar que estos premios los otorgan comités diferentes de instituciones distintas: el de Fisiología o Medicina depende del Instituto Karolinska, mientras que el de Química es competencia de la Real Academia Sueca de Ciencias (no de la «Academia Sueca», como suele decirse, ya que esta solo concede el premio de Literatura).

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Por el momento, deberemos seguir a la espera otro año más. Pero el hecho de que el hallazgo y desarrollo de CRISPR aún no haya sido distinguido con el más lustroso de los premios científicos (aunque no el mejor dotado económicamente) no es una mala noticia; cada año suenan estas seis letras en las apuestas, y hoy lo más natural es confiar en que más tarde o más temprano acabarán saliendo en la papeleta ganadora. La verdadera mala noticia sería que, cuando a CRISPR le salga el billete dorado en la chocolatina, no sea a Mojica a quien le toque.

Ayer dejé caer en el último párrafo que la decisión sobre a quiénes premiar por el hallazgo y desarrollo de CRISPR no es precisamente inmediata. Y esto requiere una explicación. Los Premios Nobel tienen pocas reglas, pero se siguen a rajatabla. Una de ellas dice que cada premio solo pueden compartirlo un máximo de tres científicos o científicas (todavía ellas son minoría), y ayer mencioné que en el caso de CRISPR hay al menos cuatro nombres en liza. Pero en realidad son más de cuatro. Y por anacrónica que resulte hoy en día la idea de que haya tres lobos solitarios trabajando en sus laboratorios del sótano y a quienes se les ocurra lo que no se le ha ocurrido a nadie más en todo el planeta, no está previsto que las normas de los Nobel vayan a cambiar.

Pero entremos en la cuestión de los nombres. Entre todos ellos hay dos que parecen indiscutibles, y ambos son de mujer. La estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier fueron las primeras en publicar la descripción de CRISPR como herramienta genética, desarrollada y adaptada a partir del descubrimiento del sistema original que en las bacterias actúa como mecanismo de inmunidad contra los virus.

Jennifer Doudna. Imagen de Jussi Puikkonen / KNAW / Wikipedia.

Jennifer Doudna. Imagen de Jussi Puikkonen / KNAW / Wikipedia.

 

Emmanuelle Charpentier. Imagen de Carries mum / Wikipedia.

Emmanuelle Charpentier. Imagen de Carries mum / Wikipedia.

En el tercer nombre es donde surgen las dudas. Mojica, quien primero publicó el hallazgo del sistema original en las bacterias (y le puso la denominación por la que ahora se conoce), es uno de los firmes candidatos. Pero por desgracia, no es el único: hay hasta tres científicos más que podrían optar a rellenar esa terna.

Comencemos por Mojica, el descubridor original del sistema. En realidad hubo otros grupos que casi de forma simultánea llegaron a conclusiones similares; pero dado que él fue el primero en publicarlas, retendría ese derecho a la primicia del descubrimiento. Las cosas comienzan a complicarse cuando avanzamos en la historia de CRISPR.

Después de Mojica, fue el argentino Luciano Marraffini, por entonces en la Universidad Northwestern de Illinois (EEUU), quien primero demostró cómo funciona CRISPR cortando ADN, una función que sería esencial para que Charpentier y Doudna convirtieran una curiosidad de la naturaleza en una herramienta utilizable.

A su vez, Marraffini colaboró con el chino Feng Zhang, del Instituto Broad de Harvard y el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussetts), quien demostró por primera vez la utilidad de CRISPR en células no bacterianas, las de los organismos superiores y, en concreto, de los mamíferos.

Luciano Marraffini. Imagen de Sinc.

Luciano Marraffini. Imagen de Sinc.

 

Feng Zhang. Imagen de National Science Foundation.

Feng Zhang. Imagen de National Science Foundation.

El problema es que en ciencia no existe una autoridad que decida quién debe ser considerado el autor oficial de un descubrimiento, y por tanto los comités que conceden los Premios Nobel son muy libres de elegir los ingredientes que más les gusten de esta ensalada de nombres y apartar los demás. Pero ¿según qué criterio?

Un aspecto interesante es que CRISPR es un descubrimiento transformado en tecnología; y, a diferencia de lo que sucede en ciencia, en tecnología sí existe una autoridad que decide quién es su inventor: los organismos de patentes. Doudna y Charpentier poseen las patentes originales del sistema CRISPR, pero las dos investigadoras mantienen una agria disputa con Zhang por la patente de su aplicación en células de mamíferos, que finalmente ha tenido que resolverse en los tribunales.

Según han explicado los expertos en propiedad industrial, la manzana de la discordia es el significado del término «no obvio» aplicado a este caso concreto. La Oficina de Patentes y Marcas de EEUU solo concede una patente de aplicación cuando esta se considera no obvia, por lo que se admite como nueva invención. Cuando Zhang comprobó la utilidad de CRISPR en células de mamíferos (que publicó solo unas semanas antes que sus competidoras), solicitó una patente alegando que esta aplicación no era obvia, y el organismo de patentes aceptó su argumento. Pero poco después la Universidad de California, en representación de Doudna, impugnó la patente de Zhang aduciendo que se trataba de una aplicación obvia. El asunto ha coleado hasta que finalmente el pasado 10 de septiembre un tribunal federal de EEUU ha dictaminado en favor de Zhang.

Así pues, ¿sería capaz el comité Nobel de premiar a Doudna, Charpentier y Mojica, dejando fuera a quien es el poseedor en EEUU (aunque no en Europa) de la patente de aplicación de CRISPR en células humanas?

Pero la cosa aún puede complicarse más. Y es que, si se detienen a contar los nombres mencionados, notarán que todavía falta uno más para llegar a los seis que completan la primera línea de los candidatos al reconocimiento de CRISPR. Se trata del bioquímico lituano Virginijus Šikšnys, de la Universidad de Vilnius, que en 2012 y de forma independiente llegó a los mismos resultados que Doudna y Charpentier, aunque su estudio fue rechazado y terminó publicándose más tarde que el de las dos investigadoras.

Según las reglas habituales, Šikšnys perdió la primicia del descubrimiento. Pero se da la circunstancia de que presentó una solicitud de patente, que fue aprobada, semanas antes de que lo hiciera la Universidad de California, por lo que el lituano podría tumbar la patente de las dos científicas si se lo propusiera.

Virginijus Šikšnys. Imagen de NTNU / Flickr / CC.

Virginijus Šikšnys. Imagen de NTNU / Flickr / CC.

Todo lo cual sitúa a los jurados de los Nobel en un laberinto de difícil salida. Otros premios sin restricción en el número de galardonados han optado por diferentes soluciones: el Breakthrough (el mejor dotado económicamente en biomedicina) distinguió únicamente a Doudna y Charpentier, lo mismo que hizo con sonrojante ridículo nuestro Princesa de Asturias. Por su parte, el premio noruego Kavli reconoció a Doudna, Charpentier y Šikšnys. El más salomónico ha sido el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina, que solo dejó fuera a Šikšnys, premiando a los otros cinco investigadores.

Pero además de este rompecabezas sin solución aparente, hay otro motivo que quizá podría detraer a los comités Nobel de conceder un premio al hallazgo y desarrollo de CRISPR en un futuro próximo, y es precisamente el vergonzoso espectáculo ofrecido por Doudna, Charpentier y Zhang con sus dentelladas por la carnaza de las patentes. Según se cuenta, ni siquiera las dos investigadoras son ya las grandes amigas que fueron. Los tres crearon sus respectivas empresas para explotar sus tecnologías. Y aunque es incuestionable que el inventor de un método para curar tiene el mismo derecho a vivir de sus hallazgos que quien inventa la rosca para clavar sombrillas, es posible que los jurados de los Nobel no se sientan ahora muy inclinados a premiar a quienes han protagonizado un ejemplo tan poco edificante para la ciencia.

Claro que, aunque no sirva de mucho, desde aquí lanzo una propuesta: ¿qué tal Mojica, Šikšnys y Marraffini?

Para variar, un gran premio reconoce la ciencia del futuro, no la del pasado

En general, los fallos de los jurados de los grandes premios de ciencia suelen dejarme con una sensación parecida a cuando te equivocas al marcar el código en la máquina de vending y, en lugar de Fanta de limón, te sale de naranja. No es que la naranja merezca el menor reproche; pero en ese momento, y desde tu punto de vista meramente personalísimo, se terciaba limón, se esperaba limón, el mundo olía a limón.

Dicho sin metáforas idiotas: no es que los habitualmente galardonados carezcan de méritos para arrogarse el derecho al premio. Pero un primer problema con las grandes distinciones científicas, como el Nobel o el (ahora) Princesa de Asturias, es que en muchos casos parecen llegar a destiempo, demasiados años después de la época en que una contribución ya había demostrado su inmenso potencial, y en una época en la que es otra contribución diferente, que tal vez resulte premiada dentro de 20 años, la que está demostrando su inmenso potencial.

Es decir, que a menudo llegan tarde. Es innegable que suele requerirse un tiempo de consolidación para apreciar el impacto de los descubrimientos y las innovaciones científicas. Pero en muchos casos las razones para que el premio se decante hacia un hallazgo concreto parecen depender de inclinaciones también personalísimas de los miembros del jurado, que quizá están a setas cuando otros están a Rolex, como en el chiste. ¿Premiarán un descubrimiento de hace 20 años? ¿De hace 28? ¿De hace 37?

Por una vez, el premio Princesa de Asturias ha dado en todo el medio premiando el hallazgo y desarrollo de una tecnología revolucionaria actual. La biotecnología CRISPR/Cas9 es una de las cosas más excitantes que están ocurriendo en los laboratorios ahora mismo: comenzó a emplearse en 2012. A alguno le molestará que me cite a mí mismo, pero uno no tiene por qué esconderse cuando acierta, sobre todo si tampoco lo hace cuando se equivoca: hace un mes, escribí que «las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel».

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Esta semana se ha anunciado que la estadounidense Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, y la francesa Emmanuelle Charpentier, del Centro Helmholtz para la Investigación de la Infección (Alemania), ambas creadoras de la tecnología CRISPR, son las ganadoras del Princesa de Asturias de Investigación Científica 2015. Para las dos investigadoras, los 50.000 euros del premio español serán una propina después de haber recibido el pasado noviembre los tres millones de dólares del Breakthrough Prize de Ciencias de la Vida, un galardón internacional instaurado por los magnates de Google, Facebook y Alibaba, entre otros. Pero tal vez el Princesa de Asturias sea un hito más en ese fulgurante camino hacia el Nobel que ya pocos pondrán en duda.

Ya expliqué anteriormente en qué consiste esta tecnología y por qué es tan trascendental para la biología: el sistema CRISPR es a los biólogos moleculares lo que el instrumental quirúrgico a los cirujanos. A falta de la máquina de miniaturización del profesor Frink, para cortar, pegar, cambiar y editar los genes a voluntad los científicos necesitan herramientas minúsculas, a la misma escala molecular que la propia cadena de ADN. A lo largo de las décadas, los investigadores han ido descubriendo y produciendo herramientas cada vez más sofisticadas, pero ninguna alcanzaba el potencial, la versatilidad y la precisión de un sistema que Doudna y Charpentier desarrollaron a partir de un mecanismo presente en las bacterias.

En el artículo al que me he referido más arriba, donde expliqué someramente el sistema, la percha era la publicación del primer intento de aplicar una edición genómica embrionaria en humanos. Es decir, corregir genes en un embrión, una línea de investigación que algún día podría acabar con las llamadas enfermedades raras, dolencias congénitas hereditarias cuyos genes responsables están identificados. Pero como ya comenté, el sistema aún requiere perfeccionamiento.

De ahí la oportunidad del premio: es una tecnología aún en desarrollo, pero con un futuro enormemente prometedor. Si hoy Michael Crichton volviera a escribir Parque Jurásico, la herramienta que emplearían sus protagonistas para recrear los genomas de los dinosaurios sería CRISPR. Si alguien se planteara clonar a los neandertales o a los mamuts (y hay quien se lo plantea), emplearía CRISPR. En el futuro, es posible que CRISPR consiga resucitar una de las grandes promesas fallidas de la biomedicina, la terapia génica. Por no mencionar las incontables aplicaciones que a diario se le explotan en los laboratorios de ciencia básica y de desarrollo biotecnológico. Es un hallazgo vivo y plenamente vigente; casi más que el hoy, es el mañana de la ciencia.