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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Reencuentros en Calcuta: mi gran amigo Ershad

La historia de Ershad es la de millones de niños en el mundo. Niños que llegan desde el campo a las grandes urbes para trabajar. Como es el caso de Shombu, que malgasta los días lavando platos en un puesto de comida callejera de Calcuta. Empieza su labor al alba y termina bien entrada la noche. Duerme en la acera, junto a los otros empleados del local. Las 500 rupias (100 euros) que recibe de sueldo al mes por empeñar su infancia, por sacrificar la posibilidad de un futuro próspero, van directamente a sus padres.

Pequeños que un buen día pasan de estar entre los animales y los cultivos, en una vida pobre pero apacible, que transcurre al ritmo de la naturaleza, a encontrarse repentinamente en las fauces del caos, de la explotación, del abuso de la ciudad. Al igual que Rajiv, que se dedica a la venta ambulante sobre los mugrientos baldosones de Chowringee Road. Una cruel paradoja: vende juguetes para que otros niños juegen, mientras que él, a los siete años de edad, ya lleva la vida de un adulto.

Según me cuenta Ershad – en un relato complejo, con algunas lagunas y difícil de ordenar cronológicamente, ya que era apenas un niño -, nació en el seno de una familia del estado Bihar, en el nordeste de la India. A los cuatro años viajó junto a su hermano mayor, Dilshad, y a sus padres, hacia Calcuta. Huían de la miseria. Esperaban prosperar en la ciudad.

El padre comenzó a trabajar recogiendo cartón, que luego vendía, y Ershad y Dilshad fueron empleados por el dueño de un hotel, que por unas pocas rupias los tenía para que hicieran pequeños recados: llevar té a las habitaciones, barrer el suelo.

Vivían en una habitación alquilada, y las cosas no les iban mal, hasta que el destino de la familia se torció cuando la madre se murió repentinamente como consecuencia del cáncer. Una muerte a la que en poco tiempo sucedería la de su padre, que contrajo tuberculosis. De este modo, Ershad y Dilshad se encontraron solos, sin ayuda. Su hermana, casada y con hijos, aunque estaba en Calcuta, poco podía hacer por ellos pues vivía junto a su marido en la calle.

Desde que tenía uso de razón, Ershad había trabajado en el campo. Y ya había sufrido tuberculosis, por lo que no sabe si se trató de un rebrote de la enfermedad o de un nuevo contagio. Lo cierto es que, cuando estaba empleado en una tienda de té, comenzó a perder peso. «Todo el mundo me llamaba tomate, porque siempre había sido gordito. Y ahora me estaba poniendo muy delgado. De tanto lavar los platos tenía hongos en las manos y en los pies, y cada día me costaba más respirar».

Su cuñado lo sacó entonces del puesto de té y lo llevó de regreso a la aldea, pero el estado de Ershad no dejaba de empeorar, así que lo trajo a Calcuta y lo dejó en un hogar de la Madre Teresa. Fue entonces cuando nuestros destinos se cruzaron. Cuando le saqué esa foto, aún enfermo de tuberculosis, en la que parecía no un niño de siete años sino un anciano.

La enfermedad, que casi termina con la vida de Ershad, probó al final ser una suerte de punto de inflexión, de salvación, pues la ONG de un amigo lo sacó del centro de las hermanas y le dio la oportunidad de estudiar y comenzar una nueva vida, lejos de las calles, de la explotación laboral. Su hermano, Dilshad, que también estaba enfermo de tuberculosis, se sumó asimismo al hogar.

De aquellos comienzos, una foto muy significativa, la primera vez que los dos hermanos vieron el mar, en un viaje organizado por los coordinadores del hogar del que formaban parte. Recuerdo la sorpresa de ambos al descubrir el océano Índico. El miedo que sentía el principio, y lo difícil que era después, una vez que le tomaron el gusto al asunto, hacer que dejaran de jugar de una vez por todas en las olas, o que no se fueran nadando demasiado lejos.

¿Cómo será Ershad hoy, trece años más tarde?, me pregunto mientras lo espero en la recepción del hotel Fairlawn. Aunque me escribe correos electrónicos muy a menudo, estoy lleno de dudas. Finalmente, nos encontramos, nos fundimos en un sentido abrazo. Y el joven que descubro, inteligente, locuaz, seguro de sí mismo, decidido a salir adelante y prosperar, me emociona, y me hace sentir enormemente orgulloso en la ínfima parte en que lo pude ayudar.

A los 19 años está terminando el último curso de la escuela. Vive en un piso de alquiler. Tiene novia, otra niña huérfana que también trabaja con ahínco para salir adelante. Me dice que quiere ir a la universidad, estudiar administración de empresas o programación de ordenadores, no está muy seguro.

Durante las dos semanas que paso en Calcuta nos vemos casi a diario, pues me ayuda con la producción de los documentales que estoy filmando. Traduce de maravillas, se mueve con soltura entre la gente de la calle, habla a cámara sin miedos – es más, me dice que pare, que se quiere peinar -, bromea, no se cansa ni protesta, pasemos las horas que pasemos de un lado a otro, en medio del calor, de la humedad, del agobiante tráfico.

Pero lo mejor es que lo conozcáis por vosotros mismos, en octubre, cuando emitamos en 20 Minutos el capítulo de Un día más con vida en el que nos habla del trabajo infantil y nos lleva a conocer los lugares en los que transcurrieron esos primeros años en Calcuta, cuando eran un niño de cinco años de edad que lavaba platos en un restaurante, cuando dormía en la calle y estaba solo en el mundo. Aquellos tiempos que, afortunadamente, han quedado para siempre en el pasado.

Dios cagó a Calcuta

Era un joven periodista de veintipocos años, con ganas de mundo, con irrefrenables deseos de aprender, cuando desembarqué en Calcuta para entrevistar a la Madre Teresa. Se suponía que iba a ser una visita corta, de apenas unas semanas, cumplir con lo que había prometido al periódico para el que escribía y partir, pero al final me quedé tres años.

Fue en aquellos días cuando mi destino se cruzó con el de este niño, Mohamed Ershad, al que fotografié cuando llegó a uno de los hogares de las Hermanas de la Caridad enfermo de tuberculosis. Hoy, trece años más tarde, seguimos en contacto. Nuestra amistad ha ido creciendo a lo largo del tiempo, tanto que lo siento como parte de mi familia.

La segunda imagen la tomé exactamente tres meses más tarde. La medicación que le daban las hermanas comenzaba a dar efecto, y el pequeño Ershad, de apenas siete años, se veía cada dia mejor.

Mientras escribo estas líneas, lo espero en la recepción del hotel Fairlawn en Calcuta, entre los cuervos que saltan de un lado a otro y el insportable chillido de las bocinas que los conductores en esta ciudad de locos, como en una suerte de tic nervioso, se obstinan en hacer sonar una y ota vez.

A mi lado está Violet Smith, la dueña del lugar, una mujer armenia que llegó aquí hace cincuenta años y que es toda una institución en la ciudad. En su hotel se filmó la película La ciudad de la alegría, y por estas mesas han pasado escritores como Dominique Lapierre y Gunter Grass. Este último, vivió seis meses aquí junto a su mujer, experiencia de la cual surgió el libro Muestra la lengua, en el que conjuga acuarelas y poemas con la diosa Kali como tema central.

Dos frases del premio Nobel alemán dedicadas a Calcuta siempre me han seducido. La primera: «Dios cagó a Calcuta». La segunda, dicha en una conferencia en Italia: «El mundo comenzará a cambiar cuando la sede de Naciones Unidas en lugar de estar en Nueva York se encuentre en Calcuta«.

Con Violet tengo confianza, la conocí también hace años. Le comento que estoy esperando a Ershad. Aunque nos escribimos con regularidad, lo cierto es que hace un lustro que no nos vemos. Me pregunto cómo estará, cómo habrá transformado el tiempo a ese niño huérfano, llegado desde el campo, que a los cuatro años dormía en las aceras y trabajaba en un puesto de té, y cuyo destino cambió debido a la tuberculosis.

«Seguro que está hecho todo un hombre», me asegura Violet, con esa fuerza vital que tanto me fascina en ella. Una mujer que vino a Calcuta huyendo de la segunda guerra mundial, que ha sido testigo privilegiado de la historia de la India, y que a los 84 años dirige su descascarado hotel colonial con pasión. Al tiempo en que me dice estas palabras, Ershad aparece en la recepción del Fairlawn.

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Reencuentros en Calcuta: el niño del monzón

El primer día de monzón bajé emocionado con mi cámara y encontré a estos tres niños sin hogar que jugaban en el agua lóbrega y hedionda que anegaba las calles. Corrían, se zambullían, reían, celebrando que el arribo de la temporada de lluvias acababa de terminar con el asfixiante calor que desde el mes de marzo tenía sitiado a Calcuta.

Una foto que me acompañó durante años como símbolo de esa capacidad que tienen los pobres de la India para vivir el momento, para apreciar los gestos más sutiles de la vida. Esa faceta tan admirable del espíritu humano, que no se deja vencer en las situaciones más adversas.

No quiero decir con esto que la gente materialmente más postergada sea «santa», «inocente», como más de uno suele afirmar, como si se tratase del «buen salvaje» de Jean-Jacques Rousseau. En algunos barrios de chabolas he visto escenas de una crudeza y una brutalidad difíciles de superar, consecuencia de la desesperación, la falta de recursos, de educación. Pero sí es cierto que muchas personas que he conocido en la miseria, o en la guerra, me han sorprendido, me han hecho repensar mi mundo y mis valores, al mostrarse con una serenidad, una generosidad y una dignidad dignas de admiración.

En este regreso a Calcuta, tras un lustro de ausencia, busco a los protagonistas de esta foto que saqué en la calle Sudder, hace ya más de 13 años. Amigos que me recuerdan de los tiempos en que este era mi hogar, como Kishore, el dueño del restaurante Tirupati, me dicen que dos de los niños ya no están en la zona, pero que el tercero, Lala, trabaja en un establecimiento cercano.

A Lala lo llamábamos cariñosamente rat face, cara de rata, por sus rasgos afilados y su dentadura pronunciada. Recuerdo que pasaba los días junto a su madre y sus cinco hermanos al final de la calle Sudder, en la confluencia con Chowringee Road. Imposible no fijarse en ellos al caminar por allí, ya que todos tenían esas mismas facciones tan singulares, hasta los niños más pequeños. El padre de Lala había muerto. Su hermana mayor recogía basura, al igual que su madre. Y él se dedicaba a mendigar entre los turistas, como buena parte de los niños que malviven en la zona.

Encuentro a Lala en el restaurante en el que trabaja. Me saluda efusivamente, aún me recuerda. A los veinte años lo noto curtido, cansado. Seguramente, por haber nacido y haberse criado en la calle, entre la basura, el ruido, el monzón, el calor, la malnutrición, el estrés de no tener que comer, la ausencia de atención médica, la falta de un techo bajo el que dormir.

Pero también, al ver los tatuajes en sus manos y escuchar la forma lenta y deshilvanada con la que habla, me pregunto si durante la adolescencia, en esos años en que le perdí la pista, no habrá terminado como otros jóvenes de la calle en ese submundo marginal que acompaña a mucha gente sin hogar: las drogas, la prostitución, los hurtos.

Lala me lleva a ver su madre, Sarasuti, que sigue allí, sentada junto a una montaña de basura, con otro niño pequeño en brazos. Ella también me recuerda. Y me dice que la vida sigue siendo muy dura. Aunque Lala trabaje, aunque su hija mayor se haya casado y tenga hijos, aún ella tiene como única vivienda esos plásticos bajo los que pasa la noche, y como únicas posesiones, la ropa que guarda en unas bolsas de plástico y los cazos en los que cocina sobre la acera, a centímetros de donde pasan los coches.

Sarasuti, cuya vida posee como escenario la calle desde hace dos décadas – apenas se casó la pobreza la empujó a las aceras -, será la protagonista del primer capítulo de Un día más con vida, que saldrá a mediados de septiembre. Un capítulo en el que sigo a varias personas sin hogar en Calcuta: una anciana abandonada, un pintor con problemas mentales.

Cuando regreso más tarde con las cámaras y los micrófonos, me habla de la muerte de su marido, de los momentos de hambre y desolación, y también de los vislumbres de felicidad que ha podido tener, especialmente gracias a sus hijos.

Al preguntarle por su edad, escucho perplejo la respuesta. Le vuelvo a formular la pregunta. Tiene 33 años. Al igual que su hijo Lala, la miseria, ha demacrado su rostro, lo ha poblado de arrugas. Las noches a la intemperie, la incertidumbre, la desesperación, se hacen evidentes en esas facciones devastadas por el paso del tiempo.

Calcuta y la lógica del monzón

Siempre he jugado con la idea de que el monzón, fuente tanto de bienestar como de miseria, ha condicionado en buena medida la idiosincrasia de los habitantes del llanura indogangética.

Desde hace miles de años, desde que los arios llegaron desde Europa y se impusieron y se mezclaron con las tribus autóctonas dravidianas, este fenómeno meteorológico los ha visitado cíclicamente, haciendo tanto prosperar sus cultivos como anegando sus territorios y empujando a la gente a dejarlo todo y abandonar sus casas. El mismo fenómeno que esta semana ha sumido en la indigencia a millones de personas en Bangladesh y en el estado indio de Bihar.

Sé que es una mera especulación, sin base empírica alguna, pero hace tiempo me pregunto si esta fuerza irrefrenable, capaz de generar al mismo tiempo vida y muerte, es la que ha gestado a deidades del panteón hinduista tan duales y contradictorias como Shiva, dios al mismo tiempo de la destrucción y de la creación. Y si, de algún modo, el monzón es responsable de esa capacidad, a la vez admirable y cuestionable, de los indios para adaptarse a la realidad sin un ápice de rebeldía, con apenas quejas, se trate así de la miseria extrema, del sistema de castas, de la explotación del hombre por el hombre, o de esa temporada de lluvias que comienza en junio y que regularmente pone en juego todo lo que tienen.

En esta nueva visita a Calcuta, descubro que poco ha cambiado en la ciudad que fue mi hogar durante tres años. El milagro económico es apenas cosa de pocos, de los ricos de siempre y de una clase media que asciende rápidamente sin mirar al costado, sin preocuparse por el resto y, sobre todo, sin mirar hacia abajo.

Una clase media que desea, como sucede con las elites en África y América Latina, convertirse en una porción de ese Occidente próspero, cosmopolita, liberal, que vive en el lujo y la opulencia, cómo se los enseña la televisión por satélite, cómo se lo cuentan sus parientes en la diáspora. Una suerte de balsa a la deriva, de fragmento del mundo rico que aterriza en medio de la India rural, paupérrima, analfabeta, machista, anclada, tanto por sus formas de producción como por su visión mágica de la vida, en el medioevo.

Y nada ha cambiado frente al monzón. A pesar de las tan anunciadas obras de infraestructura de la Corporación Municipal de Calcuta, la ciudad se sigue inundando a penas llueve. Y la gente sigue aceptado sin rechistar, con resignación, que sus existencias cotidianas se vean obligadas a suceder en medio del agua. Estas mismas escenas que retraté con mi cámara hace trece años, se repiten calcadas hoy, en las calles de la urbe de Tagore, de Satyajit Ray, de la Madre Teresa.

Las familias sin hogar aguardan pacientes a que el agua baje para poder retomar su vida en las aceras, pasando muchas noches sin dormir, con los ojos rojos de cansancio, tambaleándose por el sueño, ovilladas en alguna escalera o sentadas en el marco de alguna ventana.

De aquel primer día en el que conocí el monzón, hay una fotografía que atesoro, que me ha acompañado como símbolo de los contrastes de Calcuta y que cuelga enorme en el salón de mi casa. Aquel día que bajé de la habitación 16 del hotel María y me encontré con estos tres niños de la calle riendo, jugando, en medio de la inundación.

Hoy, en este fugaz regreso a Calcuta, en este momento en que las lluvias están siendo tan devastadoras para millones de personas, salgo a la calle a buscar a los tres niños con la imagen en la mano. Quiero saber si al menos en sus caminos personales han tenido la posibilidad de prosperar, de estudiar, de abandonar las calles. Hacia dónde los ha conducido el monzón de la vida.

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Calcuta bajo el monzón

El comerciante británico Job Charnok tuvo en 1685 la brillante idea de fundar Calcuta en una tierra inhóspita, pantanosa, plagada de ciénagas, de mosquitos henchidos de malaria. Cuatro siglos más tarde, aunque la urbe ha crecido vertiginosamente, poblándose de calles pavimentadas, aceras, casas y edificios, aún la adversidad del medio en que fue creada se hace evidente en las inundaciones cíclicas, en el calor húmedo y pegajoso.

Llegué a Calcuta a mediados de los noventa con la intención de entrevistar a la Madre Teresa para el periódico en el que escribía, y me quedé a vivir en la antigua y decadente capital del imperio británico durante tres años. No fue consecuencia de un plan premeditado, sino que los afectos, la fascinación y el horror que encontré en la ciudad me fueron atrapando, así como las lecciones que vislumbraba que tenía que aprender de su gente más postergada.

Desembarqué durante el mes de abril, en medio del verano, con un calor extenuante que hacía que el pulso de la ciudad se parara desde el mediodía hasta el atardecer, y que el bullicio de las calles retornase cuando se ocultaba el sol y el aire volvía a ser medianamente respirable.

De aquellos tiempos, en que la temperatura superaba los cuarenta grados, recuerdo cuán dura era la existencia para todos, pero especialmente para quienes malvivían en las calles. Las familias llegadas desde el campo, los mendigos, los niños sin hogar, los leprosos, carecían de lugar alguno para refugiarse. Como Raju, un joven enfermo de tuberculosis, al que cada día me encontraba en la calle, y al que el calor le complicaba aún más la posibilidad de respirar.

Recuerdo especialmente a los ancianos deshidratados, con la piel cuarteda, que encontrábamos en las aceras, los más vulnerables frente a las altas temperaturas. Recuerdo también el sofoco que experimentaba durante la noche, cuando la electricidad se iba y el ventilador de la habitación 16 del hotel María – mi hogar durante los tres años – daba sus últimas vueltas en el techo, perdiendo fuelle, hasta que el calor se abarrotaba en la oscuridad de la noche bengalí.

A medida que pasaban los días del verano, el bochorno aumentaba, y todos esperábamos con ansias la llegada del monzón, que con sus lluvias y su brisa se perfilaba como una suerte de liberación. Pero asimismo me preocupaban las consecuencias de este fenómeno. Sabía que la ciudad quedaba anegada. Y me preguntaba cómo sería entonces la vida de los indigentes, desplazados y enfermos que se agolpaban en sus veredas.

La fecha histórica de arribo del monzón a Calcuta, que repta desde Sri Lanka en dos brazos abiertos a través del subcontinente indio hasta toparse con el Himalaya, es el 8 de junio. Aquel año el día señalado pasó sin que la lluvia llegase. Y tardé una semana en escuchar, sobre el techo de chapa que cubría la ventana de la habitación, el crepitar de las primeras gotas. Emocionado, envolví mi cámara en un plástico, cogí el paraguas y bajé a la recepción, donde el guardia nocturno me abrió las puertas del hotel. No fue mucho lo que encontré: la gente seguía durmiendo igual, ovillada en las aceras, a pesar del agua.

Pero sí la mañana siguiente, que me desperté como un niño en navidades que corre a abrir sus regalos , y descendí a toda prisa por las escaleras del hotel hasta la entrada, donde el agua hedionda lo había colapsado todo, incluido el mostrador de la recepción. En las calles, me para mi sorpresa, la vida seguía. Acostumbrada, la gente se arremangaba los pantalones, se sacaba los zapatos, los metía en bolsas del plástico – con esa pulcritud tan acusada en los indios, que no se si es parte del legado británico o una característica cultural propia – y avanzaba a través de las arterias anegadas.

Los rickshaws, famélicos, descalzos, no paraban de trabajar. Los transeúntes los reclamaban para sortear las zonas más inundadas, donde no había forma de evitar mojarse. En los rostros de la gente, en esas primeras horas de final del calor, notaba cierta satisfacción, cierto bienestar, aunque el monzón se haría cada día más difícil de sobrellevar. No sólo Calcuta ha sido maldecida por la miseria y la crueldad, también por su clima: asfixiante en verano, extenuante durante las lluvias, e irrespirable en los meses de invierno, cuando la nube de contaminación no encuentra salida y cuelga oscura y amenazante sobre la ciudad.

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Reencuentros en Calcuta: Rabindra

Tengo una irrefrenable pasión por la comida callejera. Ya sea en India, Etiopía o Brasil, siempre que veo un chiringuito en la acera me acerco para ver qué vende, qué manjar grasiento y saturado de sabores encontraré esta vez. Se trata, casi siempre, de los platos más característicos, más especiados y coloridos de los lugares que visito.

En Calcuta me apasionan los rolls callejeros de huevo frito, los puris con patatas, el muri coronado por chili y cebolla. Aprovecho un alto en la filmación de Un día más con vida, me siento en un local de chapa y madera situado en Chowringee Road, frente al Indian Museum, un lugar decadente, lleno de telarañas, que apenas visité en una ocasión a lo largo de los tres años en los que viví en esta ciudad.

El joven que fríe los espaguetis sobre la plancha de acero, de pie junto a los coches que recorren la avenida sin dejar de hacer sonar sus bocinas, envuelto en el humo de los autobuses, me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Mientras prepara la comida, sudado, con aspecto de fatiga, lo observo preguntándome cuándo lo conocí, en qué circunstancias.

Cuando vuelvo al hotel por la noche, repaso el disco duro del ordenador hasta que doy con lo que estoy buscando. Por un parte, sonrío. Me alegra el descubrimiento. El pequeño Rabindra, que pasaba los días haciendo comida para los transeúntes, es ahora un adolescente. La misma mirada, la misma expresión en el rostro, aunque transformada por el paso del tiempo.

Por otra parte, me causa cierta tristeza comprobar que, cinco años más tarde haberlo conocido y retratado, sigue allí, sin haberse movido un ápice, parado en las calles de Calcuta, jornada tras jornada. Me digo que tengo que encontrar un rato para volver a conversar con él, y para preguntarle qué ha sido de su vida en estos cinco años. Pero primero, leo con detenimiento lo que escribí acerca de él en año 2002:.

“Envuelto en telas raídas, recostado sobre periódicos y cajas de cartón, Rabindra duerme junto a su padre bajo el puente que la municipalidad de Calcuta acaba de terminar de construir en la confluencia entre Chowringee Road y Park Street, dos de las arterias más concurridas de la ciudad.

Rabindra me dice que es muy duro tener que dormir en la calle. Cuando llueve, durante el monzón, le cuesta conciliar el sueño debido a la humedad y los mosquitos. Si cae tanta agua que la calle se inunda, se ve obligado a pasar la noche sentado en el marco de alguna ventana o en los peldaños de alguna escalera, con sus cosas entre los brazos para que no se las roben.

– Lo peor es la policía – me explica -. Como la estación está muy cerca vienen siempre a molestarnos. Nos despiertan en mitad de la noche dándonos bastonazos y nos dicen que nos vayamos, que volvamos a nuestra aldea.

– ¿Y qué piensas en esos momentos?

– Pienso que no es justo que nos traten de esa forma, como si no fuéramos personas. Mi padre les da un poco de dinero o unos cigarrillos. No me gusta que le hablen así a mi padre.

– Y cuando no consigues dormir, ¿cómo haces para trabajar al día siguiente?

A veces estoy cocinando y me quedo dormido de pie. Se me cierran los ojos del sueño. Pero bueno, ya estoy acostumbrado.

Rabindra se levanta a las cuatro de la mañana, se lava en una bomba de agua situada en el parque del Maidan y recorre lentamente las dos manzanas que lo separan del precario puesto de comida ambulante en el que prepara espaguetis para los clientes«.

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Fotos: Hernán Zin

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¿El milagro indio?

Recorro las calles de Calcuta, ciudad que durante tres años fuera mi hogar. Tras casi un lustro de ausencia, descubro que casi todo sigue igual: las familias que pueblan las aceras, las montañas de basura, los mendigos, los niños que trabajan, el ruido, la suciedad.

Sí observo que en algunos lugares el escenario se ha transformado sutilmente. Ahora ese hombre famélico, que yace tirado en la calle, tiene a sus espaldas un moderno centro comercial con tiendas como The Body Shop o Guess, algo impensable en Kolkata hace algún tiempo.

Y a su lado ya no pasan solamente coches Ambassador, Tata Sumo o Suzuki Maturi, sino que, de vez en cuando, se puede ver algún vehículo de lujo, un Mercedes Benz deportivo o un todoterreno BMW, que contrasta con los rickshaws tirados por campesinos en los huesos, descalzos, o con los destartalados autobuses que se tambalean por las avenidas, desprendiendo nubes de humo negro, haciendo sonar cada paso sus bocinas y con racimos de gente sudorosa y cansada colgada de sus puertas.

Al sur de la ciudad, en la avenida Prince Anwar Shah, detrás de un precario asentamiento de casas de chapa y madera, me detengo sorprendido ante una serie de altísimas torres. Un complejo residencial con pistas de tenis y piscina, anunciado por enormes carteles en los que se ve a gente sonriente, sosteniendo una raqueta o nadando en una piscina.

Con asombro noto que aquellos pasacalles pintados a mano, irregulares, paupérrimos, con letras en bengalí, que hace año se veían por doquier, han dejado paso en algunos sitios a reclamos publicitarios de teléfonos móviles, whisky o cigarrillos, en los que aparecen luminosas fotografías de modelos tumbados en un yate o en una playa. Lo que no ha cambiado son los chicos que en un vertedero próximo al complejo residencial remueven la basura en busca de algo de valor.

Esta mañana leí en The Telegraph un artículo que afirma que los ingresos de una quinta parte de la población india crecen entre un 30 y un 40% al año, mientras que el del resto de la gente que sobrevive en esta nación que cuenta con más de mil millones de habitantes, apenas se incrementan un 2%. Con preocupación, el autor señalaba que ese sector del país que se está enriqueciendo de manera tan frenética, casi no ahorra, debido a que destina sus beneficios a la compra de artículos de lujo, en su mayor parte venidos desde el extranjero.

La contracara del supuesto milagro indio se encuentra principalmente en el campo, donde el número de suicidios entre los agricultores no deja de multiplicarse. La caída del precio de los granos en el mercado internacional, y la falta de ayudas estatales, hacen que cada día la parte del país que se dedica a la agricultura – dos tercios de la población -, sea más pobre. Esos campesinos que, empujados por la miseria, vienen a ciudades como Kolkata para terminar malviviendo en sus aceras junto a sus mujeres e hijos.

Hablando de milagros…

En la terraza del hotel conocí hoy a una joven que me dijo entusiasmada que ha venido a meditar durante un mes a la India, pues es un lugar “muy espiritual”. Sin querer entrar en polémicas, debo confesar que esa etiqueta que muchos cuelgan a la India de lugar “muy espiritual”, siempre me ha llamado la atención.

Si bien se trata de un país por el que siento un profundo afecto, donde aprendí valiosísimas lecciones de vida y en el que tengo grandes amigos, lo cierto es que me parece un sitio decididamente carente de espiritualidad (si es que algún sitio se puede denominar de esta forma). Los ancianos abandonados en la calle, los moribundos que esperan en la puerta de los hospitales sin que nadie los atienda, los niños atiborrados de piojos que pululan entre la basura, no me dan muestra de que se trate de una sociedad con una capacidad extraordinaria para hacer suyo el sufrimiento ajeno, para empatizar con el desvalido, el postergado, que es lo que yo suelo asociar con el adjetivo “espiritual”. Y mucho menos aún esta India nuevo rica, de grandes coches de lujo, centros comerciales y complejos residenciales con piscina y pista de tenis, que no ha dado muestra alguna de estar dispuesta a compartir su buena fortuna.

Es verdad que la gente en los barrios de chabolas te acoge con generosidad y tiene una sorprendente propensión a sonreír a pesar de todo. Diría que se trata de una suerte de candidez, que resulta ejemplar, inspiradora, y que sorprende en medio de la miseria. Y también podría ser acertado concluir que, ante una realidad tan distinta a la nuestra, te haces muchas preguntas, te ves a ti mismo reflejado en un espejo y te conoces, te descubres, y quizás eso te ayuda a tomar decisiones que en el caos de obligaciones y prisas de Occidente te serían menos fáciles de asumir. Tal vez por eso mucha gente «se encuentra a sí misma» en la India.

Pero escuchar que este país en el que la mujer se halla en un sitio tan marginal; en el que las diferencias por clase o color de piel son tan crueles y excluyentes; en el que hay 80 millones de niños trabajadores y más de 300 millones de pobres; es un lugar que “espiritual”, al que vienes a encontrar paz y armonía, me produce una honda perplejidad. Al contrario, creo que la situación en esta parte del mundo lo que genera es desagrado, rabia, y te sume en la angustia y la desazón. El milagro indio no existe, ni en la economía ni en los monasterios y casas de retiro.

Desembarco en Calcuta

Regreso a Calcuta, la ciudad que durante tres años fuera mi hogar. En el avión, mientras sobrevolamos Turquía, Siria y Afganistán hasta que finalmente nos sumergirnos en el cielo del subcotinente indiopaquistaní, me pregunto cuánto habrá cambiado la situación en la que hasta hace no mucho tiempo era considerada la urbe más postergada del planeta, símbolo de la vida en la miseria.

Los indicadores no podría ser mejores. La India avanza hacia las fauces del siglo XXI con un crecimiento en su PIB extraordinario, apuntando a convertirse en una potencia económica, puntera en producción y exportación de nuevas tecnologías.

Sin embargo, apenas recorro las primeras avenidas en el desvencijado taxi Amabassador que me lleva al hotel, descubro que todo sigue igual: las montañas de basura, las chabolas que se amontonan por doquier, las familias harapientas y famélicas que malviven en las aceras. Bajo la lluvia monzónica, en la tenue luz del amanecer, entre el humo de las cocinas a carbón, vislumbro una imagen que me produce una tristeza honda e insoslayable: una mujer desnuda, piel y huesos, rodeada de cuervos, tirada junto a una cloaca.

Una imagen que me recuerda a otra que retraté hace doce años, y que no he podido olvidar, aunque en todo este tiempo he sido testigo una y otra vez de la miseria humana, en la guerra, en barrios de chabolas, en hambrunas. Una mujer tumbada en un basural, en la puerta de la estación de Sealdah.

Al tiempo en que comienzo a comprender que poco ha cambiado en esta parte del mundo, los recuerdos de los años en que Calcuta fue mi hogar – complejos, tristes, dolorosos – ascienden a la superficie.