Entradas etiquetadas como ‘67P/Churyumov-Gerasimenko’

Un hallazgo en un cometa complica la búsqueda de vida alienígena

¿Cómo puede un descubrimiento en un cometa complicar la búsqueda de vida alienígena? Si les interesa, sigan leyendo.

Tal vez recuerden que hace dos años y medio hasta algunos telediarios abrieron con el primer aterrizaje de un artefacto espacial en un cometa: se trataba de Philae, un módulo separable de la sonda Rosetta de nuestra Agencia Europea del Espacio (ESA). Philae solo pudo operar durante un par de días debido a que su aterrizaje defectuoso lo dejó en un lugar bastante escondido de la luz del sol, pero su breve vida fue suficiente para hacer ciencia muy valiosa. Por su parte, su nodriza Rosetta concluyó su misión en septiembre de 2016 estrellándose contra el objeto de su estudio, el cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Entre los descubrimientos que Rosetta ha aportado al conocimiento, en 2015 los científicos de la misión anunciaron el hallazgo de oxígeno molecular en la atmósfera del cometa. El oxígeno molecular es lo que respiramos, una molécula formada por dos átomos de oxígeno, O2. Y a pesar de que el oxígeno como elemento es uno de los más abundantes en el universo (el tercero, después de hidrógeno y helio), su forma molecular, la respirable, es extremadamente rara, que sepamos hasta ahora. Hasta 2011 no se confirmó por primera vez su existencia fuera del Sistema Solar, y no fue precisamente aquí al lado: en una región formadora de estrellas de la nebulosa de Orión, a unos 1.500 años luz. Posteriormente se ha detectado también en otra zona de formación de estrellas de la nebulosa Rho Ophiuchi.

La rareza del oxígeno molecular estriba en que es muy reactivo, muy oxidante, por lo que tiende a reaccionar rápidamente con otros compuestos y desaparecer en esta forma; por ejemplo, con el hidrógeno para producir agua. Así que, cuando los científicos encontraron oxígeno molecular en el cometa 67P, la reacción lógica se resumía en tres letras: WTF?

La explicación que sugirieron los investigadores de Rosetta era que el oxígeno estaba congelado en el cometa desde su formación, en los tiempos del origen del Sistema Solar, y que se iba liberando por el calor del sol. Sin embargo, la hipótesis fue cuestionada porque incluso en este caso parecía improbable que el oxígeno pudiera haber permanecido intacto, sin reaccionar, durante miles de millones de años.

Ahora, por fin existe una explicación para el oxígeno de 67P, y ha llegado de una fuente inesperada: un ingeniero químico que se dedica a la investigación de nuevos componentes electrónicos. Konstantinos Giapis, de Caltech (EEUU), se dedica desde hace 20 años a cosas como bombardear semiconductores con chorros de átomos cargados a alta velocidad para estudiar las reacciones químicas que se producen.

Cuando Giapis supo del descubrimiento de Rosetta, de repente se dio cuenta de que el cometa podía ser un ejemplo real de los experimentos que él realiza en el laboratorio: el hielo presente en 67P se calienta con el sol, liberando vapor de agua que se ioniza con la radiación ultravioleta solar y se estrella de nuevo a alta velocidad con el cuerpo del cometa por el efecto del viento solar. Cuando estas moléculas de agua chocan contra la superficie de 67P, arrancan átomos de oxígeno que se combinan con el oxígeno del agua para formar O2.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

No es solo una teoría: Giapis lo ha puesto a prueba en su laboratorio, simulando el proceso que tiene lugar en el cometa, y ha demostrado que se produce oxígeno molecular. Así que la presencia de este compuesto en 67P no es una reliquia de la época del nacimiento del cometa, sino una reacción que está ocurriendo ahora para generar oxígeno respirable fresco.

Lo cual nos lleva de vuelta al título de este artículo. Y es que, aunque el estudio de Giapis aporta un interesante hallazgo en el campo de la astrofísica/química, sus repercusiones pueden complicar aún más la búsqueda de firmas de vida en planetas extrasolares: incluso si se detecta oxígeno en la atmósfera de alguno de estos lejanos planetas, ya hay otro mecanismo más que podría explicar su origen sin necesidad de que exista algo vivo allí.

El drama de la búsqueda de vida en el universo es que difícilmente llegaremos jamás a tener una prueba directa, una confirmación absoluta. Todos los intentos de encontrar biología en planetas extrasolares, que cada vez son más (los intentos y los planetas), deben conformarse con buscar indicios indirectos, como señales que no sean fácilmente atribuibles a un fenómeno natural. Los nuevos instrumentos de observación van a facilitar en los próximos años el análisis de las atmósferas de muchos exoplanetas, y con ello será posible sospechar que tal o cual composición atmosférica podría indicar la existencia de vida.

Naturalmente, la más evidente de estas posibles firmas biológicas atmosféricas es el oxígeno. Nunca se ha pretendido que esta fuese una firma definitiva: existen procesos geológicos y químicos que pueden dar lugar a la generación de este gas sin intervención de nada vivo. Por ejemplo, Europa y Ganímedes, dos de las grandes lunas de Júpiter, tienen atmósferas de oxígeno muy tenues, pero allí este gas se forma por la ruptura del agua (H2O) causada por la radiación, o radiolisis.

Sin embargo, con los procesos abióticos (sin vida) de fabricación de oxígeno ocurren dos cosas: primero, no parece fácil que puedan originar enormes cantidades de este gas y sostenidas a lo largo del tiempo. En el caso de la Tierra, el gran inflado de nuestra atmósfera se produjo por la proliferación de microbios fotosintéticos, y si aún hoy podemos respirar es gracias a que seguimos teniendo organismos fotosintéticos.

Segundo, en algunos casos esos procesos requieren condiciones que tampoco son hospitalarias para la vida. Por ejemplo, en planetas muy calientes y próximos a su estrella, la radiación UV de esta puede descomponer el agua. Pero si se encuentra oxígeno en un planeta así, sus propias condiciones hacen muy improbable que exista algo vivo.

En resumen, y aunque detectar oxígeno en abundancia en la atmósfera de un exoplaneta no sería una demostración de vida, sí sería un buen comienzo. O al menos, lo era, hasta el hallazgo de Giapis. Ahora sabemos que hay una manera más de producir oxígeno, que a 67P le funciona muy bien, y en la que no interviene nada parecido a la vida. Desde Caltech ya nos advierten: «otros cuerpos astrofísicos, como planetas más allá de nuestro Sistema Solar, o exoplanetas, también podrían producir oxígeno molecular por el mismo mecanismo abiótico, sin necesidad de vida. Esto puede influir en la futura búsqueda de signos de vida en exoplanetas».

La Tierra oculta otro océano Pacífico en su interior

Un simple vistazo a cualquier dibujo o maqueta del Sistema Solar nos deja algo claro: no sabemos si la Tierra es un lugar privilegiado en el universo, pero no podemos negar que es diferente a sus vecinos planetarios. Y lo que más llama la atención a primera vista es el agua. Aunque ya expliqué aquí que, si la roca mojada fuera del tamaño de una pelota, en toda esa aparente masa de agua apenas podríamos hundir el bisel de la uña, no cabe duda de que este medio acuoso diferencia a nuestro planeta, hasta tal punto que sin él no viviríamos. Pero ¿de dónde viene toda esa agua? Geólogos y científicos planetarios se han formulado esta pregunta durante décadas, sin que hasta el momento se haya llegado a una conclusión definitiva.

El cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko fotografiado desde el módulo 'Phila' de la sonda 'Rosetta'. Imagen de ESA / Rosetta / Philae / CIVA.

El cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko fotografiado desde el módulo ‘Phila’ de la sonda ‘Rosetta’. Imagen de ESA / Rosetta / Philae / CIVA.

Dado que resultaría improbable que a la Tierra le hubiera tocado el Gordo de la humedad durante la formación del Sistema Solar, y que además esa agua no se hubiera volatilizado cuando el planeta era una naciente bola de fuego, los científicos especulan que los océanos podrían haber llegado posteriormente en cómodas dosis, a bordo de cometas y asteroides. Analizar esta posibilidad es precisamente uno de los objetivos de la misión Rosetta de la Agencia Europea del Espacio (ESA), que el pasado 12 de noviembre fue el centro de atención de los medios cuando su módulo Philae se posó sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko; una proeza técnica que hoy le ha valido a Rosetta el premio de la revista Science al Breakthrough of the Year 2014, el avance científico más importante del año que termina.

Sin embargo, los resultados ya cosechados por Rosetta apuntan a que no fueron objetos como el cometa Chury los que llevaron el agua a la Tierra primitiva. El instrumento ROSINA de la sonda ha determinado que la composición del agua de Chury es significativamente diferente de la de los océanos terrestres desde el punto de vista isotópico. El agua siempre es H20, pero no todas las «H» son iguales. Algunos átomos de hidrógeno tienen un neutrón de más, lo que no afecta a su carga eléctrica, pero sí a su masa. Un neutrón de más es más peso, por lo que el agua formada por este tipo de hidrógeno, alias deuterio, se conoce como agua pesada.

Así pues, la idea es sencilla: los océanos de la Tierra tienen una proporción determinada de deuterio frente a hidrógeno, o ratio D/H. Para saber si un tipo concreto de objeto espacial pudo contribuir a la formación de los océanos terrestres, se mide su D/H y se comprueba si coincide con el terrestre. Se sabe que hay una coincidencia en el caso de los asteroides del cinturón principal situado entre Marte y Júpiter. Pero dado que estos cuerpos no suelen transportar grandes cantidades de agua, los científicos suelen inclinarse más bien por las esponjas del espacio, los cometas.

En el caso de Chury, se ha descubierto que este cometa posee un ratio D/H que triplica el terrestre, como describieron los científicos de Rosetta la semana pasada en la revista Science. Esto no descarta que el agua de la Tierra pudiera proceder en parte de cometas; de hecho, otro de estos cuerpos, el 103P/Hartley 2, sí presenta un ratio compatible con el terrestre. Pero lo que sí se puede afirmar, en palabras de Kathrin Altwegg, investigadora principal de ROSINA, es que el hallazgo «rebate la idea de que los cometas de la familia Júpiter [como Chury] contienen solamente agua similar a la de los océanos terrestres». Altwegg añade que sus resultados «añaden peso a los modelos que ponen más énfasis en los asteroides como el principal mecanismo de transporte de los océanos de la Tierra».

Pero en medio de este debate sobre el origen del agua terrestre, una interesante hipótesis acaba de abrirse camino esta semana desde el Congreso de Otoño de la Unión Geofísica de EE. UU., que concluye mañana en San Francisco. Allí, los investigadores de la Universidad Estatal de Ohio Wendy Panero y Jeffrey Pigott han defendido que el origen del agua terrestre es, posiblemente y en gran parte, la propia Tierra. Nuestro planeta, según Panero y Piggott, oculta en su interior una cantidad de agua equivalente al océano Pacífico, y esta circula hacia la superficie y regresa al interior de un modo similar a como la corteza terrestre se recicla creándose y destruyéndose en los bordes de las placas tectónicas.

Relieve del fondo Atlántico. La cicatriz roja es la Dorsal Atlántica, una franja donde la corteza terrestre se crea separando progresivamente las costas de América de las de África y Europa. Imagen de NOAA / Rapture 2018 / Wikipedia.

Relieve del fondo Atlántico. La cicatriz roja es la Dorsal Atlántica, una franja donde la corteza terrestre se crea separando progresivamente las costas de América de las de África y Europa. Imagen de NOAA / Rapture 2018 / Wikipedia.

Los dos científicos se dedican a estudiar la composición del manto terrestre simulando sus infernales condiciones de presión y temperatura en el laboratorio. Recientemente hablé aquí de la bridgmanita, el mineral más abundante de la Tierra que solo se encuentra en el manto interno, a más de 65o kilómetros de la superficie, y cuyo nombre procede del padre de los experimentos de física a alta presión, el estadounidense Percy Williams Bridgman. Los trabajos de este físico fueron la base para la creación de la celda de yunque de diamante, un aparato que permite comprimir muestras microscópicas a millones de atmósferas.

Panero y Pigott han empleado este aparato para simular los minerales del manto y comprobar, con ayuda de modelos de simulación informatizada, si estas rocas pueden contener una cantidad apreciable de hidrógeno atrapada en su interior. De ser así, este podría reaccionar con el oxígeno presente en los minerales y formar agua. En otras palabras, los investigadores han estudiado si el manto terrestre contiene agua descompuesta que pueda recomponerse y circular hacia la superficie.

Los científicos han descubierto que la bridgmanita apenas contiene hidrógeno. Sin embargo este elemento sí está presente de forma notable en la ringwoodita, otro mineral que abunda en la zona de transición entre el manto superior y el inferior, así como en el granate, presente en el manto inferior. Según Panero y Pigott, estos minerales actúan como almacenes de agua en las profundidades de la Tierra, conteniendo una reserva equivalente a la mitad de todos los océanos, o similar al Pacífico. Esta agua, proponen los científicos, circula a través de la zona de transición entre el manto superior y el inferior, y asciende a la superficie junto con las rocas gracias a las corrientes de convección del manto, que no solo serían responsables de la tectónica de placas, sino también de regular la cantidad de agua de los océanos.

Tras el ruido mediático, lo importante de Rosetta empieza ahora

Siempre es alentador que una noticia de ciencia ocupe telediarios cuando se trata de noticias de actualidad, y no de esos reportajes de nevera que se guardan durante meses hasta que un domingo a ningún político le ha dado por abrir la boca ante una alcachofa y es preciso rellenar minutos. Pero lo más sorprendente con lo que me he topado ayer y hoy no es el hecho de que algunos comentaristas políticos cuestionen el gasto en la misión Rosetta de la ESA, confiando en que de este dispendio se extraiga algo verdaderamente útil, como un aparato para curar el cáncer o un teléfono móvil que aguante más tiempo sin descargarse. Lo más sorprendente ha sido escuchar cómo la proeza técnica de Rosetta se cifra en la capacidad de una sonda de volar durante diez años por el espacio, coincidir en la inmensidad del vacío con un pequeño cuerpo errante y transmitirlo todo a la Tierra. Todas ellas, operaciones que las agencias espaciales llevan décadas ejecutando con tasas de éxito abrumadoras.

Dentro de un par de días, ningún medio se acordará de Rosetta y volveremos al mismo fango de siempre: la corrupción, Cataluña, Podemos y el pequeño Nicolás. Es dudoso que los hallazgos científicos de Rosetta logren auparse al plomo más pesado (una metáfora de los titulares en la antigua prensa), ya que esta misión no va a desvelar el origen del universo, como he escuchado en algún medio, ni tampoco va a explicarnos el origen de la Tierra. Ya sabemos que los cometas contienen agua. De hecho, ya sabemos que los cometas contienen agua de composición similar a la de los océanos terrestres, algo que se descubrió primero en 2001 en el C/1999 S4 LINEAR y más tarde en el 103P/Hartley 2. Es más, incluso ya sabíamos que el cometa de Rosetta, el 67P/Churyumov-Gerasimenko, contiene agua, que libera al espacio a razón de dos vasos por segundo.

También sabemos ya que los cometas albergan moléculas orgánicas, y en 2009 se confirmó por primera vez la presencia de un aminoácido –glicina, el más sencillo de todos– en el 81P/Wild (Wild 2). La responsable de este descubrimiento fue la misión de la NASA Stardust, que trajo a la Tierra muestras de este cometa en 2006. Es decir, que incluso ya hemos tenido material de un cometa en nuestras manos.

Todo esto no minimiza el logro técnico que supone el aterrizaje del módulo Philae sobre el cometa 67P. Esto es, en efecto, un avance inédito en la decena larga de sondas que hasta ahora han visitado cometas. Ni tampoco relativiza la importancia de los descubrimientos que Philae está realizando en estos precisos momentos. Pero cuando lleguen estos resultados, es probable que volvamos a escuchar quejas sobre el despilfarro en exploración espacial, es probable que volvamos a escuchar cómo se elogian los logros técnicos ignorando los previos, y es probable que volvamos a escuchar cómo se maximizan los resultados ignorando los previos. Todo esto, si es que aún hay alguien interesado en Rosetta.

Una de las primeras fotos tomadas por el módulo 'Philae' sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Imagen de ESA/Rosetta/Philae/CIVA.

Una de las primeras fotos tomadas por el módulo ‘Philae’ sobre el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Imagen de ESA/Rosetta/Philae/CIVA.

Las aguas vuelven a su cauce. Ahora, a trabajar. Uno de los campos en los que el módulo Philae puede revelar asombrosos hallazgos es la bioquímica prebiótica, es decir, el origen primigenio de algunas moléculas que integran el cuerpo de todo ser vivo, al menos de los que conocemos. La clave está en los aminoácidos, los bloques que se pegan unos a otros en cadenas lineales para formar las proteínas. Un aminoácido consiste en un átomo de carbono cuyas cuatro patas (enlaces) están ocupadas respectivamente por un grupo ácido (carboxilo), un grupo amino (de estos dos deriva su nombre), un núcleo de hidrógeno y, finalmente, un radical que varía de unos aminoácidos a otros. La naturaleza de este último grupo es la que distingue los 23 aminoácidos proteinogénicos, es decir, los que forman las proteínas. Por ejemplo, si el radical es un grupo metilo, el aminoácido se llama alanina. Si es un carboxilo, el aminoácido se llama aspartato. Si es otro carbono unido a un anillo de benceno, tenemos una fenilalanina. Y así sucesivamente hasta los 20 aminoácidos que están directamente codificados en los genes, más otros tres que pueden aparecer por modificaciones.

El más simple de todos los aminoácidos es la glicina, que como radical en su enlace libre lleva únicamente un núcleo de hidrógeno. Al tratarse de un solo átomo, cuando este gira no varía la configuración espacial del aminoácido. Sin embargo, para todos los demás, el grupo radical puede estar unido al aminoácido en dos formas distintas; ambas son imágenes en el espejo la una de la otra. Una de esas formas se llama D y la otra L (del latín de derecha e izquierda). Una comparación fácil de entender es la de nuestras manos: la izquierda y la derecha son iguales, pero simétricas; no se pueden superponer de manera que coincidan, sino que ambas son imágenes especulares.

La mayoría de los aminoácidos que forman parte de las proteínas en los seres vivos son formas L, con algunas raras excepciones. No sabemos por qué es así, dado que los aminoácidos pueden aparecer en cualquiera de sus dos configuraciones y, de hecho, una síntesis de cualquiera de ellos daría lugar a una mezcla en la que ambas formas coexisten en igual proporción. Pero dado que la vida en la Tierra ha evolucionado utilizando casi en exclusiva las formas L de los aminoácidos, esto implica que, allí donde los encontremos, podríamos relacionarlos con el origen de la vida en la Tierra. Es decir, que si fuera de la Tierra encontramos aminoácidos D, sabremos que no tienen nada que ver con la bioquímica terrestre. Por el contrario, si encontramos una sobreabundancia de aminoácidos L, podríamos encontrar una explicación al motivo de nuestra preferencia y situar el origen de nuestras moléculas orgánicas en un cuerpo extraterrestre. Pongamos por caso, un cometa.

El hecho de que en algún objeto extraterrestre pueda encontrarse una preferencia en aminoácidos de un tipo puede deberse a que ambas formas tienen distinta resistencia a ciertas condiciones del espacio, como por ejemplo, la polarización de la luz ultravioleta. Varios experimentos (aquí y aquí, y una revisión aquí) han demostrado que la luz polarizada puede degradar más fácilmente uno de los isómeros de los aminoácidos que el otro. Si suponemos que en un lugar del universo se originaron los primeros aminoácidos y que estos viajaron en algún cuerpo celeste expuestos a condiciones que favorecieron la pervivencia de aminoácidos L, podríamos concluir razonablemente que estamos hechos de moléculas alienígenas.

Una hipótesis frecuentemente manejada por los científicos es que los aminoácidos pudieron llegar a la Tierra a bordo de cometas. Como ya he mencionado arriba, en 2009 se confirmó la presencia de un aminoácido en el cometa Wild 2. Pero este aminoácido era glicina, precisamente el único que no tiene formas D y L. Y ahora, volvamos a Rosetta. La sonda instalada en el cometa 67P va a analizar la posible presencia de aminoácidos. En caso de encontrarlos, será capaz por primera vez en la historia de analizar in situ su quiralidad (así se llama esta propiedad). Y si resulta que en el cometa se encuentra una preferencia de aminoácidos L… Bueno, no podremos afirmar a ciencia cierta que somos alienígenas. Pero estaremos más cerca de creérnoslo. Y esto sí sería revolucionario.