Archivo de enero, 2017

La xenofobia de Trump dañará la ciencia en EEUU y el mundo entero

No es probable que a Donald Trump le causen algún quebranto las historias de familias separadas y niños enfermos. A los tipos como él a menudo suelen salirles las cuentas eliminando de las ecuaciones ese pequeño factor corrector llamado ser humano. Sin embargo, sí debería preocuparle el impacto que su política migratoria ejercerá sobre el primum mobile del despegue de su país en los dos pasados siglos, gracias a lo cual se convirtió en la potencia más influyente del globo, gracias a lo cual vemos su cine, comemos su comida y vestimos su ropa: la ciencia y la tecnología.

Donald Trump. Imagen de Gage Skidmore / Flickr / CC.

Donald Trump. Imagen de Gage Skidmore / Flickr / CC.

La ciencia es hoy la actividad humana más críticamente global. Es cierto que actualmente la movilidad geográfica es común en innumerables sectores profesionales. Pero algunas de estas actividades no requieren una alta cualificación, y por tanto no dependen de la emigración más que en el aspecto demográfico. Otras, como las culturales, artísticas o deportivas, tienen en general un impacto relativamente limitado en la economía de un país. Puede que el fútbol atraiga turistas a España, pero incluso en estos casos la marca pesa más que el individuo: cuando alguno de esos millonarios jovencitos del Real Madrid o el Barcelona se marcha al Atlético de Chipre, es dudoso que esto influya en el turismo chipriota.

En la ciencia, en cambio, el individuo es insustituible. Incluso cuando se ha perdido aquel carácter romántico del Doctor Jekyll encerrado a solas en su laboratorio, y gran parte del trabajo científico es hoy el producto de grandes equipos internacionales de investigadores, el motor primario de la ciencia es la idea, y la idea nace en la intimidad del cerebro de una persona. Esta persona puede haber nacido en Albacete, en Iowa o en Siria. Pero todo científico busca el mejor lugar del mundo para desarrollar su idea.

Y ese lugar, para muchos, es EEUU. Aquel país ha sido y es todavía la primera potencia científica del planeta porque ha sabido atraer y reunir el mejor talento de todo el mundo. Y esto, en contra de lo que generalmente se cree, no es solo un producto de los recursos económicos, sino también de una mentalidad: el carácter anglosajón siempre ha estado más apegado a la ciencia y a la ilustración que, por ejemplo, el nuestro.

En el germen de EEUU estuvo su Academia de las Artes y las Ciencias, fundada durante su revolución por los padres de la patria. Entre estos, Benjamin Franklin, científico; George Washington, prospector; Thomas Jefferson, de quien pocos saben que fue autor del primer estudio sobre paleontología de vertebrados en Norteamérica, y que consideraba a Newton, Bacon y Locke los tres hombres más grandes de la historia.

Como resultado de todo esto, los laboratorios de investigación en EEUU son pequeñas ONUs. Es relativamente frecuente encontrar equipos en los que prácticamente no hay un solo miembro estadounidense. Y todos aquellos científicos de lugares variopintos no trabajan para la ciencia de sus respectivos países, sino para la ciencia estadounidense. Ellos lo pagan, y ellos lo cobran.

El pasado noviembre, tras el triunfo electoral de Trump, ya conté aquí cómo la ciencia de EEUU se revolvía con inquietud. Por entonces preocupaba la incertidumbre sobre las políticas del nuevo presidente electo en relación a la ciencia en campos como el cambio climático, la salud pública, la energía o la ciencia espacial. Pero lo peor estaba por llegar: con las nuevas políticas migratorias, EEUU puede perder una parte fundamental de su materia gris.

Las revistas científicas como Nature y Science ya han alertado sobre lo que se avecina, pero también los medios generalistas como el diario The New York Times. Para mayor vergüenza, incluso un canal férreamente conservador como la Fox titulaba ayer: «La decisión de Trump sobre inmigración dañará la investigación y el liderazgo de EEUU, advierten los científicos».

Los investigadores ya han comenzado a movilizarse. La web Académicos Contra la Orden Ejecutiva de Inmigración cuenta ya en este momento con más de 18.000 firmas de investigadores y profesores. Por su parte, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS), la sociedad científica generalista más grande del mundo y editora de la revista Science, ha reaccionado a través de su primer ejecutivo, Rush Holt. «La implantación de esta política compromete la capacidad de EEUU de atraer el talento científico internacional y de mantener el liderazgo científico y económico», dice Holt.

Holt destaca que ni siquiera tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 se dio una situación similar. En aquella ocasión, dice, la administración Bush consultó con la AAAS y otras instituciones científicas para encontrar una solución equilibrada que permitiera reforzar la seguridad sin perjudicar el trabajo investigador.

Claro que alguien podría pensar: es lo que los estadounidenses han elegido, y es lo que se merecen. El problema es que no solo les afectará a ellos, como otros organismos científicos se están encargando de subrayar.

Según el Consejo Internacional de la Ciencia, la mayor organización científica global, la orden de Trump tendrá «efectos negativos en la libertad de intercambio científico entre científicos y estudiantes de ciencia de todo el mundo, lo que resultará en impactos negativos en el progreso de la ciencia, impidiendo a las sociedades de todo el planeta beneficiarse de este progreso».

Por su parte, la Unión Astronómica Internacional «espera que estas acciones por parte de un país no disparen una reacción en cadena en otros países del mundo, lo que dañaría gravemente la ciencia de la astronomía», especialmente dependiente de la colaboración internacional por la naturaleza de sus instalaciones.

Cuando el ocupante de la Casa Blanca estornuda, todos nos resfriamos. Y la enfermedad que su actual titular puede transmitir a la ciencia mundial es infinitamente más grave que un simple catarro.

Sin un «segundo génesis», no hay alienígenas

Si les dice algo el nombre del lago Mono, en California, una de dos: o han estado por allí alguna vez, o recuerdan el día en que más cerca estuvimos del «segundo génesis».

Les explico. A finales de noviembre de 2010, la NASA sacudió el ecosistema científico lanzando un teaser previo a una rueda de prensa en la que iba a «discutirse un hallazgo de astrobiología que impactará la búsqueda de pruebas de vida extraterrestre». La conferencia, celebrada el 2 de diciembre, solo decepcionó a quienes esperaban la presentación de un alien, algo siempre extremadamente improbable y que el anuncio tampoco insinuaba, salvo para quien no sepa leer. Para los demás, lo revelado allí era un descubrimiento excepcional en la historia de la ciencia: una bacteria diferente a todos los demás organismos de la Tierra conocidos hasta ahora.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

Coincidiendo con la rueda de prensa, los resultados se publicaron en la web de la revista Science bajo un título breve, simple y atrevido: «Una bacteria que puede crecer usando arsénico en lugar de fósforo». La sinopsis de la trama decía que un equipo de investigadores, dirigidos por la geobióloga Felisa Wolfe-Simon, había encontrado en el lago Mono un microorganismo capaz de emplear arsénico como sustituto del fósforo en su ADN. Lo que para otros seres terrestres es un veneno (su posible papel como elemento traza aún se discute), para aquella bacteria era comida.

Toda la vida en este planeta, desde el virus que infecta a una bacteria hasta la ballena azul, se basa en la misma bioquímica. Uno de sus fundamentos es un material genético (ADN o ARN) formado por tres componentes: una base nitrogenada, un azúcar y un fosfato. Dado que este fue el esquema fundador de la biología terrestre, todos los seres vivos estamos sujetos a él. Encontrar un organismo que empleara un sistema diferente, por ejemplo arseniato en lugar de fosfato, supondría hallar una forma de vida que se originó de modo independiente a la genealogía de la que todos los demás procedemos.

Esto se conoce informalmente como un «segundo génesis», un segundo evento de aparición de vida (que no tiene por qué ser el segundo cronológicamente). Sobre si la bacteria del lago Mono, llamada GFAJ-1, habría llegado a representar o no un segundo génesis, hay opiniones. Hay quienes piensan que no sería así, ya que la existencia de un ADN modificado habría representado más bien una adaptación extrema muy temprana dentro de una misma línea evolutiva.

Para otros, es irrelevante que el origen químico fuera uno solo: dado que la definición actual de cuándo la no-vida se transforma en vida se basa en la acción de la evolución biológica, existiría la posibilidad de que la diversificación del ADN se hubiera producido antes de este paso crucial, y por lo tanto la vida habría arrancado ya con dos líneas independientes y paralelas.

Pero mereciera o no la calificación de segundo génesis, finalmente el hallazgo se desinfló. Desde el primer momento, muchos científicos recibieron el anuncio con escepticismo por razones teóricas, como el hecho de que el ADN con arsénico en lugar de fósforo daría lugar a un compuesto demasiado inestable para la perpetuación genética (este es solo un caso más de por qué muchas de las llamadas bioquímicas alternativas con las que tanto ha jugado la ciencia ficción son en realidad pura fantasía que hace reír a los bioquímicos). La publicación del estudio confirmó las sospechas: los experimentos no demostraban realmente que el ADN contuviera arsénico. Y como después se demostró, no lo contenía.

La bacteria GFAJ-1 del lago Mono resultó ser simplemente una extremófila más, un bicho capaz de crecer en aguas muy salinas, alcalinas y ricas en arsénico. Tenía una tolerancia fuera de lo común a este elemento, pero no lo empaquetaba en su ADN; se limitaba a acumularlo, construyendo su material genético con el fósforo que reciclaba destruyendo otros componentes celulares en tiempos de escasez. Su única utilidad real fue conseguir el propósito expresado en su nombre, GFAJ, formado por las iniciales de Give Felisa A Job («dadle un trabajo a Felisa»): aunque el estudio fuera refutado, le sirvió a Wolfe-Simon como trampolín para su carrera.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Por algún motivo que desconozco, el estudio nunca ha sido retractado, cuando debería haberlo sido. Me alegro de que a Wolfe-Simon le vaya bien, pero desde el principio el suyo fue un caso de ciencia contaminada: no descubrió el GFAJ-1 por casualidad, sino que estaba previamente convencida de la existencia de bacterias basadas en el arsénico, algo que ya había predicado antes en conferencias y que le hizo ganar cierta notoriedad. El siguiente paso era demostrar que tenía razón, fuera como fuese.

Hoy seguimos sin segundo génesis terrestre. Y su ausencia es una razón que a algunos nos aparta de esa idea tan común sobre la abundancia de la vida alienígena. Afirmar que el hecho de que estemos aquí implica que la vida debe de ser algo muy común en el universo es sencillamente una falacia, porque no lo implica en absoluto. Es solo pensamiento perezoso; una idea que cualquiera puede recitar si le ponen en la boca un micrófono de Antena 3 mientras se compra unos pantalones en Zara, pero que si se piensa detenidamente y sobre argumentos científicos, no tiene sustento racional.

Pensémoslo un momento: si creemos que la vida es omnipresente en el universo, esto equivale a suponer que dado un conjunto de condiciones adecuadas para algún tipo de vida, por diferentes que esas condiciones fueran de las nuestras y que esa vida fuera de la nuestra, esta aparecería con una cierta frecuencia apreciable.

Pero la Tierra es habitable desde hace miles de millones de años. Y sin embargo, esa aparición de la vida solo se ha producido una vez, que sepamos hasta ahora. Si suponemos que los procesos naturales han actuado del mismo modo en todo momento (esto se conoce como uniformismo), debería haber surgido vida en otras ocasiones; debería estar surgiendo vida nueva hoy. Y hasta donde sabemos, no es así. Hasta donde sabemos, solo ha ocurrido una vez en 4.500 millones de años.

¿Por qué? Bien, podemos pensar que el uniformismo no es una regla pura, dado que sí han existido procesos excepcionales, como episodios globales de vulcanismo o impactos de grandes asteroides que han cambiado drásticamente las reglas del juego de la vida. Esto se conoce como catastrofismo, y la situación real se acerca más a un uniformismo salpicado con algunas gotas esporádicas de catastrofismo.

Pero si aceptamos que el catastrofismo fue determinante en el comienzo de la vida en la Tierra, la conclusión continúa siendo la misma: si deben darse unas condiciones muy específicas e inusuales, una especie de tormenta bioquímica perfecta, entonces estamos también ante un fenómeno extremadamente raro, que en 4.500 millones de años no ha vuelto a repetirse. De una manera o de otra, llegamos a la conclusión de que la vida es algo muy improbable. Desde el punto de vista teórico, para que la idea popular tenga algún viso de ser otra cosa que seudociencia debería antes refutarse la hipótesis nula (una explicación sencilla aquí).

A lo anterior hay una salvedad, y es la posibilidad de que la «biosfera en la sombra» (un término ya acuñado en la biología) procedente de un segundo génesis fuera eliminada por selección natural debido a su mayor debilidad, o sea eliminada una y otra vez, por muchos génesis que se produzcan sin siquiera enterarnos.

Esta hipótesis no puede descartarse a la ligera, pero tampoco darse por sentada: si en su día la existencia de algo como la bacteria GFAJ-1 no resultaba descabellada, es porque la idea de una biosfera extremófila en la sombra es razonable; una segunda línea evolutiva surgida en un nicho ecológico muy marginal, como el lago Mono, tendría muchas papeletas para prosperar, quizá más que un invasor del primer génesis pasando por un trabajoso proceso de adaptación frente a un competidor especializado. Y sin embargo, hasta ahora el resultado de la búsqueda en los ambientes más extremos de la Tierra ha sido el mismo: nada. Solo parientes nuestros que comparten nuestro único antepasado común.

Si pasamos de la teoría a la práctica, es aún peor. Hasta hoy no tenemos absolutamente ni siquiera un indicio de que exista vida en otros lugares del universo. En la Tierra la vida es omnipresente, y no se esconde. Nos encontramos con pruebas de su presencia a cada paso. Incluso en el rincón más remoto del planeta hay testigos invisibles de su existencia, porque en el rincón más remoto del planeta uno puede encender un GPS o un Iridium y recibir una señal de radio por satélite. Si el universo bullera de vida, bulliría también de señales. Y sin embargo, si algo sabemos es que el cosmos parece un lugar extremadamente silencioso.

Como respuesta a lo anterior, algunos científicos han aportado la hipótesis de que la vida microbiana sea algo frecuente, pero que a lo largo de su evolución exista un cuello de botella complicado de superar en el que casi inevitablemente fracasa, impidiendo el progreso hacia formas de vida superiores; lo llaman el Gran Filtro. Otros investigadores sugieren que tal vez la Tierra haya llegado demasiado pronto a la fiesta, y que la inmensa mayoría de los planetas habitables todavía no existan. Pero también con estas dos hipótesis llegamos a la misma conclusión: que en este momento no hay nadie más ahí fuera.

Pero esto es ciencia, y eso significa que aquello que nos gustaría no necesariamente coincide con lo que es; y debemos atenernos a lo que es, no a lo que nos gustaría. Personalmente, I want to believe; me encantaría que existiera vida en otros lugares y quisiera vivir para verlo. Pero por el momento, aquello del «sí, claro, si nosotros estamos aquí, ¿por qué no va a haber otros?», mientras alguien rebusca en los colgadores de Zara, no es ciencia, sino lo que en inglés llaman wishful thinking, o pensamiento ilusorio.

Claro que todo esto cambiaría si por fin algún día tuviéramos constancia de ese segundo génesis terrestre. Y aunque seguimos esperando, hay una novedad potencialmente interesante. Un nuevo estudio de la Universidad de Washington, el Instituto de Astrobiología de la NASA y otras instituciones, publicado en la revista PNAS, descubre que en la Tierra existió un episodio de oxigenación frustrado, previo al que después daría lugar a la aparición de la vida compleja.

Hoy sabemos que hace unos 2.300 millones de años la atmósfera terrestre comenzó a llenarse de oxígeno (esto se conoce como Gran Oxidación), gracias al trabajo lento y constante de las cianobacterias fotosintéticas. Los fósiles más antiguos de células eucariotas (la base de los organismos complejos) comienzan a encontrarse en abundancia a partir de unos 1.700 millones de años atrás, aunque aún se discute cuándo surgieron por primera vez. Pero si de algo no hay duda, es de que fue necesaria una oxigenación masiva de la atmósfera para que la carrera de la vida tomara fuerza y se consolidara.

Los investigadores han estudiado rocas de esquisto de entre 2.320 y 2.100 millones de años de edad, la época de la Gran Oxidación, en busca de la huella de la acción del oxígeno sobre los isótopos de selenio. La idea es que la oxidación del selenio actúa como testigo del nivel de oxígeno en la atmósfera presente en aquella época.

Lo que han descubierto es que la historia del oxígeno en la Tierra no fue un «nada, después algo, después mucho», en palabras del coautor del estudio Roger Buick, sino que al principio hubo una Gran Oxidación frustrada: los niveles de oxígeno subieron para después bajar por motivos desconocidos, antes de volver a remontar para quedarse y permitir así el desarrollo de toda la vida que hoy conocemos.

Este fenómeno, llamado «oxygen overshoot«, ya había sido propuesto antes, pero el nuevo estudio ofrece una imagen clara de un episodio en la historia de la Tierra que fue clave para el desarrollo de la vida. Según Buick, «esta investigación muestra que había suficiente oxígeno en el entorno para permitir la evolución de células complejas, y para convertirse en algo ecológicamente importante, antes de lo que nos enseñan las pruebas fósiles».

El interés del estudio reside en que crea un escenario propicio para que hubiera surgido una «segunda» biosfera (primera, en orden cronológico) de la que hoy no tenemos constancia, y que tal vez pudo quedar asfixiada para siempre cuando los niveles de oxígeno se desplomaron por causas desconocidas. Pero Buick deja claro: «esto no quiere decir que ocurriera, sino que pudo ocurrir».

E incluso asumiendo que la propuesta de Buick fuera cierta, en el fondo tampoco estaríamos hablando de un segundo génesis, sino de un primer spin-off frustrado a partir de un único génesis anterior; las bacterias, los primeros habitantes de la Tierra, ya llevaban por aquí cientos de millones de años antes del oxygen overshoot. El estudio podría decirnos algo sobre la evolución de la vida, pero no sobre el origen de la vida a partir de la no-vida, la abiogénesis, ese gran problema pendiente que muchos dan por resuelto, aunque aún no tengamos la menor idea de cómo resolverlo.

Pasen y vean el tijeretazo letal del gusano Bobbit

Si Dune tiene sus gusanos de arena y Star Wars tiene su sarlacc –el monstruo enterrado al que Jabba trataba de arrojar a los protagonistas, y a cuyas fauces terminaba cayendo en su lugar el cazarrecompensas Boba Fett–, los terrícolas tenemos el Eunice aphroditois, más conocido desde 1996 como gusano Bobbit.

Un gusano marino 'Eunice aphroditois'. Imagen de Wikipedia.

Un gusano marino ‘Eunice aphroditois’. Imagen de Wikipedia.

A los más jóvenes tal vez este último nombre no les diga nada, pero los nacidos antes de los 90 recordarán el más que escabroso episodio protagonizado por John y Lorena Bobbit, una pareja estadounidense que saltó a los titulares de todo el mundo cuando Lorena le cortó el pene a John con un cuchillo mientras él dormía y después de que la violara. Para quien no conozca la historia pero le asalte la curiosidad, apunto que ambos pudieron rehacer sus vidas, por separado, naturalmente: ella fue declarada no culpable, y a él le reimplantaron el miembro que luego utilizó en alguna película porno bajo el nombre de Frankenpene.

El Eunice aphroditois no se dedica a seccionar órganos viriles, pero los tijeretazos de sus mandíbulas serían capaces de partir un pez en dos. E incluso cuando no es así, su manera de ganarse la vida ya es suficientemente terrorífica.

Como el sarlacc, el gusano Bobbit vive con su cuerpo enterrado bajo la arena, dejando al descubierto solo su cabeza. Carece de ojos, pero sus cinco antenas detectan el movimiento a su alrededor con una habilidad asombrosa, esperando el momento para lanzar su ataque. Los expertos creen que probablemente inyecta una toxina a su presa después de atraparla, y así puede arrastrarla bajo tierra y digerirla lentamente; no a lo largo de mil años como el sarlacc, pero seguro que para sus infortunadas capturas es igual de espantoso.

Este gusano marino suele alcanzar el metro de longitud, aunque en 2009 un grupo de biólogos japoneses describió un ejemplar de 299 centímetros y 673 segmentos, que había hecho su casa en una balsa de madera empleada para piscicultura.

Casos como el del gusano Bobbit nos llevan a agradecer la diferencia de tamaño entre ellos y nosotros. Eso sí, un consejo especialmente dirigido a los hombres: el gusano Bobbit habita en las latitudes tropicales del Pacífico, el Índico y el Atlántico. Si en alguna ocasión se encuentran por aquellas regiones y les apetece nadar en aguas someras, puede que quitarse el bañador no sea una buena idea…

Mundo insólito: Martin Shkreli denuncia la subida de precio de un medicamento

Quienes de vez en cuando vengan a darse un paseo por este blog recordarán el nombre de Martin Shkreli, personaje del que me he ocupado aquí en varias ocasiones anteriores (episodios de la saga: uno, dos, tres y cuatro).

Les pongo en antecedentes. El estadounidense Martin Shkreli, de 33 años, es un tiburón financiero que se dedica a la especulación en el sector biomédico. Comenzó su carrera creando una compañía de fondos de inversión de alto riesgo con el fin de manipular el mercado farmacéutico. En junio de este año, Shkreli irá a juicio bajo la acusación de haber desfalcado 11 millones de dólares de su farmacéutica Retrophin para pagar a los inversores de sus fondos.

Martin Shkreli. Imagen de YouTube.

Martin Shkreli. Imagen de YouTube.

Después de aquello, Shkreli encontró su vocación en la vida: comprar los derechos de medicamentos minoritarios y disparar sus precios. Para un psicópata, un supervillano o simplemente un ser inhumano sin escrúpulos, es el negocio perfecto: hacer fortuna a costa de los afectados por enfermedades raras, colectivos pequeños que dependen de su medicación para seguir viviendo y que en países como EEUU carecen de toda defensa contra estos abusos.

Shkreli se convirtió en uno de los humanos más aborrecidos del planeta a finales del verano de 2015, cuando trascendió la noticia de que había comprado para su empresa Turing Pharmaceuticals los derechos en EEUU de un fármaco llamado Daraprim, solo para subir su precio en más de un 5.500%. El Daraprim (pirimetamina) es un antiparasitario empleado para tratar la toxoplasmosis, una infección muy extendida entre la población y que suele ser benigna, excepto para fetos en gestación y personas inmunodeprimidas.

El súbito ascenso de Shkreli a la infamia universal y sus posteriores reacciones y declaraciones sirvieron para confirmar que no había ningún atisbo de incertidumbre o confusión sobre la calaña moral de Pharma Bro, como le han llamado por ahí. Pero naturalmente, el caso de este ser inhumano no es el único; otras compañías prosperan gracias a la especulación salvaje con el precio de los medicamentos en países como EEUU, donde no existe una regulación como la que nos protege a los europeos de semejantes tropelías.

Otra muestra de ello acaba de saltar a los medios este fin de semana. Una compañía llamada Mallinckrodt Pharmaceuticals ha llegado a un acuerdo con la Comisión Federal de Comercio de EEUU (FTC), en virtud del cual la empresa pagará 100 millones de dólares para evitar ir a juicio por prácticas monopolísticas.

Mallinckrodt no fue denunciada por comprar un medicamento llamado Acthar Gel contra una rara forma de epilepsia en los bebés y subir su precio desde 40 dólares el vial a 34.000 (sí, treinta y cuatro mil); esta inconcebible barrabasada es legal en EEUU. Pero además Mallinckrodt cometió el error de comprar también el único competidor de su fármaco, llamado Synacthen, para guardarlo en la caja fuerte y tirar la llave, lo que viola las leyes de libre competencia.

Lo curioso del caso es el nombre de quien chivó todo el asunto a la FTC: no fue otro sino Martin Shkreli. ¿Adivinan por qué? Naturalmente: Shkreli quería también comprar el Synachten, pero su oferta no resultó elegida por Novartis, la anterior propietaria del fármaco. Con la resolución del caso, y según el New York Post, Shkreli publicó en su Facebook: «¿Pensáis que lo sabéis todo sobre mí? Yo también he sido un delator contra los precios altos de los fármacos».

Shkreli dijo también que frente a la maniobra de Mallinckrodt la subida del precio de su Daraprim había sido «modesta». Y no podía ser de otra manera, porque este es el clásico argumento autojustificativo de quienes se sienten incómodos por el ínfimo residuo de Pepito Grillo que aún sobrevive en un remoto rincón de su mente: otros hacen lo mismo, pero aún peor. Lo hemos visto aquí muchas veces en los casos de corrupción política.

Según el acuerdo con la FTC, Mallinckrodt deberá licenciar el Synachten a un competidor; esperemos que el elegido no sea quien ya suponen. Curiosamente, tal vez haya tenido que llegar otro supervillano como Donald Trump para que podamos asistir a un cambio a mejor: en el discurso populista del nuevo presidente no podía faltar la acusación a las farmacéuticas de «asesinar e irse de rositas», siguiendo el recurso demagógico de la falacia por sinécdoque. En su primera aparición pública después de la toma de posesión, Trump mostró su intención de regular el mercado farmacéutico en su país, lo que al menos podría traer algo beneficioso de su mandato.

Y por si se lo están preguntando, sí, Shkreli apoyó a Trump, a pesar de que el entonces candidato dijo de él que parecía «un niñato mimado» y que «debería estar avergonzado de sí mismo». A Shkreli no pareció importarle el comentario. Está claro que el aprendiz quiere seguir los pasos de su Lord Sith: hace unos días hemos sabido que Twitter le ha suspendido la cuenta a Shkreli por acoso sexual a una periodista.

«Quienes desmontamos el Blue Monday lo estamos manteniendo vivo»

Termina la semana que empezábamos con una de esas historias desprovistas de todo rastro de las mínimas cualidades de la noticia, como verdad, importancia o interés, pero que no obstante hacen relamerse de gusto a más de un redactor jefe: el Blue Monday.

El Blue Monday (lunes triste) es esa patraña de que existe un día, el tercer lunes del año, que es estadísticamente el más deprimente para la población en general. Aparte de lo descaradamente absurdo de la premisa, la historia vendida cada año en algunos medios es falsa: el Blue Monday no es fruto del trabajo científico de un científico, sino de una campaña publicitaria encargada por una agencia de viajes que contrató a un profesional del coaching para que lo firmara con su nombre.

Debo confesar que, a un servidor, la expresión Blue Monday solo le traía a la mente la canción de 1983 con la que New Order decidió enterrar definitivamente a Ian Curtis; hasta que rebusqué un poco sobre ese otro significado y me quedé patidifuso por el hecho de que algunos medios lo tomaran en serio. Y más aún por el hecho de que un organismo público, el gobierno canario, lo utilice como gancho publicitario, como si Canarias no tuviera suficientes atractivos turísticos para tener que recurrir a la seudociencia dando voz a quienes se lucran con ella.

Dean Burnett. Imagen de Cardiff University.

Dean Burnett. Imagen de Cardiff University.

Entre quienes más han batallado por dar a conocer la realidad sobre lo estulto del Blue Monday se encuentra Dean Burnett, neuropsicólogo de la Universidad de Cardiff (Reino Unido). Su relación con el Blue Monday comenzó cuando un periódico local le contactó para preguntarle por ello y luego tergiversó sus declaraciones para dar a entender que Burnett respaldaba la idea del día más triste del año, tal como el científico lo contó en su blog del diario The Guardian.

Después de aquello, Burnett ha continuado casi año tras año acudiendo a su cita con la fecha en el mismo blog. Y como en sus ratos libres también hace comedia, pues lo cuenta con gracia, la misma que gasta cuando escribe divulgación, como en su libro El cerebro idiota (edición española: Temas de Hoy, 2016).

Dado que Burnett conoce el cerebro humano mejor que la media, he aprovechado la ocasión para preguntarle brevemente sobre cómo funciona nuestro órgano pensante con cosas tan impensables como el Blue Monday.

¿Por qué triunfa la idea del Blue Monday?

Primero, pienso que su fuerza estriba en su relato. Por esta época del año todo el mundo se siente bajo, y esto les hace sentir que no es culpa suya, que es un fenómeno científico fuera de su control. Es relevante y quita la responsibilidad de sus manos, lo que para muchos es tranquilizador: «no necesito cambiar nada, no es culpa mía». Algo que siempre es agradable pensar. También puede actuar como justificación para la autoindulgencia, la gente se da caprichos porque es un día deprimente y eso.

Además, es tan simple que es muy memorable. Da a la gente la impresión de que  entienden cómo funcionan la mente y los estados de ánimo, y de que el mundo es más fácil de entender de lo que realmente es. No es el caso, pero es agradable pensarlo.

Y a fuerza de creer que es el día más triste del año, ¿puede convertirse para quienes así lo creen en una profecía autocumplida?

Definitivamente hay algo de eso. Probablemente es un poco como el viernes 13 [o martes 13]. Es imposible que un día sea desafortunado por norma, pero el sesgo de confirmación triunfa cuando la gente cree en ello. La mala suerte que cualquier otro día no tendría importancia tiene un especial significado porque es viernes 13, lo que demuestra que es un día desafortunado, así que la creencia persiste año tras año.

Igualmente, es normal sentirse triste o miserable en lo peor del invierno después de toda la diversión de la Navidad, así que no cabe duda de por qué se eligió ese día para el Blue Monday, pero una vez que la gente piensa que es un día especialmente deprimente, lo atribuirán al hecho de que es ese día, más que a razones más mundanas que son la causa real. Y así seguimos.

Lo cierto es que cada año muchos medios lo cuentan. Y aunque algunos lo hagamos para desmontarlo, no dejamos de darle visibilidad. ¿Deberíamos dejar de hablar de ello?

Es una pregunta espinosa. Mi postura ha sido dejar claro sin lugar a dudas que es una tontería, y lo he hecho de la manera más llamativa y altisonante que he podido en cualquier ocasión que he tenido. Pero también algunos años prefiero ignorarlo, ya que tengo la impresión de que quienes intentamos desmontarlo en realidad lo estamos manteniendo vivo, y que de otro modo habría decaído. Creo que ahora está demasiado instalado como para librarnos de ello, pero es posible que la gente vaya perdiendo el interés a lo largo del tiempo, y es algo en lo que debemos confiar.

Esta máquina puede funcionar durante 80 años sin apagarse jamás

¿Cuánto les duró su último teléfono móvil? ¿Su último ordenador? ¿Impresora, televisor, coche…? ¿Imaginan una máquina capaz de funcionar de forma continua sin un segundo de descanso durante más de 80 años, sin repuestos, con un mantenimiento sencillo y sin visitas al servicio técnico?

Imagen de Beth Scupham / Flickr / CC.

Imagen de Beth Scupham / Flickr / CC.

Cualquiera que alguna vez se haya sentido víctima de esa rápida obsolescencia –sea realmente programada o no– que sufren casi todas las máquinas presentes en nuestra vida debería balbucir de estupefacción ante la maravilla que guardamos en la jaula de huesos del pecho. Tal vez no suelan pensar en ello, pero su corazón no ha dejado de contraerse y expandirse a un ritmo preciso ni un solo momento en todos los años que han vivido.

Sí, es cierto que en una persona sana el resto de sus órganos también trabajan durante décadas. Pero a diferencia de otros, como el hígado o el riñón, el corazón es una máquina electromecánica, con partes móviles. Y todos los demás órganos dependen de este movimiento: si el corazón se detiene, aunque sea por un ratito, se acabó todo lo demás.

Hace unos tres meses, un análisis publicado en Nature sostenía que hay un límite máximo para la longevidad humana, y que ya lo hemos alcanzado: unos 115 años. Cuidado, no confundir longevidad con esperanza de vida. Esta última se refiere a la posibilidad de evitar la muerte por enfermedad u otro motivo mientras nuestro cuerpo aún podría seguir funcionando.

La longevidad planteada por los autores, de la Facultad de Medicina Albert Einstein de Nueva York, se refiere a la (posible) existencia de un límite biológico intrínseco que no puede romperse. Un cuerpo humano no puede vivir 150 años, del mismo modo que un nuevo récord de los 100 metros lisos arañará alguna centésima a la marca previa, pero un cuerpo humano no puede correr esa distancia en dos segundos (odio las metáforas deportivas, pero viene muy al pelo).

La longevidad máxima propuesta por los autores es un techo que no puede romperse simplemente progresando en la lucha contra la enfermedad y en los estándares de salud. Aunque ellos no lo ponían de este modo, en cierto modo seríamos víctimas de una obsolescencia programada, en nuestro caso genéticamente programada.

El artículo fue controvertido, ya que otros expertos en envejecimiento no están de acuerdo; al contrario que los autores, piensan que es demasiado pronto para fijarnos una fecha de caducidad, y que los avances científicos en este campo pueden ser hoy insospechados. Algunos de los críticos incluso afirmaban que el artículo no alcanzaba la categoría necesaria para haber sido aceptado por la revista Nature.

En el extremo opuesto al de los autores de este artículo se encuentran personajes como Aubrey de Grey, el gerontólogo británico que vive de afirmar que el ser humano alcanzará los mil años, y que el primer milenario del futuro ya está hoy caminando sobre la Tierra.

Ya he expresado antes mi opinión sobre las proclamas de De Grey, así que no voy a insistir en lo mismo, sino solo recordar un hecho inopinable: las Estrategias para la Senescencia Mínima por Ingeniería (SENS, en inglés), como De Grey denomina a su proyecto, aún no han logrado alargar la vida de ningún ser humano o animal. La propuesta de De Grey es actualmente tan indemostrable como irrefutable, lo que la deja en un limbo que muchos identificarían con la seudociencia. De Grey es un científico que no se gana la vida con lo que hace, sino con lo que dice que va a hacer.

La ciencia ficción nos deja imaginar cómo cualquiera de nuestras piezas defectuosas podría reemplazarse por una nueva gracias a la medicina regenerativa, hasta hacernos dudar de cuándo dejamos de ser nosotros mismos. Es la vieja paradoja del barco de Teseo (¿cuándo el barco de Teseo deja de ser el barco de Teseo a medida que se le van reemplazando piezas?), que la ficción ha explorado una y otra vez: en El mago de Oz, el Hombre de Hojalata era originalmente un humano que vio todo su cuerpo sustituido por piezas de metal… y que encontraba a su novia casada con el hombre construido con las partes del cuerpo que él perdió.

Claro que pasar de la ficción a la realidad puede ser no solo difícilmente viable, sino también espantoso; cada cierto tiempo resurge en los medios la historia del neurocirujano italiano que pretende llevar a cabo el primer trasplante de cabeza (o de cuerpo, según se mire), una propuesta increíble que nos recuerda otro hecho increíble, pero cierto: hay empresas de crionización que ofrecen a sus clientes la posibilidad de congelarse… solo la cabeza.

¿A dónde nos lleva todo esto? Tal vez a lo siguiente: antes de tratar de prolongar la vida más allá de lo que actualmente se nos presenta como un límite de longevidad, sea este límite quebrantable o no… ¿no sería más deseable alcanzar el ideal de que la esperanza de vida fuera una esperanza real para todos? Un cuerpo humano de 100 años de edad está esperando a ver cuál de sus órganos vitales es el primero en fallar. En lugar de suspirar por el hombre bicentenario, ¿y si pudiéramos evitar el fallo de un órgano vital cuando todos los demás aún están en perfecto funcionamiento?

Un ejemplo: de los millones de personas que cada año mueren por enfermedad cardiovascular, muchas de ellas sufren parada cardíaca. Otras sufren infartos de miocardio o cerebrales. Pero los infartos, provocados por un bloqueo arterial, pueden conducir también a un paro cardíaco, al cese de esa máquina aparentemente incesante. Estas muertes serían evitables si se pudiera mantener artificialmente el bombeo del corazón, pero lo normal es que la posibilidad de reiniciar esa máquina llegue demasiado tarde, cuando ya el daño en el resto del sistema es irreparable.

Un estudio publicado esta semana en la revista Science Translational Medicine describe una nueva tecnología que está muy cerca de evitar estas muertes. Investigadores de EEUU, Irlanda, Reino Unido y Alemania han creado una especie de funda robótica que envuelve el corazón y lo hace bombear artificialmente, sin perforarlo de ninguna manera ni entrar en contacto con la sangre, a diferencia de otros sistemas ya existentes. La funda está compuesta por músculos artificiales de silicona que se accionan por un sistema de aire comprimido, imitando el latido normal del corazón. Los investigadores lo han probado con corazones de cerdo y en animales vivos, con gran éxito.

Hoy los científicos tratan de reparar con células madre los daños en el corazón provocados por los infartos, lo que puede dar nueva vida al órgano de las personas que han sufrido daños en el músculo cardíaco. Incluso se apunta al objetivo final, aún lejano, de fabricar un corazón completo con células madre. Pero cuando un corazón se detiene, nada de esto sirve de mucho. Donde existe un órgano intacto, aunque incapaz de cumplir su función por sí mismo, una prótesis de bioingeniería como la del nuevo estudio podría permitir que una persona por lo demás sana pueda vivir muchos años más de lo que su corazón le permitiría.

Ya hay otros avances previos en esta misma línea. Naturalmente, desde el laboratorio hasta el hospital hay un larguísimo camino que no admite atajos. Pero este camino es genuinamente el de la ciencia de la prolongación de la vida: lograr que cumplir los 80 no sea un sueño inalcanzable para una gran parte de la humanidad. Lo de llegar a los 150, qué tal si lo dejamos para después. Y en cuanto a los mil años, hoy ni siquiera podemos saber si es ciencia ficción o solo fantasía, pero me vienen a la memoria las palabras de un personaje novelesco llevado al cine que vio pasar los siglos por delante de sus ojos:

To die,

To be really dead,

That must be glorious!

(Conde Drácula / Bela Lugosi)

Se nos mueren los ‘selenautas’ sin que llegue el relevo

«El desafío de EEUU de hoy ha forjado el destino del hombre del mañana», dijo Gene Cernan, astronauta de la NASA y el último hombre en caminar sobre la Luna.

El astronauta Gene Cernan, en el módulo lunar durante la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

El astronauta Gene Cernan, en el módulo lunar durante la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

Cernan ha muerto a los 82 años, de viejo, sin poder entregar el relevo a nadie. Como antes murieron James Irwin (1991), Alan Shepard (1998), Pete Conrad (1999), Neil Armstrong (2012) y Edgar Mitchell (2016). Seis hombres ya fallecidos que cumplieron el sueño de pisar la Luna, y otros tantos que aún viven: Buzz Aldrin, Alan Bean, David Scott, John Young, Charles Duke y Harrison Schmitt. Los más jóvenes, Duke y Schmitt, cumplirán 82 este año, y todos ellos morirán sin llegar a ver ese relevo, salvo que alcancen una longevidad casi sobrenatural.

Es curioso que la frase de Cernan, concebida como un mensaje hacia el futuro, hoy tenga un regusto antiguo. Claro, por entonces se hablaba del «hombre» en lugar de «la humanidad». Pero sobre todo, en aquella época nadie podía seriamente imaginar que aquel destino no fuera el del mañana, ni el del pasado mañana, ni el del otro, el otro y el otro. Muchas ficciones futuristas de la época situaban sus predicciones en torno al año 2000. No iban mucho más allá, porque casi nadie sospechaba que mucho más allá quedara ya mucho más allá por alcanzar.

Cernan viajó al espacio tres veces: con el programa Gemini, en el Apolo 10 que orbitó la Luna antes del primer alunizaje, y finalmente como comandante del Apolo 17, la última misión tripulada a la Luna. Durante este viaje se tomó la famosa fotografía de la Tierra llamada «la canica azul», que mencioné hace unos días.

Cuando Cernan y sus compañeros, Schmitt y Ronald Evans, partieron hacia la Luna en diciembre de 1972, ya sabían que serían los últimos del lote; el plan para la misión Apolo 18 había sido cancelado dos años antes, poniendo fin al programa de exploración tripulada.

Placa de acero que los tripulantes del Apolo 17 dejaron en la Luna en 1972. Imagen de NASA.

Placa de acero que los tripulantes del Apolo 17 dejaron en la Luna en 1972. Imagen de NASA.

Cernan y Schmitt, los dos que descendieron a la superficie lunar mientras Evans se quedaba en órbita pilotando el módulo de mando, dejaron un testimonio que cerraba aquella etapa, una placa de acero con esta inscripción: «Aquí el hombre completó sus primeras exploraciones de la Luna – Diciembre de 1972 d. C. – Que el espíritu de paz en el que vinimos quede reflejado en las vidas de toda la humanidad». Debajo, las firmas de los tres astronautas, sobre la del hombre que estranguló el programa Apolo hasta la muerte: Richard Nixon, presidente de los Estados Unidos de América.

El caso de Nixon fue curioso. Llegó al despacho oval justo a tiempo para que le cayera en suerte el éxito ajeno, la culminación del programa Apolo impulsado por John F. Kennedy y continuado por Lyndon B. Johnson. Como anécdota, tal vez no resulte raro que Nixon tuviera un discurso preparado por si el Apolo 11 acababa en desastre; aunque sí es curioso que el discurso no fuera genérico, sino que aludiera explícitamente a una circunstancia muy específica: que Armstrong y Aldrin (pero no Collins, que esperaba en la órbita lunar pilotando el módulo de mando) no habían logrado despegar de la Luna y se habían quedado extraviados allí sin posibilidad de rescate. La nota detallaba que el presidente debía telefonear a cada una de las «futuras viudas».

Y si bien es cierto (como cuenta Jason Callahan en este blog de la Sociedad Planetaria) que Nixon no ordenó directamente la cancelación de las misiones Apolo 18 y posteriores, sí fue suya la decisión de recompensar el éxito del programa recortando un 10% el presupuesto de la NASA. Esto llevó al director de la agencia, Tom Paine, a abandonar los vuelos Apolo para concentrarse en el nuevo programa del transbordador espacial.

Pero Nixon ya había intentado antes cancelar las misiones Apolo 16 y 17, temiendo que un fracaso con peor desenlace que el del Apolo 13 afectara a su reelección en 1972. Ambas misiones culminaron con éxito, y Nixon logró en noviembre de 1972 uno de los triunfos electorales más aplastantes en la historia de su país.

Un mes después de su reelección, mientras la última misión Apolo regresaba a casa, Nixon emitió un comunicado en el que decía: «Esta puede ser la última vez en este siglo que los hombres caminen sobre la Luna». No eran palabras proféticas, sino una declaración política, ya que esa decisión dependía directamente de él. Nixon cambió radicalmente el rumbo de la NASA, cegando los ambiciosos objetivos de exploración humana para rebajar las metas del programa espacial a cotas más domésticas. Según Callahan, que cita al experto John Logsdon, autor de un libro sobre el programa espacial de Nixon, el interés de este por el transbordador espacial tampoco tenía una finalidad concreta ni estaba respaldado por una estrategia.

Logsdon sostiene que Nixon dio así forma a lo que ha sido la visión de la NASA durante casi el último medio siglo. Una visión que Cernan y otros veteranos del Apolo, como el también fallecido Neil Armstrong, no compartían. Ambos se opusieron públicamente a la cancelación en 2010 del programa Constellation por el casi ya expresidente Barack Obama. Constellation tenía como objetivo regresar a la Luna antes del fin de esta década, algo que quizá los últimos supervivientes del programa Apolo habrían llegado a ver.

Lo cierto es que Obama no pudo jugar con otras cartas: no había fondos suficientes para metas tan altas, y además al presidente saliente le ha tocado vivir tiempos más prosaicos. El programa Apolo subió de la nada a la Luna en diez años. El nuevo programa de naves tripuladas de la NASA, Orión, lleva dando vueltas desde la pasada década y no admitirá pasajeros al menos hasta comienzos de la próxima, pero solo para amagar una vuelta a la Luna y regresar. Poner el pie de nuevo allí no está en el horizonte, y de Marte ya ni hablamos. Si al menos tuvieran razón los demagogos, y la cancelación de las misiones tripuladas al espacio profundo hubiera servido para eliminar el hambre en la Tierra…

Los biólogos también queremos alienígenas creíbles

Cuando ayer mencionaba la saga Alien/Prometheus, se me ocurrió pensar que algunos de los autores de ciencia ficción más celebrados han tenido o tienen formación científica. El cine del género, en cambio, y salvando los casos de adaptaciones de libros, suele tirar de guionistas que generalmente no tienen por qué contar con amplios conocimientos de ciencia. Y sin embargo, cada vez es más frecuente que los directores recurran a la asesoría experta para fundamentar sus películas en ciencia real. Ejemplos recientes son Interstellar, The Martian, The Arrival (La llegada) o Ex Machina.

Un xenomorfo de la saga Alien. Imagen de 20th Century Fox.

Un xenomorfo de la saga Alien. Imagen de 20th Century Fox.

Hay una aclaración que suelo hacer a menudo cuando la ciencia ficción salta en una conversación y alguien defiende que la ciencia ficción es fantasía y que, por tanto, todo es posible. Mi aclaración no es mía, sino del maestro Ray Bradbury; quien, por otra parte, decía haber escrito solo una obra de ciencia ficción, Fahrenheit 451. Bradbury distinguía entre ciencia ficción como el arte de lo posible, y fantasía como el arte de lo imposible. Esto tiene un significado claro: según Bradbury, y yo lo secundo, para que una obra sea considerada de ciencia ficción, lo que no sea ficción debe ser ciencia; es decir, que la ficción toma el relevo allí donde la ciencia no llega, pero podría llegar algún día.

Por ejemplo, e insisto en algo incluso sabiendo que no es popular e irrita a muchos: Star Wars no es ciencia ficción sino fantasía, como Harry Potter o El señor de los anillos, dado que la ciencia no aplica en la parte que no es estrictamente ficción. Creo que sobran los ejemplos cuando ni asoman cosas como trajes presurizados, microgravedad o rozamiento de reentrada atmosférica.

Pero se me ocurrió pensar también que hay algo curioso: cuando directores y guionistas consultan con científicos, suelen hacerlo con físicos o ingenieros. En cambio, ¿quién se acuerda de la biología? En el caso de Ex Machina, y como conté en un reportaje, se recurrió a la asesoría del genetista evolutivo Adam Rutherford. Y por supuesto, la saga Parque Jurásico ha contado con el apoyo del paleontólogo Jack Horner.

Pero me da en la nariz que en las películas sobre alienígenas aún no es costumbre buscar el consejo de expertos para retratar seres plausibles. Es cierto que en Alien/Prometheus se ha volcado un esfuerzo por dibujar un diseño fino de la biología de los xenomorfos, incluyendo un complejo ciclo vital. Y dado que tampoco soy un megafriki de la ciencia ficción, no estoy familiarizado con los videojuegos, los cómics y las novelas relacionadas con la saga, fuentes en las que suelen detallarse aspectos que no se desvelan explícitamente en las películas.

Pero sí tengo en casa y he visto muchas veces todos los episodios de la saga, y aún me pregunto cómo se resuelven ciertos aspectos; para empezar, ¿qué comen? ¿Cómo consiguen períodos de latencia tan largos en estado húmedo? ¿Cómo pueden hibridar con los organismos en los que se incuban? ¿Es su construcción anatómica compatible con una gravedad ligera como la de LV-426, y con otra más pesada como la terrestre (que suponemos artificialmente creada en las naves)? ¿Son compatibles la alta calidad y la alta cantidad de descendencia con la antigua teoría de selección r/K? Y todo eso incluso aceptando el fluido interno ácido.

Si hay entre ustedes algún megafan de la saga que tenga respuestas, lo agradeceré. Lo mismo que si conocen ejemplos de alienígenas biológicamente plausibles en el cine que se me hayan escapado. Como he dicho, no soy un experto en el género.

Pero tengan en cuenta que retratar alienígenas científicamente consistentes no es fácil. Hay que tirar de muchas disciplinas: genética, biología evolutiva, bioquímica, ecología, física anatómica, fisiología… Incluso la fisiología humana: ¿cómo es posible que los infectados por el Chestburster (el bicho que sale de dentro) se encuentren perfectamente y no tengan al menos dificultades respiratorias, cuando llevan dentro un cuerpo extraño que claramente está robando espacio a sus pulmones?

Recientemente me he topado con un caso de biología evolutiva (terrestre, claro) que explica cómo los organismos no pueden ser cualquier cosa, ni todo a la vez, sino que están limitados por una serie de factores fisiológicos, ecológicos y evolutivos. Un equipo de investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York ha desentrañado las señales moleculares que en el embrión deciden si las células de la piel se dedican a la producción de sudor (glándulas sudoríparas) o de pelo (folículos pilosos).

Ambas cosas son mutuamente incompatibles: donde hay glándula sudorípara, no hay folículo piloso. Por eso los primates, con pelo menos denso, somos los seres más sudorosos del mundo (exceptuando, curiosamente, los caballos); y los campeones del sudor somos los humanos, que hemos perdido el vello en la mayor parte de nuestro cuerpo. Pero se supone que el pelo ayuda a la evaporación del sudor, y esto es especialmente útil en lugares como las axilas o los genitales, donde hay comunidades microbianas causantes del mal olor.

Esta evaporación es la que cumple la función crucial del sudor: enfriar el cuerpo cuando se calienta en exceso. Los mamíferos que no sudan tanto como nosotros deben recurrir a otros sistemas, como el jadeo. Pero como este mecanismo no es tan eficiente como el nuestro, el resultado es que los humanos somos corredores de fondo, mientras que otros mamíferos nos superan en velocidad, pero no en resistencia. Curiosamente, una vez más, con la excepción de los caballos, de los que hablaré más abajo.

Así me lo explicaba la directora del estudio publicado en Science, Elaine Fuchs: «La mayoría de los mamíferos necesitan un grueso abrigo de pelo para calentarse y como protección física. Aunque pueden correr más rápido, sus distancias son menores que las de los humanos dotados del sudor, y deben confinarse a ciertos climas. Los humanos abandonamos el grueso abrigo de pelo para tener glándulas sudoríparas; necesitamos abrigos en invierno, pero podemos correr maratones y sobrevivir en climas más extremos gracias a nuestra capacidad de sudar».

Claro que a otros mamíferos también les resultaría ventajoso poder correr distancias mayores, para perseguir a sus presas o huir de sus depredadores. ¿Por qué nosotros hemos podido explotar extensivamente el fantástico mecanismo de aire acondicionado corporal que es el sudor, y no así otros animales? La respuesta es asombrosa: nosotros inventamos la ropa. «Si otros mamíferos no necesitaran sus gruesos abrigos para calentarse en tiempos fríos y como protección, ¡también podrían beneficiarse de las glándulas sudoríparas!», dice Fuchs.

Ventajas como esta son el resultado de la evolución. Según Fuchs, en las especializaciones del tegumento, la piel, «ha habido quizá más prueba y error que en ningún otro órgano o tejido». Otros animales tienen sus propias soluciones a sus propias necesidades, como las plumas o las escamas, pero resulta fascinante que «los apéndices de nuestra piel tienen raíces evolutivas similares a los dentículos y las alas de la mosca de la fruta; cada estructura es útil para el animal que la tiene, y cambiar a una estructura distinta ha tenido una ventaja durante la evolución», me cuenta la investigadora.

Es más: Fuchs cita un maravilloso ejemplo de evolución en acción. «Hay una mutación puntual espontánea en un gen que resulta en un mayor número de glándulas sudoríparas, y que ha ido extendiéndose en la población humana en zonas cálidas y húmedas del sureste de Asia durante los últimos 30.000 años».

Chewbacca. Imagen de 20th Century Fox.

Chewbacca. Imagen de 20th Century Fox.

Un caso interesante es el de los caballos. De acuerdo a la hipótesis de Fuchs, estos animales no han perdido el pelo porque lo necesitan para protegerse del frío y del entorno, pero sí han combinado ambas especializaciones de la piel de los mamíferos para poder sudar y así correr largas distancias. ¿Cómo lo han hecho? Todo apunta a que los responsables somos nosotros: los humanos domesticamos los caballos hace miles de años, y probablemente hayamos ido seleccionando artificialmente las variedades más resistentes a la carrera; aquellas con más capacidad de sudar.

Cuento todo esto para llegar a una conclusión: cuando inventamos seres de ficción, como los alienígenas, debemos tener en cuenta cómo la evolución puede haberlos dotado de los rasgos que proponemos; incluso detalles tan aparentemente nimios como el pelo o el sudor tienen que basarse en ciencia real. Lo cual me trae a la mente un ejemplo: Chewbacca y su raza, los wookiees. Con todo ese pelo es muy improbable que puedan sudar, así que deberían jadear como los perros. Es decir, si queremos que los aliens sean biológicamente creíbles.

Esto es lo más cerca que estaremos de aterrizar en otro mundo

Para los locos a quienes nos encantaría vivir la experiencia de aterrizar en un nuevo mundo, pero que nunca tendremos esa oportunidad, nos queda el magro consuelo de volver a ver una y otra vez en la gran pantalla algunas películas que lo han simulado con gran realismo. Sobre todo las de la saga Alien/Prometheus, que nos han mostrado un descenso oscuro a la exoluna LV-426 en Alien, otro turbulento a la misma luna en Aliens, y uno grandioso a LV-223 en Prometheus.

Para esta última, según contaba io9, el equipo artístico se inspiró en imágenes reales de la NASA y consultó con expertos en exoplanetas de la propia agencia. Y es evidente que orientar la fantasía con algo de ciencia genuina, aunque solo sea en la estética (ya tendremos tiempo de hablar del resto en mayo, cuando se estrene Alien: Covenant) hace las cosas mucho más ilustrativas y creíbles.

Imagen de la superficie de Titán tomada por la sonda Huygens. ESA/NASA/JPL/University of Arizona.

Imagen de la superficie de Titán tomada por la sonda Huygens. ESA/NASA/JPL/University of Arizona.

Pero a la espera de que alguien se decida a facilitarnos un aterrizaje extraterrestre por realidad virtual, no hay nada tan estremecedor como lo real. La NASA y la ESA han publicado sendos vídeos que les traigo y que se han confeccionado utilizando imágenes reales tomadas en 2005 por la sonda europea Huygens durante su descenso de dos horas y media a la superficie de Titán, la luna más grande de Saturno.

Ya he contado aquí antes que, en mi sola y humilde opinión, Huygens ha sido hasta ahora el mayor logro en toda la historia de nuestra Agencia Europea del Espacio (ESA) (lástima de Schiaparelli). La sonda se lanzó en 1997 como misión conjunta con la Cassini de la NASA. Ambas emprendieron juntas un gran viaje por el Sistema Solar desde Venus a Júpiter antes de llegar a su destino final, Saturno, donde separaron sus destinos.

Desde 2004, Cassini gira en la órbita del planeta anillado, que se convertirá en su tumba el 15 de septiembre de este año. Por su parte, Huygens tuvo una vida más breve, pero imposible que fuera más intensa. El 14 de enero de 2005 esta especie de gran tartera metálica se posó con éxito en la superficie gélida de Titán, uno de los mundos candidatos para albergar vida extraterrestre en el Sistema Solar.

Aunque Huygens no iba equipada para detectar firmas biológicas, durante su descenso y hasta 90 minutos después de tomar tierra transmitió cientos de imágenes de la superficie de Titán, mostrándonos sus paisajes fantásticos y el desolado paraje de rocas de hielo en el que se posó. Hasta hoy, Huygens perdura como el explorador más lejano en tierra firme jamás enviado por el ser humano. Las imágenes que envió desde el suelo tienen una extraña doble cualidad de enigmáticas y a la vez familiares, como si hubieran sido tomadas en aquel plató que en la película Capricornio Uno simulaba una falsa misión a Marte.

El vídeo de la NASA es de los que pegan los ojos a la pantalla. Comienza con una animación de la separación de Huygens de su compañera Cassini, pero luego cambia a imagen real para mostrarnos cómo la sonda desciende hacia el fantasmagórico manto de neblina que envuelve la luna, y que comienza a aclararse a 70 kilómetros sobre la superficie. Empieza a revelarse un paisaje compuesto por ásperas mesetas y colinas de hielo que se elevan sobre lo que recuerda al lecho de un lago seco, con aparentes huellas de erosión en forma de cauces y cárcavas tal vez tallados por ríos y torrentes de metano.

Huygens estaba preparada para flotar si era necesario; debido a la densa niebla que envuelve Titán, no se conocían los detalles de su superficie, y los científicos contemplaban la posibilidad de que estuviera cubierta por un océano global de hidrocarburos. Sin embargo, Cassini descubrió que los lagos y mares estaban confinados a las regiones polares.

A medida que Huygens desciende frenada por su paracaídas, el paisaje se va acercando y definiendo, hasta que por fin la sonda se posa en la llanura sembrada de rocas de agua congelada. En ese momento llega el gran final, cuando ante la cámara desfila la sombra del paracaídas mientras cae mansamente hacia el suelo. Por último, una animación recrea esos últimos segundos del titánico viaje de Huygens, que dejó un pequeño souvenir del ser humano a más de 1.200 millones de kilómetros de su hogar.

El vídeo de la ESA es más preciso, tal vez menos dramático, pero añade un par de detalles muy interesantes, sobre todo la perfecta visión del Sol en el cielo a través del sudario de bruma que reviste la luna.

Esta canica azul y su bolita gris, vistas desde Marte

Tras la visita de la sonda New Horizons al explaneta Plutón en julio de 2015, la Tierra alberga ya un inmenso álbum fotográfico de todos los principales objetos del Sistema Solar. Este año tendremos nuevos retratos inéditos de Júpiter, gracias a la sonda Juno, y de Saturno, por mediación de la Cassini, que morirá en el planeta anillado el próximo 15 de septiembre.

Pero al contrario que el terrícola medio, la Tierra aún tiene carencias en su repertorio de selfies. Entiéndase: fotos del planeta se disparan todos los días a mansalva desde satélites de diversos tipos. Pero la gran mayoría de ellas se toman desde la órbita baja y solo nos muestran porciones concretas de la superficie terrestre, como quien se hace un selfie de la nariz o los dientes.

En cambio, no tenemos tantas oportunidades de mirarnos desde lejos, y por eso cada nueva foto que nos muestra nuestro hogar en su conjunto suele convertirse en una imagen icónica. Ocurrió con la «canica azul», como se llamó a un hermoso claro de Tierra fotografiado en 1972 por la tripulación del Apolo 17 de camino hacia la Luna, y que luego ha tenido imágenes sucesoras obtenidas por sondas no tripuladas. Aún más estremecedora fue la fotografía tomada a petición de Carl Sagan por la Voyager 1 a 6.000 millones de kilómetros de distancia, bautizada como «el pálido punto azul».

Hoy tenemos una nueva foto para el álbum. Como parte de las operaciones de calibración de su cámara, la sonda de la NASA Mars Reconnaissance Orbiter (MRO) ha enviado esta vista de la Tierra y la Luna fotografiadas desde la órbita marciana. Aunque la imagen aparezca borrosa y pixelada, lo que revela realmente es la asombrosa capacidad de la cámara: desde Marte, la Tierra se ve solo como un puntito luminoso. La ampliación de la fotografía es enorme, y aun así pueden distinguirse perfectamente los detalles: Australia en el centro, sobre ella el sureste de Asia y la Antártida en la parte inferior. Las otras manchas blancas son masas de nubes.

Imagen tomada el 20 de noviembre de 2016 por la sonda MRO. NASA/JPL-Caltech/University of Arizona.

Imagen tomada el 20 de noviembre de 2016 por la sonda MRO. NASA/JPL-Caltech/University of Arizona.

La imagen es en realidad una superposición de dos capturas a distintas exposiciones, ya que la Tierra es mucho más brillante que la Luna. Llama la atención la aparente cercanía entre ambas, pero esto es solo un efecto de la perspectiva: en el momento de la foto, la Luna se disponía a pasar por detrás de la Tierra en su órbita. En realidad la distancia entre las dos es de unas 30 veces el diámetro terrestre.

Este último dato nos recuerda lo difícil que es apreciar las escalas cuando escapamos de la Tierra, algo que ya les traje aquí con algunos de esos magníficos vídeos que se publican por ahí y que nos ayudan a sentirnos todo lo pequeños que realmente somos (aquí y aquí). Así que aprovecho la ocasión para traerles otro más: este vídeo, producido por la agencia espacial rusa Roscosmos, nos enseña cómo sería el aspecto de nuestro cielo si el Sol se reemplazara por alguna otra estrella de las que conocemos, como el sistema Alfa Centauri, Arturo, Vega, Sirio o, en el gran final, Polaris, la estrella polar. ¿Piensan que el Sol es grande? Miren y pásmense.