Voy a despedir temporalmente este blog hasta después de las vacaciones con dos historias que superficialmente no tienen ninguna relación entre sí, pero que en el fondo ilustran una misma y vieja pregunta: ¿cómo surge la vida a partir de la no-vida, o lo complejo a partir de lo simple? Hoy explico el contexto, al que seguirán las dos historias en los próximos días.
Tal vez a muchos sorprenda que el término Big Bang, que designa la teoría cosmológica prevalente hoy, lo inventó alguien que no creía en él. En 1949, el astrónomo británico Fred Hoyle lo pronunció durante una entrevista para la BBC con una intención casi paródica. Fallecido en 2001, Hoyle fue un tipo siempre polémico a causa de muchas de sus visiones, que desafiaban las teorías científicas más aceptadas.
Uno de los campos en los que Hoyle sostuvo una opinión heterodoxa fue el origen de la vida en la Tierra. El astrónomo fue uno de los principales proponentes de la panspermia, la idea de que la biología fue sembrada en este planeta por la colisión de objetos espaciales. Hoyle consideraba imposible que la vida hubiera nacido espontáneamente a partir de la no-vida, lo que se conoce como abiogénesis. Según sus cálculos, la posibilidad de que por puro azar surgiera el conjunto mínimo de enzimas para poner en funcionamiento la célula más simple era de una entre 10 elevado a 40.000 (uno dividido entre un uno seguido de 40.000 ceros). En una de sus frases más famosas, Hoyle dijo que la probabilidad de aparición de una célula a partir de sus componentes químicos básicos era similar a la de que un tornado atraviese el patio de una chatarrería y ensamble un Boeing 747 a partir de la chatarra.
Lo cierto es que las dudas de Hoyle tenían algo de fundamento. En el siglo XIX se acuñó un término llamado entropía, cuyo significado se expresó en una de las leyes fundamentales de la naturaleza, la Segunda Ley de la Termodinámica. La entropía ha recibido distintas definiciones a lo largo del tiempo. Popularmente se entiende como el grado de desorden de un sistema, una traducción lógica de su significado físico. En una de sus acepciones, la entropía mide la cantidad de energía inútil disipada en forma de calor por un sistema, por ejemplo una máquina.
La Segunda Ley afirma que la entropía de un sistema aislado siempre aumenta. El universo, como sistema aislado, camina en una dirección temporal, que es la misma que lo dirige hacia su máximo nivel de entropía. La Segunda Ley es el motivo, por ejemplo, de que una máquina de movimiento perpetuo sea algo incompatible con la física. Y también es la razón por la cual es imposible emplear el agua como combustible; el agua no puede quemarse porque ya está quemada: es hidrógeno oxidado, un residuo biológico final.
Desde que se definió por primera vez la entropía, surgió la pregunta sobre cómo aplicar el concepto a los sistemas biológicos, un tipo particular de máquinas. En 1875, el físico Ludwig Boltzmann hizo notar que la lucha de los organismos biológicos por la vida es en realidad una lucha por la «entropía negativa», es decir, la generación de un nivel superior de orden, gracias a la disponibilidad de la energía que se transfiere desde el Sol a la Tierra, desde un cuerpo caliente a otro frío. El también físico Erwin Schrödinger, el del famoso gato, definió una paradoja que hoy se conoce por su nombre: la Segunda Ley de la Termodinámica dicta que los sistemas aislados aumentan su grado de desorden; y sin embargo, los sistemas vivos logran justo lo contrario, acrecentar su nivel de organización. Tanto si nos fijamos en los organismos individuales como en la abiogénesis o en la evolución biológica, todo parece transcurrir en sentido contrario al que se esperaría según la Segunda Ley. ¿Cómo es posible?
La respuesta es muy obvia, pero no sus implicaciones; tanto no lo son que el asunto de la entropía en los sistemas biológicos ha mantenido ocupados a los biofísicos durante más de un siglo. En cuanto a la respuesta obvia, está claro que la vida no es un sistema aislado; solo hay que añadir el entorno y el Sol como fuente de energía para que el balance total de entropía sea positivo, como dicta la ley. Como ya entrevió Boltzmann y explicó Schrödinger, los organismos se alimentan de «entropía negativa», un concepto que luego fue reemplazado por el de energía libre; una planta cosecha la energía solar para construir, por ejemplo, moléculas de glucosa. Pero para conseguir un mayor grado de orden interno, todo organismo aumenta el desorden de su entorno, en forma de materia desorganizada (residuos) y disipación de energía no aprovechable (calor).
Con todo, algo es innegable, y es que la síntesis de una molécula de glucosa es un proceso termodinámicamente antinatural, ya que requiere saltar una barrera energética para que las cosas funcionen en sentido contrario a como lo harían de acuerdo estrictamente a las leyes de la física. Sin embargo, la experiencia nos muestra que esto sucede todos los días a nuestro alrededor y de forma natural en los sistemas biológicos, y los científicos lo han construido, deconstruido, replicado, experimentado y medido.
Pero ¿qué ocurre con la abiogénesis?
El problema de la abiogénesis es que no estábamos ahí para observar cómo se producía. Y desde luego, esto no es una obviedad. Nunca jamás llegaremos a conocer con certeza cómo y dónde surgió la vida en nuestro planeta. Pero experimentalmente podemos simular las condiciones de la Tierra prebiótica y sentarnos a observar si ocurre algo similar a lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años.
A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, innumerables experimentos se han acercado a la demostración de cómo la vida puede surgir a partir de la no-vida; en particular, el experimento de Miller-Urey, en 1952, fue crucial para demostrar que la abiogénesis era naturalmente posible. El argumento de Hoyle sobre el tornado y el 747 se desmonta por el hecho de que todos los pasos, tanto en los organismos individuales como en la evolución biológica, son casi infinitesimales; es decir, que toda complejidad es reducible a la suma de incrementos diminutos. Y si es así para la aparición de todas las innovaciones evolutivas (incluyendo casos clásicos como el ojo), también lo es para la abiogénesis: la vida fue el producto final de una serie increíblemente extensa de pequeños procesos que a su vez se dieron en innumerables formas de ensayo y error, de las cuales la mayoría fueron errores. La Tierra tuvo tiempo de sobra para eso.
Ahora bien, es cierto que continúa siendo imprescindible superar una barrera energética para mover las cosas en sentido contrario a lo que la física haría por sí sola; así pues, cualquier intento de explicar el origen de la vida debe cumplir este requisito. Mañana contaré la primera de las historias de este cierre de temporada, un fascinante experimento que no solo sostiene la posibilidad de la abiogénesis, sino que sitúa el origen de la vida en un ambiente completamente insospechado: el desierto.