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Por qué el Nobel no ha premiado al español Francis Mojica

Hace dos años escribí aquí un artículo titulado «Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece«. Breves antecedentes: el microbiólogo español Francis Mojica descubrió un mecanismo molecular en bacterias que posteriormente dos investigadoras, la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, convirtieron en la herramienta más útil que hoy existe para reescribir y modificar genes. Este sistema, hoy con distintas variedades pero llamado genéricamente CRISPR, es una plataforma tecnológica de uso común en infinidad de laboratorios. Y aunque sus potenciales aplicaciones en la curación de enfermedades aún no han despegado, su utilidad en investigación ha sido tan sobradamente demostrada que desde hace años se rifaba un Nobel. Ahora, por fin la rifa se ha resuelto. Premiando a Charpentier y Doudna, y dejando fuera a Mojica.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Pero aunque todos lamentemos enormemente esta oportunidad perdida para la promoción de la ciencia española, que no ve un Nobel desde 1906 (sí, después estuvo Severo Ochoa, pero era un investigador de nacionalidad estadounidense que había desarrollado todo su trabajo en EEUU), conviene volver sobre lo que ya conté en su día para contener los arrebatos de indignación y de calimerismo; sí, es cierto que a un científico que trabaja en la Universidad de Alicante le resulta infinitamente más difícil ser reconocido con un Nobel (o incluso, ya puestos, publicar en Nature o Science) que al mismo científico si trabaja en Harvard o en el MIT. Pero este caso, insisto, era complicado.

La razón de esta complicación es que son muchos los nombres implicados en haber hecho de CRISPR lo que es hoy. Mojica descubrió el sistema original y lo nombró, y creo que no puede haber discusión sobre su primicia absoluta en este sentido. Pero después el francés Gilles Vergnaud ahondó en la explicación sobre su significado, el argentino Luciano Marraffini demostró por primera vez su funcionamiento, Charpentier y Doudna lo convirtieron en una herramienta utilizable, y el chino-estadounidense Feng Zhang lo adaptó para su uso en células eucariotas (no bacterianas). Y aún hay otros nombres cuya intervención ha sido esencial para el desarrollo de CRISPR, sumando en total hasta más de una docena.

Pero las normas de los Nobel establecen que cada premio solo puede repartirse entre un máximo de tres investigadores, porque los reconocimientos científicos más prestigiosos del mundo continúan en pleno siglo XXI anclados en la idea anacrónica del «¡eureka!» y del científico solitario y excéntrico, recluido en su laboratorio con la sola compañía de algún asistente que le friegue los cacharros, preferiblemente si es jorobado y algo friki como el Igor de El jovencito Frankenstein.

Así pues, y aunque el premio para CRISPR se cantaba desde hace años, existían serias dudas sobre quiénes serían los tres elegidos, y es de suponer que largos debates habrán precedido a la concesión del Nobel de Química 2020 para Charpentier y Doudna. Por supuesto que las dos investigadoras merecían el premio como primeras candidatas. El problema era añadir un tercer nombre dejando fuera al resto.

Personalmente, mi apuesta estaba entre Mojica y Zhang. La contribución del segundo fue fundamental para el desarrollo del sistema, pero el trabajo de Mojica fue la semilla de la cual surgió todo lo demás. Y premiar un hallazgo sin reconocer a su descubridor original no solo es injusto, sino que además es una decisión contraria al espíritu que los Nobel dicen defender y al criterio que normalmente aplican, aunque históricamente han sido muchas las injusticias que se han cometido.

Un caso que viene a la mente es el de Fleming, Chain y Florey. Los dos últimos fueron quienes aislaron la penicilina, la produjeron y la convirtieron en un producto utilizable y accesible para toda la humanidad. Pero el Nobel de 1945 no olvidó a Fleming, el descubridor original de la actividad de la sustancia pero que no fue capaz de aislarla, sacarle partido ni usarla de forma efectiva, y que llegó a abandonar esta línea de trabajo. Es más, el Nobel para los tres científicos en este caso dejó fuera a otros colaboradores de Florey y Chain (la mayoría mujeres, por cierto) cuya participación fue esencial, y que tal vez habrían merecido el premio más que Fleming. En este sentido, la contribución y la visión de Mojica al hallazgo de CRISPR ha sido enormemente más decisiva que la de Fleming al descubrimiento de la penicilina que popularmente se le atribuye.

Parece posible que en el caso que nos ocupa el jurado haya decidido no cometer un agravio contra alguien en particular, aunque para ello hubiera que agraviar a varios en general. Por mi parte, guardaba una esperanza que difícilmente va a materializarse. Los premios de Química y Medicina (que incluye Fisiología) los fallan instituciones distintas, respectivamente la Real Academia de Ciencias y el Instituto Karolinska, y cada una actúa bajo su propio criterio. Estas dos categorías solapan en muchos casos; en Medicina no solo se han premiado avances médicos, sino también muchos descubrimientos de ciencia básica.

Un claro ejemplo es la estructura del ADN que le valió el premio a Watson, Crick y Wilkins (no fue de Química, sino de Medicina), pero hay otros ejemplos, como el Nobel de 1958 a Joshua Lederberg por descubrir un mecanismo de intercambio de material genético en bacterias, o el de 1978 a Arber, Nathans y Smith por el hallazgo de las enzimas de restricción, un mecanismo de las bacterias que después se convirtió en una herramienta fundamental para la investigación (un caso muy análogo al de CRISPR).

Así, habría sido posible que CRISPR hubiera podido motivar dos Nobel en las dos categorías respectivas de Química y Medicina, uno para los pioneros que descubrieron un sistema de defensa nuevo y revolucionario en bacterias (eso es originalmente CRISPR), quizá para Mojica, Vergnaud y Marraffini, y otro para los que a partir de él desarrollaron el sistema, Charpentier, Doudna y Zhang.

Claro que esto hubiera seguido dejando fuera al lituano Virginijus Siksnys, que llegó a los mismos resultados que Charpentier y Doudna, aunque tardó un poco más en publicarlos. Y es que, en el fondo, el problema continúa siendo el mismo: en la era de la ciencia internacional, colaborativa y multidisciplinar, el formato de los Nobel ha quedado claramente obsoleto.

Y sobre si Mojica habría completado la terna si en lugar de trabajar en Alicante lo hubiese hecho en Oxford, en el Cambridge de este lado del Atlántico o en el Cambridge del otro lado del Atlántico, podríamos discutir. Pero ya serviría de poco.

El premio Princesa de Asturias se obstina en olvidar a Francis Mojica

En 2015 el jurado del premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica resolvió galardonar a la estadounidense Jennifer Doudna y a la francesa Emmanuelle Charpentier «por los avances científicos que han conducido al desarrollo de una tecnología que permite modificar genes, con gran precisión y sencillez en todo tipo de células, posibilitando cambios que suponen una verdadera edición del genoma”, decía el fallo.

Lo que las dos investigadoras habían desarrollado es el sistema CRISPR-Cas9, una herramienta de corrección de ADN que ha facilitado y acelerado inmensamente la edición genómica, que ya emplean innumerables laboratorios de todo el mundo para la investigación en biología molecular y que pronto comenzará a ensayarse para remediar enfermedades genéticas en humanos. Tal es el potencial de CRISPR que ya tiene un título casi oficial en cualquier artículo científico-periodístico al respecto: la revolución genética del siglo XXI.

Sin embargo, en general las herramientas de biología molecular no se crean, sino que se desarrollan y se adaptan a partir de sistemas presentes en la naturaleza, sobre todo en los microbios. También es el caso de CRISPR, fruto de la modificación de un sistema de defensa antiviral presente en bacterias y arqueas. Pero en su concesión del premio, el jurado dejó fuera al investigador que primero descubrió, describió y nombró este sistema, y dedujo su función. Es decir, a quien entregó en bandeja a la biotecnología el tesoro natural del que se derivaría la revolución genética del siglo XXI. Por si no fuera suficiente agravio, se añade además que el científico en cuestión comparte nacionalidad con la institución que concede los premios: Francisco Juan Martínez Mojica, de la Universidad de Alicante.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

¿Por qué el jurado del Princesa no premió también a Francis Mojica? En realidad, no lo sé. Pero aquí va mi terrible sospecha, que no deja de ser una hipótesis, aunque a continuación explico mis motivos:

Porque no le conocían. Porque jamás habían oído hablar de él.

La trayectoria de CRISPR ha sido meteórica. Era en agosto de 2012 cuando Charpentier y Doudna, que habían entablado amistad en un congreso apenas el año anterior, publicaban lo que en ciencia suele llamarse el «seminal paper«, o el estudio que influye de manera determinante sobre desarrollos posteriores (y que no debería traducirse como «estudio seminal», ya que el DRAE no recoge este significado).

Aquel trabajo publicado en Science venía a representar la acuñación de CRISPR como herramienta biotecnológica, aunque aún debería pasar por desarrollos posteriores para convertirse en el sistema que hoy conocemos. Pero solo tres años después Doudna y Charpentier ya estaban en la cresta de la ola: en 2015 recibían el Breakthrough Prize in Life Sciences, el premio de biomedicina mejor dotado económicamente en todo el mundo. Unos meses después, al rebufo de esta importantísima distinción, llegaba el fallo del Princesa de Asturias que en su día muchos aplaudimos, como conté aquí.

¿Y qué ocurría con Francis Mojica? Lo que ocurría era que por entonces aún era un perfecto desconocido para la mayoría (y me incluyo), dado que su contribución había permanecido casi oculta. En su seminal paper, Doudna y Charpentier no citaban los estudios en los que el alicantino había descrito el sistema CRISPR, limitándose a enterrar uno de sus estudios posteriores entre las numerosas referencias incluidas en la bibliografía. Cuando en 2014 Doudna y Charpentier, ya ascendidas al estrellato, publicaban en Science una revisión sobre «la nueva frontera de la ingeniería genómica con CRISPR-Cas9», sí incluían entre sus muchas referencias los trabajos fundamentales de Mojica publicados en 2000 y 2005, pero en el texto se limitaban a mencionar que «unos pocos laboratorios de microbiología y bioinformática a mediados de los 2000 comenzaron a investigar los CRISPR, que habían sido descritos en 1987 por investigadores japoneses…».

Lo cual no solo era vago, sino incluso erróneo: lo descubierto en 1987 por los japoneses no era ni mucho menos CRISPR, ni en el fondo (se trataba solo de la observación anecdótica de unas ciertas secuencias en el genoma de una bacteria) ni en la forma (el término CRISPR lo inventaría Mojica muchos años más tarde). Y si bien es cierto que el laboratorio de Mojica no era el único investigando aquellas secuencias ni fue el único que dio con el descubrimiento clave, sí fue el primero en publicarlo, y también en ciencia the winner takes it all.

Bien lo saben las propias Charpentier y Doudna, ya que el lituano Virginijus Siksnys, que desarrolló el sistema CRISPR en paralelo a ellas pero perdió la carrera de la publicación, no ha disfrutado ni mucho menos del mismo reconocimiento. Hoy la ciencia en general ya no es el descubrimiento de un lobo solitario, sino un esfuerzo colectivo y distribuido. Pero dado que los premios se empeñan en continuar destacando individualidades, si hay que atribuir a un nombre la primicia en la publicación del descubrimiento de CRISPR, ese es sin duda Mojica.

El rumbo de esta historia viró bruscamente para Mojica en enero de 2016. Entonces se publicaba un extenso artículo titulado «The Heroes of CRISPR» (los héroes de CRISPR), que por primera vez indagaba en la historia y el desarrollo de esta tecnología para poner en claro quiénes eran los protagonistas de este gran avance de la biología molecular. Y el veredicto era claro: una gran parte del artículo estaba dedicada a Francis Mojica; la historia de CRISPR comenzaba con él y con su hallazgo del sistema en los microbios de las salinas de Santa Pola.

Resultaba además que aquel artículo no era el trabajo de un periodista para un medio general, sino que se publicó en la revista Cell, la primera del mundo en biología, y su autor era Eric Steven Lander, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), director y fundador del Instituto Broad del MIT y la Universidad de Harvard, asesor científico del expresidente Barack Obama… Uno de los biólogos más prestigiosos del mundo se había calzado la visera y los manguitos del periodista para investigar la historia de CRISPR y señalar con su divino dedo para decir a toda la comunidad científica: hey, ahí está, es a ese a quien se lo debéis. Y ese era el microbiólogo alicantino Francis Mojica.

De la noche a la mañana, todo cambió para Mojica. A partir de entonces no solo su trabajo comenzó a ser reconocido como merecía, sino que su propia figura salió de entre las sombras para convertirse en el objetivo de todos los flashes. Su rápida aparición repentina en la Wikipedia es solo un detalle anecdótico, pero revelador. Por fin llegaron los premios merecidos, en su país, como el Rey Jaime I de Investigación Básica en 2016 y el Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en 2017, pero también en el ámbito internacional, como el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina en todo el mundo y el segundo en EEUU, por detrás del Breakthrough.

Y mientras, los responsables del Princesa de Asturias continúan silbando y mirando hacia otro lado, desperdiciando ya tres oportunidades sucesivas para enmendar su crasa equivocación. Sería discutible si puede comprenderse o no que en 2015 se ignorara a Mojica. Es cierto que para el científico ha existido una era pre-Lander y otra post-Lander, aunque si algo se esperaría del jurado de un premio como el Princesa, aparte de las estancias en hoteles de lujo y las grandes cenas, es que hicieran lo que hizo Lander, indagar en la historia de un hallazgo para esclarecer a quién se le debe su reconocimiento.

Por desgracia, a menudo el fallo del Princesa de Asturias de Investigación deja la incómoda sensación de que el jurado premia a golpe de titular periodístico. El último ejemplo lo tenemos este mismo mes: el ganador en la edición de este año es el biólogo sueco Svante Pääbo «por haber desarrollado métodos precisos para el estudio del ADN antiguo que han permitido la recuperación y el análisis del genoma de especies desaparecidas hace cientos de miles de años».

El mérito de Pääbo es indudable, y su trabajo admirable e inmensamente valioso. Pero tanto como el de otros: al premiarle en solitario, el jurado no ha distinguido a quien –como dice el fallo– «ha abierto un nuevo campo de investigación, la paleogenómica», sino al más mediático de entre los científicos responsables de esta aportación. Dado que el Princesa, a diferencia del Nobel, no establece un número máximo de premiados, una distinción en paleogenómica debería haber incluido otros nombres con tantos merecimientos como Pääbo, aunque con menos entrevistas en la prensa y menos fotos sosteniendo cráneos; como mínimo, Eske Willerslev y David Reich.

Bueno, quizá también Beth Shapiro, Johannes Krause… Lo cierto es que cada vez es más difícil e injusto destacar solo un nombre entre muchos, por ese carácter colaborativo y global de la ciencia actual. Pero dado que los premios se empeñan en el personalismo, hay algo incuestionable, y es que el premio Princesa de Asturias tiene una deuda pendiente con uno de los científicos españoles actuales más sobresalientes. Y no quieran las carambolas cósmicas que Mojica salga en la lista de los Nobel este próximo octubre (pero sí, ojalá lo quieran). Porque si fuera así, a ver con qué se limpia ese borrón.