La historia de Ershad es la de millones de niños en el mundo. Niños que llegan desde el campo a las grandes urbes para trabajar. Como es el caso de Shombu, que malgasta los días lavando platos en un puesto de comida callejera de Calcuta. Empieza su labor al alba y termina bien entrada la noche. Duerme en la acera, junto a los otros empleados del local. Las 500 rupias (100 euros) que recibe de sueldo al mes por empeñar su infancia, por sacrificar la posibilidad de un futuro próspero, van directamente a sus padres.
Pequeños que un buen día pasan de estar entre los animales y los cultivos, en una vida pobre pero apacible, que transcurre al ritmo de la naturaleza, a encontrarse repentinamente en las fauces del caos, de la explotación, del abuso de la ciudad. Al igual que Rajiv, que se dedica a la venta ambulante sobre los mugrientos baldosones de Chowringee Road. Una cruel paradoja: vende juguetes para que otros niños juegen, mientras que él, a los siete años de edad, ya lleva la vida de un adulto.
Según me cuenta Ershad – en un relato complejo, con algunas lagunas y difícil de ordenar cronológicamente, ya que era apenas un niño -, nació en el seno de una familia del estado Bihar, en el nordeste de la India. A los cuatro años viajó junto a su hermano mayor, Dilshad, y a sus padres, hacia Calcuta. Huían de la miseria. Esperaban prosperar en la ciudad.
El padre comenzó a trabajar recogiendo cartón, que luego vendía, y Ershad y Dilshad fueron empleados por el dueño de un hotel, que por unas pocas rupias los tenía para que hicieran pequeños recados: llevar té a las habitaciones, barrer el suelo.
Vivían en una habitación alquilada, y las cosas no les iban mal, hasta que el destino de la familia se torció cuando la madre se murió repentinamente como consecuencia del cáncer. Una muerte a la que en poco tiempo sucedería la de su padre, que contrajo tuberculosis. De este modo, Ershad y Dilshad se encontraron solos, sin ayuda. Su hermana, casada y con hijos, aunque estaba en Calcuta, poco podía hacer por ellos pues vivía junto a su marido en la calle.
Desde que tenía uso de razón, Ershad había trabajado en el campo. Y ya había sufrido tuberculosis, por lo que no sabe si se trató de un rebrote de la enfermedad o de un nuevo contagio. Lo cierto es que, cuando estaba empleado en una tienda de té, comenzó a perder peso. «Todo el mundo me llamaba tomate, porque siempre había sido gordito. Y ahora me estaba poniendo muy delgado. De tanto lavar los platos tenía hongos en las manos y en los pies, y cada día me costaba más respirar».
Su cuñado lo sacó entonces del puesto de té y lo llevó de regreso a la aldea, pero el estado de Ershad no dejaba de empeorar, así que lo trajo a Calcuta y lo dejó en un hogar de la Madre Teresa. Fue entonces cuando nuestros destinos se cruzaron. Cuando le saqué esa foto, aún enfermo de tuberculosis, en la que parecía no un niño de siete años sino un anciano.
La enfermedad, que casi termina con la vida de Ershad, probó al final ser una suerte de punto de inflexión, de salvación, pues la ONG de un amigo lo sacó del centro de las hermanas y le dio la oportunidad de estudiar y comenzar una nueva vida, lejos de las calles, de la explotación laboral. Su hermano, Dilshad, que también estaba enfermo de tuberculosis, se sumó asimismo al hogar.
De aquellos comienzos, una foto muy significativa, la primera vez que los dos hermanos vieron el mar, en un viaje organizado por los coordinadores del hogar del que formaban parte. Recuerdo la sorpresa de ambos al descubrir el océano Índico. El miedo que sentía el principio, y lo difícil que era después, una vez que le tomaron el gusto al asunto, hacer que dejaran de jugar de una vez por todas en las olas, o que no se fueran nadando demasiado lejos.
¿Cómo será Ershad hoy, trece años más tarde?, me pregunto mientras lo espero en la recepción del hotel Fairlawn. Aunque me escribe correos electrónicos muy a menudo, estoy lleno de dudas. Finalmente, nos encontramos, nos fundimos en un sentido abrazo. Y el joven que descubro, inteligente, locuaz, seguro de sí mismo, decidido a salir adelante y prosperar, me emociona, y me hace sentir enormemente orgulloso en la ínfima parte en que lo pude ayudar.
A los 19 años está terminando el último curso de la escuela. Vive en un piso de alquiler. Tiene novia, otra niña huérfana que también trabaja con ahínco para salir adelante. Me dice que quiere ir a la universidad, estudiar administración de empresas o programación de ordenadores, no está muy seguro.
Durante las dos semanas que paso en Calcuta nos vemos casi a diario, pues me ayuda con la producción de los documentales que estoy filmando. Traduce de maravillas, se mueve con soltura entre la gente de la calle, habla a cámara sin miedos – es más, me dice que pare, que se quiere peinar -, bromea, no se cansa ni protesta, pasemos las horas que pasemos de un lado a otro, en medio del calor, de la humedad, del agobiante tráfico.
Pero lo mejor es que lo conozcáis por vosotros mismos, en octubre, cuando emitamos en 20 Minutos el capítulo de Un día más con vida en el que nos habla del trabajo infantil y nos lleva a conocer los lugares en los que transcurrieron esos primeros años en Calcuta, cuando eran un niño de cinco años de edad que lavaba platos en un restaurante, cuando dormía en la calle y estaba solo en el mundo. Aquellos tiempos que, afortunadamente, han quedado para siempre en el pasado.