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7+1 mitos sobre los científicos que hay que desmontar

Me ha divertido mucho comprobar que los periodistas somos todos muy parecidos, aunque geográficamente seamos antípodas los unos de los otros. En una página de internet, el investigador australiano Colin Cook cuenta cómo un equipo de televisión que grababa en su laboratorio le indicó que quería filmar «soluciones de varios colores en recipientes vistosos de cristal». A lo que su compatriota el genetista Jeffrey Craig responde que, en una ocasión, tanto se hartó de que le solicitaran lo mismo que recurrió a mezclar el contenido de varias latas de refresco para que los chicos de la prensa se quedaran contentos.

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

El motivo por el que me divierte, y que justifica la similitud a la que me refiero, es que yo he vivido exactamente la misma situación, pero no desde el lado del periodista, sino del científico. Cuando trabajaba en mi tesis en el Centro Nacional de Biotecnología, creo recordar que fue con ocasión de la visita de algún personaje –no me atrevería a asegurar si era Esperanza Aguirre en su avatar de ministra de Educación y Ciencia–, un equipo de televisión invadió nuestro laboratorio para grabar unas tomas de recurso. Y lo que pidieron fue exactamente lo mismo: líquidos de colores y que, a ser posible, hicieran humo (¡¿?!). Ah. Y que nos pusiéramos la bata.

Tal vez sean casos como estos los que, aquí como en Australia, contribuyan a que el roce entre científicos y periodistas ande siempre más bien escaso de lubricante. Habiendo estado en los dos extremos del micrófono, he conocido la suspicacia y la displicencia de los científicos hacia los periodistas, y también me ha tocado sufrirlo como periodista. Mi caso particular más extremo fue el de una investigadora del CSIC, cuya identidad obviamente omito, a la que llamé por teléfono para consultarla sobre su trabajo y, antes incluso de saludar, me espetó lo siguiente (aún conservo la grabación):

A ver, yo te cuento. El problema que hay a la hora de difundir ciencia es que de lo que yo os diga a lo que vosotros escribáis hay diferencia, y entonces me preocupa un poco lo que podáis poner o que le deis un toque sensacionalista.

¡Sensacionalista! Acusar a un periodista de tal cosa sin conocerle de nada es como abrir una conversación con un médico tildándolo de matasanos, o con un detective tratándolo de huelebraguetas. Evidentemente, nunca escribí sobre el trabajo de aquella señora.

Sin embargo, y en mi práctica habitual de repartir a dos bandas, es cierto que algunas prácticas periodísticas no ayudan precisamente a rebajar las fricciones de esta relación. Incluso dejando fuera el tratamiento de las noticias que tanto desagradaba a la investigadora (es cierto que hay tratamientos sensacionalistas, pero también que algunos científicos ven sensacionalismo en titulares como «dormir ayuda al cerebro a tirar de la cadena», tan alejado del que ellos preferirían: «el sueño se asocia a un incremento significativo del flujo convectivo entre el fluido intersticial y el líquido cefalorraquídeo para la eliminación de metabolitos potencialmente neurotóxicos»), el periodismo puede llegar a fabricar una versión propia e inexacta de los científicos y de su labor, más inspirada en los clichés que en la realidad. Un ejemplo es el que abre este artículo: el Quimicefa y la bata.

Y precisamente de clichés y mitos vengo hoy a hablar aquí. Los comentarios de Cook y Craig surgen a propósito de un artículo publicado por el segundo y por la investigadora Marguerite Evans-Galea en The Conversation, un medio de origen australiano que precisamente representa lo mejor que periodistas y científicos pueden hacer juntos cuando hay voluntad de entendimiento mutuo. Craig y Evans-Galea dedican su artículo a desmontar siete mitos populares sobre los científicos. Con algunas diferencias entre la situación australiana y la española, llama la atención lo extendidos que están algunos de estos falsos conceptos incluso en un país perteneciente a una cultura, la anglosajona, con mayor tradición científica que la nuestra. Aquí resumo los mitos señalados en el artículo, con un breve comentario sobre su aplicación a nuestro país:

1) El salario de los investigadores lo pagan sus centros de investigacion.

Bien, comenzamos precisamente con un ejemplo de diferencia entre Australia y España. El modelo anglosajón tiene más tradición de mecenazgo, y es muy frecuente que los investigadores reciban su sueldo de financiadores ajenos a su instituto. En España, en cambio, hay una mayor tradición de investigadores funcionarios, tanto en el CSIC como en las universidades, si bien es cierto que el modelo tiende a precarizarse. A menos que un proyecto incluya específicamente financiación para becas o contratos, lo habitual es que la paga de los becarios proceda de fuera de su instituto, aunque a menudo tanto este como los fondos sean públicos.

2) Los investigadores cobran por publicar en una revista científica.

Esto es común a todos los países, y marca una diferencia entre periodistas y científicos: a los primeros se les paga por escribir, mientras que los segundos a menudo deben hacer un desembolso para ver sus resultados publicados. Esto se debe a que muchas revistas científicas no incluyen publicidad; su negocio está en las suscripciones y en la tarifa que cargan a los investigadores. No todas las revistas cobran por publicar, pero las que lo hacen pueden cargar por encima de los 1.000 euros, y aún más si se elige la opción open access. El acceso abierto es a menudo como esa campaña de los hoteles que insta a no echar las toallas a lavar por motivos ecológicos: bajo un fin presuntamente noble se esconde un jugoso negocio que ahorra enormes costes de lavandería. El acceso abierto, concebido como un instrumento para que la ciencia se comparta, a los editores de las revistas les pone los ojos de dólar como en los dibujos animados: si quieres que tu artículo esté accesible públicamente y tenga mayor difusión, perfecto; pero amigo, te va costar caro. Con todo esto, el de las revistas académicas es un gigantesco negocio, con ingresos de cientos o incluso miles de millones de euros y márgenes que superan el 30 y hasta el 40%.

3) A los investigadores se les paga para que trabajen muchas horas.

En la ciencia no se pagan horas extras, pero haberlas, haylas, y muchas. El trabajo sin horarios de los científicos nace del puro espíritu vocacional, pero también, y hablando de mi experiencia directa en la biología, de protocolos experimentales infernales que a veces obligan a trabajar durante 15 o 20 horas seguidas. Las células en cultivo no saben que hoy es domingo. Supongo que otras disciplinas tienen sus propios condicionamientos; por ejemplo, los astrofísicos no pueden pedirle al exoplaneta que se espere al lunes para transitar frente a su estrella. Y a todo ello se añade que hay que escribir y entregar los proyectos antes de que se cierre el plazo.

4) La investigación de calidad siempre encuentra financiación.

Si no la encuentra ni en Australia… Craig y Evans-Galea aportan el trágico dato de que en 2014 el gobierno australiano solo financió el 15% de los proyectos presentados. Se agradecerían datos sobre España si alguien los tiene a mano.

5) Los investigadores tienen cubiertos los gastos de suscripción a revistas y sociedades.

Igual que lo dicho para las becas, un investigador puede considerarse afortunado si su financiación le cubre otros gastos necesarios para su trabajo científico, pero ajenos a él.

6) Los investigadores están formados para manejar presupuestos y para escribir.

Este mito es muy bueno. Algunas carreras de ingeniería incluyen asignaturas de economía (al menos en mis tiempos) asumiendo que los ingenieros deberán gestionar presupuestos y gastos. Los científicos deben ocuparse de esto mismo sin haber recibido ninguna formación específica para ello. Y al contrario que los ingenieros, los investigadores no pueden solucionar los errores de estimación haciendo modificados, por lo que deben ser maestros de la optimización. Del mismo modo, gran parte del trabajo de un científico consiste en escribir: proyectos, estudios, revisiones, comunicaciones a congresos… Sin embargo, las facultades de ciencias tampoco ofrecen formación en comunicación, algo que además mejoraría la capacidad divulgadora de los investigadores. Naturalmente, Craig y Evans-Galea no mencionan algo que para ellos no es un problema: los científicos españoles deben escribir una buena parte de su producción en inglés.

7) Los investigadores tienen una carrera para toda la vida.

(Risas). No creo que en España nadie tenga la tentación de creer en este mito. Australia tiene 13 premios Nobel de ciencia. Nosotros, solo uno (más un coeficiente de Severo Ochoa), y él mismo ya dijo en su día que investigar en España es llorar.

Los científicos perfectos, en la serie 'The Big Bang Theory'. Imagen de CBS.

Los científicos perfectos, en la serie ‘The Big Bang Theory’. Imagen de CBS.

7+1) A los siete mitos de Craig y Evans-Galea añado uno más de mi propia cosecha. Aunque como fácilmente puede comprenderse, el mío no solamente incluye algo de frivolidad y sarcasmo, sino que realmente es una condensación de varios mitos. A saber, el investigador es un tipo (o tipa) tirando a feo, friki y mal vestido, a quien no le importa cobrar poco porque no tiene vida fuera del laboratorio ni le importan en absoluto las posesiones materiales, dotado de una inteligencia privilegiada pero con nulas habilidades sociales, cuya aparente misantropía se compensa por su ferviente deseo de salvar a la humanidad. En fin. En otro comentario al artículo de los australianos, John Pickard escribe: «Si algo de mi investigación hará del mundo un lugar mejor, no estoy seguro; pero me sacó de la calle».

¿Las ancianas británicas tienen la culpa del crecimiento del autismo?

Hay dos maneras de enfocar el asunto que vengo a tratar hoy. Una, la comprensiva. Ignoro si Stephanie Seneff, investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), tiene cerca a alguien querido que sufra de una enfermedad incurable de origen desconocido. Es probable que sí, dado que la mayoría tenemos algún caso próximo a nosotros: alzhéimer, autismo, párkinson o esclerosis múltiple, por citar ejemplos, son terribles trastornos cuyas causas aún son oscuras, pero que siempre vienen a cercenar drásticamente la idea que nos habíamos formado sobre cómo debería ser la vida, la nuestra y la de los nuestros.

Imagino que cuando nos encontramos de repente en alguna de estas situaciones nuestra mente atraviesa fases muy dispares, pero es natural que al fondo de todo ello se enquiste una pregunta: ¿por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a los míos? Y ante la incapacidad de respondernos, es natural que fabriquemos las respuestas que mejor encajan con nuestra visión del mundo. Sean las que sean.

La segunda manera es mucho menos tolerante, pero es la que me toca. Uno no suele caer simpático cuando hace esto; qué le vamos a hacer. Como dice el tópico, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Esta segunda manera consiste en denunciar el inmenso daño que Stephanie Seneff y otros como ella producen sobre todo a los familiares de las personas afectadas, pero también a la credibilidad de la ciencia en una época en que la información científica que discurre por los canales mayoritarios de información (internet y sus redes sociales) es muchas veces indistinguible de la seudociencia o el simple camelo.

Esta es la historia. Seneff es una licenciada en biofísica en 1968 que después de su graduación enfocó su trabajo hacia el campo de la computación. Desde hace años ejerce como investigadora del Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del MIT, áreas en las que al parecer ha desarrollado una carrera solvente, según se deduce de su trayectoria y su registro de publicaciones. Pero en los últimos años, Seneff ha derivado hacia una línea de intereses muy diferente. Así lo expone ella misma en su reseña biográfica en la web del MIT:

En los años recientes, la doctora Seneff ha focalizado el interés de sus investigaciones de regreso a la biología. Se está concentrando principalmente en la relación entre nutrición y salud. Desde 2011, ha escrito diez estudios (siete como primera autora) en varias revistas médicas y relacionadas con la salud sobre temas tales como las enfermedades modernas (por ejemplo, alzhéimer, autismo, enfermedades cardiovasculares), el análisis y la búsqueda de bases de datos sobre efectos secundarios de los fármacos utilizando técnicas de procesamiento de lenguaje natural, y el impacto de deficiencias nutricionales y toxinas ambientales en la salud humana.

De todo esto, queda claro que Seneff no es doctora en biología; ni siquiera es bióloga. Sus intereses actuales regresan a un lugar en el que nunca ha estado antes. Seneff no tiene la más mínima autoridad ni cualificación para pontificar sobre efectos secundarios de los fármacos, deficiencias nutricionales o toxinas ambientales. Todo lo que ella diga o escriba sobre lo que se permite llamar enfermedades «modernas» (lo cual es tanto como llamar moderno a Plutón, ya que no se descubrió hasta el siglo XX) tiene el mismo valor que lo que pueda decir cualquier persona de la calle.

El de Seneff no es un caso único, sino que sigue una larga tradición de científicos que se han distinguido por elevar proclamas fantasiosas o estrambóticas sobre materias ajenas a sus investigaciones. Como ya he contado aquí anteriormente, Francis Crick, el codescubridor de la estructura del ADN, creía que la vida en la Tierra había sido sembrada por una raza de alienígenas sumamente avanzados; su compañero James Watson saltó a la infamia hace unos años al afirmar que los negros son menos inteligentes que los blancos; Kary Mullis, el inventor de la PCR, rechaza que el VIH sea el causante del sida y en su autobiografía narró su encuentro con un mapache alienígena; el astrónomo Fred Hoyle negaba la evolución de las especies y el origen biológico del petróleo; el codescubridor del VIH, Luc Montagnier, cree que el agua es capaz de recordar los compuestos que contuvo, el principio en el que se basa la homeopatía.

A propósito de este peculiar fenómeno, el astrónomo y presidente de la Royal Society de Reino Unido, Martin Rees, comentaba al diario The New York Times que los científicos no suelen hacer sus grandes descubrimientos en su vejez, y que muchos de ellos deciden remediarlo metiéndose en terrenos desconocidos donde el agua les cubre. Y por supuesto, comparar a Seneff con todos estos casos es hacerle un enorme favor, ya que en el currículum de esta investigadora no figuran premios notorios ni distinciones de ninguna otra clase.

Seneff parece haber desarrollado una especie de obsesión por demostrar que ciertos compuestos de uso actual son los causantes de trastornos como el autismo. Entre esas sustancias están (cómo no) ciertos ingredientes de las vacunas, así como un herbicida llamado glifosato que la multinacional de cultivos transgénicos Monsanto comercializa bajo el nombre de Roundup. Sobre el glifosato se ha escrito y estudiado mucho, y su toxicidad aún es materia de discusión. A nadie se le escapa que los herbicidas no son los compuestos más saludables del mundo. Probablemente los efectos del glifosato sobre la salud sean nocivos, y quizá incluso debería prohibirse su uso. Pero de ahí a atribuirle el origen de ciertos trastornos concretos media un abismo científico que hay que superar con pruebas contundentes.

La investigadora del MIT parte de un convencimiento personal de que el glifosato es la causa del autismo. Y su manera de demostrarlo es tirar de estadísticas; comparar conjuntos de datos sobre el uso de glifosato y los casos de autismo, correlacionarlos y decir, «ahí lo tenéis». Recientemente, Seneff participó en una conferencia sobre productos transgénicos organizada en Massachusetts por un negocio de presuntas terapias alternativas llamado Groton Wellness, y allí presentó el siguiente gráfico:

Número de casos de autismo (en rosa) frente al uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de Stephanie Seneff.

Número de casos de autismo (en rosa) frente al uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de Stephanie Seneff.

Impresionante, ¿no? Suficiente para que las palabras y la presentación de Seneff encontraran eco en numerosas webs aficionadas al sensacionalismo, a las teorías conspirativas y a las llamadas terapias alternativas; pero también incluso en algún medio serio que, claro está, no puede andar siempre aplicando los mismos criterios de rigor y contrastación cuando se trata de asuntos menores, como un mal que afecta a millones de personas en todo el mundo, que cuando se habla de cuestiones verdaderamente trascendentales para el destino del universo, como la pelea entre Tomás Sánchez y Pedro Gómez (no, espera, ¿o era al revés?).

El problema es que, no me canso de insistir aquí (y aquí, y aquí), correlación no implica causalidad. Una correlación no demuestra absolutamente nada. Cualquiera puede tirar de un conjunto de datos y demostrar una perfecta correlación estadística con otra serie de cifras con las que no existe ningún vínculo, e incluso existe una web dedicada humorísticamente a demostrar cómo, por ejemplo, el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage se asocia con las cifras de ahogamientos en piscinas en EE. UU.

Para ilustrarlo, me he tomado la molestia de buscar otras causas del autismo al margen de la propuesta por Seneff. Para empezar, he tomado los datos de la investigadora y he reproducido su gráfico en Excel. Me queda así:

Número de casos de autismo (en azul) frente a uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Reproducción del gráfico de Stephanie Seneff.

Número de casos de autismo (en azul) frente a uso de glifosato en miles de toneladas (en rojo), de 1990 a 2010. Reproducción del gráfico de Stephanie Seneff.

A continuación, me han bastado diez minutos de búsqueda en Google para encontrar otra serie de datos que se correlaciona tan milagrosamente bien con las cifras de autismo como el uso del glifosato. En este caso se trata de las importaciones de petróleo en China, en miles de barriles al día entre 1990 y 2010, el mismo período del gráfico de Seneff. Este es el resultado:

Número de casos de autismo (en azul) frente a importaciones de petróleo en China en miles de barriles al día (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a importaciones de petróleo en China en miles de barriles al día (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Fantástico, ¿no? Cuantos más barriles de petróleo importa China, más crece el autismo en EE. UU. ¿Cuál será el mecanismo biológico implicado?

Pero ni siquiera es necesario encontrar una serie de cifras que se correlacione tan exactamente. Como ya he explicado también anteriormente a propósito de correlaciones y causalidades, existe eso que habitualmente suele denominarse la «cocina» de los datos cuando se trata de encuestas políticas, y que consiste, simple y llanamente, en una manipulación. No se trata de falsear los datos, sino, por ejemplo, de elegirlos cuidadosamente, agregarlos, desagregarlos, o retorcerles el cuello de cualquier otra manera para que el resultado sea el que previamente queríamos obtener. Aquí van dos ejemplos. Veamos qué ocurre si correlacionamos de nuevo las cifras de autismo con otros dos conjuntos de datos elegidos casi al azar en Google: por un lado, el número de mujeres centenarias en Reino Unido; y por otro, la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1990 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

No está mal, ¿no? Pero podemos mejorarlo. ¿Qué tal si aplicamos un poco de «cocina»? Digamos, por ejemplo, que eliminamos los cinco primeros años del intervalo y nos quedamos con los datos de 1995 a 2010. Tenemos la perfecta libertad de hacer esto, ya que el plazo de Seneff también es arbitrario: el glifosato comenzó a utilizarse en 1976, no en 1990. En nuestro caso, esto es lo que resulta:

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a número de mujeres centenarias en Reino Unido (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Número de casos de autismo (en azul) frente a la facturación global de la industria turística en miles de millones de dólares (en rojo), de 1995 a 2010. Gráfico de elaboración propia.

Mucho mejor, ¿no? Así, ahora al glifosato hemos añadido al menos otras tres causas del autismo: la importación de petróleo en China, el aumento de la longevidad en las mujeres de Reino Unido y el crecimiento de la industria turística global. Ahora simplemente será tarea de los investigadores encontrar la manera de explicar cómo todos estos factores se alían para provocar el trastorno en los niños. Y en especial habrá que someter a un tercer grado a todas esas malévolas ancianas británicas para obligarlas a confesar en qué clase de terrible conspiración están involucradas.

Espero que nadie concernido con este trastorno neurológico sienta que estoy frivolizando sobre ello. Mi intención es justamente la contraria, denunciar la frivolización que Seneff y otros personajes como ella realizan alegremente sin ningún respeto a la preocupación de los afectados. Más allá de las proclamas estrambóticas de Seneff, el atrevimiento de esta señora al afirmar que «al ritmo actual, en 2025 uno de cada dos niños será autista» rebasa la barrera de la excentricidad para entrar en el terreno de la peligrosa irresponsabilidad. Y aunque tales casos estén fuera de la competencia de los tribunales ordinarios, las instituciones científicas no deberían permanecer impávidas ante los charlatanes ávidos de notoriedad que no hacen otra cosa sino sembrar confusión y cebarse en el dolor ajeno.

«Hubo un tiempo en que no mirábamos a España por su ciencia; eso ya pasó»

Aquí, la cita completa:

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que no mirábamos a España en busca de información avanzada en las líneas puramente científicas; pero ese día ha pasado, y ha surgido en sus instituciones de enseñanza una generación de hombres jóvenes entrenados en los más modernos métodos de observación e investigación, quienes están destinados a dar a este noble pueblo una estatura tan elevada en el reino de la ciencia como la alcanzada por los estudiantes de otras tierras.

Una visión esperanzadora, ¿no es así? Sobre todo cuando su autor es un personaje tan destacado como el insigne paleontólogo y zoólogo William Jacob Holland, antiguo rector de la Universidad de Pittsburgh y después director de los Carnegie Museums de la misma ciudad estadounidense.

Podríamos agradecerle a Holland el elogio, si no fuera porque… falleció hace 83 años. El científico escribió esas palabras el 28 de diciembre de 1914, y fueron publicadas en la revista Science el 5 de febrero de 1915, como parte de una reseña del libro Fauna Ibérica: Mamíferos de Ángel Cabrera Latorre, naturalista del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera (1879-1960) fue una gran figura del naturalismo en lengua española, citado a menudo como el más importante de los zoólogos especializados en mamíferos. Su trayectoria fue tan heterodoxa como la profesión de su padre, obispo protestante. El menor de los siete hijos del pastor se licenció y doctoró en Filosofía y Letras, algo que no le impidió dedicarse por entero al estudio de la naturaleza; una pasión que dejó reflejada en 27 libros y cientos de publicaciones científicas y artículos divulgativos.

Suena a cliché manoseado siempre que se ensalza a una gloria nacional, pero Cabrera fue realmente un adelantado a su tiempo. No se puede calificar de otra manera a alguien que dedicó parte de su obra a la divulgación científica –sin televisión ni blogs era algo más complicado que hoy–, y que en época tan temprana ya alertaba del peligro de la introducción de especies invasoras en los espacios naturales. Viajó y se construyó una carrera internacional con fuertes vínculos en el mundo anglosajón, algo imprescindible hoy, no tan común en la España de entonces. Y por si faltaba algo, ilustraba sus propios libros con preciosos y precisos dibujos a plumilla y acuarelas.

Conseguir una reseña en Science no es cualquier cosa, ni en 1915 ni hoy. La guía de mamíferos ibéricos de Cabrera lo logró, y a cargo de una figura también destacada como Holland. Ignoro si ambos llegaron a conocerse. Holland calificaba el libro de Cabrera como «un modelo a su modo, y una señal del gran avance en las líneas de la investigación científica que se está produciendo en España bajo la sabia e inteligente guía de su iluminado soberano [Alfonso XIII]». El naturalista estadounidense concluía así su artículo: «Entre los jóvenes que están trabajando con éxito en esta dirección, ninguno se eleva más alto que el infatigable y talentoso autor del trabajo que tenemos ante nosotros».

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra 'Fauna Ibérica: Mamíferos' (1914).

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra ‘Fauna Ibérica: Mamíferos’ (1914).

Las palabras de Holland no eran adulaciones vanas; realmente reflejaban lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX. Quiero decir, lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX… hasta que abandonó la biología española. O tal vez la biología española lo abandonó a él. El caso es que en 1925 Cabrera agarró a su familia y se marchó a Argentina. Al parecer los motivos de su emigración no fueron políticos, que tanto aquejaron a la ciencia española del siglo XX –apunte de contexto histórico: dictadura de Primo de Rivera–, sino puramente profesionales. El Departamento de Paleontología del Museo de La Plata necesitaba un nuevo director, y fue nada menos que Ramón y Cajal quien propuso a Cabrera. Se cuenta que le ofrecieron una remuneración muy ventajosa, y allá que se fue.

El mismo año de su partida solicitó la nacionalidad argentina, y allí se quedó hasta su muerte a los 81 años. Para los españoles, Cabrera fue un biólogo español. Para los argentinos, fue un biólogo argentino. Por mi parte, siempre digo que no podemos elegir dónde nacemos, pero sí dónde queremos morir. Y él eligió morir en Argentina. Pero antes de eso siguió dejando allí el rastro de su talento, descubriendo el primer dinosaurio jurásico de Suramérica —Amygdalodon patagonicus— y abriendo brecha en lo que luego serían los ricos yacimientos mesozoicos de la Patagonia.

He querido traer hoy aquí a Cabrera y su reseña en Science porque el caso me parece tristemente irónico. Holland alabó hace cien años la promesa que para el avance de la ciencia española representaba el más brillante de sus biólogos. Pero aquella promesa se truncó cuando España la dejó escapar. Un siglo después, probablemente ustedes han entrado a leer este artículo creyendo que las palabras del título habían sido escritas o pronunciadas hoy mismo. España se mantiene firme en lo suyo: era una promesa científica hace cien años, y lo sigue siendo.

La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.

¿Cómo ha llegado a esto la civilización que iluminó la Edad Oscura?

No voy a responder a la cuestión con la que titulo este artículo. Ni siquiera sé si es solo una pregunta retórica que no espera respuesta o si esta es tan compleja que debe desgranarse a través de una miríada de análisis y reflexiones como las que, en esta semana de terror en Francia, se publican en todos los medios. Mi objetivo aquí es más modesto; exponer lo que el Islam representó en una época pasada, y que cada uno digiera su propio sobrecogimiento ante la brutal diferencia con lo que hoy es (y no me refiero solo a las erupciones de terrorismo fanático, sino, en un sentido más general, al modelo de sociedad que propugna).

La percha que me asiste para colgar este comentario se presenta en forma de Año Internacional, una de esas propuestas de la ONU que aspiran a dirigir el interés del público –y de quienes manejan los recursos– hacia determinados aspectos de la sociedad. El esfuerzo de una comunidad de científicos bajo el liderazgo del presidente de la Sociedad Europea de Física, John Dudley, logró que la ONU declarara 2015 como Año Internacional de la Luz y de las Tecnologías Ópticas (IYL 2015), una llamada de atención sobre el papel que la luz y los avances basados en ella desempeñan en nuestras vidas.

Uno de los hitos más destacados del IYL 2015 es la conmemoración del milenio de una figura que a muchos resultará completamente desconocida: Ibn Al-Haytham, por aquí llamado Alhacén. Este árabe nacido en Basora (hoy Irak) en el año 965 fue matemático, físico, filósofo, astrónomo y meteorólogo, siendo sus experimentos con lentes y espejos los que le acuñaron el merecimiento de ser considerado el padre de la óptica. Sus estudios influyeron en los trabajos de otros personajes infinitamente más conocidos en occidente, como Da Vinci, Galileo, Kepler o Descartes. Pero más aún, Alhacén figura en algunos textos como el primer científico de la historia, el precursor de la experimentación sistemática en condiciones controladas y variables de acuerdo a lo que hoy entendemos como método científico. Suyas son estas palabras por las que resulta casi increíble que hayan pasado mil años: «Si aprender la verdad es la meta del científico… entonces debe hacerse enemigo de todo lo que lee».

El IYL 2015 destacará la figura de Alhacén a través de una campaña denominada 1001 Invenciones y el Mundo de Ibn Al-Haytham, que llevará por el mundo una exposición interactiva y una serie de eventos destinados a recordar los logros del físico árabe. Quien está detrás de esta campaña es la entidad 1001 Inventions, una organización educativa con sede en Londres dedicada a divulgar el legado científico y tecnológico que en el mundo dejaron los mil años, desde el siglo VII al XVII, de una civilización musulmana que se extendió desde España hasta China. La exposición estrella de 1001 Inventions, dedicada a repasar lo que llaman la «Edad Dorada de la ciencia y el descubrimiento», lleva varios años itinerando por el mundo; mañana, domingo 11, cerrará sus puertas en Rotterdam (Holanda) antes de abrirlas de nuevo en el Centro Científico de Kuwait la primera semana de febrero.

Según Salim Al-Hassani, ingeniero británico-iraquí que preside la Fundación para la Ciencia, Tecnología y Civilización, y principal responsable de la exposición 1001 Inventions, «hay una laguna en nuestro conocimiento; saltamos del Renacimiento a Grecia». «El período entre los siglos VII y XVII, erróneamente llamado la Edad Oscura, fue de hecho un tiempo de avances culturales y científicos excepcionales en China, India, el mundo árabe y el sur de Europa. Este es el período histórico que nos dio el primer vuelo tripulado, enormes avances en ingeniería, el desarrollo de la robótica y los cimientos de la matemática, la química y la física modernas», declaraba Al-Hassani hace unos años con motivo de su nombramiento como miembro honorario de la Asociación Británica de la Ciencia. «Si preguntas a cualquier persona de dónde proceden sus gafas, su cámara o su pluma estilográfica, pocos dirán que de los musulmanes», añadía.

Para los españoles, en especial los andaluces, esta visión de la civilización medieval musulmana como una era dorada de la ciencia y la cultura no resulta tan novedosa como para otros europeos, gracias a figuras relevantes del imperio islámico nacidas en la Península, como Averroes, Avempace o Azarquiel. Los cordobeses conocen al personaje que da nombre a uno de los puentes de su ciudad, Abbás Ibn Firnás, pero ¿cuántos en España saben que este científico andalusí fue el primer humano en lanzarse en paracaídas y en pilotar un ala voladora? ¿Cuántos estudiantes occidentales aprenden que antes de los hermanos Wright, de los Montgolfier y de las máquinas voladoras de Leonardo da Vinci, fue un andaluz nacido en Ronda el primero que se atrevió a plantear científicamente el problema del vuelo (y a partirse las dos piernas en el intento)?

Representación artística del vuelo de Abbás Ibn Firnás. Imagen de 1001 Inventions.

Representación artística del vuelo de Abbás Ibn Firnás. Imagen de 1001 Inventions.

Tal vez la visión de Al-Hassani que predica 1001 Inventions no sea compartida por todos. Algunos expertos han criticado el escenario de dorada armonía que presentan esta organización y su exposición como una representación manipulada de la historia de la ciencia. En un artículo publicado en 2012 en la revista Skeptical Inquirer, el físico turco-estadounidense Taner Edis y la historiadora de la ciencia Sonja Brentjes escribían: «La agenda detrás de 1001 Inventions es explícita: promover el respeto por una herencia de la civilización musulmana, e impedir que los musulmanes, sobre todo los jóvenes, se sientan ajenos a los empeños modernos de la ciencia y la tecnología. Estos objetivos son legítimos». Pero añadían a continuación que esta meta se presentaba a través de un falso mito: «La exposición pone en servicio muchos elementos populares de la apologética musulmana, como la noción común de que las tensiones históricas entre ciencia y religión son artefactos de la experiencia cristiana occidental y no se aplican al Islam». «Presentando una visión sin críticas del mito de la armoniosa Edad de Oro, están prestando un pobre servicio a la comprensión pública de la ciencia y la historia», concluían los autores.

Pese a todo, es incuestionable que el legado cultural y científico del imperio islámico es amplio y rico, y que si la figura de Hipatia de Alejandría ha servido en los últimos años para reivindicar el papel histórico de la mujer en la ciencia, la civilización musulmana tuvo a Fátima Al-Fihri, fundadora de una madraza que algunos consideran la institución universitaria más antigua del mundo, hoy la Universidad de Qarawiyyin en Fez (Marruecos). En contraste, hoy muchas de sus correligionarias tienen prohibido acceder incluso a los estudios más elementales, o deben hacerlo bajo un estricto código impuesto de conducta y vestimenta. Por desgracia, muchos de los descendientes de aquellos brillantes pensadores hoy renuncian a celebrar la luz para abrazar lo peor de la oscuridad medieval.

(No solo) vengo a hablar de mi libro: Galatea, Tulipanes de Marte y el 2014 que termina

Al contrario que otros blogs de esta casa, el mío no fue reclutado debido a su éxito previo en otra plataforma, sino que nació aquí, en las páginas digitales de 20 Minutos. Cuando en febrero de este año se me encargó crear una bitácora de ciencia, aún no tenía título. Entre las opciones que barajábamos, los responsables de este diario me sugirieron una: Ciencias Puras. Y esto me sirvió en bandeja la oportunidad para elegir la cabecera que realmente se ajustaba más a lo que pretendía hacer aquí: Ciencias Mixtas.

Ciencias Mixtas es una manera de manifestar que la consabida frontera entre ciencias y letras, el «yo soy de ciencias» o «yo soy de letras», la hiperespecialización educativa de los adolescentes cuando aún están demasiado ocupados descubriendo su propio equipamiento de serie, es uno de los grandes males del conocimiento actual. Los científicos y los tecnólogos son hoy quienes mantienen esta roca mojada en rotación, quienes permiten que podamos comunicarnos, curarnos, viajar, trabajar o comer. Pero quienes nos gobiernan son juristas y literati, incluso tal vez eruditos (pocos, sí), aunque sin la menor estructuración científica de la mente. El gran Carl Sagan ya hizo notar en su día esta peligrosa paradoja.

A pesar de lo que a veces me achaca un fiel comentarista de este blog, él ya sabe quién, no soy un cientificista puro, sino, como mucho, un cientificista mixto. Mi intención con este blog es llevar las bases del conocimiento científico también a aquellos que se consideran de letras, tal vez porque son víctimas de un sistema educativo que les obligó a elegir desde su más tierna juventud. Durante este primer año de Ciencias Mixtas, he tenido la satisfacción de recibir comentarios de quienes dijeron haber entendido mis artículos y los principios científicos que en ellos se planteaban sin haber recibido formación específica, lo cual es una enorme satisfacción para mí. Claro que también hubo algún «no he entendido absolutamente nada de tu artículo». Lo siento; intentaré hacerlo mejor en 2015.

Pero Ciencias Mixtas también significa otra cosa, y es buscar el lugar de encuentro entre ciencias y humanidades. El lugar donde este blog se encuentra más a gusto es la orilla en la que confluyen dos mundos, biología y literatura, o física e historia, o neurociencias y música. Pienso que hay que trabajar mucho en la disolución de esa frontera para que los seres terrestres le pierdan miedo al agua, y los acuáticos se animen a dar un paseo por tierra firme. Y aquí estamos. Por lo que creo saber, parece que de momento mis jefes no me despedirán, así que en estos tiempos navideños de recapitulación y planificación quiero agradecer a lectores y visitantes de este blog el apoyo que prestan con sus visitas y comentarios.

L342110.jpgEs en ese terreno de las Ciencias Mixtas donde quiero aprovechar este último post del año para hablar de dos libros. Y sí, uno es mío, espero que me disculpen. En realidad, antes de Tulipanes de Marte (Plaza & Janés) no había escrito ninguna novela sobre un tema científico ni tenía intención de hacerlo; tal vez porque en el recreo uno busca algo diferente a lo que ya hace en clase, pero también porque no soy estrictamente un adicto a la ciencia-ficción. Creo haber leído los principales clásicos del género, pero suelen interesarme más las utopías y distopías que la prospectiva tecnológica.

Tulipanes de Marte nació porque coincidieron en mis manos dos historias reales irresistibles, la del tipo que proponía una colonización de Marte a fondo perdido y en solitario, y la del que se ofrecía para llevarlo a cabo. Los reportajes periodísticos que escribí se me quedaron cortos: aquello merecía una novela, pero más por el factor humano que por el científico. Tulipanes contiene elementos de ciencia-ficción, pero no es una novela de género, sino una historia sobre el devenir de una serie de personajes obligados por las circunstancias a pisar el primer peldaño de la escalera hacia otro mundo. Y sobre todo ello flota la última incógnita que en el fondo nos empuja a mirar hacia las estrellas. Más allá de si somos científicos, humanistas o mixtos, a todos nos cosquillea la duda sobre si hay alguien más que nosotros en el universo. No tanto algo, sino alguien. Y de eso trata, en el fondo, Tulipanes: de si estamos solos o no en un vacío cósmico que puede ser el del espacio, pero también el de nuestra propia existencia.

Curiosamente, una novela de tema marciano inspirará uno de los grandes estrenos cinematográficos de 2015: The Martian, de Ridley Scott. Por lo que sé, The Martian y Tulipanes de Marte son bastante diferentes en sus mimbres; para empezar, la primera se desarrolla en Marte, mientras que Tulipanes tiene la Tierra como escenario principal. Y por supuesto, otra diferencia es que yo no he conseguido que Ridley Scott me lleve un libro al cine… Pero será interesante comprobar si The Martian logra estimular el interés por la exploración espacial tripulada y reavivar ese eterno cosquilleo del ser humano por llegar más allá, que hoy permanece latente en una sociedad anestesiada por otros asuntos más urgentes, pero también por una insoportable colección de naderías.

galatea_melisa_tuyaPero si lo que buscan para comprar y regalar en estas fiestas es ciencia-ficción pura y de calidad, aquí tienen Galatea (Lapsus Calami), la primera novela de Melisa Tuya. No la traigo aquí porque conozco a la autora, que la conozco. Ni porque es amiga, que lo es. Ni porque me ha recaído el honor de escribir una recomendación en la contraportada, que también. Si les hablaba de los clásicos de la ciencia-ficción, Galatea ha nacido ganándose el privilegio de figurar como uno de los catones del género, una instrucción en lo que busca el ser humano cuando se acerca a las obras que hacen el esfuerzo de reflexionar sobre lo que nos aguarda al fondo del camino por el que estamos transitando.

Galatea es una condensación de nuestras esperanzas y temores sobre el futuro a través de la narración de una aventura colonizadora que termina en desastre cuando estallan las costuras de un modelo de sociedad artificialmente perfecto. Selección genética, parejas planificadas, destinos escritos desde la cuna, un sistema de castas asistido por robots y un mundo burbuja; todo ello salta por los aires cuando se desencadena una rebelión tan inesperada como irremisible. En la inspiración de la autora encontramos referencias a GATTACA y Un mundo feliz, a Nosotros y 1984. Pero el maquillaje de ese rostro impecable queda arrasado cuando se rompe la muralla que separa a humanos y máquinas, y no lo hace solo en un sentido, sino en ambos. Porque Galatea transgrede el tópico de la humanidad de la bestia para mostrarnos la bestialidad del humano en toda su crudeza.

Es cierto que en la novela hay un Gólem, un ser subrogado a cuyas manos se despliega una escena de muerte y destrucción que personalmente me evocó el terror oscuro de la Tercera Expedición de Crónicas Marcianas. Pero el verdadero monstruo no es el robot. La protagonista principal de Galatea es una antiheroína que no persigue el bien común ni la liberación de las masas oprimidas. No es el buen salvaje de Rousseau (o de Huxley), sino el Winston de Orwell llevado al límite de su humanidad, alienado, confuso y emocionalmente perturbado, en cuyas manos llega a concentrarse un poder sobre la vida y la muerte que ejercerá sin escrúpulos capaces de coartar sus ambiciones. En este Nerón femenino de Tuya no hay pretensiones de redención moralista; Ella, cuyo nombre nunca llegamos a conocer, es una moderna Emma Bovary que se precipita hacia el callejón sin salida que ella misma ha elegido, una Scarlett O’Hara futurista que no dudará en envilecerse hasta el extremo para conservar el dominio de su Tara espacial. Créanme, la odiarán tanto como la amarán, porque también hay algo de ella en cada uno de nosotros.

Que disfruten de la lectura. Gracias y Feliz Navidad.

Mi carta a los Reyes Magos: ministros de competencias científicas con competencia científica

Raramente menciono la política en este blog, a no ser para clamar en el desierto contra la empachosa tripada de ella que a diario nos ametralla desde todos los medios, y no digamos las redes sociales. Dado que la diatriba/apología política parecen ser una de las aficiones favoritas de los españoles (al menos de los que tienen Twitter), mi opinión es que el ruido de fondo tiene un volumen demasiado elevado como para que la mayoría de él tenga alguna significación individualizada. Con esto quiero decir que, si en alguna ocasión escribo sobre política, es porque realmente me parece un asunto de vida o muerte.

Recientemente hemos asistido a la dimisión de la licenciada en Ciencias Políticas y Sociología Ana Mato como ministra de Sanidad, tras haber sido tan incapaz de gestionar una emergencia de salud pública que tuvo que hacer mutis por el foro de forma efectiva mucho antes de renunciar formalmente al cargo. La crisis del ébola le venía grande; una cosa es acomodarse en una poltrona para mirar cómo el agua del belén corre por el río y los pastorcillos acuden a ver a su rey, y otra es saber qué hacer cuando la bomba del agua hace corto y estalla, prende fuego a los pastorcillos y comienza a descarajar todo el belén.

Alfonso Alonso interviniendo en un pleno del Congreso de los Diputados. Imagen de Juan Manuel Prats / Wikipedia.

Alfonso Alonso interviniendo en un pleno del Congreso de los Diputados. Imagen de Juan Manuel Prats / Wikipedia.

Parecería lógico que después de la experiencia de Ana y el ébola hubiéramos aprendido de los errores pasados. Pero no. El nuevo ministro de Sanidad, Alfonso Alonso, es licenciado en Derecho y Filología Románica. En este país los ministerios se reparten para que el agraciado se siente a mirar el belén mientras las figuritas se ocupan de que todo siga funcionando. En España estamos acostumbrados a que el cargo de ministro es un cortijo que se regala en agradecimiento a los servicios prestados; es la corbata de los que mandan. Algunos alegarán que el de ministro es eso, un cargo político, y que para resolver las cuestiones técnicas ya están los escalafones inferiores (esos que cobran más que su jefe; siempre digo que la política es lo contrario de la realidad). Pero este argumento es un burdo pretexto: ¿alguien concibe un ministro de Economía que no tenga la más remota idea de economía? ¿O un ministro de Justicia que piense que In dubio pro reo es lo que le gritaba Max von Sidow a la niña de El Exorcista?

Advierto, para los malpensados, que no tengo absolutamente nada en contra de los filólogos. Es simplemente que a un doctor en genética de poblaciones jamás se le nombraría director del Ballet Nacional, como es lógico. En la realidad, lo contrario de la política, se exige experiencia en un puesto similar hasta para sentarse delante de la caja registradora de un supermercado. Y tengo que revelarles un terrible secreto: las ciencias son más complicadas que el derecho y la economía. Para gestionar no es imprescindible una formación específica; en mis siete años como investigador, pasé por muchos laboratorios cuyos jefes debían ejercer, además de como científicos, también como gestores, sin haber sido entrenados para ello. Algunos debían gestionar grandes presupuestos y equipos muy numerosos. Por supuesto, no todos daban la talla. Pero me atrevería a apostar que la mayoría de los empresarios no han estudiado economía, mientras que nunca he conocido a un científico o ingeniero autodidacta (incluyendo a algunos que creían serlo).

Y sin embargo, una y otra vez en España padecemos la maldición de tener a perfectos analfabetos científicos desempeñando puestos de máxima responsabilidad que cubren asuntos relacionados con la ciencia. Tuvimos una ministra de Sanidad que confundía la médula espinal con la médula ósea, otra que llevaba una pulsera mágica a lo Harry Potter y otra que aprobó el agua y el azúcar para tratar enfermedades. Y todo esto es inaceptable cuando ciertos asuntos de fondo científico, como las pandemias infecciosas, el cambio climático o el fracking, van adquiriendo cada vez mayor protagonismo en la vida pública y en el debate político. Necesitamos ministros que sean capaces de sentarse en una reunión con comités de expertos entendiendo su lenguaje, no como pasmarotes que escuchan una conversación en chino; ministros que no rehúyan una comparecencia en rueda de prensa por miedo a que la pregunta de algún periodista deje en evidencia su completa ignorancia sobre su área de competencia.

El pasado viernes, la revista Science publicaba un editorial sobre la crisis del ébola firmado por tres expertos, dos de ellos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el tercero de la Universidad de Edimburgo (Reino Unido). En el artículo, los autores escriben: «Para eliminar la infección [del ébola] de la población humana para mediados de 2015, como Ban Ki-moon espera, el mundo debe intensificar su lucha contra este virus, pero también deberíamos reconocer que necesitamos mejores formas de combatir riesgos sanitarios internacionales de todo tipo». «Para conseguirlo mejor en el futuro, necesitamos reforzar la vigilancia global y fortalecer la capacidad nacional e internacional para reaccionar adecuadamente», añaden los editorialistas, que recomiendan el liderazgo de una única organización internacional, sea cual sea, para coordinar los esfuerzos en esta y otras amenazas similares. Y subrayan: «La construcción de la capacidad nacional es primordial, y el refuerzo de los servicios nacionales de salud es vital». De forma más concreta, los autores enumeran los aspectos a desarrollar: «Necesitamos mejorar la coordinación y la planificación ante contingencias; desarrollar y acopiar herramientas de diagnóstico, fármacos y vacunas; establecer flujos de secuenciación y protocolos de intercambio de datos; y anticipar cuestiones éticas y de involucración pública».

¿Entenderá Alonso algo de todo esto? A riesgo de equivocarme, mucho me temo que su conocimiento de las enfermedades virales probablemente se limite a haber pasado la gripe. La epidemia del ébola no está ni mucho menos erradicada. Y lo que es peor, muchos expertos temen que en el futuro las amenazas pandémicas van a ser cada vez más frecuentes. Pero probablemente Alonso no sepa nada de esto, porque es muy dudoso que lea el Science, o que siquiera sepa de su existencia. Mi sueño es tener ministros en áreas de competencia científica que lean el Science y el Nature cada semana, que conozcan los estudios que se han realizado sobre los riesgos y beneficios del fracking, que sepan valorar la situación mundial respecto al cambio climático y que estén capacitados para desempeñar un verdadero liderazgo nacional en estas cuestiones. En resumen, que sepan de qué demonios están hablando. Claro que esto es mucho pedir, incluso para los Reyes Magos. Si acaso, déjenlo y tráiganme en su lugar la pelota y la trompeta.

Por qué Orión es lo más importante desde el «pequeño paso» de Armstrong

Lanzamiento de la nave Orión en un cohete Delta IV Heavy el pasado 5 de diciembre desde Cabo Cañaveral. Imagen de NASA / Bill Ingalls.

Lanzamiento de la nave Orión en un cohete Delta IV Heavy el pasado 5 de diciembre desde Cabo Cañaveral. Imagen de NASA / Bill Ingalls.

Quizá algún visitante asiduo de este blog se pregunte por qué no me he ocupado aquí de la proclama lanzada por la NASA la semana pasada sobre una misión tripulada a Marte prevista para la década de 2030. El proyecto se anunció a bombo y platillo aprovechando la ocasión de la primera prueba de la cápsula Orión, el nuevo vehículo de la agencia espacial estadounidense capaz de acoger tripulación desde la jubilación de los transbordadores, y que en el futuro servirá para enviar astronautas más allá de la órbita baja terrestre por primera vez desde la última misión Apolo en 1972.

Hay dos motivos por los que no lo he comentado aquí. El primero es que no se anunció nada nuevo, sino que tan solo se aprovechó la atención popular al despegue de la Orión para pregonar algo ya sabido. Pero sobre todo, el segundo motivo es que no me lo creo. Y si bien es cierto que importa un ardite lo que yo me crea o me deje de creer, se da la circunstancia de que son muchas las fuentes autorizadas del propio sector en EE. UU. las que ponen en duda la viabilidad de lo que se ha acuñado como NASA’s Journey to Mars. Y la cosa cobra una especial relevancia cuando quien tampoco se lo cree es John Holdren, asesor científico principal del presidente Barack Obama. En declaraciones a la cadena pública estadounidense PBS previas al lanzamiento de Orión, Holdren decía:

No creo que los actuales presupuestos alcancen para patear la lata por la carretera [traducción literal]. Alcanzan para, dentro de límites razonables, dar los pasos que necesitamos con vistas a, en último término, ir a Marte. Eventualmente, sí, entre ahora y 2030, necesitaríamos aumentar el presupuesto. Con el presupuesto actual no llegaríamos a Marte, eso es correcto.

Es decir. Que según Holdren, la NASA tiene el proyecto de viajar a Marte del mismo modo que yo tengo el proyecto de construirme una casa en Kenya y marcharme a vivir allí cuando mis hijos crezcan y se emancipen. O sea, una aspiración concebible, pero absolutamente inviable con los presupuestos de la NASA y los míos.

Siendo así, parecería que mis próximos movimientos deberían ser criticar el suflé del márketing de la NASA, tan vacío como la parcela en la que nunca construiré mi casa kenyana, y desacreditar la Orión calificándola como una flecha sin blanco. Pero no. Nada de esto. En cuanto al márketing de la NASA, más abajo explicaré por qué lo considero un instrumento valiosísimo. Y respecto a la Orión, como afirmo en el título de este artículo, es lo más importante que ha sucedido en el espacio desde el «pequeño paso» de Neil Armstrong sobre la Luna.

A EE. UU. le ha costado 42 años poner el primer raíl para comenzar a encaminarse hacia el lugar a donde llegó hace 47 años. No es fácil de comprender. Pero como hace unos días alegué en una respuesta a un comentario en este blog, las varias razones por las que esto ha sucedido pueden resumirse en una palabra, una que representa el gran obstáculo al que el programa espacial de EE. UU. ha tenido que enfrentarse a lo largo de los años. Esa palabra es democracia.

Mientras que la exURSS, hoy Rusia, ha podido mantener una trayectoria más o menos constante y firme en lo que respecta a su presencia en el espacio, la exploración espacial de EE. UU. está sujeta al control de los votantes. A comienzos de la década de 1970, con el fin de la carrera espacial y una guerra en Vietnam que se desplomaba hacia el desastre, ya no era pertinente ni justificable que más del 4% del presupuesto federal fuera destinado a la NASA, como ocurría en los gloriosos tiempos de mediados de los 60. Este es el único y exclusivo motivo por el que a la Luna no siguió Marte como próxima estación: ni teorías de conspiración, ni gaitas. Simplemente, se acabó el dinero, y sin dinero no hay billete.

Desde entonces, EE. UU. renunció a permanecer en el espacio más allá de la órbita baja terrestre. Los nuevos shuttles o transbordadores espaciales fueron vendidos y contemplados en su día como el autobús directo del hombre hacia las estrellas, un clímax de tecnología futurista que adornó incluso una película del mejor 007 que ha existido, Roger Moore (esperen a que me ponga el casco antes de empezar a lanzarme objetos). Pero en realidad, los shuttles fueron una aparatosa cortina de humo y un sistema destinado a periclitar.

A lo largo de las pasadas cuatro décadas, la exploración humana del espacio ha encontrado en EE. UU. escasos apoyos y numerosos detractores, sobre todo entre los científicamente conservadores, que no necesariamente coinciden con los ideológicamente conservadores. Y cuatro décadas es demasiado tiempo para conservar lo aprendido. No es que la tecnología del programa Apolo desapareciera o quedara confinada en ordenadores obsoletos a los que ya no se puede acceder. Según Keith Cowing, uno de los tipos que mejor conocen la NASA en todo el mundo –exempleado de la agencia y fundador del blog NASA Watch–, se trata de una leyenda urbana: todos los planos de las Apolo están microfilmados y los almacenes de la NASA aún conservan toneladas de tecnología de entonces. Pero lo que sí es cierto es que los ingenieros de entonces se retiraron o murieron sin que nadie tomara su relevo, y se dice que hoy no existe una sola persona que conserve todo el conocimiento global de aquellas misiones. Y si una fábrica de zapatos abandona esta actividad y decide dedicarse en su lugar a curar jamones durante 40 años, volver a fabricar zapatos supondrá un regreso a la casilla de salida. Las máquinas seguirán ahí, pero lo que se conoce como know-how se habrá volatilizado.

La cápsula Orión después de su amerizaje en el Pacífico el pasado 5 de diciembre. Imagen de U. S. Navy.

La cápsula Orión después de su amerizaje en el Pacífico el pasado 5 de diciembre. Imagen de U. S. Navy.

Es por esto que el programa Orión ha obligado a la NASA a practicar una verdadera excavación arqueológica en sus archivos y en sus almacenes para alcanzar algo parecido a lo que se logró hace más de cuatro decenios. Por ejemplo, el escudo térmico de la Orión es básicamente el mismo que se utilizó en las Apolo. En 2008, un equipo de la NASA viajó a un almacén de la Smithsonian Institution en Maryland para abrir una vieja caja en la que se guardaban fragmentos del escudo térmico de las Apolo, con el fin de estudiar su diseño y la respuesta de los materiales.

Todo lo anterior explica el inmenso logro que supone haber llegado al momento en que la Orión ya es una realidad, aunque el cohete destinado a llevarla al espacio aún no lo sea. Y que el primer vuelo de prueba de la nave la pasada semana se completara con una perfección milimétrica en todos sus pasos y todos sus sistemas nos confirma que estamos en los primeros días del regreso del hombre al espacio, la exploración humana 2.0.

No obstante, como decía Holdren, para dar el salto efectivo hará falta mucho más dinero. Y es dudoso que el contribuyente actual compre. Sin embargo, en los últimos años otro jugador ha entrado en el tablero de la exploración espacial: el sector privado. La iniciativa empresarial ya ha remolcado al espacio a las agencias estatales en sentido literal, gracias a las misiones privadas a la Estación Espacial Internacional. Pero también en un sentido menos literal, el acceso de las compañías a la carrera de las misiones tripuladas puede remolcar el peso muerto de las agencias estatales que no desean convertirse en actores secundarios, además de suplementar los fondos necesarios. La nueva exploración humana del espacio será en parte privada, o no será. Aunque a muchos no les guste.

Pero decía que iba a elogiar el márketing de la NASA, y con esto termino. Gracias a ese amplio esfuerzo publicitario, quienes tenían uso de razón en julio de 1969 pudieron disfrutar de la retransmisión televisiva más trascendental de la historia. Gracias a ese márketing pudimos seguir en directo la primera prueba de la Orión. Frente a la criticada actitud, digamos traslúcida, de nuestra propia agencia europea del espacio (la ESA), la NASA es una constante ventana abierta hacia el espacio. Digámoslo de esta manera: si algún día los chinos llegan a la Luna, nos enteraremos después y a medias, y difícilmente llegaremos a sentirlo como algo propio. En cambio, la NASA nos sienta a todos en primera fila como testigos directos, nos hace partícipes de sus logros como si realmente representaran a la humanidad en su conjunto. Por algo fueron ellos quienes inventaron Hollywood. En una entrevista el día del debut de Orión, el director de la NASA, Charlie Bolden, dijo: «El mundo quiere que volvamos a asumir el liderazgo en el espacio». Por mi parte, si esto significa que podré verlo en vivo, sí, quiero.

Somos piedra y agua en una roca mojada

Recientemente me escribían de @Paleoymas, una empresa dedicada a la paleontología y la geología, a propósito de la perífrasis con la que suelo referirme a la Tierra: la roca mojada. Bueno, supongo que cada uno tiene las suyas, y todas son aceptables siempre que huyamos del lugarcomunismo, que no es una ideología política, sino la trampa de caer en lugares comunes, circunlocuciones prefabricadas que denotan un estilo de redacción perezoso, ramplón y un poco esnob; por ejemplo, la ciudad condal (Barcelona), la marca de la manzana (Apple), sus satánicas majestades (los Stones; ¿por qué no «la banda de los dedos pegajosos»?), o uno de nuevo cuño que ha proliferado como el ébola: la formación magenta (UPyD). El periodismo deportivo, que no sigo pero que me cuelan sin remedio en la radio y la tele, es especialmente propenso a este espanto: el terreno de juego (el campo), el combinado albiceleste (que no sé ni cuál es), el conjunto hispalense (el Sevilla, y acabo de escucharlo en la radio en este preciso instante), la pena máxima (penalti), la serpiente multicolor (los ciclistas), y así. Según una cita atribuida a Voltaire, el primero que comparó a una mujer con una flor fue un poeta. El segundo, un imbécil.

La Tierra como ningún ser humano a vuelto a verla desde 1972, el año en que se tomó esta foto desde la misión lunar Apolo 17. La foto se conoce como "la canica azul". Imagen de NASA.

La Tierra como ningún ser humano ha vuelto a verla desde 1972, el año en que se tomó esta foto desde la misión lunar Apolo 17. La foto se conoce como «la canica azul». Imagen de NASA.

En cuanto a la roca mojada, es evidente que este apelativo se explica por sí solo sin necesidad de mayor discusión; a nadie se le oculta que este planeta es un enorme y diverso cuerpo rocoso con una abundante cantidad de agua. Pero es que esos dos componentes, piedra y agua líquida, son precisamente los que nos permiten estar hoy aquí hablando sobre esto, motivo por el cual la perífrasis me parece una buena síntesis de todo lo que somos y lo que nos rodea.

Hablemos de la roca. No todos los planetas son rocosos; en nuestro Sistema Solar se limitan, además del nuestro, a Mercurio, Venus y Marte. El resto son planetas gaseosos, un concepto nada intuitivo. El gas es algo que habitualmente no podemos ver; ¿cómo puede formar una gran bola visible? Y la típica pregunta casi del Trivial: en un planeta gaseoso, ¿hay superficie? ¿Se puede vivir sobre él? ¿Aterrizar sobre él? ¿O lo atravesaríamos hasta llegar al otro lado?

Respecto a lo primero, se trata de una cuestión de gravedad. Lo que mantiene a un planeta unido sin que su material se disperse por el espacio es la fuerza gravitatoria de su masa; los gases también tienen masa. Y lo que impide que se colapse (esta es una traducción literal del inglés que no es académicamente correcta, pero sí intuitiva) sobre sí mismo es el gradiente de presión, que compensa la fuerza gravitatoria. El resultado de la compensación es lo que se conoce como equilibrio hidrostático, y es el responsable de que los planetas sean aproximadamente esféricos, ya que esta es la forma más estable.

Sobre lo segundo, no es posible aterrizar sobre un planeta gaseoso, a menos que tenga un núcleo sólido. Pero incluso en este caso, en la profundidad del núcleo la presión y la temperatura son tan extremas que ningún objeto o ser vivo podría llegar indemne hasta allí. En 1995, la misión Galileo de la NASA lanzó contra Júpiter una sonda que aguantó una temperatura de 15.500 ºC y perdió la mitad de su masa antes de acabar aplastada por la presión como el envoltorio de un polvorón. Años después, en 2003, la propia nave fue estrellada deliberadamente contra el planeta una vez concluido su cometido, para evitar que una colisión incontrolada pudiera contaminar alguna de las lunas.

Así pues, en un planeta como Júpiter no podría surgir vida arrastrándose sobre el sustrato, como ocurrió en la Tierra. Pero al igual que aquí conocemos organismos pelágicos, que pasan sus vidas en la columna de agua del océano sin apenas tocar tierra, o aves como los vencejos, que jamás se posan en el suelo, ¿no sería posible que la atmósfera de un planeta gaseoso albergara formas de vida flotantes, que nacieran, vivieran y murieran suspendidas en el gas?

Esto fue precisamente lo que en 1976 propusieron el astrofísico y divulgador Carl Sagan y su colega Edwin Salpeter: un hipotético ecosistema en Júpiter en el que vivirían seres del tamaño de ciudades con forma de medusa llamados flotantes, junto con sus depredadores, los cazadores. Este precioso experimento mental de Sagan y Salpeter, recreado en este vídeo de la serie Cosmos, fue refutado años después cuando se descubrió que los nutrientes necesarios serían arrastrados hacia niveles inferiores de la atmósfera donde la presión sería demasiado alta para permitir la vida. Hoy muchos científicos aventuran que solo en un planeta rocoso hay posibilidades de que lleguen a desarrollarse organismos complejos. Así pues, debemos parte de nuestra existencia al hecho de pisar roca.

Insisto en esto último: pisar roca. Los humanos estamos adaptados a habitar solo la cara aérea de toda la masa del planeta. Somos seres superficiales, en sentido literal. Durante siglos se barajó la hipótesis de la Tierra Hueca, según la cual en el interior de nuestro mundo existían capas concéntricas de roca separadas unas de otras y que permitían alojar vida para nosotros desconocida. Incluso Edgar Allan Poe se apuntó a la teoría, y Jules Verne fantaseó sobre ella en su Viaje al centro de la Tierra. Hoy sabemos que las presiones y las temperaturas en el interior del planeta hacen insostenible la vida.

¿O no?

En los últimos años ha venido creciendo la investigación sobre la biodiversidad oculta que bulle debajo de nosotros y que es inmensa, tanto que sus cifras marean. Esta semana la revista Nature ha publicado una revisión sobre la vida del suelo y su importancia en la regulación de los ecosistemas terrestres. Según recogen Richard D. Bardgett y Wim H. van der Putten, de las Universidades de Manchester (Reino Unido) y Wageningen (Países Bajos) respectivamente, en cada centímetro cúbico de suelo hay entre 4.000 y 20.000 millones de bacterias. Otros expertos han esgrimido comparaciones que nos ayudan a apreciar las magnitudes. Hay 100 millones más bacterias en los océanos que estrellas en el universo. El número de especies bacterianas en una cucharada de suelo excedería el número total de especies de plantas en un país como Estados Unidos. En un comunicado, Bardgett afirma: «El suelo bajo nuestros pies sin duda representa el lugar más diverso de la Tierra. Las comunidades del suelo son extremadamente complejas, con literalmente millones de especies y miles de millones de organismos individuales en una sola pradera o bosque, desde bacterias microscópicas y hongos hasta organismos mayores como lombrices, hormigas y topos. A pesar de esta profusión de vida, la investigación ha desatendido el mundo subterráneo durante mucho tiempo». Y añade: «La investigación reciente sobre la biodiversidad del suelo ha revelado que las comunidades del subsuelo no solo juegan un papel principal en dar forma a la biodiversidad de las plantas y al funcionamiento de los ecosistemas, sino que también pueden determinar cómo responden a los cambios ambientales».

El gusano nematodo 'Halicephalobus mephisto', hallado a 3.600 metros de profundidad en una mina, es el organismo multicelular conocido que vive a mayor profundidad bajo el suelo. Imagen de Universidad de Gante / Gaetan Borgonie.

El gusano nematodo ‘Halicephalobus mephisto’, hallado a 3.600 metros de profundidad en una mina, es el organismo multicelular conocido que vive a mayor distancia de la superficie. Imagen de Universidad de Gante / Gaetan Borgonie.

Pero aún mucho más allá de la profundidad a la que podemos llegar con una pala, sigue habiendo un mundo vivo: un gusanito de medio milímetro llamado Halicephalobus mephisto, como el demonio, se ha encontrado a 3.600 metros de profundidad, y en el subsuelo oceánico viven bacterias bajo 1.700 metros de agua y 1.391 metros de corteza terrestre. Aún más: se han hallado posibles rastros de vida en rocas que un día estuvieron a 20 kilómetros bajo la superficie terrestre. Aún no sabemos cuál es el límite de la profundidad a la que puede o ha podido llegar la vida en este planeta. El conocimiento de esta biodiversidad en la sombra resulta desesperadamente inabarcable e inaccesible; aún es prácticamente un capítulo en blanco en el libro de la ciencia.

Algo que tenemos en común todos los seres vivos terrestres es que estamos hechos del mismo material. Somos roca, roca blanda y orgánica. Somos andamios de carbono con minerales pegados. Suele resumirse en que somos CHONPS (ya he dicho aquí que me gusta más SPONCH, aunque el mío no respeta el orden de proporciones); es decir, carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Estamos formados por átomos que antes de nuestra existencia eran un río, o un dinosaurio, o un guerrero mongol, o Frank Sinatra, o una montaña. Somos puro producto de reciclaje terrestre. Por mucho que las compañías de bebidas isotónicas nos amenacen con quedarnos sin minerales si no consumimos sus productos, o las de agua mineral con saturarnos de ellos si no tomamos lo que nos venden, lo cierto es que nuestro cuerpo sabe muy bien qué hacer con los compuestos que precisamos y los que nos sobran. Nos repartimos los minerales con las rocas de nuestra casa, tomamos de ellas los que necesitamos y devolvemos los que no nos hacen falta. Este gran secreto de la naturaleza se llama homeostasis, y funciona aunque no lo conozcamos. Y hasta ahora nos ha ido bien así.

Vayamos ahora al agua: ese intercambio puede producirse gracias a que también somos agua en un mundo de agua, y en el agua es como se deslizan los materiales que nos dan forma. Cierto que el agua permea todo el planeta, pero fijémonos solo en lo más visible. Desde nuestra perspectiva como seres superficiales y cortos de vista, el planeta Tierra es en realidad un planeta Agua, unas cuantas islas dispersas y perdidas sobre un mural de enormes océanos. Se diría que, ante la inmensidad y la casi insondable profundidad de los mares, hablar de una roca mojada parece confundir los términos, y que más bien deberíamos decir que vivimos en un charco espolvoreado de arena.

Pero no es así; también somos superficiales en un sentido no tan literal. Hagamos una sencilla cuenta. El diámetro de la Tierra es de unos 12.700 kilómetros, con el redondeo. El grosor de la corteza terrestre es de entre 5 y 50 kilómetros. Veamos qué sucede si reducimos la Tierra al tamaño de una manzana de, digamos, diez centímetros de diámetro. Resulta así que la corteza terrestre, en lugares como las regiones montañosas donde es más gruesa, a la escala de la manzana apenas tendría un espesor de 0,4 milímetros. Se suele comparar la corteza terrestre a la cáscara de una naranja, pero es una tremenda exageración; la realidad está más próxima a la piel de la manzana. Y en cuanto a los mares, incluso la fosa oceánica más profunda, la de las Marianas con sus 11 kilómetros, en la manzana solo equivale a 0,08 milímetros de espesor de agua; menos de la décima parte de un milímetro. Una fínisima pátina. No vivimos en el planeta Agua, sino en una manzana ligeramente humedecida. Así es este pálido punto azul, esta madre Tierra, esta canica azul, este cochino mundo. Esta roca mojada.

Tres razones para creer que hay vida extraterrestre inteligente

En teoría (recalco: en teoría), la ciencia de hoy funciona mayoritariamente de acuerdo al método que definió un austríaco de mente preclara llamado Karl Popper. Antes de Popper, lo que se llevaba en ciencia era el positivismo: usted define una hipótesis, y luego se encierra en el laboratorio a demostrar que es cierta. Popper, entre cuyas virtudes figura también el haber sido antinacionalista cuando ser antinacionalista le podía costar a uno la vida, le dio la vuelta a la tortilla de la filosofía de la ciencia, estableciendo que el trabajo de un científico no consiste en confirmar hipótesis, sino en refutarlas. Una proposición solo es científica, decía Popper, si se puede demostrar que es falsa mediante la experimentación. Si los experimentos no rebaten la hipótesis, no implica que esta sea cierta, sino solo que seguirá siendo provisionalmente válida mientras no se produzca esa falsación.

En la práctica, el día a día de la ciencia difícilmente puede ser cien por cien popperiano: sería arduo para cualquier científico conseguir financiación para un proyecto cuyo resultado ideal es refutar una hipótesis. Es cierto que las formas se respetan; cuando un investigador redacta un estudio, nunca escribe «nuestros resultados demuestran», sino «nuestros resultados sugieren». Y en teoría (insisto: en teoría), toda conclusión publicada puede luego ser rebatida por posteriores estudios. Pero de puertas adentro, lo que intenta cualquier investigador es demostrar su hipótesis. Es natural que un científico crea en la verdad de aquello que constituye el objeto de su investigación. Incluso los llamados debunkers, los que investigan fenómenos paranormales desde la posición escéptica, son en realidad positivistas, ya que tratan de encontrar una explicación natural en la que previamente creen.

Hay un caso peculiar, un campo de investigación que resulta popperianamente fronterizo: el estudio de la vida extraterrestre. Dentro de él se ubica una rama de la ciencia llamada astrobiología, el estudio de la vida extraterrestre desde el punto de vista biológico. Lo peculiar es que, sin haberse encontrado aún ningún rastro de seres vivos fuera de la Tierra, no hay pruebas de que la astrobiología tenga razón de ser. Parece natural que la ciencia estudie aquello de cuya existencia tenemos constancia, pero al contrario que otras disciplinas, la astrobiología se basa en una creencia, la fe extendida entre los humanos de que hay algo vivo por ahí fuera. Incluso la necesidad de pensar que no estamos solos. Y dado que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia, es imposible refutar la existencia de vida extraterrestre. En otras palabras: desde el enfoque de Popper, el estudio de la vida extraterrestre tiene difícil encaje como proposición científica.

Es por eso que los astrobiólogos pisan hielo delgado, siempre cuestionados por quienes consideran estas investigaciones una pérdida de tiempo y dinero. Y también es por eso que los programas SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), que consisten básicamente en encender la radio y escuchar si hay alguien por ahí fuera emitiendo, vienen financiándose con fondos privados desde hace décadas. Y aún más, es por eso que el 30º aniversario del Instituto SETI, que se celebra esta semana, representa el triunfo contra viento y marea de una institución científica de alto nivel que ha aportado grandes avances a la ciencia y a la exploración espacial, pero que aún mantiene entre sus objetivos esa esperanza incomprendida por muchos de que algún día la radio sintonice la onda alienígena.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

«Obviamente me dedico a la astrobiología porque de alguna forma creo que debe haber vida ahí fuera», señala el astrobiólogo español Alfonso Dávila, uno de los investigadores principales del instituto privado y sin ánimo de lucro que nacía el 20 de noviembre de 1984 en Mountain View, California (EE. UU.). Dávila reconoce que en su hipótesis de partida hay una «deformación profesional». «No conozco ningún astrobiólogo que intente demostrar que no existen otras formas de vida en el universo», prosigue. Pero el investigador subraya cómo la astrobiología ha sido esencial en el conocimiento de nuestra propia biología doméstica, como en el caso de los microorganismos que viven en ambientes extremos, y en el estudio de la bioquímica existente en otros cuerpos celestes. «Alcanzar la meta (encontrar vida) es hasta cierto punto lo de menos, lo que importa es el camino», aclara Dávila. «A los que piensan que no existe vida más allá de la Tierra (por lo general se piensa en vida inteligente) les diría que no se dejen amedrentar por la oscuridad de un Universo estéril. Que no repudien los esfuerzos de aquellos que opinan lo contrario. Al final, todos nos vamos a beneficiar de lo que aprendamos», concluye el astrobiólogo.

Pero si la astrobiología ha contribuido a la ciencia de las cosas cuya existencia nos consta, el Instituto SETI también mantiene un conjunto de 42 antenas dedicadas a la búsqueda de las hasta ahora esquivas señales de inteligencia extraterrestre. Dado que la Matriz de Telescopios Allen (ATA, por sus siglas en inglés) es una instalación costeada con financiación privada –toma su nombre de su principal mecenas, el cofundador de Microsoft Paul Allen–, nadie puede objetar a un gasto que hasta hoy ha sido infructuoso. Aun así, interesa saber el motivo por el que, pese a las décadas de silencio, todavía deberíamos confiar en que al final de ese túnel cósmico haya algo diferente de… nada. Se lo he preguntado a David Black, presidente y consejero delegado del Instituto SETI, y me ha dado no una razón, sino tres:

Primera:

«En las pasadas dos o tres décadas hemos encontrado pruebas de vida en este planeta prosperando en lugares donde nadie habría imaginado hace 50 años. Estos extremófilos, como se conocen, son ejemplos vivos de cómo la vida podría existir en otros planetas, así que sabemos que la vida no necesita un Jardín del Edén».

Segunda:

«Hay múltiples especies en este planeta que son inteligentes de acuerdo a cualquier medida; muchas tienen lenguajes complejos y significativos que emplean para comunicarse. El hecho de que seamos la única de ellas que ha ascendido hasta un estado tecnológico no implica que, de no haber estado nosotros aquí, otra forma de vida hubiera podido finalmente hacer lo mismo».

Tercera:

«Hace 30 años teníamos razones para creer que habría planetas alrededor de otras estrellas, pero no había pruebas de ello (como hoy sucede con las señales de inteligencia extraterrestre). Todo eso ha cambiado en 20 años, sobre todo en los últimos cinco a siete años con los resultados del telescopio espacial Kepler«.

Resumiendo, según Black…

«Tomado todo ello en conjunto, hoy sabemos que existe una multitud de planetas, muchos de ellos con condiciones apropiadas para la vida tal como la conocemos; tenemos abundantes pruebas de que la vida puede existir en un rango increíblemente amplio de condiciones; y tenemos pruebas de que en este planeta existen múltiples formas de especies inteligentes».

Y su conclusión…

«No se requiere un gran salto de lógica (¿fe?) para extrapolar y decir que es probable que existan especies de vida inteligente, quizá tecnológica, en planetas que giran en torno a otras estrellas».