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La increíble historia de los médicos del gueto de Varsovia que respondieron al nazismo con ciencia

Durante la 2ª Guerra Mundial, los campos de concentración nazis y japoneses fueron escenarios de brutales y aberrantes torturas disfrazadas de experimentos médicos. También en los gulags soviéticos se practicó esta falsa ciencia monstruosa. Pero según escribía en 2016 en la revista Bulletin of the History of Medicine la especialista en estudios rusos de la Universidad del Sur de Florida Golfo Alexopoulos, basándose en los primeros documentos desclasificados de estas prácticas en los campos soviéticos, «aunque la ciencia de los gulags aparentemente no poseyó el carácter letal de la medicina nazi, tampoco este trabajo fue enteramente benigno». Tal vez el diagnóstico de Alexopoulos sea demasiado indulgente, conociéndose, por ejemplo, los experimentos con venenos en los gulags.

Y para que no quede nada sin citar, cabría mencionar otros casos como el infame estudio sobre sífilis de Tuskegee que EEUU llevó a cabo desde 1932, en el que se reclutó a cientos de hombres negros afectados por la enfermedad sin informarles de su diagnóstico y proporcionándoles tratamientos falsos, para estudiar su evolución. Aquello no tuvo ninguna relación con la guerra; de hecho, se prolongó durante 40 años. Pero es una muestra de que fueron muchos los países en los que se diría que se aprovechó una especie de periodo propicio para las atrocidades en nombre de la ciencia: esta ya tenía una estructura y un desarrollo, pero aún no se habían impuesto los estándares éticos que hoy imperan. Y en este contexto, la guerra aportaba los ingredientes de caos, excepción e impunidad que faltaban para que se cometieran tales barbaridades.

Pero sin duda, y con la información disponible hoy, fueron los campos y centros de investigación nazis y japoneses (en Japón no fue solo la infame Unidad 731) los que superaron todos los límites imaginables de vileza y repugnancia. No voy a abundar aquí en enumerar algunos de estos espantosos crímenes; quien esté interesado podrá encontrar información sobrada en internet, y que prepare el estómago para encajar un puñetazo de horror real. Pero un caso especial que merece comentario es el de los experimentos de hipotermia en los campos nazis.

A diferencia de los delirios sádicos de los médicos Josef Mengele en Auschwitz o Aribert Heim en Mauthausen, en los que no existía realmente el menor método ni ánimo científico, se sabe de unos 30 proyectos de investigación desarrollados con lo que era un pretendido enfoque científico, en versión nazi. Y entre ellos, el más conocido es el de los experimentos de hipotermia en el campo de Dachau. Para estudiar cómo proteger de las aguas gélidas del mar a los tripulantes de la Luftwaffe que caían abatidos, y a los soldados del frente ruso, los médicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo desnudos o con trajes especiales y registraban el tiempo que tardaban en morir, así como la respuesta a distintos métodos de reanimación.

Dada la pulcritud con la que se recogieron aquellos datos, ocurrió que los experimentos nazis fueron citados en estudios posteriores sobre la hipotermia; hasta 1984, más de 45 los habían incluido en sus referencias. La ciencia siempre se basa en el conocimiento previo y este tiene que quedar bien detallado en las referencias, un apartado esencial de todo artículo en el que también se invierte esfuerzo y tiempo.

Pero durante décadas ha coleado un debate ético: incluso si sus datos fuesen válidos, ¿deberían citarse estos estudios, dadas las circunstancias en que se llevaron a cabo? La controversia ha continuado hasta hoy, a pesar de que ya hace décadas algunos expertos reanalizaron los estudios nazis y juzgaron que «ni la ciencia ni los científicos de Dachau eran fiables, y los datos no tenían ningún valor», según citaba un estudio de 1994.

Frente a estos casos tan vergonzantes para la historia de la ciencia, los profesores de nutrición de la Universidad Tufts de Massachusetts Merry Fitzpatrick e Irwin Rosenberg contaban esta semana en The Conversation un ejemplo contrario que, si bien no era del todo desconocido, debe difundirse más: cómo un grupo de médicos judíos del gueto de Varsovia, ellos mismos sufriendo la misma hambruna que todas las personas confinadas allí por los nazis, recogieron observaciones científicas de los efectos de la inanición hasta la muerte, con la esperanza de que sus estudios pudiesen servir de algo a la ciencia y perdurasen además como testimonio de aquellos horrores.

Tras la invasión nazi de Polonia, en la capital se amuralló un área de poco menos de 4 kilómetros cuadrados (unas 3 veces el Retiro de Madrid) donde se confinó a más de 450.000 personas. Fitzpatrick y Rosenberg apuntan que los alemanes de Varsovia recibían raciones de 2.600 calorías al día, lo que hoy se considera correcto para una dieta normal, pero los judíos sobrevivían con menos de la tercera parte, unas 800 calorías a las que llegaban complementando sus raciones con el contrabando. Según los investigadores, un estudio sobre inanición a finales de la 2ª Guerra Mundial en EEUU se hizo con voluntarios a los que se les daba el doble de calorías que esto.

El gueto albergaba dos hospitales, para adultos y niños, en los que se permitía el tratamiento de los pacientes con los recursos que pudieran conseguir, pero se prohibió la investigación. Y pese a ello, desde febrero de 1942 un grupo de médicos judíos puso en marcha un estudio en secreto sobre la inanición en sus pacientes, dirigido por Israel Milejkowski.

Una de las fotografías del hambre en el gueto de Varsovia incluidas en el libro ‘Maladie de famine’. Imagen de American Joint Distribution Committee.

Así, los médicos registraron datos de sus pacientes hasta una muerte por hambre que ellos no podían evitar de ningún modo, recogiendo observaciones valiosas; por ejemplo, que incluso al borde de la muerte la mayoría de las personas no mostraban síntomas de enfermedades típicas de la carencia de vitaminas, como el escorbuto (C), la ceguera nocturna (A) o el raquitismo (D). Y en cambio, sufrían más la falta de minerales: solían desarrollar osteomalacia, un ablandamiento de los huesos por desmineralización, cuando el organismo tiraba de esas reservas de minerales para luchar contra la inanición. Los médicos observaron también que la energía proporcionada por el azúcar, y no la carencia de otros nutrientes, era el factor limitante para la vida.

El 22 de julio de 1942 el Tercer Reich comenzó a aplicar su infame «solución final» al gueto de Varsovia. Aquel día las fuerzas nazis arrasaron el gueto, destruyendo los hospitales y comenzando la masacre o deportación de sus habitantes hacia los campos de exterminio. Para entonces el equipo dirigido por Milejkowski había recogido infinidad de datos valiosos, y durante varias noches los médicos participantes en el programa se dedicaron a intentar salvar sus cuadernos de la destrucción y a encontrarse en secreto en los pabellones del cementerio para poner por escrito una serie de estudios documentando su investigación. Según los cálculos de aquellos médicos, unas 100.000 personas habían muerto en el gueto de hambre y enfermedad. En octubre, cuando terminaban de reunir en un libro los seis estudios que habían podido salvar, otros 300.000 habitantes del gueto habían sido asesinados en los campos de exterminio.

Aquel manuscrito, titulado en francés Maladie de Famine, en inglés The Disease of Starvation: Clinical Research on Starvation in the Warsaw Ghetto in 1942, fue entregado a alguien que lo enterró en el cementerio del hospital para salvarlo de la destrucción. Según Fitzpatrick y Rosenberg, menos de un año después la mayoría de sus 23 autores habían muerto. Después de la guerra el manuscrito se recuperó y se entregó a uno de los autores que aún vivían, Emil Apfelbaum, y a una organización destinada a ayudar a los supervivientes judíos, el American Joint Distribution Committee. Ellos se encargaron de editar y publicar el libro entre 1948 y 1949, casi coincidiendo con la muerte de Apfelbaum.

En EEUU se distribuyeron 1.000 copias de la versión francesa. Fue rebuscando en los depósitos del sótano de la biblioteca de su universidad cuando Fitzpatrick y Rosenberg, que se dedican a estudiar los efectos biológicos de la inanición, descubrieron un ejemplar, y decidieron que debían contarlo. El libro de Milejkowski y sus colaboradores no había desaparecido ni era del todo ignorado; de hecho, el catálogo mundial de bibliotecas muestra que hay más de un centenar de ejemplares repartidos por el mundo, dos de ellos en España: uno en la Residencia de Estudiantes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y otro en la biblioteca de la IE University, ambas en Madrid. Pero sin duda es una historia muy poco conocida que merece mayor difusión, tanto por el heroísmo de los autores, combatiendo la barbarie con ciencia, como por el escalofriante prólogo de Milejkowski, en el que escribía:

«Qué puedo deciros, mis amados colegas y compañeros de miseria. Sois una parte de todos nosotros. Esclavitud, hambre, deportación, esas cifras de muertes en nuestro gueto son también vuestro legado. Y vosotros, mediante vuestro trabajo, podréis dar a los esbirros la respuesta Non omnis moriar, [no moriré del todo]».

Milejkowski escribió estas palabras al final de las deportaciones, en un gueto ya casi desierto, sabiendo que vivía las que serían sus últimas horas:

«Este trabajo se originó y emprendió bajo condiciones inconcebibles. Sostengo mi pluma en la mano y la muerte me observa en mi habitación. Mira a través de las ventanas negras de casas tristes y vacías, en calles desiertas donde se acumulan las posesiones vandalizadas y saqueadas… En este silencio dominante residen la fuerza y la profundidad de nuestro dolor, y los gemidos que un día sacudirán la conciencia del mundo».

¿Hora de enterrar para siempre a Hans Asperger, médico nazi?

El pediatra austríaco Hans Asperger (1906-1980), cuyo nombre se utiliza desde 1981 para designar un síndrome relacionado con los Trastornos del Espectro del Autismo (TEA), comenzó en 1938 a firmar sus diagnósticos con un «Heil Hitler«. De por sí, alguien podría argumentar que este hecho no es suficiente motivo para descalificar a Asperger: ¿quizá estaría obligado? ¿Pudo ser un trampantojo para mostrar una fachada aceptable ante el régimen nazi que le permitiera proteger a sus pequeños pacientes, como hacía Oskar Schindler cuando agasajaba a los jerarcas del III Reich?

Hans Asperger, circa 1940. Imagen de Wikipedia.

Hans Asperger, circa 1940. Imagen de Wikipedia.

Precisamente el caso de Schindler, si es que la película es fiel a la historia real, sirvió para popularizar a través del cine la figura del personaje con claroscuros frente a la dictadura de Hitler, lejos del clásico esquema de los buenos sin sombras y los malos sin luces. En aquel guion fluía maravillosamente la transición del personaje: desde el especulador sin remordimientos deseoso de lucrarse a costa de la guerra y el sufrimiento, al empresario interesado en defender a los suyos en pro de su propio beneficio, y finalmente al benefactor dispuesto a arruinarse por salvar una vida más.

Después de la Segunda Guerra Mundial y aparte de los juicios como los de Nuremberg, infinidad de personajes de la época fueron sometidos a escrutinio para determinar cuál había sido su relación real con el III Reich. Muchos salieron de aquel proceso legalmente exonerados pero con su reputación comprometida, como el director de orquesta Herbert von Karajan, muy representativo del caso del oportunista que prefirió mirar para otro lado: von Karajan no era nazi ni colaboró de ningún modo con el régimen, pero sí fue miembro del partido y se aprovechó de esta condición para edificar su carrera llevando su música por los países invadidos.

Esta ambigüedad tuvo su propio capítulo en el mundo de la ciencia. Es bien sabido cómo se hizo la vista gorda con el ingeniero Wernher von Braun y otros 1.600 científicos y especialistas nazis, reclutados después de la guerra por el gobierno de EEUU con sus expedientes limpios de polvo y paja. Pero quizá no tan conocido es el hecho de que algunas de las crueles investigaciones llevadas a cabo por los científicos con los prisioneros de los campos de concentración continuaron sirviendo después como referencias en ciertas líneas científicas.

Experimento de hipotermia con un prisionero en el campo de concentración de Dachau. Imagen de Wikipedia.

Experimento de hipotermia con un prisionero en el campo de concentración de Dachau. Imagen de Wikipedia.

Un ejemplo es el efecto de la hipotermia en el cuerpo humano. Con el fin de investigar cómo proteger a los pilotos de la Luftwaffe si caían derribados en el mar, los científicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo con uniforme de vuelo, cronometrando el tiempo que tardaban en morir. Durante décadas, estudios posteriores sobre esta materia han citado aquellas investigaciones, obviando el pequeño detalle de que los resultados se obtuvieron torturando hasta la muerte a los sujetos humanos.

De cuando en cuando, en los foros científicos resurge el debate sobre la necesidad de terminar de limpiar la ciencia de aquella herencia macabra. Y esta discusión concierne también a ciertos trastornos que aún hoy continúan llevando el nombre de médicos presunta o probadamente relacionados con el régimen nazi. Probablemente el más conocido de estos nombres es el de Asperger.

Pero ¿quién era Hans Asperger? ¿Era un Schindler, o al menos un mero von Karajan? ¿O era en realidad un médico nazi? Durante décadas su figura ha estado envuelta en una neblina de incertidumbre: “la literatura existente sobre el tema ha tendido a minimizar o pasar por alto cualquier implicación [con el régimen nazi], o incluso a postular que Asperger adoptó una posición de resistencia activa”, escribía el mes pasado en la revista Molecular Autism el historiador de la Universidad Médica de Viena (Austria) Herwig Czech.

Sin embargo, según muestra el trabajo de Czech, parece que la versión más ajustada a la realidad es la más terrible. A lo largo de un decenio, Czech ha desenterrado y analizado una vasta documentación sobre el pediatra austríaco que hasta ahora dormía en los archivos, además de reunir y repasar las diversas y a veces discrepantes fuentes ya conocidas. Y de su amplio estudio de 43 páginas se desprende un veredicto contundente. Según resume un editorial que acompaña al estudio de Czech, Asperger “no solo colaboró con los nazis, sino que contribuyó activamente al programa nazi de eugenesia enviando a niños profundamente discapacitados a la clínica Am Spiegelgrund de Viena”.

Am Spiegelgrund es uno de los nombres más infames en la historia de las atrocidades nazis. “Era una clínica que él [Asperger] sabía que participaba en el programa de eutanasia infantil del III Reich, donde se mataba a los niños como parte del objetivo nazi de crear por ingeniería eugenésica una sociedad genéticamente pura a través de la higiene racial y de la eliminación de las vidas consideradas una carga y no merecedoras de vivir”, prosigue el editorial. Como parte del programa de eutanasia Aktion T4, en aquella siniestra institución 789 niños murieron por gas, inyección letal o desnutrición, muertes que en los certificados oficiales se atribuían a la neumonía. La clínica conservó en tarros los cerebros de cientos de niños para su estudio.

Memorial en Viena por los niños asesinados por el régimen nazi en Am Spiegelgrund. Imagen de Haeferl / Wikipedia.

Memorial en Viena por los niños asesinados por el régimen nazi en Am Spiegelgrund. Imagen de Haeferl / Wikipedia.

La investigación de Czech no descubre, ni el historiador pretende alegar, que Asperger participara directamente en las muertes de aquellos niños. Pero con diagnósticos “marcadamente duros”, como calificar a un niño de “carga insoportable”, el pediatra recomendaba el internamiento de los pequeños en Am Spiegelgrund, donde sabía que muchos de ellos eran asesinados. La jerarquía nazi consideraba a Asperger «políticamente irreprochable» y un firme defensor de los principios de higiene racial, y su lealtad al régimen fue recompensada con progresos en su carrera.

Como conclusión principal, Czech señala: “A la luz de la evidencia histórica, la narrativa de Asperger como destacado oponente del Nacional Socialismo y valiente defensor de sus pacientes contra la eutanasia nazi y otras medidas de higiene racial no se sostiene”.

Por si no fueran pruebas suficientes, la publicación del estudio de Czech ha coincidido con la del libro de Edith Sheffer Asperger’s Children: The Origins of Autism in Nazi Vienna, que expone una tesis similar: “Asperger no solo estuvo implicado en las políticas raciales del III Reich de Hitler, sino que además fue cómplice en el asesinato de niños”.

Recientemente se ha informado de que en la nueva versión –que entra en vigor este mes– de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), una de las dos referencias globales utilizadas por la psiquiatría, desaparece definitivamente el diagnóstico de Síndrome de Asperger, pasando a fusionarse dentro de los TEA. Algunas personas diagnosticadas con Asperger van a echar de menos este epónimo, algo comprensible después de una vida acostumbrados a él. Pero la decisión adoptada por la OMS, que responde a motivos clínicos, va a evitar algo que para otros muchos sí puede ser una carga insoportable: llevar en su condición el nombre de quien mandaba a los niños al exterminio.