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Por qué la muerte de Enrique San Francisco debería recordarnos el peligro de la próxima gran pandemia

Este lunes se ha conocido la noticia del fallecimiento del actor Enrique San Francisco, después de dos meses ingresado a causa de una neumonía. Después de unas primeras informaciones algo confusas, varios medios han aclarado que, al parecer y según fuentes próximas al actor, la causa de su neumonía no era el coronavirus causante de la COVID-19, sino una bacteria.

Los medios han tirado de informaciones de instituciones sanitarias para explicar qué es la neumonía necrotizante o necrosante, la causa de la muerte de San Francisco. Pero hoy más que nunca es necesario explicar por qué este caso debería servir para elevar las alarmas sobre una gravísima amenaza sanitaria cada vez más seria y que se está ignorando, como hasta 2020 se ignoraron repetidamente las advertencias sobre la inminencia de una gran pandemia vírica.

La neumonía necrotizante es una complicación rara y grave de la neumonía, una infección pulmonar que afecta sobre todo a niños, ancianos y personas con enfermedades crónicas o ciertos factores de riesgo. Una neumonía, en su forma más común, puede venir causada por muchos tipos de microorganismos diferentes; el SARS-CoV-2 es uno de ellos. A menudo ocurre que una infección pulmonar vírica viene seguida por una infección bacteriana secundaria. Por ejemplo, los datos indican que la mayoría de las muertes de la gripe de 1918 se debieron a neumonías bacterianas secundarias.

Este es el motivo por el cual a muchos enfermos de cóvid se les administran antibióticos, incluso solo por si acaso, aunque no se ha observado una alta incidencia de estas infecciones bacterianas secundarias durante la pandemia; solo afectan a un 15% de los pacientes graves, pero el 75% están recibiendo antibióticos. También en España el uso de antibióticos en los hospitales aumentó de forma drástica a partir de marzo de 2020, con el primer pico de la pandemia.

El problema con el uso y abuso de los antibióticos es bien conocido: fomentan la aparición de cepas bacterianas resistentes. Los antibióticos actúan contra las bacterias sensibles, con lo que favorecen la proliferación de aquellas que no lo son. Además, esta resistencia a los antibióticos suele depender de genes móviles que las bacterias pueden pasarse unas a otras, incluso entre distintas especies, por lo que el crecimiento de estas cepas resistentes puede extender la resistencia a otras bacterias que previamente eran sensibles.

Imagen de microscopía electrónica (coloreada artificialmente) de un neutrófilo humano ingiriendo bacterias MRSA. Imagen de NIH.

Imagen de microscopía electrónica (coloreada artificialmente) de un neutrófilo humano ingiriendo bacterias MRSA. Imagen de NIH.

Pero si el problema parece más o menos conocido, no lo es tanto su magnitud: en los últimos años la resistencia a antibióticos ha crecido de forma alarmante. Se calcula que actualmente cada año mueren en el mundo 700.000 personas por infecciones bacterianas resistentes a antibióticos. Y se vaticina que en 2050 serán 10 millones cada año. Recordemos que hasta ahora la cóvid ha matado a unos 2,5 millones de personas.

El problema es tan preocupante que muchos expertos hablan ya de una era post-antibióticos, en la que nuestras armas contra las bacterias serán cada vez más flojas y escasas. Algunos antibióticos se reservan en los hospitales como último recurso cuando todo lo demás falla. Pero hay bacterias que resisten todos los antibióticos conocidos, incluso los de último recurso.

Cada vez son más las voces de expertos que están alertando de que la próxima gran pandemia será la de las bacterias resistentes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido de que el uso indiscriminado de antibióticos durante la pandemia de cóvid está acelerando lo que vaticina como una «catástrofe de resistencia a antibióticos». «No hay tiempo que perder», dice la OMS.

La pandemia de las bacterias resistentes a antibióticos no sería tan explosiva como la de COVID-19. No hay una expansión tan rápida y directa como en el caso de un virus de transmisión respiratoria. Pero sería más letal y mucho más difícil de controlar. Mientras que los virus necesitan células adecuadas para proliferar y generalmente mueren al poco tiempo fuera de su hospedador, las bacterias pueden también transmitirse por el aire pero proliferar en cualquier lugar: en el agua, la comida, en cualquier superficie o en cualquier tejido del cuerpo. Muchas infecciones con estas cepas resistentes se contraen en los propios hospitales, donde las bacterias pueden colonizar y agazaparse en cualquier rincón.

Pero no solo los antibióticos favorecen la aparición de bacterias resistentes, sino también los productos desinfectantes. A estas alturas ya ha quedado suficientemente claro que las superficies no están jugando un papel relevante en la transmisión de la cóvid, por lo que no es necesario desinfectar de forma compulsiva, ni tampoco utilizar productos antisépticos más allá de su uso habitual; la higiene de manos con agua y jabón es la medida óptima recomendada, suficiente para prevenir los posibles contagios por el contacto directo, y los geles hidroalcohólicos y otros desinfectantes deben reservarse solo para cuando no sea posible lavarse con agua y jabón.

En una reciente carta a la revista Science, dos investigadores de la Universidad de Queensland (Australia) advierten: «La desinfección extiende la resistencia antimicrobiana«. «Los desinfectantes facilitan la adquisición bacteriana de resistencia antimicrobiana, potencialmente el mayor reto de salud global después de la pandemia de COVID-19«, escriben los autores, enumerando algunos compuestos desinfectantes para los que se ha probado la aparición de resistencias: compuestos de amonio cuaternario, el triclosán, la clorhexidina, el etanol (el alcohol de los geles) o el cloro, cuya concentración en el agua potable se ha aumentado en muchos lugares como prevención contra la COVID-19. «Así, el actual aumento de las prácticas de desinfección puede suponer un riesgo ambiental y para la salud pública al acelerar la expansión de las resistencias«.

Frente a todo ello, los autores recomiendan: «Para reducir la liberación de desinfectantes al medio ambiente, deben aplicarse políticas para reducir la desinfección innecesaria de superficies«, además de mantener la concentración de cloro en el agua en los niveles seguros que se han utilizado habitualmente y que son suficientes para eliminar el virus de la cóvid.

Y bien, ¿qué tiene todo esto que ver con el fallecimiento de Enrique San Francisco? Que yo sepa, no se han publicado detalles sobre cuáles han sido la especie y la cepa bacteriana responsables de la infección que ha causado la muerte del actor. Y es bien sabido que arrastraba problemas de salud. Pero sí, también las bacterias resistentes causan neumonía necrotizante.

Por ejemplo, la causada por estafilococos, una bacteria por lo demás muy común, viene provocada por una cepa de Staphylococcus aureus productora de una toxina llamada leucocidina de Panton-Valentine, cuyo gen procede originalmente de un virus bacteriófago o fago (virus que atacan a las bacterias). Esta toxina suele estar presente en las cepas de estafilococos resistentes a meticilina (MRSA, en inglés), de muy difícil tratamiento por su resistencia a numerosos antibióticos. Y las neumonías necrotizantes causadas por esta bacteria son letales en el 75% de los casos, incluyendo niños y adultos jóvenes y sanos. Recordemos que la letalidad de la cóvid está en torno al 1%.

En resumen, no sabemos si el de Enrique San Francisco ha sido un trágico caso de la resistencia bacteriana a los antibióticos, o si ha sido su salud débil la que finalmente se ha doblegado a causa de la infección. Pero debería ser una llamada de atención para que no olvidemos que la próxima gran pandemia está por llegar, y que puede ser mucho peor que la actual. Y que de nuestro uso responsable de antibióticos y desinfectantes puede depender ahora evitar una futura catástrofe.

El 99% de los microbios que viven en nosotros son desconocidos para la ciencia

La ciencia tiene algo de carrera hacia el horizonte: cuanto más corremos, más parece alejarse, ya que cada nueva respuesta levanta una cantidad ingente de preguntas. Lo importante es el nuevo territorio que descubrimos por el camino, aunque sirva también para hacernos notar todo lo que nos queda aún delante por conocer.

Uno de esos territorios entre los más desconocidos es el de los microbios, los verdaderos reyes de la naturaleza, los seres más abundantes del planeta, los que estaban aquí mucho antes que nosotros, seguirán cuando nosotros ya no estemos, y en el camino se han adueñado de todos los hábitats terrestres, incluso aquellos en los que cualquier otro ser vivo moriría cocido, asado, asfixiado, irradiado o congelado.

Incluso nuestro propio cuerpo: si contamos por número de células, somos tanto o más microbios de lo que somos nosotros mismos. Hasta hace poco solía pensarse que el organismo humano tenía diez veces más células microbianas que propias. En 2016 un estudio corrigió la estimación, calculando que ambas cifras están más próximas, unos 38 billones de bacterias frente a 30 billones de células humanas en una persona media de 70 kilos.

Bacterias Pseudomonas aeruginosa al microscopio eléctronico. Imagen de Wikipedia.

Bacterias Pseudomonas aeruginosa al microscopio eléctronico. Imagen de Wikipedia.

Claro que si añadiéramos los virus, que este estudio no incluía, las cifras volverían a volcarse masivamente a favor de nuestros pequeños huéspedes. Durante una gripe nuestro cuerpo puede verse invadido por cien billones de virus. Un estudio descubrió que cada persona sana alberga en su cuerpo una media de cinco tipos de virus que pueden hacernos enfermar, pero además llevamos dentro otros muchos que son inofensivos para nosotros, incluyendo los que no infectan a nuestras propias células, sino a esos 38 billones de bacterias. El número de ceros casi llega a marear.

La inmensa mayoría de todos estos microbios (incluyo a los virus, aunque para muchos científicos no son realmente seres vivos) son desconocidos para la ciencia. Tradicionalmente los científicos solo podían llegar a conocer los microbios que podían cultivarse en el laboratorio, y estos son solo una pequeñísima proporción, incluyendo los que requieren medios de cultivo con ingredientes tan exóticos como la sangre. Los virus, además, necesitan células en las que vivir.

Con todo esto, no sorprende que un estudio de 2016 cifrara en un 99,999% la proporción de tipos de microbios que aún no se conocen, de un total estimado de un billón de especies en la Tierra. Y esto contando bacterias, protozoos y hongos, pero sin incluir los virus.

Más recientemente, los investigadores comenzaron a ser capaces de tomar muestras complejas, por ejemplo agua del océano, y pescar la diversidad de microbios presente en ellas a través de su ADN. Es algo así como una versión genética de hacer una foto a una muchedumbre, pero el resultado es más o menos igual de frustrante: un montón de caras, o fragmentos de ADN, pertenecientes a un montón de personas, o microbios, de los que no se sabe absolutamente nada y a los que es imposible identificar.

Esta pesca de ADN en masa es la que ha aplicado ahora un equipo de investigadores de la Universidad de Stanford (EEUU) a otro peculiar océano, el que circula por nuestras venas. En realidad el propósito inicial de los científicos no era pescar microbios; su intención era examinar el ADN libre que circula por la sangre de los pacientes trasplantados para ver si podían correlacionar la cantidad de ADN del donante con el rechazo del órgano. Este estudio suele hacerse mediante una biopsia molesta e invasiva, y los investigadores trataban de comprobar si podía sustituirse por un simple análisis de sangre: si hay mucho ADN del órgano trasplantado en la sangre, significa que el cuerpo del paciente lo está destruyendo.

Pero en esta pesca masiva de ADN en el río de la sangre, los investigadores encontraron también algo que ya esperaban: innumerables trocitos de genes de microbios. Lo que no esperaban tanto era la proporción de estos microbios que son unos completos desconocidos para la ciencia: un 99%. Solo uno de cada cien de estos microbios es algo cuyos genes ya figuran en las bases de datos, según el estudio publicado en PNAS.

Lo que sí han podido hacer los científicos es comparar estos misteriosos microbios con otros que ya se conocen, y así han llegado a la conclusión de que la mayoría de las bacterias pertenecen a un grupo llamado proteobacterias. Lo cual tampoco es mucho decir, ya que se trata de un grupo inmenso que incluye bacterias tan diversas como las que causan diarreas, cólera, peste o úlceras, o las que viven en las plantas para chupar el nitrógeno de la atmósfera.

En cuanto a los virus, el resultado es más sorprendente, porque la mayoría de los detectados pertenecen a un grupo que no se descubrió hasta 1997, conocido como Torque Teno Virus (TTV) o Virus Transmitidos por Transfusión. Hasta ahora se conocían dos grupos, uno que vive en animales y otro que infecta a las personas, pero sobre este último no está del todo claro hasta qué punto son peligrosos para nosotros. Se sabe que es muy común en las personas sin síntomas aparentes, pero también que aparece en enfermedades hepáticas, sobre todo en pacientes trasplantados, y posiblemente en otras patologías.

Los TTV descubiertos por los investigadores de Stanford son totalmente nuevos, distintos a los ya conocidos en humanos y animales. Lo cual implica que no se sabe absolutamente nada sobre lo que podrían hacernos. Pero los resultados del estudio sugieren que un grupo de virus hasta ahora minoritario y casi desconocido tiene en realidad un protagonismo en nuestro cuerpo mucho mayor de lo que nadie sospechaba. Y teniendo en cuenta que están presentes hasta en más del 90% de los adultos y que se transmiten por transfusión sanguínea, ¿hace falta algo más para llegar a la conclusión de que nos conviene bastante saber más sobre los TTV?

Sin un «segundo génesis», no hay alienígenas

Si les dice algo el nombre del lago Mono, en California, una de dos: o han estado por allí alguna vez, o recuerdan el día en que más cerca estuvimos del «segundo génesis».

Les explico. A finales de noviembre de 2010, la NASA sacudió el ecosistema científico lanzando un teaser previo a una rueda de prensa en la que iba a «discutirse un hallazgo de astrobiología que impactará la búsqueda de pruebas de vida extraterrestre». La conferencia, celebrada el 2 de diciembre, solo decepcionó a quienes esperaban la presentación de un alien, algo siempre extremadamente improbable y que el anuncio tampoco insinuaba, salvo para quien no sepa leer. Para los demás, lo revelado allí era un descubrimiento excepcional en la historia de la ciencia: una bacteria diferente a todos los demás organismos de la Tierra conocidos hasta ahora.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

Coincidiendo con la rueda de prensa, los resultados se publicaron en la web de la revista Science bajo un título breve, simple y atrevido: «Una bacteria que puede crecer usando arsénico en lugar de fósforo». La sinopsis de la trama decía que un equipo de investigadores, dirigidos por la geobióloga Felisa Wolfe-Simon, había encontrado en el lago Mono un microorganismo capaz de emplear arsénico como sustituto del fósforo en su ADN. Lo que para otros seres terrestres es un veneno (su posible papel como elemento traza aún se discute), para aquella bacteria era comida.

Toda la vida en este planeta, desde el virus que infecta a una bacteria hasta la ballena azul, se basa en la misma bioquímica. Uno de sus fundamentos es un material genético (ADN o ARN) formado por tres componentes: una base nitrogenada, un azúcar y un fosfato. Dado que este fue el esquema fundador de la biología terrestre, todos los seres vivos estamos sujetos a él. Encontrar un organismo que empleara un sistema diferente, por ejemplo arseniato en lugar de fosfato, supondría hallar una forma de vida que se originó de modo independiente a la genealogía de la que todos los demás procedemos.

Esto se conoce informalmente como un «segundo génesis», un segundo evento de aparición de vida (que no tiene por qué ser el segundo cronológicamente). Sobre si la bacteria del lago Mono, llamada GFAJ-1, habría llegado a representar o no un segundo génesis, hay opiniones. Hay quienes piensan que no sería así, ya que la existencia de un ADN modificado habría representado más bien una adaptación extrema muy temprana dentro de una misma línea evolutiva.

Para otros, es irrelevante que el origen químico fuera uno solo: dado que la definición actual de cuándo la no-vida se transforma en vida se basa en la acción de la evolución biológica, existiría la posibilidad de que la diversificación del ADN se hubiera producido antes de este paso crucial, y por lo tanto la vida habría arrancado ya con dos líneas independientes y paralelas.

Pero mereciera o no la calificación de segundo génesis, finalmente el hallazgo se desinfló. Desde el primer momento, muchos científicos recibieron el anuncio con escepticismo por razones teóricas, como el hecho de que el ADN con arsénico en lugar de fósforo daría lugar a un compuesto demasiado inestable para la perpetuación genética (este es solo un caso más de por qué muchas de las llamadas bioquímicas alternativas con las que tanto ha jugado la ciencia ficción son en realidad pura fantasía que hace reír a los bioquímicos). La publicación del estudio confirmó las sospechas: los experimentos no demostraban realmente que el ADN contuviera arsénico. Y como después se demostró, no lo contenía.

La bacteria GFAJ-1 del lago Mono resultó ser simplemente una extremófila más, un bicho capaz de crecer en aguas muy salinas, alcalinas y ricas en arsénico. Tenía una tolerancia fuera de lo común a este elemento, pero no lo empaquetaba en su ADN; se limitaba a acumularlo, construyendo su material genético con el fósforo que reciclaba destruyendo otros componentes celulares en tiempos de escasez. Su única utilidad real fue conseguir el propósito expresado en su nombre, GFAJ, formado por las iniciales de Give Felisa A Job («dadle un trabajo a Felisa»): aunque el estudio fuera refutado, le sirvió a Wolfe-Simon como trampolín para su carrera.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Por algún motivo que desconozco, el estudio nunca ha sido retractado, cuando debería haberlo sido. Me alegro de que a Wolfe-Simon le vaya bien, pero desde el principio el suyo fue un caso de ciencia contaminada: no descubrió el GFAJ-1 por casualidad, sino que estaba previamente convencida de la existencia de bacterias basadas en el arsénico, algo que ya había predicado antes en conferencias y que le hizo ganar cierta notoriedad. El siguiente paso era demostrar que tenía razón, fuera como fuese.

Hoy seguimos sin segundo génesis terrestre. Y su ausencia es una razón que a algunos nos aparta de esa idea tan común sobre la abundancia de la vida alienígena. Afirmar que el hecho de que estemos aquí implica que la vida debe de ser algo muy común en el universo es sencillamente una falacia, porque no lo implica en absoluto. Es solo pensamiento perezoso; una idea que cualquiera puede recitar si le ponen en la boca un micrófono de Antena 3 mientras se compra unos pantalones en Zara, pero que si se piensa detenidamente y sobre argumentos científicos, no tiene sustento racional.

Pensémoslo un momento: si creemos que la vida es omnipresente en el universo, esto equivale a suponer que dado un conjunto de condiciones adecuadas para algún tipo de vida, por diferentes que esas condiciones fueran de las nuestras y que esa vida fuera de la nuestra, esta aparecería con una cierta frecuencia apreciable.

Pero la Tierra es habitable desde hace miles de millones de años. Y sin embargo, esa aparición de la vida solo se ha producido una vez, que sepamos hasta ahora. Si suponemos que los procesos naturales han actuado del mismo modo en todo momento (esto se conoce como uniformismo), debería haber surgido vida en otras ocasiones; debería estar surgiendo vida nueva hoy. Y hasta donde sabemos, no es así. Hasta donde sabemos, solo ha ocurrido una vez en 4.500 millones de años.

¿Por qué? Bien, podemos pensar que el uniformismo no es una regla pura, dado que sí han existido procesos excepcionales, como episodios globales de vulcanismo o impactos de grandes asteroides que han cambiado drásticamente las reglas del juego de la vida. Esto se conoce como catastrofismo, y la situación real se acerca más a un uniformismo salpicado con algunas gotas esporádicas de catastrofismo.

Pero si aceptamos que el catastrofismo fue determinante en el comienzo de la vida en la Tierra, la conclusión continúa siendo la misma: si deben darse unas condiciones muy específicas e inusuales, una especie de tormenta bioquímica perfecta, entonces estamos también ante un fenómeno extremadamente raro, que en 4.500 millones de años no ha vuelto a repetirse. De una manera o de otra, llegamos a la conclusión de que la vida es algo muy improbable. Desde el punto de vista teórico, para que la idea popular tenga algún viso de ser otra cosa que seudociencia debería antes refutarse la hipótesis nula (una explicación sencilla aquí).

A lo anterior hay una salvedad, y es la posibilidad de que la «biosfera en la sombra» (un término ya acuñado en la biología) procedente de un segundo génesis fuera eliminada por selección natural debido a su mayor debilidad, o sea eliminada una y otra vez, por muchos génesis que se produzcan sin siquiera enterarnos.

Esta hipótesis no puede descartarse a la ligera, pero tampoco darse por sentada: si en su día la existencia de algo como la bacteria GFAJ-1 no resultaba descabellada, es porque la idea de una biosfera extremófila en la sombra es razonable; una segunda línea evolutiva surgida en un nicho ecológico muy marginal, como el lago Mono, tendría muchas papeletas para prosperar, quizá más que un invasor del primer génesis pasando por un trabajoso proceso de adaptación frente a un competidor especializado. Y sin embargo, hasta ahora el resultado de la búsqueda en los ambientes más extremos de la Tierra ha sido el mismo: nada. Solo parientes nuestros que comparten nuestro único antepasado común.

Si pasamos de la teoría a la práctica, es aún peor. Hasta hoy no tenemos absolutamente ni siquiera un indicio de que exista vida en otros lugares del universo. En la Tierra la vida es omnipresente, y no se esconde. Nos encontramos con pruebas de su presencia a cada paso. Incluso en el rincón más remoto del planeta hay testigos invisibles de su existencia, porque en el rincón más remoto del planeta uno puede encender un GPS o un Iridium y recibir una señal de radio por satélite. Si el universo bullera de vida, bulliría también de señales. Y sin embargo, si algo sabemos es que el cosmos parece un lugar extremadamente silencioso.

Como respuesta a lo anterior, algunos científicos han aportado la hipótesis de que la vida microbiana sea algo frecuente, pero que a lo largo de su evolución exista un cuello de botella complicado de superar en el que casi inevitablemente fracasa, impidiendo el progreso hacia formas de vida superiores; lo llaman el Gran Filtro. Otros investigadores sugieren que tal vez la Tierra haya llegado demasiado pronto a la fiesta, y que la inmensa mayoría de los planetas habitables todavía no existan. Pero también con estas dos hipótesis llegamos a la misma conclusión: que en este momento no hay nadie más ahí fuera.

Pero esto es ciencia, y eso significa que aquello que nos gustaría no necesariamente coincide con lo que es; y debemos atenernos a lo que es, no a lo que nos gustaría. Personalmente, I want to believe; me encantaría que existiera vida en otros lugares y quisiera vivir para verlo. Pero por el momento, aquello del «sí, claro, si nosotros estamos aquí, ¿por qué no va a haber otros?», mientras alguien rebusca en los colgadores de Zara, no es ciencia, sino lo que en inglés llaman wishful thinking, o pensamiento ilusorio.

Claro que todo esto cambiaría si por fin algún día tuviéramos constancia de ese segundo génesis terrestre. Y aunque seguimos esperando, hay una novedad potencialmente interesante. Un nuevo estudio de la Universidad de Washington, el Instituto de Astrobiología de la NASA y otras instituciones, publicado en la revista PNAS, descubre que en la Tierra existió un episodio de oxigenación frustrado, previo al que después daría lugar a la aparición de la vida compleja.

Hoy sabemos que hace unos 2.300 millones de años la atmósfera terrestre comenzó a llenarse de oxígeno (esto se conoce como Gran Oxidación), gracias al trabajo lento y constante de las cianobacterias fotosintéticas. Los fósiles más antiguos de células eucariotas (la base de los organismos complejos) comienzan a encontrarse en abundancia a partir de unos 1.700 millones de años atrás, aunque aún se discute cuándo surgieron por primera vez. Pero si de algo no hay duda, es de que fue necesaria una oxigenación masiva de la atmósfera para que la carrera de la vida tomara fuerza y se consolidara.

Los investigadores han estudiado rocas de esquisto de entre 2.320 y 2.100 millones de años de edad, la época de la Gran Oxidación, en busca de la huella de la acción del oxígeno sobre los isótopos de selenio. La idea es que la oxidación del selenio actúa como testigo del nivel de oxígeno en la atmósfera presente en aquella época.

Lo que han descubierto es que la historia del oxígeno en la Tierra no fue un «nada, después algo, después mucho», en palabras del coautor del estudio Roger Buick, sino que al principio hubo una Gran Oxidación frustrada: los niveles de oxígeno subieron para después bajar por motivos desconocidos, antes de volver a remontar para quedarse y permitir así el desarrollo de toda la vida que hoy conocemos.

Este fenómeno, llamado «oxygen overshoot«, ya había sido propuesto antes, pero el nuevo estudio ofrece una imagen clara de un episodio en la historia de la Tierra que fue clave para el desarrollo de la vida. Según Buick, «esta investigación muestra que había suficiente oxígeno en el entorno para permitir la evolución de células complejas, y para convertirse en algo ecológicamente importante, antes de lo que nos enseñan las pruebas fósiles».

El interés del estudio reside en que crea un escenario propicio para que hubiera surgido una «segunda» biosfera (primera, en orden cronológico) de la que hoy no tenemos constancia, y que tal vez pudo quedar asfixiada para siempre cuando los niveles de oxígeno se desplomaron por causas desconocidas. Pero Buick deja claro: «esto no quiere decir que ocurriera, sino que pudo ocurrir».

E incluso asumiendo que la propuesta de Buick fuera cierta, en el fondo tampoco estaríamos hablando de un segundo génesis, sino de un primer spin-off frustrado a partir de un único génesis anterior; las bacterias, los primeros habitantes de la Tierra, ya llevaban por aquí cientos de millones de años antes del oxygen overshoot. El estudio podría decirnos algo sobre la evolución de la vida, pero no sobre el origen de la vida a partir de la no-vida, la abiogénesis, ese gran problema pendiente que muchos dan por resuelto, aunque aún no tengamos la menor idea de cómo resolverlo.

Feria de ciencias: dos experimentos de microbiología para niños (y 2)

En el experimento anterior hicimos una foto de la diversidad microbiana que nos rodea y que normalmente no vemos. En este caso vamos a echar un vistazo a cuáles son las necesidades nutricionales de esos microbios. A este segundo experimento lo hemos llamado:

BICHO QUE NO COME, MUERE

Los niños aprenden en el colegio que todos los seres vivos necesitamos una serie de nutrientes variados para seguir siendo seres vivos: proteínas, carbohidratos, lípidos, minerales, vitaminas y otros elementos en menor cantidad. Los microbios también son seres vivos, así que requieren alimento, y esto es lo que vamos a analizar.

En el caso anterior tomábamos muestras de diferentes hábitats domésticos y estandarizábamos el medio de cultivo, el LB, que proporciona los nutrientes generales necesarios para microbios generalistas sin requerimientos especiales. Ahora vamos a hacer justo lo contrario, estandarizar las muestras y sembrar esas poblaciones más o menos equivalentes en una variedad de medios diferentes para comprobar en cuáles de ellos los microbios son capaces de crecer, y así descubrir qué necesitan para vivir.

Probaremos cada medio con dos muestras muy diferentes, una corporal (nariz) y otra de ambiente exterior (estanque). Ya vimos en el experimento anterior que las dos contienen muchos microbios, y son entornos lo suficientemente distintos (incluso en su temperatura) como para aventurar que los resultados podrían variar entre ambos.

Dado que en este experimento nosotros vamos a fabricar los medios, es un poco más elaborado que el anterior. Pero con poco más de lo que tenemos habitualmente en casa podemos preparar una gran variedad de medios de cultivo diferentes. A todos ellos les añadiremos agar para poder crecer las bacterias en placas. El agar es una especie de gelatina extraída de las algas y compuesta por una mezcla de carbohidratos. Como ya expliqué, tiene como fin únicamente proporcionar un soporte sólido para que las colonias de microbios crezcan separadas y no se mezclen. Por lo demás, la imaginación es libre. En nuestro caso, elegimos los siguientes medios (detallaré la preparación y cantidades más abajo):

  • Medio blanco: agar y agua. Aunque existen ciertas especies de microbios capaces de comerse el agar, no es algo frecuente, por lo que en un medio compuesto solamente por agar y agua no deberíamos obtener crecimiento de colonias.
  • Medios pobres en nutrientes:

Medio mínimo 1: agar, agua, azúcar y sal. En microbiología se utilizan a veces los llamados medios mínimos, que contienen lo estrictamente necesario para permitir el crecimiento de algunos tipos de bacterias poco exigentes. Generalmente no contienen proteínas, y suelen incluir solamente una fuente de carbono, por ejemplo un azúcar, y sales. Este medio es realmente mínimo: azúcar de mesa (sacarosa) y sal común (cloruro sódico).

Medio mínimo 2: agar, agua, glucosa y cóctel de sales. Para este medio hemos rebuscado en el botiquín de casa con el fin de preparar una mezcla de compuestos que se parezca más a los medios mínimos utilizados en los laboratorios. Elegimos tres productos de farmacia: Sueroral Hiposódico en sobres de polvo (glucosa, cloruro sódico, cloruro potásico, citrato sódico), pastillas de antiácido Rennie (carbonato cálcico, carbonato de magnesio, sorbitol) y Solución Fisiológica Cinfa en viales monodosis (cloruro sódico, hidrogenofosfato sódico, dihidrogenofosfato sódico). Para llegar a un verdadero medio mínimo nos faltarían sulfato y amonio, es decir, una fuente de azufre y otra de nitrógeno, y posiblemente nos sobraría algún otro compuesto que lleven los fármacos y que podría afectar al crecimiento de los cultivos. Pero por eso es un experimento.

Medio LB¯: agar, agua, extracto de levadura y sal. El medio LB normal lleva sal (cloruro sódico), extracto de levadura y triptona. La triptona es una mezcla de trozos de proteínas, mientras que el extracto de levadura también contiene proteínas, además de azúcares, minerales y vitaminas. En este caso preparamos un LB casero sin triptona, solo con extracto de levadura y sal, al que llamamos LB¯ (LB menos). Es decir, es parecido al LB, pero con menos proteínas.

  • Medios ricos en nutrientes:

Caldo: agar y caldo de carne. El caldo de carne contiene todos los nutrientes necesarios que un microbio normal en cultivo podría soñar.

Leche: agar y leche.

LB: como control positivo de crecimiento, usaremos placas comerciales con LB agar como las que empleamos en el experimento anterior.

  • Medios especiales: aquí se trata de experimentar con todo lo que a uno le apetezca. Pueden ser zumos, bebidas, caldos o cualquier otra cosa líquida o sólida que se disuelva bien en agua. En nuestro caso:

Coca-Cola: agar y Coca-Cola.

Isotónico: agar y Aquarius de limón.

Chocolate: agar, agua, chocolate y sal.

Materiales:

  • Placas petri vacías: las placas vacías son más fáciles de encontrar y más baratas que las ya preparadas con medio. Nosotros las compramos en Sunbox-online.com, en paquete de 20 placas a 0,13 euros cada una; total, 2,60 euros.
  • Recipientes para preparar medios: nosotros usamos matraces Erlenmeyer, pero serviría cualquier tipo de cacharro de vidrio para microondas.
  • Agar: dado que es un sustituto de la gelatina muy empleado por los vegetarianos, se encuentra fácilmente en cualquier supermercado. La marca Vahiné lo vende en cajas con cuatro sobrecitos de dos gramos.
  • Ingredientes para los medios: todo de casa, el súper o la farmacia. En cuanto a la levadura, no sirve la llamada levadura química o baking powder, que no es levadura sino una mezcla que reacciona para crear burbujas. Tiene que ser extracto de levadura, también llamada levadura de panadería.
  • Cucharillas largas o algo similar para remover.
  • Alcohol.
  • Papel de aluminio.
  • Olla exprés y rejilla elevada con patas: la utilizaremos como autoclave casero para esterilizar los medios.
  • Bastoncillos de algodón: a diferencia del experimento anterior, en este caso no necesitamos bastoncillos estériles. Dado que vamos a ensayar el efecto de los nutrientes, no nos importa tanto que las muestras no sean puras, mientras sean más o menos equivalentes. Si vienen con propina de microbios en los bastoncillos, bienvenida sea. Así que sirven los de la farmacia.
  • Suero fisiológico: para empapar los bastoncillos antes de tomar las muestras de la nariz.

Preparación de los medios:

Preparando la olla exprés para autoclavar los medios. Imagen de J. Y.

Preparando la olla exprés para autoclavar los medios. Imagen de J. Y.

Es preferible preparar medios más o menos limpios para evitar que los microbios presentes en los distintos ingredientes puedan falsear los resultados, y para evitar que dentro de la masa de agar queden microbios que crecen sin aire y que puedan estropear los cultivos. Aunque con los métodos caseros no podemos conseguir una esterilidad total para todos los ingredientes, al menos vamos a autoclavar algunos de ellos.

El autoclave es una máquina que esteriliza por vapor a presión, como una olla exprés. El vapor de agua en estas condiciones puede calentarse hasta unos 120 ºC. En nuestro caso, autoclavaremos el LB¯, el medio blanco (una parte del cual emplearemos para preparar el medio mínimo 2) y una solución de agua, agar y sal que luego utilizaremos para preparar el medio mínimo 1 y el de chocolate. No añadimos azúcar porque se caramelizaría al autoclavar, y por este motivo no autoclavamos las bebidas dulces. El caldo de carne y la leche vienen esterilizados de fábrica.

Para todos los medios vamos a utilizar agua del grifo. El agua corriente lleva cloro para impedir la contaminación microbiana. Existe la opción de dejar el agua en reposo antes de utilizarla para evaporar el cloro, como se hace antes de rellenar los acuarios, pero en nuestro caso hemos comprobado que no es necesario: tal vez el cloro ralentice el crecimiento al principio, pero con varios días de incubación probablemente acabe desapareciendo.

Echamos dos sobrecitos de agar (4 gramos) en un poco de agua del grifo, removemos para diluir y luego lo vertemos en medio litro de agua del grifo. En el laboratorio suele emplearse el agar al 1,5%, es decir, 1,5 gramos en 100 mililitros de agua, lo que nos daría 7,5 gramos en medio litro, casi una caja entera de Vahiné. Para no gastar tanto agar, hemos comprobado que podemos tirar casi con la mitad, 0,8%, o dos sobrecitos en medio litro.

Calentamos la mezcla en el microondas hasta que hierva, pero con cuidado de que no rebose. Removemos y volvemos a calentar hasta que el agar se disuelva por completo. Si vemos que después ha perdido mucho volumen de agua, podemos volver a rellenar con el grifo hasta el medio litro.

Con el medio litro de agua y agar disuelto hacemos cinco alícuotas de 100 mililitros cada una, que pueden medirse con un vaso medidor de mayonesa. Cada una de estas alícuotas la tendremos en un recipiente de vidrio de microondas. A cada una de ellas le añadiremos:

Alícuota 1: nada. Será el medio blanco.

Alícuota 2: nada. La utilizaremos para el medio mínimo 2.

Alícuota 3: añadimos 1 gramo de sal. La utilizaremos para el medio mínimo 1.

Alícuota 4: añadimos 1 gramo de sal. La utilizaremos para el medio de chocolate.

Alícuota 5: añadimos 1 gramo de sal y 0,5 gramos de extracto de levadura. Será el LB¯.

En realidad podríamos autoclavar juntas las alícuotas 1-2 y 3-4, dado que son iguales, pero idealmente debemos intentar manipular los medios lo menos posible después del autoclavado. El autoclavarlas juntas o por separado dependerá de la logística casera de cada uno: número de recipientes que tengamos, tamaño de la olla… Hay que tener en cuenta que los recipientes deben caber en la olla cerrada. Para cada placa petri utilizaremos unos 20 0 25 mililitros de medio, así que vamos a preparar cantidades en exceso.

Otro factor que puede condicionarnos es el límite mínimo de masa que podemos pesar con una balanza casera de cocina, aunque no necesitamos ser muy estrictos con las cantidades. Lo mejor es no tratar de pesar dos gramos, sino poner sobre la balanza un cacharro que pese y añadir el ingrediente hasta que la balanza marque dos gramos más. Pero según el límite que nos imponga la balanza, deberemos hacer más cantidad de medio o confiar en una aproximación razonable. Por ejemplo, la levadura de panadería Royal viene en sobres de 5,5 gramos. Podemos utilizar medio sobrecito (a ojo) y preparar medio litro de medio, aunque nos sobrará la mayor parte.

Una vez preparados los recipientes que vamos a autoclavar, los tapamos con doble hoja de papel de aluminio. No deben quedar herméticos, para que el vapor pueda entrar y salir. A continuación, preparamos la olla. Añadimos agua en el fondo, como mínimo un par de dedos o tres, metemos la rejilla elevada y colocamos los recipientes sobre ella. Los recipientes deben quedar por encima del agua, o los medios no se esterilizarán bien. Cerramos bien la olla, encendemos el fuego o la vitro, y a esperar.

Los medios deben autoclavarse durante 20 minutos desde que empieza a salir el vapor. Terminado este tiempo, quitamos la olla del fuego y dejamos que el vapor vaya saliendo lentamente. Es preferible no abrir la olla hasta que todo el vapor haya escapado y la olla se haya enfriado, de modo que podamos tocarla sin quemarnos. Una vez abierta, y mientras los medios aún están calientes y líquidos, añadimos los ingredientes que faltan:

Alícuota 1: nada. Es el medio blanco.

Alícuota 2: añadimos un cuarto de pastilla Rennie bien machacada, medio vial de Solución Cinfa y la cuarta parte de un sobre de Sueroral. Removemos bien hasta disolver, con un cubierto previamente esterilizado con alcohol y secado. Ya tenemos el medio mínimo 2.

Alícuota 3: añadimos 0,5 gramos de azúcar. Removemos y ya tenemos el medio mínimo 1.

Alícuota 4: añadimos chocolate al gusto. Si es en barra, fundiremos al microondas.

Alícuota 5: nada. Es el medio LB¯.

Nos quedaría elaborar los medios de Coca-Cola, isotónico, caldo y leche. Para cada uno de ellos prepararemos la cantidad que queramos, a razón de un sobrecito de agar para un cuarto de litro. Dado que no autoclavaremos estos medios, es importante abrir los envases justo cuando vayamos a prepararlos. Medimos las cantidades, añadimos el agar en un poco de cada líquido, disolvemos, lo echamos a cada recipiente y calentamos al microondas hasta disolver.

Vertiendo un medio en una placa. Imagen de J. Y.

Vertiendo un medio en una placa. Imagen de J. Y.

Antes de que los medios se enfríen, mientras aún están líquidos, los vertemos en las placas, sin llegar al borde. Tenemos nueve medios distintos, a dos placas cada uno (para sembrar muestras de nariz y estanque), son 18 placas. Si sumamos las dos de LB que tenemos ya compradas, hacen un total de 20 placas. Los medios sobrantes podemos guardarlos en la nevera, sellados con plástico de cocina, por si algo sale mal y hay que repetir.

Dejamos las placas tapadas hasta que los medios se enfríen y solidifiquen. La condensación que se forme en las tapas podremos quitarla con una servilleta de papel. Entonces tomamos las muestras con los bastoncillos de algodón (mojados en suero en el caso de la nariz) y las sembramos, diez de nariz y diez de estanque, como expliqué en el experimento anterior.

Ahora, a incubar las placas en el horno a 37 ºC, tal como conté en el experimento anterior. Y a esperar un par de días o tres.

De izquierda a derecha y de arriba abajo, placas de LB (nariz), leche (nariz), caldo (estanque) y caldo (nariz). Imagen de J. Y.

De izquierda a derecha y de arriba abajo, placas de LB (nariz), leche (nariz), caldo (estanque) y caldo (nariz). Imagen de J. Y.

Nuestros resultados: como era de esperar, crecieron colonias en el LB de control y en los dos medios ricos caseros, caldo de carne y leche. En el LB no se aprecian diferencias entre nariz y estanque, pero en el caldo crecieron más colonias en la muestra de nariz. Es posible que los microbios de la nariz encuentren en el caldo de carne un medio más parecido a su hábitat natural.

Como también era previsible, en la Coca-Cola no creció absolutamente nada. Inicialmente tampoco en el medio isotónico de Aquarius, aunque con el paso de los días empezaron a aparecer mohos en la placa de nariz. Tampoco creció nada apreciable en el chocolate. Hay un factor que no hemos controlado, y es la acidez (pH). La Coca-Cola es muy ácida, y esto afecta al crecimiento microbiano. Además de la acidez, estos medios pueden llevar ingredientes destinados a controlar el crecimiento de microbios.

Muestras de estanque (arriba) y nariz (abajo) en placas de medio mínimo 2 (izquierda) y blanco (derecha). Imagen de J. Y.

Muestras de estanque (arriba) y nariz (abajo) en placas de medio mínimo 2 (izquierda) y blanco (derecha). Imagen de J. Y.

El resto de medios dieron resultados más curiosos. Para empezar, y ante nuestra sorpresa, crecieron algunas colonias en el medio blanco, solo con agar y agua; incluso más que en el medio mínimo 1, con azúcar y sal. Hay bacterias capaces de comerse el agar, pero son más bien raras y al devorar la superficie del medio crecen formando huecos, que no es nuestro caso. Lo cierto es que el medio agua-agar se utiliza para cultivar ciertos hongos, e incluso algunas bacterias pueden crecer lentamente en él. No sabemos qué es lo que nos ha crecido, pero es interesante que algunos microbios puedan vivir con tan pocos recursos. Otra posibilidad es que en el medio se nos hayan colado trazas de nutrientes con los que no contábamos. Estamos utilizando agar de cocina, no de laboratorio, y hemos podido observar que crecen más colonias con mayor proporción de agar.

Otro resultado sorprendente fue el del medio mínimo 2, el del cóctel de sales. En este caso crecieron bastantes colonias en la muestra de nariz, mientras que la placa del estanque se mantuvo limpia. O bien a los microbios del estanque les faltó algún nutriente, o su crecimiento quedó inhibido por alguno de los ingredientes de los productos que hemos utilizado. En cuanto a nuestro LB¯, funcionó peor de lo esperado; crecieron algunas colonias, pero pocas. Es cierto que al medio le faltaban proteínas y tal vez deberíamos haberle añadido una fuente adicional, como por ejemplo clara de huevo, pero esto no basta para explicar por qué crecieron menos colonias que en otros medios teóricamente más pobres en variedad de nutrientes.

En resumen, hemos visto que crecen más microbios cuando tienen una variedad de nutrientes más completa en su medio, pero también que hay otros factores que pueden influir, como la acidez y quizá algunos ingredientes antimicrobianos. Además, hemos descubierto que los requerimientos de los microbios de la nariz y del estanque son diferentes.

Nota: para descartar las placas una vez terminados los experimentos, preparen un cubo con lejía al 10% en agua y echen las placas dentro, abiertas. Déjenlas allí al menos media hora. Después viertan la lejía por el váter y tiren las placas a la basura normal.

Feria de ciencias: dos experimentos de microbiología para niños (1)

Caso típico: niños que llegan a casa con el anuncio de que tienen que pergeñar un proyecto para una feria de ciencias del colegio. Padres horrorizados que se lanzan a suplicar la intercesión de San Google. Y de ahí salen los grandes clásicos: el volcán de bicarbonato y vinagre, el huevo blando, los papelitos de pH, experimentos con globos, cristalización, agua que se calienta, se enfría o se desala, demostraciones variadas de los usos de la electricidad…

Placas con microbios sembrados de muestras ambientales. Imagen de J. Y.

Placas con microbios sembrados de muestras ambientales. Imagen de J. Y.

Es cierto que rebuscando un poco se pueden encontrar otros proyectos más originales y no tan trillados. Pero con el fin de ampliar un poco el repertorio de dádivas de San Google, y por si a alguien le sirven, hoy y mañana (puede que pasado mañana) voy a contar aquí los experimentos microbiológicos que hemos hecho con mis hijos de 8 y 10 años.

Son proyectos sencillos, bonitos, didácticos y, sobre todo, son experimentos reales, en los que el resultado no es del todo previsible: no solo son versiones básicas de trabajos que se llevan a cabo en los laboratorios de los mayores, sino que los niños tendrán la ocasión de investigar algo que nadie antes ha hecho jamás (dado que nadie ha tomado muestras en su casa de ustedes). Es decir, ciencia de verdad, en talla XS. Es cierto que requieren un gasto; pero como siempre digo, mucho menos que una equipación de fútbol. Es una cuestión de prioridades y cada uno tenemos las nuestras, así que allá cada cual.

El primer experimento lo hemos titulado:

EL ZOO DE LOS MICROBIOS

Un dato para los pequeños que también sorprende a los mayores: un estudio publicado este año estima en un billón (un millón de millones) el número de especies microbianas en la Tierra. Teniendo en cuenta las que ya conocemos, esto significa que el 99,999% de ellas son aún desconocidas, y que la inmensa mayoría lo serán siempre. Los microbios son un campo de plena actualidad; la Casa Blanca acaba de lanzar una iniciativa de catalogación de microbiomas que reunirá 500 millones de dólares de distintas fuentes.

Ya expliqué aquí que, frente a esa idea clásica de que los humanos somos como una suerte de presidentes del consejo de administracion de los seres terrícolas, en realidad somos el último mono (nunca mejor dicho). Las últimas versiones de la taxonomía de la vida terrestre nos sitúan a todos los animales (junto con los hongos) en la minúscula ramita de los opistocontos, que les costará encontrar en esta versión actualizada del árbol de la vida (pista: esquina inferior derecha). La inmensa mayoría del ramaje de este árbol corresponde a bacterias y arqueas (antes llamadas arqueobacterias). Y la cosa no para ahí: es probable que andando el tiempo nos convirtamos en una pequeña verruga del grupo de las arqueas, ya que descendemos de ellas.

El árbol de la vida. Imagen de Hug et al, 2016.

El árbol de la vida. Imagen de Hug et al, 2016.

Esta introducción tiene como objetivo situar a las especies, nosotros y los microbios, en el contexto de lo que realmente representamos en este planeta. ¿Y dónde están todos esos microbios? En todas partes: alrededor de nosotros, encima de nosotros y dentro de nosotros. Pero no hay que asustarse: la mayoría de los que conviven con nosotros son inofensivos o beneficiosos, y de hecho a un microbioma sano le debemos nuestra propia salud. En este experimento vamos a descubrir la diversidad microbiana que nos rodea y que habita también en nosotros.

Materiales:

Placas de LB agar. El LB es un medio clásico para cultivar bacterias en el laboratorio. Obviamente solo permite el crecimiento de unas cuantas especies, pero es suficiente para admirar la biodiversidad de los microbios. Se compone de triptona, extracto de levadura y sal. El agar, una especie de gelatina vegetal extraída de las algas, se añade como agente gelificante para dar un soporte sólido. Las placas petri estériles de LB agar pueden comprarse por internet, por ejemplo aquí en eBay. Tardan una semana larga en llegar y salen a un par de euros la placa (en lotes de 10). Una vez que las reciban, consérvenlas en la nevera y protegidas de la luz (vienen envueltas en papel de aluminio) hasta que las vayan a utilizar.

Bastoncillos de algodón estériles. En este experimento necesitamos esterilidad para asegurarnos de que las bacterias y hongos que van a crecer en las placas proceden de las muestras que hemos tomado, y no de contaminaciones. Las placas de eBay que he mencionado arriba vienen con bastoncillos estériles, uno por cada placa.

Suero fisiológico estéril. Se vende en las farmacias en viales de plástico monodosis.

Horno casero. Las placas se incubarán a 37 ºC, la temperatura fisiológica. Mi horno es antiguo, no tiene un display digital y las marcas de los mandos de control se borraron hace décadas. Aun así, logramos calibrarlo fácilmente a 37 ºC con bastante exactitud y un poco de paciencia. Metan dentro un vaso de agua con un termómetro y vayan subiendo o bajando la rueda hasta que obtengan una temperatura entre los 35 y los 38 ºC; mejor quedarse un poco corto.

Toma de muestra de la tecla A de un ordenador. Imagen de J. Y.

Toma de muestra de la tecla A de un ordenador. Imagen de J. Y.

Una vez que tenemos los materiales, se trata de elegir los lugares que vamos a muestrear para sembrar sus microbios en las placas y observar qué crece. Nosotros elegimos esta lista de muestreos: corporales (nariz, boca, heces), ambiente casero (tabla de cortar alimentos, suelo, teclado de ordenador, tablet, pomo de puerta, váter, yogur) y ambiente exterior (un estanque). Pero la imaginación es libre, y hagan lo que hagan será algo nuevo: los microbiólogos han tomado muestras de los ambientes de otras personas, pero no del de ustedes. Si les apetece, prueben a experimentar: estornudar o toser en una placa, lavarse las manos y luego poner los dedos sobre el agar…

Ahora toca tomar las muestras. Para los lugares húmedos, como la boca, bastará con chupar bien el bastoncillo. Cuando se trata de lugares secos, como el suelo o la tablet, la técnica consiste en humedecer el bastoncillo con suero estéril y repasarlo con fuerza sobre un pequeño pedazo de superficie, como un cuadrado de unos centímetros de lado. Es importante girar el bastoncillo mientras se toma la muestra para que toda su superficie se impregne de microbios. Y una vez recogida la muestra, escurran el bastoncillo contra la superficie para eliminar la humedad sobrante y no inundar las placas.

La parte escatológica: nosotros tomamos una muestra de heces para que los niños aprendan en qué consiste lo que echamos fuera; sobre todo, bacterias. Para no sembrar directamente las heces, lo que no solo sería bastante repugnante sino que además contendría una población demasiado abundante, lo que hicimos fue diluir: hundir la punta de un palillo en la muestra y luego agitarla en un poquito de suero para liberar su población microbiana. No es necesario un palillo estéril. Después, remojen el bastoncillo en el suero con las bacterias resuspendidas, y a sembrar.

Siembra de una placa. Imagen de J. Y.

Siembra de una placa. Imagen de J. Y.

Para sembrar las placas, háganlo de la siguiente manera (incluyo foto). La placa se abre ligeramente con una mano, sin quitar del todo la tapa, y con la otra mano se hace un zigzag con el bastoncillo cubriendo toda la superficie del agar. Asegúrense también de girar el bastoncillo mientras hacen la siembra, y procuren no hablar o respirar sobre la placa mientras la mantienen abierta. Marquen cada placa escribiendo con un rotulador permanente de dónde procede la muestra. Las placas se marcan en la base (no en la tapa), con letras pequeñas y pegadas al borde circular para que no impidan visualizar las colonias.

Ahora, a incubar. Las placas se incuban en el horno a 37 ºC y boca abajo, con la marca hacia arriba. De otro modo, la condensación de humedad en la tapa podría dispersar los microbios si las gotas cayeran sobre el agar.

Después de la primera noche de incubación, verán que sus colonias empiezan a crecer: blancas, amarillas, anaranjadas, brillantes, redondas, irregulares, con un diminuto cráter en el centro… Aunque en este experimento es imposible identificar las especies, descubrirán colonias de diferentes formas y colores, correspondientes a distintos tipos de bacterias y levaduras. Los mohos, sobre todo verdes y blancos, tardarán unos días más.

Idealmente cada colonia procede de un solo microbio, aunque este experimento no pretende ser cuantitativo. Aun así, los resultados les darán una idea de dónde hay mayores poblaciones de microbios. En nuestro caso, la nariz y la tabla de cortar ganaron a todas las demás muestras. Probablemente comprobarán, como en nuestro caso, que una tablet o el teclado de un ordenador tienen una población microbiana mucho más abundante que el interior de la taza de un váter limpio. En cuanto a la mayor diversidad, juzgando solo por el aspecto y el color de las colonias, la obtuvimos del teclado del ordenador.

Incubación de placas en el horno calibrado a 37 ºC. Imagen de J. Y.

Incubación de placas en el horno calibrado a 37 ºC. Imagen de J. Y.

Y por último, a anotar las conclusiones: dónde hay más microbios o menos, dónde los hay de más tipos distintos, qué colores y formas tienen las colonias… Acompañen la presentación con fotos y dibujos. Seguro que los resultados les sorprenderán. Por ejemplo, si el experimento ha salido bien, descubrirán que en la muestra de yogur no ha crecido nada, a pesar del hecho conocido de que este alimento está formado sobre todo por bacterias. El motivo es que las bacterias del yogur no crecen bien en LB; crecen mejor sin aire, pero sobre todo necesitan otros nutrientes y un medio más ácido.

Pueden incubar las placas durante varios días, incluso a temperatura ambiente fuera del horno. Hay una norma: los niños no abren las placas. En el LB no suele crecer nada peligroso, pero la precaución no está de más. Si observan condensación en las tapas, pueden abrir las placas y retirar el agua con una servilleta de papel, pero es mejor que esto lo hagan los mayores. Para llevar las placas al colegio, séllenlas por los bordes con papel celo para que no puedan abrirse.

Podrán contarles a los niños que experimentos como este se realizan en los laboratorios de los mayores para muestrear la presencia de microbios, por ejemplo en los hospitales, y para descubrir nuevas especies. Naturalmente en estos trabajos de campo las muestras se recogen con más rigor y se hacen análisis genómicos para identificar las especies, ya que la gran mayoría de las bacterias no son cultivables, mientras que otras requieren medios más complejos y sofisticados que el LB. Pero el experimento les abrirá los ojos a la existencia de un mundo microbiano que está en todas partes y que antes no podían ni imaginar.

Mañana, el segundo experimento.

Algunos de los resultados. De izquierda a derecha y de arriba abajo, placas sembradas con muestras de nariz, boca, teclado de ordenador, tabla de cortar, suelo y estanque. Imagen de J. Y.

Algunos de los resultados. De izquierda a derecha y de arriba abajo, placas sembradas con muestras de nariz, boca, teclado de ordenador, tabla de cortar, suelo y estanque. Imagen de J. Y.

Nuestras células tienen tabiques gracias a las bacterias

Entre los biólogos hay quienes sostienen que la vida debe de ser omnipresente en el universo, y quienes opinan que la aparición de cualquier cosa a la que podamos llamar vida requiere de tantos desvíos afortunados en la larguísima carretera de la historia natural que su aparición es algo extremadamente improbable.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Tanto, que el hecho de que estemos aquí no debe cegarnos por lo que podríamos llamar el síndrome del éxito: un tipo que gana cientos de millones en una lotería puede sentir que ha sido tremendamente fácil, casi inevitable, pero a otros cientos de miles que jugaron no les ha tocado; un cantante de éxito piensa que él se lo ha ganado, pero por cada triunfador hay otros cien, o mil, o cien mil, que se quedaron en el camino, con el mismo (o más) esfuerzo y el mismo (o más) talento que él.

Dicho en términos más biológicos, sostener que la vida es omnipresente no deja de ser un argumento terracéntrico y antropocéntrico, teniendo en cuenta que el conocimiento del que disponemos hasta ahora no lo apoya: aún no hemos encontrado nada vivo fuera de este planeta. Pero es que, además, cuando se indaga en los posibles procesos (esos desvíos afortunados) que han conducido hasta nuestra existencia, sería difícil creer que todo eso pueda ocurrir dos veces en el universo de maneras muy similares sin que alguien lo haya dispuesto así.

Una de esas carambolas de la evolución de la vida es la llamada teoría endosimbiótica, o simbiogénesis. Contándolo en formato rewind, la existencia de vida inteligente como nosotros requirió la formación de organismos complejos con órganos y tejidos, y estos precisaron de la especialización de las células, lo que a su vez necesitó de la aparición de compartimentos internos en esas células para formar sus propios orgánulos, lo que procede –según la teoría evolutiva mayoritariamente aceptada hoy– de unas células simples sin esos compartimentos que se asociaron en beneficio mutuo para dar lugar a células más complejas. Estas primeras células simples eran lo que hoy conocemos como bacterias o arqueas.

Contémoslo ahora en formato fast forward: desde aquellas primeras bacterias y arqueas (procariotas), si no se hubiera producido esa asociación en beneficio mutuo (simbiosis), hoy no estaríamos aquí: la aparición de las células complejas (eucariotas) con sus orgánulos, sus especializaciones en órganos y tejidos, la formación de organismos superiores y la llegada del ser humano con todas sus habilidades y logros, hasta el rodaje del quinto episodio de Indiana Jones, jamás se habrían producido sin aquel único, raro, improbable y extravagante premio de lotería que fue la simbiosis entre dos células procariotas.

(Nota para los más puntillosos: lo mismo podría decirse de la temporada anterior, la que llevó a la aparición de esas primeras células procariotas, pero no es el objeto de este artículo.)

Así fue como sucedió, según el pensamiento de la biología actual: una arquea y una α-proteobacteria andaban por ahí tranquilamente a sus cosas, cuando una le dijo a otra algo parecido a aquella cita de Memorias de África: «Mira, yo se lo que tu sientes por mí, y tu sabes lo que siento por ti. Nos entendemos bien así. Acostémonos. Verás lo que yo hago por ti». Así que la α-proteobacteria se quedó a vivir dentro de la arquea, convirtiéndose con el tiempo en una parte de ella que le proporcionaba energía. Hoy llamamos a esa parte mitocondria. A cambio, la bacteria obtenía protección, seguridad, supervivencia.

Esta teoría del origen de las células eucariotas como una simbiosis entre dos células procariotas simples fue elaborada en los años 60 por la bióloga Lynn Margulis, a quien entonces nadie tomó en serio. Hoy, ya fallecida, se aplaude su genio.

Otro de los científicos que más han aportado a la teoría de la endosimbiosis es Bill Martin, de la Universidad Heinrich Heine de Dusseldorf (Alemania). En vida de Margulis, Martin sostuvo interesantes debates con ella sobre los flecos finos de la teoría.

Hace unos días, Bill me envió un nuevo artículo que él y sus colaboradores Sven Gould y Sriram Garg publicarán próximamente en la revista Trends in Microbiology, del grupo Cell, y en el que proponen un fascinante corolario de la teoría endosimbiótica. Naturalmente, la célula eucariota es mucho más que mitocondrias. De hecho, se define esencialmente por tener un núcleo celular, una especie de globo que contiene el material genético, pero es la existencia de múltiples globos, o tabiques que separan internamente las distintas partes de la célula, lo que distingue a los eucariotas de los procariotas.

Esos globos y tabiques internos no son fijos, sino que van moviéndose para transportar cosas (moléculas) de un sitio a otro de la célula, o de su interior al exterior. Esto se conoce como tráfico vesicular, y es un rasgo propio de la célula eucariota. El conjunto más complejo de esos globos y tabiques es el retículo endoplásmico, donde se fabrican las proteínas que luego se llevan al lugar en el que deben actuar.

¿De dónde surgió todo ese tráfico vesicular? En su artículo, Bill y sus colaboradores detallan cómo todos esos globos y tabiques (membranas), incluyendo el núcleo celular, pudieron aparecer también como consecuencia de la endosimbiosis. Las bacterias y arqueas tienen también un cierto tráfico vesicular, pero solo hacia el exterior, para verter el contenido de esos globos fuera de la célula. Lo que proponen los investigadores es que este tráfico vesicular de la α-proteobacteria que se quedó a vivir dentro de una arquea es el origen de todo el tabicado interior de nuestras células actuales, incluyendo el retículo endoplásmico y el núcleo.

Esta elegante hipótesis tiene un detalle especialmente revelador: resulta que las membranas de las arqueas y de las bacterias están fabricadas de un material diferente. Las membranas celulares están formadas por grasas, gracias a lo cual consiguen separar distintos ambientes acuosos; es el mismo principio que separa el agua y el aceite lo que permite que existan las células. Pero bacterias y arqueas utilizan grasas distintas: las primeras emplean ácidos grasos, lo mismo que nosotros, mientras que las arqueas recurren a otros componentes llamados isoprenoides. Pregunta: si nuestras células proceden de una arquea que se comió una bacteria, ¿por qué nuestra membrana se parece a la de la bacteria, y no a la de la arquea?

El artículo de Bill ofrece la solución: cuando las vesículas creadas por la bacteria fueron viajando a través del interior de la arquea hasta su superficie, y según se iban fusionando con la membrana exterior de la arquea, la composición de esta fue transformándose poco a poco, dejando de ser una membrana de arquea y convirtiéndose en una membrana de bacteria, como la nuestra.

«Nuestra propuesta apenas requiere innovaciones o procesos evolutivos excepcionales o únicos, tanto en el ancestro mitocondrial como en la arquea hospedadora, para originar una función básica de retículo endoplásmico con un flujo de vesículas dirigido hacia el exterior», escriben los autores.

Este es un potente argumento a favor de la hipótesis, ya que a menudo la dificultad a la hora de explicar los procesos evolutivos es unir los puntos de manera que el desarrollo de la trama resulte creíble, sin saltos bruscos como en las malas películas donde aparece un personaje nuevo diez minutos antes del final para que todo cuadre. El artículo de Bill es de los que logran explicar la serie de la evolución de manera que logremos entender cómo hemos llegado hasta aquí desde las temporadas anteriores, esas que nos perdimos y que nunca llegaremos a ver.

¿Tiene sentido tirar a la basura la comida que cae al suelo?

Damos por hecho que el suelo es un lugar sucio, donde pisamos y donde acaban cayendo todos los detritos. Algunas culturas lo enfatizan con la costumbre de descalzarse al pasar del espacio público al privado, o al entrar en recintos que merecen un especial respeto. La comida que se nos cae al suelo sufre el destino del cubo de la basura, y el chupete que tiene la desgracia de tocar la calle a menudo se queda en la calle para siempre.

La regla de los cinco segundos. Imagen de Wikipedia.

La regla de los cinco segundos. Imagen de Wikipedia.

Pero ¿realmente tiene sentido todo esto? En algunos países se aplica una extraña norma arcana llamada la regla de los cinco segundos: si la comida cae al suelo, puede recuperarse siempre que se recoja antes de que transcurra ese intervalo. La regla se apoya en la extravagante presunción de que la contaminación es escasa o inocua si el contacto del alimento con el suelo dura menos de cinco segundos.

Aunque obviamente no existe ningún argumento racional para apoyar esta hipótesis, la popularidad de la creencia en el mundo anglosajón ha llevado a algunos a ponerla a prueba. Y como era de esperar, no aguanta una verificación experimental: un simple contacto instantáneo con una superficie contaminada basta para que la comida se impregne de bacterias peligrosas.

Claro que para ello es preciso que tales bacterias peligrosas estén presentes, y aquí es donde pueden llegar las sorpresas: en 2003 la estudiante estadounidense Jillian Clarke refutó empíricamente la regla de los cinco segundos, gracias a lo cual al año siguiente fue premiada con un IgNobel (ese reverso satírico de los Nobel). Pero lo curioso del caso fue que, para llevar a cabo el experimento, Clarke tuvo que impregnar el suelo de bacterias a propósito; resultó que el pavimento de la Universidad de Illinois en un lugar de tráfico constante apenas tenía contaminación microbiana. Por entonces la colaboradora de Clarke en dicha Universidad, Meredith Agle, declaró: «Fue un shock. Ni siquiera encontramos un número de bacterias en el suelo que pudiera contarse. Pensamos que nos habíamos equivocado, así que lo intentamos de nuevo, con el mismo resultado».

Pero sin desmerecer el trabajo de los limpiadores de la Universidad de Illinois, lo cierto es que los resultados de Agle y Clarke no hicieron sino corroborar lo que ya otros muchos estudios han mostrado: lo realmente sucio no son los lugares que pisamos, sino los que tocamos.

Como ejemplo más reciente, la web Travelmath ha publicado un análisis de las bacterias presentes en varios lugares de aviones y aeropuertos. El chocante resultado es que el lugar más sucio de un avión no es el baño, sino la bandeja abatible del respaldo del asiento, con 2.155 unidades formadoras de colonias o CFU (un término técnico para designar las bacterias individuales viables) por pulgada cuadrada. En contraste, el botón de descarga del inodoro solo tenía 265, poco más que la hebilla del cinturón de seguridad. De todos los lugares examinados, la medalla de plata de la inmundicia es para los botones de las fuentes de agua de los aeropuertos, con 1.240 CFU por pulgada cuadrada.

Los resultados están en consonancia con los de otros estudios. En 2011, la organización internacional de salud pública NSF determinó que el asiento del retrete ocupa un modesto undécimo puesto en la lista de lugares más sucios en el hogar medio, muy por debajo de, por ejemplo, el soporte del cepillo de dientes, el fregadero de la cocina, el pomo de la puerta del baño o los utensilios de las mascotas.

Otras investigaciones han descubierto que una mesa de trabajo típica contiene 400 veces más bacterias que el asiento del váter. Y aunque jamás se nos ocurriría pasar y repasar las yemas de los dedos por el lugar al que todo el mundo acerca sus posaderas para verter lo sobrante de sí, resulta que esto sería más saludable que hacerlo por el teclado del ordenador, las pantallas de smartphones y tablets o los botones de los cajeros automáticos, todos ellos más peligrosamente contaminados que el humilde e injustamente despreciado escabel de los mofletes de popa.

Así que, cuando se les caiga comida al suelo, y dependiendo de dónde ocurra, tal vez no haya razón para desecharla. Pero asegúrense de recogerla con guantes.

Sí, hay restos de plancton marino en el exterior de la ISS

Ya expliqué ayer los antecedentes de esta curiosa historia, que podría abrir el camino hacia un descubrimiento insospechado: la presencia de restos de bacterias y plancton marino en el exterior de la Estación Espacial Internacional (ISS). Como detallé en el artículo anterior, las declaraciones de Vladimir Soloviov, responsable del sector ruso de la ISS, fueron difundidas en agosto de 2014 por la agencia ITAR-TASS, tratadas de forma confusa por los medios, soslayadas por la NASA y solo corroboradas a medias por la agencia espacial alemana DLR, que habló de ADN bacteriano pero no de microbios vivos ni de plancton marino.

Para tratar de esclarecer qué había de cierto en la historia y cuál era el alcance de los descubrimientos, hace unos meses traté de contactar con los responsables del presunto hallazgo. Vladimir Soloviov, el autor de las declaraciones originales, es un antiguo cosmonauta, científico y doctor en Ciencias Técnicas, dos veces Héroe de la Unión Soviética, y hoy preside el Consejo Asesor Científico y Técnico para los Programas de Investigación Científica y Aplicada en Estaciones Espaciales Tripuladas (STAC), el órgano que gestiona los proyectos de investigación en el sector ruso de la ISS. El STAC pertenece al Instituto Central de Investigación en Construcción de Máquinas (TsNIIMash), un organismo que desarrolla ingeniería aeroespacial militar, como misiles balísticos y sistemas de defensa aérea, y que a su vez depende de la agencia espacial rusa Roscosmos.

Una vez conseguida una fuente en el TsNIIMash, traté de contactar a través de ella con la responsable de los experimentos sobre microorganismos en el exterior de la ISS, Elena Shubralova. Pero dado que el TsNIIMash es un instituto dedicado a la defensa militar, digamos, to cut a long story short, que navegar por la burocracia rusa no ha sido fácil. Finalmente no se me facilitó el acceso a la doctora Shubralova, quien por otra parte no habla inglés. A cambio, fui invitado a la Conferencia Internacional Investigaciones y Experimentos en la Estación Espacial Internacional, que se celebrará del 9 al 11 de abril en el Instituto de Investigación Espacial de la Academia Rusa de Ciencias (IKI RAS) en Moscú y en la que Shubralova expondrá sus resultados. Pero obviamente, mi economía no me permite semejante dispendio.

Al menos, mi fuente me proporcionó un informe escrito por Shubralova en octubre de 2014 y en el que –en ruso, y que traduje con las herramientas automáticas al uso– se repasan los objetivos, los resultados y las conclusiones de las investigaciones sobre la presencia de microorganismos en el exterior de la ISS. A continuación resumo lo más relevante de este documento.

El cosmonauta Oleg Artemyev toma muestras de una ventana de la ISS el 19 de junio de 2014. Imagen de artemjew.ru.

El cosmonauta Oleg Artemyev toma muestras de una ventana de la ISS el 19 de junio de 2014. Imagen de artemjew.ru.

En 2010, un consorcio de instituciones rusas de investigación bajo la dirección del TsNIIMash y la corporación RSC Energia puso en marcha el experimento TEST, estudio experimental de la presencia de condiciones de vida en el exterior de los módulos de la ISS y de la posibilidad de microdestrucción de elementos estructurales bajo la acción de la microflora. Se trataba de investigar si la posible presencia de microorganismos sobre las naves espaciales podría dañar sus estructuras, sobre todo de cara a viajes espaciales de larga duración como una posible misión a Marte.

«La superficie exterior de los módulos de la ISS, en órbita durante 15 años o más, es una base ideal para estudios experimentales sobre la conservación y supervivencia de organismos terrestres en el espacio abierto y las condiciones para asegurar la cuarentena planetaria de las misiones enviadas», escribe Shubralova, añadiendo que la superficie de la ISS es una «trampa cósmica eficaz» para las partículas dispersadas en la baja órbita terrestre, «incluyendo bacterias y esporas de hongos». La científica afirma que la definición del límite superior de la biosfera terrestre y el estudio de la existencia de biosferas extraterrestres y de los mecanismos de dispersión de la microflora hacia el espacio son «la cuestión más importante de la ciencia natural moderna».

Por lo tanto, una primera conclusión es que, al contrario de lo que publicaron algunos medios, los cosmonautas rusos no se encontraron por casualidad con la presencia de depósitos en las ventanas cuando estaban en el exterior de la ISS lanzando nanosatélites, sino que desde el principio ha sido un experimento concebido para estudiar la existencia de microbios en la superficie de la estación. Lo más sorprendente es que, como cité en mi anterior artículo, el portavoz de la NASA Dan Huot se limitara a mencionar a Space.com que los rusos tomaron muestras en busca de «residuos», y que se mostrara tan extrañado ante la posibilidad de que esos restos fueran biológicos, que es precisamente de lo que trataba el experimento.

Dispositivo empleado por los cosmonautas para tomar muestras del exterior de la ISS en el experimento TEST. Se trata de una carcasa que alberga dos cilindros extraíbles con bastoncillos en sus extremos. Imagen de TsNIIMash.

Dispositivo empleado por los cosmonautas para tomar muestras del exterior de la ISS en el experimento TEST. Se trata de una carcasa que alberga dos cilindros extraíbles con bastoncillos en sus extremos. Imagen de TsNIIMash.

Para la toma de muestras en la superficie exterior de la ISS, los cosmonautas rusos emplearon unos dispositivos especialmente diseñados de cara al experimento, consistentes en una carcasa de la que se extraen dos cilindros que llevan bastoncillos en el extremo. Por supuesto, todo ello esterilizado en tierra por autoclave y radiación gamma. Las muestras se tomaron en 2010, 2012, 2013 y 2014 en distintas localizaciones del exterior de la estación, y fueron devueltas a los laboratorios rusos para su análisis microbiológico.

Según detalla Shubralova en su informe, «en cuatro de las once muestras se encontraron bacterias de cuatro especies del género Bacillus, B. licheniformis, B. subtilis, B. sphaericus y B. pumilus«, en un sistema de válvulas y en dos ventanas. La investigadora aclara que se trata de «esporas viables», lo que contradice las declaraciones del DLR alemán afirmando que se trataba solo de ADN bacteriano y que no se podía determinar si los microorganismos estaban vivos.

Los dedos del guante del cosmonauta ruso Oleg Artemyev muestran el polvo depositado en el exterior de la ISS. Imagen de artemjew.ru.

Los dedos del guante del cosmonauta ruso Oleg Artemyev muestran el polvo depositado en el exterior de la ISS. Imagen de artemjew.ru.

Pero además, el documento de Shubralova confirma la detección de «fragmentos de ADN de micobacterias (bacterioplancton marino heterótrofo que vive en el mar de Barents) y de ADN de la bacteria extremófila Delftia«. Las micobacterias son una familia y género de bacterias que se encuentran en el medio ambiente y en los seres vivos y que a menudo son patógenas, como las que causan la tuberculosis y la lepra. En concreto, el informe indica que se hallaron micobacterias propias del mar de Barents, un sector del océano Ártico situado entre el norte de Noruega y Rusia y los archipiélagos de Svalbard, Tierra de Francisco José y Nueva Zembla. Por su parte, Delftia es un género de bacterias cuyo representante tipo, D. acidovorans, es un extremófilo –adaptado a condiciones extremas– conocido como la bacteria de las pepitas de oro, ya que disuelve este metal precioso del suelo que después puede depositarse en vetas más puras.

En resumen: sí, hay plancton marino bacteriano en el exterior de la ISS. Shubralova no precisa si vivo o muerto, aunque es seguro que se trata de restos muertos, ya que tanto las micobacterias como Delftia son aerobios, es decir, necesitan aire para vivir, y no pueden formar esporas resistentes como Bacillus.

Un investigador abre uno de los dispositivos del experimento TEST en un laboratorio ruso. Imagen de TsNIIMash.

Un investigador abre uno de los dispositivos del experimento TEST en un laboratorio ruso. Imagen de TsNIIMash.

En cuanto al origen de estos residuos biológicos, la investigadora concluye que proceden directamente de la Tierra: «Los hechos prueban que es posible que se produzca una transferencia significativa de bacterioplancton marino a la órbita de la ISS», escribe. Según el informe, los resultados «sugieren la existencia de un mecanismo de ascenso ionosférico que transfiere aerosoles troposféricos desde la superficie de la Tierra a la ionosfera superior». Es decir, corrientes de aire que son capaces de elevar gotitas de agua desde el suelo y el mar hasta una altura de 400 kilómetros, algo insospechado hasta ahora.

El informe de Shubralova propone que la contaminación biológica y química en el exterior de la ISS, unida al efecto de la radiación, supone una amenaza de corrosión de los elementos estructurales de la estación, lo que podría afectar a las naves espaciales en misiones de larga duración a la Luna o Marte.

Eso es todo. En abril, cuando Shubralova exponga sus resultados en la conferencia de Moscú, obtendremos respuestas a algunas de las incógnitas pendientes, sobre todo cómo los investigadores pueden descartar otros orígenes de los restos biológicos. No parece razonable que las bacterias pudieran haber contaminado los módulos de la ISS antes de ser lanzados al espacio –¿un ingeniero que regresaba de sus vacaciones en el mar de Barents?–; aunque algunos microorganismos pueden escapar a los procedimientos de esterilización previos al lanzamiento (como ya expliqué aquí), es muy improbable que nada, ni siquiera fragmentos aislados de ADN, pueda aguantar la radiación ultravioleta del espacio durante años. En cambio, es más fácil imaginar una contaminación procedente del propio ambiente interior de la ISS que pensar en bacterias volando desde el mar hasta la órbita terrestre.

Por mi parte, tendré que conformarme con leer las crónicas de los afortunados que puedan viajar a Moscú para cubrir la conferencia.

¿Hubo o no plancton marino en el exterior de la Estación Espacial?

Esta no es una historia del año pasado, sino una historia aún a medias, abierta y por el momento sin final. Pero merece la pena contarse a la espera de que más adelante, quizá a solo un mes vista, lleguemos a conocer los detalles y las explicaciones sobre un hecho la mar (nunca mejor dicho) de extraño que nos ofreció una de las noticias científicas más insólitas de 2014: el presunto hallazgo de restos de plancton marino en el exterior de las ventanas de la Estación Espacial Internacional (ISS), en órbita a unos 400 kilómetros sobre la superficie terrestre.

La ISS fotografiada desde el transbordador espacial 'Atlantis' el 19 de julio de 2011. Imagen de NASA.

La ISS fotografiada desde el transbordador espacial ‘Atlantis’ el 19 de julio de 2011. Imagen de NASA.

Comencemos por el principio. El 19 de agosto de 2014, la agencia rusa de noticias ITAR-TASS publicaba unas declaraciones del director del segmento ruso de la ISS, Vladimir Soloviov, afirmando que en la superficie exterior de las ventanas (o iluminadores) de la estación se habían hallado restos de plancton. «Los resultados del experimento son absolutamente únicos», decía Soloviov. «Hemos encontrado trazas de plancton marino y partículas microscópicas en la superficie del iluminador. Esto debería estudiarse más». El antiguo cosmonauta añadía que no estaba claro cómo tales restos biológicos podían haber llegado hasta allí.

La noticia llamó la atención de los medios de todo el mundo y fue ampliamente comentada y citada. La web especializada Space.com buscó de inmediato la confirmación de la NASA, pero la agencia estadounidense, como decía aquella serie de televisión, negó todo conocimiento: «Hasta donde sabemos, no hemos oído de ningún informe oficial de nuestros colegas de Roscosmos [la agencia espacial rusa] sobre el hallazgo de plancton marino», dijo el portavoz de la NASA, Dan Huot.

«Los rusos tomaron muestras de una de las ventanas del segmento ruso, y lo que en realidad están buscando son residuos que puedan acumularse en los elementos visualmente sensibles, como las ventanas, así como en el propio fuselaje, [restos] que puedan acumularse cuando enciendan los propulsores para cosas como subir la órbita. Para eso tomaban las muestras. No sé de dónde vienen todos esos comentarios sobre el plancton», añadía Huot a Space.com el 20 de agosto.

La siguiente actualización llegó casi un mes después a través de una vía poco ortodoxa, una web alemana llamada GreWi.de (abreviatura de grenzwissenschaft-aktuell.de, literalmente «ciencia de frontera actual») que cubre los territorios habituales en programas como Cuarto Milenio: algunos temas científicos mezclados con fenómenos paranormales y pseudociencias. El 16 de septiembre, esta web informaba de que sus preguntas a la Agencia Europea del Espacio (ESA) sobre el plancton en la ISS no habían encontrado respuesta, pero que en cambio una de sus lectoras, Tanja Wulff, había obtenido contestación de la institución que actúa como agencia espacial alemana, el Centro Aeroespacial Alemán (DLR), a través de su página de Facebook. La respuesta era legítima y estaba firmada por Alisa Wilken, periodista del Departamento de Comunicación de DLR. Decía así:

En una actividad extravehicular, los cosmonautas tomaron muestras del exterior del módulo ruso. Estas muestras fueron después analizadas en un laboratorio en la Tierra. En esta muestra se descubrió ADN bacteriano.

Sin embargo, el método por el que las muestras se analizaron en este caso es discutible, ya que no puede detectar todos los tipos de bacterias ni puede determinar si las bacterias halladas están vivas y proliferando o no.

Asimismo, la biomasa que puede extraerse de tales muestras es muy limitada, así que hasta el momento no se habrían llevado a cabo nuevos exámenes. Para hacer esto se necesitarían más muestras.

Así, la información en poder del DLR omitía toda referencia al plancton marino, dejando el hallazgo reducido a restos de ADN bacteriano y sin posibilidad de concluir si el material genético se había extraído de bacterias vivas o, al menos, de esporas latentes.

El astronauta holandés de la ESA Andre Kuipers junto a una de las ventanas de la ISS, el 21 de abril de 2004. Imagen de NASA.

El astronauta holandés de la ESA Andre Kuipers junto a una de las ventanas de la ISS, el 21 de abril de 2004. Imagen de NASA.

La supervivencia de ciertos organismos en el espacio ha sido materia de estudio en los últimos años. Los líquenes, esa forma de joint-venture entre algas y hongos, son capaces de sobrevivir en el espacio durante 16 días. Hace unos meses repasé algunos estudios que han demostrado cómo ciertos organismos simples son capaces de soportar las condiciones del espacio: las esporas de las bacterias Bacillus subtilis y Bacillus pumilus permanecen viables durante un año y medio, e incluso los tardígrados u osos de agua (animalitos microscópicos) pueden aguantar hasta diez días ahí fuera, secos y un poco maltrechos, pero vivos. En cuanto al material genético aislado, el ADN bacteriano resiste un vuelo al espacio y una reentrada en la atmósfera a 1.000 grados centígrados. Por otra parte, en la atmósfera terrestre se han encontrado microorganismos a una altura de 15 kilómetros e incluso tal vez de hasta 40 kilómetros.

Aquí acaba la información disponible hasta ahora. Pero además de su interés científico, la historia tiene un desarrollo periodístico que merece la pena comentar y que ha contribuido aún más a una confusión que aún no parece aclarada.

En la noticia original difundida por ITAR-TASS, Soloviov solo hablaba de «trazas de plancton», a lo que el redactor añadía una referencia imprecisa a organismos vivos. Sin embargo, fueron muchos los medios –algunos muy prestigiosos– que hablaron de plancton «viviendo» e incluso «creciendo» en el exterior de la ISS. Lo más intrigante del caso es que muchos medios citaron declaraciones entrecomilladas de Soloviov en las que el excosmonauta explicaba que el plancton hallado no es nativo de la región de Kazajistán desde donde se lanzaron los módulos rusos de la ISS, que el plancton en esas fases de desarrollo se encuentra en la superficie de los océanos, y que el fenómeno podía deberse a corrientes de aire ascendentes que alcanzan la órbita de la estación. Hasta donde sé, no he podido encontrar la fuente original de estas informaciones, pero desde luego no figuran en las declaraciones de Soloviov recogidas por la agencia rusa. Algún medio señaló como fuente un artículo en la web neozelandesa de noticias stuff.co.nz, pero una vez más, esta a su vez se refiere solo al teletipo de ITAR-TASS.

Ante toda esta confusión, he tratado de hacer averiguaciones sobre los resultados de los experimentos rusos. Mañana, la solución.

Continuará…

Las ratas de Nueva York no están tan sucias (fiebre hemorrágica aparte)

Cápsidas icosahédricas de adenovirus al microscopio electrónico. Imagen de GrahamColm / Wikipedia.

Cápsidas icosaédricas de adenovirus al microscopio electrónico. Imagen de GrahamColm / Wikipedia.

Ninguno estamos a salvo de morir a causa de un virus, pero un biólogo no puede dejar de maravillarse ante estas criaturas. Desde mis tiempos como estudiante siempre sentí una especie de malsana atracción por los parásitos, esos seres que han evolucionado en hostil armonía con sus hospedadores, a los que necesitan y hieren, pero a los que no pueden destruir (como especie, se entiende) so pena de eliminarse a sí mismos.

Y entre todos los parásitos es imposible no asombrarse ante los virus, esos minúsculos puñados cartesianos de moléculas ordenadas que son como kits mínimos de supervivencia capaces de invadir, hackear y rendir la resistencia de organismos millones de veces mayores que ellos, y contra los cuales toda nuestra tecnología aún no ha conseguido encontrar una penicilina, un arma universal. El virus de la viruela, por citar uno de los más viejos enemigos del ser humano, desapareció de la naturaleza sin que fuéramos capaces de encontrar una cura para la infección. Puedo imaginar el estupor del primer tipo que vio una perfecta cápsida poliédrica al microscopio electrónico, o del que observó por primera vez un fago lambda o un T4, esos virus de bacterias con aspecto de módulos lunares alienígenas.

Estructura del virus bacteriófago T4. Imagen de CUA.edu.

Estructura del virus bacteriófago T4. Imagen de CUA.edu.

Apartando el debate sobre si los virus son o no criaturas vivas, dejémoslo en que son los entes biológicos más abundantes del planeta. Nos rodean por todas partes (incluido nuestro interior): en 200 litros de agua de mar hay unos 5.000 genotipos virales, y en torno a un millón en un kilo de sedimento marino. Nadie sabe cuántos virus existen en la naturaleza. Una estimación del virólogo de la Universidad de Columbia Vincent Racaniello arrojaba un número superior a los 100 millones de virus, sin contar los que infectan a organismos unicelulares como bacterias y protozoos. Una cifra que suele manejarse es la de 10 elevado a 31, o 10 quintillones. Siempre hablando de estimaciones de servilleta de bar, los astrónomos calculan que en el universo existen unas 10 a la 24 estrellas; o sea, un cuatrillón. Esto implica que en la Tierra hay diez millones de virus por cada estrella del universo. Son unos cuantos. Y solo se conocen unos pocos miles.

Por eso no es raro que los virólogos cuenten sus criaturas por cientos, como los 600 que ha descubierto a lo largo de su carrera el investigador de la Escuela Mailman de Salud Pública de la Universidad de Columbia Ian Lipkin. Este científico fue uno de los coautores del trabajo que describió en 2011 el virus de Lloviu, ese pariente del ébola que mata a los murciélagos en cuevas de la Península Ibérica y Francia y cuyo efecto sobre los humanos aún es desconocido. Lipkin y un grupo de colaboradores acaban de publicar ahora un curioso estudio en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología en el que se analiza la vida interior de las ratas de Nueva York. Es decir, qué microorganismos llevan consigo y por tanto pueden transmitir a los humanos.

Las ratas de Nueva York ya estaban de actualidad cuando la semana pasada las autoridades de la ciudad informaron de un aumento del 10% en las protestas relacionadas con estos roedores en solo un año, de 2012 a 2013. Estos animales se han convertido en un problema tan serio en la Gran Manzana que cuentan con su propia entrada en la Wikipedia, e incluso el Departamento de Salud e Higiene Mental de la ciudad ofrece en internet un Portal de Información de Ratas (en inglés R. I. P., humor ante todo), en el que cualquier neoyorquino puede comprobar la densidad de roedores en su calle.

Según cuenta Lipkin en una nota de prensa, la idea del nuevo estudio nació a raíz de sus conversaciones con el microbiólogo y premio Nobel Joshua Lederberg (ya fallecido), quien descubrió que las bacterias pueden pasarse genes como los niños de una guardería comparten microbios. Lipkin y Lederberg pensaron que las ratas eran un catálogo viviente de los microorganismos peligrosos que pululan por una ciudad, y que sería importante disponer de esta foto en caso de brote epidémico de alguna enfermedad infecciosa nueva.

Los investigadores recogieron un total de 133 ratas de la ciudad, con especial atención a las que vivían en edificios residenciales, y estudiaron los microbios que llevan de un lugar a otro. El resultado ha caído como noticia espeluznante entre los neoyorquinos, ya que, como no podía ser de otra manera, en las ratas se han encontrado un protozoo (Cryptosporidium parvum) y al menos ocho bacterias que causan enfermedades en humanos, incluyendo Bartonella, Salmonella, Clostridium difficile (responsable de las infecciones multirresistentes en los hospitales), Clostridium perfringens (el bicho de la gangrena), Yersinia enterocolitica (un primito intestinal de la peste) o Escherichia coli de las que te descomponen por dentro.

Ratas comiendo restos de comida en un parque de Nueva York. Imagen de Center for Infection and Immunity, Mailman School of Public Health, Columbia University.

Ratas comiendo restos de comida en un parque de Nueva York. Imagen de Center for Infection and Immunity, Mailman School of Public Health, Columbia University.

El capítulo que más revuelo ha levantado es el de los virus. En las ratas de Gotham, Lipkin y su equipo han hallado decenas de virus de todo tipo, incluyendo 18 hasta ahora desconocidos. Pero sobre todo, el descubrimiento más sorprendente y aterrador ha sido encontrar en ocho de las 133 ratas el Hantavirus de Seúl, que causa fiebre hemorrágica y que se detecta por primera vez en Nueva York. Según los investigadores, su genética revela que se trata de un emigrante reciente, pero la enfermedad ya ha causado problemas anteriormente en Maryland y Los Ángeles. Como virólogo, sin embargo, Lipkin, destaca otro hallazgo, y es el de dos virus emparentados con el de la hepatitis C humana, NrHV-1 y NrHV-2, que según el científico pueden convertirse en grandes herramientas para estudiar la dolencia en ratas.

Y aún con todo lo anterior, hay otra manera de mirar el estudio que resulta casi más asombrosa, y es que 14 de las ratas estudiadas, más o menos un 10% del total, estaban completamente libres de polvo y paja. Un 23% de los animales no tenían ningún virus, y un 31% estaban libres de patógenos bacterianos. De hecho, entre todas las situaciones posibles que combinan el número de virus con el número de bacterias, la de cero virus y cero bacterias resulta ser la más prevalente, la de mayor porcentaje que el resto. Solo 10 ratas estaban infectadas con más de dos bacterias, y ninguna de las 133 con más de cuatro. Solo 53 ratas tenían más de dos virus, y solo 13 más de cinco. Teniendo en cuenta que, sobre todo en esta época del año, no hay humano que se libre de una gripe (influenza) o un resfriado (rinovirus), y sumando las ocasionales calenturas y otros herpes, algún papiloma y hepatitis, además del Epstein-Barr que casi todos llevamos o hemos llevado encima (y sin contar bacteriófagos, retrovirus endógenos y otros), parece que después de todo no estamos mucho más limpios que las ratas.