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¿Es la aparición de la vida incompatible con las leyes de la física?

Voy a despedir temporalmente este blog hasta después de las vacaciones con dos historias que superficialmente no tienen ninguna relación entre sí, pero que en el fondo ilustran una misma y vieja pregunta: ¿cómo surge la vida a partir de la no-vida, o lo complejo a partir de lo simple? Hoy explico el contexto, al que seguirán las dos historias en los próximos días.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA's Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA’s Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Tal vez a muchos sorprenda que el término Big Bang, que designa la teoría cosmológica prevalente hoy, lo inventó alguien que no creía en él. En 1949, el astrónomo británico Fred Hoyle lo pronunció durante una entrevista para la BBC con una intención casi paródica. Fallecido en 2001, Hoyle fue un tipo siempre polémico a causa de muchas de sus visiones, que desafiaban las teorías científicas más aceptadas.

Uno de los campos en los que Hoyle sostuvo una opinión heterodoxa fue el origen de la vida en la Tierra. El astrónomo fue uno de los principales proponentes de la panspermia, la idea de que la biología fue sembrada en este planeta por la colisión de objetos espaciales. Hoyle consideraba imposible que la vida hubiera nacido espontáneamente a partir de la no-vida, lo que se conoce como abiogénesis. Según sus cálculos, la posibilidad de que por puro azar surgiera el conjunto mínimo de enzimas para poner en funcionamiento la célula más simple era de una entre 10 elevado a 40.000 (uno dividido entre un uno seguido de 40.000 ceros). En una de sus frases más famosas, Hoyle dijo que la probabilidad de aparición de una célula a partir de sus componentes químicos básicos era similar a la de que un tornado atraviese el patio de una chatarrería y ensamble un Boeing 747 a partir de la chatarra.

Lo cierto es que las dudas de Hoyle tenían algo de fundamento. En el siglo XIX se acuñó un término llamado entropía, cuyo significado se expresó en una de las leyes fundamentales de la naturaleza, la Segunda Ley de la Termodinámica. La entropía ha recibido distintas definiciones a lo largo del tiempo. Popularmente se entiende como el grado de desorden de un sistema, una traducción lógica de su significado físico. En una de sus acepciones, la entropía mide la cantidad de energía inútil disipada en forma de calor por un sistema, por ejemplo una máquina.

La Segunda Ley afirma que la entropía de un sistema aislado siempre aumenta. El universo, como sistema aislado, camina en una dirección temporal, que es la misma que lo dirige hacia su máximo nivel de entropía. La Segunda Ley es el motivo, por ejemplo, de que una máquina de movimiento perpetuo sea algo incompatible con la física. Y también es la razón por la cual es imposible emplear el agua como combustible; el agua no puede quemarse porque ya está quemada: es hidrógeno oxidado, un residuo biológico final.

Desde que se definió por primera vez la entropía, surgió la pregunta sobre cómo aplicar el concepto a los sistemas biológicos, un tipo particular de máquinas. En 1875, el físico Ludwig Boltzmann hizo notar que la lucha de los organismos biológicos por la vida es en realidad una lucha por la «entropía negativa», es decir, la generación de un nivel superior de orden, gracias a la disponibilidad de la energía que se transfiere desde el Sol a la Tierra, desde un cuerpo caliente a otro frío. El también físico Erwin Schrödinger, el del famoso gato, definió una paradoja que hoy se conoce por su nombre: la Segunda Ley de la Termodinámica dicta que los sistemas aislados aumentan su grado de desorden; y sin embargo, los sistemas vivos logran justo lo contrario, acrecentar su nivel de organización. Tanto si nos fijamos en los organismos individuales como en la abiogénesis o en la evolución biológica, todo parece transcurrir en sentido contrario al que se esperaría según la Segunda Ley. ¿Cómo es posible?

La respuesta es muy obvia, pero no sus implicaciones; tanto no lo son que el asunto de la entropía en los sistemas biológicos ha mantenido ocupados a los biofísicos durante más de un siglo. En cuanto a la respuesta obvia, está claro que la vida no es un sistema aislado; solo hay que añadir el entorno y el Sol como fuente de energía para que el balance total de entropía sea positivo, como dicta la ley. Como ya entrevió Boltzmann y explicó Schrödinger, los organismos se alimentan de «entropía negativa», un concepto que luego fue reemplazado por el de energía libre; una planta cosecha la energía solar para construir, por ejemplo, moléculas de glucosa. Pero para conseguir un mayor grado de orden interno, todo organismo aumenta el desorden de su entorno, en forma de materia desorganizada (residuos) y disipación de energía no aprovechable (calor).

Con todo, algo es innegable, y es que la síntesis de una molécula de glucosa es un proceso termodinámicamente antinatural, ya que requiere saltar una barrera energética para que las cosas funcionen en sentido contrario a como lo harían de acuerdo estrictamente a las leyes de la física. Sin embargo, la experiencia nos muestra que esto sucede todos los días a nuestro alrededor y de forma natural en los sistemas biológicos, y los científicos lo han construido, deconstruido, replicado, experimentado y medido.

Pero ¿qué ocurre con la abiogénesis?

El problema de la abiogénesis es que no estábamos ahí para observar cómo se producía. Y desde luego, esto no es una obviedad. Nunca jamás llegaremos a conocer con certeza cómo y dónde surgió la vida en nuestro planeta. Pero experimentalmente podemos simular las condiciones de la Tierra prebiótica y sentarnos a observar si ocurre algo similar a lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años.

A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, innumerables experimentos se han acercado a la demostración de cómo la vida puede surgir a partir de la no-vida; en particular, el experimento de Miller-Urey, en 1952, fue crucial para demostrar que la abiogénesis era naturalmente posible. El argumento de Hoyle sobre el tornado y el 747 se desmonta por el hecho de que todos los pasos, tanto en los organismos individuales como en la evolución biológica, son casi infinitesimales; es decir, que toda complejidad es reducible a la suma de incrementos diminutos. Y si es así para la aparición de todas las innovaciones evolutivas (incluyendo casos clásicos como el ojo), también lo es para la abiogénesis: la vida fue el producto final de una serie increíblemente extensa de pequeños procesos que a su vez se dieron en innumerables formas de ensayo y error, de las cuales la mayoría fueron errores. La Tierra tuvo tiempo de sobra para eso.

Ahora bien, es cierto que continúa siendo imprescindible superar una barrera energética para mover las cosas en sentido contrario a lo que la física haría por sí sola; así pues, cualquier intento de explicar el origen de la vida debe cumplir este requisito. Mañana contaré la primera de las historias de este cierre de temporada, un fascinante experimento que no solo sostiene la posibilidad de la abiogénesis, sino que sitúa el origen de la vida en un ambiente completamente insospechado: el desierto.

Pasen y vean al sorprendente conejito de mar

Algo que nadie suele detenerse a pensar, salvo los cuatro chiflados que sí nos detenemos, es por qué a los humanos en general nos seduce lo que entra en ese amplio (y un poco cursi) concepto que podríamos llamar «lo mono».

Aunque siempre hay gente para todo, el hecho es que a los humanos en general nos inspiran sentimientos cercanos a la ternura ciertos rasgos, formas y aspectos. Tendemos a fiarnos más de aquellos a quienes atribuimos la irrelevante cualidad de tener «cara de buena persona». En 1960, el Partido Demócrata de Estados Unidos lanzó una exitosa campaña contra Richard Nixon que mostraba la imagen del candidato junto a la pregunta: «¿Le compraría USTED un coche usado a este hombre?», sugiriendo que el después presidente tenía un aspecto poco confiable. El mismo dicho, pero en sentido opuesto, se popularizó en referencia al actor James Stewart. Pero entre esos a quienes se les atribuye una cara de buena persona se encuentra el también actor Bill Cosby, acusado de agresión sexual por más de 40 mujeres.

Entre aquello que nos inspira ternura se encuentran los bebés, los peluches o los animales de compañía. No es que esté comparando a Bill Cosby con un peluche, pero desde el punto de vista conductual hay una raíz común, o al menos eso es lo que afirmaba Konrad Lorenz, el padre de la etología. Según Lorenz, hay una serie de rasgos comunes que disparan en los individuos un comportamiento de cuidado y protección, y esto tendría la motivación evolutiva de asegurar la continuidad de la especie. Así que, para Lorenz, nuestra atracción por “lo mono”, ya sea un bebé, un peluche, un gato o un osezno, es la manifestación de un mecanismo psicobiológico destinado a la conservación de la especie.

Hay toda una interesante teoría científica al respecto, pero a donde quiero llegar, con escala en Japón, es a un cierto animal súbitamente popular en internet. La cultura pop japonesa tiene su propia corriente de lo mono, que al parecer allí se llama Kawaii y en la que triunfan personajes como Hello Kitty, Doraemon o Pikachu. De ningún otro país podría surgir la noticia de la apertura de un café exclusivo para peluches que, si la información es cierta, tiene completas sus reservas hasta mediados de septiembre.

Por todo ello no es raro que este vídeo haya atraído recientemente las preferencias de los internautas japoneses, que lo han dado a conocer al resto del mundo. La insólita criatura que aparece en él ha sido bautizada como “conejito de mar”, aunque a quienes tengan hijos de cierta edad tal vez les dejará perplejos comprobar que, en contra de lo que creían, parece que los Pokémon realmente existen.

Ahora, la biología. La criatura en cuestión es un molusco gasterópodo, una pequeña babosa de mar cuyo nombre oficial es Jorunna parva y que se encuentra distribuida por los fondos marinos del Índico y el Pacífico. Su aspecto de peluche se debe a unas protuberancias dorsales llamadas cariofilidios que probablemente tienen función sensorial. La especie de flor que simula la cola son sus branquias. Y sus orejitas son en realidad rinóforos, que como su nombre indica son más bien narices, o si acaso lenguas, detectores de olores y sabores químicos de su entorno que ayudan al conejito de mar a encontrar su comida o a sus posibles parejas.

Estas dos últimas funciones fisiológicas, alimentación y reproducción, contienen algunas de las sorpresas que esconde su inocente aspecto, tan Kawaii. En primer lugar, y al contrario que las babosas terrestres, son feroces predadores, alimentándose de otros invertebrados o de sus huevos. Sus costumbres sexuales son algo friquis: son hermafroditas y practican la cópula traumática, consistente en inseminarse mutuamente clavando su órgano sexual en cualquier parte del cuerpo de la pareja que les caiga al alcance. Por último, el achuchable cuerpo del conejito de mar es tóxico; los nudibranquios tienen la habilidad de incorporar las toxinas de sus presas para utilizarlas como defensa propia contra sus depredadores.

Tonterías que se dicen: los desodorantes provocan cáncer

Me ocurrió hace unas semanas, cenando con unos amigos. No recuerdo a propósito de qué, arrojé a la conversación un comentario que había escuchado sobre la excéntrica moda entre ciertas estrellas de Hollywood de prescindir del aseo personal, entre ellos Leonardo DiCaprio y Matthew McConaughey, si la memoria no me falla. Mientras lo contaba, algunos reían, pero observé por el rabillo del ojo que una amiga conservaba un gesto plano. Hasta que, por fin, lanzó lo que estaba pensando, y era justamente lo que yo estaba pensando que ella estaba pensando:

–Es que los desodorantes provocan cáncer.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Así empezó otra conversación. Le expliqué a mi amiga el asunto de los desodorantes, los antitranspirantes, el aluminio y los parabenos, lo que se ha verificado sobre ellos frente a lo que se ha rumoreado sobre su presunto vínculo con el cáncer. Me llevé la sensación de que no sirvió de mucho. Y contradiciendo a Forrest Gump, mi amiga es de todo menos tonta. Trabaja en riesgos financieros, una materia complicada en la que la supongo experta, sobre la cual no tengo la menor idea y no osaría opinar, no digamos ya discutir. Por el contrario, cuando se trata de cuestiones con sustrato científico, se da la curiosa circunstancia de que el rumor es más poderoso que los hechos, y el mito que la ciencia, y la obcecación que la razón.

Tal vez nos estemos empeñando sin resultados esperables. La experiencia dice que es enormemente difícil, cuando no imposible, descabalgar a alguien de su creencia en las pseudociencias o en las leyendas urbanas, sobre todo cuando ayudan a sustentar una idea preconcebida o a alimentar una fe. Cuando falta la posibilidad de acceder a las fuentes originales, muchos se limitan simplemente a quedarse con aquella versión que mejor les encaja de entre las que circulan, sin importar su origen o credibilidad. Y cuando todo el mundo sabe algo porque lo dice un email, científicos, abandonad toda esperanza.

Prueba de ello es que el asunto de los desodorantes continúa vigente, a pesar de que ya es viejo y ha sido suficientemente desmentido. De él ya se ocupaba hace nada menos que 15 años la revista Journal of the National Cancer Institute, y por entonces decía sobre el rumor que ligaba los antitranspirantes con el cáncer de mama: «circulado vía email, el rumor ha estado presente durante meses, posiblemente años». En este caso, además, se ha creado un batiburrillo entre las proclamas originales de los antitranspirantes y la posterior entrada en acción de los parabenos, cuajando una mezcla explosiva que continúa triunfando.

Es difícil saber cómo comenzó todo, pero las primeras alarmas propagadas por email hace más de 15 años explicaban que las sales de aluminio presentes en los antitranspirantes, al taponar los conductos de las glándulas sudoríparas, impedían la expulsión de las toxinas y provocaban su concentración en los ganglios linfáticos de las axilas, donde causaban cambios celulares que conducían al cáncer. Además, añadían los rumores, los compuestos «químicos» de los desodorantes se absorbían a través de la piel e interferían con la acción de los estrógenos, hormonas que (esto sí es cierto) sostienen el crecimiento celular en la mayoría de los cánceres de mama. Las proclamas se apoyaban en el hecho de que la mayoría de los tumores mamarios brotan en la región más próxima a la axila. Al mismo tiempo, el aluminio se vinculaba también en otros foros con el desarrollo de alzhéimer.

Pero lo cierto es que ni entonces, ni ahora, existen estudios que asocien los antitranspirantes con el riesgo de padecer cáncer de mama. Un amplio estudio en 2002 y otro en 2006 no encontraron asociación entre ambos factores. En su día diversas organizaciones concernidas, como el Instituto Nacional del Cáncer de EE. UU. (NCI) o la Administración de Fármacos y Alimentos del mismo país (FDA), así como la Sociedad Americana del Cáncer y otros organismos, negaron la existencia de ningún vínculo. También la Asociación Española contra el Cáncer recogió la misma conclusión. La última revisión del conocimiento acumulado hasta hoy, publicada en 2014, concluye: «No hay pruebas convincentes ni consistentes que asocien el aluminio encontrado en la comida o el agua potable, a las dosis y en las formas químicas actualmente consumidas por las personas que viven en Norteamérica y Europa Occidental, con un aumento de riesgo de enfermedad de Alzheimer. Ni tampoco hay pruebas claras mostrando un aumento de riesgo de alzhéimer o cáncer de mama por el uso de cosméticos o antitranspirantes axilares con aluminio».

Y en esto llegaron los parabenos. Llegaron, aclaremos, a los emails virales, no a los productos de consumo. Los parabenos comenzaron a emplearse como conservantes en alimentos y cosméticos entre los años 20 y 30 del siglo pasado, al comprobarse sus potentes efectos bactericidas y fungicidas con una baja o nula toxicidad. Químicamente son parahidroxibenzoatos que existen en la naturaleza; se fabrican en el laboratorio porque resulta más fácil que extraerlos, pero algunos de los que se emplean son idénticos a los naturales.

Los parabenos se han utilizado durante décadas sin pruebas de efectos tóxicos relevantes en la población general. Hasta que en 2004 saltaron a la fama, o a la infamia, a raíz de un estudio dirigido por Philippa Darbre, de la Universidad de Reading (Reino Unido), en el que se demostraba la presencia de parabenos en 18 de 20 muestras de tejido de pacientes de cáncer de mama. Sumando que además los parabenos pueden imitar la función de los estrógenos y que se emplean también en los desodorantes, faltó tiempo para que una conclusión inflamara la red: los parabenos de los desodorantes provocan cáncer.

Mientras la alarma cundía, el estudio de Darbre empezaba a ser seriamente vapuleado por la comunidad científica, comenzando por cartas al director y respuestas de otros científicos en la misma revista que publicó el trabajo, Journal of Applied Toxicology (y que probablemente, gracias a Darbre, ganó algún punto en sus índices de impacto). No era para menos. Por no repetir los criterios que he expuesto aquí anteriormente, el trabajo era enormemente deficiente; para empezar, ni siquiera comprobaba los niveles de parabenos en mujeres sanas ni en otros tejidos diferentes del cuerpo. Un estudio sin controles no es un estudio. Pero además, la minúscula muestra de Darbre no demostraba absolutamente ningún tipo de causalidad, algo que he tratado en este blog en numerosas ocasiones (y por aportar un enésimo ejemplo más: un alienígena que aterrizara en nuestro planeta para estudiar las causas de los accidentes de tráfico podría llegar a la conclusión de que todos están provocados por el airbag, ya que aparece desplegado en todos los coches siniestrados). Por último, el estudio de Darbre tampoco indagaba en el origen de los parabenos encontrados en el tejido canceroso.

La plausibilidad biológica no se sostiene: la actividad estrogénica de los parabenos es de cientos a miles de veces menor que la de los estrógenos que fabrica el propio cuerpo. Del mismo modo, y atendiendo a la lógica del efecto dependiendo de la dosis y la actividad, el propio sistema hormonal sería un carcinógeno mucho más potente. Muchos otros compuestos ambientales imitan o interfieren con la función estrogénica. También lo hace la píldora anticonceptiva, para la que de hecho se ha sugerido un ligero aumento de riesgo de cáncer de mama, cervical y hepático (y una disminución para los de ovario y endometrio) que, aunque figura en las advertencias de administración, no se considera un riesgo serio.

Por su parte, Darbre no se rendía. En 2009 publicaba un artículo defendiendo su hipótesis, en el que afirmaba que la ubicación mayoritaria de los cánceres de mama “refleja el creciente uso de cosméticos en el área axilar”. La investigadora incluso pretendió avivar la polémica sobre el aluminio, publicando en 2005 otro estudio en el que, a partir de una interferencia in vitro de este metal con el mecanismo del estrógeno en una línea celular tumoral, se atrevía nada menos que a sugerir una implicación del aluminio en el cáncer.

Por desgracia para ella, pero como era de esperar, sus propias investigaciones posteriores no le dieron la razón: en 2012 publicaba (también en la revista Journal of Applied Toxicology) otro estudio en el que detectaba parabenos en muestras de tejido de 40 mujeres con cáncer de mama. Pero dado que muchas de las mujeres no utilizaban desodorantes, no le quedaba otro remedio sino descartar la asociación con estos productos.

Curiosamente, en esta ocasión descubría un nivel medio de parabenos cuatro veces superior al hallado en su estudio original; lo cual, una vez más, no apoya ningún efecto dependiente de dosis ni relación alguna causa-efecto. El coautor del trabajo Lester Barr declaraba: “Nuestro estudio parece confirmar la visión de que no hay una relación simple de causa y efecto entre los parabenos de los productos axilares y el cáncer de mama”. La propia Darbre admitía: “El hecho de que los parabenos se detectaran en la mayoría de las muestras de tejido de mama no implica que realmente causaran cáncer de mama en las 40 mujeres estudiadas”.

Mientras, el resto de los estudios han continuado corroborando lo que ya se conocía, que los parabenos no tienen efectos tóxicos significativos. Actualmente tanto la FDA como el NCI o la Unión Europea mantienen el mismo criterio sobre los parabenos que existía antes de Darbre: mientras nadie demuestre lo contrario, son seguros. En el caso de la UE, hubo una nueva revisión tras la aprobación de una ley en Dinamarca que aplicaba el principio de precaución para restringir dos tipos de parabenos en los productos destinados a los menores de tres años, por su posible interferencia con el sistema endocrino (no por ninguna sospecha de vínculo carcinogénico). Después de la revisión, el Comité Científico de Seguridad del Consumidor de la UE (SCCS) dictaminó que los parabenos continúan siendo seguros a las concentraciones autorizadas y en los casos en los que esta seguridad ha sido comprobada, lo que excluyó cinco compuestos concretos de la lista de productos autorizados por no existir datos sobre ellos. El documento del SCCS aseguraba haber empleado un criterio extremadamente cauto, aplicando “varias capas de supuestos conservadores”.

Resumiendo, y con toda la investigación ya acumulada, es extremadamente improbable que alguien llegue a demostrar un vínculo entre los desodorantes, el aluminio o los parabenos, y el cáncer. En este sentido merece la pena comentar un argumento que a menudo esgrimen quienes quieren ver en Darbre una Erin Brockovich enfrentada al poder de las compañías: “También decían que el tabaco no causaba cáncer hasta hace unos años”. Sencillamente, no es cierto: los efectos nocivos del tabaco se conocen desde que existe lo que podríamos llamar ciencia moderna. Comenzó a escribirse sobre ello ya a principios del siglo XIX, y eso que incluso ya en el año 1900 aún solo se habían descrito 140 casos de cáncer de pulmón en la literatura médica. El primer artículo científico sobre tabaco y cáncer de pulmón data de 1912. En la década de 1930 ya estaba científicamente establecido el vínculo carcinogénico del tabaco, lo que inspiró la primera gran campaña antitabaco de la era moderna, la de la Alemania nazi. Desde entonces miles de estudios (más de 34.000, según una búsqueda rápida) han mostrado, remostrado y demostrado los perjuicios del tabaco. Los parabenos también han estado presentes durante casi todo este tiempo y nadie ha podido imputarles un efecto carcinogénico, a pesar de que algunos lo han buscado con insistencia.

Tal vez alguien se esté preguntando, con lógico criterio: si los parabenos son inofensivos, ¿por qué muchas marcas los están retirando de su composición? La pregunta habría que formulársela a las compañías, pero es fácil imaginar el porqué: una vez que en la calle se han instalado las dudas sobre un producto, y diga lo que diga la ciencia, difícilmente hay vuelta atrás. Ninguna marca querría arriesgarse a perder a un solo consumidor reticente. Cuando un compuesto cae en desgracia, no corresponde a las compañías convencer de su seguridad, sino huir a toda prisa del ingrediente estigmatizado para poder ser los primeros en anunciar un desodorante “sin parabenos”. Un publicista decía que la publicidad es conservadora: se suma a la tendencia que en cada momento triunfa en la calle; se sube a la cresta de la ola, no trata de crear una ola.

Pero con ello surge un nuevo problema del que algunos expertos ya están advirtiendo, y es que los parabenos se están reemplazando por otros conservantes que no cuentan con un historial previo tan extenso y sólido de ensayos de eficacia y toxicidad. Algunas marcas han regresado al más clásico de los desodorantes naturales, el mineral de alumbre, uno de cuyos ingredientes principales es… ¿adivinan? Aluminio.

¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

El verdadero Jurassic World: ¿Chris Pratt pilotando la moto entre pavos?

¿Se imaginan a Chris Pratt cabalgando briosamente en su moto entre un grupo de pavos? ¿O acariciándole el pico a un furioso pavo embozalado? Así serían Jurassic World y el resto de la saga de Parque Jurásico si se ciñeran a la realidad del conocimiento actual sobre los velocirraptores. De acuerdo, no eran pavos, pero sí algo mucho más parecido a ellos que a los monstruos retratados en el cine.

Recreación artística del 'Zhenyuanlong suni'. Imagen de Chuang Zhao.

Recreación artística del ‘Zhenyuanlong suni’. Imagen de Chuang Zhao.

Cuando Michael Crichton escribió la primera novela de Parque Jurásico, allá hacia 1989, tomó como referencia un libro que por entonces era novísimo y actual, Predatory dinosaurs of the world: a complete illustrated guide (1988), de Gregory Scott Paul, investigador independiente e ilustrador de dinosaurios. En su libro, Paul agrupaba la aún confusa familia de los dromeosaurios bajo el género común Velociraptor, descrito en 1924. El autor mencionaba que en Mongolia se había hallado un fósil de tamaño algo mayor que el Velociraptor antirrhopus, una especie conocida desde 1969 que medía más de un metro de altura y casi 3,5 metros de largo, la mayoría correspondiente a la cola.

Al parecer, este nuevo ejemplar mongol pudo ser la inspiración de Crichton para describir sus velocirraptores de casi dos metros. De hecho, en el libro se explicaba que el ámbar del que se clonaban estos animales procedía de Mongolia. Así, en su época el libro era probablemente bastante fiel a la realidad del momento desde el punto de vista paleontológico, al menos en lo que se refiere a los velocirraptores.

El problema se resume en una frase que ya he citado varias veces en este blog, y que pertenece al escritor, biólogo, conservacionista y polisabio Stewart Brand: la ciencia es la única noticia. Aunque la mayor parte del público permanezca ajeno a ello, la ciencia está aportando nuevos hallazgos todos los días, a todas horas. Los descubrimientos científicos son acumulativos, pero también refutativos. Por lo tanto, la ciencia del año que viene no solo será más extensa y profunda que la de este, sino que también habrá tachado parte de lo escrito antes para enmendarlo.

Este es el motivo por el que, por discreción y para no resultar descortés, siempre me aparto de las conversaciones entre padres y madres allá a la que surge la primera queja sobre la compra de libros de texto y sus precios. Quejas que a menudo provienen de alguien que sostiene en la mano su iPhone último modelo de 500 euros o más, y cuyo hijo luce la camiseta del año en curso de su equipo de fútbol a 70 pavos la pieza. Por supuesto que como escritor defiendo la compra legal de libros. Pero es que además, y hablo exclusivamente de lo referente a ciencia, un libro de texto de ciencia nace con vocación de efímero, de obsoleto; en muchos casos, probablemente ya lo está cuando sale de imprenta.

Por citar solo dos ejemplos de las últimas semanas, los libros de texto del año que viene ya no podrán hablar de Plutón como inexplorado, ni podrán dejar de incluir su foto. Y tampoco podrán continuar asegurando, como desde hace décadas, que el cerebro está desconectado del circuito linfático y por tanto del sistema inmunitario general, algo que hasta ahora era un dogma de la biología; un reciente estudio revolucionario ha demostrado que no es así. Los libros de texto de cuando estudié biología, a principios de los 90, son ahora curiosos documentos históricos infestados de errores y vaguedades.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Escala de tamaño del velocirraptor. Imagen de Matt Martyniuk / Wikipedia.

Lo mismo ha sucedido con la paleontología desde que Crichton escribió su primer Parque y Spielberg filmó la primera versión. El Velociraptor antirrhopus, una especie norteamericana, fue reclasificado como Deinonychus antirrhopus, o deinonico. El nuevo fósil de Mongolia fue asignado a una nueva especie, Achillobator giganticus. Y el género Velociraptor quedó restringido a dos especies, V. mongoliensis y V. osmolskae, ambas del tamaño de un pavo, que difícilmente podrían haberle hecho más daño a un ser humano que arrancarle algún dedo.

Sin embargo, los responsables de las últimas entregas de la saga decidieron mantener la denominación de velocirraptores para animales que obviamente no lo son. Actualizar la imagen de estos dinosaurios era impensable, ya que el resultado habría sido ridículo. Y cambiarles el nombre habría supuesto perder el gancho entre el público de lo que ya era toda una marca de la serie, los “raptores”. Así que escudándose en la licencia de la ficción, lo dejaron como estaba, aun a sabiendas de que era incorrecto.

Por otra parte está el asunto de las plumas. Aunque Gregory Paul fue de hecho uno de los paleoartistas pioneros en dibujar a los dinosaurios no aviares con plumas, siguiendo las teorías sobre anatomía comparada que circulaban entre los expertos, hasta la década de 1990 no se encontraron los primeros fósiles bien conservados que demostraron esta hipótesis. Incluso entonces aún se pensaba que el plumaje era tal vez escaso, disperso y primitivo, más similar al pelo que a las plumas de las actuales aves.

Esta idea también ha ido cambiando en años recientes a medida que se han hallado nuevos fósiles. El último aparece publicado hoy en la revista Scientific Reports, del grupo Nature. Se trata de un nuevo dromeosaurio descubierto en la provincia de Liaoning, al noreste de China, por científicos de la Academia China de Ciencias Geológicas y la Universidad de Edimburgo (Reino Unido). La especie ha recibido el nombre de Zhenyuanlong suni, que al parecer significa algo así como «el dragón de Zhenyuan Sun», en honor a la persona que descubrió el fósil.

El Zhenyuanlong (dejémoslo en zeñualón, si ustedes me lo permiten), que vivió en el Cretácico hace 125 millones de años, era un animal de tamaño parecido al velocirraptor, de metro y medio de largo incluyendo la cola. Lo que lo hace especialmente valioso es que se trata del dinosaurio más grande encontrado hasta ahora que conserva unas alas similares a las de los pájaros, con plumas bien desarrolladas. Sus alas, probablemente demasiado cortas para volar, muestran una estructura muy compleja con varias capas de plumas largas con quilla, como las de las aves actuales.

La mayoría de los dromeosaurios hallados hasta ahora en China eran más pequeños y con miembros delanteros largos y bien emplumados. El más parecido al zeñualón que se conocía, el Tianyuraptor, era de mayor tamaño y brazos cortos, pero sin plumas. Por lo tanto, el zeñualón es una especie de eslabón perdido en el que los científicos se basan para sugerir que las plumas y sus estructuras complejas eran más comunes de lo que hasta ahora se creía en estos dinosaurios, y que podrían encontrarse extendidas por toda su familia.

Y dado que el zeñualón es un pariente próximo del velocirraptor, esta es la conclusión del coautor del estudio Steve Brusatte: “Este nuevo dinosaurio es uno de los primos más cercanos del velocirraptor, pero su aspecto es totalmente el de un pájaro. Es un dinosaurio con enormes alas hechas de plumas con quilla, como un águila o un buitre. Las películas se equivocaron; este es el aspecto que tendría también el velocirraptor”.

La hipótesis de Brusatte no es simple especulación. Tratándose de especies tan relacionadas, la lógica invita a pensar que compartieran rasgos tan básicos. En una ocasión el paleontólogo del Museo de Historia Natural de EE. UU. Mark Norell, uno de los principales descubridores de los dinosaurios emplumados (y quien puso nombre al Achillobator), dijo lo siguiente sobre la posibilidad de que los tiranosaurios, los famosos T. rex, tuvieran también plumas: “Tenemos tantas pruebas de que el T. rex tuviera plumas, al menos durante alguna etapa de su vida, como de que los australopitecos como Lucy tuvieran pelo”.

Así pues, nuestra representación de los dinosaurios va a continuar cambiando, aunque esto rompa la imagen ya mítica de los velocirraptores o de los tiranosaurios. A este último aún no es habitual verlo retratado con plumas, pero su imagen ha cambiado mucho desde aquellas ilustraciones de principios del siglo XX en las que aparecía erguido y apoyándose en su cola. Y a ver qué les parece esta recreación que les dejo aquí, realizada por el ilustrador Matt Martyniuk basándose en un estudio de 2009 de modelación de dinosaurios en 3D. ¿A que no es el tiranosaurio que están acostumbrados a imaginar (y no olviden fijarse en las alitas)?

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

Recreación del tiranosaurio rex por Matt Martyniuk. Imagen de Wikipedia.

Tonterías que se dicen: todos los embriones humanos empiezan siendo femeninos

En 1866, un científico alemán llamado Ernst Haeckel formuló una teoría llamada Ley de la Recapitulación, que aún hoy se estudia en los cursos de biología de instituto y universidad. Haeckel había emprendido estudios comparativos de embriones cuando descubrió con entusiasmo que Charles Darwin se apoyaba en la embriología para explicar la evolución de las especies. El alemán había observado que los embriones humanos tempranos mostraban estructuras similares a las que aparecen en otras especies en la edad adulta, como hendiduras que recuerdan a las branquias y que se asemejan a los faringotremas, órganos de filtración de unos animales marinos llamados tunicados.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Así, Haeckel llegó a la conclusión de que, durante las primeras etapas de su desarrollo embrionario, los organismos «recapitulaban» sus pasos evolutivos; es decir, que por ejemplo los embriones humanos y de los reptiles iban recordando en su desarrollo la evolución desde las especies más primitivas a los peces, de ellos a los anfibios y luego a los reptiles. Estos se detenían ahí, mientras que los humanos continuaban progresando a mamíferos, monos y finalmente a lo que somos. Haeckel condensó su teoría en una frase brillante, casi un genial eslogan publicitario con enorme gancho: «la ontogenia recapitula la filogenia», siendo la ontogenia el desarrollo de un individuo y la filogenia su origen evolutivo.

Por desgracia para Haeckel, y aunque su teoría tiene algo de cierto, en general ha sido ampliamente desacreditada. Sin contar la utilización política de sus ideas por el nazismo, la parte cierta es que los embriones se parecen en sus primeras fases; en algunos casos la similitud es solo aparente (estructuras parecidas de orígenes distintos que dan lugar a órganos diferentes), pero incluso cuando hay semejanzas embriológicas reales, un embrión nunca es una versión de un organismo adulto de otra especie. Los embriones humanos son siempre humanos; nunca son reptiles ni monos, aunque en una etapa concreta tengan cola.

Cuento todo esto porque, después de la lección que nos dio el caso de Haeckel, me deja perplejo una afirmación que he visto repetida una y otra vez en infinidad de medios, y que parece haber calado en la calle: que todos los embriones humanos comienzan siendo femeninos por defecto, y que solo se convierten en machos cuando entra en acción el cromosoma Y; y que, de no ocurrir esto último, los embriones continuarían su desarrollo como hembras normales.

No tengo la menor idea de cuál es la fuente original de esta tontería. Tampoco puedo esclarecer las razones por las que ha triunfado en la calle, aunque tengo mi sospecha: afirmar que todos los embriones humanos son mujeres por defecto, y que algunos derivan hacia hombres solo debido a una interferencia genética posterior, suena a eso que algunos llaman buenrollismo. Nunca dejen que la realidad les estropee una buena leyenda, sobre todo si es ideológicamente empowering.

Pero a ver, y con todos mis respetos: no. Ni los embriones humanos son nunca reptiles, ni todos los embriones humanos son al principio hembras. En primer lugar, hay que recordar que la determinación del sexo en los humanos –hablo desde el punto de vista estrictamente biológico: sexo, no género– es cien por cien genética. En ciertas especies, como en algunos peces, caimanes o tortugas, las condiciones ambientales como la temperatura de incubación influyen a la hora de determinar el sexo de los individuos. Otros animales, como algunos peces –incluyendo a Nemo– y moluscos, practican el hermafroditismo secuencial, pudiendo cambiar de sexo a lo largo de sus vidas. En esto se basó Michael Crichton para explicar el origen de los dinosaurios machos en su Parque Jurásico. Y aún hay otros sistemas más extraños para determinar el sexo de los individuos. Pero no en el Homo sapiens: un embrión humano es macho (XY) o hembra (XX) desde el mismo momento de la concepción. Punto.

Algunas fuentes que mencionan el falso mito hablan de que primero entra en acción el cromosoma femenino X, y solo luego, si acaso, se activa el masculino Y. Es necesario explicar que en la especie humana no existe un «cromosoma femenino». Las hembras no son tales porque tengan más X, sino porque carecen del cromosoma masculino Y. De hecho, ambos sexos tienen la misma cantidad de X activo: en las células de las mujeres se produce un mecanismo llamado compensación de dosis, mediante el cual se inactiva uno de los dos cromosomas X para que no haya un exceso de producción por parte de sus genes. Es decir, que hombres y mujeres tienen la misma cantidad de genes expresados del cromosoma X (en realidad hay genes del X inactivo que continúan funcionando, muchos de ellos también presentes en el Y). El X que se inactiva en las células femeninas, y que puede ser aleatoriamente de origen paterno o materno, es visible al microscopio como una región densa en el núcleo llamada corpúsculo de Barr, un clásico de las prácticas de biología en institutos y universidades.

De lo anterior queda claro que el cromosoma X no es una especie de baluarte de los genes femeninos. La biología humana es más compleja. Ambos sexos necesitan el X, pero muchos de los caracteres que marcan el dimorfismo sexual en los humanos, aquellos que biológicamente nos diferencian, no residen en los cromosomas sexuales sino en alguno de los otros 22 pares, los llamados autosomas, que se heredan igual del padre y de la madre tanto en embriones masculinos como femeninos. Y por favor, basta de proferir barbaridades como «el gen de la testosterona». Los genes solo producen proteínas, y ni la testosterona ni otras hormonas sexuales lo son: la testosterona no tiene gen; la fabrica la maquinaria celular a partir del colesterol.

Pero volvamos al embrión, y rescatemos lo poco que hay de cierto en el mito: hasta aproximadamente las siete semanas de gestación, cuando se activa un gen del cromosoma Y llamado SRY, no comienza el desarrollo de los genitales masculinos. Ni de los femeninos: durante este período, los embriones tampoco son fenotípicamente hembras; si acaso, podríamos decir que son potencialmente hermafroditas. Antes de la activación del SRY, todo embrión posee dos estructuras diferentes llamadas conductos mesonéfricos y paramesonéfricos. Los primeros darán lugar a los genitales internos masculinos, y los segundos a los femeninos. En función de que aparezca SRY o no, unos progresarán, mientras que los otros se reabsorberán hasta desaparecer. Pero ambos están presentes en todos los embriones; no hay un “proyecto femenino” que se trunque a causa del cromosoma Y.

Ahora, la gran pregunta es: ¿qué sucede en el embrión si no entra en acción el cromosoma Y? Hay un único caso en el que el resultado será una niña sana, y es cuando el embrión tiene la dotación cromosómica normal de una hembra (XX); es decir, carece de Y. En otras situaciones, lo habitual es que el embrión muera. La propia naturaleza nos ha dado el resultado del experimento: los embriones 45,X, aquellos que accidentalmente poseen un solo cromosoma X y carecen del Y, mueren en un porcentaje estimado del 99%; de hecho, se cree que hasta un 15% de todos los abortos espontáneos tienen una dotación cromosómica 45,X. Uno de cada cien sobrevive y llega a término, pero no indemne: estos casos se conocen como síndrome de Turner. Fenotípicamente son mujeres, pero generalmente carecen de un aparato reproductor funcional y no adquieren los caracteres sexuales típicos de la pubertad, como el desarrollo de los pechos; además de sufrir otras anomalías que en su mayor parte no amenazan su vida, pero sí la complican.

Merece la pena añadir un último comentario: la presencia de pezones en los hombres se esgrime a veces como argumento para sostener que los embriones son femeninos por defecto. Es un error tan fundamental como postular lo contrario aduciendo que el clítoris, también sin función biológica esencial conocida, es un pene truncado. El desarrollo de los pezones viene determinado sobre todo por una proteína llamada PTHrP que ejerce una función dual, deteniendo su progresión en los embriones masculinos y promoviéndola en los femeninos. Simplemente es un rasgo común que en los humanos, al contrario que en otras especies (ratones), se conserva en ambos sexos; probablemente porque no ha existido una presión evolutiva contraria en los machos, ya que no son perjudiciales.

Además, los pezones son un carácter sexual secundario que no está gobernado por los cromosomas sexuales: en humanos, el gen de la PTHrP está ubicado en el cromosoma 12. Resumiendo, y explicándolo con una frase simple a lo Haeckel: la mujer hace las tetas, no al contrario.

Prohibido oler las flores: este es el jardín más venenoso del mundo

En ciertos jardines es frecuente que las plantas estén separadas de los humanos para proteger a aquellas de estos. Pero en el castillo de Alnwick, en el condado inglés de Northumberland, ocurre al revés: las plantas están enjauladas para que no maten a los visitantes. Más de cien especies tóxicas, desde las moderadamente peligrosas a las letales de necesidad, crecen en el jardín venenoso de Alnwick, el mayor espacio del mundo dedicado al morbo vegetal. O al menos, el mayor abierto al público y que no se emplea con fines criminales.

El castillo de Alnwick, cerca de la frontera escocesa y a pocos kilómetros de la costa oriental de Gran Bretaña, ha pertenecido desde comienzos del siglo XIV a la familia Percy, titulares del ducado de Nothumberland. Hoy es el segundo castillo habitado más grande de Inglaterra, después de la residencia real de Windsor, y el escenario de una larga lista de películas y series, incluyendo la saga de Harry Potter, más de una versión de Robin Hood y la televisiva Downton Abbey. Desde el siglo XVIII el castillo albergó un jardín exquisitamente conservado, pero la Segunda Guerra Mundial provocó su abandono y posterior cierre.

El actual duque heredó el título de su hermano, fallecido en 1995. Su mujer, Jane Percy, no es de familia aristocrática y, al parecer, le aburría la vida ociosa. Su marido le sugirió entonces que se ocupara de los jardines, y ella no pudo tomarlo más en serio. En 1997 decidió cambiar su papel de florero decorativo por 17 hectáreas de jardines con un coste de 42 millones de libras, un desarrollo que ha convertido a Alnwick en una de las atracciones turísticas más visitadas del país. A pesar de ello, y de que los duques enajenaron los jardines del resto de la finca para donarlos a una entidad sin ánimo de lucro, el tradicionalismo británico emprendió una feroz campaña contra lo que consideraban un atentado a un enclave histórico.

Entrada al Poison Garden en los jardines de Alnwick. Imagen de geograph.org.uk / Wikipedia.

Entrada al Poison Garden en los jardines de Alnwick. Imagen de geograph.org.uk / Wikipedia.

Desde la apertura de la primera fase en 2001 hasta hoy, a los jardines de Alnwick se han ido incorporando nuevas instalaciones, actividades y espectáculos, pero ninguno atrae tanta atención como el Poison Garden, el Jardín del Veneno, inaugurado en 2005. En su web, la duquesa explica: “Me preguntaba por qué tantos jardines en todo el mundo se centran en el poder medicinal de las plantas y no en su capacidad de matar… Me pareció que la mayoría de los niños que conocía estarían más interesados en escuchar cómo una planta mata, cuánto tiempo tardarías en morir si la comieras y cómo de grotesca y dolorosa sería la muerte”.

Al jardín se accede a través de unas cancelas metálicas negras que aportan el dramatismo necesario: “estas plantas pueden matar”, rezan dos letreros adornados con el símbolo internacional de la amenaza de muerte, calavera y tibias cruzadas. La visita, siempre guiada, recorre espacios en los que crecen cicutas, ricinos, belladonas, digitales, mandrágoras, laburnos, lirios de los valles, trompetas de ángel, beleños, perejil gigante, o la nuez vómica de la que se obtiene la estricnina.

Los guías explican su historia, su mitología y su ciencia. El jardín incluye también las fuentes clásicas de los narcóticos, como el cannabis, la coca y la adormidera de la que se extrae el opio. Estas y otras plantas sirven para explicar un concepto básico que suele malinterpretarse y tergiversarse, y es que la dosis hace el veneno, una máxima atribuida al médico suizo Paracelso, padre de la toxicología. Algunas plantas venenosas se han empleado tradicionalmente como remedios naturales en pequeñas dosis, y en muchos casos el aumento de la cantidad marca el salto desde la medicina al narcótico, y de este al veneno.

La mala interpretación consiste en la creencia de que esta es una capacidad intrínseca de las plantas medicinales, pero en realidad sucede lo mismo con casi cualquier sustancia: el oxígeno e incluso el agua pueden ser tóxicos en grandes dosis. Las hormonas como la insulina o los neurotransmisores como el glutamato son esenciales para el funcionamiento normal del organismo, pero pueden ser fatales en dosis excesivas. Y lo mismo se aplica a cualquier fármaco; en realidad, muchas plantas son tanto fármacos en bruto como venenos en bruto, como lo expresaba el término griego clásico pharmakon, traducible al mismo tiempo como remedio y como veneno.

En cuanto a la tergiversación, tiene nombre propio: homeopatía. Esta pseudociencia, alimentada por una industria no menos poderosa que la farmacéutica, maneja de forma interesada un falso concepto de medicina natural, de forma que ambas ideas quedan confundidas en la mente de muchos consumidores desprevenidos; pero una cosa es la preparación de hierbas con propiedades curativas, y otra muy diferente la venta de viales de agua y cápsulas de azúcar.

La homeopatía no es medicina natural, sino que se basa en la creencia, absolutamente contraria a los principios físicos y químicos, de que el agua recuerda un compuesto que contuvo una vez que este ha sido eliminado por diluciones sucesivas. Un ejemplo: imaginemos que vertemos un vaso de leche en un cubo de agua, luego llenamos un vaso en este recipiente y lo pasamos a otro lleno también de agua, y así sucesivamente hasta que la leche ha desaparecido por completo. Se trata del principio de dilución límite en el que se basa la homeopatía: el agua tiene memoria, y este es el presunto principio curativo. En muchos casos las sustancias empleadas para ello ni siquiera son de origen natural, pero poco importa: el producto final es solo agua, o azúcar cuando se trata de píldoras.

Regresando al jardín de Alnwick, quien viaje este verano por el norte de Inglaterra tiene la oportunidad de conocer un lugar casi único en el mundo. Durante los meses de estío, los jardines abren de 10 de la mañana a 6 de la tarde. Los precios y la posibilidad de comprar las entradas por anticipado están disponibles en la web de Alnwick. Pero recuerden, aunque ya se ocuparán los guías de insistirles sobre ello: no huelan las flores.

Y estas son las plantas más temibles si eres humano (incluyendo la patata)

Por suerte para nosotros, no existen plantas carnívoras lo suficientemente grandes como para devorar a un ser humano. En la edad de oro de las exploraciones geográficas, en los siglos XVIII y XIX, circularon leyendas sobre árboles y arbustos que atrapaban grandes presas y a los que los indígenas ofrecían víctimas humanas como sacrificio ritual. Algunas de estas historias perduraron como ciertas durante décadas, hasta que alguien se tomó la molestia de indagar en las fuentes originales y descubrió que se trataba solo de fantasías pergeñadas para vender periódicos o revistas a un público ávido de relatos de aventuras. Hoy estos vegetales mitológicos tienen su propio hábitat, pero solo en la fértil imaginación humana, junto al yeti y el monstruo del lago Ness.

Pese a todo, sabemos con certeza que aún queda mucho por descubrir en las selvas más tupidas y remotas, sobre todo en lugares como Borneo, Nueva Guinea o la Amazonia. Incluso de cuando en cuando salta a los medios alguna historia que nos devuelve aquella emoción de la exploración que se diluyó en la sopa global del turismo de masas. En 2009 se describió una nueva especie de planta carnívora que figura entre las mayores conocidas y que fue descubierta en el monte Victoria, en Filipinas, por una expedición organizada a raíz del relato de dos misioneros que nueve años antes habían intentado escalar la montaña. Los misioneros se extraviaron y a punto estuvieron de no contarlo, pero a los 13 días fueron rescatados e informaron de la observación de una planta carnívora inusualmente grande. Los científicos la llamaron Nepenthes attenboroughii en honor al naturalista inglés David Attenborough.

Pero el hecho de que las mayores plantas carnívoras conocidas, del tamaño aproximado de un balón de rugby, solo puedan aspirar como máximo a llevarse al buche una rata o un sapo en lugar de un suculento Homo sapiens, no significa que el mundo vegetal sea inofensivo para los humanos. Quien más, quien menos, ha oído hablar de plantas venenosas; lo que tal vez no sea tan popular es que están más a mano de lo que muchos sospecharían. Y que, en algunos casos, tenerlas tan a mano puede entrañar un grave riesgo.

Acónito. ¡Cuidado, no tocar! Imagen de Tobe Deprez / Wikipedia.

Acónito. ¡Cuidado, no tocar! Imagen de Tobe Deprez / Wikipedia.

He aquí otra historia, y esta no es leyenda sino hecho: el pasado septiembre, un jardinero británico llamado Nathan Greenaway falleció en el hospital debido a un fallo multiorgánico sin que los médicos pudieran entonces comprender cuál era el origen de su mal. Se supo después que Greenaway trabajaba en la propiedad de un millonario surafricano afincado en Inglaterra llamado Christopher Ogilvie Thompson, y que la causa probable de su muerte fue el contacto con el acónito, una planta que puede matar si se toca sin guantes.

El acónito, llamado matalobos en algunos lugares, es una planta ranunculácea que crece en las praderas de montaña del hemisferio norte. Está formada por largos tallos rectos coronados por racimos de flores de color morado, azul, rosa, amarillo o blanco. Es la planta más venenosa de Europa; su toxina, la aconitina, puede matar incluso por contacto, ya que se absorbe a través de la piel. En algunos lugares de Asia se ha empleado tradicionalmente para envenenar puntas de flecha. El acónito ha sido popular en la mitología, la literatura y la historia: Cleopatra lo empleó para envenenar a su hermano, Ptolomeo XIV.

Sin embargo, el acónito no es el único peligro que podemos encontrarnos en el campo o en los jardines ornamentales; por suerte, la mayoría de las plantas tóxicas para nosotros solo lo son si las comemos. Dos ejemplos son la adelfa, casi omnipresente en España, y el tejo (Taxus baccata), común en el norte de la Península y en las sierras. También son venenosas las bayas negras de los aligustres (Ligustrum) que se utilizan para los setos. Otra especie que puede ser fatal para los humanos es la dulcamara (Solanum dulcamara), una trepadora de flores moradas con estambres amarillos que produce unas llamativas bayas rojas con el aspecto y el olor de diminutos tomates, lo que las hace especialmente peligrosas para los niños. Las hojas también son tóxicas.

La dulcamara es una solanácea, del mismo género que la patata, el tomate y la berenjena. De hecho, algunas de estas especies también producen la misma toxina, la solanina; en especial, la patata: “Las patatas son un elemento tan común en la dieta occidental que la mayoría de la gente se sorprende al saber que son el producto de una planta venenosa”, decía un artículo publicado al respecto en 1979 en la revista British Medical Journal.

Es ciertamente raro que las patatas maten, pero pueden provocar intoxicaciones graves, como sucedió en 1979 en un colegio de Gran Bretaña. La dosis letal media de la solanina es de unos 5 miligramos por kilo de peso; dado que la concentración media en la patata es de 0,075 miligramos por gramo de tubérculo, comer unos cinco kilos de patatas crudas y sin pelar puede ser mortal. Sin pelar, porque la mayoría se acumula en la piel o cerca de ella; y crudas, porque parte de la toxina se transfiere al aceite o al agua cuando se fríen o cuecen. Pero en algunos casos, como en las patatas enfermas, viejas o las que verdean por exposición a la luz, el nivel de toxina puede aumentar drásticamente. ¿Alguna vez se preguntaron por qué su abuela almacenaba las patatas en la oscuridad y les quitaba esos “ojos” que a veces les aparecen? Este es el motivo.

La familia de las solanáceas es especialmente pródiga en venenos: a ella pertenece también la belladona (Atropa belladonna), otro veneno clásico, así llamada porque las mujeres del Renacimiento se lo aplicaban en los ojos para dilatarse las pupilas con fines cosméticos. La toxina de la belladona es la atropina, mientras que el beleño (Hyoscyamus) produce la escopolamina, más conocida como burundanga. Otras plantas venenosas de esta familia son la Brugmansia o trompeta de ángel, llamada así por sus flores colgantes con forma de campana o trompeta; también el estramonio (Datura) y la famosa mandrágora.

Semillas de regaliz americano ('Abrus precatorius'). Letales. Imagen de USDA.

Semillas de regaliz americano (‘Abrus precatorius’). Letales. Imagen de USDA.

Pero fuera ya de las solanáceas, la lista de especies tóxicas prosigue: la cimífuga o hierba de San Cristóbal, la digital, muy utilizada en jardines; la famosa cicuta, la hierba de ballesteros o eléboro fétido, la nueza negra… Sin olvidar el ricino (Ricinus communis), cuya toxina, la ricina, es una de las más potentes que se conocen; o lo era, antes de que comenzaran a venderse clandestinamente las pulseras confeccionadas con semillas rojas y negras del regaliz americano (Abrus precatorius), capaces de matar a una persona con una dosis casi indetectable.

En resumen: si al campo se le aplicaran las normativas sanitarias habituales en las ciudades, no podríamos ni salir a pasear. Por fortuna, ahí fuera aún somos libres. Pero no está de más recordar las recomendaciones de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos respecto a las plantas tóxicas: “No toque o coma ninguna planta con la que no esté familiarizado. Lávese las manos después de trabajar en el jardín o pasear por el campo”. Y sobre todo, añado, cuidado con los niños.

Pasen y vean a las plantas más temibles de la naturaleza (si eres un insecto)

Solemos pensar en las plantas como adornos vivos, aunque estáticos, que sirven para decorar el paisaje, los hogares o los rincones de las oficinas. Pero ya he contado anteriormente (aquí y aquí) que en los últimos años ha desfilado por las revistas científicas una serie de hallazgos sobre capacidades insospechadas en los vegetales, como los sistemas de comunicación para advertir a sus semejantes de la presencia de un peligro, o la reacción ante las agresiones, lo que deja cada vez menos espacio a quienes piensan que es posible alimentarse sin hacer daño a ningún ser vivo. Las plantas no son agregados de células vivas que pueden cortarse por cualquier lugar sin que afecte a su integridad, sino organismos complejos y completos (aunque descentralizados) que tienen su propia versión química de lo que nosotros sentimos como dolor.

No recuerdo en qué novela o película de ciencia ficción (se agradecería alguna pista) se imaginaba la visita a la Tierra de una raza de alienígenas que se caracterizaban porque su ritmo vital era increíblemente veloz para los estándares terrícolas. Al observar que, de acuerdo a sus parámetros, los humanos no nos movíamos, nos tomaban por objetos inertes y nos cosechaban como alimento. Algo parecido es lo que sucede entre nosotros y las plantas; se trata de una diferencia de escala temporal. Las secuoyas gigantes de California, el famoso drago de Tenerife y tantos otros árboles extremadamente longevos han vivido durante milenios, viendo cómo ante ellos pasaban cientos de generaciones de esas criaturas presurosas y efímeras que somos los humanos.

Tal vez por eso suelen gustarnos las plantas que reaccionan de forma visible ante los estímulos externos, como los nenúfares, que cierran sus flores por la noche, o las mimosas que encogen sus hojas al tocarlas. Casos como estos nos recuerdan que las plantas son seres vivos y que merecen también un cierto respeto. No podemos matar una lechuga antes de comérnosla, pero sí deberíamos tener en cuenta que toda frontera a la hora de establecer qué especies de la naturaleza es lícito emplear para nuestros fines es simplemente arbitraria: necesitamos comer cosas vivas, o exvivas; quien decida situar su propia frontera en una división taxonómica concreta, que lo haga libremente. Pero que deje en paz a quienes opinen de otra manera.

Una de las clases de plantas que suele llamarnos la atención, por esas muestras patentes de que no son objetos inanimados, son las carnívoras. Cuando pensamos en ellas suele venirnos a la mente la Dionaea o venus atrapamoscas, una favorita de los niños que suele venderse en los viveros en pequeños tiestos. Lo más curioso de esta especie es su enorme popularidad en contraste con su escasísima distribución en la naturaleza: es originaria de los humedales de las Carolinas, en EE. UU. donde se estima que no quedan más allá de unas 35.800 en la naturaleza, mientras que los ejemplares cultivados en vivero se estiman en unos dos o tres millones.

El modo de acción de la venus atrapamoscas es bien conocido: en la parte modificada de las hojas que forman sus fauces, son unos pequeños pelos los que actúan como resortes para disparar la trampa, pero es necesario estimular dos pelos distintos en un intervalo de 20 segundos para que las hojas se cierren; de este modo, se evitan las falsas alarmas si lo que cae entre las hojas no es una verdadera presa.

Pero a pesar de la popularidad de esta planta, aún no se conoce en gran detalle el mecanismo molecular que controla la trampa, aunque sí lo suficiente como para entender que su origen es la generación de un potencial de acción por un movimiento de iones a través de las membranas celulares; es decir, algo bastante parecido al principio que activa nuestras neuronas. Una vez que las fauces la han atrapado, la presa ya no puede escapar: su lucha solo conseguirá que la trampa se cierre con más fuerza. Entonces comienza el proceso de digestión gracias a la secreción de enzimas que licúan a la presa, dejando solo sus partes duras. Diez días después, la trampa estará lista de nuevo para otro uso.

Para que disfruten del espectáculo de esta planta, a la que Darwin calificó como “una de las más maravillosas del mundo”, les dejo aquí este vídeo de la BBC que capta todo el proceso de caza en primerísimo plano y muestra la cáscara seca que queda después de la digestión. Y por si alguien se anima a cuidar su propia atrapamoscas, en cualquier vivero podrá encontrarlas; hay incluso una tienda británica que las vende online y las envía a cualquier lugar de Europa.

Tonterías que se dicen: la química orgánica es la buena y natural

No sé si esto llegará a convertirse en una minisección de este blog; material, hay. No trato aquí de reírme de la nesciencia de nadie, entendiendo nesciencia como la falta de un conocimiento que no se nos tiene por qué suponer. Todos somos nescientes en algo, o en mucho, más allá de lo que queremos o estamos obligados a saber. Pero otro caso diferente es la necedad insolente y/o interesada: cuando alguien ha preferido voluntariamente permanecer opaco al conocimiento y, además, hacer gala de ello, o cuando se retuercen los argumentos científicos en favor de una preconcebida ideología.

Química orgánica: un pelícano afectado por el vertido de Deepwater Horizon en 2010. Imagen de Louisiana GOHSEP / Wikipedia.

Química orgánica: un pelícano afectado por el vertido de Deepwater Horizon en 2010. Imagen de Louisiana GOHSEP / Wikipedia.

Lo que vengo a contar hoy es posiblemente una mezcla de ambas cosas, dado que la diferencia entre química orgánica e inorgánica es algo que se aprende en la enseñanza secundaria obligatoria y, por tanto, su ignorancia no puede atribuirse generalmente a una falta de oportunidades en la vida. Ocurrió a propósito de un post reciente de mi compañera Madre ídem sobre las vacunas. En los comentarios, una persona, evidentemente contraria a la vacunación y aparentemente naturómana radical, hacía una distinción entre lo que entendía como química orgánica, la de la naturaleza, y química inorgánica, la de los malignos laboratorios e industrias.

No quiero extenderme en esto, pero debo explicar de dónde procede la confusión. Ciertas técnicas de producción y comercialización de alimentos se apropiaron de algunas etiquetas mucho antes de que la regulación estuviera preparada para hacer algo al respecto; al parecer, el término «orgánico» aplicado de esta manera comenzó a emplearse en 1939 en Estados Unidos por iniciativa particular de alguien. Aquí, en España, surgió una ridícula polémica legal sobre quién podía o no utilizar el término «bio», que se zanjó con el Biomanán convertido en Bimanán, y a tirar. Ridícula, porque «bio» o «biológico» no tienen por qué pasar de repente a significar lo que a un legislador le viene en gana que deben significar, y por tanto la concesión del derecho a usarlos es un abuso de autoridad; algo así como regular legalmente el uso del término «literario» para prohibir su aplicación a las novelas de Dan Brown y Ken Follett. La consecuencia de esta tergiversación es la confusión creada en el ciudadano que no anda especialmente dotado de conocimientos científicos.

Que quede claro, y casi me avergüenza tener que explicar esto a una audiencia adulta: la química orgánica es la del carbono; la química inorgánica es sin carbono. El origen de esta terminología es ancestral y se pierde en la noche de los tiempos (terrible cliché que simplemente significa: no me he molestado en buscar quién fue el primero en utilizarla; aunque uno siempre puede recurrir a Grecia, tan de moda). Pero antes del siglo XIX, los científicos pensaban que los seres vivos estaban compuestos por algo que llamaban «fuerza vital» y que faltaba en las piedras, así que a la química de los seres vivos se la llamó «orgánica» en contraposición a la «inorgánica» de las piedras, ambas igual de naturales.

Con el tiempo, y dado que todos los seres vivos de este planeta tenemos en común el carbono como elemento central y enchufe atómico universal, se llamó orgánica a la química del carbono, e inorgánica a la otra. La dicotomía orgánica/inorgánica no tiene absolutamente nada ver con el hecho de que un compuesto exista en la naturaleza, o que sea la consecuencia natural de unas condiciones controladas por el ser humano (esto es más o menos lo que significa “artificial”). Si queremos referirnos exclusivamente a la química de la vida, esto tiene otro nombre: bioquímica.

El petróleo y todos sus derivados “artificiales” son química orgánica. El plástico es química orgánica. El bisfenol A es química orgánica. Los benzopirenos son química orgánica. Por el contrario, el oxígeno que respiramos es química inorgánica, lo mismo que la sal que echamos a la comida, el hierro de las lentejas, el calcio de la leche y, en general, todo lo que conocemos como sales minerales. Nosotros estamos compuestos tanto por química orgánica como inorgánica, lo mismo que todos los demás seres de la naturaleza. De hecho, y dado que un mínimo del 55% de nuestro peso es agua, somos mayoritariamente química inorgánica, ya que el agua lo es.

Dejando ya aparte los términos, quien siga aferrándose a la distinción entre química natural y química artificial debe saber que es absurdo aplicar un critero pueril de bueno y malo. La naturaleza está atiborrada de compuestos tóxicos. De hecho, el ser humano ha sido incapaz de crear una toxina más potente que la botulínica (el famoso botox) o la tetrodotoxina, ambas cien por cien naturales. La nicotina es natural. El glutamato es natural. Los benzopirenos del tabaco son naturales. Los parabenos los inventó la naturaleza. Muchos de los más potentes carcinógenos son cien por cien naturales. El colesterol no solo es natural, sino que es un componente esencial de las membranas de nuestras células.

Pero incluso la propia distinción está vacía de sentido, ya que no existe una frontera definida. Como ya he apuntado arriba, la llamada síntesis química no consiste más que en poner en contacto dos o más compuestos que normalmente no estarían en contacto por casualidad, y en unas condiciones de presión o temperatura en las que normalmente no se encontrarían por casualidad, pero que en muchos casos podrían llegar a darse sin intervención humana.

Podríamos decir, de hecho, que no hay nada más forzado que introducir en una reacción química un elemento extraño y ajeno para lograr lo que de otro modo nunca sucedería, o sucedería tan despacio que deberíamos sentarnos a esperar durante más tiempo del que viviremos. Esto se llama catálisis, y es algo tan abundante en la naturaleza que de no ser por ello no existiríamos; la naturaleza está abarrotada de unos sofisticadísimos catalizadores llamados enzimas, que facilitan las reacciones químicas sin verse afectadas. Y en el fondo, lo que hace una enzima es algo bastante similar a lo que hace el ser humano cuando provoca una síntesis química; nuestra labor no es la de una fabricación, sino más bien la de actuar como una especie de catalizadores inteligentes.

Así que, ni natural/artificial, ni bueno/malo. Sencillamente, todo es química y, como todo, debe manejarse de una forma responsable y honesta. La química no es más peligrosa que las palabras, cuando estas se manipulan con intenciones tendenciosas para propagar conceptos falaces y provocar, volviendo al tema que motivaba este artículo, que mueran inocentes.