Archivo de la categoría ‘Genética’

¿Qué es la vida? 473 genes

Chiste malo de biólogos:

–¿Qué se llevaría una bacteria a una isla desierta?

–473 genes.

Malo, porque no es gracioso y, además, hay que explicarlo. Cuatrocientos setenta y tres genes es, desde la semana pasada, el mínimo equipamiento necesario para la supervivencia de un organismo de vida libre. Aunque, de momento, dejemos lo de libre en cursiva.

La historia: el magnate de la biotecnología y científico estadounidense J. Craig Venter lleva años empeñado en la ambición de convertirse en el primer Victor Frankenstein celular de la historia. Así como el médico creado por Mary Shelley (de cuya concepción, por cierto, pronto se cumplirán cien años quiero decir, doscientos años, anda que, cómo estamos…) pretendía crear un ser nuevo a partir de piezas sueltas, Venter trata de hacer lo mismo con una célula. O poco más o menos. En realidad, lo que el científico pretende es fabricar un genoma sintético mínimo esencial y emplearlo para insuflar la vida a una célula sin ADN, vacía, técnicamente muerta (o quizá sería más apropiado no-muerta), tal y como Frankenstein infundía esa «chispa de ser» a su criatura.

Células de JCVI-syn3.0. Imagen de Thomas Deerinck y Mark Ellisman/NCMIR/UCSD.

Células de JCVI-syn3.0. Imagen de Thomas Deerinck y Mark Ellisman/NCMIR/UCSD.

Venter ha recorrido un largo camino para llegar a ello. Comenzó eligiendo la célula, la más pequeña que pudo encontrar: un micoplasma. Los micoplasmas son la pesadilla de los biólogos, ya que contaminan los cultivos celulares y pueden alterar los resultados de los experimentos, pero son tan pequeños que su presencia no se advierte al microscopio. Una célula de Mycoplasma genitalium, la especie elegida por Venter, mide de largo menos de la mitad que el virus del ébola.

El M. genitalium tiene solo 525 genes en un genoma de 580.070 pares de bases, las letras del ADN. Para que se hagan una idea, nuestro genoma mide unos 3.000 millones de pares de bases y contiene unos 20.000 genes. Venter y sus colaboradores crearon en 2008 el primer genoma sintético de M. genitalium, diseñado en un ordenador y fabricado uniendo químicamente las bases del ADN una a una, para luego pegar entre sí los fragmentos grandes en un sistema biológico, una célula de levadura.

En 2010 Venter y su equipo, en el que figuran los veteranos Hamilton O. Smith (Nobel en 1978) y Clyde A. Hutchison III, lograron esa «chispa de ser», trasplantando un genoma sintético de 1,079 millones de pares de bases de M. mycoides a una célula vacía de otra especie, M. capricolum. El motivo de cambiar de M. genitalium a M. mycoides, cuyo genoma es mayor, fue práctico: esta segunda especie crece más deprisa, lo que acelera los experimentos.

Aquella primera versión recibió el nombre de JCVI-syn1.0, o versión sintética 1.0 del J. Craig Venter Institute. Pero sus 901 genes y su millón de pares de bases eran probablemente mucho más de lo realmente esencial para la vida, a juicio de los investigadores. Así comenzó el proceso de ir descartando genes hasta quedarse con ese equipamiento mínimo necesario para la supervivencia.

El primer intento fue infructuoso: Venter y sus colaboradores se quedaron con un ADN de 483.000 pares de bases y solo 471 genes, pero la criatura de Frankenstein no volvió a la vida. En el proceso de ir pelando el genoma del M. mycoides, habían roto algo vital. Vuelta a la pizarra, y a comenzar de nuevo.

Y así llegamos al momento presente. O mejor dicho, a la semana pasada, cuando quien suscribe, de vacaciones en la hermosa y rabiosamente verde Extremadura septentrional, se encontró en los papeles con JCVI-syn3.0, la nueva criatura de Venter publicada en Science que, esta vez sí, funciona: 473 genes en 531.000 pares de bases, un genoma sensiblemente más pequeño que el de M. genitalium.

¿Y esto para qué sirve?, es la primera pregunta. La respuesta clásica que verbalizan los biólogos sintéticos es que los organismos de diseño permitirán en el futuro producir fármacos o combustibles, o destruir contaminantes del medio, entre otras aplicaciones. Pero la respuesta que no verbalizan, por lo menos no ante quien pregunte «¿y esto para qué sirve?», es que se trata de conocer: en la respuesta está la comprensión de ese extraño fenómeno que llamamos vida.

(Nota: claro que, para muchos biólogos sintéticos, el camino elegido por Venter tiene más de ciencia recreativa, o incluso de egolatría recreativa, que de biología sensata. Cuando el magnate comenzó este proyecto aún no existía el sistema de edición genómica CRISPR. Pero desde que existe CRISPR, hoy todo lo que Venter hace podría lograrse mucho más cabal y fácilmente juntando y tuneando piezas ya prefabricadas por la naturaleza.)

Y sobre esto de la vida, lo que nos revela el experimento de Venter es que estamos aún muy lejos de comprenderlo: de los 473 genes, hay 149 sobre los que no se tiene la menor idea de para qué diablos sirven.

Lo cual, en el fondo, no hace sino ilustrar una vez más que aún nos queda mucho por conocer de cómo funciona la biología. Tal vez se hayan quedado con la idea de que los organismos más aparentemente pequeños y sencillos tienen menos genes, y que el presunto rey de la evolución, el ser humano, con sus Mozarts y sus Einsteins, debería ostentar el récord genómico. Olvídense de esto: la pulga de agua Daphnia, un diminuto crustáceo, tiene unos 31.000 genes, un 50% más que nosotros. Claro que esto no es nada en comparación con el genoma del pino taeda del sureste de Estados Unidos: unos 20.148 millones de pares de bases, casi siete veces el humano, con más de 50.000 genes estimados. Y muy probablemente los hay aún mayores: el genoma de la planta japonesa Paris japonica, aún no secuenciado, podría llegar a los 150.000 millones de pares de bases.

En el otro extremo tenemos a la bacteria Carsonella ruddii con 159.662 pares de bases y solo 182 genes. Y aún más abajo, Nasuia deltocephalinicola, con 112.091 pares de bases y 137 genes. Otra bacteria, Tremblaya princeps, tiene un genoma ligeramente mayor que el de Nasuia, pero con solo 120 genes. Pero el pez globo de agua dulce Tetraodon nigroviridis tiene un genoma ridículo para un vertebrado, de unos 350 millones de pares de bases. ¿Y para qué demonios necesita la bacteria Solibacter usitatus un genoma de 9,9 millones de pares de bases?

Al comienzo hablé de la nueva bacteria de Venter como de vida libre, en cursiva. Lo cierto es que esta bacteria, aunque se reproduce de forma autónoma, no podría vivir fuera de las placas de cultivo. Los investigadores le han robado tantos genes que necesita un suplemento de ciertos nutrientes esenciales. Así que, en el fondo, es un organismo dependiente, como lo son Carsonella, Nasuia o Tremblaya, que solo pueden vivir en el interior de células de insectos en una simbiosis obligatoria. Y esto implica que, con toda probabilidad, la vida aún puede reducirse más allá de los 473 genes. Siempre, claro, que podamos seguir llamándola vida.

Resumiendo: ¿qué es la vida? No sabemos. Tal vez Calderón la definió mejor: una ilusión, una sombra, una ficción…

Ahora sí: por fin, genomas a 1.000 dólares

Con el cambio de siglo llegó el primer borrador del genoma humano, un alucinante hito de la biología que lo cambiaba todo: era como completar el mapa de un tesoro del que hasta entonces solo existían trozos sueltos.

Imagen modificada de Wikipedia.

Imagen modificada de Wikipedia.

El proyecto finalizó en 2003 con la secuencia ya refinada. Aquel monstruoso esfuerzo costó una montaña de dinero cuyo valor total varía de unas fuentes a otras; como en otros megaproyectos que involucran tantos recursos, evaluar el coste final es como poner la cola al burro con los ojos tapados, pero quedémonos con una cifra que se maneja por ahí: 3.000 millones de dólares.

Los métodos de secuenciación de ADN que se emplearon en el Proyecto Genoma Humano databan de los años 70. Hasta entonces no existió una motivación práctica (léase, económica) que empujara el avance de estas tecnologías. Fue el propio proyecto el que impulsó la búsqueda de nuevos sistemas más rápidos y baratos, y el resultado es que la tecnología de secuenciación ha dado un salto como el de aquellos primeros ordenadores personales de metro cúbico a los actuales smartphones.

El objetivo final era lograr secuenciar el genoma completo de una persona por menos de 1.000 dólares: la democratización de la genómica y, con ella, la transición hacia la medicina molecular personalizada. Algo que no será inmediato, porque la interpretación de la información genómica apenas está aprendiendo a balbucear.

Aún hace un año la compañía californiana Illumina, el principal fabricante de secuenciadores de ADN del mundo, ofrecía un servicio de secuenciación de genomas personales por 4.900 dólares, ya muy cerca de la marca simbólica de los 1.000 dólares. Pero como entonces me contó el director del Centro Nacional de Análisis Genómico, Ivo Glynne Gut, ya era posible secuenciar un genoma humano por menos de 1.000 dólares. De hecho, la propia Illumina ya había batido esta marca con el lanzamiento el año anterior de una nueva plataforma de secuenciación.

Ahora bien, este coste se aplicaba a la obtención de genomas para investigación, aún no en un grado clínico. Un ejemplo es el Personal Genome Project, un proyecto de investigación que el año pasado admitió a 5.000 participantes con un coste por genoma inferior a los 1.000 dólares.

Esta semana por fin se ha producido el anuncio del primer servicio al consumidor de secuenciación de genomas completos por debajo de la marca de los 1.000 dólares; en concreto, 999, como en las etiquetas de los precios del súper. Al cambio actual, unos 910 euros. La compañía responsable es Veritas Genetics, cofundada por el genetista de Harvard George Church, uno de los impulsores del Proyecto Genoma Humano y director del Personal Genome Project.

Por este precio, la oferta myGenome de Veritas incluye no solo el genoma completo, sino también herramientas digitales para manejarlo, así como un servicio de asesoramiento y consejo genético accesible por videoconferencia. Con dos limitaciones: la primera es que por el momento Veritas solo atenderá a clientes de Estados Unidos, aunque la compañía planea ampliar su mercado a otros países en los próximos meses.

La segunda condición es que todos los encargos deben contar con prescripción médica, una obligación que también impone el servicio de Illumina. Esta es la única manera de certificar que la solicitud viene motivada y que es genuina. Pero por mucho que se respeten escrupulosamente los procedimientos, la nueva era ya inaugurada de los genomas a 1.000 vuelve a rescatar los viejos escollos éticos y legales aún sin resolver.

No se trata solo de la posible discriminación genética, algo a lo que los movimientos anti-ciencia ya se encargarán de poner nombre (¿Gattaca?). También se trata de que, por mucha era genómica, cada individuo tiene completo derecho a su libertad de vivir ignorando si posee alguna variante genética que pueda complicarle el futuro. Y esta libertad desaparece si su hermano/a, p/madre o hija/o decide, también libremente, que quiere conocer con detalle todo su perfil genético.

¿Qué haremos entonces? Los científicos ya han hecho su trabajo. Ahora les toca a otros.

¿Tendremos en octubre un Nobel español de ciencia?

Quédense con este nombre: Francisco Juan Martínez Mójica, un investigador de la Universidad de Alicante que desde el pasado 14 de enero viene recibiendo una atención inusitada por parte de los medios. Inusitada porque la línea de investigación de Mójica nace de un campo de enorme interés científico –la genética de los microbios extremófilos–, pero que difícilmente traspasa las fronteras más allá de lugares como este blog, en un país donde la ciencia apenas capta la atención del gran público salvo cuando se trata de grandes titulares sobre, pongamos, el cáncer.

Las salinas de Santa Pola, donde comenzó la historia de CRISPR. Imagen de Wikipedia.

Las salinas de Santa Pola, donde comenzó la historia de CRISPR. Imagen de Wikipedia.

Pero tan inusitada como merecida, porque esa línea de investigación llevaría a Mójica a convertirse en la estrella de la revolución del siglo XXI en ingeniería genética, que lleva el nombre de CRISPR. O mejor dicho, esa línea y otra cosa; porque desgraciadamente para un científico alicantino trabajando en la Universidad de Alicante, por brillante que sea, se requiere un empujoncito más. Y como ahora contaré, por fortuna Mójica ha recibido ese empujoncito más que se revelará clave si finalmente el investigador se convierte en el primer Nobel español de ciencia desde Ramón y Cajal (siempre debo añadir esta coletilla: Severo Ochoa llevaba 23 años fuera de España y tres como ciudadano estadounidense cuando ganó el Nobel).

Mójica comenzó su tesis doctoral investigando por qué una arquea (microbios que no son bacterias, aunque lo parezcan) de las salinas de Santa Pola se veía afectada de distinta manera por las enzimas de restricción (herramientas utilizadas para cortar el ADN por lugares deseados) en función de la concentración de sal en el medio de cultivo. A primera vista esta línea de trabajo parecería algo muy alejado de convertirse en la próxima revolución genética; sin embargo, las principales herramientas moleculares empleadas en los laboratorios han nacido del estudio de las bacterias y sus virus, como es el caso de las propias enzimas de restricción.

Al estudiar el genoma de esta arquea, llamada Haloferax mediterranei, Mójica descubrió que llevaba una curiosa marca, compuesta por secuencias repetidas y separadas por otros fragmentos dispares; un patrón que implicaba probablemente una función determinada, aunque desconocida. El investigador descubrió estas mismas estructuras en otras arqueas, y supo también que un grupo de la Universidad de Osaka, en Japón, ya había descrito en 1987 unas estructuras similares en otro microbio biológicamente más relevante, la bacteria Escherichia coli. Mójica y sus colaboradores publicaron estas secuencias en 1995 y llamaron a los fragmentos repetidos TREPs, por secuencias Palindrómicas (que se leen igual al derecho y al revés) Extragénicas (fuera de los genes) Repetidas en Tándem (varias veces).

Aún se desconocía cuál era la función de estos pedazos de genoma bacteriano o arqueano. Mójica y sus colaboradores sugerían en su estudio que podían controlar la distribución de las copias del genoma en las células hijas cuando la bacteria o la arquea se dividen, una hipótesis que resultaría equivocada.

Por entonces Mójica había terminado su tesis doctoral y se marchó al extranjero para completar un corto postdoctorado en Oxford, antes de regresar a la Universidad de Alicante. Ante la posibilidad de que las secuencias descubiertas participaran en la división de copias del genoma, por aquellos años Mójica se dedicó a estudiar la influencia de las TREPs en la topología del ADN, es decir, su forma.

De vuelta en Alicante, comenzó a examinar y comparar los genomas de otros microbios. En 2000, Mójica y sus colaboradores describían la identificación de estas secuencias en una veintena de especies. En aquel estudio proponían un nuevo nombre: Repeticiones Cortas Regularmente Espaciadas, o SRSRs. Aún sin pistas claras sobre su función: «Surge la pregunta sobre si las SRSRs tienen una función común en procariotas [bacterias y arqueas], o si su presencia es un resto de secuencias antiguas y su papel se diversificó a lo largo de la evolución», escribían.

Por entonces estas secuencias ya captaban la atención de los microbiólogos. Otros investigadores descubrían secuencias SRSRs en diferentes especies y localizaban además genes funcionales próximos a ellas, a los que se les suponía una función relacionada con estas estructuras. En 2002, un equipo de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) publicaba un estudio que rebautizaba las SRSRs como Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas, o CRISPR, además de identificar estos Genes Asociados a CRISPR, o genes cas.

En el estudio, y esto es importante, Ruud Jansen y sus colaboradores escribían: «Cada miembro de esta familia de repeticiones ha sido designado de forma diferente por los autores originales, llevando a una nomenclatura confusa. Para reconocer la reunión de esta clase de repeticiones como una familia y evitar nomenclatura confusa, Mójica y colaboradores y nuestro grupo hemos acordado utilizar en este estudio y en futuras publicaciones el acrónimo CRISPR». Según trascendió después, fue el propio Mójica quien sugirió la nueva designación, pero esta apareció por primera vez en un estudio firmado por un equipo holandés.

Fue a continuación cuando llegó el gran salto cualitativo. En 2003 Mójica decidió cambiar el foco: en lugar de investigar las secuencias repetidas, las que habían permitido identificar las CRISPR, se preguntó qué demonios pintaban allí los fragmentos que las separaban, y que eran diferentes de unos microbios a otros. Y al estudiar un espaciador de una bacteria E. coli, descubrió que era idéntico a un trozo del genoma de un virus que infecta a esta bacteria, llamado fago P1. Pero con una peculiaridad: la E. coli que llevaba aquel separador era inmune al fago P1.

Este fue el eureka. Y este es el verdadero mérito que hace a Mójica merecedor del Nobel: al estudiar otros varios miles de espaciadores, descubrió que en todos los casos se trataba de secuencias pertenecientes a virus bacteriófagos (que atacan a las bacterias) o a moléculas de ADN que saltan de unas bacterias a otras (llamadas plásmidos). Y que en todos los casos, las bacterias con aquellos espaciadores eran inmunes a los respectivos virus o plásmidos. Mójica había encontrado la función de los separadores y, por tanto, de las CRISPR: un sistema inmunitario adaptativo propio de las bacterias y arqueas.

La idea era genial. Y además, era cierta. Pero al principio nadie quería creerlo: el estudio de Mójica fue rechazado por la revista Nature sin siquiera revisarlo, y después por la revista PNAS, y luego por Molecular Microbiology, y por Nucleic Acid Research. Por fin en 2005 el estudio fue publicado por Journal of Molecular Evolution, pero no sin un largo proceso de revisión que duró todo un año.

Imagino lo que están preguntándose, y la respuesta es sí: para un grupo de cuatro científicos de la Universidad de Alicante, sin contar con las firmas de otros investigadores de instituciones más rimbombantes, es muy difícil publicar en Nature, aunque hayan descubierto la rueda. En ciencia también hay clases, y hay prejuicios.

Lo que sucedió luego ya no compete a este artículo: andando el tiempo, el sistema CRISPR sería aplicado por las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna para crear un sistema de edición genómica (o corta-pega de fragmentos de ADN) preciso y precioso con el que ahora se plantean futuros logros como la curación de enfermedades genéticas, entre otras muchas aplicaciones de la que es, para todos sin excepción, la revolución genómica del siglo XXI. Charpentier y Doudna ganaron el premio Princesa de Asturias de Investigación 2015; pero sobre todo, recibieron los tres millones de dólares del Breakthrough Prize de Ciencias de la Vida.

¿Y Mójica?, se preguntarán. Pues bien: Mójica ha pasado como un completo desconocido hasta el pasado 14 de enero. Ese día, Eric S. Lander publicaba un artículo en la revista Cell titulado The Heroes of CRISPR (Los héroes de CRISPR). Lander escribía: «En los últimos meses, he buscado comprender la historia de CRISPR que se remonta a 20 años atrás, incluyendo la historia de las ideas y de las personas». Y también escribía que en 2003 Mójica era «el claro líder en el naciente campo de CRISPR». Y también: «El antes oscuro sistema microbiano, descubierto 20 años antes en unas salinas en España, era ahora el foco de números especiales en revistas científicas, titulares en el New York Times, start-ups biotecnológicas, y cumbres internacionales sobre ética. CRISPR había llegado».

¿Qué importancia tiene esto? La respuesta es: toda. Este es el empujoncito al que me refería más arriba. Sepan que Cell es la revista de biología más importante del mundo. Sepan que Eric Lander es profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), fundador del Instituto Broad del MIT y Harvard, codirector del Proyecto Genoma Humano y copresidente del Consejo Asesor de Ciencia y Tecnología del presidente Barack Obama. En resumen, Eric Lander es algo muy parecido a lo que solemos llamar Dios.

Y la palabra de Dios ha obrado su milagro. Traigo aquí una curiosa comparación por cortesía de la máquina del tiempo de internet, Wayback Machine. El 13 de diciembre de 2015, la entrada en la Wikipedia sobre CRISPR contaba la historia de esta tecnología haciendo una breve referencia al trabajo de Mójica, pero sin mencionar para nada su nombre. Un mes después, el 14 de enero, esta misma entrada ya incluía el nombre de Mójica, destacando además que fue él quien propuso el nombre de CRISPR. Desde la publicación del artículo de Lander, el nombre de Mójica ya aparece ampliamente ligado al descubrimiento de CRISPR, y los medios españoles se han volcado en destacar su figura y su contribución.

En resumen: ¿Habrá un premio Nobel para CRISPR? Sin duda; tal vez no este año, pero más tarde o más temprano. ¿Será Mójica uno de los premiados? Es difícil apostar. Lander ha conseguido que el nombre de Mójica pueda cotizar en el mercado de los Nobel, pero aquí solo he contado una parte de la historia: lo cierto es que hay otros investigadores con una relevante implicación en el camino de CRISPR.

El premio Nobel se concede como máximo a tres investigadores; Charpentier y Doudna parecen seguras, pero el tercer nombre podría estar en disputa. Al menos otro científico, el francés Gilles Vergnaud, llegó a la misma conclusión que Mójica sobre la inmunidad de las bacterias al mismo tiempo y de forma independiente, aunque su estudio se publicó un mes más tarde, y ya con el nombre de CRISPR acuñado por el alicantino. Otro candidato sería Feng Zhang, del MIT, quien optimizó el sistema como herramienta genómica y lo aplicó por primera vez a células humanas.

Mójica parece un candidato más adecuado que Vergnaud al ser quien primero identificó las CRISPR como una marca común en un gran número de especies microbianas e intuyó para ellas un significado biológico que resultó correcto; de hecho, el nombre del francés ha sido omitido en la página de la historia de CRISPR en la web del Instituto Broad. En cambio, la rivalidad de Zhang es más dura, ya que el sistema CRISPR no sería hoy lo que es sin su contribución. Tal vez el próximo octubre tengamos la solución. Y quizá, Lander mediante, un Nobel español.

Se abre (un poco) la edición genómica de embriones humanos

Quien se pasee por este blog de vez en cuando ya habrá detectado mi entusiasmo por CRISPR, esa nueva herramienta de edición genómica (o sea, que corta-pega genes) que muchos, y me incluyo, hemos calificado de revolucionaria. Pero para evitar malentendidos, creo que debo aclarar qué tipo de revolución es la que CRISPR está facilitando.

Un espermatozoide fecundando un óvulo. Imagen de Wikipedia.

Un espermatozoide fecundando un óvulo. Imagen de Wikipedia.

Resumiendo, no es una revolución conceptual, sino metodológica. Es decir, que lo que CRISPR ofrece no es tanto poder hacer cosas nuevas, sino hacer cosas mucho mejor que antes. Las herramientas de edición genómica existen desde hace décadas, aunque ninguna alcanzaba la precisión, la eficacia y la facilidad de uso de CRISPR. Pero dado que ya comenzarán a surgir las voces acusando a los científicos de jugar a ser dioses y otras excentricidades por el estilo, debo aclarar que CRISPR no supone la invención del automóvil, sino cambiar el motor de vapor por el de combustión interna. Lo cual, eso sí, implica que la edición genómica va a tomar la autopista.

Los investigadores ya están planeando estrategias para curar células enfermas introduciendo CRISPR en el organismo como un minisubmarino terapéutico. Por el momento, la primera diana ideal para estas técnicas es un tejido líquido que circula y se distribuye por todo el cuerpo, la sangre. Otras herramientas de edición genómica más veteranas se han empleado ya para curar células enfermas fuera del cuerpo y luego devolverlas al paciente, y este año debería arrancar el primer ensayo clínico in vivo para tratar una forma de hemofilia. El uso de CRISPR para estos fines aún deberá esperar, pero tal vez solo un año más.

La aplicación más potente de CRISPR será también la más discutida: curar embriones humanos. La técnica tiene el potencial de abrir la vía de curación de enfermedades congénitas atroces y hasta ahora inaccesibles a cualquier terapia. Pero existe el riesgo de provocar mayor daño que el que se pretende evitar. El primer ensayo de prueba de CRISPR en embriones humanos no viables, realizado en China el pasado año, fue una considerable chapuza, y disparó la alarma sobre la necesidad de iniciar un debate ético que arrancó con una conferencia internacional celebrada en Washington el pasado diciembre. La conclusión fue que nadie está dispuesto a dar un solo paso en la dirección de modificar embriones destinados a la reproducción antes de tener la absoluta seguridad de que se pisa suelo firme, y no hielo fino.

Lo cual no implica que no se vaya a avanzar mientras tanto en la investigación del uso de CRISPR en embriones humanos no destinados a la reproducción. Reino Unido acaba de dar ese primer paso. El organismo que regula allí la investigación y los tratamientos de fertilidad, Human Fertilisation and Embryology Authority, ha dado el visto bueno a la primera solicitud para modificar embriones humanos empleando CRISPR con fines de investigación.

A diferencia del experimento chino, en este caso se emplearán embriones viables sobrantes de procedimientos de fertilización in vitro, voluntariamente donados por las parejas para fines de investigación. Tanto la legislación británica como la española contemplan este supuesto; en nuestro caso está regulado por la Ley 14/2006 sobre técnicas de reproducción humana asistida., y permite el uso de embriones durante los primeros 14 días de desarrollo, el mismo tiempo máximo que la ley permite mantener embriones en crecimiento fuera del útero materno.

La investigadora que solicitó este permiso, el primero concedido en el mundo, es Kathy Niakan, bióloga del desarrollo del Instituto Francis Crick. Niakan investiga el papel de los genes maestros que regulan las primeras etapas en el crecimiento de los embriones humanos, desde que somos una sola célula procedente de la fusión del óvulo y el espermatozoide hasta que nos convertimos en una bola de 256 células donde algunas comienzan ya a programarse para fines distintos. Es en esta etapa, unos cinco días después de la fecundación, cuando se produce la implantación de este llamado blastocisto en el útero.

Niakan investiga los genes que dirigen este proceso; algunos de ellos funcionan del mismo modo en otros animales y pueden ser estudiados en ratones, pero no es así para todos los casos, y es aquí cuando las células embrionarias humanas no pueden ser reemplazadas por ningún otro modelo. En primer lugar, la investigadora planea inutilizar el gen OCT4, también llamado POU5F1, un gen maestro del desarrollo que marca la diferencia entre el llamado estado de pluripotencialidad de una célula, cuando esta aún puede originar cualquiera de los tejidos del cuerpo, o el momento en que ya está bioquímicamente determinada a formar una parte concreta del organismo. El equipo de Niakan investigará el papel de este y posiblemente otros genes, en función de los embriones disponibles, durante los primeros siete días del desarrollo.

Es importante destacar que el trabajo de Niakan es investigación básica. Para curar, mucho antes hay que conocer, y el proyecto de la bióloga no está dirigido a explorar el tratamiento de ninguna enfermedad, sino a entender cómo operan los procesos de la célula durante el desarrollo temprano en la situación normal de un embrión sano. Lo otro ya llegará; por decir algo, el director del Instituto Crick y Nobel en 2011 Paul Nurse ha declarado que los estudios de Niakan «aumentarán nuestra comprensión de las tasas de éxito de la fertilización in vitro». Pero es necesario tener presente que aún hay un largo camino por recorrer hasta llegar al día en que nadie dudará en aplaudir la decisión de haber empezado a recorrerlo.

2015, el año de CRISPR: llega la revolución genómica

Las doce campanadas del 31 de diciembre cerrarán un año científico que ha satisfecho su mayor expectativa: enseñarnos cómo es Plutón, completando el álbum de cromos de los principales cuerpos del Sistema Solar. Esta misión cumplida encabezaría el Top 10 de la ciencia en estos doce meses de no ser porque 2015 deberá recordarse como el año en que comenzó a hacerse palpable –y discutible, como ahora contaré– la promesa de CRISPR, la nueva tecnología que está llamada a revolucionar la edición genómica. Hoy hablamos de este avance que merece el número 1 en el elenco de los hitos científicos de 2015; mañana continuaremos con los demás.

Un embrión de cuatro células. Imagen de E.C. Raff and R.A. Raff / Indiana University.

Un embrión de cuatro células. Imagen de E.C. Raff and R.A. Raff / Indiana University.

Tal vez ustedes tengan la sensación de que llevan décadas oyendo hablar de la terapia génica y de que todas aquellas promesas aún no se han hecho realidad. Tengan en cuenta que la prensa pregona los éxitos, ignora los fracasos y siempre tiende a añadir coletillas que dejan la impresión de que cualquier nuevo avance será una panacea en unos pocos años.

Pero es cierto que la trayectoria de la terapia génica ha sido parecida al viaje de Frodo, con pronunciados altibajos y momentos de profundas crisis. Y con todo esto, como Frodo, este enfoque terapéutico continúa avanzando hacia su destino. Una revisión reciente en Nature proclamaba que la terapia génica vuelve a estar en el centro del escenario, gracias a los triunfos que han ido acumulándose en los últimos años. Y hoy las perspectivas son mejores que nunca gracias a CRISPR.

En este blog no he escatimado elogios hacia la que ahora se presenta como la gran tecnología genética del siglo que acaba de comenzar. En 2012 las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna transformaron un mecanismo de defensa natural de las bacterias en el sistema más preciso y eficaz conocido hasta hoy para cortar y pegar genes. Desde entonces, CRISPR-Cas9 se ha convertido en el avance más revolucionario en biología molecular desde los años 70, cuando comenzaron a popularizarse las llamadas enzimas de restricción que hemos utilizado durante décadas.

El sistema CRISPR-Cas9, al que ya se han añadido otras variantes, permite editar genes, es decir, cortar y pegar trozos de ADN de forma dirigida y precisa, lo que extiende sus aplicaciones desde la investigación básica hasta la terapia génica; o incluso la recreación de los mamuts, como ya han avanzado este año al menos dos grupos de investigadores. Gracias a todo ello, Charpentier y Doudna ya no saben ni por dónde les llegan los premios; entre otros, el Princesa de Asturias de Investigación 2015, un fallo muy acertado.

Aunque CRISPR no es una tecnología surgida este año, 2015 ha sido un año clave por varias razones. Su uso se ha generalizado en los laboratorios, lo que ha permitido que aparezcan variantes, mejoras y nuevas maneras de aplicarlo. Pero también se ha abierto el debate sobre las perspectivas de aplicarlo a la edición genómica en embriones humanos destinados a la reproducción, un campo que podría traer inmensos beneficios, así como enormes desgracias si se emplea de forma prematura antes de haber alcanzado una tasa de error aceptable. Ya en marzo, Science y Nature publicaban sendos artículos en los que varios investigadores, entre ellos Doudna, advertían de estos riesgos. El título de la pieza en Nature lo dice todo: «No editéis la línea germinal humana».

Pero alguien en un laboratorio chino ya se había adelantado. Como conté en su día, en abril la revista Protein & Cell publicaba el primer experimento de edición genómica en embriones humanos.

La regulación de la investigación con embriones es más laxa en algunos países orientales que en el mundo occidental, pero es importante aclarar que el experimento dirigido por Junjiu Huang en la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou utilizó exclusivamente embriones no viables; se trataba de cigotos procedentes de fertilización in vitro que tenían tres juegos de cromosomas en lugar de dos, debido a que los óvulos habían sido fecundados por dos espermatozoides al mismo tiempo. En condiciones naturales, estos embriones triploides mueren durante la gestación o al poco tiempo de nacer, y los que sobreviven lo hacen con graves defectos. En el caso de la fecundación in vitro, estos embriones se desechan o se utilizan para investigación en los países que así lo permiten.

El experimento de Huang no fue precisamente un éxito, como él mismo reconoció. Recojo lo que ya escribí a propósito de los resultados: el sistema CRISPR/Cas9 logró extraer quirúrgicamente el gen HBB en aproximadamente la mitad de los embriones supervivientes analizados, pero solo en pocos casos consiguió reparar la brecha con la secuencia de reemplazo. Aún peor, los científicos observaron que en varios casos la enzima cortó donde no debía y que algunas de las brechas se rellenaron empleando erróneamente otro gen parecido como modelo, el de la delta-globina (HBD), causando mutaciones aberrantes.

La repercusión del experimento de Huang fue mucho mayor de la que habría correspondido a sus resultados científicos, debido a que abría una puerta que para muchos debería permanecer cerrada, al menos hasta que la tecnología CRISPR garantice un nivel mínimo de éxito. Tras la publicación del estudio, algunos de los principales investigadores en el campo de la edición genómica decidieron convocar una reunión en Washington, con la participación de la Academia China de Ciencias, para debatir los aspectos éticos y tratar de acordar una recomendación común.

El encuentro tuvo lugar a comienzos de diciembre y se saldó con una declaración final que, curiosamente (o tal vez no), fue interpretada de formas casi opuestas por medios ideológicamente diversos; en algunos diarios online se leía que los científicos habían dado luz verde a la manipulación genética de embriones humanos, mientras que otros aseguraban que se había establecido una moratoria. Pero ni una cosa ni otra; la declaración final decía exactamente que «sería irresponsable proceder con cualquier uso clínico de la edición en células germinales [espermatozoides y óvulos]», pero aconsejaba que la cuestión sea «revisitada a medida que el conocimiento científico avance y la visión de la sociedad evolucione».

Ni sobre los aspectos científicos de CRISPR ni sobre los éticos se ha dicho ya la última palabra. Respecto a lo primero, CRISPR es una nueva técnica en progreso que continuará sorprendiéndonos en los próximos años. Y en cuanto a lo segundo, los expertos recomendaron la creación de un foro internacional permanente que asuma el seguimiento y la reflexión sobre lo que será posible o no, lícito o no, gracias a esta potente tecnología que ha inaugurado la biología molecular del siglo XXI.

¿Qué ocurrirá cuando puedan resolverse viejos crímenes prescritos?

Existe una película de hace unos años protagonizada por los muy admirables Hilary Swank y Sam Rockwell, y dirigida por Tony Goldwyn, el malo de Ghost. He tenido que recurrir a Google porque no recordaba el título, y poco importa: nada más plano y aburrido que los títulos de las películas de abogados. A esta le pusieron Conviction, en España Betty Anne Waters.

Si no recuerdo mal, Swank interpreta a una camarera y madre que se embarca en el peliagudo empeño de estudiar leyes y convertirse en abogada para liberar de prisión a su hermano (Rockwell), condenado a cadena perpetua por un asesinato del que ella le cree inocente. Me disculpo por el spoiler: al final, y después de una angustiosa carrera por recuperar las pruebas físicas del caso, consigue que su hermano quede exonerado gracias a los tests de ADN, que aún no se habían inventado cuando se cometió el delito.

Retrato robot del asesino de Eva Blanco. Imagen de Guardia Civil.

Retrato robot del asesino de Eva Blanco. Imagen de Guardia Civil.

Ayer conocimos la detención del asesino de la niña Eva Blanco, 18 años después del crimen. La sociedad se ha maravillado, han llovido las felicitaciones a la Guardia Civil y se ha elogiado su incansable trabajo callado durante casi dos decenios en un caso ya frío. Y desde luego que no voy a poner en duda tales merecimientos; pero es capital subrayar –me ciño a las informaciones publicadas– que la resolución satisfactoria del caso no ha sido el producto de 18 años de trabajo, sino solo de uno, el último.

Según cuentan hoy los medios, hace un año el Instituto de Ciencias Forenses de la Universidad de Santiago de Compostela, en colaboración con el Servicio de Criminalística de la Guardia Civil, reanalizó las muestras de ADN halladas en su día en la ropa de Eva. El examen concluyó que los restos biológicos pertenecían a una persona magrebí. Con este dato, la Guardia Civil rastreó el padrón de Algete, seleccionó a los más de 1.000 sospechosos y se fijó en uno que había abandonado la localidad poco después del crimen, pero que aún tenía un hermano viviendo en ese pueblo. A este hermano le practicaron pruebas de ADN, y ¡bingo!

Tal vez alguien se pregunte por qué este análisis de ADN no se realizó hace 18 años. Y la respuesta está en la película de Swank y Rockwell: hace 18 años no podía conocerse el origen geográfico de una persona por su ADN.

Las pruebas forenses de ADN se desarrollaron y comenzaron a aplicarse a la criminología en 1985. Aunque el genoma de todos los humanos es enormemente uniforme, existen pequeñas regiones cromosómicas llamadas minisatélites y microsatélites que varían enormemente entre las personas, pero que son más similares entre los individuos emparentados. Este tipo de análisis es el que se emplea rutinariamente en perfiles de ADN y pruebas de paternidad, y el que probablemente ha servido para pescar al asesino de Eva a partir de la muestra de su hermano.

Pero existe otro tipo de análisis diferente que es mucho más reciente, y que ha podido desarrollarse gracias a iniciativas como el Proyecto Genográfico, lanzado en 2005 por National Geographic y la compañía IBM. Consiste en reunir muestras genéticas de amplias poblaciones humanas y leer las secuencias de dos segmentos concretos, el ADN mitocondrial y el cromosoma Y. El primero se hereda por línea materna y es el ADN rebelde de la célula, el único que no se encuentra en el núcleo sino en las mitocondrias, las centrales energéticas de las células. El segundo se transmite de padre a hijo varón; dado que solo se hereda una copia, su secuencia no se ve alterada por el intercambio de fragmentos entre los pares de cromosomas que se reciben por vías paterna y materna.

En otras palabras: el ADN mitocondrial y el cromosoma Y no varían (o varían poco) dentro de un grupo emparentado, pero sí lo hacen poco a poco en una escala de tiempo histórica, por lo que es posible relacionar secuencias tipo, llamadas haplogrupos, con orígenes étnicos y geográficos concretos. Para ello no solamente fue necesario reunir una extensa colección de muestras, sino además desarrollar herramientas bioinformáticas complejas que permitieran el tratamiento de los datos.

Este tipo de análisis es, supongo, el que ha permitido al Instituto de Ciencias Forenses de Santiago asignar el ADN del sospechoso sin identificar a un haplogrupo originario del Magreb. Y el resto es historia. Así que vaya desde aquí mi felicitación, aunque sea la única, no solo a los magníficos profesionales del Instituto gallego, sino a todos los genetistas de poblaciones, paleoantropólogos moleculares y bioinformáticos que han participado en este progreso científico. Gracias y enhorabuena.

Claro que todo esto tiene un corolario. La semana pasada, un estudio publicado en PeerJ revelaba que cada humano produce, y viaja acompañado por, su propia nube personal de microbios, única e intransferible, compuesta por microorganismos de la piel, la boca y otros orificios corporales. Aunque en principio el hallazgo no sería aplicable a la resolución de un crimen, a no ser que este se produzca dentro de una cámara estéril, el avance ilustra cómo la peculiaridad de que cada uno llevemos puesto nuestro propio reino de microbios –lo que se conoce como microbioma humano– no solo está revolucionando la biología y la medicina, sino que también podría encontrar aplicaciones en la ciencia forense.

Se está avanzando también en otras líneas, como la determinación del fenotipo a partir del genotipo, o los rasgos físicos de una persona conociendo su ADN, y hoy es posible saber en qué región geográfica vivió alguien y qué comía a partir de los isótopos de sus dientes y huesos, algo que se aplicó en la identificación de los restos del rey Ricardo III de Inglaterra.

En resumen, la ciencia avanza en alta velocidad. El problema es que, mientras, la ley viaja en burro. El asesino de Eva podrá recibir lo suyo gracias a que se ha evitado por un par de años el plazo de 20 en el que su crimen habría prescrito. Y no cabe ninguna duda de que dentro de diez años, de veinte y de treinta, la ciencia podrá resolver casos policiales que hoy son callejones sin salida. En países como Estados Unidos, los delitos de asesinato nunca prescriben. Aquí, y a menos que los barandas de turno decidan subirse al tren y hacer algo al respecto, lo más probable y lamentable es que otras muchas Evas quedarán sin recibir justicia.

Tonterías que se dicen: todos los embriones humanos empiezan siendo femeninos

En 1866, un científico alemán llamado Ernst Haeckel formuló una teoría llamada Ley de la Recapitulación, que aún hoy se estudia en los cursos de biología de instituto y universidad. Haeckel había emprendido estudios comparativos de embriones cuando descubrió con entusiasmo que Charles Darwin se apoyaba en la embriología para explicar la evolución de las especies. El alemán había observado que los embriones humanos tempranos mostraban estructuras similares a las que aparecen en otras especies en la edad adulta, como hendiduras que recuerdan a las branquias y que se asemejan a los faringotremas, órganos de filtración de unos animales marinos llamados tunicados.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Así, Haeckel llegó a la conclusión de que, durante las primeras etapas de su desarrollo embrionario, los organismos «recapitulaban» sus pasos evolutivos; es decir, que por ejemplo los embriones humanos y de los reptiles iban recordando en su desarrollo la evolución desde las especies más primitivas a los peces, de ellos a los anfibios y luego a los reptiles. Estos se detenían ahí, mientras que los humanos continuaban progresando a mamíferos, monos y finalmente a lo que somos. Haeckel condensó su teoría en una frase brillante, casi un genial eslogan publicitario con enorme gancho: «la ontogenia recapitula la filogenia», siendo la ontogenia el desarrollo de un individuo y la filogenia su origen evolutivo.

Por desgracia para Haeckel, y aunque su teoría tiene algo de cierto, en general ha sido ampliamente desacreditada. Sin contar la utilización política de sus ideas por el nazismo, la parte cierta es que los embriones se parecen en sus primeras fases; en algunos casos la similitud es solo aparente (estructuras parecidas de orígenes distintos que dan lugar a órganos diferentes), pero incluso cuando hay semejanzas embriológicas reales, un embrión nunca es una versión de un organismo adulto de otra especie. Los embriones humanos son siempre humanos; nunca son reptiles ni monos, aunque en una etapa concreta tengan cola.

Cuento todo esto porque, después de la lección que nos dio el caso de Haeckel, me deja perplejo una afirmación que he visto repetida una y otra vez en infinidad de medios, y que parece haber calado en la calle: que todos los embriones humanos comienzan siendo femeninos por defecto, y que solo se convierten en machos cuando entra en acción el cromosoma Y; y que, de no ocurrir esto último, los embriones continuarían su desarrollo como hembras normales.

No tengo la menor idea de cuál es la fuente original de esta tontería. Tampoco puedo esclarecer las razones por las que ha triunfado en la calle, aunque tengo mi sospecha: afirmar que todos los embriones humanos son mujeres por defecto, y que algunos derivan hacia hombres solo debido a una interferencia genética posterior, suena a eso que algunos llaman buenrollismo. Nunca dejen que la realidad les estropee una buena leyenda, sobre todo si es ideológicamente empowering.

Pero a ver, y con todos mis respetos: no. Ni los embriones humanos son nunca reptiles, ni todos los embriones humanos son al principio hembras. En primer lugar, hay que recordar que la determinación del sexo en los humanos –hablo desde el punto de vista estrictamente biológico: sexo, no género– es cien por cien genética. En ciertas especies, como en algunos peces, caimanes o tortugas, las condiciones ambientales como la temperatura de incubación influyen a la hora de determinar el sexo de los individuos. Otros animales, como algunos peces –incluyendo a Nemo– y moluscos, practican el hermafroditismo secuencial, pudiendo cambiar de sexo a lo largo de sus vidas. En esto se basó Michael Crichton para explicar el origen de los dinosaurios machos en su Parque Jurásico. Y aún hay otros sistemas más extraños para determinar el sexo de los individuos. Pero no en el Homo sapiens: un embrión humano es macho (XY) o hembra (XX) desde el mismo momento de la concepción. Punto.

Algunas fuentes que mencionan el falso mito hablan de que primero entra en acción el cromosoma femenino X, y solo luego, si acaso, se activa el masculino Y. Es necesario explicar que en la especie humana no existe un «cromosoma femenino». Las hembras no son tales porque tengan más X, sino porque carecen del cromosoma masculino Y. De hecho, ambos sexos tienen la misma cantidad de X activo: en las células de las mujeres se produce un mecanismo llamado compensación de dosis, mediante el cual se inactiva uno de los dos cromosomas X para que no haya un exceso de producción por parte de sus genes. Es decir, que hombres y mujeres tienen la misma cantidad de genes expresados del cromosoma X (en realidad hay genes del X inactivo que continúan funcionando, muchos de ellos también presentes en el Y). El X que se inactiva en las células femeninas, y que puede ser aleatoriamente de origen paterno o materno, es visible al microscopio como una región densa en el núcleo llamada corpúsculo de Barr, un clásico de las prácticas de biología en institutos y universidades.

De lo anterior queda claro que el cromosoma X no es una especie de baluarte de los genes femeninos. La biología humana es más compleja. Ambos sexos necesitan el X, pero muchos de los caracteres que marcan el dimorfismo sexual en los humanos, aquellos que biológicamente nos diferencian, no residen en los cromosomas sexuales sino en alguno de los otros 22 pares, los llamados autosomas, que se heredan igual del padre y de la madre tanto en embriones masculinos como femeninos. Y por favor, basta de proferir barbaridades como «el gen de la testosterona». Los genes solo producen proteínas, y ni la testosterona ni otras hormonas sexuales lo son: la testosterona no tiene gen; la fabrica la maquinaria celular a partir del colesterol.

Pero volvamos al embrión, y rescatemos lo poco que hay de cierto en el mito: hasta aproximadamente las siete semanas de gestación, cuando se activa un gen del cromosoma Y llamado SRY, no comienza el desarrollo de los genitales masculinos. Ni de los femeninos: durante este período, los embriones tampoco son fenotípicamente hembras; si acaso, podríamos decir que son potencialmente hermafroditas. Antes de la activación del SRY, todo embrión posee dos estructuras diferentes llamadas conductos mesonéfricos y paramesonéfricos. Los primeros darán lugar a los genitales internos masculinos, y los segundos a los femeninos. En función de que aparezca SRY o no, unos progresarán, mientras que los otros se reabsorberán hasta desaparecer. Pero ambos están presentes en todos los embriones; no hay un “proyecto femenino” que se trunque a causa del cromosoma Y.

Ahora, la gran pregunta es: ¿qué sucede en el embrión si no entra en acción el cromosoma Y? Hay un único caso en el que el resultado será una niña sana, y es cuando el embrión tiene la dotación cromosómica normal de una hembra (XX); es decir, carece de Y. En otras situaciones, lo habitual es que el embrión muera. La propia naturaleza nos ha dado el resultado del experimento: los embriones 45,X, aquellos que accidentalmente poseen un solo cromosoma X y carecen del Y, mueren en un porcentaje estimado del 99%; de hecho, se cree que hasta un 15% de todos los abortos espontáneos tienen una dotación cromosómica 45,X. Uno de cada cien sobrevive y llega a término, pero no indemne: estos casos se conocen como síndrome de Turner. Fenotípicamente son mujeres, pero generalmente carecen de un aparato reproductor funcional y no adquieren los caracteres sexuales típicos de la pubertad, como el desarrollo de los pechos; además de sufrir otras anomalías que en su mayor parte no amenazan su vida, pero sí la complican.

Merece la pena añadir un último comentario: la presencia de pezones en los hombres se esgrime a veces como argumento para sostener que los embriones son femeninos por defecto. Es un error tan fundamental como postular lo contrario aduciendo que el clítoris, también sin función biológica esencial conocida, es un pene truncado. El desarrollo de los pezones viene determinado sobre todo por una proteína llamada PTHrP que ejerce una función dual, deteniendo su progresión en los embriones masculinos y promoviéndola en los femeninos. Simplemente es un rasgo común que en los humanos, al contrario que en otras especies (ratones), se conserva en ambos sexos; probablemente porque no ha existido una presión evolutiva contraria en los machos, ya que no son perjudiciales.

Además, los pezones son un carácter sexual secundario que no está gobernado por los cromosomas sexuales: en humanos, el gen de la PTHrP está ubicado en el cromosoma 12. Resumiendo, y explicándolo con una frase simple a lo Haeckel: la mujer hace las tetas, no al contrario.

¿Somos chimpancés en un 99% de nuestro ADN? Ni de lejos

El 1 de septiembre de 2005, un gran consorcio internacional de investigadores publicaba en la revista Nature el primer borrador del genoma del chimpancé, un logro muy esperado desde que cinco años antes se anunciara la primera versión del humano, completado en 2003.

Chimpancé ('Pan troglodytes'). Imagen de Frank Wouters / Wikipedia.

Chimpancé (‘Pan troglodytes’). Imagen de Frank Wouters / Wikipedia.

El genoma de nuestro pariente evolutivo vivo más próximo tenía un enorme interés científico, ya que prometía revelar algo de lo que nos hace específicamente humanos, además de ofrecer un dibujo más claro de la cronología evolutiva de dos especies estrechamente emparentadas. Pero entre la selva de datos y resultados que ofrecían el genoma del chimpancé y su comparación con el humano, una sola conclusión triunfó en los medios de todo el mundo, convirtiéndose en una muletilla repetida mil veces: los chimpancés son genéticamente idénticos a nosotros en un 99%.

Pero ¿es cierto?

La respuesta: sí… y no.

Desde el punto de vista de aquello que los científicos analizan al comparar genomas de diferentes especies, sí lo es. Pero si con ello imaginamos que podríamos colocar el texto completo del ADN de ambos genomas uno junto al otro y que solo encontraríamos diferencia en una letra de cada cien… En este caso, ni de lejos.

Imaginemos un Seat 600 de los antiguos y un Ferrari último modelo. ¿En qué medida se parecen? Alguien que entienda de coches, que no es mi caso, probablemente diría que en casi nada. Pero supongamos que nos olvidamos de todo lo que diferencia a ambos modelos y nos fijamos exclusivamente en aquello que comparten: como coches que son, ambos tienen asientos, volante, pedales, espejos retrovisores, palanca de cambios… Desde este punto de vista, ¿cuánto se parecen?

Algo similar es lo que sucede con los genomas de los chimpancés y los humanos. Si nos fijamos solo en aquello que tenemos en común, nos parecemos en un 99%. Pero ¿cómo de relevante es aquello que no tenemos en común?

Para empezar, ni siquiera tenemos el mismo número de cromosomas: 23 en los humanos, 24 en los chimpancés. En nuestro caso, llevamos uno menos porque en algún momento de nuestra evolución se produjo una fusión entre dos cromosomas ancestrales. Pero este no es ni mucho menos el único cambio a gran escala; nuestro genoma y el de los chimpancés se diferencian enormemente en toda la longitud de nuestras secuencias de ADN, con fragmentos eliminados, introducidos, copiados, fragmentados o cambiados de sitio. A la hora de establecer la comparación, ¿cómo cuenta cada uno de estos grandes fragmentos diferentes? ¿Como uno solo? ¿O según el número de bases (letras) de cada uno de estos segmentos distintos?

Para comparar dos genomas, los científicos se centran exclusivamente en aquellas secuencias que pueden alinearse para buscar similitudes. Es decir, en la presencia de asientos, pedales o retrovisores. En su estudio original, los científicos que secuenciaron el genoma del chimpancé no mencionaban ningún 99% de identidad entre ambas especies. En cambio, sí ofrecían otro dato: el 29% de las proteínas homólogas en el humano y en el chimpancé son idénticas.

Dicho de otro modo: de las proteínas que aparecen codificadas en el genoma de ambas especies y que derivan de la misma secuencia ancestral (se denominan ortólogas), más de dos terceras partes son algo diferentes; si bien es cierto que en general esta diferencia se reduce a un solo aminoácido (los eslabones individuales que forman las proteínas). Pero un cambio tan pequeño puede determinar que la proteína resultante actúe de forma distinta o incluso que no funcione en absoluto.

De lo anterior es de donde deriva el dato del 99%, ya que esta es la coincidencia si consideramos solo esas secuencias que pueden alinearse y contabilizamos cada cambio como una diferencia individual dentro de la longitud total. Pero para eso ha habido que dejar fuera 1.300 millones de letras o bases de ADN, ignorando el 18% del genoma del chimpancé y el 25% del nuestro. Con todo esto, llegamos a ese porcentaje mágico: 98,77% de identidad.

Así pues, decir que somos chimpancés en un 99% es una sobresimplificación de la realidad cuyo origen probablemente reside en una sobresimplificación de la información. Una nota de prensa difundida por los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU. con ocasión de la publicación del genoma del chimpancé decía lo siguiente: «La secuencia de ADN que puede compararse directamente entre los dos genomas es casi idéntica en un 99%». En otras palabras: los genomas de humanos y chimpancés son idénticos en un 99%… en las zonas en que son idénticos en un 99%. La nota original no marcaba en cursiva y negrita, como yo he hecho, una condición imprescindible que debe mencionarse para que la afirmación sea veraz, pero que probablemente estropea un buen titular.

NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.

Alzhéimer, ¿el peaje de un cerebro privilegiado?

Creo que nunca he escrito una palabra sobre Aubrey de Grey y sus proclamas de que hoy está viva la primera persona que vivirá mil años. Y nunca he escrito sobre él porque no me creo una palabra. Soy radicalmente escéptico respecto a esas promesas de cuasiinmortalidad. Como mínimo, me parecen infundadas y veleidosas, por utilizar los adjetivos más asépticos que se me ocurren y no los que realmente tengo en mente. Este discurso le ha servido al investigador británico para pronunciar miles de conferencias, escribir exitosos libros y captar la atención de los medios de todo el mundo; incluso un diario español ha utilizado durante mucho tiempo una portada con las afirmaciones de De Grey en los anuncios de sus promociones en televisión, se supone que como gancho publicitario. Es probable que estas aseveraciones vendan más periódicos que la realidad: que todos vamos a morir, como viene ocurriendo. Otros científicos han criticado las proclamas del británico, haciendo notar, como prueba más tangible, que todo su discurso aún no se ha traducido en una sola investigación concreta que haya demostrado alargar la vida.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Tal vez no por casualidad, el optimismo en esta materia suele encontrar más predicamento en el bando seco, el que trabaja con máquinas y no con células. De hecho, y aunque De Grey se presente como gerontólogo biomédico, lo cierto es que su formación de origen es en ciencias de la computación, y Cambridge le concedió el doctorado a través de un régimen especial que permite a los licenciados de aquella universidad obtener el grado de doctor con la sola demostración de publicaciones relevantes, aunque no vengan acompañadas por ninguna investigación real. En el caso de De Grey, se le concedió el doctorado gracias a un libro teórico sobre el envejecimiento por oxidación en la mitocondria, la central de energía de las células. Todo sin tocar una sola pipeta para apoyar sus visiones en algún resultado real.

Por desgracia para todos, más fundamento tiene la postura del pesimismo. Es indudable que la ciencia y la tecnología han conseguido alargar nuestra esperanza de vida en décadas, y parece seguro confiar en que aún no hemos llegado al límite de nuestro potencial de longevidad. Tal vez a lo largo de este siglo las personas centenarias lleguen a convertirse en algo relativamente común a nuestro alrededor. Pero muchos científicos también señalan que el vivir más años tiene su precio en forma de enfermedades neurodegenerativas, como el alzhéimer y el párkinson, o de errores en la maquinaria celular, como ese amplísimo espectro de patologías al que denominamos cáncer. A todos nos gustaría vivir más, pero sin tener que pagar los terribles peajes de una vida más larga.

Y por desgracia para todos, difícilmente vamos a librarnos de ellos. Un nuevo estudio, aún sin publicar, viene ahora a remacharnos la molesta sospecha de que nuestros males de ancianos no son algo fácilmente separable de lo que somos, y por tanto condenadamente recalcitrantes en la especie humana, mal que nos pese. Un equipo de investigadores chinos ha construido un atlas cronológico de la selección natural en el genoma humano durante el último medio millón de años; es decir, una historia natural de cómo la evolución ha ido dando forma a lo que somos hoy, desde mucho antes de que fuéramos lo que somos hoy.

Hace unos meses ya comenté aquí un estudio (todavía pendiente de publicación según el lentísimo y ya obsoleto procedimiento tradicional) cuyos autores habían buscado señales de selección positiva en 83 genomas humanos, incluyendo genomas antiguos, durante los últimos 8.000 años. Se trata de encontrar genes (y por tanto, rasgos) que se hayan generalizado en una población debido a la presión que ejerce el entorno sobre la supervivencia. En aquel caso, los científicos descubrieron que la vergüenza del clásico español bajito está injustificada, ya que la corta estatura fue una adaptación evolutiva que ayudó al éxito de los ibéricos.

Con fines similares, los investigadores chinos han rastreado los genes de 90 humanos actuales de tres poblaciones diferentes, apoyando su comparación en el genoma neandertal y en los de tres humanos antiguos, de 45.000, 8.000 y 7.000 años respectivamente. Su propósito era encontrar señales de la evolución en nuestro ADN: signos de selección positiva, negativa o de equilibrio. En el primer caso se trata de formas de genes que confieren ventajas frente al entorno y por tanto tienden a mantenerse en la población, lo contrario que los segundos. En cuanto a la tercera opción, se produce cuando es ventajoso mantener distintas versiones de un mismo gen; un ejemplo clásico es la anemia falciforme, cuyos heterocigotos (quienes poseen una copia del gen sano y otra del enfermo) son resistentes a la malaria, lo que les favorece frente a quienes no llevan la forma defectuosa.

El modelo empleado por los investigadores revela más de 800 posibles señales de selección positiva en los genomas humanos actuales, cubriendo más de un 2% del genoma. Particularmente, estos genes afectan sobre todo al cerebro y al esperma. Con todos los datos, los científicos dibujan una crónica de la selección positiva en el genoma humano a lo largo de 30.000 generaciones. Pero lo más interesante del estudio se refiere a los genes relacionados con el cerebro. Algunos genes seleccionados antes de la separación completa entre humanos y neandertales están asociados con las capacidades cognitivas, la interacción y la comunicación social, como en el caso de dos genes ligados a los trastornos del autismo, AUTS2 y SLTM.

Pero sobre todo, cinco genes que muestran señales de selección positiva coincidiendo con la aparición de los humanos modernos tienen algo en común: todos ellos ejercen funciones cerebrales importantes que se vinculan con el desarrollo del alzhéimer. «Especulamos que la ganancia de función cerebral durante la aparición de los humanos modernos puede haber afectado sobre todo a la formación de conexiones sinápticas y la neuroplasticidad, y esta ganancia no se obtuvo sin un precio: puede haber conducido a un aumento en la inestabilidad estructural y la sobrecarga metabólica regional que resultaron en un riesgo más elevado de neurodegeneración en el cerebro envejecido», escriben los autores. De hecho, añaden, «la enfermedad de Alzheimer continúa siendo algo único en los humanos, ya que aún no se han obtenido pruebas patológicas firmes de alzhéimer, sobre todo de la neurodegeneración relacionada con el alzhéimer, en los grandes simios».

Ahí lo tienen: triste, pero cierto. O al menos, más plausible que las proclamas fantasiosas (vaya, ya lo he dicho) de De Grey. Para un infortunio del que precisamente gracias a ello somos conscientes, el envejecimiento no es solo oxidación, o ni siquiera telómeros. Personalmente, y si llega a tocarme, siempre he pensado que no me merecerá seguir adelante con la partida el día en que me pregunte quiénes demonios son las personas con las que estoy jugando. Claro que, si llega ese día, tampoco me acordaré de lo que siempre he pensado.