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¿Saben las plantas que las están devorando? ¿Se vengarán?

Aunque difícilmente aparecerá clasificada así en las reseñas, lo cierto es que El incidente (2008) de M. Night Shyamalan –que esta semana han repuesto en televisión– es una película de ciencia-ficción. Y voy a explicar por qué. Advierto, para quien no la haya visto y planee hacerlo, que en el siguiente párrafo me dispongo a destriparla por completo.

La película parte de premisas científicas que estira hasta arrastrarlas a los límites de lo posible o lo verosímil, lo que en mi opinión se encastra bastante bien en la definición que Ray Bradbury proponía de la ciencia-ficción como «el arte de lo posible». Una premisa científica de la película es la capacidad de las plantas de segregar compuestos químicos en respuesta a estímulos externos, y otra es el hecho de que todo lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos está gobernado por el tráfico de neurotransmisores de nuestro cerebro. Ambas afirmaciones son científicamente válidas. El argumento que en la película vincula las dos premisas estirándolas hasta el límite es que las plantas puedan responder al estímulo de la presencia humana produciendo toxinas volátiles capaces de interferir en el funcionamiento normal del cerebro hasta hacernos perder completamente la razón.

Dejemos de lado la calidad cinematográfica de El incidente, que va en gustos; en mi opinión, es una película simplemente entretenida que podría haberlo sido aún más, pero con algunos aciertos narrativos. Por ejemplo, el logro de plasmar una amenaza indefiniblemente siniestra en la inocente imagen del viento sobre una pradera; algo parecido a lo que Hitchcock logró con una bandada de cuervos en un parque infantil. Centrándonos en la ciencia, Shyamalan emprende una interesante exploración de sus premisas científicas, dentro del estilo de lo que los anglosajones llaman un «what if…?» o, en castellano, «¿qué pasaría si…?». Tal vez la película no suscitó demasiada discusión en este sentido, pero quizá se debe a que la presunta capacidad de las plantas imaginada por el guionista parece algo muy lejos de la realidad. Y no lo es. No.

Hace unos meses publiqué aquí un artículo titulado ¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia? En él comentaba un estudio que sugería la existencia de un proceso de toma de decisiones en las plantas, para recoger además la actual visión de muchos científicos que no están de acuerdo con la idea tradicional de las plantas como simples adornos pasivos del paisaje. Un reportaje publicado anteriormente en la revista The New Yorker había repasado los hallazgos que en los últimos años han revelado capacidades sorprendentes en los vegetales. A propósito de lo explicado en este reportaje, escribí en mi post:

El autor [del reportaje de The New Yorker] aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de “cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria”, y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen.

Un estudio publicado en la revista Oecologia viene a extender estas observaciones, concretamente en el último aspecto, la capacidad de las plantas de oír y reaccionar a lo oído. Los investigadores de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel y Reginald Cocroft han descubierto que las plantas reconocen la vibración que produce una oruga cuando se come sus hojas, y que responden al estímulo de esta vibración fabricando sustancias químicas de defensa incluso cuando la oruga no está presente.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Appel y Cocroft utilizaron un vibrómetro láser para grabar las vibraciones de las hojas de plantas de Arabidopsis thaliana –el ratón vegetal de los laboratorios– al ser devoradas por las orugas de una mariposa conocida como blanquita de la col (Pieris rapae). El ataque provoca en la planta una respuesta química que incluye la producción de glucosinolatos –compuestos que producen aceite de mostaza– y antocianina, ambos identificados como sustancias de defensa contra los insectos. A continuación los investigadores reprodujeron estas oscilaciones en otras plantas utilizando un sistema piezoeléctrico, que transforma el campo eléctrico en una acción mecánica, y descubrieron que la mera reproducción de las vibraciones también provocaba la respuesta defensiva, algo que no ocurría cuando las plantas escuchaban otros ruidos como el viento o el canto de insectos, ni cuando las dejaban en silencio.

Según Appel, «las investigaciones previas han mostrado que las plantas responden a la energía acústica, incluyendo la música». «Sin embargo, nuestro trabajo es el primer ejemplo de cómo las plantas responden a una vibración ecológicamente relevante», añade la investigadora. «Descubrimos que las vibraciones producidas por la alimentación de la oruga señalizan cambios en el metabolismo de las células de la planta, creando más sustancias químicas defensivas que pueden repeler los ataques de las orugas».

Llegados a este punto, cualquiera podría pensar que la respuesta de la planta es completamente inútil, ya que, de hecho, la oruga se la come. Los científicos descubrieron que al exponer las plantas al sonido del agresor, estas quedaban preparadas para un ataque real, ya que su aumento en la producción de algunas sustancias protectoras se disparaba cuando la oruga comía la planta que había sido advertida de esta manera. Es decir, que según los investigadores el sistema actuaría como una señal de alarma a larga distancia que alertaría a las plantas aún no atacadas para responder con mayor eficacia en caso de agresión. Según estiman los científicos, en una situación real la respuesta llegaría a reducir de un 15 a un 20% la infestación de orugas en las plantas advertidas.

El vídeo que inserto más abajo resume el trabajo de los científicos. Está en inglés, pero quienes no conozcan el idioma al menos podrán escuchar el inquietante mordisco de la oruga que alerta a las plantas. Y por si alguien se está preguntando qué fue de la referencia a El incidente con la que comenzaba este post, y en qué queda con todo esto la verosimilitud de la película, numerosos estudios anteriores (por ejemplo aquí, aquí y aquí) han demostrado que las plantas utilizan sustancias volátiles para comunicarse entre distintas partes del vegetal y entre unos individuos y otros. Por último, para ayudar a la reflexión, simplemente dejo aquí una frase del libro Neurotransmitters in plant life, escrito por la científica de la Academia de Ciencias de Rusia Victoria V. Roshchina:

Acetilcolina, dopamina, norepinefrina, epinefrina [adrenalina], serotonina e histamina, conocidos colectivamente como neurotransmisores, se han encontrado no solo en los animales, sino también en las plantas.

¿Siguen pensando que el argumento de El incidente es solo una fantasía absurda?

Tras el ruido mediático, lo importante de Rosetta empieza ahora

Siempre es alentador que una noticia de ciencia ocupe telediarios cuando se trata de noticias de actualidad, y no de esos reportajes de nevera que se guardan durante meses hasta que un domingo a ningún político le ha dado por abrir la boca ante una alcachofa y es preciso rellenar minutos. Pero lo más sorprendente con lo que me he topado ayer y hoy no es el hecho de que algunos comentaristas políticos cuestionen el gasto en la misión Rosetta de la ESA, confiando en que de este dispendio se extraiga algo verdaderamente útil, como un aparato para curar el cáncer o un teléfono móvil que aguante más tiempo sin descargarse. Lo más sorprendente ha sido escuchar cómo la proeza técnica de Rosetta se cifra en la capacidad de una sonda de volar durante diez años por el espacio, coincidir en la inmensidad del vacío con un pequeño cuerpo errante y transmitirlo todo a la Tierra. Todas ellas, operaciones que las agencias espaciales llevan décadas ejecutando con tasas de éxito abrumadoras.

Dentro de un par de días, ningún medio se acordará de Rosetta y volveremos al mismo fango de siempre: la corrupción, Cataluña, Podemos y el pequeño Nicolás. Es dudoso que los hallazgos científicos de Rosetta logren auparse al plomo más pesado (una metáfora de los titulares en la antigua prensa), ya que esta misión no va a desvelar el origen del universo, como he escuchado en algún medio, ni tampoco va a explicarnos el origen de la Tierra. Ya sabemos que los cometas contienen agua. De hecho, ya sabemos que los cometas contienen agua de composición similar a la de los océanos terrestres, algo que se descubrió primero en 2001 en el C/1999 S4 LINEAR y más tarde en el 103P/Hartley 2. Es más, incluso ya sabíamos que el cometa de Rosetta, el 67P/Churyumov-Gerasimenko, contiene agua, que libera al espacio a razón de dos vasos por segundo.

También sabemos ya que los cometas albergan moléculas orgánicas, y en 2009 se confirmó por primera vez la presencia de un aminoácido –glicina, el más sencillo de todos– en el 81P/Wild (Wild 2). La responsable de este descubrimiento fue la misión de la NASA Stardust, que trajo a la Tierra muestras de este cometa en 2006. Es decir, que incluso ya hemos tenido material de un cometa en nuestras manos.

Todo esto no minimiza el logro técnico que supone el aterrizaje del módulo Philae sobre el cometa 67P. Esto es, en efecto, un avance inédito en la decena larga de sondas que hasta ahora han visitado cometas. Ni tampoco relativiza la importancia de los descubrimientos que Philae está realizando en estos precisos momentos. Pero cuando lleguen estos resultados, es probable que volvamos a escuchar quejas sobre el despilfarro en exploración espacial, es probable que volvamos a escuchar cómo se elogian los logros técnicos ignorando los previos, y es probable que volvamos a escuchar cómo se maximizan los resultados ignorando los previos. Todo esto, si es que aún hay alguien interesado en Rosetta.

Una de las primeras fotos tomadas por el módulo 'Philae' sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Imagen de ESA/Rosetta/Philae/CIVA.

Una de las primeras fotos tomadas por el módulo ‘Philae’ sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Imagen de ESA/Rosetta/Philae/CIVA.

Las aguas vuelven a su cauce. Ahora, a trabajar. Uno de los campos en los que el módulo Philae puede revelar asombrosos hallazgos es la bioquímica prebiótica, es decir, el origen primigenio de algunas moléculas que integran el cuerpo de todo ser vivo, al menos de los que conocemos. La clave está en los aminoácidos, los bloques que se pegan unos a otros en cadenas lineales para formar las proteínas. Un aminoácido consiste en un átomo de carbono cuyas cuatro patas (enlaces) están ocupadas respectivamente por un grupo ácido (carboxilo), un grupo amino (de estos dos deriva su nombre), un núcleo de hidrógeno y, finalmente, un radical que varía de unos aminoácidos a otros. La naturaleza de este último grupo es la que distingue los 23 aminoácidos proteinogénicos, es decir, los que forman las proteínas. Por ejemplo, si el radical es un grupo metilo, el aminoácido se llama alanina. Si es un carboxilo, el aminoácido se llama aspartato. Si es otro carbono unido a un anillo de benceno, tenemos una fenilalanina. Y así sucesivamente hasta los 20 aminoácidos que están directamente codificados en los genes, más otros tres que pueden aparecer por modificaciones.

El más simple de todos los aminoácidos es la glicina, que como radical en su enlace libre lleva únicamente un núcleo de hidrógeno. Al tratarse de un solo átomo, cuando este gira no varía la configuración espacial del aminoácido. Sin embargo, para todos los demás, el grupo radical puede estar unido al aminoácido en dos formas distintas; ambas son imágenes en el espejo la una de la otra. Una de esas formas se llama D y la otra L (del latín de derecha e izquierda). Una comparación fácil de entender es la de nuestras manos: la izquierda y la derecha son iguales, pero simétricas; no se pueden superponer de manera que coincidan, sino que ambas son imágenes especulares.

La mayoría de los aminoácidos que forman parte de las proteínas en los seres vivos son formas L, con algunas raras excepciones. No sabemos por qué es así, dado que los aminoácidos pueden aparecer en cualquiera de sus dos configuraciones y, de hecho, una síntesis de cualquiera de ellos daría lugar a una mezcla en la que ambas formas coexisten en igual proporción. Pero dado que la vida en la Tierra ha evolucionado utilizando casi en exclusiva las formas L de los aminoácidos, esto implica que, allí donde los encontremos, podríamos relacionarlos con el origen de la vida en la Tierra. Es decir, que si fuera de la Tierra encontramos aminoácidos D, sabremos que no tienen nada que ver con la bioquímica terrestre. Por el contrario, si encontramos una sobreabundancia de aminoácidos L, podríamos encontrar una explicación al motivo de nuestra preferencia y situar el origen de nuestras moléculas orgánicas en un cuerpo extraterrestre. Pongamos por caso, un cometa.

El hecho de que en algún objeto extraterrestre pueda encontrarse una preferencia en aminoácidos de un tipo puede deberse a que ambas formas tienen distinta resistencia a ciertas condiciones del espacio, como por ejemplo, la polarización de la luz ultravioleta. Varios experimentos (aquí y aquí, y una revisión aquí) han demostrado que la luz polarizada puede degradar más fácilmente uno de los isómeros de los aminoácidos que el otro. Si suponemos que en un lugar del universo se originaron los primeros aminoácidos y que estos viajaron en algún cuerpo celeste expuestos a condiciones que favorecieron la pervivencia de aminoácidos L, podríamos concluir razonablemente que estamos hechos de moléculas alienígenas.

Una hipótesis frecuentemente manejada por los científicos es que los aminoácidos pudieron llegar a la Tierra a bordo de cometas. Como ya he mencionado arriba, en 2009 se confirmó la presencia de un aminoácido en el cometa Wild 2. Pero este aminoácido era glicina, precisamente el único que no tiene formas D y L. Y ahora, volvamos a Rosetta. La sonda instalada en el cometa 67P va a analizar la posible presencia de aminoácidos. En caso de encontrarlos, será capaz por primera vez en la historia de analizar in situ su quiralidad (así se llama esta propiedad). Y si resulta que en el cometa se encuentra una preferencia de aminoácidos L… Bueno, no podremos afirmar a ciencia cierta que somos alienígenas. Pero estaremos más cerca de creérnoslo. Y esto sí sería revolucionario.

Pasen y vean cómo se fabrica una protocélula con caramelos en gravedad cero

Según la Agencia Europea del Espacio (ESA), mi contribución económica a la Estación Espacial Internacional (ISS) –y la de usted– es aproximadamente de un euro al año. Bueno, de momento puedo permitírmelo. Otra cosa es si preferiría que mi euro se invirtiera en otros proyectos espaciales de mayor calado como, pongamos por caso, la exploración de Marte, en lugar de destinarse a mantener (¡ojo: opinión!) un enorme ganso flotante cuyos verdaderos propósitos son oscuros para la inmensa mayoría de la población de los países que lo sostienen ahí arriba.

Tratándose de la ISS, una cosa debe quedar clara: siempre que hablamos de la actividad relacionada con esta instalación –a saber: lanzamientos de cohetes tripulados o no, expediciones a la estación, paseos espaciales y operaciones a bordo–, la mayoría de ello no es exploración espacial. Una parte se restringe a tareas de mantenimiento (es decir, todo el gasto en el que se incurre, y todo el esfuerzo que se invierte, simplemente para que la estación exista), y otra consiste en investigación científica que aprovecha las condiciones de microgravedad para estudiar procesos que, al menos en el estado actual de las cosas, no tienen nada que ver con la exploración espacial.

La Estación Espacial Internacional en 2011. Imagen de NASA.

La Estación Espacial Internacional en 2011. Imagen de NASA.

Solo una pequeña parte de lo que se hace allí arriba consiste en actividades específicamente relacionadas con lo que entendemos como «el universo» (materia oscura y ese tipo de cosas). Por supuesto, hay un blablablá que siempre postulará los desarrollos tecnológicos motivados por la ISS como fundamentos para exploraciones espaciales más ambiciosas; por ejemplo, cohetes interplanetarios. Pero esto es como decir que el descubrimiento del fuego fue un paso esencial en el proceso que llevaría a la fabricación de los ordenadores portátiles. Desde luego, irrebatible, es.

Respecto a la investigación científica que se lleva a cabo en la ISS, no es que sea inapreciable, y no albergo crítica contra ningún proyecto concreto. Pero cuando un estudio de varios años sobre prevención de la pérdida de masa ósea en microgravedad se publica en la revista Journal of Bone and Mineral Research, con un factor de impacto de 6 (el de The New England Journal of Medicine es de 54), a uno le viene a la mente aquella frase publicitaria de la película Alien: en el espacio nadie puede oír tus gritos.

Por no ceñirnos a un caso aislado, un informe de la NASA enumera un total de 201 publicaciones científicas basadas en experimentos realizados en la ISS entre 2000 y 2008. Es decir, unos 22 al año. El dato no parece impresionante, pero lo es aún menos al entrar en el detalle. La gran mayoría de esas publicaciones son en realidad presentaciones a congresos, que no están sujetas al sistema de revisión por pares de las revistas. Y de los estudios que sí aparecen en publicaciones especializadas, lo más reseñable son un PNAS y tres Physical Review Letters. Ningún Science o Nature. La Jefa Científica de la ISS, Julie Robinson, publicó en 2013 su selección de las diez investigaciones más importantes realizadas en la historia de la estación. Hay un par de PNAS, un Physical Review Letters, un PLOS One, algún Journal of Bone and Mineral Research y Journal of Applied Physiology, un Journal of Neurosurgery y alguna cosa intrincadamente más exótica como Combustion and Flame.

Dicho todo esto, y puesto en común mi recelo respecto al ganso flotante, así como mi suspiro mientras imagino hasta qué rincón del espacio nos habrían llevado esos 100.000.000.000 de euros (sí, cien mil millones) de haberse invertido para otro fin, reconozco que de la ISS a veces nos llegan verdaderas maravillas surgidas de la iniciativa personal de sus tripulantes. Y no me refiero a las gansadas de dar patadas a un baloncito, sino a sus fotografías, a sus blogs o a sus pequeños experimentos domésticos que en ocasiones resultan tremendamente interesantes, pedagógicos y divulgativos.

Hoy traigo aquí uno de esos ejemplos. El astronauta estadounidense Don Pettit se ha distinguido por su empuje innovador, parte del cual ha dedicado a hacer de la ISS un aula de demostración de los principios de la ciencia a los terrícolas del sustrato. En el vídeo que inserto más abajo, Pettit emplea unas golosinas muy populares en EE. UU. llamadas Candy Corn para explicar cómo se organizan y funcionan las moléculas del jabón. El astronauta forma una burbuja de agua y le va introduciendo caramelos, cuya parte plana previamente ha sumergido en aceite para que solo el extremo puntiagudo se sumerja en la burbuja. Así logra crear una esfera compacta de caramelos con sus partes polares (hidrofílicas) hacia dentro y sus porciones apolares (hidrofóbicas) hacia fuera.

El resultado es un modelo a escala de lo que se conoce como una micela, pero justo al revés. Las moléculas del jabón son anfipáticas, es decir, tienen un extremo polar (la cabeza) y otro apolar (la cola). En el agua, se organizan en esferas que dejan hacia fuera la parte hidrofílica, mientras que las colas hidrofóbicas se empaquetan hacia dentro huyendo del medio acuoso. Esto explica por qué el jabón arranca la grasa: cuando lavamos una sartén sucia, estas colas hidrofóbicas se unen al aceite y lo arrastran.

Pero la formación de micelas no solo permite que podamos lavar la ropa y los cacharros, sino que también es responsable de algo bastante más trascendente: la existencia de vida. Si en lugar de jabón empleamos otro tipo de moléculas anfipáticas, como fosfolípidos, y si en lugar de una micela simple con su interior hidrofóbico tenemos una capa de moléculas, a cuyas colas adosamos las de otra segunda capa dispuesta simétricamente, lo que obtenemos es una vesícula delimitada por una membrana que separa el agua del interior del medio externo. Y esto no es otra cosa que una célula. Todas las células están organizadas de esta manera. Y así, la separación del agua y el aceite es lo que permite que exista la vida.

Algunos experimentos de biología sintética, como los del premio Nobel Jack Szostak, tratan de construir células a partir de sus ladrillos básicos para comprender cómo surgió la vida en la Tierra. El primer paso es crear micelas de ácidos grasos y luego transformarlas en vesículas de doble capa para introducir en su interior los componentes moleculares necesarios que permitan obtener una protocélula, una célula rudimentaria capaz de ejecutar los procesos básicos de la vida.

Hace un año, Szostak publicó en Science la creación de protocélulas conteniendo ARN que se replicaba de forma autónoma, sin la intervención de enzimas. Según la hipótesis más aceptada, las primeras células sobre la Tierra debían de emplear ácidos grasos como material de membrana en lugar de los más complejos fosfolípidos, y su material genético era probablemente ARN que además debía replicarse espontáneamente. Es decir, algo muy similar a las protocélulas de Szostak, por lo que este experimento es tal vez el que más nos ha acercado al proceso que originó las primeras formas de vida sobre la Tierra. Y todo gracias a las moléculas anfipáticas, los Candy Corn de la naturaleza.

Y aquí, el vídeo de Pettit:

La ciencia del miedo y la ciencia en el miedo

No pretendo sacar los pies de mi parcela científico-mixta ni convertir este blog en algo distinto de lo que viene siendo, pero me van a permitir que ahí deje esto:

¡Viva Halloween!

A quienes vilipendian esta fiesta acogiéndose al sagrado de las tradiciones patrias, habría que recordarles que tradicionalmente hemos tirado cabras de campanarios y arrancado la cabeza a ocas vivas, por citar dos ejemplos satisfactoriamente demagógicos. Y en el caso de quienes hemos criado ya, para nuestros hijos Halloween formará parte de su tradición vital con mucha más intensidad que otros costumbrismos locales que algunos nunca hemos mamado pese a que nos cojan geográficamente cerca (explico: a este madrileño, verbenas, chotis y chulapos le resultan tan extraños o más que una haka maorí).

Un fotograma de la película 'Nosferatu, eine Symphonie des Grauens', de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Un fotograma de la película ‘Nosferatu, eine Symphonie des Grauens’, de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Dicho esto, para todo el que, como quien suscribe, se ha criado leyendo a Poe, Stoker, Shelley, Lovecraft, James, Stevenson, Le Fanu, Hoffmann, Espronceda o Bécquer, Halloween es una excusa para soltar el pelo de nuestra querencia por lo macabro, lo gótico y lo siniestro. Pero incluso para quien no comparta estos gustos literarios, desde el punto de vista científico Halloween puede entenderse como una celebración antropológica del miedo, una emoción tan vieja como nosotros y tan esencial como el dolor; si este nos advierte de que algo marcha mal en nuestro organismo para que nos ocupemos de ello, el miedo es el responsable de lo que los fisiólogos llaman reacción Fight-or-Flight (y que en castellano pierde toda la gracia: Lucha o huída).

Este mecanismo es una respuesta a situaciones de estrés (no del tipo «ejecutivo agobiado por el trabajo», sino del tipo «me encuentro con un tigre dientes de sable en la entrada de la cueva y todo lo que llevo en la mano es una brocha para pintar bisontes») que prepara el organismo para un rendimiento máximo en cualquiera de las opciones escogidas, ya sea pelear o escapar. Es lo que popularmente se conoce como la descarga de adrenalina, una de las hormonas que nuestras glándulas adrenales (una especie de topping en lo alto del riñón) segregan a la orden del sistema nervioso autónomo, el que se basa mayoritariamente en la médula espinal y controla sobre todo funciones involuntarias.

La respuesta Fight-or-Flight es una sofisticada maravilla fisiológica mediada por una tormenta de hormonas y neurotransmisores que desencadena una revolución en nuestro organismo: no solo se aceleran el corazón y los pulmones, algo que ya conocemos, sino que todos los recursos se destinan a favorecer la potencia física. Se movilizan las reservas de grasas y glucógeno para verter glucosa a la sangre, que se concentra en los músculos mediante la dilatación de sus vasos; se activan los sistemas de coagulación en previsión de heridas; se empieza a sudar por si hay que refrescar el cuerpo durante una carrera; se dilatan las pupilas para captar más luz, pero se pierde la visión periférica en favor de la frontal. Y al mismo tiempo, otras funciones no esenciales para ese momento se ralentizan o se suprimen, como la audición, la secreción lacrimal, la salivación, la erección, la respuesta inmunitaria, la digestión y el control de los esfínteres y la vejiga. Incluso las funciones cognitivas superiores se bloquean, una forma que nuestro cuerpo tiene para decirnos: no pienses, ¡actúa!

La cultura y nuestro complicado entendimiento intelectual ayudaron a convertir ese miedo al tigre dientes de sable en otros horrores más complejos, y de ahí nace toda la mitología en la que se basan nuestras tradiciones terroríficas: vampiros, brujas, espectros, muertos que vuelven a la vida, hombres que se transforman en bestias, bestias que se esconden en lugares prohibidos; son tradiciones arraigadas en lo más ancestral del ser humano. Las excavaciones de restos humanos del pasado a menudo desentierran esqueletos con la cabeza separada del cuerpo, o con estacas de madera o metal atravesándoles el cuerpo, o con pedruscos incrustados entre las mandíbulas. Cuando un arqueólogo encuentra estampas tales, suele sospechar que ha dado con el cadáver de alguien a quien sus coetáneos creían un vampiro. Decapitar a estas personas, fijar sus cuerpos al suelo con estacas o desencajarles las mandíbulas con un ladrillo eran estrategias destinadas a impedirles que salieran de sus tumbas para alimentarse de la sangre de los vivos. Un ejemplo de este último caso se ha encontrado en mayo de este año en Polonia, y hace unos días se informó del hallazgo en Bulgaria de un esqueleto con una estaca de metal atravesándole el pecho, un descubrimiento del arqueólogo Nikolai Ovcharov, (¿auto?) denominado el «Indiana Jones búlgaro» (juzguen ustedes por esta foto).

Enterramiento de un presunto 'vampiro' en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Enterramiento de un presunto ‘vampiro’ en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Pero además de la ciencia del miedo, otro territorio apasionante es el de la ciencia en el miedo. Quizá es una expresión del miedo a lo desconocido, especialmente si se trata de un poder de consecuencias imprevisibles; pero la ciencia ha formado parte del género de terror al menos desde la versión del relato popular del Doctor Fausto escrita por Christopher Marlowe en torno a 1592, según el escritor Jason Colavito, investigador escéptico de la llamada xenoarqueología (eso que algunos creen huellas extraterrestres en las antiguas culturas). «Durante casi tres siglos, el género de terror ha ofrecido un comentario continuo sobre el papel de la ciencia en nuestra sociedad», escribe Colavito. «Ya sea en la forma de científicos locos como Víctor Frankenstein o el Dr. Moreau, o de monstruos inclasificables que desafían a la razón humana, como Damned Thing de Ambrose Bierce o las blasfemias extraterrestres de H. P. Lovecraft, las historias de terror nos muestran que la luz del conocimiento no siempre ilumina los rincones más oscuros de nuestro mundo o de nuestras almas». Según este autor, la aureola terrorífica de la ciencia se debe a «la actitud ambivalente hacia el poder de la ciencia que permea el pensamiento moderno».

La ciencia y los científicos están presentes en muchos de nuestros terrores favoritos, desde Frankenstein a Drácula, desde las historias de momias a las de zombis, desde el Doctor Jekyll al Doctor Moreau o los investigadores de la Universidad de Miskatonic. Un cuento con luz y sonido que tienen mis hijos trata sobre una casa encantada que esconde un monstruo en cada una de sus habitaciones. ¿Adivinan quién ocupa el sótano? «Un científico que realiza espeluznantes experimentos». Tal vez no sea fácil explicar a tus hijos que tu antigua profesión era la misma que la de uno de los monstruos de su cuento. Pero quizá así aprendan que también se puede disfrutar del miedo. Al fin y al cabo, de eso trata esta noche. Feliz Halloween.

El inventor de la PCR y su mapache alienígena

Parece ser que no fue Churchill, sino un tal Charles Dudley Warner a quien no he tenido el gusto de leer, quien dijo aquello sobre la política y los extraños compañeros de cama. La cita me ha venido a la mente a propósito de las insólitas asociaciones entre bocas y palabras que ha producido la crisis del ébola. Escuchar el término PCR en labios de algunos políticos y periodistas políticos ha sido algo tan surreal como ver a una lombriz cantando el Nessun dorma. Dada la entre escasa y nula presencia de la ciencia en la vida pública española, soy de la opinión de que esto pasa de simple anécdota: es un signo de un cambio de los tiempos en el que, por las buenas o por las malas, los científicos deberán asumir una voz cantante y un liderazgo social en muchas situaciones, por desgracia todas ellas amenazantes. Una pena que sea por las malas.

Dicho esto, en realidad hoy vengo aquí a hablar de la PCR. Tampoco creo necesario entrar en demasiados detalles, ya que, imagino, muchos medios a estas alturas habrán explicado ya con palabras y gráficos en qué consiste esta técnica y para qué sirve. Me limito a ventilar en dos párrafos el qué y el cómo, y después pasaré a explicar la curiosa historia del invento y su aún más curioso inventor.

La PCR no es una prueba diagnóstica del ébola, sino una técnica –léase una máquina– que sirve para multicopiar fragmentos genéticos. Como todo el mundo sabe, el ADN y el ARN son cadenas formadas por una combinación de cuatro tipos de eslabones que pueden aparearse dos a dos como piezas de puzle, dando como resultado una cremallera con cuatro formas de dientes. Si esta cremallera se abre, algo que puede hacerse aplicando calor, tendremos dos cadenas sencillas que podremos usar como moldes para reconstruir dos cremalleras enteras. Si las abrimos de nuevo, podremos obtener cuatro. Y así sucesivamente hasta millones. La máquina no es más que un termociclador: alterna ciclos de calentamiento para separar las cadenas con otros de enfriamiento para copiarlas, un proceso que depende de añadir en el tubo los dientes sueltos y la molécula (polimerasa) que los coloca en su sitio.

Eso es todo. Queda claro así que la PCR es una fotocopiadora de genes; sirve para producir millones de copias de un fragmento genético. Y la utilidad de esto en los laboratorios es inmensa. Se puede amplificar un gen para después secuenciarlo, como se hizo en el Proyecto Genoma Humano, o para leer el genoma de un mamut congelado, o de un pedazo de hueso de neandertal. Pero como es obvio, el fragmento solo se puede amplificar si está presente, y esta es la base que permite utilizar la PCR para realizar pruebas de paternidad, identificar el ADN en la escena del crimen o diagnosticar la presencia de una firma genética en una muestra. Por ejemplo, la de un virus. Por ejemplo, la del ébola.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Es por sus enormes aplicaciones que, desde su invención en 1983, la PCR se ha convertido en una máquina esencial en los laboratorios. Las primeras máquinas eran mastodónticas y complejas, mientras que las actuales caben en un rincón de la mesa y llevan menos botones que una fotocopiadora estándar. La idea de la PCR es, en realidad, tan simple y tan obvia, que parece una consecuencia casi natural del avance de la biología molecular, algo que debería haber surgido simultáneamente en muchos laboratorios del mundo.

Y sin embargo, no fue así. Aunque ya se había lanzado algún tímido intento en años anteriores, el desarrollo de la idea para llevarla a la práctica fue obra de un peculiar bioquímico y surfista californiano llamado Kary Mullis. En 1983, Mullis trabajaba para una compañía biotecnológica llamada Cetus, ya desaparecida, cuando tuvo una idea mientras conducía por las montañas del norte de California. El propio investigador relataba así el momento en 1990 en un artículo que escribió para la revista Scientific American:

Un viernes por la noche, al final de la primavera, conducía hacia el Condado de Mendocino con una amiga química. Ella dormía. La carretera 101 era fácil. Me gustaba conducir de noche; cada fin de semana viajaba a mi cabaña en el norte sentado durante tres horas en el coche con mis manos ocupadas y mi mente libre.

Mullis comenzó a darle vueltas a un experimento que tenía en mente destinado a diseñar un nuevo método de secuenciación de ADN. En su cabeza comenzaron a tomar forma las cadenas de ADN y los reactivos que debía añadir a la mezcla.

Aquella noche el aire estaba saturado con la humedad y el aroma de los castaños en flor. Los temerarios tallos blancos asomaban desde las márgenes de la carretera hacia el resplandor de mis faros. Estaba pensando en los nuevos estanques que estaba excavando en mi propiedad, mientras planteaba hipótesis sobre todo lo que podía ir mal en mi experimento de secuenciación.

De repente, según relataba el propio Mullis, fue consciente de que su método produciría copias del ADN original de forma exponencial. Y súbitamente su idea dejó de ser un método de secuenciación para convertirse en otra cosa.

Emocionado, comencé a calcular potencias de dos en mi cabeza: dos, cuatro, ocho, 16, 32. Recordé vagamente que dos elevado a diez era aproximadamente mil y que, por tanto, dos a la veinte era alrededor de un millón. Detuve el coche en un desvío sobre el valle de Anderson. Saqué lápiz y papel de la guantera; necesitaba comprobar mis cálculos. Jennifer, mi soñolienta pasajera, protestó aturdida por la parada y la luz, pero exclamé que había descubierto algo fantástico.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda 'California Dreamin'. Imagen de Smithsonian Institution.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda ‘California Dreamin’. Imagen de Smithsonian Institution.

Y así fue como poco después había nacido la Reacción en Cadena de la Polimerasa, o PCR. Mullis terminaba su artículo citando la pregunta que todo biólogo molecular se formuló interiormente al conocer su procedimiento: «¿Por qué no se me ha ocurrido a mí?» «Y nadie sabe realmente por qué. Desde luego, yo no. Simplemente se me ocurrió una noche», escribía.

Lo cierto es que el método, a pesar de su sencillez conceptual, presentaba ciertos retos técnicos que Mullis solucionó con gran astucia. Uno de los más importantes fue cómo lograr que la polimerasa aguantara los ciclos de calentamiento, para lo cual se recurrió a una enzima procedente de una bacteria, Thermus aquaticus, que tolera altas temperaturas. Debido a que la puesta a punto de la técnica y la construcción de la primera máquina rudimentaria, a la que llamaron Mr. Cycle, fueron trabajos desarrollados en la compañía Cetus, inevitablemente surgieron las disputas sobre si Mullis merecía todo el mérito o este debía repartirse entre los integrantes del equipo. Pero la Academia Sueca no tuvo dudas al conceder al californiano el Nobel de Química en 1993.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Tanto en lo que se refiere a la corresponsabilidad del descubrimiento como al curioso relato del «eureka» durante un viaje nocturno por las montañas, es imposible saber si Kary Mullis llegó a embellecer la historia del descubrimiento perfecto. Lo cierto es que el personaje es de todo menos discreto y modesto. Con posterioridad a su salto a la fama, el californiano se ha destacado por sus controvertidas declaraciones sobre asuntos alejados de su experiencia, como antes que él hicieron otros científicos con hambre de notoriedad o saciedad de ego. En su autobiografía publicada en 1998, titulada Dancing naked in the mind field (Bailando desnudo en el campo de la mente), en cuya portada Mullis aparece con el torso desnudo y sosteniendo su tabla de surf, el científico negaba que el VIH fuera el causante del sida, sumándose así a la corriente pseudocientífica liderada por el alemán Peter Duesberg. No contento con esto, Mullis también ha negado la existencia del cambio climático y del agujero de ozono, que para él son conspiraciones orquestadas por gobiernos y científicos. Para rematar su actuación, el inventor de la PCR se declaraba devoto de la astrología.

Pero sin duda, mi favorita de entre todas las excentricidades (léase, las memeces de las personas principales) de Kary Mullis es el episodio de su encuentro en la tercera fase con un mapache alienígena. Cabe apuntar que el científico confesó haber consumido grandes cantidades de LSD durante su juventud, e incluso llegó a reconocer que el ácido pudo ayudarle a alumbrar la idea de la PCR. Pero Mullis asegura que aquella noche en su cabaña de las montañas estaba sobrio y limpio cuando, según recoge Thomas Bullard en su libro The myth and mystery of UFOs (El mito y el misterio de los ovnis), basándose en el relato del propio bioquímico en su autobiografía:

Una vez hubo encendido las luces y dejado las bolsas de la compra en el suelo, se iluminó con una linterna para encaminarse hacia el anexo. Por el camino, vio algo que resplandecía bajo un abeto. Apuntando su linterna hacia el resplandor, parecía ser un mapache con pequeños ojos negros. El mapache habló diciéndole, «Buenas tardes, doctor», a lo que él respondió con un saludo.

A pesar de todo, inventó la PCR, y la ciencia le debe mucho por ello. Se le podía haber ocurrido a cualquiera. Pero fue a él. Simplemente, se le ocurrió una noche.

¿Puede el ébola mutar y contagiarse por el aire?

En estos días en que rueda la bola del ébola, todos los medios de comunicación disparan intensas ráfagas de declaraciones procedentes de las fuentes más variopintas. A veces da la sensación, y esta es una humilde opinión personal que puede discutirse (aunque no creo que merezca la pena hacerlo), de que muchos medios corren como pollos sin cabeza, recurriendo a voces que, siendo relevantes, no son necesariamente las mejor informadas.

Pongo un ejemplo: para comentar los resultados de fútbol, a ninguna redacción de deportes se le ocurriría llamar al presidente de la Federación Española (creo que se llama así, y me disculpo si me equivoco; ya he dejado claro aquí que no practico esa religión), sino a los jugadores y entrenadores de los equipos. ¿No? Y sin embargo, en varios medios he visto/oído/leído cómo las redacciones recurren para hablar del ébola al presidente de nosequé, o al expresidente de tal y rector de cuál universidad. No pongo en duda la autoridad de estos augustos señores, como tampoco al presidente de la federación de fútbol le cuestionaría, supongo, su conocimiento de la religión a la que representa. Pero podremos coincidir en que los portavoces más apropiados son los que están, como suele decirse, hands-on, y estos difícilmente suelen ejercer como presidentes de nada, porque están demasiado ocupados investigando o curando enfermos.

El problema con las fuentes verdaderamente relevantes se resume en un símil maravilloso que leí recientemente: cuando un científico habla «on the record«, no especula ni sobre el color de sus calcetines sin mirarse antes los tobillos. Acostumbrada la población a las verdades de los políticos, que responden con categóricos «siempre», «nunca jamás» o «puedo prometer y prometo», el lenguaje de todo buen científico nunca puede ir más allá del «tal vez», «posiblemente», «sería raro», «hasta donde sabemos» o incluso el viejo y simple «no lo sé».

Fotografía de falso color un virión del ébola al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Wikipedia.

Fotografía de falso color un virión del ébola al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Wikipedia.

El problema es que, en tiempos convulsos como estos, el público quiere respuestas contundentes. Pero la ciencia no puede darlas. Una de las preguntas más escuchadas estos días se refiere a la posibilidad de que el ébola «mute» y llegue a contagiarse por vía aérea. Y ante esta pregunta, los científicos no aseguran ni sí ni no, ni blanco ni negro. Nadie puede poner en riesgo su credibilidad por una cuestión de probabilidades, aunque esto no quepa en la visión del mundo de los políticos.

Vayan aquí unas ideas básicas para llevar. Primero, y al contrario de lo que nos presenta la cultura popular, ningún organismo muta para hacerse más fuerte, más peligroso o para hacer más la puñeta a otros. La mutación (cambio en el ADN) es un proceso ciego y básicamente aleatorio. Siempre que se produce una mutación, lo que ocurre con enorme frecuencia, el resultado puede favorecer la supervivencia o la reproducción del organismo en su entorno, o perjudicarla, o no tener consecuencia alguna, opción que según muchos científicos es la mayoritaria. Si la mutación es ventajosa y existe una presión selectiva exterior, es posible que este cambio acabe predominando en la población.

Un ejemplo de esto último son las resistencias a antibióticos que surgen en las bacterias, quizá el ejemplo más clásico y sencillo de evolución exprés en el laboratorio. Si a un cultivo de bacterias se le añade uno de estos fármacos, es posible que algunas bacterias resistentes logren crecer. Pero no es la adición del antibiótico lo que provoca en las bacterias una voluntad de sobrevivir que las obliga a mutar. Como ya propuso Darwin (con otras palabras, ya que en su época no se conocían aún los genes) y han demostrado innumerables experimentos, la mutación es preadaptativa; es decir, preexistente, y solo se manifiesta al aplicar una presión ambiental que favorezca el crecimiento de las bacterias capaces de sortear la agresión.

En el caso del ébola, primero habría que determinar si existe una trayectoria de mutación (o combinación de mutaciones en el orden correcto) que pudiera conferir al virus la capacidad de transmitirse por el aire y que debería producir, como mínimo, una infección masiva de las vías respiratorias. Esta es una pregunta para los virólogos especialistas en filovirus (y no para el presidente o expresidente de nada); pero aunque la respuesta fuera afirmativa, y volviendo al ejemplo de las bacterias y el antibiótico, hace unos años un experimento publicado en la revista Science determinó que, de 120 trayectorias posibles para que una bacteria concreta adquiriera resistencia a un antibiótico, solo cuatro o cinco de ellas eran realmente viables. Y conviene destacar que, aunque el virus del ébola es especialmente propenso a mutar por la naturaleza de su material genético (ARN en lugar de ADN), cualquiera de estas rutas mutacionales es como una combinación de una caja fuerte.

Una razón importante para lo anterior es que las mutaciones también producen otros efectos secundarios. Por ejemplo, hace un par de años un controvertido experimento publicado también en Science logró producir (nota: no por mecanismos naturales, sino por mutaciones específicas forzadas por los investigadores) un virus de gripe A H5N1 transmisible por el aire entre hurones, levantando un gran revuelo azuzado por ciertos medios. Lo que muchos de estos no contaron es que, al mutar, el virus dejó de ser letal en los hurones.

Incluso si existiera esa combinación de mutaciones para el ébola y no lo inactivara ni apagara su agresividad, otro factor a tener en cuenta es que, para que un fenotipo se extienda en una población, hace falta una presión selectiva. En el caso de las bacterias, es el antibiótico el que selecciona a las bacterias resistentes impidiendo crecer a las demás. Pero en el caso del ébola, no hay tal presión: el virus se las arregla muy bien sin necesidad de transmitirse por el aire. Prueba de ello es que sigue existiendo, al contrario que las bacterias sensibles al antibiótico en presencia de este.

Y por si a alguien le quedara alguna duda de esto, se le borrará de un plumazo cuando comprenda que esto mismo es aplicable a otros muchos virus que llevan largo tiempo entre nosotros y que nunca han generado mutantes transmisibles por el aire: el VIH/sida, el virus de la hepatitis C, el del papiloma o el de la fiebre amarilla, por citar cuatro ejemplos muy conocidos. Es más: según escribe en su blog el virólogo de la Universidad de Columbia Vincent Racaniello, en más de cien años que el ser humano lleva estudiando los virus, jamás se ha encontrado un solo caso de cambio en la forma de transmisión. Así que, en lo que respecta a ese apocalíptico augurio de la mutación, que circula por ahí como tantas otras tonterías, podemos estar tranquilos. Como siempre, mirándonos los tobillos.

Indignación sobre el estado de la diabetes

Soy partidario de que las noticias sobre avances médicos se manejen con una precaución extrema. Cuando se trata de otras materias, como la física, poco importa si todos los medios del mundo cacarean que se ha descubierto el primer llanto del nacimiento del universo, aunque luego el globo se pinche y el hallazgo quede en simple polvo. Pero quien ha trabajado en la sección de ciencia o salud de un periódico sabe que una noticia sobre un avance radical en el tratamiento de una enfermedad hoy incurable, cuando el titular exagera los términos, puede suscitar una llamada de teléfono de alguien que pregunta a dónde puede acudir mañana a primera hora para que curen a su hijo o hija. Y no hay nada más desolador que explicar a esta persona que, en realidad, si se sortean mil obstáculos, se solventan otros tantos bretes técnicos y todo funciona a la perfección cumpliendo la más optimista de las previsiones, es posible que la cura esté disponible dentro de varios años.

Rectifico; sí hay algo más desolador: la frustración de quien llama. Porque en muchos casos, su hijo o hija no vivirá varios años.

Portada del diario británico The Times del viernes 10 de octubre de 2014.

Portada del diario británico The Times del viernes 10 de octubre de 2014.

Es por eso que me ha indignado profundamente la portada que hoy viernes 10 de octubre publica el diario británico The Times y que, según me cuenta una querida amiga y compañera, está corriendo por las redes sociales como una peligrosa infección entre personas que padecen o tienen cerca a alguien que padece diabetes. La portada en cuestión, ya lo ven en la imagen, dice «Diabetes: a cure at last«, o «Diabetes: al fin una cura». Para mayor escarnio, el gran titular aparece bajo una foto de tres personas felices como si hubieran sido curadas de la enfermedad, cuando en realidad la imagen corresponde a una noticia política y muestra a una votante haciéndose un selfie junto a dos candidatos del partido de la derecha populista británica UKIP.

No. Desgraciadamente no hay una cura para la diabetes, lo diga el Times o el Don Miki. Hay, no cabe duda, un importante logro técnico (más abajo explicaré esta definición) que, si se sortean mil obstáculos, se solventan otros tantos bretes técnicos y todo funciona a la perfección cumpliendo la más optimista de las previsiones, es posible que ofrezca una cura dentro de varios años.

Estamos de acuerdo; incluso algo es mejor que nada. La buena noticia es que este algo no es el único algo. Pero la mala es que otros algos similares finalmente han quedado en grandes nadas.

Ahí va la historia: Douglas Melton tiene 61 años, un hijo con diabetes desde que era un bebé, y una hija con la misma enfermedad desde los 14 años. Ambos son ahora veinteañeros. Pero a diferencia de otros padres con hijos enfermos, Melton tiene algo más: un doctorado en biología molecular, una cátedra en la Universidad de Harvard y, lo que es más importante, un laboratorio de investigación en el Instituto Médico Howard Hugues, uno de los mejores del mundo. Melton tiene una misión en la vida, encontrar una cura para la dolencia de sus hijos. Y para un científico, no hay estímulo más poderoso que este.

Melton lleva un par de décadas dedicado a investigar la diabetes, y en los últimos años sus estudios se han centrado en las células madre. Por recordar someramente los conceptos básicos, estas células son como discos vírgenes que posteriormente se convertirán en álbumes de Metallica, Camela o Chayanne. En el caso de las células, en músculo, cerebro, hígado o lo que sea. Supongamos que, además de fabricar discos vírgenes, otra manera de obtener estos fuera borrar discos de Chayanne o Camela y devolverlos a su estado sin pecado original para grabarlos de nuevo con, por ejemplo, U2. Aplicado a la biología, estos discos revirgados se llaman células madre pluripotentes inducidas, o iPS por sus siglas en inglés. En cuanto a los discos vírgenes recién salidos de fábrica, se llaman células madre embrionarias, o ES. Las células iPS no son tan perfectamente vírgenes como las ES, y siempre es posible que entre tema y tema de U2 se escuche un gorgorito de Chayanne. Pero las ES, al extraerse de falsos embriones específicamente construidos para ese fin, cuentan con impedimentos legales en ciertos países, por lo que la investigación en los últimos años se ha inclinado hacia el uso de las iPS, que pueden obtenerse, por ejemplo, de la piel.

La investigación con células madre trata de crear tipos celulares que fallan en pacientes de ciertas enfermedades, con el fin de trasplantárselas y compensar así su defecto. En el caso de la diabetes tipo 1, el sistema inmunitario del paciente destruye sus células beta pancreáticas (ignoro cómo colocar la letra griega en este texto), las responsables de producir insulina para regular el nivel de glucosa en el organismo. Esto no ocurre en la diabetes de tipo 2, que suele surgir por causas ligadas a la obesidad y una dieta inadecuada. Varios equipos de investigación han intentado producir células beta a partir de células madre, pero siempre surge alguno de esos bretes u obstáculos técnicos.

Por fin, después de años de pruebas y errores, Melton y sus colaboradores han logrado generar células beta a partir de células madre humanas, trasplantarlas en ratones y que produzcan insulina, todo ello con un protocolo que funciona tanto con células ES como iPS. Los resultados se han publicado esta semana en la revista Cell. El propio Melton, con la humildad que caracteriza a los buenos científicos, se ha apresurado a precisar que lo suyo no es un descubrimiento, sino biología del desarrollo aplicada. No es falsa modestia; en efecto, lo que Melton ha logrado es una mejora técnica de los protocolos. El suyo funciona y es reproducible, pero para ello ha sido necesario introducir tal complejidad que su uso general y estandarizado parece muy lejano: la preparación de las células requiere cinco medios de cultivo diferentes, 11 factores moleculares y un proceso de 35 días perfectamente pautado y cronometrado, lo que supone un coste elevadísimo.

Imagen al microscopio de células beta pancreáticas humanas que han formado una isleta tras su trasplante a un ratón y están produciendo insulina. Foto de Douglas Melton.

Imagen al microscopio de células beta pancreáticas humanas que han formado una isleta tras su trasplante a un ratón y están produciendo insulina. Foto de Douglas Melton.

Pero sobre todo resta un colosal obstáculo por delante: el rechazo inmunitario; el mismo con el que se topan todos los trasplantes, incluidos los de células beta de donantes que llevan años realizándose con el llamado protocolo Edmonton. El caso de los diabéticos de tipo 1 es aún más complejo, ya que su organismo no solo rechaza los tejidos ajenos, sino también las células beta propias, incluyendo las generadas a partir de sus células madre. Los experimentos de Melton se han llevado a cabo en ratones inmunodeficientes, habitualmente utilizados como modelo animal para experimentos con células humanas. Pero traspasar el método a los pacientes requeriría inmunosupresión. Para evitarlo, Melton ensaya un ingenioso procedimiento que ya se ha aplicado en otros experimentos: encapsular las células en una especie de huevos porosos que dejan pasar la glucosa (hacia dentro) y la insulina (hacia fuera), pero que protegen el implante del ataque del sistema inmunitario.

De hecho, y dado que los ensayos en humanos del protocolo de Melton no comenzarán hasta dentro de dos o tres años, otros intentos están ahora más cerca de ese soñado horizonte terapéutico. En septiembre, la Universidad de California en San Diego y la empresa ViaCyte han lanzado el primer ensayo clínico para tratar la diabetes con células madre. En este caso se trata de trasplantar a los enfermos precursores inmaduros de células beta que completan su ciclo y adquieren su funcionalidad varias semanas después del injerto.

Conviene subrayar que el experimento de Melton no es ni mucho menos el primero que consigue curar la diabetes en ratones o ratas, aunque en ocasiones anteriores el Times no haya dado la enfermedad por eliminada. Esto se ha logrado por varios métodos, algunos farmacológicos, otros empleando células madre (en algunos casos actuando no sobre las células beta, sino sobre el sistema inmunitario para bloquear su ataque) o incluso mediante terapia génica, que trata de restaurar la producción de insulina introduciendo el gen responsable de fabricarla. Algunos de estos intentos progresan hacia los humanos y otros fracasan en el salto de especie, pero lo cierto es que el asedio a la enfermedad sigue en marcha. El último abordaje simple y a la vez ingenioso se ha publicado también esta semana: un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts ha inventado una cápsula cuya envoltura externa se disuelve en el estómago, poniendo al descubierto una serie de microagujas que inyectan lentamente la insulina sin causar dolor ni daño en los tejidos. Los ensayos con cerdos han revelado que el sistema regula la glucosa en sangre de forma más eficaz que las inyecciones. No es una cura, pero al menos lograría que el paciente dejara de inyectarse y tuviera que someterse tan solo al seguimiento periódico.

El ébola, de cero a cien en 24 horas (¿y de cien a cero en…?)

Fotografía coloreada de partículas del virus del Ébola al microscopio electrónico. Imagen de Thomas W. Geisbert, Boston University School of Medicine.

Fotografía coloreada de partículas del virus del Ébola al microscopio electrónico. Imagen de Thomas W. Geisbert, Boston University School of Medicine.

Parece difícil escribir hoy sobre algo que no sea el ébola. Pero el enorme despliegue actual en los medios, con telediarios casi monográficos, solo es igualado por la también palmaria indiferencia con que este asunto se ha tratado anteriormente. La presencia mediática del ébola crece de cero a cien en 24 horas y vuelve a detenerse en seco con la misma facilidad, como ocurrió al remitir la resaca de los casos de los sacerdotes españoles.

La información, ese instrumento al que se le supone una función de conciencia pública, no es lo único que ha faltado en la historia del ébola. Resulta fácil comprenderlo si se compara con el ejemplo del sida. Los primeros afectados de sida afloraron a comienzos de la década de 1980 (aunque hoy sabemos que las infecciones confirmadas se remontan al menos hasta finales de los 50). La epidemia de una enfermedad aún sin nombre se declaró en EE. UU. en junio de 1981, cuando sus casos ya merecían titulares en medios como The New York Times. A finales de ese año, aún constaban solo 121 muertes debidas a la enfermedad. El virus fue aislado por primera vez en enero de 1983, y en 1987 ya se disponía de un tratamiento específico y eficaz, el AZT, siete años después de los primeros casos. Las terapias combinadas aparecieron en 1992. Hoy, los tratamientos permiten que los pacientes cronifiquen la dolencia sin que esta amenace sus vidas. La Fundación para la Investigación del Sida, amfAR, estima que desde el principio de la pandemia unos 78 millones de personas han contraído el virus, y unos 39 millones han fallecido debido al sida. Actualmente el virus afecta a más de 35 millones de personas en todo el mundo.

Veamos ahora el caso del ébola. Los primeros enfermos aparecieron en 1976, cuando el sida aún no había brotado públicamente. Aquel año murieron 431 personas en Zaire y Sudán, y el número total de afectados superaba los 600, una cifra que el sida no alcanzaría hasta 1982. El virus se aisló en 1977 y, en los diversos estallidos detectados desde entonces, se han confirmado más de 6.000 pacientes de los cuales han muerto algo más de la mitad, aunque las cifras reales pueden ser mucho mayores. Y a pesar de que han transcurrido casi cuatro decenios desde que se conocen el virus y la enfermedad letal que provoca, aún ni siquiera existe un tratamiento universal específico y eficaz.

Conviene explicar por qué el número de casos de ébola no ha progresado más, dado que se transmite con más facilidad que el VIH. En anteriores brotes y al comienzo del actual, la infección estuvo confinada a ciertos países africanos. En términos biológicos, el virus del Ébola es un parásito mal adaptado al ser humano; o, mirado al contrario, nosotros somos malos hospedadores para el virus. A un parásito no le conviene matar a su hospedador o, si lo hace, le interesa que transcurra el tiempo suficiente para colonizar nuevas víctimas. El VIH es un corredor de fondo, mientras que el virus del Ébola en humanos es un esprinter; mata demasiado y demasiado aprisa, y solo es altamente infeccioso cuando el paciente ya presenta graves síntomas, lo que reduce la posibilidad de contacto con personas sanas. Pese a todo esto, los expertos barajan para finales de este año un número acumulado de casos de entre 30.000 y 60.000, y una dinámica exponencial de crecimiento, doblándose la cifra de afectados cada pocas semanas.

Frente a lo anterior, las autoridades de salud pública arguyen que el contagio no es probable por un contacto casual. Pero lo cierto es que, aunque el mecanismo de transmisión e infección es conocido, aún no existen suficientes datos empíricos respecto a la infectividad en condiciones reales y a la permanencia de los virus viables en el medio exterior. Como ejemplo, pasaron años antes de que se pudiera afirmar con seguridad y responsabilidad que el sida no se contagiaba por un beso o por compartir una cuchara, a pesar de que ya se conocía el requerimiento de una vía sanguínea o sexual para consumar el contagio. Una vez se supo que el VIH era parecido a otros retrovirus linfotrópicos humanos, se comprendió que no se requerían medidas excepcionales de aislamiento, como las que sí precisa el ébola. La siguiente tabla, publicada en 2007 en la revista Journal of Infectious Diseases, resume el estudio más completo hasta la fecha sobre la detección del virus del Ébola en varios tipos de muestras biológicas, y solo reúne un pequeño número de pacientes. Como conclusión, la alarma no es una buena consejera, pero las comparecencias de responsables públicos haciendo el papel del alcalde de Amity Island en Tiburón tampoco son garantía de tranquilidad.

Tabla de ensayos de presencia de virus Ébola en muestras biológicas de pacientes infectados. Cada círculo representa un paciente. Rojo: positivo. Azul: negativo.

Tabla de ensayos de presencia de virus Ébola en muestras biológicas de pacientes infectados. Cada círculo representa un paciente. Rojo: positivo. Azul: negativo.

Comparando la cronología del sida con la del ébola, surge naturalmente la pregunta de qué se ha hecho en todos estos años, o por qué no se ha hecho más para prevenir brotes como el actual. Respecto a qué se ha hecho, solo puede afirmarse que Canadá hizo sus deberes; tras los atentados del 11-S en EE. UU., el gobierno canadiense lanzó una potente iniciativa llamada CRTI, que unía esfuerzos de varias instituciones para investigar sobre la prevención y minoración de posibles ataques terroristas con armas no convencionales. El programa del CRTI incluía una línea dedicada al ébola como posible agente bioterrorista. Algunos expertos consideraron (y consideran) que el ébola es inútil como arma, debido a su patrón de infectividad. Por suerte, el gobierno de Canadá invirtió siete millones de dólares a lo largo de 11 años para investigar sobre el ébola, y fruto de ese esfuerzo son el tratamiento experimental ZMapp, desarrollado en colaboración con EE. UU., y la vacuna VSV-EBOV, también en fase de pruebas. Fármacos como estos no pueden improvisarse cuando los telediarios son monográficos.

Respecto a por qué no se ha avanzado más desde 1977, probablemente las causas son variadas. Pero hay un hecho innegable: el sida debutó públicamente matando a occidentales, algunos de ellos con nombre de celebrity. Hasta el brote actual de ébola y aún bien entrado este, muchos parecían creer que la expansión podría controlarse cerrando los espacios aéreos. Pero por muy limpia que esté una casa, si el cuarto de baño se mantiene en estado nauseabundo es seguro que alguien acabará enfermando. Y durante demasiado tiempo, occidente ha permitido y propiciado que África siga siendo el baño nauseabundo que nadie se acuerda de limpiar. Como ilustración, baste recordar un dato terrible e insólito en la ciencia moderna: el pasado agosto, la revista Science publicaba un trabajo de investigación destinado a rastrear genéticamente el itinerario infectivo del virus. Cuando el artículo se publicó, cinco de sus coautores, todos ellos africanos, habían muerto a consecuencia de la enfermedad.

Resumiendo, las cosas deberían funcionar así: demanda social genera presencia mediática, presencia mediática genera preocupación política. Algo debe de fallar cuando en muchos casos el orden es el contrario, y así es fácil que el eco se apague en cuestión de horas.

No es dinosaurio todo el que viaja en el Dino Tren

Hoy voy a meter los pies en el tiesto de mi compañera y amiga Madre Reciente, porque llevo tiempo queriendo escribir un comentario sobre El Dino Tren. Para quien aún no haya retoñado y por tanto no sepa de qué demonios hablo, explicaré que Dinosaur Train, su título original, es una serie de dibujos animados creada por Craig Bartlett para la PBS, el canal público de EE. UU., y que en España sale en Clan, la rama para peques de la pública que todos pagamos y todos podemos ver sin volver a pagarla por otro lado (este comentario tiene intención, pero lo dejo ahí).

El caso es que El Dino Tren se une a otras series de animación que tratan de estimular en los niños la curiosidad por la ciencia, entre las que se incluyen Phineas & Ferb, Ray Cósmico Quantum, Planeta Sheen o Jimmy Neutron, e incluso, por improbable que parezca, Las Tortugas Ninja, Los Pingüinos de Madagascar o La invasión del plancton; estas tres últimas incluyen personajes que asumen el papel del científico del grupo y que destacan del resto por su inteligencia sin resultar imbéciles, perversos, megalómanos ni frikis. Con la última de las mencionadas, además, los niños aprenden qué es el cambio climático sin cursilerías lacrimógenas (tan abundantes en el tratamiento de este tema), ya que los protagonistas –los buenos— son animalillos marinos que quieren ver el planeta inundado por el deshielo de los polos y así conquistarlo por entero.

En el caso del Dino Tren, los protagonistas son una familia de pteranodones formada por padre, madre y tres crías: Tiny, Shiny y Don. A ellos se une Buddy, un pequeño T-rex cuyo huevo apareció por motivos ignotos (al menos para mí) en el nido de la Señora Pteranodón y que fue adoptado como un hijo más. En cada episodio, Buddy y sus hermanos pteranodones viajan para conocer a una nueva especie del Mesozoico, sobre todo dinosaurios. Lo hacen gracias al Dino Tren, que se desplaza a través de túneles del tiempo entre el Triásico, el Jurásico y el Cretácico (en la versión doblada dicen Cretáceo, también correcto pero que se escucha poco, al menos en España). Una vez que los protagonistas localizan a su objetivo, este les explica quién es, cómo es, cómo vive, qué come y cómo se relaciona con las especies de su hábitat.

La serie destaca por su rigor científico, gracias a la asesoría del paleontólogo y divulgador canadiense Scott Sampson, actualmente en el Museo de Ciencia y Naturaleza de Denver. Un acierto de sus guiones es la afición de Buddy por la palabra «hipótesis», que en la serie se explica de forma sencilla como «una idea que puedes probar». Cuando el pequeño T-rex conoce a cada uno de sus nuevos amigos, suele decir: «Tengo una hipótesis», y de esta manera propone una teoría para explicar funcionalmente alguno de los rasgos de la nueva especie que él y sus hermanos acaban de descubrir. Es una fantástica manera de introducir a los niños en el método científico y de que entiendan cómo pueden inferirse comportamientos o capacidades de animales extinguidos hace millones de años.

Un detalle curioso es que el revisor del Dino Tren, que actúa como maestro de ceremonias, es un troodón. El hecho de que este terópodo sea el sabelotodo de la serie es un claro guiño a la hipótesis, como le gusta a Buddy, de que esta especie era tal vez una de las más encefalizadas entre todos los dinosaurios; es decir, con un cerebro de mayor tamaño en relación a su masa corporal. Esto no es prueba concluyente de una mayor inteligencia, pero al menos lo sitúa en un rango próximo al de las aves actuales. Y como ya he contado aquí, algunas aves se cuentan entre los seres más inteligentes conocidos hoy.

Esta característica del troodón, junto con el hecho de que poseía dedos casi oponibles y visión binocular, ha llevado en ocasiones a fantasear sobre cómo esta especie podría haber dado pie a la evolución de seres racionales si no se hubiera producido la extinción masiva que acabó con la mayor parte de las especies de dinosaurios, y si estos hubieran continuado dominando los ecosistemas terrestres. Esta especulación ha sido manejada por la ciencia-ficción, e incluso un paleontólogo, Dale Russell, desarrolló todo un experimento mental sobre el dinosauroide, un ser antropomorfo derivado de la evolución del troodón.

Otro acierto de la serie es concluir cada capítulo con un sketch en el que Scott Sampson, que se presenta como «el doctor Scott, el paleontólogo», resume ante un grupo de niños y niñas lo más llamativo de la especie relevante en cada caso. En alguna ocasión incluso le toca hablar de una especie descubierta por él mismo, como el masiakasaurio. Al final del capítulo, Sampson invita a los niños a salir a la naturaleza y a descubrirla por sí mismos.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

No soy de los que opinan que toda actividad de los niños deba cumplir un fin educativo. Soy partidario de que deben tener tiempo incluso para aburrirse, y de que el Tragabolas, la bici, los videojuegos o la televisión, todo cabe en su horario de diversiones si lo administramos bien. Y de que también es importante que dispongan de tiempo no administrado. Pero me gustaría que se produjeran más series como el Dino Tren aplicadas a otros campos de la ciencia, y como comparación no puedo dejar de mencionar el contraste de esta serie y otras que he mencionado arriba con la principal serie de animación española en la parrilla de Clan. ¿Adivinan de qué trata? Eso es. Ni más ni menos que la religión mayoritaria en España: el fútbol.

Termino con un tirón de orejas a los responsables de la traducción española de la sintonía del Dino Tren. En la versión original de la canción que abre cada capítulo, cuando la Señora Pteranodón observa la eclosión del huevo de Buddy y comprueba que no es una cría de su especie, dice: «You may be different, but we’re all creatures. All dinosaurs have different features«, que se traduce como «puede que seas diferente, pero todos somos criaturas; todos los dinosaurios tienen rasgos diferentes». Sin embargo, esta última línea fue traducida al español como «aquí los dinosaurios somos gente tolerante».

Entiendo que es difícil adaptar la métrica en la traducción, pero seguro que podría haberse hecho sin caer en un error de bulto muy extendido que, por supuesto, la versión original no comete: los pteranodones no son dinosaurios. No por nada; el problema, y quizá algún otro padre me socorra en esto, es que resulta muy difícil convencer a los niños de que la tele se equivoca. Cuando trato de explicar a mis hijos que en realidad los pteranodones no son dinosaurios, sino pterosaurios, me miran como si estuviera loco. ¿Cómo diablos voy a saberlo yo mejor que la Señora Pteranodón?

¿Qué es un radio de un kilómetro cuadrado?

En un informativo de la televisión regional, la periodista informa sobre la gran abundancia de inmuebles okupados en el distrito madrileño de Tetuán. Según la redactora, se trata de «ocho edificios en un radio de un kilómetro cuadrado». ¿Cómo? ¿Un radio de un kilómetro cuadrado? ¿Qué demonios es eso? Será «en un kilómetro cuadrado» o «en un radio de un kilómetro». Pero no hay radios que se midan en kilómetros cuadrados, como no existen los meses cuadrados ni los litros cuadrados.

El radio es la línea que une el centro del círculo con un punto cualquiera de la circunferencia, por lo que se puede medir en centímetros, kilómetros, millas, leguas o incluso dedos, pero siempre lineales, no cuadrados. Por otra parte, quizá la periodista quería referirse a un área de un kilómetro cuadrado. Pero la superficie de un círculo de radio un kilómetro (no cuadrado) es pi por el radio al cuadrado, o sea, 3,1416 kilómetros cuadrados. Así que no sabemos si el área en la que se concentran los edificios ocupa un kilómetro cuadrado o más del triple de esa superficie. Total, qué más da.

A uno se le parte su corazoncito científico (y también el del rigor periodístico) cada vez que un periodista demuestra que, tratándose de matemáticas, da igual ocho que ochenta. Y por desgracia, esto sucede con bastante frecuencia. Si un profesional de la información publicara que la prima de riesgo es de 127.000 en lugar de 127, o que la economía crece un 3.000 por ciento en lugar de un 3, o que el tipo de interés es del cien por cien en lugar del 0,1%, de inmediato su carótida quedaría sajada por una dentellada de su redactor jefe, y el medio en cuestión se vería obligado a publicar una fe de erratas. Parece que los números solo son sagrados cuando se traducen en dinero; en cualquier otro caso, importan un ardite.

No exagero con estos ejemplos: un error de tres órdenes de magnitud, o un factor de mil veces, fue el error cometido en febrero de 2013 por uno de los más conocidos y reputados presentadores de telediarios de este país. En su informativo, contaba que el asteroide 2012 DA14 pasaría a poco más de 27.000 metros de la Tierra. El periodista añadía, como inquietante comparación, que los aviones comerciales vuelan a 11.000 metros de altura. Por supuesto, la cifra real del acercamiento era de 27.000 kilómetros, no metros. Pero supongo que la sonrisa del presentador al dar la noticia y su aparente tranquilidad fueron lo que detrajo a los televidentes de arrojar de inmediato la cucharada de paella al suelo y correr en busca del búnker nuclear más cercano.

Ninguno estamos a salvo de las erratas, pero otra cosa son los errores de concepto. Imagen de una página del diario Público, 20 de diciembre de 2009.

Ninguno estamos a salvo de las erratas, pero otra cosa son los errores de concepto. Imagen de una página del diario Público, 20 de diciembre de 2009.

No hablo de errores tipográficos o gazapos, una entrañable tradición de la prensa a la que ninguno escapamos, sino de graves errores de concepto que se cuelan a través de la edición, la subida al teleprompter y la lectura del presentador, sin que nadie a lo largo de todo el proceso tenga el conocimiento mínimo para notar que un asteroide no puede saludar a la Tierra desde 27 kilómetros de distancia y seguir su camino por el espacio. A esa altura, el objeto estaría en una trayectoria de colisión por el rozamiento con la estratosfera. Y si fuera tan fácil escapar de la gravedad terrestre a una altura de solo 27 kilómetros, para lanzar una nave al espacio no habría más que subirla a un avión y luego darle una patada. En un reportaje sobre el acercamiento del asteroide en la misma cadena de televisión, una redactora afirmaba: «Dicen los expertos que existen hasta 500.000 objetos de este tipo [se entiende, asteroides cercanos a la Tierra] sobrevolando el universo». ¿Cómo se sobrevuela el universo? ¿Cómo pueden «sobrevolar el universo» los objetos cercanos a la Tierra? ¿Quiénes son los expertos que han dicho tal cosa?

Tampoco hablamos del famoso «giro de 360 grados», sino de redactores que tienen dificultades con los porcentajes, a quienes les cuesta distinguir la diferencia entre que una cifra se reduzca en un veinte por ciento o a un veinte por ciento, o entre que una cifra sea el doscientos por cien respecto a otra o que esta aumente un doscientos por cien, o que desconocen la diferencia entre un billón americano y un billón de los nuestros. Por no hablar de cuando se dice que un terremoto de magnitud 8 es ligeramente más fuerte que otro de magnitud 7, cuando en realidad es diez veces más violento, ya que la escala es logarítmica. Y en cuanto a la escala, otro día hablaremos de cómo a menudo un redactor recibe una información sobre un «seísmo de magnitud 6», y el paso por sus manos lo convierte en un «terremoto con una magnitud de seis grados en la escala de Richter», ignorando que se trata de diferentes medidas, que la escala de Richter no tiene grados, que mezclar magnitud y grados es como sumar peras y manzanas, y que tanto el señor Richter como su escala hace ya tiempo que descansan en paz.

No puedo evitarlo; se me abren las carnes, no solo con estos errores de bulto, sino con el hecho de que no importen. Tal vez mi postura a alguien le parezca arrogante. Pero tengo un motivo para ello. Si esos redactores con una absoluta ignorancia de las nociones elementales de matemáticas y ciencia pueden cometer tales barbaridades, es porque tienen trabajo. Otros ni siquiera tienen la oportunidad de cometerlas.