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Populismo contra ciencia

Ocurrió durante los picos más puntiagudos de la pandemia que repentinamente surgían expertos debajo de cualquier piedra, en tertulias cuyos mismos integrantes solían decir, no mucho tiempo atrás, que no entendían de ciencia. Con el desastre de la COVID-19 todos los demás asuntos de la actualidad quedaban empequeñecidos. Por lo tanto, y dado que era obligado hablar de cóvid, los tertulianos y comentaristas estaban obligados a opinar, y opinaban; aunque lógicamente no con demasiada fortuna, ya que eran paracaidistas en un campo de batalla que desconocían por completo.

Esto es un síntoma de una tendencia. Sobre todo con la pandemia y el cambio climático, pero no solo, ha ocurrido que políticos, medios y el público en general ya no pueden permanecer ajenos a la ciencia. Ya no puede contemplarse como algo que solo se asoma fuera de las secciones especializadas cuando se descubre la cura del cáncer, cosa que, si nos atenemos a lo que se publica, ocurre casi todas las semanas.

Pero no solo: aunque la pandemia y el cambio climático sean ahora los principales determinantes de esta tendencia, resulta que la ciencia se inmiscuye en asuntos incómodos que muchos preferirían que siguieran siendo territorio exclusivo de las ideologías. Por ejemplo, descubrir que existen bases biológicas para la diversidad de orientaciones e identidades sexuales diferentes es algo que sin duda muchos preferirían que siguiera sin saberse. En realidad, es solo un espejismo creer que todo esto es nuevo. Por escoger un solo caso histórico de la biología, el conocimiento de la evolución de las especies y de la posición que ocupa el ser humano en la naturaleza obligó a una transformación profunda de usos sociales, leyes y políticas.

Sucede con el conocimiento que no tiene vuelta atrás: una vez que se sabe, ya no es posible des-saber. Pero hay otra salida: negar lo que se sabe, ignorarlo. Esta es una reacción muy humana. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo y cómodo cerrar los ojos y los oídos al conocimiento, y seguir pensando del mismo modo que antes, que estudiar y comprender algo sobre lo que previamente se sabía poco o nada y obligarse a uno mismo a rendir sus baluartes ideológicos a la evidencia.

Este es posiblemente uno de los motivos por los que la anticiencia es más fuerte precisamente cuando la ciencia también lo es. Los bulos, las noticias falsas y las teorías de la conspiración han vivido su momento más dorado en tiempos de pandemia y cambio climático, y esto también parece una tendencia en alza.

Y dado que la ciencia y la anticiencia están presentes en la vida, en la sociedad y en la política, también forman parte de las campañas políticas. En Italia, la candidata ganadora de las elecciones, Giorgia Meloni, dijo en su mítin de cierre de campaña: «Ya no doblegaremos nuestras libertades fundamentales a estos aprendices de brujo», refiriéndose a los médicos y los científicos. Durante la campaña se ha manifestado en contra de las vacunas —dice no ser antivacunas, pero que la ciencia ahora tiene «las ideas poco claras» (¡¿?!); el clásico «no soy yo, son ellos»— y no ha ocultado su postura contraria a la ciencia, que ha llevado a un grupo de médicos a lanzar la campaña #votaconScienza, según contaba Vanity Fair. Ahora, la ciencia italiana va a enfrentarse a un panorama complicado, como ya ocurrió en EEUU con Donald Trump.

Giorgia Meloni en 2014. Imagen de Jose Antonio / DoppioM / Wikipedia.

Dicen que los populismos políticos triunfan porque apuntan directamente a las tripas, circunvalando los rincones de pensar. Y que este alimento triunfa sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbres como los que vivimos. Entre otros muchos argumentos, no cabe duda de que Meloni ha explotado la fatiga pandémica, como antes han hecho también otros líderes políticos con notable éxito. Cuando las tripas suenan, es difícil acallarlas.

Sería muy discutible si la llamada política tradicional se dirige realmente a la razón y no al corazón. Pero sí es así en el caso de la ciencia. Y cuando la ciencia descubre algo, solo hay dos opciones. La racional, acatarlo y aceptarlo, no es la más sencilla, porque puede obligar a un cambio de ideas que no es cómodo. Es más conveniente la emocional, agarrarse a las ideas e ignorarlo.

Por ejemplo. Muchas personas han creído que las orientaciones e identidades sexuales minoritarias, las que se apartan de la norma, son una construcción psicológica y social que ha prosperado en un clima popular favorable. Pero cuando en las últimas décadas la ciencia ha descubierto que es un fenómeno real con una base biológica sustanciada, seguir hablando de «ideología de género» tiene tanto sentido como hablar de ideología de la evolución o de ideología del heliocentrismo. Es un hecho, no una ideología. Defender un hecho no es una ideología; lo que es una ideología es negarlo, una ideología antigénero.

Recientemente el especialista en asuntos religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que resumía la tesis de su último libro, Wild Experiment: Feeling Science and Secularism after Darwin. Las investigaciones de Schaefer estudian cómo las emociones dirigen la experiencia humana, incluyendo las creencias. Es evidente que las personas pertenecientes a los sectores del populismo ultraconservador se guían por creencias, y ellos mismos lo reconocen; las ideas que Meloni defiende se basan en un credo religioso. La validez de estas opiniones podrá ser discutible para otras personas —por ejemplo, cuando atentan contra derechos fundamentales—, pero deja de serlo por completo cuando niegan la realidad.

Según Schaefer, esas mismas emociones asociadas a las creencias religiosas son también las que motivan la creencia en teorías de la conspiración; no importa tanto la cantidad o calidad de la información que circula (veraz o falaz), sino entender los sentimientos que hacen las conspiranoias tan atractivas para muchas personas. Los seguidores de estos bulos, dice Schaefer, quieren creer, como Fox Mulder en Expediente X.

Schaefer repasa cuáles son estos sentimientos en las personas adeptas a las conspiranoias: se sienten más inteligentes que los demás, más críticos, con una capacidad de juicio de la que los otros, a los que ven como borregos de un rebaño, carecen. Si el 99% de los científicos están de acuerdo en algo, los conspiranoicos creerán que los verdaderamente inteligentes, independientes y creíbles son el 1% restante. Son los únicos iluminados que comparten con el conspiranoico una visión del mundo en la que todo está conectado, nada ocurre sin un motivo y las casualidades no existen; una subtrama oculta de la realidad que es totalmente ilusoria y delirante, completamente inventada, pero donde todas las piezas encajan a la perfección. Y para las personas que abrazan esta mentalidad, descubrir esa ficticia trama es gratificante; es como una inyección de adrenalina que hace del mundo un lugar más excitante.

Schaefer no es el primer experto que destaca el papel de las emociones en el pensamiento conspiranoico, pero es cierto que a menudo otras aproximaciones a este problema olvidan el factor emocional centrándose solo en el intelectual, lo que deja un agujero en torno al cual se dan vueltas y vueltas sin encontrar cómo rellenarlo.

En el fondo, aclara Schaefer, esta emotividad no está solo ligada al pensamiento conspiranoico, sino a todo tipo de pensamientos y mensajes; no somos tan racionales como nos gusta creer. La diferencia, viene a decir, es que otros aceptamos renunciar a esa emoción que produce creerse iluminado, a esa inyección de adrenalina: «Desenmarañar sus creencias [de los conspiranoicos] requiere el paciente trabajo de persuadir a los devotos de que el mundo es un lugar más aburrido, más aleatorio y menos interesante de lo que uno podría haber esperado». Contra las tripas, razón. Contra el populismo, ciencia.