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El orangután madrileño que barre los cacahuetes

Hay en la muralla de la Torre de Londres un hueco parcialmente tapiado en el que, según cuenta un cartel colocado allí, se alojó en 1255 un elefante regalado por el rey Luis IX de Francia a su homólogo inglés, Enrique III. El animal, al parecer un trofeo de las Cruzadas, no era el único habitante no humano de la fortificación londinense. Veinte años antes se había fundado allí la Royal Menagerie, nombre extravagante para una especie de primitivo zoológico que causaba delicia y horror en la corte inglesa. Lo que hoy causa horror es comprobar el espacio vital del que disfrutaba, o más bien padecía, el elefante, que vivía casi literalmente emparedado con una tronera en la muralla para sacar la cabeza. No es de extrañar que el animal sobreviviera apenas tres años, una muerte prematura a la que al parecer contribuyó notablemente el vino tinto que le daban para beber.

Pero casos como el anterior no pertenecen exclusivamente a los oscuros tiempos medievales. Hasta muy bien entrado el siglo pasado aún perduraban instalaciones zoológicas donde los animales vivían hacinados y alienados, lo que les provocaba comportamientos agresivos que, por otra parte, encandilaban a los visitantes. Así no es de extrañar que la idea de las fieras salvajes fuera un terreno idóneo para las historias de terror, como en el cuento de Edgar Allan Poe Los crímenes de la calle Morgue, en el que un orangután en fuga asesinaba sádicamente a dos mujeres. En la visión clásica, se tomaba por perversión animal lo que no era más que el resultado de la tortura del cautiverio.

Una de aquellas instalaciones que confinaban a los animales entre barrotes y cemento fue la Casa de Fieras del Retiro de Madrid, clausurada en 1972 cuando se construyó el Parque Zoológico de la Casa de Campo, hoy Zoo Aquarium de Madrid. En su día, el entonces nuevo zoo fue considerado un modelo de innovación para el bienestar de los animales, con sus recintos abiertos, espaciosos y diseñados de acuerdo a las necesidades de cada especie. Con todo, no es un secreto que una parte de la opinión pública abomina de cualquier clase de parque zoológico, y esta es una controversia que gradualmente ha ido desplazando la percepción general hacia una mayor exigencia, incluso intransigencia, en el mantenimiento de animales salvajes en cautividad. No pretendo entrar en esta polémica, al menos hoy. Pero resulta reconfortante comprobar cómo el Zoo de Madrid ha ido prescindiendo de especies para las que se ha demostrado que el cautiverio es enormemente perjudicial, como los elefantes africanos. Aquel guepardo que daba vueltas tristemente a su pequeño recinto circular como los presos de la película El expreso de medianoche también hace tiempo que desapareció del zoo madrileño.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un caso especial es el de los grandes simios. No cabe duda de que la elevada inteligencia de estos animales hace que chirríe aún más la idea de una prisión inmerecida de por vida. Cuando uno se detiene a observar a los gorilas, chimpancés y orangutanes, siempre se escucha de alguien el mismo comentario: «si es que parecen personas». También se puede argumentar que precisamente su cercanía evolutiva a los humanos los hace más aptos para convivir con nosotros en unas condiciones que ellos no sufren como una condena, sino como una existencia privilegiada donde se atienden todas sus necesidades, se les curan sus enfermedades, se les mantiene en sus grupos familiares naturales y se les ofrecen diversión y estímulo para su intelecto. Tampoco pretendo suscitar esta polémica. Pero no niego que la visión de los simios cautivos me produce cierta tristeza.

Todo esto viene a cuento de mi última visita al zoo de Madrid, el fin de semana pasado, y del comportamiento de un orangután que nos dejó atónitos a quienes lo observábamos. La capacidad de estos animales de utilizar herramientas es algo documentado ya desde los años 70 del siglo XX por la primatóloga Birute Galdikas. Pero una cosa es leerlo o verlo en un documental, y otra muy diferente contemplarlo en vivo y en directo. El orangután al que me refiero, un viejo macho con grandes orejeras, estaba sentado junto a la verja del recinto sin prestarnos la menor atención a los humanos que nos arremolinábamos allí, concentrado en la tarea de hacerse con unos cacahuetes que algún visitante desaprensivo había arrojado y que habían caído fuera de su alcance, al otro lado de la valla. Lo más sorprendente es que el orangután no empleaba solo una herramienta, sino dos: en primer lugar, utilizaba un tallo de bambú con raíces a modo de escoba para barrer el suelo y acercarse los cacahuetes hasta el cercado. Hecho esto, dejaba a un lado este utensilio y agarraba un palito más fino con el que hacía pasar los cacahuetes por el estrecho hueco que quedaba entre la valla y el suelo. Y así, cambiando de instrumento según lo necesario en cada momento, estuvo un buen rato hasta que se hizo con todos los cacahuetes y se los zampó, no sin antes pelarlos diestramente.

Por desgracia, no tenía a mano un smartphone con el que grabar un vídeo del increíble espectáculo, algo que me habría encantado. Pero conductas como esta nos recuerdan una vez más que con los grandes simios nos enfrentamos a un terreno éticamente cenagoso, porque estos animales son lo suficientemente inteligentes para vivir entre nosotros e imitarnos, pero no lo bastante para decirnos si es eso lo que realmente quieren.

Equipaje para viajar a Marte: dinero, tecnología y cojones

En este último post antes de las vacaciones de verano, voy a referirme al mayor de los grandes anhelos del futurismo vigesimista o vigesímico (pido a la RAE que acuñe ya un adjetivo para referirnos al siglo XX, al estilo de decimonónico para el XIX o dieciochesco para el XVIII, ya que novecentista solo se aplica al primer tercio). A menudo me preguntan si «me creo» lo de Mars One, el proyecto de asentamiento permanente en Marte promovido por una organización holandesa y en el que participan varios españoles aspirantes a convertirse en 2024 en los primeros marcianos. Siempre respondo que sí, que desde luego. Claro que si a continuación me preguntan si creo que Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, tiene ahora en sus manos los recursos financieros y tecnológicos necesarios, no solo para culminar con éxito un viaje a Marte, sino para establecer allí una colonia autosuficiente viable, mi respuesta es que podré ser crédulo, pero no imbécil.

Esta aparente contradicción tiene una explicación clara. Soy un posmoderno renegado. Me crié pinchando el God save the Queen de los Sex Pistols («no future«) hasta casi traspasar los surcos del vinilo con la aguja. Después, crecí. Luego, tuve hijos. Ya he contado aquí que la posmodernidad mató las utopías. Uno y otro día leo en los comentarios de este blog cómo el nihilismo y la distopía han triunfado en esta pobre roca mojada que hemos heredado. Pero como mi naturaleza es la de nadar a contracorriente, me rebelo. Lo que sucede en el mundo no es solo culpa de los demás. Y aunque mi posibilidad de participación en arreglar un poco todo esto es muy limitada, y por tanto difícilmente estoy en posición de dejar a mis hijos algo mucho mejor de lo que yo he recibido, hay algo que sí puedo legarles: la visión del futuro que a mí me fue dada, mucho más brillante que la que hoy impera.

Es por esto (con independencia de otras consideraciones sobre progreso social y demás, pero este es un blog de ciencia y a ello me ciño) que me creo lo de Mars One. En resumen: me lo creo porque me da la gana. Porque quiero que sea posible; porque hay mucho universo por recorrer, y quisiera llegar a ver cómo se da el primer paso. Pero mi postura es algo más que un desiderátum. También me lo creo porque, hoy en día, si alguien puede reunir los recursos financieros para costear tan ingente e incierta aventura, no es un sistema público sostenido por los contribuyentes, sino una compañía privada que sepa ordeñar la gigantesca teta (todo lo que un día es burbuja pinchada antes fue teta turgente) tecnológica de internet, televisión, móviles y redes sociales; teta que TODOS (incluso este animal de sabana) estamos engordando a diario y a gusto con una buena parte de nuestros magros sueldos, ahorros, pensiones y subsidios.

Me explico: este mes, Mars One ha firmado un acuerdo con la productora de televisión Darlow Smithson Productions (DSP) para transmitir a todo el mundo el proceso de selección y entrenamiento de los candidatos a martenautas. Valga el dato de que DSP, que según dicen se especializa en la producción de documentales, docudramas y series de calidad (no soy gran televidente, por lo que no puedo hablar con conocimiento ni citar títulos que me resulten familiares), es propiedad de la holandesa Endemol, conocida por su producto estrella: Big Brother, Gran Hermano. Aunque a Juanjo Díaz Guerra, amigo y candidato de Mars One, le horroriza oír hablar del Gran Hermano Marciano, es obvio que esta es la manera de hacer real el proyecto. Según un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal, «la Asociación de Protección y Reconocimiento de Formatos (FRAPA) estima que los programas de televisión como Gran Hermano generaron unos ingresos de 12.300 millones de dólares en todo el mundo de 2006 a 2008″. Como comparación, el presupuesto total de la NASA para 2014 es de 17.646 millones de dólares, de los cuales solo 4.113 están dedicados a exploración espacial y 3.776 a las operaciones actuales en el espacio. ¿Quién tiene el dinero para viajar a Marte?

¿Y la tecnología? La tecnología es solo dinero reconvertido. Mars One no es una compañía aeroespacial. Pero existe por ahí un buen número de corporaciones y agencias espaciales que disponen del conocimiento científico y el fondo tecnológico necesarios para preparar una misión como la propuesta, y que lo harán encantadas a cambio de jugosos contratos. Una de ellas, SpaceX, fundada por el creador de PayPal Elon Musk, ha pasado en 12 años de no existir a enviar los primeros cohetes de carga privados a la Estación Espacial Internacional (ISS). Ya dispone de dos modelos de cohetes, una cápsula espacial para siete tripulantes, y está desarrollando un nuevo lanzador pesado capaz de llegar a Marte. Si se dibujaran los progresos espaciales de SpaceX en una curva temporal, seguramente solo podríamos encontrar un parangón de crecimiento tan espectacular en los gloriosos tiempos de la carrera espacial entre EE. UU. y la antigua URSS.

Por último, queda un tercer factor, más sutil y menos cuantificable. Y siguiendo aquello de le mot juste de Flaubert, Pound y Hemingway, en este caso la palabra justa no es otra sino cojones. Cojones, los de Mars One para arrostrar el tsunami de vituperios que apenas aún ha comenzado a levantarse, especialmente los cainitas, los de la propia comunidad científica aeroespacial, muchas veces teñidos de ese puritanismo moral tan, tan, tan posmoderno. Cojones, los que la compañía deberá abrillantarse y sacar a relucir en público si la misión se tuerce y alguno de los tripulantes muere. Y cómo no, cojones, los de los hombres y mujeres (los cojones, en muchos casos, son más femeninos que masculinos) que sean finalmente seleccionados para una empresa en la que bien podrían morir. Y así debe ser. No que mueran. Sino que puedan morir.

Aclaro esto último: no se trata de contemplar la misión de Mars One (próximamente en sus pantallas, se supone que en Telecinco, la cadena líder de Mediaset, copropietaria de Endemol) como los romanos acudían al circo a ver si algún gladiador la diñaba. Pero el proyecto de Mars One solo será posible si sus participantes aceptan que serán gladiadores fajándose contra temibles fieras letales, y no cruceristas de un Royal Caribbean espacial ni residentes de la versión extraterrestre de Marina d’Or. Corre por ahí la idea de que actualmente las misiones espaciales tripuladas, que hoy tienen como destino la ISS en el cien por cien de los casos, se mueven en un nivel de seguridad comparable al de cualquier vuelo comercial. Yo creo que no es así. No hace falta ser un experto en tecnología aeronáutica y aeroespacial para colegir que difícilmente una aeronave de línea es sometida a revisiones tan concienzudas y exhaustivas antes de cada vuelo como los antiguos shuttle estadounidenses o las Soyuz rusas. Y tampoco los pasajeros de los aviones disfrutamos de tantas capas de sistemas redundantes (¿soy el único a quien le parece aberrante que nunca volemos con derecho a paracaídas, y que en su lugar debamos conformarnos con un chaleco inflable magníficamente equipado con bombilla y pito?).

Se trata de que, a pesar de toda la ciencia valiosa que indudablemente se hace a bordo de la ISS, ¿qué es lo que finalmente llega al público como única ventana hacia la última frontera de la humanidad? Lo pudimos ver recientemente: con motivo de la inauguración del Mundial de fútbol, no hubo cadena que se resistiera a emitir aquellas imágenes de los astronautas de la ISS haciendo el gilí con un balón. La imagen pública de la ISS ha quedado reducida a una sempiterna visión de tipos ya talludos haciendo el ganso mientras flotan. Y es que la actividad a bordo de la ISS resulta hoy tan interesante para el público como curiosear en la oficina de una notaría. No culpo de ello a los astronautas, sino a las agencias que los envían. La NASA ha desvelado recientemente su nuevo diseño para el prototipo de un traje espacial apto para Marte, el Z-2 (que, por otra parte, nos convertiría en el hazmerreír de la galaxia). Pero, en el fondo, este anuncio es poco más que una maniobra de márketing para la galería. No son pocos quienes hoy opinan que la mayor agencia espacial del planeta Tierra (por eso nos importa), antes percibida como fuente de innovación fresca y audaz, hoy se ha convertido en un organismo burocrático y excesivamente conservador en sus apuestas, paralizado por el fantasma de los desastres del Challenger y el Columbia.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje espacial apto para Marte. NASA.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje (¿disfraz?) espacial apto para Marte. NASA.

Este mes, un informe del National Research Council de EE. UU., encargado por el Congreso de aquel país, ha alentado a empujar la exploración humana del espacio más allá de la órbita terrestre, enfatizando el carácter de Marte como horizonte. Entre los motivos para ello, el NRC incluye los que define como «aspiracionales»; es decir, los que no tienen cariz económico, político, estratégico ni científico, sino que responden a la necesidad del ser humano de ir más allá. A la épica. Al romanticismo. El informe sostiene que, por supuesto, los riesgos serán enormes, y que estos solo son justificables bajo el objetivo de llevar humanos a otros mundos. «Un programa de exploración sostenido más allá de la baja órbita terrestre, pese a toda la atención razonable que se preste a la seguridad, casi inevitablemente conducirá a múltiples pérdidas de vehículos y tripulaciones a largo plazo», dice el informe. «Una nación que elige extender la presencia humana más allá de las fronteras de la Tierra afirma su compromiso con esta empresa y acepta el riesgo a la vida humana que supone emprender el programa pese a que los accidentes graves sean inevitables». El NRC es enormemente crítico con la línea actual de la NASA, juzgando que el presente rumbo del programa de exploración humana jamás conducirá a Marte. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la NASA al informe? Aplauso.

Es decir: que tarde o temprano, incluso las anquilosadas y mastodónticas agencias espaciales nacionales tendrán que pasar por un aro que hoy censuran a Mars One, el del riesgo inaceptable, el de los cabos sueltos y la incertidumbre. Llegarán a eso. Espero. Y la imagen de un tipo saltando sobre la superficie marciana, incluso con un atuendo tan estúpido como el Z-2, será millones de veces más poderosa para la inspiración humana, para la muerte de la posmodernidad y la vuelta a una época en la que creíamos en el futuro y en la utopía, que millones de vídeos de funcionarios flotantes explicando cómo se hace spinning en gravedad cero.

¿Que si me creo lo de Mars One? Antes de que existiera el proyecto, yo ya había escrito una novela contándolo.

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

Mi carta a los reyes: quiero una Torre Eiffel

Más allá de su hermosa imagen como puente metálico hacia el cielo, la Torre Eiffel se erigió con el propósito de no tener propósito. Es, quizá, el más grandioso de todos los monumentos inútiles, o el más inútil de todos los grandiosos (si acaso, en enconada pugna con el monte Rushmore). Sí, de acuerdo; la espícula de su cumbre sostiene varias antenas, pero es obvio que esto no es un fin, sino un pretexto. La construcción de la torre no respondía a otro principio que el de “mirad lo que podemos hacer”. Y podían.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

La cuestión que quiero pescar aquí, y que justifica hablar del monumento parisino en este blog y en este día, es por qué podían. Cualquiera que se haya arriesgado, como el viajante de Miller, a partirse el cuello para ver la estrella más brillante de la ciudad de la luz, habrá observado que el friso en torno a la primera planta está decorado con una serie de inscripciones. Aquí la grandeur desperdició la oportunidad de colocar un discurso elegíaco para, en su lugar, limitarse a enumerar una lista de nombres. Concretamente, setenta y dos. Son grandes monstruos de la ciencia y la ingeniería francesas que cualquier estudiante de estas disciplinas ha debido esculpirse en hierro en el friso de su cerebro: Lavoisier, Coulomb, Lagrange, Laplace, Poncelet, Cuvier, Ampère, Gay-Lussac, Becquerel, Coriolis, Cauchy, Poinsot, Foucault, Fourier, Carnot… Y así hasta setenta y dos. Impresionante currículum científico para un país.

Llegamos a la respuesta a la pregunta: ¿por qué podían? Podían gracias a esos setenta y dos, y a otros como ellos. La Torre Eiffel fue un icono de modernidad futurista cimentado sobre el trabajo de los científicos franceses. Ellos, más que metafóricamente, sostienen la torre.

Ahora, volvamos a casa. No es algo frecuente que un estudiante de ciencias se tope en sus textos con un Teorema de García, una Ley de Jiménez o una Ecuación de Romerales. Hace un siglo, dos mentes preclaras debatían a propósito de la europeización de España, algo que incluía la necesidad de abrazar el cambio productivo hacia la ciencia y la tecnología (¿les suena?). Uno de los dos, Miguel de Unamuno, repitió machaconamente esa frase lapidaria tantas veces citada y de la que ya nos hemos desprendido intelectuamente, pero cuyos efectos continuamos arrastrando: “¡Que inventen ellos!”.

Nosotros no tenemos una Torre Eiffel porque no hemos asentado los cimientos científicos y tecnológicos para tenerla. No nos la hemos ganado. Tenemos ortegas, unamunos, dalís, quevedos y fallas, pero no heisenbergs, darwins ni fermis (y un solo Cajal). En cambio, hemos tenido grecos, boccherinis y daríos; artistas a los que acogimos en su expatriación.

De acuerdo: la ciencia es un asunto global. Ya lo era antes de que se hubiera inventado la globalización. Pero sus repercusiones a largo plazo en el desarrollo engrandecen sobre todo al país que la alimenta. Severo Ochoa fue un científico estadounidense que consiguió un premio Nobel para Estados Unidos. Reproduzco lo que escribía hace un año en El País la microbióloga española Purificación López-García, directora de investigación del CNRS francés:

La investigación que yo hago es internacional, pero si tuviera que ser de alguien, sería francesa y europea, pues son instituciones francesas y europeas, pero no españolas, quienes la hacen posible. La ciencia que hacemos los cerebros fugados ya no pertenece a España. Si España quiere enorgullecerse de su ciencia, que la financie.

Sobre lo acontecido ayer en Madrid, que fue una verdadera noticia (en el estricto sentido de nueva; algo que solo tiene precedente 39 años atrás, a gran diferencia de lo que suele gastar la tinta de los diarios a diario), no pretendo entrar aquí en la discusión relativa al modelo de Estado o su jefatura. Primero, porque cantar a coro me produce anafilaxis, algo probablemente derivado de mi espíritu de animal de sabana. Pero sobre todo, porque este es un blog de ciencia y, en el fondo, qué demonios importa a nadie lo que yo opine al respecto. En cambio, y desde el territorio de este blog, en especial el de la ciencia expatriada, quiero aprovechar tan señalada ocasión para escribir mi carta a los nuevos reyes.

Dicen que el nuevo monarca es un tipo del siglo XXI (cosa que no alcanzo a comprender, pues nací solo un mes antes que él), y que alberga un empeño personal en que la ciencia ocupe el lugar que le corresponde en este país. Como mínimo, es ciertamente fresco y alentador escuchar la siguiente rarity en un discurso de proclamación de un rey, por obvia que resulte la proposición en otros contextos: «Tenemos ante nosotros el gran desafío de impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación, que son hoy las verdaderas energías creadoras de riqueza».

Aunque el rey reine, y no gobierne, desde esa posición de «árbitro y moderador» puede ejercer una influencia decisiva para promover la cultura científica y el impulso a la investigación en España, si asume este objetivo como tarea urgente y se compromete a que estas ideas formen parte integral y permanente de su discurso y de la línea de actuación de su reinado. Así que, en la esperanza de que algún día Ortega tumbe por fin a Unamuno, desde aquí le pido al nuevo rey Felipe VI: quiero una Torre Eiffel.

¿Los huracanes con nombre de mujer son más letales? ¿En serio?

Un fascinante estudio publicado hoy en la veneradísima revista PNAS revela todo un bombazo informativo: «los huracanes femeninos son más letales que los masculinos», según la traducción literalmente fiel del título del trabajo y que se refiere a los huracanes designados con nombres de hombre o de mujer. Nada menos. Ya tenemos titulares en los medios de todo el mundo.

Imagen del huracán atlántico Isabel tomada por el astronauta Ed Lu desde la Estación Espacial Internacional en septiembre de 2003. NASA.

Imagen del huracán atlántico Isabel tomada por el astronauta Ed Lu desde la Estación Espacial Internacional en septiembre de 2003. NASA.

La investigación es obra de un equipo de expertos en consumo, márketing y asuntos de género de la Universidad de Illinois (Kiju Jung, Sharon Shavitt y Madhu Viswanathan) dirigidos por el reconocido filósofo y profesor de estadística de la Universidad Estatal de Arizona (EE. UU.) Joseph Hilbe. El estudio analiza datos históricos y encuestas propias para llegar a la siguiente conclusión: los huracanes designados con nombre de mujer causan un número significativamente mayor de muertes que los de denominación masculina; algo que se debe, según los autores deducen de los tests realizados a varios grupos de voluntarios, a que «los nombres de los huracanes conducen a expectativas sobre su severidad, y esto, en consecuencia, guía la preparación de los encuestados a tomar medidas preventivas». «Parece que la gente atribuye ciertas cualidades asociadas a las mujeres a los huracanes con nombre femenino, como la calidez, y cualidades como la agresividad a los huracanes con nombres masculinos. Esto parece afectar a su motivación para prepararse frente a los huracanes», explica a Ciencias Mixtas la coautora del estudio Sharon Shavitt, profesora de márketing de la Universidad de Illinois.

Antes de meter las manos en esta sabrosa masa, debo aclarar que ni mucho menos soy un experto en estadística; mis críticas se basan, como ahora explicaré, en el diseño experimental y en la lógica del estudio. Invito a algún lector con competencia estadística profesional a que bucee en los datos, a los que podrá acceder a través del enlace de la primera línea, y a manifestar su opinión al respecto.

Ante todo, conviene explicar que PNAS funciona bajo la supervisión de un consejo editorial integrado por miembros de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. En el caso más general, los manuscritos aspirantes a su publicación se envían directamente al Consejo Editorial. Si este los juzga potencialmente interesantes, los asigna a un editor competente. En cambio, en otros casos, los estudios entran en el proceso de revisión bajo el amparo de un editor previamente asignado. Según la política editorial de PNAS, esta fórmula se emplea «solo cuando un artículo cae dentro de un área sin amplia representación en la Academia, o para investigaciones que pueden considerarse contrarias a la visión prevalente o demasiado adelantadas a su tiempo para recibir una respuesta justa». El editor preasignado es quien se encarga asimismo de seleccionar a los referees, o expertos que valorarán el trabajo y recomendarán o desaconsejarán su publicación.

Esta última ha sido la fórmula en el caso del estudio que nos ocupa. La editora preasignada ha sido Susan Fiske, citada como una de las psicólogas más influyentes del mundo, especialista en estereotipos y prejuicios (entre ellos los sexistas). Aunque se le supone a PNAS el interés por mantener el máximo nivel de excelencia en todas sus publicaciones, entre la comunidad científica sopla cierta sospecha de que los estudios con un editor preasignado corren con ventaja a la hora de una posible aceptación, algo que podría ser especialmente cierto en una ciencia blanda como la psicología.

Entremos en el estudio. Desde la introducción llama la atención que, después de plantear la percepción de lo masculino como más violento que lo femenino, los autores escriben: «Extendemos estos hallazgos a la hipótesis de que la severidad anticipada de un huracán con nombre masculino (Víctor) será mayor que la de un huracán con nombre femenino (Victoria)». Por supuesto que todos los estudios científicos parten de una hipótesis, y la neutralidad de los investigadores al someterla a prueba se da tan por sentada como la honradez de un político. Pero la prudencia dicta una especial precaución cuando se trata de hipótesis aventuradas: la credibilidad de los resultados aumentará si el trabajo rezuma un esfuerzo del investigador por refutarse a sí mismo y, pese a todo, los datos experimentales se empeñan en darle la razón. Así ocurrió con la famosa búsqueda del bosón de Higgs.

Mi primera objeción se refiere a los datos de la mortandad provocada por los huracanes. Los investigadores presentan una tabla que reúne las muertes causadas en EE. UU. por un total de 94 huracanes atlánticos de 1950 a 2012. Pero en lugar de mostrar las cifras totales para huracanes con nombre masculino o femenino, el estudio recurre a un extraño análisis: en primer lugar, se pidió a nueve personas que clasificaran las designaciones de los huracanes según una escala de 1 (nombre «muy masculino») a 11 («muy femenino»); a continuación se separaron los huracanes en dos grupos en función de su grado de daños, y por último se realizó un análisis estadístico predictivo del recuento de bajas para las dos clases. El resultado es una tabla de aspecto demoledor, en la que el carácter masculino o femenino no influye en las muertes por huracanes poco dañinos, pero donde en cambio se observa un incremento espectacular de muertes para las tormentas más graves desde el 1 (10,8) hasta el 11 (58,7).

Daños causados por el huracán Katrina en el Estado de Mississippi (2005). Gary Mark Smith vía Wikipedia (Creative Commons).

Daños causados por el huracán Katrina en el Estado de Mississippi (2005). Gary Mark Smith vía Wikipedia (Creative Commons).

La pregunta es evidente: ¿por qué no se presentan los datos crudos? Si el título afirma que los huracanes femeninos causan más muertes, ¿por qué en el estudio no aparece el dato que respaldaría la conclusión principal? Shavitt responde que el análisis de la mortandad descontó «dos huracanes muy destructivos, ambos con nombres femeninos, Katrina y Audrey», lo que parece una medida prudente. Es incluso probable que los datos globales del pasado sumen más víctimas para las tormentas femeninas, ya que, hasta finales de los años 70, todos los huracanes recibían nombres de mujer, hasta que comenzaron a alternarse los apelativos en listas cremallera que se aplican por orden cronológico. La investigadora apunta que se optó por analizar «el grado de masculinidad o feminidad de los nombres en lugar de solo si los nombres eran masculinos o femeninos, para marcar distinciones más finas». «Incluso entre los huracanes designados siempre con nombres de mujer (en el período 1953-1978), los nombres varían en feminidad. Compare Fern y Camille; el segundo es un nombre mucho más femenino, pese a que ambos son de mujer», señala Shavitt. «Descubrimos que entre los huracanes más destructivos, cuanto más femenino era el nombre, más personas mató».

No obstante, al aplicar su modelo de análisis, los investigadores introducen variables que dificultan la validación de su conclusión principal y que no serían realmente necesarias a no ser que mejoraran el aspecto de los datos: por ejemplo, el criterio para separar los huracanes en dos grupos –algo que es clave en los resultados– es el de daño normalizado (estimación de pérdidas materiales en dólares constantes), un parámetro económico que, al menos teóricamente, no se corresponde necesariamente con la intensidad de la tormenta: un mismo huracán producirá un mayor daño normalizado si barre zonas densamente pobladas, especialmente si se trata de suburbios con infraviviendas, que si afecta a áreas rurales. Y sin embargo, parece razonable que las decisiones de la población sobre las medidas de protección a adoptar se tomen en función del grado de severidad previsto, nunca del daño normalizado que solo se conoce a posteriori, y esto podría influir en la mortandad con independencia de si el nombre del huracán es masculino o femenino; pero el análisis no lo considera.

Superemos este primer obstáculo y asumamos que, en efecto, la designación femenina se corresponde con un mayor número de muertes. Incluso en este caso, ¿correlación implica causalidad? La respuesta más general es un rotundo «no». Recientemente rocé esta cuestión cuando comenté ciertos experimentos relacionados con una presunta capacidad de precognición. En psicología experimental abundan los estudios que extraen causalidades a partir de correlaciones estadísticamente significativas, un sistema empleado también en epidemiología para proponer, por ejemplo, que una dieta rica en cierto alimento favorece la longevidad. Rescato aquí un párrafo que escribí entonces:

En 2005, el profesor de medicina de la Universidad de Stanford (EE. UU.) John P. A. Ioannidis publicó en la revista PLoS Medicine un estudio titulado “Por qué la mayoría de los resultados de investigación publicados son falsos”, en el que revelaba las frecuentes interpretaciones erróneas de los resultados debido a diseños experimentales defectuosos y al manejo sesgado de las estadísticas. El año siguiente, el profesor de la Universidad de Toronto (Canadá) Peter Austin se basó en los registros clínicos de Ontario para demostrar que los nacidos bajo el signo de leo tenían más probabilidad de ingresar en un hospital con hemorragia gastrointestinal, mientras que los sagitario sufrían más fracturas de húmero. Por supuesto, Austin no pretendía defender tales conclusiones, sino destapar lo sencillo que resulta demostrar lo que a uno le convenga cuando se trata de hipótesis del tipo “hacer _____ aumenta el riesgo de padecer _____”.

Existe en internet un ejemplo precioso de esto: en la web Spurious Correlations (Correlaciones Espurias), Tyler Vigen se dedica a comparar datos de imposible causalidad para demostrar que se puede correlacionar estadísticamente casi todo lo que a uno le venga en gana. Por ejemplo, Vigen correlaciona el gasto de EE. UU. en ciencia, espacio y tecnología, con los suicidios por estrangulamiento, ahorcamiento y asfixia; o los ahogamientos en piscinas con el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage; o el consumo de queso per cápita con las muertes por estrangulamiento con las propias sábanas. Y en todos los casos hay correlaciones estadísticamente significativas.

Sin embargo, es justo reconocer que Jung, Shavitt y sus colaboradores han volcado un gran esfuerzo por demostrar la causalidad en su arriesgada hipótesis preconcebida. Pasemos a la fase experimental del estudio. «Llevamos a cabo experimentos en los que los sujetos imaginaban estar en el recorrido de un huracán con nombre de hombre o de mujer», dice la investigadora. En las encuestas, seis en total, se interrogó a los grupos de voluntarios sobre su impresión subjetiva de gravedad en los casos hipotéticos de huracanes denominados respectivamente Víctor o Victoria, Christina o Christopher, Danny o Kate, Alexander o Alexandra, o bien tormentas sin nombre, y se les preguntó si evacuarían su vivienda o no, ya fuera de forma voluntaria o siguiendo una orden de las autoridades. De todo ello, y tras analizar estadísticamente los resultados, Shavitt concluye: «los sujetos calificaron los huracanes femeninos como menos peligrosos que los masculinos e indicaron que serían menos propensos a la evacuación». Los autores razonan así que los huracanes con nombre de mujer, considerados más benignos, se cobren más víctimas incautas.

Ejemplo de uno de los tests realizados a los sujetos en el estudio. Jung et al. (2014), PNAS.

Ejemplo de uno de los tests realizados a los sujetos en el estudio. Jung et al. (2014), PNAS.

Pero entrando en el detalle de los resultados, lo cierto es que estos no parecen impresionantes. En una escala de 1 a 7 de menor a mayor intensidad percibida para los huracanes, el dato global es de 4,386 para los masculinos, frente a 4,186 para los femeninos. Si lo desagregamos por nombres concretos, Bertha (femenino), con un 4,523, es percibido como más peligroso que Arthur (4,246), Cristobal (4,455), Kyle (4,277) o Marco (4,380); y curiosamente, solo queda por debajo de Omar (4,569). Espera… ¿Omar? ¿Un nombre árabe? ¿Bertha? ¿Un nombre germánico? Los autores concluyen de inmediato que existe una correlación intenso/débil con masculino/femenino. Pero no han utilizado estos mismos datos con parámetros de control para estudiar, por ejemplo, si los huracanes cuyo nombre empieza por una letra concreta del alfabeto son percibidos como más peligrosos que los que comienzan por otra. O si los nombres de cinco letras son más amenazantes que los de siete. O los que tienen una erre frente a los que no. O si los nombres extranjeros, en especial si se identifican con países que pueden inspirar desconfianza, influyen en la opinión de los encuestados. «Aquí las posibilidades son infinitas», reconoce Shavitt. «Hemos buscado algunas explicaciones probables como el carácter agradable del nombre, la competencia intelectual percibida asociada a él, y la edad. Estas otras dimensiones no explican nuestros resultados. Al examinar nuestros estudios, la conclusión que extraemos parece sostenerse».

Por último, pero no menos importante, hay que subrayar la relevancia de las encuestas. Los resultados se justifican apoyándose en experimentos en los que se presenta a los sujetos, por ejemplo, una imagen de satélite mostrando un huracán cercano a la costa, y preguntándoles si evacuarían siguiendo una orden de las autoridades, en una escala de 1 (ignorar por completo la orden) a 7 (seguirla a rajatabla). Los sujetos se dividen en dos grupos que reciben exactamente el mismo test, con la única diferencia de que para unos el huracán se llama Víctor y para otros Victoria. Para Víctor, el resultado es 5,861, mayor probabilidad de evacuar, frente a un 5,391 para Victoria y un 5,278 para un huracán sin nombre. Todo ello en grupos distintos de voluntarios, lo que impide valorar si el mismo sujeto cambiaría su valoración en función de la variable masculino/femenino.

Pero es que, además, el estudio no especifica si en alguno de todos estos experimentos se interrogó a los encuestados sobre las motivaciones de sus respuestas, lo que deja la interpretación completamente abierta. ¿Qué motivos tiene alguien para responder en un sentido o en otro? ¿Su hijo se llama Víctor? ¿La jefa que le despidió se llamaba Victoria? ¿Es razonable pensar que alguien escucha un parte meteorológico informando sobre un huracán que amenaza con destruir todo lo que posee en el mundo, y toma su decisión al respecto según el nombre de la tormenta? ¿Se preguntó a afectados reales por huracanes (es de suponer que los sujetos del estudio viven en Illinois, fuera de las áreas habitualmente azotadas) en qué basaban sus decisiones de protección o evacuación, o incluso si conocían el nombre de los huracanes antes de tomarlas? ¿Cambiaría mucho la reacción de pánico frente a una hipotética epidemia letal si el virus se llamara Ébolo en lugar de Ébola? ¿Se le preguntaría a alguien si cree más probable morir ahogado en una piscina si Nicolas Cage protagoniza más películas? ¿En serio? En el fondo, el principal problema con el estudio radica en la dudosa verosimilitud de la hipótesis. Según dicta una de esas frases con varios padres (Pierre-Simon Laplace, David Hume, Marcello Truzzi, Carl Sagan…), afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.

Pese a todo lo anterior, el estudio sigue resultando valioso al sugerir que los nombres de los fenómenos meteorológicos extremos quizá no sean algo tan inocente como se sospechaba, y que pueden poseer connotaciones no pretendidas por quienes los asignan a partir de una lista previamente confeccionada y sin ningún criterio relacionado con el riesgo real. «Basándonos en nuestra investigación, sugerimos que se estudie la cuestión cuidadosamente y se consideren sus implicaciones», recomienda Shavitt. «Podría tener sentido evitar los nombres humanos, aunque otras etiquetas también podrían crear problemas si se asociaran con percepciones de benignidad o delicadeza». La investigadora sugiere que «cualquier etiqueta debería someterse previamente a examen para garantizar que los significados asociados a ella son apropiados», y concluye: «Dejamos las decisiones sobre esta política a los expertos».

El ecologismo no debe caer en la trampa animalista

Hace siete años, cuando entre unos cuantos lanzamos al espacio de la prensa la sección de Ciencias del finado diario Público, nos sobrevoló peligrosamente la intención de que nos cargáramos a la espalda las noticias sobre animalismo, como parte de la información de Medio Ambiente. A tal despropósito nos opusimos en bloque. El animalismo, el de temperatura templada, es algo plenamente respetable, pero no es ecologismo, ni mucho menos ecología. Como fenómeno social, su lugar debía estar entre el resto de asuntos de sociedad, como educación, sanidad o igualdad. En lo que respecta al animalismo febril, el que antepone la declaración de derechos del cangrejo a la conservación de los ecosistemas, en una sección de Ciencias el único enfoque válido podía ser el de denuncia… del animalismo. Finalmente se impuso la cordura, y el animalismo se fue a la sección de sociedad.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

Compadecerse del sufrimiento de un animal es una emoción loable, y batallar contra el ahorcamiento de galgos y el ahogamiento de cachorros es una causa noble. La preocupación por los animales criados en la sociedad humana y abandonados por la sociedad humana dignifica a la sociedad humana. Pero nada de esto tiene que ver con la conservación medioambiental. El movimiento ecologista moderno nació en la naturaleza y en la ciencia, llevando el medio ambiente a la cultura urbana a través de pioneros como Rachel Carson, Paul Ralph Ehrlich, Aldo Leopold y otros, pensadores y naturalistas con zapatos científicos que lograron colar el desajuste entre población, progreso y sostenibilidad ambiental (en términos actuales) en el debate político y social de los países desarrollados. En cambio, el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales es un producto netamente urbano, impulsado desde ámbitos filosóficos y jurídicos, nacido de la humanización de las relaciones entre las personas y sus mascotas, y extendido al conflicto más general entre el ser humano y el resto de las especies que coinciden con nosotros en esta roca mojada que llamamos Tierra.

Animalismo y ecologismo son cosas diferentes, causas diferentes con orígenes y fines diferentes, y a menudo mutuamente excluyentes, por mucho que se hayan mezclado en un mistificador batiburrillo debido, supongo, a varias causas. Entre estas, destaca el esfuerzo de ciertos movimientos por aunarlos en lo que consideran un espacio ideológico común, una corriente que se cuelga de la creciente adopción de militancias partidistas por parte de las organizaciones ecologistas. Pero tratar de fundir ecologismo y animalismo por el hecho de que ambos tienen algo que ver con los animales es una aberración semejante a aunar a bebedores y abstemios porque todas las bebidas contienen agua. Y como voy a explicar, esto tiene un efecto devastador sobre el ecologismo, ya que contamina lo que debería ser una causa transversal, convirtiéndola en un arma arrojadiza más para alimentar un eterno clima de frentismo político desde una ilusión de permanente clandestinidad. Y la ciencia (la ecología que nutre, o debería nutrir, el ecologismo) no puede dejarse engatusar por esta trampa.

Como ejemplo de los perjuicios de esta contaminación, voy al origen de los tiempos de la biología actual: la publicación de El origen de las especies de Darwin. En el momento en que un sector ideológico, el de las Iglesias cristianas, interpretó aquella teoría científica como un ataque directo a los fundamentos de su institución, se desató una postura cerril destinada no ya a negar, sino a desconocer deliberadamente cualquier evidencia científica. Pero por mucho que se pueda achacar a las Iglesias de entonces (y a algunas de ahora) una actitud hostil hacia el descubrimiento científico, la ciencia pierde su inocencia y su credibilidad cada vez que un postulado científico es enarbolado como ariete ideológico. La ciencia es inocente, y mantener esta inocencia es esencial si se pretende que sus descubrimientos influyan de forma coherente en el rumbo del progreso social independientemente de gobiernos, corrientes, ideologías o coyunturas políticas. Personajes como el excéntrico excientífico Richard Dawkins, reconvertido en feroz apóstol del ateísmo, hacen un flaco favor a la ciencia al convertirla en una opción ideológicamente excluyente y, por tanto, en algo opinable, que puede tomarse o dejarse.

La ciencia no es infalible, ni establece verdades absolutas, ni demuestra nada, sino que mantiene constantemente la posibilidad de refutación, algo clave en el método científico. Pero esto no significa que sea opinable, al menos sin utilizar los mismos instrumentos que la ciencia emplea. Los resultados científicos, sobre todo cuando se acumulan repetidamente en apoyo de una hipótesis concreta, ofrecen un sustento a una comprensión de la realidad que supera con mucho el grado de verdad ofrecido por cualquier razonamiento filosófico o político. La ciencia es refutable, pero solo por la ciencia.

Como ocurrió con el conflicto por el darwinismo, en las últimas décadas otro asunto científico se ha convertido en bandera ideológica: el cambio climático. Igual que en el ejemplo de Dawkins, el hecho de que organizaciones ecologistas hayan asumido una filiación política partidista, ligando la causa ecologista (avalada por una realidad científicamente objetiva) a un paquete ideológico integrado, al mismo nivel, por otras causas subjetivas de lo más variopintas, transmite el mensaje erróneo de que el cambio climático es algo opinable. Esto ofrece la oportunidad a los sectores más conservadores de sostener un escepticismo que carece de todo fundamento científico, pero que en cambio es propagandísticamente muy sólido, lo que convierte en absurdo juego de esgrima política algo que debería ser una prioridad mundial para todos los gobiernos de cualquier color.

Creo que así se comprende de dónde nace la equivocada fusión de animalismo y ecologismo en la percepción popular. Pero al tratarse de una causa ideológica y subjetiva, la aproximación del animalismo y su colonización de ciertas organizaciones ambientalistas dañan la credibilidad de la ecología, la ciencia que sustenta el ecologismo. Denunciar que las ballenas dejarán de existir si persiste el ritmo de destrucción de los ecosistemas marinos no es opinable ni subjetivo. Defender que es lícito agredir a los trabajadores de los buques balleneros y poner en riesgo su seguridad sí lo es, por más que su trabajo pueda resultar incluso más antipático que el de los telepelmazos de Jazztel, que probablemente tampoco han encontrado otro medio más digno de ganarse la vida sin molestar.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Llegamos así al más allá del animalismo, mi favorito, donde este movimiento pierde toda su respetabilidad. Entre la posmodernidad y la seudocultura New Age, en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos.

Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones –como el veganismo– con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología.

Por razones como las anteriores, el animalismo extremista resulta ridículo por la ramplonería y el escaso calado intelectual de sus planteamientos, basados en poco más que una instántanea reacción pavloviana de vómito cada vez que se aborda la complicadísima relación del ser humano con la naturaleza, y en una constante acusación a todos los estúpidos que habitaron este mundo antes que ellos y que se equivocaron tanto para contribuir con su ensayo y error a que ellos, hoy, sean tan listos. A estos les recomiendo vivamente que, en coherencia con sus postulados, visiten este enlace y se apunten al Movimiento para la Extinción Voluntaria de la Humanidad, una iniciativa que habría divertido enormemente al mismísimo Darwin, puesto que extinguirá únicamente la parte de la humanidad que está de acuerdo con dicha extinción, eliminando así sus genes del conjunto general.

Primer, la vuelta al tiempo en 77 minutos

Calificar Primer como película complicada es una broma. Las películas complicadas, como Origen o Memento, quedan reducidas a capítulos de Pocoyó en comparación con el endiablado destrozacerebros parido por el director, productor, guionista, montador, músico y actor –¡ah, y matemático!– Shane Carruth con los 7.000 dólares mejor aprovechados de la historia del cine. Debo advertir que este artículo contiene los llamados spoilers; quien no haya visto la película y planee hacerlo, sin embargo, puede seguir leyendo con toda tranquilidad, porque, en el caso de Primer, hay que verla cómo mínimo un par de veces para entenderla someramente, y eso si después de la primera vez uno tiene la precaución de armarse con explicaciones de la trama y esquemas como los que figuran más abajo.

Para quien no sepa de qué estoy hablando, Primer es un filme indie de presupuesto irrisorio realizado en 2004 por el californiano Shane Carruth (1972), matemático e ingeniero de software antes de dedicarse al cine (y por tanto, otro apóstol para la causa de las ciencias mixtas). La película dejó al jurado del festival de Sundance de 2004 con la boca tan abierta y el cerebro tan frito que no tuvieron otra sino concederle el Gran Premio, uno de los varios que ha pescado esta cinta, calificada por muchos –a los que me sumo– como la mejor ciencia-ficción desde 2001 (la película, no el año). En cuanto a su estructura narrativa, es un puzle audiovisual de mil piezas. El crítico de Esquire Mike D’Angelo escribió de ella: «todo el que ha visto Primer una sola vez y dice haberla entendido es un genio o un mentiroso».

¿De qué va? Ah, sí. La película narra las vicisitudes de Aaron (el propio Carruth) y Abe (David Sullivan), una pareja de amigos que, como actividad extraescolar de su trabajo en una gran corporación, mantienen un laboratorio de garaje en el que investigan en ingeniería electrónica. Hartos de esta monotonía, deciden emprender un proyecto más ambicioso, construir una máquina que reduce el efecto de la gravedad sobre los objetos. El aparato funciona, pero con un efecto secundario imprevisible: el objeto introducido en la máquina se ve atrapado en un bucle temporal iterativo. Una vez que Aaron y Abe logran ajustar los momentos de encendido y apagado de la máquina en función del bucle temporal, ya está: han inventado el viaje en el tiempo. Después de dudar sobre publicar el hallazgo, deciden mantenerlo en secreto y utilizarlo para invertir en Bolsa conociendo de antemano la evolución de las cotizaciones. La historia se complica cuando ambos comienzan a actuar a espaldas del otro, aparecen nuevas copias de la máquina, y la relación entre ellos se deteriora de manera irremisible. Más o menos, hasta ahí puedo leer.

Desde el punto de vista cinematográfico, la película consigue mesmerizar al espectador por sus elecciones narrativas y estéticas, que se ciñen a un tono aséptico e implacable sin concesiones: la iluminación fluorescente, los colores planos y la sobreexposición confieren a toda la escenografía un inconfundible sabor (o falta de él) a laboratorio, a lo que contribuye la indumentaria de los personajes, siempre ataviados con su uniforme corporativo de camisa blanca y corbata de saldo. En cuanto a la narración, Carruth omite deliberadamente todo guiño al espectador. Los protagonistas se limitan a hablar entre sí como científicos reales que ya han pasado suficientes años de su vida machacándose las neuronas en la Universidad como para tener que molestarse en explicar a la pasmada audiencia de qué diantres están hablando o qué demonios está ocurriendo. Ellos se entienden, y basta. En los escasos 77 minutos de metraje no se pronuncia una sola vez la expresión «viajar en el tiempo» ni ninguna de sus variaciones.

Curiosamente, Carruth ha declarado en alguna entrevista que sus principales intereses eran desvelar cómo muchos hallazgos científicos son fruto de la casualidad (algo que ya he abordado aquí) y cómo la relación de amistad se ve enturbiada por las derivaciones del experimento. Sin embargo, como era de esperar, si Primer se ha convertido en película de culto no se debe a un análisis de tramas psicológicas que el cine ya ha abordado anteriormente siete millones de veces, sino a la suprema calidad de su ficción científica y a lo endemoniadamente enrevesado de su trama.

En cuanto a su ciencia, Primer acierta en primer lugar, anzolando así a científicos y escépticos, al derribar la ley fundamental contra los viajes en el tiempo, algo sobre lo que modestamente he escrito en el pasado antes de saber que Stephen Hawking había dicho lo mismo: el hecho de que nunca hayamos recibido a ningun visitante del futuro es la prueba de que los viajes en el tiempo jamás serán realidad. Incluso, en un alarde juguetón, me permití formular una versión periodística de esta ley, que explica por qué los natalicios de personajes célebres son las únicas noticias de alcance que jamás aparecen en la prensa diaria (el mundo sería diferente si en su día algún periódico hubiese publicado: «Nace Adolf Hitler»). Pero por supuesto, esta ley tiene una salvedad evidente que personalmente me he guardado de revelar en alguna discusión con amigos: esto es así, SALVO QUE…

Salvo, claro está, que exista un momento límite para los viajes hacia atrás en el tiempo, un punto cero hacia antes del cual no sea posible viajar, y que ese punto cero aún no haya llegado. La opción más evidente es que ese punto cero sea el de la construcción y/o activación de la primera máquina capaz de abrir esa ventana temporal. La propuesta no solo es irrebatible con las pruebas actuales, sino que resulta más congruente pensar en el viaje en el tiempo limitado a la presencia de una máquina que imaginar, como en el relato clásico de H. G. Wells y en otros muchos experimentos de ficción, que el aparato es capaz de aparecer en una época en la que no existía previamente.

El segundo acierto de Carruth es proponer que la máquina, o la caja, como se refieren a ella los protagonistas, no es un AVE capaz de viajar a toda velocidad por los raíles del tiempo, sino que simplemente es una especie de jaula de Faraday temporal en cuyo interior, según lo explicado sobre el bucle, el reloj corre a velocidad natural rebotando entre dos momentos. En otras palabras: para retroceder seis horas, es necesario esperar seis horas dentro de la caja. Para facilitar la comprensión del mecanismo, he aquí el diagrama que explica con claridad cristalina el funcionamiento del viaje en el tiempo de la película:

Funcionamiento del viaje temporal en 'Primer'. Tom-B/MJL.

Funcionamiento del viaje temporal en ‘Primer’. Tom-B/MJL.

El esquema deja claro que Carruth no rehúye ese espinoso tabú que otras ficciones sobre travesías temporales evitan, la coexistencia de dos versiones diferentes de la misma persona. De hecho, Primer se lanza de cabeza a ello: cada vez que un personaje se introduce en la caja, surge una iteración de sí mismo y se inaugura una nueva cronología alternativa. Durante la película llegan a convivir hasta siete clones del mismo personaje evolucionando a lo largo de nueve cronologías simultáneas, según el siguiente diagrama elaborado por un fan de la película, se supone que con la ayuda de varias cajas de aspirinas, y en absoluto cristalino, sino inimaginablemente complejo (aquí un enlace a la versión en alta resolución):

Las nueve cronologías alternativas en 'Primer'.

Las nueve cronologías alternativas en ‘Primer’.

Claro que también existe esta otra versión:

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Así, los personajes se sienten embridados por la obligación de no violar la consistencia de la causalidad, pero son conscientes de que se ha roto la simetría temporal cuando una misma llamada al móvil de Aaron es recibida por dos versiones distintas del personaje en cronologías paralelas. En uno de los escasos detalles técnicos explicados en la película, esto se debe a que el sistema de telefonía móvil detiene su búsqueda una vez que ha encontrado el número solicitado por primera vez. A medida que la lógica temporal se va diluyendo, los personajes llegan a experimentar con múltiples repeticiones de la misma situación, una fiesta en la que irrumpe un hombre armado.

Sin embargo, ninguno de estos sucesos plantea una verdadera paradoja temporal al estilo de «¿qué ocurriría si viajas al pasado y matas a tu abuelo?», algo clásico en este subgénero. De hecho, las paradojas en Primer quedan soslayadas y, si existen, solo sugeridas. Dobles de Aaron y Abe llegan a secuestrar a versiones previas de sí mismos de las cuales depende su propia existencia, pero en ningún momento se explicita que esto les impida acudir a su cita con las cajas en el momento debido (si bien es cierto que estas versiones previas podrían elegir no propiciar la creación de dobles que les han agredido). La paradoja más fuertemente insinuada afecta a un tercer personaje llamado Granger, el único que viaja en el tiempo además de Abe y Aaron, y a cuyo doble los dos protagonistas encuentran en estado comatoso, presumiblemente por haber abandonado la máquina de forma prematura. Sin embargo, no se explica cómo ni por qué Granger ha conocido la existencia de las cajas y las ha empleado. Dado que Aaron y Abe pretendían solicitar el patrocinio financiero de este personaje, se puede deducir que en algún momento futuro le informarían de todo ello, pero esto no llega a suceder, tal vez porque el accidente sufrido por Granger les retrae de involucrarlo, aunque esto se deja plenamente abierto a la interpretación del espectador.

Con todo, sí existe una paradoja nunca abordada en la película, y que afecta al propio mecanismo de funcionamiento de las cajas. Imaginemos que, cuando Abe y Aaron activan las máquinas a las 12 del mediodía y se marchan, nos quedamos a observar cómo sus dobles emergen y abandonan el local. Si entonces abriéramos las cajas, ¿qué encontraríamos? Nada, puesto que los dobles ya no están allí. Si encontráramos a Abe y Aaron en su interior, las máquinas generarían más de un doble por viaje, lo que no es posible (tantos como veces abriéramos la caja y expulsáramos a su ocupante). Y sin embargo, cuando a las 6 de la tarde Abe y Aaron se introducen en las máquinas y recorren el tiempo a la inversa, se supone que ambos permanecen dentro de las cajas durante las seis horas de regreso hasta el mediodía. De hecho, en la película se afirma que las cajas son de un solo uso para una franja temporal concreta, ya que durante ese viaje están ocupadas. Siendo así, la paradoja consiste en que, si abrimos una caja en cualquier momento entre el mediodía y las 6 de la tarde, el personaje debe estar dentro, pero al mismo tiempo no estará. ¿Les suena? Por si los atractivos de la película no bastaran, Carruth ha logrado además, ignoro si de forma deliberada o casual, una maravillosa paradoja con reminiscencias del gato de Schrödinger y que recuerda poderosamente a una interpretación minoritaria de la mecánica cuántica llamada Formalismo de Vector de Dos Estados. En la que, si acaso, ya entraremos otro día.

En resumen: aunque se pierdan, no se la pierdan.

(Nota: Primer no aborda la otra modalidad de viaje en el tiempo, hacia delante. Este caso no resulta tan intrigante desde el punto de vista teórico quizá por ser más factible, por el conocido principio relativístico según el cual el tiempo discurre más lentamente dentro de una nave que se desplaza a gran velocidad. Un ejemplo brillante de ello fue la versión clásica de El planeta de los simios (1968). Por lo demás, si obviamos el efecto del envejecimiento y entendemos el viaje en el tiempo hacia delante como la superación de un período temporal determinado en condiciones que reduzcan la percepción de su duración para el sujeto, lo cierto es que esto podemos hacerlo hasta dormidos.)

El realismo mágico y la magufería en la literatura

Confieso, aunque no debería hacerlo sin utilizar casco reglamentario, que el García Márquez que más me ha interesado no es el que todos conocen como novelista, sino el novelista al que otros conocen como el García Márquez periodista. Otro que decía hacer periodismo, el gran Umbral, reconoció que la mejor entrevista de su vida se la había hecho Pilar Urbano cuando le preguntó: «¿Pero tú alguna vez has dado una noticia?». García Márquez sí las dio, aunque para ello tuviera que inventarlas. Sus noticias se ceñían estrictamente al dato ficticio, algo por lo que a cualquier otro lo habrían ajusticiado en la plaza pública. Pero el relato del náufrago sucesivamente entronizado y vituperado, o las desventuras del supuesto ingeniero alemán al que él trasplantó el sufrimiento de su germanismo colombiano en el caribeñismo de una Caracas sin agua, figuran para mí entre las mejores piezas de ficción jamás paridas por un juntaletras.

Y ahora viene el palo: achaco al realismo mágico la culpa de promover la adoración que profesa gran parte de la literatura actual, desde la más elevada a la más popular, hacia el esoterismo, la pata de conejo, el tarot y el influjo de los astros y el número 13, hacia un presunto mundo donde los muertos hablan, la gente predice el futuro y presiente cosas que ocurren más allá de su experiencia sensorial, y donde supuestas fuerzas cósmicas ajenas a cualquier interpretación de la física remueven y reordenan no sé qué piezas para guiar el devenir humano hacia destinos prescritos en algún ignoto códice.

En resumen, hacia todo eso que coloquialmente se conoce como magufería. Y en consecuencia, el realismo mágico ha contribuido a que esa misma literatura abomine del mundo real donde las cosas no suceden por el mero hecho de que uno se concentre muy fuertemente en desearlas, ese mundo real que durante gran parte de la historia solía nutrir el tronco del mainstream literario y que nos ha legado las mejores obras de la literatura universal, aquellas que buscaban le mot juste con el escrupuloso rigor de un científico. Y que, ¡snif!, tanto añoramos.

El problema del realismo mágico no es que introduzca factores paranormales en su narrativa. Autores intensamente admirables como Poe o Lovecraft fueron exploradores de lo fantástico e irracional, pero ellos y muchos otros utilizaron el elemento mágico para quebrar nuestro sentido de la realidad mediante un pavor hacia lo desconocido que suele indagar en los límites de la condición humana. Este es un privilegio irrenunciable de la literatura. Y tampoco afecta esta acusación a la literatura fantástica en estado puro, como la de Tolkien o C. S. Lewis, ni en estado híbrido, como la de Borges o Calvino. En estos autores la ficción crea un mundo propio en el que lo irreal se encarna en real, pero se da por sentado que el lector es consciente de que las reglas de la realidad se rompen para jugar a la fantasía, el arte de lo imposible, según la definición de Ray Bradbury. Se puede ser un rendido adorador de Stoker, pero nadie en su sano juicio cree en la existencia de Drácula. El problema con el realismo mágico es que introduce esos elementos como parte de una experiencia ordinaria, encajándolos en la categoría de normales o naturales y enalteciéndolos por una supuesta y malentendida imbricación con la sabiduría popular que acaba convirtiéndose en una orgullosa apología de la ignorancia del buen salvaje.

No pretendo defender que la literatura deba asumir una lid lanza en ristre contra las pseudociencias, magias, supersticiones, patrañas y engañifas. En general, no creo que la literatura deba cumplir ninguna función social en particular. Si he clamado en este blog contra el concepto utilitarista de la ciencia, aplicar la misma visión al arte en general o a la literatura en particular sería sencillamente una perversión moral, además de una tendencia hacia la ideologización de la creatividad que resulta antipática y aborrecible. Cada autor escribe lo que le sale de dentro del pellejo, y cada lector lee lo que le apetece. Pero el hecho de que esta querencia por la magufería permee la literatura actual nos advierte de que la separación entre realidad y magia se sigue manifestando a través de dos mundos en general difícilmente reconciliables, el de la ciencia y el de la literatura, y que apenas hemos avanzado un paso desde que Aldous Huxley publicó en 1963 su libro Literature and science, en el que iluminaba el paisaje de esta brecha.

Tampoco es mi intención sugerir que la literatura reemplace el argumento emocional por el racional, ni mucho menos que la literatura deba caminar iluminada por el pensamiento empírico. Soy escritor y periodista de ciencia, pero solo una de mis tres novelas, Tulipanes de Marte, aborda argumentos científicos y al pasar roza la crítica de algunas pseudociencias; no tengo previsto en un futuro próximo volver a internarme en ese terreno. El territorio de la novela es fundamentalmente emocional, y el reto del escritor es explicar con palabras lo que debe comprenderse sin palabras. En su artículo El significado del arte y la ciencia, publicado en la revista Engineering & Science en 1985, el científico y filósofo Gunther Stent, uno de los fundadores de la biología molecular, citaba una anécdota atribuida a Beethoven: después de estrenar en público su sonata Claro de luna, alguien le preguntó qué significaba, de qué trataba. Sin decir palabra, Beethoven se sentó de nuevo al piano y tocó la pieza por segunda vez.

En el mismo texto, Stent escribió este párrafo tremendamente lúcido y esclarecedor:

El dominio abordado por el artista es la realidad interior y subjetiva de las emociones. La comunicación artística, por tanto, atañe principalmente a las relaciones entre los fenómenos privados de significado afectivo. En contraste, el dominio del científico es la realidad exterior y objetiva de los fenómenos físicos. La comunicación científica, por tanto, atañe a las relaciones entre los eventos públicos. Esta dicotomía de dominios no implica, sin embargo, que una obra de arte está totalmente desprovista de todo significado exterior.

De la reflexión de Stent se deduce que el arte, o en nuestro caso la literatura, es soberana en la comunicación emocional, pero tiene la libertad de elegir el alcance de su territorio. Lo que podríamos añadir es que la forja de las mayores pasiones en la historia de la literatura nunca ha precisado del recurso a la hechicería para aumentar este alcance. La vida ya contiene buenas dosis de asombro como para que exista la menor necesidad de añadirle fuegos fatuos. La realidad ya es suficientemente irracional como para irracionalizarla aún más con disparates descabellados. El motor que mueve nuestra existencia, que no es otro que la ilusión (atiendan a esta revelación personal), es lo bastante potente como para que sea pertinente trucarlo con artificios de ilusionismo.

Somos pequeños animales viajando por el espacio sin motivo aparente en esta roca mojada que llamamos Tierra. ¿No es eso, por sí solo, increíble? Durante los años en que pululamos sobre la corteza terrestre sin saber muy bien por qué, tenemos la oportunidad de vivir, de gozar, de sufrir, reír y llorar, amar y odiar, de escuchar al gran Beethoven, de contemplar el oleaje del viento en un mar de cereal, de dar la vida a otros y, al final, de dejar algo tras nuestro paso por lo que merezca la pena que alguien nos recuerde. ¿No son suficientes emociones?

 

Treinta y dos riesgos para la salud amenazan a los martenautas

Entre mi joyería de vinilo conservo un single (término que en 1983 hacía referencia a un disco pequeño, no a una persona sin pareja) grabado hace ya nada menos que 31 años —tempus fugit— por los vigueses Siniestro Total en su época más genial, la primera, cuando las descacharrantes letras de la banda sonaban con la irrepetible articulación gutural del finado Germán Coppini. El disco, el número 42 del sello DRO, es un prodigio íntegro, desde la portada en la que tuvieron la caradura de parodiar el London Calling de los Clash (publicado solo cuatro años antes), hasta los dos temas que conformaban su «doble cara B», Me pica un huevo y Sexo chungo. Jamás ha vuelto a existir en España, ni quizá plus ultra, una ola semejante de irreverente desfachatez, ingeniosa frescura y absoluto nihilismo comercial, pero todo ello con talento y con verdadera incorrección para una época en la que hasta Miguel Ríos se escandalizaba. Y qué demonios, algunas de sus letras incluso serían más incorrectas hoy que entonces. Era otro siglo, y a veces pienso que casi otro planeta.

Pero basta ya de nostalgia. A lo que voy es a la última estrofa de Me pica un huevo. Este tema de Julián Hernández nos ha legado alguna línea que ya es casi greguería clásica («Hemos llegado a la Luna / poco antes de la una»), pero además un clímax en el que el narrador, un astronauta que pone el pie en nuestro satélite, sufre un trance que a la enésima escucha de la canción aún sabe aflojarme el huesecillo de la risa: «Cien millones de espectadores / y yo sin poder rascarme los cojones». De acuerdo, no es Brecht. Por eso.

El caso es que, para un astronauta, un sencillo picor es veramente un asunto serio. En mi novela Tulipanes de Marte trasplanté a mi personaje, el deslenguado Pancho Monaghan, la anécdota documentada de un astronauta cuyo nombre no importa (manera de decir que no lo recuerdo y ahora mismo no tengo internet) y a quien una gota de limpiador jabonoso del visor del casco le saltó al ojo durante una EVA (siglas en inglés de Actividad ExtraVehicular, lo que los periodistas solemos llamar paseo espacial). El accidente le provocó una molesta llorera que le formó globo en el ojo, ya que en el espacio las lágrimas no caen, sino que se quedan. Por fin el astronauta logró rascarse contra un resalte interior del casco, pero un sucedido que en la Tierra no llega ni a carne de Twitter se convierte en material de epopeya cuando caes a 27.000 kilómetros por hora en ese lugar donde nadie puede oír tus gritos.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Más recientemente, a otro astronauta (tampoco lo recuerdo) le rondó la parca cuando casi se ahogó dentro de su casco por la inundación de su traje. Ahogarse con agua en el espacio. Muerte absurda donde las haya. El riesgo de perder un tripulante se estimaba en 1 posibilidad entre 90 para la época del último vuelo de los shuttle estadounidenses (2011), lo que suponía un enorme avance respecto al 1/10 de la primera misión de aquellas naves, según figura en un nuevo informe publicado por el Instituto de Medicina (IOM), la rama de salud de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. El documento, encargado por la NASA y titulado Estándares de salud para vuelos espaciales de exploración y larga duración: principios éticos, responsabilidades y marco de decisión, repasa y analiza los riesgos de salud a los que se enfrentan los astronautas, sobre todo de cara a futuras misiones de larga duración a destinos como Marte y asteroides cercanos.

Los expertos del IOM enumeran un total de 32 amenazas identificadas previamente por la NASA (la lista completa aquí), que incluyen riesgos ya conocidos como la imposibilidad del esqueleto y musculatura de readaptarse a la gravedad terrestre, los problemas cardíacos (a los que se ha añadido recientemente un redondeamiento del corazón), las alteraciones inmunitarias, los daños en el oído y la vista, los efectos de la medicación, la hipertensión intracraneal, el mal de descompresión, los desórdenes psicológicos y psiquiátricos, los desajustes del reloj biológico y su impacto en el sueño, la posible virulencia incrementada de los microbios patógenos, la exposición a la radiación y al polvo o los gases extraterrestres, los riesgos nutricionales e incluso los debidos a una inadecuada interacción hombre-máquina; y todo ello, con un limitado acceso a servicios médicos. El informe no menciona alguna complicación específica descubierta en los últimos años, como la pérdida de las uñas de las manos debida a los guantes presurizados.

Con todas estas amenazas, el informe valora si el nivel de riesgo es éticamente aceptable o no en distintas tipologías de misiones, ya sean a la Estación Espacial Internacional, a la Luna, a asteroides cercanos o a Marte. Como es de esperar, es este último destino el que recibe un mayor número de calificaciones de riesgo inaceptable, concretamente en nueve de las 32 amenazas. El peligro considerado inaceptable en más casos es el de defectos de la vista e hipertensión intracraneal, seguido del riesgo de cáncer por radiación, que es valorado como inaceptable para las misiones a asteroides cercanos y a Marte.

En realidad, el propósito del informe del IOM no busca tanto el enfoque clínico como el ético. El encargo de la NASA responde a la necesidad de confrontar las amenazas para los futuros viajeros espaciales con los estándares éticos que actualmente se manejan a la hora de exponer a una persona de forma consciente y deliberada (y financiada con fondos públicos) a riesgos contra su salud y su vida. Se supone que el fin último de todo esto es comprobar si algo chirría demasiado, tanto como para complicar las cosas en otros ámbitos diferentes del puramente médico, como por ejemplo el legal. A este respecto, el comité del IOM desaconseja bajar de forma global el listón de exigencias éticas de la NASA, sino más bien «hacer una excepción al estándar para poder ejecutar estas misiones hasta que se disponga de nuevas teconologías y estrategias de protección o se adquieran datos adicionales que permitan la revisión del estándar». Esto, en mi lenguaje, se llama sencillamente hacer trampa.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Sin embargo, es una trampa que personalmente aplaudo, porque supone el primer resquicio abierto por la rígida, conservadora y burocrática estructura de la primera potencia espacial de la Tierra a la contingencia que es inevitable aceptar si queremos volver a tener humanos ahí arriba, sea donde sea ahí arriba. Tomemos como ejemplo el tan denostado y ridiculizado proyecto de Mars One. No sabemos si esta organización holandesa llegará a tener a su alcance toda la tecnología necesaria para hacer lo que afirman que quieren hacer. Pero una gran parte de las críticas recibidas por la iniciativa, incluso desde dentro del mundo científico, han abdicado de juicios racionales como este para abrazar una especie de puritanismo moral exacerbado que condena el proyecto por la presunta frivolidad de enviar humanos a lo que, dicen, podría ser una muerte segura. Y esto ocurre predominantemente en países que en los últimos años no han dejado de enviar soldados a la muerte (más de 29.000 entre 1990 y 2011, en el caso de EE. UU.).

Es cierto que Mars One no tiene por qué someterse a los estándares éticos de la NASA, pero también que no está tan fuera del alcance de su larga mano como podría parecer. Ambas organizaciones podrían contar con proveedores tecnológicos comunes, pero sobre todo, los criterios adoptados por la agencia estadounidense como reglas válidas del juego orientarán la opinión de muchos a la hora de aplaudir o censurar, y esto a su vez repercutirá en las posibilidades del proyecto de financiarse con el apoyo del público y por tanto de adquirir o desarrollar la tecnología necesaria para convertirse en realidad. Así que, por mi parte, bienvenida sea la trampa si ayuda a que los humanos estemos de nuevo allí de donde nunca debimos marcharnos.

La ciencia es cultura por lo que tiene de inútil

Cuando hace unos años el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) comenzó a disparar protones, era frecuente escuchar en radio o ver en televisión cómo la noticia formaba parte de los contenidos informativos destacados, algo que la ciencia logra en raras ocasiones. En tales casos, el periodista no especializado en la materia (ni en la energía) solía contar con la interlocución de algún físico español del LHC para aclarar términos y conceptos, y quien invariablemente explicaba con más o menos maña divulgativa que el artefacto iba a permitirnos comprender mejor el nacimiento del universo.

Solía llegar entonces un lance de la entrevista en el que el periodista preguntaba: «¿Y esto para qué servirá?». Se evidenciaba así que «comprender mejor el nacimiento del universo» no era razón de suficiente peso, a juicio del periodista. Él o ella esperaba quizá que la tecnología del LHC facilitara algún avance indiscutiblemente útil, como un nuevo aparato médico para diagnosticar el cáncer o un microondas que enfríe para hacer bombones helados al instante. Y ahí tenías al pobre físico titubeando al buscar una puerta de salida con el argumento de que la antimateria se emplea con fines médicos en la tomografía de positrones y blablablá.

Esta misma situación se repite una y otra vez cuando se anuncian los ganadores de los premios Nobel de ciencia. Noticias y teletipos siempre parecen obligados a citar cuáles son o serán las aplicaciones prácticas de la investigación en cuestión, aunque a menudo muchas de ellas estén tan alejadas del trabajo científico premiado como el automóvil de la invención de la rueda. En cambio, llama la atención que el mismo criterio no se aplique a los ganadores del Nobel de, por ejemplo, Economía. Salvo en casos muy contados, se suele saldar la información mencionando que Fulano de Tal ha sido merecedor del galardón por sus «profundos estudios sobre la estructura del déficit público», o así, y no se considera necesario acompañar la noticia justificando que el trabajo del premiado ha aliviado los niveles de pobreza en un país, o evitado una guerra civil por los recursos en otro, o creado empleo en un tercero. (Nota: por si alguien lo está pensando, a Muhammad Yunus, el creador de los microcréditos, no se le concedió el Nobel de Economía, sino el de la Paz).

¿Por qué a la ciencia se le exige tanto utilitarismo? Cuando estaba en mi último año de tesis doctoral, me divertía escandalizar a algún becario novato asegurándole que la ciencia era un arte y que no servía, ni debía servir, absolutamente para nada, y demostrándole que los mayores avances, como la penicilina, la vacuna o la anestesia, nacieron gracias a afortunadas carambolas más que a la aplicación rigurosa del método de Popper.

La postura extrema era solo un juego mental por el gusto de discutir, y con clara inspiración wildeana («todo arte es completamente inútil«), pero se apoyaba en una cierta convicción personal. Si el argumento es que la ciencia recibe fondos públicos y por tanto debe devolver un rendimiento práctico a la sociedad, ¿por qué no aplicamos idéntico criterio a otras actividades culturales igualmente subvencionadas con los impuestos de los ciudadanos? Y podríamos hablar no solo de inversión directa, sino del coste de primar administraciones de Cultura al más alto nivel que históricamente casi parecen una exigencia estructural, mientras que sus equivalentes de Ciencia han aparecido y desaparecido como Guadianas sujetos a los bandazos políticos tan Typical Spanish.

Respondo a esta última cuestión: se supone que el rendimiento social de la cultura estriba en algo más que la creación o extensión del conocimiento. O si no, cabría preguntarse en qué contribuye a esto, por poner un ejemplo, Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar. Si existe una razón para subvencionar la cultura más allá de que no hacerlo es inaceptable, el producto que justifica tal inversión no puede ser exclusivamente utilitario. Ocho apellidos vascos hace reír. Una representación de Un tranvía llamado deseo conmueve. Una exposición de Cézanne acaricia la mirada. Etcétera.

En otras palabras: la cultura, o el arte, apelan a una experiencia humana que trasciende lo racional. La cultura, decía Cicerón, es el cultivo del alma. Y cuando esa experiencia resulta enriquecedora de un modo u otro es cuando no tenemos reparo en estamparle el sello de Cultura con «C» mayúscula. Mezclo deliberadamente los conceptos de cultura y arte; aunque las definiciones de estos términos sean muy dispares de acuerdo al diccionario, la imagen mental que nos formamos cuando hablamos de cultura es algo más parecido a lo que entendemos por arte, y habitualmente conceptuamos como cultura aquello que el criterio personal de cada cual considera arte.

Y aquí voy: si preguntamos a cualquiera si la ciencia es cultura, pocos opinarán que no es así. Y sin embargo, si ahondamos un poco descubriremos que en general se clasifica a la ciencia como cultura de otra clase, en otra definición, quizá más ortodoxa pero más alejada del concepto de gran cultura. En resumen, cultura con «c» minúscula. Por mi parte, sé que a todo aficionado a la ciencia, se dedique a ella o no, la perfección de un teorema, la elegancia de un abordaje experimental o un resultado sorprendente le suscitan algo más que una satisfacción racional. Nunca conocí a un científico que se levantara cada mañana con el ánimo de salvar a la humanidad, pero sí a muchos que se dedican a esto porque nada les produce mayor placer. La ciencia provoca una experiencia emocional, algo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir«. Y sin embargo, uno sigue escuchando y leyendo diatribas contra el gasto en exploración espacial, que otros aparentan convalidar por el hecho de que gracias a la NASA tenemos el velcro (lo cual es absolutamente falso).

¿Significa esto que la ciencia no debe sentar las bases para curarnos el cáncer, el alzhéimer o el párkinson, o proporcionarnos microondas que enfríen para hacer bombones helados al instante? Nunca diría tal cosa. Pero la ciencia no es cultura porque logre todo eso, sino porque nos explica de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, qué es todo lo que existe, cómo funciona, cómo ha llegado a existir y qué será de ello, y al hacer todo esto nos eriza el vello cuando nos clava la mirada desafiante y nos recita aquello de Roy Batty: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». La ciencia es muchas cosas. Pero si es cultura, no es como palanca para mover el mundo, sino como lágrimas en la lluvia.

Para ilustrar, aquí va un vídeo captado por la sonda de la NASA Solar Dynamics Observatory el pasado 2 de abril, que muestra el momento de la erupción de una llamarada solar. Disfruten de esta belleza.