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Cómo empaquetar varios metros de ADN sin un solo nudo

Cada célula de un organismo contiene su genoma completo. Sin necesidad de fijarnos en genomas mayores (que los hay, y posiblemente mucho mayores), quedémonos con los más de dos metros de ADN que contiene cada una de nuestras células. Por supuesto, esta longitud total no es continua, sino que está distribuida en 46 cromosomas; pero cada cromosoma sí consiste en una sola hebra de ADN, y todos ellos comparten el minúsculo espacio del núcleo de la célula, invisible a simple vista.

Cromosomas humanos en metafase. Imagen de Jane Ades, NHGRI / Wikipedia.

Cromosomas humanos en metafase. Imagen de Jane Ades, NHGRI / Wikipedia.

De entre todos los misterios de la biología, uno de los más asombrosos es la capacidad de la célula de empaquetar varios metros de ADN en un volumen tan ínfimo. La imagen más popular de los cromosomas como longanizas dobles unidas por el centro solo existe durante una etapa muy concreta del ciclo celular llamada metafase. Este es el máximo grado de condensación de los cromosomas cuando se va a producir la división de la célula, del mismo modo que empaquetamos nuestras pertenencias para una mudanza. Pero durante el resto del tiempo, los cromosomas están más o menos desempaquetados, porque la secuencia de ADN que contienen debe permanecer utilizable.

Imaginemos esas antiguas salas de códigos de la Segunda Guerra Mundial, con numerosas hileras de pupitres ocupados por descifradores que continuamente leían tiras de papel con caracteres impresos. El núcleo celular es algo parecido, pero esas larguísimas tiras de ADN deben conservarse perfectamente ordenadas, sin romperse ni anudarse.

Todo el que haya tenido que dedicar un rato a desembrollar cables puede imaginar lo que esto supone. Si el año anterior no tuvimos la precaución de guardar las luces de Navidad con un cierto orden, al abrir la caja encontraremos una maraña compacta plagada de nudos. Esto tiene un nombre en física: se conoce como glóbulo de equilibrio. Rescatando los conceptos de mínima energía y entropía que venimos manejando los últimos días, el glóbulo de equilibrio es una configuración de gran desorden (entropía elevada) y mínima energía, motivo por el que surge de forma natural.

Pero parece claro que un glóbulo de equilibrio no sería la configuración ideal para el ADN en la célula, dado que dificultaría enormemente el empaquetamiento reversible y la posibilidad de mantener la secuencia siempre disponible. Empaquetar el ADN en la célula es un proceso enormemente complicado en el que intervienen unas proteínas llamadas histonas. El complejo que forma el ADN con las histonas, como un collar de cuentas, se llama cromatina; esta se enrolla como uno de los antiguos cables de teléfono y luego se vuelve a enrollar para empaquetarse en los cromosomas de la metafase, listos para la mudanza.

Izquierda, un glóbulo de equilibrio. Derecha, un glóbulo fractal que forma territorios. Imagen de L. Mirny, Chromosome research.

Izquierda, un glóbulo de equilibrio. Derecha, un glóbulo fractal que forma territorios. Imagen de L. Mirny, Chromosome research.

Pero ¿qué tipo de forma física adopta la cromatina para permanecer utilizable? Algunos científicos piensan que su configuración es lo que se conoce como glóbulo fractal. El término fractal fue acuñado en 1975 por el matemático nacido en Polonia Benoit Mandelbrot. La geometría fractal consiste en formas que tienen la peculiaridad de repetir estructuras similares a gran escala y a pequeña escala; a primera vista parecen irregulares, pero en realidad siguen un patrón que puede describirse con algoritmos matemáticos. De forma limitada, la geometría fractal aparece también en la naturaleza: ejemplos clásicos son las hojas de los helechos y otros sistemas ramificados, como los bronquios pulmonares o los vasos sanguíneos.

Ejemplo de camino hamiltoniano en un dodecaedro. Imagen de Christoph Sommer / Wikipedia.

Ejemplo de camino hamiltoniano en un dodecaedro. Imagen de Christoph Sommer / Wikipedia.

El glóbulo fractal es una de estas estructuras. Su aspecto general es el de un bloque de noodles de los que se venden secos para meter en agua. Esta estructura tiene la peculiaridad de que consigue un empaquetamiento máximo en el mínimo espacio manteniendo lo que se llama un camino hamiltoniano; es decir, que si seguimos el hilo del ADN, nunca pasamos dos veces por el mismo punto, ya que la hebra nunca se cruza y, por tanto, no hay nudos. Es un caso de la denominada curva de Peano, que llena un plano sin cruces; su aspecto es parecido a los laberintos de las revistas de crucigramas, pero en una estructura regular que se repite a mayor escala: glóbulos de glóbulos de glóbulos. Este tipo de glóbulo sería coherente con el hecho observado de que, cuando la cromatina está desempaquetada, cada cromosoma mantiene una especie de territorio; en el glóbulo de equilibrio esto no sucedería, sino que todos estarían mezclados a lo largo y ancho del volumen que ocupa el núcleo celular.

El glóbulo fractal fue propuesto por primera vez en 1988 como un modelo teórico por el físico ruso Alexander Grosberg, hoy en la Universidad de Nueva York. En 2009, científicos de las Universidades de Harvard y Washington y del Instituto Tecnológico de Massachusetts publicaron en Science la primera prueba que apoyaba el modelo del glóbulo fractal.

Curva fractal de Peano. Imagen de António Miguel de Campos / Wikipedia.

Curva fractal de Peano. Imagen de António Miguel de Campos / Wikipedia.

Investigadores de la Universidad Estatal Lomonosov de Moscú han aportado una prueba más de que la cromatina puede formar glóbulos fractales y funcionar para sus cometidos celulares. Los científicos han logrado modelar una cadena de ADN de un cuarto de millón de unidades utilizando el supercomputador Lomonosov. Según su estudio, publicado en la revista Physical Review Letters, el glóbulo fractal ofrece una estructura muy estable que proporciona una dinámica más rápida que el glóbulo de equilibrio, lo que facilitaría la disponibilidad del ADN para su uso.

Una estructura de glóbulo fractal, como 'noodles' secos'. Imagen de L. Nazarov.

Una estructura de glóbulo fractal, como ‘noodles’ secos. Imagen de L. Nazarov.

Con todo esto queda ilustrado el inmenso grado de orden que existe dentro de una célula; tanto que algunos investigadores han propuesto que esta característica de los seres vivos, la capacidad de mantener un gran orden interno a costa de desordenar su entorno, podría servir para identificar formas de vida en otros planetas que sean muy diferentes a lo que conocemos aquí.

“Con independencia del tipo de forma de vida de que pudiera tratarse, todas deben tener en común el atributo de ser entidades que reducen su entropía interna a costa de la energía libre obtenida de su entorno”, escribían en 2013 los chilenos Armando Azua-Bustos y Cristian Vega-Martínez en la revista International Journal of Astrobiology. “Mostramos que tan solo usando análisis matemático fractal uno podría cuantificar rápidamente el grado de diferencia de entropía (y, por tanto, su complejidad estructural) de procesos vivos (en este caso, crecimientos de líquenes y patrones de crecimiento de plantas) como entidades distintas separadas de su entorno abiótico similar”. Los investigadores proponían que se incluyan estos criterios en la búsqueda de vida en otros lugares del Sistema Solar.

Así pues, esta serie sobre la entropía de los seres vivos nos lleva finalmente a que este concepto podría convertirse en un criterio clave para la búsqueda de vida alienígena. Pero si están a punto de marcharse de vacaciones, tal vez simplemente hayan descubierto que un equipaje bajo en entropía consumirá más energía libre para prepararlo, pero ocupará menos espacio y quedará más fácilmente utilizable.

¿Es la aparición de la vida incompatible con las leyes de la física?

Voy a despedir temporalmente este blog hasta después de las vacaciones con dos historias que superficialmente no tienen ninguna relación entre sí, pero que en el fondo ilustran una misma y vieja pregunta: ¿cómo surge la vida a partir de la no-vida, o lo complejo a partir de lo simple? Hoy explico el contexto, al que seguirán las dos historias en los próximos días.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA's Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA’s Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Tal vez a muchos sorprenda que el término Big Bang, que designa la teoría cosmológica prevalente hoy, lo inventó alguien que no creía en él. En 1949, el astrónomo británico Fred Hoyle lo pronunció durante una entrevista para la BBC con una intención casi paródica. Fallecido en 2001, Hoyle fue un tipo siempre polémico a causa de muchas de sus visiones, que desafiaban las teorías científicas más aceptadas.

Uno de los campos en los que Hoyle sostuvo una opinión heterodoxa fue el origen de la vida en la Tierra. El astrónomo fue uno de los principales proponentes de la panspermia, la idea de que la biología fue sembrada en este planeta por la colisión de objetos espaciales. Hoyle consideraba imposible que la vida hubiera nacido espontáneamente a partir de la no-vida, lo que se conoce como abiogénesis. Según sus cálculos, la posibilidad de que por puro azar surgiera el conjunto mínimo de enzimas para poner en funcionamiento la célula más simple era de una entre 10 elevado a 40.000 (uno dividido entre un uno seguido de 40.000 ceros). En una de sus frases más famosas, Hoyle dijo que la probabilidad de aparición de una célula a partir de sus componentes químicos básicos era similar a la de que un tornado atraviese el patio de una chatarrería y ensamble un Boeing 747 a partir de la chatarra.

Lo cierto es que las dudas de Hoyle tenían algo de fundamento. En el siglo XIX se acuñó un término llamado entropía, cuyo significado se expresó en una de las leyes fundamentales de la naturaleza, la Segunda Ley de la Termodinámica. La entropía ha recibido distintas definiciones a lo largo del tiempo. Popularmente se entiende como el grado de desorden de un sistema, una traducción lógica de su significado físico. En una de sus acepciones, la entropía mide la cantidad de energía inútil disipada en forma de calor por un sistema, por ejemplo una máquina.

La Segunda Ley afirma que la entropía de un sistema aislado siempre aumenta. El universo, como sistema aislado, camina en una dirección temporal, que es la misma que lo dirige hacia su máximo nivel de entropía. La Segunda Ley es el motivo, por ejemplo, de que una máquina de movimiento perpetuo sea algo incompatible con la física. Y también es la razón por la cual es imposible emplear el agua como combustible; el agua no puede quemarse porque ya está quemada: es hidrógeno oxidado, un residuo biológico final.

Desde que se definió por primera vez la entropía, surgió la pregunta sobre cómo aplicar el concepto a los sistemas biológicos, un tipo particular de máquinas. En 1875, el físico Ludwig Boltzmann hizo notar que la lucha de los organismos biológicos por la vida es en realidad una lucha por la «entropía negativa», es decir, la generación de un nivel superior de orden, gracias a la disponibilidad de la energía que se transfiere desde el Sol a la Tierra, desde un cuerpo caliente a otro frío. El también físico Erwin Schrödinger, el del famoso gato, definió una paradoja que hoy se conoce por su nombre: la Segunda Ley de la Termodinámica dicta que los sistemas aislados aumentan su grado de desorden; y sin embargo, los sistemas vivos logran justo lo contrario, acrecentar su nivel de organización. Tanto si nos fijamos en los organismos individuales como en la abiogénesis o en la evolución biológica, todo parece transcurrir en sentido contrario al que se esperaría según la Segunda Ley. ¿Cómo es posible?

La respuesta es muy obvia, pero no sus implicaciones; tanto no lo son que el asunto de la entropía en los sistemas biológicos ha mantenido ocupados a los biofísicos durante más de un siglo. En cuanto a la respuesta obvia, está claro que la vida no es un sistema aislado; solo hay que añadir el entorno y el Sol como fuente de energía para que el balance total de entropía sea positivo, como dicta la ley. Como ya entrevió Boltzmann y explicó Schrödinger, los organismos se alimentan de «entropía negativa», un concepto que luego fue reemplazado por el de energía libre; una planta cosecha la energía solar para construir, por ejemplo, moléculas de glucosa. Pero para conseguir un mayor grado de orden interno, todo organismo aumenta el desorden de su entorno, en forma de materia desorganizada (residuos) y disipación de energía no aprovechable (calor).

Con todo, algo es innegable, y es que la síntesis de una molécula de glucosa es un proceso termodinámicamente antinatural, ya que requiere saltar una barrera energética para que las cosas funcionen en sentido contrario a como lo harían de acuerdo estrictamente a las leyes de la física. Sin embargo, la experiencia nos muestra que esto sucede todos los días a nuestro alrededor y de forma natural en los sistemas biológicos, y los científicos lo han construido, deconstruido, replicado, experimentado y medido.

Pero ¿qué ocurre con la abiogénesis?

El problema de la abiogénesis es que no estábamos ahí para observar cómo se producía. Y desde luego, esto no es una obviedad. Nunca jamás llegaremos a conocer con certeza cómo y dónde surgió la vida en nuestro planeta. Pero experimentalmente podemos simular las condiciones de la Tierra prebiótica y sentarnos a observar si ocurre algo similar a lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años.

A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, innumerables experimentos se han acercado a la demostración de cómo la vida puede surgir a partir de la no-vida; en particular, el experimento de Miller-Urey, en 1952, fue crucial para demostrar que la abiogénesis era naturalmente posible. El argumento de Hoyle sobre el tornado y el 747 se desmonta por el hecho de que todos los pasos, tanto en los organismos individuales como en la evolución biológica, son casi infinitesimales; es decir, que toda complejidad es reducible a la suma de incrementos diminutos. Y si es así para la aparición de todas las innovaciones evolutivas (incluyendo casos clásicos como el ojo), también lo es para la abiogénesis: la vida fue el producto final de una serie increíblemente extensa de pequeños procesos que a su vez se dieron en innumerables formas de ensayo y error, de las cuales la mayoría fueron errores. La Tierra tuvo tiempo de sobra para eso.

Ahora bien, es cierto que continúa siendo imprescindible superar una barrera energética para mover las cosas en sentido contrario a lo que la física haría por sí sola; así pues, cualquier intento de explicar el origen de la vida debe cumplir este requisito. Mañana contaré la primera de las historias de este cierre de temporada, un fascinante experimento que no solo sostiene la posibilidad de la abiogénesis, sino que sitúa el origen de la vida en un ambiente completamente insospechado: el desierto.