Archivo de la categoría ‘Literatura’

Pasen y vean lo grande que es el universo

En su famoso cuento Micromegas, una de las obras precursoras de la ciencia ficción, Voltaire relata cómo dos seres alienígenas de proporciones titánicas arriban a la Tierra, que creen desprovista de vida. De su cuidadosa observación llegan a distinguir unos diminutos animálculos, un grupo de filósofos humanos, pero solo alcanzan a conocer la condición inteligente de aquellos minúsculos seres cuando uno de los extraterrestres fabrica una trompetilla con los recortes de sus uñas. Aquel aparato les permite escuchar las conversaciones de los indígenas terrestres y comprender que, aunque limitados, son mucho más de lo que aparentan.

Ilustración de 'Micromegas', de Voltaire, por Charles Monnet.

Ilustración de ‘Micromegas’, de Voltaire, por Charles Monnet.

Naturalmente, no faltan interpretaciones de la fábula de Voltaire, pero la mía es esta: el rasgo distintivo de la evolución de una especie inteligente es su capacidad de conocer la realidad más allá de su experiencia directa.

Habitualmente se señala el pensamiento abstracto como esta frontera. Pero en realidad, el pensamiento abstracto no es conocimiento, sino filosofía. La prótesis que nos permite aplicar la capacidad de abstracción para pasar del concepto al conocimiento real es la ciencia (y con ella, la tecnología). En el relato, los humanos filosofan, pero los alienígenas, más avanzados, saben. Son capaces de trascender a su entendimiento inmediato a través de la ciencia, representada por la construcción de la trompetilla.

Los humanos, aunque todavía primitivos y apenas estrenando la razón, hemos logrado conocer objetos físicos que no podemos ver, tocar, comer ni tropezarnos con ellos, como los agujeros negros o los átomos. Ignoro si tratar de imaginarlos (como visualizarlos) pertenece más al terreno de la ciencia o al de la fantasía. Pero lo esencial no es esto, sino el hecho de que la filosofía haya guiado los conceptos elaborados por nuestro pensamiento hacia el uso de la ciencia para conocer los objetos que representan. Antes de la ciencia, el átomo solo era una idea filosófica. Con la ciencia, es una realidad que podemos comprender, calcular y manejar, aunque escape por completo a nuestra experiencia sensorial.

En el caso de los alienígenas de Voltaire, era un problema de escala. Cuando veo un letrero que dice «A Coruña 563» (paso por él todos los días), la escala se me escapa. ¿Cuántos horizontes debo saltar para llegar hasta allí? A Coruña está fuera de mi experiencia directa. Para mi experiencia sensorial, A Coruña podría estar a un año luz.

Por suerte, cuento con la ciencia. Puedo estimar lo que tardaré en llegar hasta allí en coche, y puedo verlo fácilmente representado en un mapa en comparación con otras distancias.

El año pasado por estas fechas les traje aquí un sobrecogedor cortometraje que permitía apreciar la inmensa escala del Sistema Solar. Hoy les traigo un par de vídeos que nos facilitan la apreciación de tamaños y distancias inimaginablemente mayores que los 563 kilómetros desde mi casa hasta A Coruña. El primero de ellos es visualmente más rico, pero el segundo viaja desde lo ínfimo hasta lo casi infinito. Que los disfruten.

Letras y ciencias, uña y carne

Si hay alguna idea que subyace a la línea general de este blog, es la de que letras y ciencias son dos caras de la misma moneda; de ahí la cabecera de Ciencias Mixtas. Ni la vida ni la mente humana están para nadie exclusivamente constituidas por materias analíticas de las que suelen vincularse con la ciencia, o creativas de las que se atribuyen al campo de las humanidades.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

De hecho, un peligroso y falso mito, popularmente extendido como tantos otros, es aquello de que existen personas más racionales o más emocionales según su mente esté dominada por un hemisferio cerebral u otro: son pamplinas (hoy no es el tema que vengo a tratar, pero si a alguien le intriga, podrá encontrar abundante información sobre ello en internet; por ejemplo, un comentario sobre un estudio reciente aquí y un repaso más general aquí; y pese a ello, continúan publicándose tonterías como esta).

Peligroso, porque ofrece una pancarta seudocientífica, convenientemente emperifollada de jerga (y de esto sí vengo a hablar hoy), para que muchos justifiquen la renuncia a toda una región del conocimiento humano amparándose en que no es su culpa, sino que es inútil batallar contra la naturaleza.

Desde el ámbito científico a menudo surgen reproches sobre la excesiva y temprana especialización en la educación de los niños que les aboca a abandonar una de las caras de la moneda para el resto de sus vidas, lo que resulta en una eterna guerra fría entre ciencias y letras. Los del primer bando se quejan de que la ciencia no se considere cultura, sobre todo en un país como este; mientras que los segundos a menudo abrazan posturas anticientíficas como amparo frente al miedo ante lo que no comprenden, porque se les ha negado el acceso a ello antes de que tuvieran la posibilidad de elegir.

Pero la solución no es sencilla, ya que el problema viene impuesto por la propia estructura del conocimiento. Imaginen que la ciencia es una escalera de ascenso; cada peldaño se asienta sobre el anterior. Los científicos y tecnólogos construyen nuevos peldaños sobre la estructura ya existente. Pero a medida que la escalera se prolonga más y más, a los futuros fabricantes de peldaños les llevará más tiempo completar el recorrido hasta el lugar en el que pueden empezar a construir. Y tanto la carga lectiva como la mente humana son limitadas, lo que obliga a que los alumnos comiencen antes ese viaje para que estén en disposición de aportar nuevos peldaños desde el momento en que comiencen su carrera investigadora.

Esta puede ser una visión simplista: imagino que los pedagogos, maestros y profesores dedicarán parte de su esfuerzo a encontrar maneras de ir saltando los peldaños de tres en tres. Pero si existen, esas maneras no parecen aplicarse, ya que la tendencia general ha sido la de anticipar la especialización.

En el Día del Libro, quiero hoy insistir en que una parte de esa obligación moral de formar nuestro conocimiento en los ámbitos que la educación no puede cubrirnos recae en nosotros mismos, en nuestro esfuerzo personal. Y esto depende de la lectura. Tanto las ciencias como las humanidades son nutrientes subterráneos que surgen a la superficie en forma de hierba, y como seres pensantes somos herbívoros que necesitamos pastar para alimentar nuestro cerebro con ideas.

De todo lo cual se concluye que si hay un elemento esencial que debemos cultivar, es el lenguaje, tan imprescindible para el arte como para las matemáticas. El lenguaje es nuestra arma primordial contra la ignorancia. Y para ilustrarlo, hoy traigo aquí dos estudios que hablan de ello.

El primero, publicado en noviembre de 2015, es curioso desde la primera línea: hasta donde recuerdo, es el primer estudio que he visto cuyo título incluye la palabra bullshit, que suele traducirse formalmente como «sandeces» o «chorradas», pero cuya contundencia en inglés aconsejaría más bien asemejarlo a «gilipolleces». Este es el título: Sobre la recepción y la detección de gilipolleces pseudo-profundas. Toma ya.

Los autores sometieron a un grupo de voluntarios, alumnos universitarios, a un test en el que debían valorar la profundidad de significado de varios grupos de frases. Algunas de ellas procedían de tuits del conocido gurú espiritual Deepak Chopra; por ejemplo, «nuestras mentes se extienden a través del espacio y el tiempo como olas en el océano de la mente única», o «la naturaleza es un ecosistema autorregulado de consciencia».

Otras simulaban este mismo estilo de sentencias, pero habían sido obtenidas de dos webs (Wisdom of Chopra y New Age Bullshit Generator) que las generan aleatoriamente a partir de palabras extraídas de la cuenta de Twitter de Chopra; por ejemplo, «el infinito nos está llamando a través de una superposición de posibilidades», o «la ciencia nos enseña que la esencia de la naturaleza es la felicidad». Por último, un tercer grupo incluía frases de carácter más mundano, como «a la mayoría de la gente le gusta al menos algún tipo de música».

Los participantes debían calificar estas frases en una escala del 1 (nada profunda) al 5 (muy profunda). Los resultados muestran que los pensamientos de Chopra fueron valorados con una profundidad media de 2,8 y los generados al azar con un 2,5, mientras que las frases mundanas se quedaron en el 1. Pero además, en su muy concienzudo estudio, los investigadores evaluaron ampliamente otros rasgos de los voluntarios con el fin de elaborar un perfil de receptividad a las «gilipolleces pseudo-profundas», y esta es su (polémica) conclusión:

Los más receptivos a las gilipolleces son menos reflexivos, tienen menor capacidad cognitiva (es decir, inteligencia verbal fluida y alfabetización numérica), son más propensos a confusiones ontológicas e ideas conspirativas, sostienen con más frecuencia creencias religiosas y paranormales, y respaldan medicinas alternativas y complementarias.

Con todo, los autores insisten en aclarar que no pretenden calificar como gilipolleces todos los pensamientos de Chopra. Pero la conclusión que me interesa destacar aquí es que el conocimiento, sea de la clase que sea, ciencias o humanidades, finalmente se cifra en las palabras. Su correcto manejo y comprensión es lo que nos sirve de guía en todos los ámbitos de la experiencia humana, lo que nos convierte en seres pensantes, y lo que evita que los magos de las palabras puedan tomarnos el pelo y manipularnos a su antojo.

El segundo estudio, publicado también en noviembre de 2015, es igualmente jugoso. En él se analiza el lenguaje empleado en 253 estudios científicos de biomedicina publicados entre 1973 y 2013 que fueron retractados, es decir, que eran falsos o defectuosos hasta el punto de invalidar sus resultados, y todo ello en comparación con otro grupo de trabajos similares genuinos. Los investigadores descubrieron que los estudios retractados incluían una cantidad considerablemente mayor de jerga que los auténticos; como media, unos 60 términos más. La tesis de los autores, en palabras de uno de ellos, David Markowitz, es la siguiente:

Creemos que la idea subyacente a la ofuscación es enturbiar la verdad. Los científicos que falsifican datos saben que están cometiendo una mala praxis y no quieren ser descubiertos. Así que una estrategia para evitarlo puede ser oscurecer partes del estudio. Sugerimos que el lenguaje puede ser una de las muchas variables que diferencian entre ciencia genuina y fraudulenta.

Como conclusión, las letras son esenciales para la ciencia, y por tanto una sólida formación en humanidades dota a cualquier persona de la herramienta fundamental para adentrarse en el conocimiento científico. El físico Richard Feynman, una de las mentes más lúcidas del siglo pasado, decía que lo que diferencia a una definición de una idea, es decir, a algo que simplemente se aprende de algo que realmente se comprende, es la posibilidad de reformular la primera eliminando la jerga: «Sin emplear la nueva palabra que has aprendido, trata de refrasear lo que acabas de aprender en tu propio lenguaje». Este es el puente entre ciencias y letras: la palabra.

#Unoalmes: Por sus propios medios, de Robert Heinlein

Hace ya tiempo mi vecina de blog y amiga Madre Reciente nos invitó a sumarnos a la iniciativa #Unoalmes (el «uno» es un libro, y no otra cosa de la que espero que ustedes puedan disfrutar con una mayor frecuencia). La idea, que tal vez ya conozcan, consiste en comentar mensualmente una recomendación literaria por los medios que cada uno buenamente pueda, en este caso nuestros blogs.

Yo, que soy lento de reacción, justifico mi lentitud en unirme por el hecho de que, en el contexto de este blog, creo que poco importa lo que yo opine de obras de Hemingway, Scott Fitzgerald, Huysmans o Zola. Lo esperable es que me limite a comentar aquí libros relacionados con la ciencia, pero ya dedico suficientes horas a ella como para seguir leyendo sobre lo mismo en mis ratos libres, por lo que no soy un gran lector de ciencia ficción ni de divulgación científica (aunque debo decir que la primera me interesa más que la segunda). Tampoco suelo escribir sobre ciencia cuando me dedico a la novela, mi actividad extraescolar.

Pero siempre que caiga entre mis lecturas algo científicamente interesante, procuraré traerlo aquí. Hoy me estreno, aunque con un relato corto de poco más de 50 páginas, que más bien daría para un #UnoencadaviajeenmetrodePlazadeCastillaaSol. Pero debo recomendarlo como una de las narraciones imprescindibles del subgénero de la ciencia ficción que trata los viajes en el tiempo. No porque yo lo diga; acabo de aclarar que no soy un gran lector de ciencia ficción, por lo que difícilmente puedo situarlo en el contexto del género. Pero en alguna ocasión en que, hablando con físicos y filósofos especializados en el tema, se me ha ocurrido preguntarles sobre sus referencias de ficción favoritas, hay dos títulos que surgen casi invariablemente: en el cine, Doce monos, del montypythoniano Terry Gilliam; y en la literatura, Por sus propios medios, del estadounidense Robert Anson Heinlein.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Heinlein publicó por primera vez la historia en octubre de 1941 en la revista Astounding Science Fiction, bajo el seudónimo de Anson MacDonald. El relato ha sido republicado después innumerables veces, normalmente formando parte de antologías. El título original, By His Bootstraps, es mucho más sugerente que su traducción al castellano. En inglés se llama bootstraps a esas lengüetas que tienen las botas en el extremo de la caña, en la parte de atrás o a ambos lados, y que sirven para tirar cuando uno se las pone. Figuradamente, cuando alguien logra algo muy difícil sin ayuda de nadie se dice que ha tirado de esas lengüetas para levantarse a sí mismo del suelo, algo físicamente imposible. Así que «por sus propios medios» es una pobre traducción que pierde todo su punch al no existir una metáfora equivalente en español.

El título original resume con perfecta elegancia el sentido de la historia, aunque esto es algo que irán descubriendo a medida que la lean. El relato arranca con el estudiante Bob Wilson encerrado en su habitación, armado de café y cigarrillos y dispuesto a escribir de un tirón su tesis sobre matemáticas y metafísica, que debe entregar al día siguiente. Wilson está escribiendo una reflexión sobre la imposibilidad de los viajes en el tiempo cuando de repente le interrumpe la voz de un extraño que ha aparecido en su cuarto no se sabe de dónde, y que le aconseja olvidarse de esas monsergas.

Sorprendido, Wilson piensa que aquel desconocido es una alucinación producida por la falta de sueño y el exceso de trabajo. Pero el extraño, que dice llamarse Joe, no se esfuma; muy al contrario, le dice que ha llegado hasta allí a través de una Puerta Temporal que le muestra y que aparece como un disco suspendido en el aire. Para demostrarlo, el visitante arroja hacia el disco el sombrero de Wilson, que se desvanece en el aire. Joe insta a Wilson a que atraviese la puerta, y se produce un forcejeo al que súbitamente se suma un tercer personaje. Al contrario que Joe, este individuo conmina a Wilson a que no cruce la Puerta Temporal.

Durante la discusión, suena el teléfono; cuando Wilson responde, escucha la voz de alguien que no se identifica, y piensa que se trata de una broma. Pero al colgar, el aparato suena de nuevo. Esta vez no es el bromista, sino la novia de Wilson, que le llama para contarle que durante su cita de aquella tarde, él se olvidó el sombrero en casa de ella. Pero Wilson no recuerda tal cita, ni por tanto haberse dejado el sombrero. Desconcertado, Wilson se ve de nuevo sumido en la disputa entre los dos desconocidos. Surge una pelea, y finalmente Wilson resulta arrojado a través de la Puerta Temporal.

Al despertar, Wilson se encuentra en un lugar ignoto, acompañado por un hombre de mediana edad que dice llamarse Diktor, que le informa de que se halla en el Salón de la Puerta del Alto Palacio de Norkaal, que ha viajado 30.000 años hacia el futuro, y que debe cruzar de nuevo la puerta para traerse de vuelta a Joe. Y luego… luego todo se va complicando, pero ya no puedo contarles más. Les invito a que lo lean. Es un relato que debe leerse con atención y concentración, y que en alguna ocasión puede invitar a regresar a páginas anteriores para comprobar algún dato.

Esta complejidad es inherente a los relatos sobre viajes en el tiempo, donde los hechos van urdiendo una trama entrecruzada sobre la malla temporal. En el caso general, toda historia tiene una narrativa lineal que respeta la coherencia cronológica: una acción en un instante da lugar a una consecuencia posterior. A menudo la ficción rompe esta linealidad como recurso narrativo; por ejemplo, una historia policíaca puede comenzar enseñándonos un cadáver, para regresar al momento previo mediante un flashback al final de la historia, cuando se descubre quién es el asesino.

Pero las historias de viajes en el tiempo suelen seguir una línea hipertemporal. Tomando prestado el concepto del filósofo metafísico Peter van Inwagen, el hipertiempo es el hilo que sigue el viajero, que no es el cronológico: la narración sigue al viajero en el tiempo, a veces formando bucles. El reto para este tipo de ficción es que la historia mantenga toda su coherencia si se cuenta siguiendo una línea cronológica natural, sin dar lugar a paradojas o a versiones alternativas de una misma realidad (a no ser que este sea precisamente el objetivo, como en El ruido de un trueno de Ray Bradbury, que ya comenté aquí).

La particularidad del relato de Heinlein, como también sucede en Doce monos, es que el puzle cuadra a la perfección; todas las piezas encajan en su lugar, y el presente no solo depende de nuestro pasado, sino también de nuestro futuro. Nuestros actos tienen consecuencias incluso en nuestra historia, revelando el poder, pero también el riesgo, de juguetear con el tejido del espacio-tiempo. Después de Por sus propios medios, Heinlein escribió otro relato, Todos ustedes, zombis, en el que continuó explorando las peculiaridades de los viajes en el tiempo. Pero de este ya hablaremos otro día. De momento, les dejo aquí los enlaces donde podrán leer Por sus propios medios en castellano o, si pueden y se animan, en inglés (online, en PDF, o en PDF facsímil). Que lo disfruten.

‘La metamorfosis’ de Kafka: no una cucaracha, sino un escarabajo (lo dijo Nabokov)

En otra época, de haber tenido que escoger esos famosos diez libros para llevar conmigo a una isla desierta, uno de ellos NO habría sido La metamorfosis de Kafka. No por falta de apreciación de esta novela, sino todo lo contrario, porque no habría sido preciso: hubo un tiempo en que lo leía con tanta asiduidad que casi llegué a aprenderme de memoria buena parte de sus párrafos; habría podido actuar como uno de esos hombres-libro de Bradbury en Fahrenheit 451, que habían memorizado grandes obras de la literatura y vivían ocultos en el bosque a la espera de un futuro más tolerante con la ficción. Pero los años castigan la memoria y disuelven los recuerdos, y hoy preferiría empacar uno de los ejemplares que tengo.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de ‘La metamorfosis’.

A La metamorfosis, de cuya publicación acaba de cumplirse el centenario, le sucede lo que a todas las obras inmortales: se ha escrito tanto sobre el significado y el simbolismo de su argumento y de sus personajes que cualquier estudioso interesado en comprenderlo no sabría a qué carta quedarse: si a la del antisemitismo furibundo del naciente siglo XX que comenzaba a despreciar a los judíos como algo escasamente más digno que las cucarachas, o a la de las complicadas relaciones familiares del autor, o a la de la crítica al sistema económico, o a la de la plasmación del existencialismo filosófico, o incluso a la de la psicopatología del propio autor, que ha recibido diferentes nombres como complejo edípico, psicosis o trastorno esquizoide. O a todas ellas. Y sin contar que, según un estudio, durante sus noches sin dormir dedicadas a la escritura, Kafka sufría de vívidas alucinaciones hipnagógicas, que recientemente comenté aquí y que sobrevienen en la transición de la vigilia al sueño.

Y todo ello, a pesar de que el autor escribió en sus Diarios: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura».

De hecho, la ventaja de La metamorfosis respecto a otras numerosas obras de temas similares, aquello que la eleva por encima de la masa y que ha cautivado a generaciones de lectores por motivos que tal vez ni siquiera ellos mismos aciertan a discernir, es que no es preciso conocer ninguna de las anteriores interpretaciones para disfrutar y abominar de la extraña y patética desventura de Gregor Samsa, que despertó una mañana de un sueño intranquilo para encontrarse sobre la cama transformado en un insecto monstruoso. Algo que difícilmente ganaría nunca el sueldo a un crítico literario es decir que la novela de Kafka puede leerse simplemente como una crónica angustiosa de puro terror psicológico, que en sus mimbres e intensidad recuerda a otras joyas sobre la criatura sola y atribulada como Soy leyenda de Richard Matheson (infinitamente superior al bodrio cinematográfico del mismo título), el Jekyll y Hyde de Stevenson o el Frankenstein de Shelley.

Pero La metamorfosis posee un rasgo peculiar que tampoco es terreno de la crítica literaria, y es que fueron el propio devenir de la historia y las traducciones e interpretaciones que se hicieron de ella los que han logrado grabar en la imaginación colectiva la noción de que Gregor Samsa despertó transformado en una cucaracha. El nombre de este insecto jamás aparece en la narración. De hecho, en el original en alemán Kafka abrió su novela afirmando que Samsa se había convertido en Ungeziefer, un sustantivo sin plural que en inglés tiene un equivalente aproximado, vermin. Este término, que etimológicamente hacía referencia a los animales impuros, se aplica colectivamente a las plagas o pestes; sí, bichos, pero también ratas, zorros o pájaros que asuelan los sembrados. Es más; tanto Ungeziefer como vermin se emplean también en sentido figurado para designar a la categoría de personas indeseables, algo que sí tiene términos adecuados en castellano: chusma, gentuza.

Pero no regresemos a las metáforas. Lo cierto es que la descripción posterior del narrador nos aclara que Samsa es un insecto; no quedan dudas de esto, aunque ningún pasaje de la novela entra en algo más específico, a excepción del momento en que la asistenta llama a Samsa «viejo escarabajo» y «escarabajo pelotero». Con todo, el contexto deja entender que se trata de apelativos destinados a quitar hierro a la incómoda situación, y tampoco puede desprenderse que la señora de la limpieza fuera una experta entomóloga.

Tal vez a estas alturas algún lector estará preguntándose qué demonios importa el insecto concreto en el que se transformó Samsa, dado que el propio Kafka no pretendió hacer de esto un sostén argumental. Correcto. Pero hubo alguien a quien sí le importó: Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Ada o el ardor era, además de gran literato, un entusiasta lepidopterólogo o experto en mariposas, una afición que llegó a ejercer como conservador de la colección de la Universidad de Harvard.

Primera página del ejemplar de 'La metamorfosis' de Kafka anotado por Nabokov.

Primera página del ejemplar de ‘La metamorfosis’ de Kafka anotado por Nabokov.

Fascinado por la obra de Kafka, el escritor ruso-estadounidense no solo analizó La metamorfosis desde el punto de vista entomológico, sino que llegó a dibujar bocetos del aspecto de Gregor Samsa tras su transformación siguiendo las pistas ofrecidas en la narración. En su ejemplar de La metamorfosis, en el que se permitió la licencia reservada a los inmortales de esparcir anotaciones corrigiendo su traducción inglesa, o al mismo Kafka, Nabokov esbozó un bicho que en su opinión representaba fielmente el tipo de insecto imaginado por Kafka.

El veredicto de Nabokov es tajante: nada de cucarachas. «Una cucaracha es un insecto de forma plana con patas grandes, y Gregor es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus patas son pequeñas», explicaba el autor en sus Lectures in Literature, un volumen doble que recoge las lecciones impartidas durante su etapa de profesor en las Universidades estadounidenses de Wellesley y Cornell. «Se aproxima a una cucaracha solo en un aspecto: su coloración es marrón. Eso es todo. Aparte de esto, tiene un tremendo abdomen convexo dividido en segmentos y una espalda redondeada y dura que sugiere estuches de alas», proseguía.

Para Nabokov, era indudable que se trataba de un escarabajo. Y los escarabajos pueden volar. «Curiosamente, Gregor el escarabajo nunca averiguó que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda. (Esta es una observación muy bonita de mi parte para que la atesoréis toda la vida. Algunos Gregors, algunos Fulanos y Menganas, no saben que tienen alas)». Nabokov aportó también la descripción sobre las fuertes mandíbulas de Gregor, que le permitían abrir la puerta cuando se erguía sobre su último par de patas. Y de este gesto, el autor deducía la longitud de Gregor Samsa: unos tres pies, o un metro.

Esta maravillosa lección impartida por Nabokov a finales de los años 40 en la Universidad de Cornell, en la que, naturalmente, también desgranaba los aspectos literarios de La metamorfosis y el universo kafkiano, fue recreada en un cortometraje para televisión rodado en 1989 por Peter Medak (director de Al final de la escalera), con Christopher Plummer interpretando soberbiamente al escritor y profesor. Una transcripción parcial de la conferencia puede encontrarse aquí.

El escorpión marino (euriptérido) 'Jaekelopterus rhenaniae', que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

El escorpión marino (euriptérido) ‘Jaekelopterus rhenaniae’, que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

Pero para concluir este comentario en la línea abierta por Nabokov, y de paso ofrecer algo más de contenido biológico a este post, naturalmente el de Kafka es un escarabajo irreal, semihumano. No solo porque, como concluye la novela, al final Samsa resulta más humano que sus familiares, y estos más Ungeziefer que él. Ni porque Kafka nos relate que el ser abre y cierra los ojos o respira por sus orificios nasales, dos imposibles en los insectos. La profesora de biología Dona Bozzone, del St. Michael’s College, en Vermont (el estado más literario de la Unión), ya aclaró en un curioso artículo que ningún insecto puede alcanzar el tamaño de un perro. «Contrariamente a las imágenes de ciencia ficción de bichos de 50 pies, los cuerpos de los insectos deben ser pequeños», escribe Bozzone. «Si el cuerpo con su exoesqueleto se escalara al tamaño humano, sería tan pesado que incluso piernas y músculos del tamaño adecuado no podrían sostenerlo. Un insecto así no podría moverse». Además, la bióloga aclara que tanto el sistema respiratorio de los insectos –tráqueas en lugar de pulmones– como el circulatorio no sirven para grandes volúmenes corporales.

Con todo, existieron insectos prehistóricos gigantes, lo que algunos paleontólogos relacionan con el hecho de que en épocas antiguas la concentración de oxígeno de la atmósfera era mayor que hoy. En el Pérmico temprano, hace casi 300 millones de años, vivió en Norteamérica una libélula gigante llamada Meganeuropsis permiana que alcanzaba 70 centímetros de envergadura alar y más de 40 centímetros de longitud. Claro que este animal era un enano en comparación con el mayor artrópodo que jamás existió, el escorpión de mar Jaekelopterus rhenaniae, un euriptérido (grupo relacionado con los arácnidos actuales) que vivió hace 390 millones de años y que medía 2,5 metros.

Plutón, el mundo de Mordor, Cthulhu, Spock y Skywalker

¿Alguna vez ha fantaseado con poner nombre a un lugar? Ahora es su oportunidad. Los actuales terrícolas, para desolación de algunos de nosotros, hemos nacido en una época en la que ya no es posible llegar simplemente caminando a lugares jamás hollados por pie humano. Los únicos rincones vírgenes en este planeta pertenecen, si acaso, a los buceadores y a los espeleólogos, o a los buceadores espeleólogos, una actividad que requiere superar la combinación de dos miedos atávicos del ser humano: el pánico a los espacios estrechos y el terror a no tener aire alrededor con el que llenarnos los pulmones.

Al menos, las máquinas hoy pueden llegar a lugares que nos están vedados a los humanos y ofrecernos una experiencia de exploración de salón que no es ni mucho menos lo mismo, pero… Sin pero. No es ni mucho menos lo mismo, y punto; tendremos que conformarnos con ello. Como consuelo, y en comparación con los descubrimientos de exoplanetas que siempre nos dejan la sensación de oler el plato sin llegar a probarlo, este año una de esas máquinas va a descubrirnos de verdad un nuevo mundo. O mejor dicho, dos. En julio, la sonda New Horizons de la NASA se acercará al planeta explaneta Plutón y su mayor satélite, Caronte. Y entonces pasaremos de esto…

Representación de Plutón y Caronte según imágenes del telescopio espacial Hubble. Imágenes de ourpluto.org.

Representación de Plutón y Caronte según imágenes del telescopio espacial Hubble. Imágenes de ourpluto.org.

…a algo parecido a esto:

Representaciones artísticas de Plutón y Caronte. Imágenes de ourpluto.org.

Representaciones artísticas de Plutón y Caronte. Imágenes de ourpluto.org.

Además de ofrecer pistas sobre las características físicas de aquel planeta explaneta, las imágenes a baja resolución de telescopios como el Hubble ya han permitido anticipar que Plutón no es una sosa bola de billar gaseosa al estilo de Urano y Neptuno, sino un mundo rocoso y helado de contrastes y claroscuros con accidentes geográficos marcados, a los que habrá que poner nombres.

Para esta tarea, los científicos han decidido contar con la ayuda del público. Los responsables de la misión New Horizons, en colaboración con el Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) y la Unión Astronómica Internacional, han abierto el concurso Our Pluto (Nuestro Plutón), también disponible en castellano y en catalán, para bautizar los rasgos físicos que aparecerán en los mapas del planeta explaneta. En palabras del científico de New Horizons e investigador del SETI Mark Showalter: «Plutón pertenece a todos, así que queremos que todos se impliquen en hacer el mapa de este mundo distante».

Hasta el próximo 7 de abril, los usuarios que lo deseen podrán proponer nombres y elegir sus favoritos. Respecto a la primera opción, la de nominar, los responsables del concurso han restringido los posibles nombres a tres grandes grupos. El primero reúne las categorías de nombres reales históricos, ya sean de exploradores de todas las épocas, misiones y naves espaciales, o científicos e ingenieros que hayan contribuido al conocimiento del espacio. El segundo grupo rinde homenaje a los viajes nacidos de la imaginación humana: viajeros y exploradores de ficción, sus lugares de origen y destino, los vehículos que les llevaron, y los autores y artistas a los que debemos esas historias. Por último, el tercer grupo está dedicado al inframundo y el infierno, sus lugares en las diferentes culturas, sus exploradores y sus habitantes de ficción.

La web incluye también un apartado específico para niños, destinado a que los pequeños puedan votar directamente a sus libros, películas o series favoritas: allí están Tintín, El Principito, Star Wars, Star Trek, Peter Pan, Alicia o Narnia, por citar solo algunos. A fecha de hoy, Star Wars va ganando en las preferencias de los niños, por delante de Star Trek. Curiosamente, ocurre lo contrario en las votaciones de los adultos, donde los Vulcano, Kirk, Spock, Uhuru y Sulu se imponen a los Alderaan, Tatooine, Skywalker, Solo, Leia y Kenobi.

Para los fans del universo de Tolkien, ya se han propuesto los nombres de Balrog, Morgoth, Nazgûl, Orco, Mordor y la Comarca, así como el del propio autor (Bilbo y Frodo ya existen en Titán, satélite de Saturno). Y también los lectores de Lovecraft esperamos ver desplegada la mitología de Cthulhu por la geografía de Plutón. Por lo que a mí respecta, ya he hecho mi pequeña contribución sugiriendo el nombre de Mountains of Madness, las Montañas de la Locura, la cordillera que en la novela del mismo nombre abre la puerta al inframundo que yace bajo la Antártida. Hagan juego; sugieran sus nombres y voten por sus preferidos. Hay todo un planeta explaneta esperándonos.

Diez razones para creer que Mars One era posible, y una para creer que ya no lo es

Siempre he creído que Mars One podía hacer lo que asegura que quiere hacer, siendo consciente de que soy uno de los escasos satélites del planeta Ciencia que así lo creen. Tanto lo he creído que, de hecho, escribí una novela sobre el proyecto de Mars One antes de que existiera nada llamado Mars One ni su proyecto. Si bien, como es de esperar en una novela, en la mía no todo acaba funcionando según lo esperado; al contrario de lo que suele decirse sobre la necesidad de que la ficción tenga un sentido del que la realidad carece, mi escuela es más bien la de la ficción como exploración de las posibilidades que la realidad suele dejar pasar de largo.

Me he ocupado de condensar aquí mis razones para creer que la empresa es viable:

  1. Recreación artística del proyecto Mars One. Imagen de mars-one.com.

    Recreación artística del proyecto Mars One. Imagen de mars-one.com.

    La colonización de Marte no presenta ningún problema teórico irresoluble (como sí existe, por ejemplo, para los viajes interestelares), sino solo retos tecnológicos. En cuanto a estos, no se requiere ningún avance científico revolucionario y genial, sino solo tecnología incremental.

  2. De hecho, de toda la tecnología necesaria para hacer realidad el proyecto, es más la que ya existe que la que aún falta por desarrollar. Es más: si se hubiera mantenido el nivel de inversión de los tiempos de la carrera espacial, toda la tecnología requerida ya estaría disponible.
  3. Los mayores retos tecnológicos que aún deben superarse conciernen a la biología de los colonizadores, y se resumen en una palabra: homeostasis. O en tres: respirar, comer y beber. Es imposible transportar alimentos y agua para dos años, pero Marte posee todos los elementos imprescindibles para la vida en cantidades suficientes, aunque en formas no inmediatamente aprovechables para nosotros. En Marte hay agua (y, por tanto, oxígeno e hidrógeno), carbono, nitrógeno, fósforo, azufre, cloro, calcio, magnesio, sodio, potasio, e incluso la mayoría de los oligoelementos biológicos como manganeso, hierro, níquel, cromo, cinc, cobre, bromo, molibdeno… Ahora que ya tenemos constancia de casi 2.000 planetas, Marte es, después de la Tierra, casi lo más parecido a un planeta habitable que podríamos soñar.
  4. Son pocos los nutrientes esenciales que deberían llevarse desde casa, y no supondrían un aumento gravoso de la carga útil. Esto permitiría concentrar el peso en los suministros precisos que no pueden derivarse in situ, como los medicamentos y los elementos iniciadores para crear un ecosistema autosostenible.
  5. Los desafíos tecnológicos adicionales, como la protección contra la radiación, la generación de energía, la transformación química de los elementos en compuestos aprovechables, o la creación de un ecosistema cerrado autosuficiente, son una vez más cuestión de desarrollo tecnológico. El uso y la explotación de los recursos marcianos para el sostenimiento de una colonia viable fue ampliamente estudiado y documentado por el ingeniero aeroespacial Robert Zubrin en su libro Alegato a Marte (The case for Mars). Y todo esto solo depende de…
  6. Dinero. La obtención de la tecnología necesaria es cuestión de dinero, y este es un recurso muy abundante en el planeta Tierra. Solo es necesario lograr que cambie de manos.
  7. Para conseguir esto último, la idea del reality show es idónea, y nadie mejor para ello que la holandesa Endemol, creadora del atroz pero astronómicamente rentable Gran Hermano. Como ya conté aquí, un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal revelaba que entre 2006 y 2008 el formato Gran Hermano generó en todo el mundo unos ingresos de 12.300 millones de dólares, una cifra que triplica el presupuesto de la NASA para exploración espacial en 2014. Mars One anuncia un presupuesto de 6.000 millones de dólares para enviar a los cuatro primeros colonos. Aunque sea el doble, o el triple.
  8. Quienes aseguran que el proyecto es inviable, lo que incluye a la comunidad científica en general y la mayoría de sus adláteres, inevitablemente evalúan el proyecto de Mars One tomando como regla de medida los de las agencias espaciales. Sin embargo, el concepto es radicalmente diferente; ya insinué algo de ello en un post anterior, pero el modelo para lograr algo como lo que propone Mars One debe ser completamente nuevo de principio a fin (más detalles en mi libro). Compararlo con la visión de la NASA es como analizar la viabilidad del transporte aéreo low cost tomando como patrón el sector de los jets de lujo. ¿Alguien habría creído a principios de los 90 del siglo pasado que hoy se podría comprar un billete de avión a Londres por seis euros?
  9. Supongamos que surgen problemas, lo cual es muy concebible. Si yo fuera Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, me haría el siguiente cálculo: si los primeros colonos llegan a despegar sin que lo paralice una orden judicial (algo que podría suceder), una vez que hayan abandonado la atmósfera terrestre se acaban las jurisdicciones legales e incluso morales. Entonces Mars One deja de ser un proyecto de una organización privada para convertirse en una responsabilidad (o llámese marrón, si se quiere) que concierne a todas las potencias espaciales. Si la colonia resulta insostenible, nadie va a responder con un «así se pudran». El de Lansdorp no es un salto sin red, aunque la red no la pagaría él, y quienes la pagarían aún no lo saben.
  10. Y al final, mi error al haberlo creído posible siempre sería menos memorable y comprometedor que el de quienes aseguraban que nunca podría hacerse. Un poco cínico, lo sé. Pero así ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia. Estaría tan dispuesto a comerme mis palabras físicamente y públicamente como a recordar que fui (casi) el único que creyó en ello.

La cuestión es que siempre lo he creído posible… hasta ahora.

Bas Lansdorp, cofundador y CEO de Mars One. Imagen de Joe Arrigo / Wikipedia / CC.

Bas Lansdorp, cofundador y CEO de Mars One. Imagen de Joe Arrigo / Wikipedia / CC.

Esta semana, la web del periódico británico Daily Mail informaba de que Mars One y Endemol han roto relaciones, al parecer debido a la imposibilidad de llegar a un acuerdo en los detalles del contrato. El diario conservador, que se ha destacado por su oposición al proyecto, aportaba fuentes de ambas partes, incluyendo al propio Lansdorp; aunque, hasta donde sé, ninguna de las dos compañías lo ha ratificado por otras vías. En su día, Mars One sí informó en su web del acuerdo con Endemol.

Si se confirma la noticia y el reality ya no es una realidad, tampoco creo que llegue a serlo el proyecto. Siempre según el Mail, Lansdorp señaló que la idea de que la mayor parte de la financiación de Mars One procedería del reality era un «gran malentendido», y que el principal caudal de fondos será la inversión privada de capital riesgo. Curiosamente, de haber un malentendido, fue el propio responsable del proyecto quien lo ocasionó; en una conferencia de prensa celebrada hace dos años en Nueva York, Lansdorp hablaba de los ingresos televisivos en términos épicos y estratosféricos. Y no imagino qué socios privados estarían dispuestos a cubrir una inversión de extremo riesgo superior a los 6.000 millones de dólares.

El reality era, y es, clave. No se trata simplemente de un programa televisivo, sino de aprovechar el inmenso poder de la televisión e internet como plataformas de marketing alrededor de una experiencia humana jamás vista en la historia del planeta. La oportunidad es inigualable, y el potencial es casi infinito. No creo que actualmente nadie en España pueda dudar de que el uso inteligente de los medios audiovisuales es capaz incluso de llegar a romper un equilibrio político que ha permanecido inmutable durante décadas. Todos somos sus esclavos, sus presas o sus víctimas. Todos nos dejamos manipular, y a cambio acrecentamos su supremacía como máquina de hacer dinero. A quien discrepe de esta visión, o la califique de nihilista, le invito a recordar que ayer el asunto global que más interesó a la humanidad entera fue la apasionada discusión sobre si un vestido era blanco o azul. Es esa humanidad.

Tal vez alguien objete que el público es refractario a la imposición de intereses, y que casos como el del vestido surgen de forma espontánea. La cuestión es que dentro de una semana nadie se acordará del vestido, pero en cambio todo el mundo continuará bebiendo Coca-Cola, un refresco que nadie rechaza a pesar de ser comercializado por una compañía que guarda suficientes esqueletos en el armario como para igualar en reputación a Monsanto, la multinacional de cultivos transgénicos que probablemente representa el epítome de empresa aborrecida por muchos. Todo es cuestión de comunicación. En mi novela, la primera fotografía que confirma la presencia indiscutible de restos fósiles en Marte lleva el patrocinio de Coca-Cola, mostrado a través de un logotipo en la carrocería del robot que realiza el hallazgo. ¿Cuántas empresas rechazarían semejante publicidad? Pero ¿cuántas podrían pagarla?

Otra objeción podría ser que Mars One concita serios rechazos, tantos o más que adhesiones. Las actitudes frente al proyecto pueden agruparse en cuatro tendencias: los entusiastas, los detractores, los indiferentes y los que aún no lo conocen. Este último grupo va reduciéndose con cada nuevo paso de la iniciativa y su difusión pública. ¿Quién no ha oído hablar ya de los dos españoles que viajarán a Marte? En mi novela, el personaje que equivale a Lansdorp, Sam Waitiki, escogía astutamente a sus candidatos para asegurarse de cubrir todo el espectro global de culturas, etnias y civilizaciones, y seleccionaba su simbología e imagen de marca para representar la universalidad. En el caso real, los medios generalistas de todo el mundo han pregonado, perfilado y entrevistado a sus candidatos locales, generalmente con una visión (tal vez demasiado) acrítica sobre el proyecto.

A medida que aumenta el conocimiento público sobre Mars One, el cuarto grupo va menguando al tiempo que crecen los tres primeros. Y de estos, solo los indiferentes dejarán de contribuir a la campaña publicitaria de Mars One. En mi novela, Sam Waitiki procura ocuparse de que los indiferentes sean una minoría; prefiere el odio, porque el odio es rentable, y a los detractores los anzola con más argumentos para manifestarse pública y enérgicamente en contra del proyecto. Todos aquellos que critican su inviabilidad, o que vituperan la frivolidad que supone el gigantesco gasto en una quimera espacial muy alejada de los problemas de la Tierra, generan tráfico de internet, visitas a páginas web y, nuevamente, más publicidad; más dinero.

Al parecer, Lansdorp declaró al Mail Online que en lugar del reality se producirá un documental. Me sorprendería que este fuera el final de la historia. Porque de ser así, no me sorprendería que este fuera el final de toda la historia.

¿Es el Manuscrito Voynich una versión gráfica de La Divina Comedia de Dante?

De acuerdo: el Manuscrito Voynich es carne para cargar en las naves del misterio, esas que surcan los mares de la inquietud humana en horarios nocturnos. Debo aclarar, como ya he expresado aquí otras veces, que soy partidario de que la ciencia abandone todo pudor y vergüenza a la hora de abordar los contenidos que pueblan esos programas. La ciencia no debe caer en su propio meapilismo; existe para estudiar aquello que aún no se conoce y explicarnos la naturaleza y, por tanto, tiene la obligación de entrar en este terreno para abrir las ventanas y ayudar a que circule el aire fresco, como suele hacer mi colega y amigo José Manuel Nieves como colaborador del programa Cuarto Milenio. Al fin y al cabo, ¿qué nos interesa de la ciencia si no es que nos ayude a explicar lo inexplicado? Por tanto, respeto ese tipo de programas siempre que adopten la que en mi humilde opinión personal es la actitud correcta: si a un fenómeno constatado fehacientemente no se le prueba una explicación natural, es simplemente porque no somos lo suficientemente listos para encontrarla, no porque no exista. Una vez más hay que recordar el viejo argumento lógico: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.

El Manuscrito Voynich es material de frontera, que tanto aparece en ámbitos puramente científicos como en el mundo de lo paranormal. Para quien nunca haya oído hablar de él, se trata de un libro presuntamente elaborado en el siglo XV, escrito en un código incomprensible e ilustrado profusamente con dibujos de la naturaleza y otros más delirantes. Sobre su autoría se han propuesto todo tipo de explicaciones, incluyendo las más esotéricas. La denominación oficial del manuscrito procede del bibliófilo nacido en Lituania Wilfrid Voynich, quien lo compró en Italia en 1912. Hoy el ejemplar se encuentra en la Universidad de Yale (EE. UU.), y su contenido está disponible en internet. Sus páginas han desafiado a criptógrafos de todo el mundo, que han propuesto teorías muy diversas sobre su origen y significado. En febrero de 2014, el profesor de la Universidad de Bedfordshire (Reino Unido) Stephen Bax logró la primera decodificación parcial del Voynich, revelando que probablemente es un tratado de la naturaleza escrito en una lengua muerta oriental.

Por su aura de enigma, que apela a la atracción humana por el misterio y al desafío de resolverlo, el Voynich ha interesado y obsesionado a muchos investigadores a lo largo de los años, que lo han abordado como simple pasatiempo o como materia a la que consagrar una vida. Hoy traigo aquí a uno de ellos. Jürgen Wastl es un bioquímico que ha trabajado para la industria y la universidad, y actualmente ejerce como jefe de información para la investigación en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). No se considera a sí mismo un lingüista ni un criptógrafo, pero mantiene un vivo interés en la historia y la filosofía de la ciencia, lo que hace año y medio y por intereses compartidos con su mujer, Danielle Feger, le llevó a dedicar parte de su tiempo libre a estudiar el Voynich.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La conclusión a la que ha llegado Wastl, y que ha condensado en varios estudios, es que los dibujos del Voynich son ilustraciones de La Divina Comedia de Dante Alighieri. La idea de vincular ambas obras, admite Wastl, no es suya: «La relación o vínculo entre el Manuscrito Voynich y Dante no es nueva y se ha discutido en múltiples foros y blogs», señala. Wastl precisa que otros han sugerido el Infierno y el Purgatorio de Dante como «el núcleo» del manuscrito. Un folio en particular, una hoja desplegable que muestra nueve círculos comunicados y que se conoce como diagrama de las nueve rosetas o mapa de rosetas, se ha identificado con los nueve cielos del Paraíso de Dante que el autor italiano basó en la cosmología de Aristóteles.

En el reverso de esta hoja se encuentra otra ilustración que muestra dos diagramas circulares y que se conoce como «círculos mágicos». Siguiendo una línea de investigación sugerida por el investigador del Voynich Nick Pelling en su blog, Wastl ha ligado estas imágenes con otras y las ha comparado con las ilustraciones de otros manuscritos medievales, además de analizar los textos de los cantos de la obra de Dante. Su conclusión es que se trata de representaciones que ilustran el Paraíso completo.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La idea de Wastl es que el texto podría ser descifrado a partir del conocimiento sobre qué representan las imágenes del manuscrito. Desde la publicación de La Divina Comedia, la obra de Dante atrajo tanto interés que fueron numerosas las publicaciones basadas en ella. Según Wastl, «ilustrar el Dante era algo común ya desde el siglo XV», algo que hicieron artistas como Sandro Botticelli, y también lo eran los comentarios destinados a desentrañar el complejo significado de sus versos. Aún hoy, las ediciones de esta cumbre de la literatura medieval aparecen plagadas de notas al pie, tanto que en algunas páginas apenas dejan espacio en el papel para el texto original. Del mismo modo, Wastl piensa que algunos textos del Voynich podrían ser comentarios.

El bioquímico espera que su asignación de ilustraciones a cantos concretos del Paraíso de La Divina Comedia ayude a «abrir nuevas líneas de investigación para descifrar el texto del manuscrito». En particular, Wastl apunta que «el cosmos medieval, desde un punto de vista astronómico, utilizaba nombres de ángeles y santos y los indicaba mediante estrellas. Con esta base, hay oportunidad de analizar y asociar nombres, identificados mediante los cantos del Paraíso de Dante, con imágenes del Manuscrito Voynich».

«Si mis asociaciones son correctas, esto proporcionaría nuevas pistas para la identificación de pequeños bloques de texto y nombres o palabras originales, en particular santos y nombres de estrellas», añade el investigador, cuyos estudios están disponibles en la web Figshare aún a la espera de su publicación formal. «La manera de publicar en biología molecular y bioquímica, donde me crié, es totalmente diferente a las humanidades; aún necesito aprender sobre la manera de referenciar correctamente y otras cosas», concluye.

(No solo) vengo a hablar de mi libro: Galatea, Tulipanes de Marte y el 2014 que termina

Al contrario que otros blogs de esta casa, el mío no fue reclutado debido a su éxito previo en otra plataforma, sino que nació aquí, en las páginas digitales de 20 Minutos. Cuando en febrero de este año se me encargó crear una bitácora de ciencia, aún no tenía título. Entre las opciones que barajábamos, los responsables de este diario me sugirieron una: Ciencias Puras. Y esto me sirvió en bandeja la oportunidad para elegir la cabecera que realmente se ajustaba más a lo que pretendía hacer aquí: Ciencias Mixtas.

Ciencias Mixtas es una manera de manifestar que la consabida frontera entre ciencias y letras, el «yo soy de ciencias» o «yo soy de letras», la hiperespecialización educativa de los adolescentes cuando aún están demasiado ocupados descubriendo su propio equipamiento de serie, es uno de los grandes males del conocimiento actual. Los científicos y los tecnólogos son hoy quienes mantienen esta roca mojada en rotación, quienes permiten que podamos comunicarnos, curarnos, viajar, trabajar o comer. Pero quienes nos gobiernan son juristas y literati, incluso tal vez eruditos (pocos, sí), aunque sin la menor estructuración científica de la mente. El gran Carl Sagan ya hizo notar en su día esta peligrosa paradoja.

A pesar de lo que a veces me achaca un fiel comentarista de este blog, él ya sabe quién, no soy un cientificista puro, sino, como mucho, un cientificista mixto. Mi intención con este blog es llevar las bases del conocimiento científico también a aquellos que se consideran de letras, tal vez porque son víctimas de un sistema educativo que les obligó a elegir desde su más tierna juventud. Durante este primer año de Ciencias Mixtas, he tenido la satisfacción de recibir comentarios de quienes dijeron haber entendido mis artículos y los principios científicos que en ellos se planteaban sin haber recibido formación específica, lo cual es una enorme satisfacción para mí. Claro que también hubo algún «no he entendido absolutamente nada de tu artículo». Lo siento; intentaré hacerlo mejor en 2015.

Pero Ciencias Mixtas también significa otra cosa, y es buscar el lugar de encuentro entre ciencias y humanidades. El lugar donde este blog se encuentra más a gusto es la orilla en la que confluyen dos mundos, biología y literatura, o física e historia, o neurociencias y música. Pienso que hay que trabajar mucho en la disolución de esa frontera para que los seres terrestres le pierdan miedo al agua, y los acuáticos se animen a dar un paseo por tierra firme. Y aquí estamos. Por lo que creo saber, parece que de momento mis jefes no me despedirán, así que en estos tiempos navideños de recapitulación y planificación quiero agradecer a lectores y visitantes de este blog el apoyo que prestan con sus visitas y comentarios.

L342110.jpgEs en ese terreno de las Ciencias Mixtas donde quiero aprovechar este último post del año para hablar de dos libros. Y sí, uno es mío, espero que me disculpen. En realidad, antes de Tulipanes de Marte (Plaza & Janés) no había escrito ninguna novela sobre un tema científico ni tenía intención de hacerlo; tal vez porque en el recreo uno busca algo diferente a lo que ya hace en clase, pero también porque no soy estrictamente un adicto a la ciencia-ficción. Creo haber leído los principales clásicos del género, pero suelen interesarme más las utopías y distopías que la prospectiva tecnológica.

Tulipanes de Marte nació porque coincidieron en mis manos dos historias reales irresistibles, la del tipo que proponía una colonización de Marte a fondo perdido y en solitario, y la del que se ofrecía para llevarlo a cabo. Los reportajes periodísticos que escribí se me quedaron cortos: aquello merecía una novela, pero más por el factor humano que por el científico. Tulipanes contiene elementos de ciencia-ficción, pero no es una novela de género, sino una historia sobre el devenir de una serie de personajes obligados por las circunstancias a pisar el primer peldaño de la escalera hacia otro mundo. Y sobre todo ello flota la última incógnita que en el fondo nos empuja a mirar hacia las estrellas. Más allá de si somos científicos, humanistas o mixtos, a todos nos cosquillea la duda sobre si hay alguien más que nosotros en el universo. No tanto algo, sino alguien. Y de eso trata, en el fondo, Tulipanes: de si estamos solos o no en un vacío cósmico que puede ser el del espacio, pero también el de nuestra propia existencia.

Curiosamente, una novela de tema marciano inspirará uno de los grandes estrenos cinematográficos de 2015: The Martian, de Ridley Scott. Por lo que sé, The Martian y Tulipanes de Marte son bastante diferentes en sus mimbres; para empezar, la primera se desarrolla en Marte, mientras que Tulipanes tiene la Tierra como escenario principal. Y por supuesto, otra diferencia es que yo no he conseguido que Ridley Scott me lleve un libro al cine… Pero será interesante comprobar si The Martian logra estimular el interés por la exploración espacial tripulada y reavivar ese eterno cosquilleo del ser humano por llegar más allá, que hoy permanece latente en una sociedad anestesiada por otros asuntos más urgentes, pero también por una insoportable colección de naderías.

galatea_melisa_tuyaPero si lo que buscan para comprar y regalar en estas fiestas es ciencia-ficción pura y de calidad, aquí tienen Galatea (Lapsus Calami), la primera novela de Melisa Tuya. No la traigo aquí porque conozco a la autora, que la conozco. Ni porque es amiga, que lo es. Ni porque me ha recaído el honor de escribir una recomendación en la contraportada, que también. Si les hablaba de los clásicos de la ciencia-ficción, Galatea ha nacido ganándose el privilegio de figurar como uno de los catones del género, una instrucción en lo que busca el ser humano cuando se acerca a las obras que hacen el esfuerzo de reflexionar sobre lo que nos aguarda al fondo del camino por el que estamos transitando.

Galatea es una condensación de nuestras esperanzas y temores sobre el futuro a través de la narración de una aventura colonizadora que termina en desastre cuando estallan las costuras de un modelo de sociedad artificialmente perfecto. Selección genética, parejas planificadas, destinos escritos desde la cuna, un sistema de castas asistido por robots y un mundo burbuja; todo ello salta por los aires cuando se desencadena una rebelión tan inesperada como irremisible. En la inspiración de la autora encontramos referencias a GATTACA y Un mundo feliz, a Nosotros y 1984. Pero el maquillaje de ese rostro impecable queda arrasado cuando se rompe la muralla que separa a humanos y máquinas, y no lo hace solo en un sentido, sino en ambos. Porque Galatea transgrede el tópico de la humanidad de la bestia para mostrarnos la bestialidad del humano en toda su crudeza.

Es cierto que en la novela hay un Gólem, un ser subrogado a cuyas manos se despliega una escena de muerte y destrucción que personalmente me evocó el terror oscuro de la Tercera Expedición de Crónicas Marcianas. Pero el verdadero monstruo no es el robot. La protagonista principal de Galatea es una antiheroína que no persigue el bien común ni la liberación de las masas oprimidas. No es el buen salvaje de Rousseau (o de Huxley), sino el Winston de Orwell llevado al límite de su humanidad, alienado, confuso y emocionalmente perturbado, en cuyas manos llega a concentrarse un poder sobre la vida y la muerte que ejercerá sin escrúpulos capaces de coartar sus ambiciones. En este Nerón femenino de Tuya no hay pretensiones de redención moralista; Ella, cuyo nombre nunca llegamos a conocer, es una moderna Emma Bovary que se precipita hacia el callejón sin salida que ella misma ha elegido, una Scarlett O’Hara futurista que no dudará en envilecerse hasta el extremo para conservar el dominio de su Tara espacial. Créanme, la odiarán tanto como la amarán, porque también hay algo de ella en cada uno de nosotros.

Que disfruten de la lectura. Gracias y Feliz Navidad.

Pasen y vean: no es un vídeo ovni, es la reentrada de Orión

El pasado 5 de diciembre, la nave Orión de la NASA debutó en el espacio con un vuelo de cuatro horas y media que se ejecutó con total perfección. Tanta que el editor de la web NASA Watch, Keith Cowing –antiguo empleado de la agencia, hoy voz crítica y fuente imprescindible– escribió en su Twitter: «Alguien en la NASA debería derramar su café sobre el teclado ahora mismo. Ninguna misión puede ser tan perfecta». Pero lo fue, con un resultado tan brillante que la puerta de acceso del ser humano al espacio exterior –el verdaderamente exterior, no el de los gansos de la Estación Espacial Internacional pateando pelotitas en gravedad cero– parece reabrirse lentamente, chirriando sobre sus viejos goznes oxidados tras 42 años de clausura.

Aún quedan largos años de espera hasta que Orión viaje en misiones reales con astronautas a bordo; para empezar, el cohete que deberá lanzarla al espacio aún no existe. Pero de momento, el vuelo de prueba nos ha dejado un vídeo que la NASA publicó ayer en su web y que nos muestra lo que habríamos contemplado desde la pequeña cápsula si hubiéramos viajado en su interior durante su primera misión. Para los terrícolas sin esperanza ni posibilidades de viajar jamás al espacio, diez minutos es el tiempo que tardamos en desplazarnos desde el punto A del atasco de la A-6 hasta el punto B del mismo atasco. Pero en esos diez minutos, Orión regresa del espacio a la Tierra, hundiéndose en la atmósfera terrestre a 32.000 kilómetros por hora.

Una parte de este vídeo fue retransmitida en directo por NASA TV a través de la web de la agencia, ofreciéndonos un seguimiento del descenso en directo. Pero en la fase más crítica, cuando el escudo térmico de Orión soportaba temperaturas de 2.200 grados centígrados, la comunicación sufría un corte temporal que nos impidió comprobar cómo se veía esa travesía del infierno desde las ventanas de la cápsula. Una vez que la nave fue recogida después de su amerizaje en el Pacífico, los técnicos de la misión han recuperado la grabación que ahora se publica íntegra.

La inmersión vertiginosa de Orión en la atmósfera produce un rozamiento brutal que crea una capa de plasma o gas ionizado alrededor de la nave. Desde el interior, el fenómeno se aprecia con la aparición de una mancha luminosa en el cielo –en el mejor estilo de los presuntos avistamientos de ovnis– que va transformándose en una especie de medusa y cambiando de color hacia el magenta a medida que sube la temperatura. Durante la reentrada tenemos la referencia de la superficie terrestre, que luego desaparece cuando los reactores de Orión la orientan en posición para desplegar los paracaídas.

Una curiosidad del vídeo es cómo la línea del horizonte se aprecia plana, incluso cóncava. Aunque la NASA no aclara detalles respecto a la lente utilizada, es de suponer que se empleó un gran angular próximo al ojo de pez, lo que produce la curvatura de las líneas horizontales que es más acusada cuanto más se alejan estas del centro de la imagen. En este caso la inversión de la curvatura terrestre no es más que un efecto de la lente, pero lo más interesante es que este fenómeno puede producirse también por causas naturales en el interior de la capa atmosférica.

Supe por primera vez de este fenómeno a través de un relato de Edgar Allan Poe, uno de mis autores de cabecera (y sobre el que girará mi cuarta novela, en preparación). La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall cuenta el viaje ficticio de un hombre a la Luna en globo, una posibilidad que hoy nos resulta tan ridícula que ni nos paramos a pensarla, pero que no parece teóricamente imposible. «Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo», escribía Poe en boca de su aeronauta a medida que ascendía al cielo.

Hay que tener en cuenta que en tiempos de Poe aún no existía prueba directa de la esfericidad de la Tierra. Solemos pensar que el primer viaje de Colón probó que la Tierra es redonda, pero lo cierto es que el navegante no llegó a Oriente, sino a América. A pesar de que los experimentos indirectos sugerían un planeta esférico, muchos desafiaban esta hipótesis. Poe no dudaba sobre la esfericidad de la Tierra, a juzgar por sus escritos (aunque sí se sumó a la errónea teoría de la Tierra Hueca). Ignoro de dónde sacó el escritor la idea de que a cierta altura la superficie de la Tierra parecería cóncava, pero Poe lo justifica con una presunta explicación geométrica que suena a mojiganga, a sátira seudocientífica disfrazada de verosimilitud, como es el propio relato entero de Hans Pfaall.

Lo más sorprendente es que existen circunstancias meteorológicas en las que este efecto puede producirse: se llama efecto Hillingar, y consiste en que el gradiente de densidad de la atmósfera puede combar los rayos de luz horizontales, llevando nuestra vista más allá del horizonte y ofreciendo una perspectiva de «tierra plana». El efecto es aún mayor cuando se produce lo que los meteorólogos llaman una inversión térmica, es decir, que el aire caliente asciende y la temperatura es mayor a cotas superiores. Cuando un gradiente preciso de temperatura produce una curvatura mayor en la luz que la que compensa la curvatura terrestre, el efecto es el de una superficie terrestre cóncava.

En el siglo XIX, la interferencia de esta ilusión óptica en el famoso experimento de Bedford Level hizo creer a muchos que la Tierra era plana, y esta fue una inspiración principal de un movimiento que ha perdurado hasta hoy. Sí, sí, hasta hoy. Por pasmoso que parezca, la Sociedad de la Tierra Plana continúa existiendo y hasta dispone de página web, en la que se afirma que «la doctrina de la Tierra redonda es poco más que un bulo elaborado». En un artículo publicado hace algunos años en la BBC, uno de sus miembros, un tal John Davis, decía que estaba creando un repositorio de información online «para ayudar a reunir las comunidades locales de la Tierra Plana en una comunidad global». ¿Cómo? ¿Global?

Y sin más, he aquí el vídeo de Orión:

La ciencia del miedo y la ciencia en el miedo

No pretendo sacar los pies de mi parcela científico-mixta ni convertir este blog en algo distinto de lo que viene siendo, pero me van a permitir que ahí deje esto:

¡Viva Halloween!

A quienes vilipendian esta fiesta acogiéndose al sagrado de las tradiciones patrias, habría que recordarles que tradicionalmente hemos tirado cabras de campanarios y arrancado la cabeza a ocas vivas, por citar dos ejemplos satisfactoriamente demagógicos. Y en el caso de quienes hemos criado ya, para nuestros hijos Halloween formará parte de su tradición vital con mucha más intensidad que otros costumbrismos locales que algunos nunca hemos mamado pese a que nos cojan geográficamente cerca (explico: a este madrileño, verbenas, chotis y chulapos le resultan tan extraños o más que una haka maorí).

Un fotograma de la película 'Nosferatu, eine Symphonie des Grauens', de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Un fotograma de la película ‘Nosferatu, eine Symphonie des Grauens’, de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Dicho esto, para todo el que, como quien suscribe, se ha criado leyendo a Poe, Stoker, Shelley, Lovecraft, James, Stevenson, Le Fanu, Hoffmann, Espronceda o Bécquer, Halloween es una excusa para soltar el pelo de nuestra querencia por lo macabro, lo gótico y lo siniestro. Pero incluso para quien no comparta estos gustos literarios, desde el punto de vista científico Halloween puede entenderse como una celebración antropológica del miedo, una emoción tan vieja como nosotros y tan esencial como el dolor; si este nos advierte de que algo marcha mal en nuestro organismo para que nos ocupemos de ello, el miedo es el responsable de lo que los fisiólogos llaman reacción Fight-or-Flight (y que en castellano pierde toda la gracia: Lucha o huída).

Este mecanismo es una respuesta a situaciones de estrés (no del tipo «ejecutivo agobiado por el trabajo», sino del tipo «me encuentro con un tigre dientes de sable en la entrada de la cueva y todo lo que llevo en la mano es una brocha para pintar bisontes») que prepara el organismo para un rendimiento máximo en cualquiera de las opciones escogidas, ya sea pelear o escapar. Es lo que popularmente se conoce como la descarga de adrenalina, una de las hormonas que nuestras glándulas adrenales (una especie de topping en lo alto del riñón) segregan a la orden del sistema nervioso autónomo, el que se basa mayoritariamente en la médula espinal y controla sobre todo funciones involuntarias.

La respuesta Fight-or-Flight es una sofisticada maravilla fisiológica mediada por una tormenta de hormonas y neurotransmisores que desencadena una revolución en nuestro organismo: no solo se aceleran el corazón y los pulmones, algo que ya conocemos, sino que todos los recursos se destinan a favorecer la potencia física. Se movilizan las reservas de grasas y glucógeno para verter glucosa a la sangre, que se concentra en los músculos mediante la dilatación de sus vasos; se activan los sistemas de coagulación en previsión de heridas; se empieza a sudar por si hay que refrescar el cuerpo durante una carrera; se dilatan las pupilas para captar más luz, pero se pierde la visión periférica en favor de la frontal. Y al mismo tiempo, otras funciones no esenciales para ese momento se ralentizan o se suprimen, como la audición, la secreción lacrimal, la salivación, la erección, la respuesta inmunitaria, la digestión y el control de los esfínteres y la vejiga. Incluso las funciones cognitivas superiores se bloquean, una forma que nuestro cuerpo tiene para decirnos: no pienses, ¡actúa!

La cultura y nuestro complicado entendimiento intelectual ayudaron a convertir ese miedo al tigre dientes de sable en otros horrores más complejos, y de ahí nace toda la mitología en la que se basan nuestras tradiciones terroríficas: vampiros, brujas, espectros, muertos que vuelven a la vida, hombres que se transforman en bestias, bestias que se esconden en lugares prohibidos; son tradiciones arraigadas en lo más ancestral del ser humano. Las excavaciones de restos humanos del pasado a menudo desentierran esqueletos con la cabeza separada del cuerpo, o con estacas de madera o metal atravesándoles el cuerpo, o con pedruscos incrustados entre las mandíbulas. Cuando un arqueólogo encuentra estampas tales, suele sospechar que ha dado con el cadáver de alguien a quien sus coetáneos creían un vampiro. Decapitar a estas personas, fijar sus cuerpos al suelo con estacas o desencajarles las mandíbulas con un ladrillo eran estrategias destinadas a impedirles que salieran de sus tumbas para alimentarse de la sangre de los vivos. Un ejemplo de este último caso se ha encontrado en mayo de este año en Polonia, y hace unos días se informó del hallazgo en Bulgaria de un esqueleto con una estaca de metal atravesándole el pecho, un descubrimiento del arqueólogo Nikolai Ovcharov, (¿auto?) denominado el «Indiana Jones búlgaro» (juzguen ustedes por esta foto).

Enterramiento de un presunto 'vampiro' en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Enterramiento de un presunto ‘vampiro’ en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Pero además de la ciencia del miedo, otro territorio apasionante es el de la ciencia en el miedo. Quizá es una expresión del miedo a lo desconocido, especialmente si se trata de un poder de consecuencias imprevisibles; pero la ciencia ha formado parte del género de terror al menos desde la versión del relato popular del Doctor Fausto escrita por Christopher Marlowe en torno a 1592, según el escritor Jason Colavito, investigador escéptico de la llamada xenoarqueología (eso que algunos creen huellas extraterrestres en las antiguas culturas). «Durante casi tres siglos, el género de terror ha ofrecido un comentario continuo sobre el papel de la ciencia en nuestra sociedad», escribe Colavito. «Ya sea en la forma de científicos locos como Víctor Frankenstein o el Dr. Moreau, o de monstruos inclasificables que desafían a la razón humana, como Damned Thing de Ambrose Bierce o las blasfemias extraterrestres de H. P. Lovecraft, las historias de terror nos muestran que la luz del conocimiento no siempre ilumina los rincones más oscuros de nuestro mundo o de nuestras almas». Según este autor, la aureola terrorífica de la ciencia se debe a «la actitud ambivalente hacia el poder de la ciencia que permea el pensamiento moderno».

La ciencia y los científicos están presentes en muchos de nuestros terrores favoritos, desde Frankenstein a Drácula, desde las historias de momias a las de zombis, desde el Doctor Jekyll al Doctor Moreau o los investigadores de la Universidad de Miskatonic. Un cuento con luz y sonido que tienen mis hijos trata sobre una casa encantada que esconde un monstruo en cada una de sus habitaciones. ¿Adivinan quién ocupa el sótano? «Un científico que realiza espeluznantes experimentos». Tal vez no sea fácil explicar a tus hijos que tu antigua profesión era la misma que la de uno de los monstruos de su cuento. Pero quizá así aprendan que también se puede disfrutar del miedo. Al fin y al cabo, de eso trata esta noche. Feliz Halloween.