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Teleinvasión biológica: imprimir seres vivos a distancia en otros mundos

El otro día adelanté que les contaría otra fantasía sobre teleinvasiones, palabra que designa una invasión alienígena a distancia sin que los invasores estén presentes en persona, o en lo que sea, sobre el terreno del planeta invadido.

Como les expliqué, un concepto hoy plausible es el de emplear máquinas teledirigidas; tan plausible que ya se utiliza para nuestras invasiones locales, mediante drones y otros aparatos controlados a distancia. Un paso más allá será recurrir a máquinas inteligentes capaces de tomar sus propias decisiones, no necesariamente más crueles e inhumanas que las de un comandante de carne y hueso, como demuestran las pruebas que es innecesario citar.

Pero imaginen lo siguiente, y explótenlo si les apetece para escribir una historia: la población mundial está siendo exterminada por un extraño y letal patógeno, cuyo análisis revela que no se trata de un microorganismo natural terrestre. Cuando los epidemiólogos rastrean el patrón de propagación en busca del foco inicial, encuentran que no se localiza en una zona densamente poblada, sino muy al contrario, en una región extremadamente remota, desde la cual el patógeno ha podido propagarse por la circulación atmosférica. Cuando una expedición llega al lugar, encuentra un artefacto de procedencia desconocida. Al estudiarlo, los científicos descubren que no es una nave, sino una fábrica automatizada: un sintetizador biológico que ha creado el agente invasor a partir de materias primas moleculares. Los expedicionarios destruyen el aparato, pero ya es demasiado tarde para la humanidad. Mientras, los seres que enviaron la máquina esperan a que se complete la limpieza de su nuevo hogar.

¿Pura fantasía? Hoy sí. Pero sepan que el primer prototipo de una máquina controlable a distancia y capaz de crear un patógeno a partir de componentes moleculares básicos ya existe. Se llama Convertidor de Digital a Biológico (DBC, en inglés), se ha descrito hace pocas semanas en la revista Nature Biotechnology, y se ha utilizado ya para fabricar un virus de la gripe A H1N1 y un virus que infecta a las bacterias llamado ΦX174.

Este es el aspecto del prototipo del DBC. Imagen de Craig Venter et al. / Nature Biotechnology.

Este es el aspecto del prototipo del DBC. Imagen de Craig Venter et al. / Nature Biotechnology.

El autor de este prodigio es el biólogo, empresario y millonario J. Craig Venter, en su día artífice del Proyecto Genoma Humano en su rama privada, y uno de los líderes mundiales en el campo de la biología sintética. Entre sus últimos logros figura, en marzo de 2016, la creación de una bacteria con el genoma artificial mínimo necesario para la vida, que conté aquí.

Venter lleva unos años trabajando en torno a la idea de lo que él mismo llama “teletransporte biológico”, aunque la denominación puede ser engañosa, dado que lo único que se transporta en este caso es la información. El DBC puede recibir a distancia, por internet o radio, una secuencia genética o la secuencia de aminoácidos de una proteína. Después la máquina imprime la molécula utilizando sus componentes básicos. Tampoco “imprimir” es quizá el término más adecuado, pero Venter lo emplea del mismo modo que hoy se usa para hablar de impresión en 3D. En lugar de cartuchos con tinta de colores, el DBC utiliza depósitos con los ladrillos del ADN: adenina (A), guanina (G), timina (T) y citosina (C).

El DBC es todavía un prototipo, una máquina formada por piezas sueltas. Pero funciona, y ya ha sido capaz de imprimir cadenas de ADN y ARN, proteínas y partículas virales. Y naturalmente, más allá del argumento fantástico de la teleinvasión biológica, todo esto tiene un propósito. Pero sobre el ruido de fondo del rasgado de vestiduras de los anticiencia, déjenme hundir una idea hacia el fondo: el primer propósito de la ciencia, y el único necesario para justificarla, es el conocimiento, porque el conocimiento es cultura.

Pero sí, hay aplicaciones prácticas. La idea que inspira la biología sintética es dominar la creación de la vida para obtener beneficios de una manera mejor que la actual, o que simplemente no son alcanzables de otro modo. Los microorganismos sintéticos pueden descontaminar el medio ambiente, fabricar energía o compuestos de interés, como medicamentos, alimentos, productos industriales o vacunas.

Volviendo al DBC, Venter imagina un futuro en el que estas máquinas estarán repartidas por el mundo para fabricar, por ejemplo, vacunas o fármacos. Ante una futura pandemia, y una vez que se logre obtener un remedio, no será necesario transportarlo a todas las zonas afectadas; bastará con transmitir las instrucciones a los DBC, y estos se encargarán de producirlo in situ.

Hasta aquí, tal vez algún lector biólogo replicará que los sintetizadores de oligonucleótidos existen desde hace décadas, aunque necesiten un operador humano para introducir las órdenes. Noten la diferencia, más allá de que antes se hablaba de «sintetizar» y hoy de «imprimir»: el DBC no solo crea cadenas cortas de ADN o ARN, sino genomas sencillos completos y proteínas, y los ensambla en partículas funcionales, todo ello sin que un humano esté presente. Pero el verdadero salto viene de las posibilidades futuras de esta tecnología cuando se conjuga con otros trabajos previos en biología sintética: concretamente, la posibilidad de imprimir microbios con genomas sintéticos diseñados a voluntad.

Venter es un tipo propenso a mirar de lejos que no se ha resistido a fantasear con la futura evolución de esta tecnología. Y uno de sus posibles usos, dice, sería producir microbios en Marte capaces de modificar el entorno para hacerlo más habitable para el ser humano; es lo que se conoce como terraformación, y es una posibilidad que Venter ya ha discutido con otro genio visionario embarcado en el proyecto de fundar una colonia marciana, Elon Musk.

Aquí entramos de nuevo en el terreno de la ciencia ficción, pero en una que no es teóricamente imposible. Venter quiere llegar a obtener una “célula receptora universal”, una bacteria vacía similar a la que él rellenó con un genoma artificial, pero que sea capaz de aceptar cualquier secuencia genética que se le quiera implantar para hacer lo que uno quiera que haga, o… convertirse en lo que uno quiera que se convierta. Incluso, tal vez, en un humano.

Sí, sí, un humano. Esta es la idea lanzada por George Church y Gary Ruvkun, biólogos sintéticos de la Universidad de Harvard. Church, Ruvkun y otros piensan que es ilusorio e inútil tratar de viajar a otras estrellas, y que en su lugar la expansión de la humanidad por el universo se llevará a cabo enviando bacterias cargadas con el genoma humano y utilizándolas después para imprimir humanos en el destino elegido.

Al fin y al cabo, una célula es lo que dice su genoma; una célula A puede transformarse en otra célula B si se le insertan los genes de la célula B. Y así, célula a celula, creciendo, dividiéndose y diferenciándose, una sola célula acaba creando un organismo humano completo. Esto ocurre en cada gestación. Pero también ha ocurrido a lo largo de nuestra evolución desde que éramos bacterias (o arqueas).

De hecho, si podría ocurrir, ¿cómo podemos saber que no ha ocurrido ya? Esta es la idea de Adam Steltzner, ingeniero jefe del rover marciano Curiosity en la NASA. “Puede que sea así como nosotros llegamos aquí”, dice Steltzner. ¿Y si nosotros, todos, la vida en la Tierra, fuéramos el producto de un DBC que alguien trajo aquí hace miles de millones de años?

¿Qué es la vida? 473 genes

Chiste malo de biólogos:

–¿Qué se llevaría una bacteria a una isla desierta?

–473 genes.

Malo, porque no es gracioso y, además, hay que explicarlo. Cuatrocientos setenta y tres genes es, desde la semana pasada, el mínimo equipamiento necesario para la supervivencia de un organismo de vida libre. Aunque, de momento, dejemos lo de libre en cursiva.

La historia: el magnate de la biotecnología y científico estadounidense J. Craig Venter lleva años empeñado en la ambición de convertirse en el primer Victor Frankenstein celular de la historia. Así como el médico creado por Mary Shelley (de cuya concepción, por cierto, pronto se cumplirán cien años quiero decir, doscientos años, anda que, cómo estamos…) pretendía crear un ser nuevo a partir de piezas sueltas, Venter trata de hacer lo mismo con una célula. O poco más o menos. En realidad, lo que el científico pretende es fabricar un genoma sintético mínimo esencial y emplearlo para insuflar la vida a una célula sin ADN, vacía, técnicamente muerta (o quizá sería más apropiado no-muerta), tal y como Frankenstein infundía esa «chispa de ser» a su criatura.

Células de JCVI-syn3.0. Imagen de Thomas Deerinck y Mark Ellisman/NCMIR/UCSD.

Células de JCVI-syn3.0. Imagen de Thomas Deerinck y Mark Ellisman/NCMIR/UCSD.

Venter ha recorrido un largo camino para llegar a ello. Comenzó eligiendo la célula, la más pequeña que pudo encontrar: un micoplasma. Los micoplasmas son la pesadilla de los biólogos, ya que contaminan los cultivos celulares y pueden alterar los resultados de los experimentos, pero son tan pequeños que su presencia no se advierte al microscopio. Una célula de Mycoplasma genitalium, la especie elegida por Venter, mide de largo menos de la mitad que el virus del ébola.

El M. genitalium tiene solo 525 genes en un genoma de 580.070 pares de bases, las letras del ADN. Para que se hagan una idea, nuestro genoma mide unos 3.000 millones de pares de bases y contiene unos 20.000 genes. Venter y sus colaboradores crearon en 2008 el primer genoma sintético de M. genitalium, diseñado en un ordenador y fabricado uniendo químicamente las bases del ADN una a una, para luego pegar entre sí los fragmentos grandes en un sistema biológico, una célula de levadura.

En 2010 Venter y su equipo, en el que figuran los veteranos Hamilton O. Smith (Nobel en 1978) y Clyde A. Hutchison III, lograron esa «chispa de ser», trasplantando un genoma sintético de 1,079 millones de pares de bases de M. mycoides a una célula vacía de otra especie, M. capricolum. El motivo de cambiar de M. genitalium a M. mycoides, cuyo genoma es mayor, fue práctico: esta segunda especie crece más deprisa, lo que acelera los experimentos.

Aquella primera versión recibió el nombre de JCVI-syn1.0, o versión sintética 1.0 del J. Craig Venter Institute. Pero sus 901 genes y su millón de pares de bases eran probablemente mucho más de lo realmente esencial para la vida, a juicio de los investigadores. Así comenzó el proceso de ir descartando genes hasta quedarse con ese equipamiento mínimo necesario para la supervivencia.

El primer intento fue infructuoso: Venter y sus colaboradores se quedaron con un ADN de 483.000 pares de bases y solo 471 genes, pero la criatura de Frankenstein no volvió a la vida. En el proceso de ir pelando el genoma del M. mycoides, habían roto algo vital. Vuelta a la pizarra, y a comenzar de nuevo.

Y así llegamos al momento presente. O mejor dicho, a la semana pasada, cuando quien suscribe, de vacaciones en la hermosa y rabiosamente verde Extremadura septentrional, se encontró en los papeles con JCVI-syn3.0, la nueva criatura de Venter publicada en Science que, esta vez sí, funciona: 473 genes en 531.000 pares de bases, un genoma sensiblemente más pequeño que el de M. genitalium.

¿Y esto para qué sirve?, es la primera pregunta. La respuesta clásica que verbalizan los biólogos sintéticos es que los organismos de diseño permitirán en el futuro producir fármacos o combustibles, o destruir contaminantes del medio, entre otras aplicaciones. Pero la respuesta que no verbalizan, por lo menos no ante quien pregunte «¿y esto para qué sirve?», es que se trata de conocer: en la respuesta está la comprensión de ese extraño fenómeno que llamamos vida.

(Nota: claro que, para muchos biólogos sintéticos, el camino elegido por Venter tiene más de ciencia recreativa, o incluso de egolatría recreativa, que de biología sensata. Cuando el magnate comenzó este proyecto aún no existía el sistema de edición genómica CRISPR. Pero desde que existe CRISPR, hoy todo lo que Venter hace podría lograrse mucho más cabal y fácilmente juntando y tuneando piezas ya prefabricadas por la naturaleza.)

Y sobre esto de la vida, lo que nos revela el experimento de Venter es que estamos aún muy lejos de comprenderlo: de los 473 genes, hay 149 sobre los que no se tiene la menor idea de para qué diablos sirven.

Lo cual, en el fondo, no hace sino ilustrar una vez más que aún nos queda mucho por conocer de cómo funciona la biología. Tal vez se hayan quedado con la idea de que los organismos más aparentemente pequeños y sencillos tienen menos genes, y que el presunto rey de la evolución, el ser humano, con sus Mozarts y sus Einsteins, debería ostentar el récord genómico. Olvídense de esto: la pulga de agua Daphnia, un diminuto crustáceo, tiene unos 31.000 genes, un 50% más que nosotros. Claro que esto no es nada en comparación con el genoma del pino taeda del sureste de Estados Unidos: unos 20.148 millones de pares de bases, casi siete veces el humano, con más de 50.000 genes estimados. Y muy probablemente los hay aún mayores: el genoma de la planta japonesa Paris japonica, aún no secuenciado, podría llegar a los 150.000 millones de pares de bases.

En el otro extremo tenemos a la bacteria Carsonella ruddii con 159.662 pares de bases y solo 182 genes. Y aún más abajo, Nasuia deltocephalinicola, con 112.091 pares de bases y 137 genes. Otra bacteria, Tremblaya princeps, tiene un genoma ligeramente mayor que el de Nasuia, pero con solo 120 genes. Pero el pez globo de agua dulce Tetraodon nigroviridis tiene un genoma ridículo para un vertebrado, de unos 350 millones de pares de bases. ¿Y para qué demonios necesita la bacteria Solibacter usitatus un genoma de 9,9 millones de pares de bases?

Al comienzo hablé de la nueva bacteria de Venter como de vida libre, en cursiva. Lo cierto es que esta bacteria, aunque se reproduce de forma autónoma, no podría vivir fuera de las placas de cultivo. Los investigadores le han robado tantos genes que necesita un suplemento de ciertos nutrientes esenciales. Así que, en el fondo, es un organismo dependiente, como lo son Carsonella, Nasuia o Tremblaya, que solo pueden vivir en el interior de células de insectos en una simbiosis obligatoria. Y esto implica que, con toda probabilidad, la vida aún puede reducirse más allá de los 473 genes. Siempre, claro, que podamos seguir llamándola vida.

Resumiendo: ¿qué es la vida? No sabemos. Tal vez Calderón la definió mejor: una ilusión, una sombra, una ficción…