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Los Nobel de ciencia: buena sopa, pero sopa fría

Dirán los asiduos a este blog que ya vengo otra vez con la misma matraca, que soy cansino, cargante, y tendrán razón. Pero me temo que deberé seguir repitiéndolo todos los años, todas las veces que haga falta. Una vez más hemos asistido a una semana de los Nobel en la que el premio de Literatura se ha llevado todo el bombo y los platillos, y por el contrario las tres categorías de ciencia se han pasado como un breve; en algún caso, lo juro, sin siquiera mencionar los nombres de los premiados, y sin el menor criterio ni comentario o análisis.

Por cierto y con respecto al Nobel de Literatura, y aunque este blog no vaya de eso, uno también tiene sus opiniones. Como marca la tradición, antes del anuncio Murakami fue tendencia, y por las bolas de cristal circulaban los nombres de Rushdie o Houellebecq. Se sigue pensando que el Nobel debe distinguir al mejor, «the best», como los Óscar. Pero aparte de que la mejoridad siempre sea opinable, lo cierto es que este no es el presunto espíritu de los Nobel.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Alfred Nobel dejó bien claro en su testamento que los premios deben concederse a quienes «en el año precedente hayan aportado el mayor beneficio a la humanidad», y en concreto el de Literatura a quien haya producido «el trabajo más sobresaliente en una dirección idealista». Esto último está abierto a tantas interpretaciones como se quiera, pero probablemente bastantes de ellas podrían coincidir en definirlo como lo contrario de Houellebecq. En todo caso y en último término, deja la puerta abierta a que la Academia se lo conceda a quien le dé la gana, como viene haciendo, que para eso es su premio.

Pero no pensemos por ello que en la concesión de los premios se respeta a rajatabla la última voluntad del inventor de la dinamita y la gelignita, porque nada más lejos. Los Nobel de ciencia nunca se otorgan por los trabajos del «año precedente», ni de la década precedente, a veces casi ni siquiera del medio siglo precedente. Los Nobel de ciencia siempre suenan a viejuno. Se conceden a descubrimientos o avances ya muy consolidados, y por ello ya antiguos.

Como defensa suele alegarse que los Nobel premian los hallazgos que han resistido la prueba del tiempo. Pero claro, esto es como darle un premio de cine en 2022 a Blade Runner, que en su día tuvo críticas divididas. Se supone que entre las cualidades de un jurado experto debería contarse la de anticipar qué va a resistir la prueba del tiempo. Porque para saber qué la ha resistido no hace falta ser experto en nada. Basta con mirar la Wikipedia.

Si se quiere distinguir cuáles son las tendencias científicas más calientes del momento, a donde hay que dirigir la mirada es a los Breakthrough Prizes, los de mayor dotación económica del mundo en su campo. Este año han premiado, entre otros, a Demis Hassabis y John Jumper, los máximos responsables de DeepMind de Google en la creación de AlphaFold, el sistema de Inteligencia Artificial que predice la estructura espacial de casi cualquier proteína. Este es sin duda el mayor hallazgo reciente en el campo de la biomedicina y uno de esos avances que cambiarán el rumbo de la ciencia para los próximos 50 años, no que lo hicieron hace 50 años. El año pasado los Breakthrough distinguieron a Katalin Karikó y Drew Weissman, principales responsables de las vacunas de ARN contra el virus de la COVID-19.

En justicia hay que decir que en España tenemos también dos premios internacionales con un ojo muy agudo para distinguir los avances científicos más relevantes del momento: los Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA y los Princesa de Asturias. Este año los Princesa han premiado a Hassabis (entre otros), y el año pasado lo hicieron a Karikó, Weissman y otros por las vacunas. Los Fronteras también han premiado a los creadores de las vacunas. Mientras, los Nobel siguen sin darse por enterados de que hemos tenido una pandemia y que una nueva generación de vacunas ha salvado millones de vidas.

Algunas veces los Nobel parecen el reconocimiento a toda una carrera, como evidentemente lo es el premio de Literatura. En los de ciencia, este es el caso del concedido este año en Fisiología o Medicina a Svante Pääbo, la figura más destacada en el desarrollo del campo de los genomas antiguos. Con esta concesión el comité del Instituto Karolinska, encargado de esta categoría, también ha sacado los pies de su tiesto; que yo recuerde, es la primera vez que se premia a la paleoantropología, una ciencia que quedaba excluida de los Nobel porque no encaja en ninguna de las categorías. El hecho de que la de Pääbo sea una paleoantropología molecular ha servido para darle el pase al premio de Fisiología o Medicina. Su trabajo no tiene nada que ver con la segunda, pero puede aceptarse dentro de la primera, en cierto modo.

Sobre el premio de Física, los físicos dirán. Como no-físico, y en mi función de simple periodista de ciencia que ha escrito infinidad de artículos sobre física, y bastantes de ellos sobre entrelazamiento cuántico (un tema especialmente jugoso), el reconocimiento a Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger es bienvenido, sobre todo cuando los tres ya recibieron el Wolf de Física —considerado por algunos como el segundo más prestigioso después del Nobel— hace 12 años. Una vez más, el Nobel se convierte en premio escoba, poniéndose al día con los deberes atrasados.

Finalmente, el Nobel de Química ha sido para Carolyn Bertozzi, Morten Meldal y Barry Sharpless, tres investigadores que desarrollaron —a principios de este siglo— dos conceptos relacionados que facilitan las reacciones químicas de síntesis para la formación de nuevos compuestos más complejos a partir de otros más simples. La idea es tan genial como sencilla, aunque mucho más difícil es llevarla a la práctica. Consiste en encontrar el modo de ligar moléculas entre sí de forma rápida, directa, irreversible y en una sola reacción, como si fuesen piezas de un puzle que encajan entre sí de modo único. Esta llamada química click, desarrollada independientemente por Sharpless y Meldal, se aplicó a los sistemas biológicos con la llamada química bioortogonal acuñada por Bertozzi. Estos dos conceptos son de inmensa aplicación hoy. Por cierto que Sharpless ya recibió otro Nobel de Química en 2001, un doble reconocimiento que solo han logrado otros cuatro científicos.

En definitiva, y como ocurre siempre, todos los premiados merecen sin duda este reconocimiento. Todos los premiados lo merecían desde hace años. Y como siempre, también lo habrían merecido otros que han quedado fuera. En concreto, no entiendo la decisión de distinguir en exclusiva a Pääbo por los avances en genomas antiguos, cuando los premios permiten el reparto entre un máximo de tres investigadores y hay otros que claramente habrían merecido compartirlo (por cierto, también hay españoles muy destacados en este campo). Sí, es cierto que saldrían más de tres. Es otro problema de los Nobel, y es que siempre son más de tres, y casi siempre muchos más de tres; hoy la idea del supergenio científico rodeado de minions eficientes pero descerebrados solo existe en las películas de Gru.

NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.