Nunca es oro todo lo que reluce, y menos si ya hablamos de Instagram.
De hecho, si analizo la red social, mi timeline se compone en un 30% de recetas deliciosas que nunca cocinaré, un 10% de tostadas de aguacates, 40% de fotos de los hijos de amigas/tías/primas y un 20% de cuerpos perfectos.
No me malinterpretéis, no tengo nada en contra de los cuerpos perfectos. Simplemente que veo que la gente se esmera tanto en lograr la perfección en una foto para sus seguidores que parece que, los que la vemos, terminamos olvidando que la perfección no existe.
La perfección no existe cuando ves ese maravilloso disparo del Coliseo de Roma y una pareja besándose, ya que seguramente hayan eliminado a un grupo de turistas chinas con Photoshop.
La perfección no existe cuando ves una cara perfectamente tersa y lo que tiene es un maquillaje que cubre todos los relieves a modo de cemento armado, filtros y edición.
Y la perfección tampoco existe con los cuerpos esculturales. Existen ángulos buenos, luces bien puestas y posturas estratégicamente pensadas, todo lo demás que ves, es lo mismo que tienes tú: piernas, brazos…
La perfección es un ideal, algo irreal y no debería importarnos, porque detrás de esas imágenes hay una serie de cosas que no vemos que pueden haberla alterado.
Que no exista no quiere decir que tenga nada de malo buscarla (no he conocido a nadie a quien le guste salir con los ojos medio abiertos porque le han pillado parpadeando en una foto) pero sí recordar que la verdadera aspiración sería aceptarnos cómo somos en conjunto.
Así que cada vez que veas una imagen aparentemente perfecta, recuerda que, como muchas instagrammers han hecho, existe la otra cara de la luna que es la verdadera, la casual.
Igualmente fantástica, igualmente aceptable y de hecho, aún más auténtica, ya que muestra quiénes somos al natural.