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Noticia fresca: el heavy metal y el punk son buenos para nuestra salud emocional

Lo hemos visto y escuchado mil veces: en las películas de acción, el psicópata viaja en una destartalada furgoneta en la que suenan heavy metal o punk, mientras que los buenos escuchan pegadizos éxitos poperos. La música fuerte, el rock duro en todas sus variaciones, potencia nuestras ganas de pisar cabezas y atropellar ancianas, convirtiéndonos en potenciales delincuentes, si es que previamente aún no existía una ficha policial a nuestro nombre.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash 'London Calling'. Imagen de Epic Records.

Paul Simonon destroza su bajo contra el escenario en la portada del álbum de The Clash ‘London Calling’. Imagen de Epic Records.

Sin embargo, los que practicamos este culto casi desde nuestra tierna infancia sabemos que no es así; ni las letras provocadoras e incluso agresivas, ni los guitarrazos contundentes –ya sean rasgando las cuerdas o incluso en el sentido más literal, estrellándola contra la tarima del escenario– sacan de nosotros ningún ánimo socialmente nocivo; como me contaba Milo Aukerman, vocalista de Descendents, con ocasión de un reportaje sobre ciencia y punk, lo que provoca la música visceral es “euforia pura”, una capacidad de “inspirar y excitar”.

Ahora, un nuevo estudio viene a darnos la razón. Dos investigadoras australianas han descrito que tanto el punk como el heavy metal u otros estilos de lo que llaman “música extrema”, como el hardcore, emo, death metal o screamo, “resultan en un aumento de las emociones positivas” y ofrecen “una manera saludable de procesar la furia” para quienes disfrutamos de ellos, según escriben en su estudio, publicado en la revista Frontiers in Human Neuroscience.

Leah Sharman y Genevieve Dingle, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland, en Brisbane, reclutaron a 39 voluntarios aficionados a estilos de “música extrema” de entre 18 y 34 años. En primer lugar, les pidieron que durante 16 minutos rememorasen experiencias personales desagradables que les causaran furia o estrés. Después de este período de estimulación, debían escuchar música elegida por ellos durante diez minutos, o bien permanecer en silencio durante el mismo período. Las investigadoras monitorizaron el ritmo cardíaco de los participantes y al final del experimento los sometieron a un test estandarizado de emociones positivas y negativas.

Las psicólogas comprobaron que la música amansa a la fiera que llevamos dentro. El recuerdo de las experiencias dolorosas elevaba el ritmo cardíaco, que se mantenía alto mientras los participantes escuchaban música que expresaba su estado de ánimo. “La mitad de las canciones elegidas contenían temas de furia o agresión, mientras que el resto contenían temas como, aunque no limitados a, aislamiento y tristeza”, cuenta Sharman en una nota de prensa. Pero el estado final después del proceso era de calma y sentimientos constructivos: “la música regulaba la tristeza y potenciaba las emociones positivas”, dice la psicóloga. “Los participantes manifestaron que utilizan la música para potenciar su felicidad, sumergirse en sentimientos de amor y fomentar su bienestar”. Así, la música ejerce una función “autorreguladora” más beneficiosa que el silencio.

Lo más destacable del estudio es tal vez que las investigadoras encuentren ese factor de inspiración del que hablaba Aukerman. “El cambio más significativo registrado fue el nivel de inspiración que sentían”, señala Sharman. Con todo, las dos psicólogas son conscientes de que su abordaje experimental es limitado y que no examina en detalle los elementos y motivaciones individuales, como tampoco puede generalizarse a un contexto social real.

Pero sus resultados tampoco son triviales: las investigadoras citan una buena lista de estudios anteriores que han tratado de demostrar una traslación directa de estas formas de música en comportamientos hostiles y violentos, delincuencia, abuso de sustancias, conductas suicidas o violencia contra las mujeres. Incluso la Academia de Psiquiatría de la Infancia y Adolescencia de EE. UU. advierte a los padres para que “ayuden a sus adolescentes prestando atención a los patrones de lo que compran, descargan, escuchan o visualizan, para ayudarles a identificar la música que puede ser destructiva”.

Los tópicos pueden ser erróneos, pero hay que demostrarlo, y el estudio de Sharman y Dingle ofrece un buen cambio de rumbo. Por mi parte, solo puedo añadir que a los fans de algunas de esas formas de “música extrema” lo que verdaderamente podría desatarnos comportamientos violentamente hostiles sería que nos obligaran a escuchar a Beyoncé o a Dani Martín.

Aprovechando la circunstancia, les dejo aquí un vídeo grabado por un servidor (la calidad es la correspondiente a un teléfono móvil de lo más básico) la semana pasada durante el concierto de Kiss en el Palacio de los Deportes de Madrid. Que, por cierto, congregó a una amplísima muestra social, incluyendo a muchos niños con sus caras convenientemente pintadas a lo Gene Simmons o Paul Stanley. Disfruten de Love Gun. Paz, hermanos.

La Viagra aumenta el riesgo de melanoma y no aumenta el riesgo de melanoma

¿Le gustaría publicar un estudio científico? ¿Sueña con adornar su nombre con una credencial académica que exhibir en reuniones sociales ante amigos y familiares? ¡No hay problema! Usted puede hacer su propio estudio epidemiológico. Tome nota: reúna a un puñado largo de personas. Si no tiene suficientes amigos en Facebook, puede anunciar una convocatoria por internet, ofreciendo, si acaso, una pequeña compensación económica a los participantes.

A continuación, hágalos rellenar un cuestionario completo sobre sus datos demográficos, costumbres, hábitos de vida, alimentación, enfermedades, etcétera. Todo lo que se le ocurra; ningún dato sobra. Después, búsquese un programa de análisis estadístico, introduzca todos los datos y espere a que el ordenador comience a escupir correlaciones. ¡Y ya tiene su resultado! Conducir con el codo en la ventanilla acelera el crecimiento de las uñas, tomar el metro en Argüelles causa ojo vago, o comer nachos con queso eleva el riesgo de sufrir de pies planos. Lo único que debe comprobar es que el valor p sea menor de 0,05, idealmente menor de 0,01. ¿Cómo? ¿Que no sabe qué es el valor p? ¡No se preocupe! ¿Y quién demonios lo sabe?

En ocasiones anteriores he comentado aquí con la debida seriedad el serio problema de muchos estudios epidemiológicos que se están publicando a diario en la literatura científica, y que tratan de presentar casualidades como causalidades amparándose en una muletilla que casi invita a santiguarse: que los resultados son “estadísticamente significativos” (eso es lo que significa la p). Y aunque generalmente los estudios científicos deben limitar el alcance de sus afirmaciones con el fin de respetar las formas, para convertir las conclusiones en titulares jugosos ya están las notas de prensa de las instituciones a las que pertenecen los autores, o incluso de las propias revistas.

Viagra. Imagen de SElefant / Wikipedia.

Viagra. Imagen de SElefant / Wikipedia.

Pero en este caso no cabe otro tono que el de la parodia, si se trata de contar lo que esta semana ha hecho una de las revistas médicas más reputadas del mundo, The Journal of the American Medical Association, alias JAMA. Empecemos por los antecedentes. En junio de 2014, un equipo de la Universidad de Harvard publicó un estudio que concluía: «El uso de sildenafilo [Viagra] puede estar asociado con un aumento en el riesgo de desarrollar melanoma». Este sí es un buen titular; tanto que resonó en medios de todo el mundo.

Los autores de aquel estudio reunieron una muestra de 25.848 hombres, perteneciente a una población más amplia de profesionales de la salud que durante varias décadas han completado cuestionarios como los que mencionaba al principio. De todos estos, 24.470 no tomaron Viagra recientemente, y 1.378 sí. De la muestra general, 142 desarrollaron melanoma. De estos, 128 no habían tomado el fármaco, y 14 sí. Es decir, que de los 25.848, en 14 coincidían las circunstancias de melanoma y Viagra. Tal vez la cifra parezca ridícula. Y de hecho, lo es. Pero cuando la trituradora de datos compara 14 con 1.378, 128 con 24.470, y hace los ajustes necesarios, el resultado es que el consumo de Viagra aumenta en un 84% el riesgo de padecer melanoma. Los investigadores concluían: «Los hombres que utilizaron sildenafilo para la disfunción eréctil tenían un riesgo elevado de melanoma estadísticamente significativo» (amén). La cursiva es mía.

Hay que reconocerles a los autores que hicieron el esfuerzo de fundamentar la correlación en un mecanismo bioquímico. La Viagra inhibe una enzima de las células llamada fosfodiesterasa 5A (PDE5A), y previamente se había demostrado que esta inhibición aumenta la agresividad de ciertas células de melanoma con determinadas mutaciones malignas. Aun así, una cosa es potenciar la capacidad invasiva de las células malignas, y otra muy diferente convertir células sanas en malignas. El hecho de que la Viagra pueda empeorar el comportamiento de un melanoma es muy diferente de la posibilidad de que lo cause.

Con todo esto, llega ahora un nuevo estudio que ha tratado de confirmar o desmentir la relación entre Viagra y melanoma. Los investigadores, de la Universidad de Nueva York, la de Umeå (Suecia) y otras instituciones, han triturado varias bases de datos médicos y demográficos de más de 20.000 residentes suecos, extrayendo 4.065 casos de melanoma diagnosticados entre 2006 y 2012. De este último grupo, un total de 435 (un 11%) habían recibido recetas de inhibidores de PDE5, ya fuera sildenafilo (Viagra), vardenafilo (Levitra) o tadalafilo (Cialis), frente a 1.713 con historial de prescripción de estos medicamentos entre los 20.325 no enfermos (un 8%).

Es decir, que hay un porcentaje ligeramente mayor de presunto consumo de estos fármacos (presunto porque únicamente se consideraron las prescripciones) entre los enfermos de melanoma que entre los sanos. El análisis estadístico arroja un aumento de riesgo del 21%. La conclusión de los investigadores comienza así: «En una cohorte sueca de hombres, el uso de inhibidores de PDE5 se asocia con un aumento del riesgo de melanoma maligno, modesto pero estadísticamente significativo» (amén). Y la cursiva también es mía.

A primera vista ya se comprende que el aumento es, en efecto, más que modesto, sobre todo teniendo en cuenta que solo el margen de error ya estaría en torno a un 1%. Pero lo que definitivamente anula por completo cualquier validez de la conclusión es que según los datos, y agárrense, el mayor aumento de riesgo lo sufren quienes tomaron el fármaco solo una vez, un 32%, frente a quienes lo consumieron entre dos y cinco veces (14%) o en más de seis ocasiones (17%). Poca Viagra, riesgo. Más Viagra, menor riesgo. Así que ya saben: si lo prueban, mejor atibórrense (es broma).

En biología experimental, la observación de un efecto que aparece con un estímulo y disminuye al aumentar la dosis se tiraría directamente a la basura para regresar a la pizarra; o algo se está haciendo tremendamente mal, o se trata simplemente de un curioso artefacto del experimento. Un resultado negativo también puede ser publicable, aunque luzca menos; pero el estudio de JAMA no es ni positivo ni negativo. Ninguna revista publicaría jamás semejantes resultados; salvo, claro está, las que aceptaron el estudio inventado por el periodista John Bohannon del que hablé aquí recientemente. Precisamente los datos fabricados por Bohannon como ejemplo de pésima ciencia mostraban también un efecto prácticamente inverso a la dosis.

Y ¿qué dicen los investigadores de esto? No se puede negar su honestidad: «El patrón de asociación (la falta de asociación con múltiples prescripciones) suscita preguntas sobre si esta asociación es casual». Pero resulta asombroso lo que añaden en otro párrafo del estudio: «Los hombres que toman inhibidores de PDE5 tienen un mayor nivel educativo e ingresos anuales, factores que también se asocian significativamente con el riesgo de melanoma».

Para dejar más claro de qué demonios están hablando, el codirector del estudio, Pär Stattin, explica en una nota de prensa difundida por la Universidad de Umeå: «Nuestros resultados hablan en contra de que los fármacos para la impotencia aumenten el riesgo de melanoma. Los datos más bien sugieren que los hombres que usan Viagra, Cialis y Levitra tienden a tomar más el sol, son más conscientes de su salud y buscan atención médica más a menudo para los lunares de la piel; lo que lleva a un mayor riesgo de diagnóstico de melanoma».

Esperen, que ahí no acaba la cosa. Por si fuera poco, la codirectora del estudio Stacy Loeb, de la Universidad de Nueva York, insiste en otra nota de prensa de su institución: «Lo que muestran los resultados de nuestro estudio es que los grupos de hombres con más probabilidad de desarrollar melanoma maligno son aquellos con mayor educación y más ingresos disponibles, hombres que probablemente pueden costearse más vacaciones al sol y que también tienen los medios para comprar medicamentos contra la disfuncion eréctil, que son muy caros».

¿Cómo?

¿Son los mismos investigadores quienes publican un estudio en el que defienden un aumento del riesgo de melanoma asociado a la Viagra, y que luego de viva voz niegan su propia conclusión para decir en cambio que la causa no es el fármaco, sino que quienes lo consumen son ricos y por tanto toman más el sol? Y por otra parte, ¿dónde están los datos que lo demuestran? Si llegaron a esta conclusión, ¿por qué no tiraron el estudio a la basura y comenzaron de nuevo estudiando el efecto del sol? Ah, claro, que la implicación de la luz solar en los melanomas ya está sobradamente demostrada.

Al menos, ambas notas de prensa, la de Umeå y la de Nueva York, titulan sin engaños que los fármacos contra la impotencia NO aumentan el riesgo de melanoma; sin engaños, aunque con una afirmación contraria a la conclusión escrita en el estudio. Pero aún más descacharrante es la intervención en esta historia de la prestigiosa revista que no solo acepta un estudio que debería haber ido a la basura, sino que además se permite rematarlo con su propia nota de prensa titulada: «Un fármaco utilizado en la medicación contra la disfunción eréctil se asocia con un pequeño aumento del riesgo de melanoma maligno».

¿Es o no es para morirse de risa (si no fuera, claro, por el hecho de que el melanoma es una terrible enfermedad mortal)?

NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.

¿Cómo ‘ven’ los animales el campo magnético terrestre?

Con todo lo listos y complejos que somos los humanos, solemos andar algo perdidos cuando se trata de capacidades que escapan a la experiencia de nuestra especie, pero que para otros organismos más simples son pan comido. Dado que aún no podemos comunicarnos con otras especies (pero no lo descarten), no pueden contárnoslo, y así nos resulta difícil describir, y no digamos comprender, cómo las feromonas guían a un macho hasta una hembra en celo, cómo las plantas se advierten unas a otras de un peligro, o cómo los animales con camuflaje activo adaptan los colores, los patrones y las texturas de su cuerpo para parecerse a lo que tienen alrededor.

Imagen digital del documental 'Winged Migration' (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Imagen digital del documental ‘Winged Migration’ (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Algunas de estas capacidades no humanas las estamos descubriendo poco a poco, a veces casi por casualidad, o al menos gracias a que en ocasiones nos damos cuenta de su existencia a través de observaciones anecdóticas. Un ejemplo es el magnetismo. Todo niño humano aprende rápidamente que un campo magnético es invisible; no hay nada que podamos ver y que sea responsable de que esa pequeña figurita del Big Ben se quede pegada a la puerta de la nevera sin caerse. Pero si alguna vez sus hijos le preguntan por qué, no tema: en este caso podrá responderles con tranquilidad que ni siquiera los científicos lo saben.

Bien, esto no es del todo cierto. El magnetismo es algo perfectamente descrito y conocido. Pero en todo aquello que llamamos «acción a distancia», sin que medie ninguna interacción física, ya podemos parir ecuaciones para explicarlo y predecirlo, pero nunca llegaremos a interiorizar cómo se produce. Sucede también con la gravedad o con un fenómeno físico llamado entrelazamiento cuántico, por el cual dos partículas separadas pueden estar sincronizadas en sus propiedades de modo que una cambia en función de lo que le suceda a la otra, sin que sepamos cómo lo logran. Incluso Einstein lo puso en duda llamándolo «spooky action at a distance«, con un adjetivo que viene a significar algo raro y asombroso que asusta un poco. Pero el hecho es que ocurre.

En el caso del magnetismo, nuestra sensación como humanos podría ser esa que uno tiene cuando todos los demás hablan de una fiesta a la que no nos han invitado, porque el progreso de la investigación nos está revelando cada vez más casos de animales que son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, eso que para nosotros es completamente invisible y para lo cual tuvimos que inventar la brújula. Desde hace tiempo sabemos que el magnetismo terrestre guía las largas migraciones de las aves o las mariposas, pero a lo largo de los años se ha descrito la orientación magnética en animales tan dispares como abejas, termitas, ratones, bacterias, ratas topo, langostas, peces, tortugas marinas, lobos y murciélagos. Es decir, casi todos, ¿menos nosotros?

Es más: hace unos años se suscitó un interesante debate científico a raíz de un estudio según el cual las vacas y los ciervos preferían alinearse con el campo magnético terrestre norte-sur, algo que no sucedía donde había fuertes interferencias electromagnéticas locales, como líneas de alta tensión. El debate surgió cuando otros estudios no lograron reproducir estos resultados. Pero es que en 2013, un grupo de investigadores checos y alemanes describió que los perros tienden a orinar y defecar según las líneas magnéticas norte-sur. Según el estudio publicado en la revista Frontiers in Zoology, «los perros prefieren excretar con el cuerpo alineado a lo largo del eje norte-sur en condiciones de campo magnético calmado. Este comportamiento direccional se anula con campo magnético inestable». Los científicos añadían que esto explicaba el porqué de tanta vuelta antes de ponerse a ello. Y desde aquí pido a los propietarios de perros una contribución a la ciencia ciudadana: que saquen a pasear a sus animales brújula en mano y que informen de sus observaciones.

Pero entremos en materia: ¿cómo lo hacen todos ellos? El año pasado expliqué aquí una hipótesis según la cual las aves literalmente podrían ver el campo magnético en forma de líneas azules en el aire, gracias a un efecto cuántico en moléculas de su retina sensibles a la luz de este color. En 2012, dos investigadores de EE. UU. descubrieron neuronas en el cerebro de las palomas que registran la dirección y la fuerza del campo magnético. Estas neuronas serían las responsables de recoger la información detectada por algún órgano sensor del magnetismo, y de entregarla a su vez a alguna estructura cerebral encargada de construir un mapa. En cuanto a lo primero, tenemos la hipótesis de la retina, pero también hay indicios de que el oído interno podría tener algo que decir. Y en cuanto a lo segundo, algunos científicos proponen que podría tratarse del hipocampo, la región cerebral donde se ha ubicado la memoria de localización.

Ilustración de la 'antena magnética' descubierta en el gusano 'C. elegans'. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ilustración de la ‘antena magnética’ descubierta en el gusano ‘C. elegans’. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ahora, lo nuevo: esta semana, un equipo de investigadores de la Universidad de Texas en Austin y la Universidad Estatal de Illinois (EE. UU.) ha publicado un estudio en la revista eLife que descubre la existencia de una especie de antena magnética en un minúsculo gusano nematodo del suelo llamado Caenorhabditis elegans, un animal muy utilizado como modelo de laboratorio. Los científicos observaron algo enormemente curioso: mientras que los gusanos nacidos en Texas excavan hacia abajo en vertical en busca de alimento, los procedentes de otros lugares del planeta, como Inglaterra, Hawái o Australia, lo hacen en un ángulo respecto al campo magnético que corresponde precisamente a lo que sería hacia abajo si estuvieran en sus países de origen. En concreto, los gusanos australianos emigran hacia arriba.

Sorprendidos por este peculiar fenómeno, los investigadores situaron a los gusanos en un campo magnético artificial orientable a voluntad, comprobando entonces que cambiaban la dirección de su movimiento en consonancia. Y descubrieron además que todo esto no sucede en gusanos que llevan alteradas unas neuronas especializadas llamadas AFD, que los C. elegans emplean para detectar la temperatura y los niveles de dióxido de carbono. Así, los científicos han podido comprobar que estas neuronas se activan en respuesta al campo magnético. Según el codirector del estudio, Jonathan Pierce-Shimomura, esto supone el descubrimiento de la primera neurona magnetosensible, y eso que hasta ahora ni siquiera se sabía que los C. elegans fueran capaces de orientarse por el campo magnético. «Hay posibilidades de que otros animales más monos [sic: cuter], como mariposas y aves, empleen las mismas moléculas», ha dicho el investigador.

Así, ya conocemos algo más de cómo algunos animales ven, o sienten, el campo magnético. Y una vez más, ¿los humanos no hemos sido invitados a esta fiesta? No lo den por hecho: en 2011, un intrigante estudio publicado en Nature reveló que una proteína de la retina humana es capaz de guiar la orientación magnética de las moscas cuando se les elimina la suya y se reemplaza por la nuestra. Y esta molécula, llamada criptocromo, es precisamente la versión humana de la que he mencionado más arriba para los pájaros. Es evidente que nosotros no vemos líneas azules en el aire (yo, al menos); pero algunos experimentos controvertidos sugieren que incluso los humanos tenemos una cierta sensibilidad al campo magnético terrestre. En 2014 la investigadora Sabine Begall, de la Universidad de Duisburgo-Essen (Alemania), coautora de los estudios que descubrieron la supuesta capacidad de orientación magnética en vacas y perros, decía lo siguiente en un podcast para NPR News:

Después de publicar nuestro primer estudio sobre el ganado –en 2008– recibimos un montón de llamadas de gente de todo el mundo. Y decían, oye, yo también puedo detectar el campo magnético. Y al principio yo pensaba, bah, no puedo creérmelo. Pero sabes, entre ellos había hasta un ganador del premio Nobel. Y entonces dije, ¿eh?, tal vez hay algo en la historia de que las personas pueden detectar el campo magnético.

Por si fuera poco, desde el año 2000 sabemos también que los taxistas londinenses con un mejor conocimiento del mapa de su ciudad tienen agrandado el hipocampo (otro estudio lo confirmó en 2011), esa región del cerebro en la que almacenamos los mapas mentales y en la que, algunos creen, podría integrarse la orientación magnética de las aves. Y al fin y al cabo, todos los invitados a la fiesta, desde el gusano C. elegans hasta los perros, comparten algún ancestro común que es también nuestro. ¿Acaso los humanos hemos olvidado esta capacidad?

El coronavirus MERS, un nuevo aviso que nos encuentra sin los deberes hechos

Cuando nos sentamos frente a la pantalla para presenciar el apocalipsis zombi, o la enésima invasión alienígena, podemos disfrutarlo sabiendo que nunca ocurrirá. Lo primero es imposible; lo segundo solo improbable, pero inmanejable por imprevisible. En cambio, cuando la amenaza toma la forma de la magnífica película de Steven Soderbergh Contagio, que anoche pude ver en La Sexta, los vellos del brazo se yerguen con buena causa: son muchos los epidemiólogos, virólogos y otros especialistas a los que durante años se les ha secado la boca a fuerza de repetir que en en este caso la pregunta no es si sucederá, sino cuándo.

Jude Law como el 'conspiranoico' conspirador en la película 'Contagio'. Imagen de Warner Bros.

Jude Law como el ‘conspiranoico’ conspirador en la película ‘Contagio’. Imagen de Warner Bros.

La película es admirable por el retrato realista que dibuja de una figurada pandemia letal, de sus respuestas, consecuencias y vicisitudes: el virus de la meningoencefalitis MEV-1 es enormemente plausible; los científicos hablan y actúan como científicos, con sus virtudes y debilidades; incluso los gráficos de los modelos estructurales de las proteínas del virus son realistas, algo que otros directores suelen sacrificar a cambio de absurdas imágenes que resulten más atractivas y comprensibles para el público.

Es especialmente loable que Soderbergh y el guionista, Scott Burns, no se hayan dejado seducir por el tópico facilón que habría vendido más entradas en taquilla: asignar los papeles de supervillanos a los políticos, ansiosos por conservar el sillón a costa de pisar las cabezas de sus representados, y a los directivos de las farmacéuticas, riendo en sus jacuzzis mientras hacen caja a costa del dolor ajeno. En su lugar, la película retrata muy acertadamente la realidad al mostrar que finalmente la única conspiración es la orquestada por el propio conspiranoico, el periodista interpretado por Jude Law, que se enriquece vendiendo su ética profesional a la gran industria homeopática. De todos los personajes principales, él es el único cuyas cuentas salen en rojo. Gracias, Steven y Scott.

El afán de la película por la crónica veraz queda remachado en la última secuencia, cuando una serie de planos breves explican el recorrido del virus desde su reservorio original, el murciélago. Un bulldozer de la compañía para la que trabaja el personaje de Gwyneth Paltrow derriba una palmera en la que anidan los murciélagos, que escapan del árbol. Uno de ellos arranca un trozo de una banana y lo deja caer sobre una granja de cerdos, donde un animal se lo come. El cerdo es después sacrificado y transportado al restaurante de un casino, cuyo cocinero se dispone a prepararlo cuando interrumpe su trabajo para saludar a Gwyneth Paltrow, que se convierte así en la paciente cero.

El recorrido infectivo del virus desde su reservorio animal a los humanos explica el hallazgo previo de los científicos de que el MEV-1 posee secuencias genéticas virales de murciélago y cerdo. Un caso parecido lo tenemos en el último virus que ha captado la atención de los medios, el MERS-CoV, coronavirus causante del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio. Esta semana se ha informado de la muerte de un ciudadano alemán que había pasado sus vacaciones en los Emiratos Árabes. La primera víctima europea del virus ha intensificado la alarma ante esta nueva amenaza, identificada por primera vez en Arabia Saudí en 2012.

El coronavirus MERS en una imagen de microscopía electrónica. Imagen de NIAID.

El coronavirus MERS en una imagen de microscopía electrónica. Imagen de NIAID.

El MERS-CoV se conoce también como gripe del camello (o más propiamente, del dromedario), ya que estos animales son posiblemente la fuente original de su transmisión a los humanos. Un estudio publicado en 2013 en The Lancet Infectious Diseases descubrió que los 50 dromedarios analizados en Omán tenían anticuerpos contra el virus, también presentes en 15 de los 105 animales estudiados en las islas Canarias. Curiosamente, los dromedarios canarios poseían mayores concentraciones en sangre de anticuerpos neutralizantes. Posteriormente se han encontrado signos del virus en el suero y la leche de camellos en otros países de África y Oriente Medio, apoyando la hipótesis de que estos animales han actuado como vectores de contagio a los humanos.

Sin embargo, tanto el MERS-CoV como su primo, el SARS-CoV, causante del Síndrome Respiratorio Agudo Grave que motivó una alerta mundial en 2003, son probablemente originarios de los murciélagos. De hecho, el virus es parecido a otro que circula entre los murciélagos en algunos países europeos, entre ellos España. Un nuevo estudio, aún sin publicar, describe que el virus ha experimentado frecuentes recombinaciones, es decir, intercambio de material genético entre distintas variantes que coinfectan el mismo huésped. Los investigadores, de la Universidad de Edimburgo (Reino Unido) y los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU., sugieren que estas coinfecciones probablemente se han producido en animales, ya que este fenómeno requiere una infección asintomática o al menos leve, algo que sucede en los camellos pero no en los humanos. «Así, proponemos que el MERS-CoV sobre todo infecta a, y se recombina en, los camellos», concluyen.

En cuanto a su transmisión en humanos, apuntan: «Hasta la fecha es difícil esclarecer si las infecciones humanas con MERS-CoV son el resultado de una transmisión asintomática sustancial entre humanos, o si se deben a repetidas zoonosis [salto de animales a humanos] del virus desde los camellos a los humanos, o bien a una combinación de ellos». Los científicos creen poco probable que el MERS-CoV llegue a los niveles de transmisión de nuestros patógenos más comunes o incluso del SARS-CoV, pero subrayan que se trata de un virus muy dinámico, lo que no descarta una posible adaptación a los humanos. En resumen, y por el momento, podemos confiar en que el MERS-CoV es menos contagioso que el SARS-CoV; pero a cambio, es más letal, con un 38% de mortalidad frente a un 10%, según la Organización Mundial de la Salud.

De momento, el virus solo es un problema en Corea del Sur, donde el brote surgido en mayo ha infectado ya a más de 150 personas, con 19 muertes. Pero después de la crisis del ébola, el caso del MERS-CoV debería servir de nueva advertencia; contra esto sí se puede actuar de manera preventiva. Ya expliqué aquí que las nuevas vacunas y terapias en curso contra el ébola no son el resultado de la reacción al brote que aún persiste en África, sino que son el producto del esfuerzo continuado que algunos países –sobre todo Canadá– mantuvieron cuando este virus aún no era una preocupación en los países desarrollados.

En el caso del MERS-CoV, tenemos la suerte que su detección inicial en 2012 suscitó las primeras investigaciones de cara a la obtención de una posible vacuna, y que parte del trabajo ha podido basarse en lo ya avanzado antes con el SARS-CoV. Gracias a esto, actualmente hay ya varias posibles vacunas candidatas, desarrolladas por pequeñas compañías como Greffex , Inovio y Novavax. Y gracias a que el CSIC posee uno de los mejores grupos de investigación en coronavirus del mundo, tendremos una vacuna basada en virus atenuado creada en el laboratorio de Luis Enjuanes, del Centro Nacional de Biotecnología.

Pero incluso con toda esta anticipación, aún queda un largo camino por delante hasta que la inmunización contra el MERS-CoV llegue a los hospitales, y ya son muchos los expertos que advierten de que, en materia de nuevas enfermedades infecciosas, es prioritario que los esfuerzos, la financiación y los protocolos clínicos se adecúen en tiempo y forma a lo que aún no ha llegado, pero sin duda llegará.

La última de las voces advirtiendo sobre el hielo delgado que pisamos ha sido la de Bill Gates. En la cuarta cumbre anual sobre filantropía celebrada este mes por la revista Forbes, el cofundador de Microsoft participó en un coloquio sobre las lecciones aprendidas de la crisis del ébola. En opinión de Gates, la próxima epidemia de este virus no nos sorprenderá sin preparación, pero no podemos decir lo mismo de futuras pandemias causadas por otros patógenos de más fácil contagio. Y advertía: «Lo que con más probabilidad puede matar a diez millones de personas en los próximos 30 años es una epidemia». «La filantropía no es lo suficientemente grande para ocuparse de todo el problema. El gobierno debe asumir el papel dominante», demandaba Gates. Y lo cierto es que ya son demasiados avisos como para seguir ignorándolos.

Ni el chocolate adelgaza, ni mirar tetas alarga la vida: mala ciencia y mal periodismo

Desde hace tiempo, infinidad de medios han publicado la noticia de un presunto estudio según el cual la contemplación diaria de los pechos femeninos alargaría la vida de los hombres (he dicho la vida) en unos cinco años. El supuesto trabajo venía firmado por la doctora Karen Weatherby de Fráncfort y fue publicado en The New England Journal of Medicine, una de las revistas médicas más poderosas del mundo.

¿El secreto de una vida larga y sana? Imagen de PhotoPin / CC.

¿El secreto de una vida larga y sana? Imagen de PhotoPin / CC.

Naturalmente, ni la doctora Weatherby ni su estudio existieron jamás; se trata solo de una broma que comenzó a circular por internet hace más de una década y cuyo origen se remonta a ese entrañable tabloide de supermercado de EE. UU., el Weekly World News, que publicó la misma noticia sucesivamente en 1997 y en 2000 –de hecho, casi la misma página completa, con el faldón sobre el iraní condenado a latigazos por poseer visión de rayos X–.

Pero por increíble que parezca, la noticia no solo se coló en numerosos medios respetables de todo el mundo, sino que a pesar de haber transcurrido 15 años desde que se aireó por primera vez y de haberse reiterado una y otra vez su falsedad, aún resurge periódicamente, y todavía sigue publicada en las webs de algunos medios. Con solo una búsqueda ligera, he comprobado que El Diario Vasco, del grupo Vocento, mantiene la noticia en su web desde 2007, lo mismo que el suplemento Campus del diario El Mundo desde 2008. El asturiano El Comercio (Vocento) la publicó en julio de 2014, y el Ideal de Granada (también Vocento) en ¡enero de 2015! Tal vez lo mejor, el titular en el Times of India, nada menos que en febrero de este mismo año: ¡Contemplar domingas (boobs) para vivir más! A fecha de hoy, la falsa investigación de la falsa Weatherby permanece mencionada sin rectificación en artículos de distintos medios, como la revista Quo, la web de Antena 3 y, ay, en una lista de esta casa.

Pero lo más pasmoso es que ¡en marzo de 2015! los diarios Hoy de Extremadura y El Norte de Castilla –¿adivinan de qué grupo?– han vuelto a publicar la noticia con la siguiente (e inaudita) aclaración: «Este diario no ha podido contrastar ni la veracidad de este hecho ni la existencia de la doctora Karen Weatherby». ¿En serio? Basta una búsqueda instantánea en Google para comprobar al instante lo que Hoy y El Norte de Castilla no han podido contrastar. Pero no se trata de cargar las tintas contra Vocento; el día en que el archivo de internet habilite una búsqueda por texto, podremos comprobar quién más publicó la noticia en su día sin la menor contrastación; simplemente, Vocento ha sido más lento que otros en reaccionar. Hace solo unos meses pude escuchar una mención a la noticia dándola por auténtica en la cadena de radio Onda Cero.

El episodio serviría como punto de partida para pontificar contra el nivel del periodismo científico en ciertos medios españoles, muchos de los cuales aplicaron sus recortes comenzando por hincar la tijera a sus secciones de ciencia para pasar a nutrirse exclusivamente de teletipos de agencias y de rumores rebotados y manejados por sufridos becarios a quienes les cae en suerte la tarea de enfrentarse a una materia compleja sobre la que no han recibido ninguna formación.

Pero lo cierto es que no se trata solo de un problema nuestro. Ayer conté el montaje de John Bohannon, biólogo y periodista de Science, destinado a destapar el negocio de las falsas revistas de ciencia. Más recientemente, Bohannon ha protagonizado otro escándalo al demostrar cómo un titular llamativo referente a un estudio sin verdadero soporte científico puede abrirse hueco en medios de todo el mundo, especialmente en lo que el propio periodista denomina «complejo investigación-medios sobre dietas».

En esta ocasión la idea no partió del propio Bohannon, sino de los reporteros de televisión alemanes Peter Onneken y Diana Löbl. Los dos periodistas acariciaban el proyecto de realizar un documental sobre la seudociencia en la industria dietética y llamaron a Bohannon para que les ayudara a llevarlo a cabo, a raíz del trabajo del estadounidense relativo a las revistas depredadoras. El grupo reclutó después a un médico, Gunter Frank, que había escrito un libro sobre el tema y que sugirió la idea del chocolate; según Frank, es «un favorito de los fanáticos de los alimentos integrales». «El chocolate amargo sabe mal, así que debe de ser bueno para ti. Es como una religión», dijo Frank, según publicó Bohannon en el artículo en el que explicaba todo el montaje.

Contando además con la ayuda del analista financiero Alex Droste-Haars para manejar los datos estadísticos, el grupo reclutó a (solo) 15 voluntarios y se dispuso a conducir un ensayo clínico real: un tercio de los participantes mantuvo durante tres semanas una dieta baja en carbohidratos, otro siguió el mismo patrón añadiendo una barra de chocolate de 42 gramos al día, y finalmente el tercero actuó como grupo de control sin cambios en su alimentación. Los sujetos fueron monitorizados en 18 parámetros, incluyendo nivel de colesterol, de sodio, peso, proteínas en sangre, calidad de sueño y bienestar general.

Y después de recopilar, tratar y analizar los datos, ahí estaba: los dos grupos con tratamiento habían perdido algo más de dos kilos a lo largo del estudio, con un adelgazamiento un 10% más rápido en los que tomaron chocolate, quienes además mostraban mejores niveles de colesterol y de bienestar. Todo ello, con diferencias «estadísticamente significativas», siguiendo el típico mantra de los estudios al uso.

Pero si algún mantra se repite aquí, en este blog, es que «correlación no significa causalidad». He explicado ya varias veces que, si uno trata de correlacionar dos conjuntos de datos sin ninguna relación entre ellos, se puede demostrar que las ancianas británicas tienen la culpa del crecimiento del autismo, o que los huracanes con nombre de mujer son más letales, o que las películas de Nicolas Cage son causantes de los ahogamientos en piscinas en EE. UU., o que los sagitario sufren más fracturas de húmero. Como aclara Bohannon, «si mides un gran número de cosas en un pequeño número de personas, casi tienes la garantía de conseguir un resultado estadísticamente significativo». Con un sencillo cálculo, el autor ilustra que el estudio tenía un 60% de posibilidades de obtener algún resultado «significativo», es decir, con un valor p menor de 0,05, un estándar muy utilizado en los ensayos epidemiológicos.

Desde hace años se viene reflexionando sobre la errónea interpretación del valor p. En 2005, un famoso trabajo hizo notar la falta de fundamento de numerosas conclusiones por una mal entendida aplicación de los conceptos estadísticos: el valor p realmente no demuestra la probabilidad de que la correlación entre dos conjuntos de datos sea aleatoria, sino la probabilidad de que la hipótesis nula, la que refuta lo que queremos demostrar, sea cierta.

Hay una gran diferencia: en el segundo caso, no se demuestra que la hipótesis alternativa sea correcta; para ello sería necesario conocer la probabilidad de que realmente exista un efecto, y esto depende de otros conceptos como la plausibilidad biológica, algo tan etéreo a veces que no puede justificarse sino sobre la base de un mecanismo experimentalmente demostrable. Algunos estadísticos han tratado de establecer una regla de uso general, estimando que con un valor p < 0,01, el riesgo de falsa alarma aún es como mínimo del 11% en el mejor de los casos, subiendo al menos al 29% con una p < 0,05. ¿Alguien jugaría a la ruleta rusa sabiendo que en el cargador de diez disparos hay como mínimo 1,1 balas, tal vez más?

Pero volviendo a la historia, Bohannon y sus colaboradores rápidamente escribieron su estudio, titulado Chocolate with high cocoa content as a weight-loss accelerator (Chocolate con alto contenido en cacao como acelerador de la pérdida de peso) y firmado por Johannes Bohannon, Diana Koch, Peter Homm y Alexander Driehaus, todos ellos del (recién creado por ellos mismos) Institute of Diet and Health de Mainz; lo enviaron a 20 revistas de las que Bohannon conoce, y en apenas 24 horas el manuscrito fue aceptado por varias de ellas. Los autores eligieron una, International Archives of Medicine, que calificó el trabajo como «sobresaliente» y se ofreció a publicarlo por 600 euros. Según Bohannon, el artículo fue publicado menos de dos semanas después de que Onneken recibiera el cargo en su tarjeta de crédito, y sin que se modificara ni una coma. El montaje aún requería un último paso, y era producir una nota de prensa espectacular y atractiva. Delgados gracias al chocolate, decía. Después, a distribuirla a los medios.

Y picaron, claro. Muchos, comenzando por el tabloide alemán Bild, el primer diario de Europa en tirada. La nota de prensa no mencionaba cuántos sujetos habían participado en el estudio, ni cuánto peso habían perdido, ni ningún otro detalle relativo al estudio, pero tampoco los periodistas interrogaron a Bohannon sobre nada de ello; lo único que interesaba era el titular. En cuanto al estudio, fue retractado por la revista que lo publicó al descubrirse el pastel. «De hecho, ese manuscrito fue finalmente rechazado y nunca se publicó como tal», alega la web de la publicación, atribuyéndolo todo a un infortunado malentendido.

Quiero dejar claro cuál NO debe ser la conclusión a extraer de esta historia: que el chocolate NO adelgaza. Y por si la doble negación lleva a confusión, aclaro aún más: el estudio (real, pero deliberadamente malo) de Bohannon no demuestra que el chocolate adelgaza, ni lo contrario. No demuestra absolutamente nada, como tantos otros estudios (reales, pero inintencionadamente malos) que a diario se están publicando en revistas médicas y, de rebote, en los medios, atribuyendo toda clase de propiedades a toda clase de productos, hábitos o estilos de vida.

Los titulares dietéticos son un triunfo seguro: no importa que el estudio ni siquiera se base en ningún tipo de ensayo controlado; basta con reunir un grupo de voluntarios, hacerles rellenar un cuestionario sobre qué es lo que comen (o más bien, lo que dicen que comen), medirles una serie de parámetros y meter los datos en la churrera, hasta que ¡bang!, el chocolate adelgaza, con valor p < 0,01. Un estudio a gran escala en EE. UU. sobre la salud de las mujeres en función de la dieta reconocía: «La validez de los datos de estudios de observación como estos depende en gran parte de mediciones precisas de la dieta, y no es posible tener mediciones precisas». En resumen, podrá ser ciencia, pero mala, y el periodismo que le otorga credibilidad sin hacer notar las objeciones a la validez de los resultados es mal periodismo.

Alzhéimer, ¿el peaje de un cerebro privilegiado?

Creo que nunca he escrito una palabra sobre Aubrey de Grey y sus proclamas de que hoy está viva la primera persona que vivirá mil años. Y nunca he escrito sobre él porque no me creo una palabra. Soy radicalmente escéptico respecto a esas promesas de cuasiinmortalidad. Como mínimo, me parecen infundadas y veleidosas, por utilizar los adjetivos más asépticos que se me ocurren y no los que realmente tengo en mente. Este discurso le ha servido al investigador británico para pronunciar miles de conferencias, escribir exitosos libros y captar la atención de los medios de todo el mundo; incluso un diario español ha utilizado durante mucho tiempo una portada con las afirmaciones de De Grey en los anuncios de sus promociones en televisión, se supone que como gancho publicitario. Es probable que estas aseveraciones vendan más periódicos que la realidad: que todos vamos a morir, como viene ocurriendo. Otros científicos han criticado las proclamas del británico, haciendo notar, como prueba más tangible, que todo su discurso aún no se ha traducido en una sola investigación concreta que haya demostrado alargar la vida.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Tal vez no por casualidad, el optimismo en esta materia suele encontrar más predicamento en el bando seco, el que trabaja con máquinas y no con células. De hecho, y aunque De Grey se presente como gerontólogo biomédico, lo cierto es que su formación de origen es en ciencias de la computación, y Cambridge le concedió el doctorado a través de un régimen especial que permite a los licenciados de aquella universidad obtener el grado de doctor con la sola demostración de publicaciones relevantes, aunque no vengan acompañadas por ninguna investigación real. En el caso de De Grey, se le concedió el doctorado gracias a un libro teórico sobre el envejecimiento por oxidación en la mitocondria, la central de energía de las células. Todo sin tocar una sola pipeta para apoyar sus visiones en algún resultado real.

Por desgracia para todos, más fundamento tiene la postura del pesimismo. Es indudable que la ciencia y la tecnología han conseguido alargar nuestra esperanza de vida en décadas, y parece seguro confiar en que aún no hemos llegado al límite de nuestro potencial de longevidad. Tal vez a lo largo de este siglo las personas centenarias lleguen a convertirse en algo relativamente común a nuestro alrededor. Pero muchos científicos también señalan que el vivir más años tiene su precio en forma de enfermedades neurodegenerativas, como el alzhéimer y el párkinson, o de errores en la maquinaria celular, como ese amplísimo espectro de patologías al que denominamos cáncer. A todos nos gustaría vivir más, pero sin tener que pagar los terribles peajes de una vida más larga.

Y por desgracia para todos, difícilmente vamos a librarnos de ellos. Un nuevo estudio, aún sin publicar, viene ahora a remacharnos la molesta sospecha de que nuestros males de ancianos no son algo fácilmente separable de lo que somos, y por tanto condenadamente recalcitrantes en la especie humana, mal que nos pese. Un equipo de investigadores chinos ha construido un atlas cronológico de la selección natural en el genoma humano durante el último medio millón de años; es decir, una historia natural de cómo la evolución ha ido dando forma a lo que somos hoy, desde mucho antes de que fuéramos lo que somos hoy.

Hace unos meses ya comenté aquí un estudio (todavía pendiente de publicación según el lentísimo y ya obsoleto procedimiento tradicional) cuyos autores habían buscado señales de selección positiva en 83 genomas humanos, incluyendo genomas antiguos, durante los últimos 8.000 años. Se trata de encontrar genes (y por tanto, rasgos) que se hayan generalizado en una población debido a la presión que ejerce el entorno sobre la supervivencia. En aquel caso, los científicos descubrieron que la vergüenza del clásico español bajito está injustificada, ya que la corta estatura fue una adaptación evolutiva que ayudó al éxito de los ibéricos.

Con fines similares, los investigadores chinos han rastreado los genes de 90 humanos actuales de tres poblaciones diferentes, apoyando su comparación en el genoma neandertal y en los de tres humanos antiguos, de 45.000, 8.000 y 7.000 años respectivamente. Su propósito era encontrar señales de la evolución en nuestro ADN: signos de selección positiva, negativa o de equilibrio. En el primer caso se trata de formas de genes que confieren ventajas frente al entorno y por tanto tienden a mantenerse en la población, lo contrario que los segundos. En cuanto a la tercera opción, se produce cuando es ventajoso mantener distintas versiones de un mismo gen; un ejemplo clásico es la anemia falciforme, cuyos heterocigotos (quienes poseen una copia del gen sano y otra del enfermo) son resistentes a la malaria, lo que les favorece frente a quienes no llevan la forma defectuosa.

El modelo empleado por los investigadores revela más de 800 posibles señales de selección positiva en los genomas humanos actuales, cubriendo más de un 2% del genoma. Particularmente, estos genes afectan sobre todo al cerebro y al esperma. Con todos los datos, los científicos dibujan una crónica de la selección positiva en el genoma humano a lo largo de 30.000 generaciones. Pero lo más interesante del estudio se refiere a los genes relacionados con el cerebro. Algunos genes seleccionados antes de la separación completa entre humanos y neandertales están asociados con las capacidades cognitivas, la interacción y la comunicación social, como en el caso de dos genes ligados a los trastornos del autismo, AUTS2 y SLTM.

Pero sobre todo, cinco genes que muestran señales de selección positiva coincidiendo con la aparición de los humanos modernos tienen algo en común: todos ellos ejercen funciones cerebrales importantes que se vinculan con el desarrollo del alzhéimer. «Especulamos que la ganancia de función cerebral durante la aparición de los humanos modernos puede haber afectado sobre todo a la formación de conexiones sinápticas y la neuroplasticidad, y esta ganancia no se obtuvo sin un precio: puede haber conducido a un aumento en la inestabilidad estructural y la sobrecarga metabólica regional que resultaron en un riesgo más elevado de neurodegeneración en el cerebro envejecido», escriben los autores. De hecho, añaden, «la enfermedad de Alzheimer continúa siendo algo único en los humanos, ya que aún no se han obtenido pruebas patológicas firmes de alzhéimer, sobre todo de la neurodegeneración relacionada con el alzhéimer, en los grandes simios».

Ahí lo tienen: triste, pero cierto. O al menos, más plausible que las proclamas fantasiosas (vaya, ya lo he dicho) de De Grey. Para un infortunio del que precisamente gracias a ello somos conscientes, el envejecimiento no es solo oxidación, o ni siquiera telómeros. Personalmente, y si llega a tocarme, siempre he pensado que no me merecerá seguir adelante con la partida el día en que me pregunte quiénes demonios son las personas con las que estoy jugando. Claro que, si llega ese día, tampoco me acordaré de lo que siempre he pensado.

Las ratas vuelven a demostrar que son buenas personas

Ratas y humanos hemos estado juntos durante tiempos inmemoriales, y seguiremos estándolo. No son palabras de un humano, sino de una rata. Una de ficción, claro: Remy, el protagonista de Ratatouille. El DVD de la película de Disney Pixar incluye un corto titulado Tu amiga la rata, en el que Remy y su hermano Emile exponen un alegato para redimir a las ratas de su clásico sambenito de alimañas indeseables, contando al mismo tiempo la historia de la tensa y larga relación entre sus especies y la nuestra. Divertido y divulgativo; si están en edad de criar y tienen el DVD en casa, no se lo pierdan.

Póster del corto 'Tu amiga la rata'. Imagen de Disney Pixar.

Póster del corto ‘Tu amiga la rata’. Imagen de Disney Pixar.

Lo cierto es que las ratas no suelen ganar el premio a la simpatía entre los de nuestra especie. Casi es innecesario enumerar los motivos, pero es evidente que son los animales menos apreciados de entre toda la fauna urbana, al menos de la visible. Si las palomas invaden un parque, se les da pan. Si son las ratas, se les da veneno. Es probable que una buena parte de la infamia de estos roedores proceda de la peste negra del siglo XIV; aunque, como bien explican Remy y Emile, no fueron ellas, sino sus pulgas, quienes transmitieron el agente de la enfermedad. Y según añadía en un artículo la antropóloga Birgitta Edelman, «la información de que los perros y los gatos pueden portar estas pulgas infestadas, y de que los gatos pueden llevar ellos mismos la bacteria, se ha extendido mucho más lentamente entre el público».

De hecho, un estudio que comenté aquí el año pasado mostraba que las ratas de Nueva York están más limpias de lo que cabría suponer. De 133 ejemplares capturados y analizados, uno de cada diez estaba completamente libre de patógenos, y casi un tercio no llevaba ninguna bacteria peligrosa. Lo cual no implica que sea sensato acariciar a cualquier rata que uno se encuentre en su ciudad; en la última secuencia del corto de Pixar, corre por la pantalla una advertencia sobre el peligro de interactuar con estos animales, que Emile intenta censurar apartándolo de la pantalla y arrojándose de panza sobre las líneas de texto.

Tampoco es necesario mencionar que gran parte de la medicina actual no existiría sin la contribución forzosa de estos sufridos animales que han servido como modelos de experimentación mayoritarios junto con sus primos más pequeños, los ratones. Por desgracia, aún no hemos desarrollado la tecnología suficiente como para prescindir de los animales de laboratorio. Y en contra de lo que algunos creen, aún estamos muy lejos de ello.

Un clásico en la experimentación con ratas es el laberinto. El aprendizaje, la memoria y las funciones cognitivas nos han revelado sus secretos gracias a la enorme habilidad de las ratas resolviendo intrincadas redes de pasadizos, una capacidad entrenada a fuerza de evolución en un animal acostumbrado a reptar por madrigueras subterráneas. Pero en los últimos años, el estudio más detallado del comportamiento de las ratas ha permitido descubrir un insospechado rasgo de su conducta.

Hace poco más de un par de semanas resumí aquí los experimentos anteriores que han desvelado los comportamientos prosociales de las ratas. Hoy cuento otro nuevo. Investigadores del Centro Champalimaud para lo Desconocido (un instituto biomédico en Lisboa), dirigidos por Cristina Márquez y Marta Moita, prepararon un dispositivo en el que una rata podía elegir entre dos compuertas: o bien una que solo le ofrecía comida a ella misma, u otra que dispensaba alimento tanto a ella como a una compañera. Es decir, la rata encargada de la elección obtenía una recompensa idéntica en cualquiera de los dos casos.

El resultado del experimento, publicado en la revista Current Biology, es contundente: en el 70% de los casos, las ratas eligen la opción prosocial, es decir, la que también beneficia a su compañera. De los 15 animales que han participado en el ensayo, curiosamente solo uno se ha empecinado en escoger una y otra vez la opción egoísta. Los datos están en consonancia con experimentos previos, por lo que no resultan del todo sorprendentes. Quizá lo más novedoso en este caso es que las ratas puestas a prueba solo se decantan por la elección del mutuo beneficio cuando el segundo animal, el que espera al otro lado, señala específicamente cuál de las dos compuertas prefiere que su compañera abra. Según los científicos, una equivalencia podemos encontrarla en el comportamiento humano: si no pides ayuda, el otro no sabe que la necesitas.

Los investigadores añadieron una variación más, en la que se entrenaba a la segunda rata para señalar una de las compuertas pero en la que la apertura de cualquiera de las dos dispensaba comida a ambas. Y en este caso, la primera rata abría una u otra indistintamente; es decir, que no estaba condicionada por la preferencia de su compañera, sino que solo actuaba guiada por el propósito de que ambas obtuvieran la comida.

Regresando al corto de Pixar, es evidente que nuestro sesgo antropomórfico debe quedar confinado a los dibujos animados. La tarea de etólogos y psicobiólogos es definir, explicar y poner nombre a estos comportamientos. Los autores del estudio lo describen como comportamiento prosocial, a diferencia del altruismo, en el que el bien ajeno se busca incluso a costa del propio (por ejemplo, cuando alguien dona un riñón en vida). Pero otros experimentos anteriores con ratas en los que, a diferencia de este caso, se introducían condiciones de estrés, han demostrado que estos animales también son capaces de ayudar a otros superando su reacción fisiológica normal de miedo, que es quedarse paralizados y no actuar. Dado que una respuesta activa en estos casos equivale a despreciar un posible riesgo, algunos verían aquí algo parecido al altruismo.

En cualquier caso, y nombres aparte, lo que queda claro es que Remy y Emile tienen razón: deberíamos evitar que el nombre común de su especie designe lo peor del ser humano, cuando estos animales nos están demostrando una y otra vez que poseen alguno de esos rasgos que tradicionalmente hemos asociado a lo que hace a alguien digno de llamarse persona.

Pasen y vean a los Mortadelos de la naturaleza

Siempre me ha llamado enormemente la atención la capacidad de camuflaje de algunos animales. Por definir los términos de una manera pedestre, un primer nivel es el camuflaje pasivo, aquel que permite a las especies disimularse en el entorno en el que habitualmente se encuentran sin que opere ningún mecanismo para modificar su aspecto, con el fin de pasar inadvertidos ante sus posibles depredadores o de ocultarse para cazar al acecho.

El camuflaje pasivo es algo de lo más extendido en la naturaleza. En general, los animales tienden a desarrollar características o coloraciones que les ayudan a esconderse de la vista de otros, excepto cuando eligen la estrategia contraria, un aspecto tan llamativo (el término es aposemático) que sirva de señal de advertencia, como diciendo: «cuidado conmigo; soy peligroso». Es el caso de muchos animales venenosos de vivos colores, como las avispas, las abejas, algunas ranitas tropicales o la serpiente coral. Y de otros que no lo son pero que aparentan serlo para dar miedo, como la falsa coral.

Tan frecuente es el camuflaje pasivo que los científicos tienden a buscar este rasgo como explicación de cualquier aspecto inusual. Durante mucho tiempo se ha pensado que las rayas de las cebras –que, por cierto, son animales negros con franjas blancas y no al revés, según demuestran sus embriones– tenían la función de romper su silueta y confundirlas entre sí para ofuscar a sus depredadores. Pero en enero de este año, un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles descubrió que el patrón a rayas probablemente ayuda a las cebras a mantenerse frescas, y que los animales tienen más franjas cuanto más cálido es el clima. Así que la razón del pijama de las cebras no parece ser el camuflaje, sino la regulación térmica.

Las estrategias más sofisticadas de camuflaje pasivo llegan al nivel de auténtica orfebrería natural. Todos conocemos los casos de los insectos palo y los insectos hoja, pero dejo aquí un par de ejemplos más que son verdaderamente asombrosos. La mariposa barón (Euthalia aconthea) vive en India y el sureste asiático. Sus orugas son capaces de camuflarse en las hojas de la manera que se ve en la imagen. Por su parte, el caballito de mar pigmeo de Bargibant (Hippocampus bargibanti) se confunde tan maravillosamente con los corales del género Muricella en los que habita que, según se cuenta, solo fue descubierto cuando se examinó uno de estos corales en un laboratorio.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Pero siendo sorprendentes, estos casos son intuitivamente muy comprensibles desde que Charles Darwin describió la evolución de las especies por medio de la selección natural. La oruga barón y el hipocampo pigmeo son ejemplos extremos de cómo, a lo largo del tiempo, los ejemplares casualmente mejor disimulados en su entorno lograban burlar a los depredadores y reproducirse, transmitiendo su aspecto a sus crías y originando así un proceso de refinamiento progresivo en su camuflaje.

Pero claro, toda apuesta fuerte tiene sus riesgos; la oruga barón y el hipocampo pigmeo tienen todos sus huevos en la misma cesta. Aunque el caballito de mar pasa toda su vida en un solo ejemplar de coral, sin abandonarlo jamás, si por algún motivo perdiera su plaza se convertiría en un bocado de lo más llamativo en otro entorno diferente.

La solución a este inconveniente es el segundo nivel de camuflaje, el activo: los animales que pueden variar su aspecto a voluntad para mimetizarse con el fondo que en cada caso buscan o les cae en gracia. En esta categoría tenemos, por ejemplo, a los camaleones o a los cefalópodos. Anteriormente publiqué aquí un vídeo en el que un pulpo parecía materializarse de la nada ante nuestros ojos. Otro caso similar es el del señorito del siguiente vídeo, un lenguado tropical de la especie Bothus mancus. Cuando se sabe descubierto, cambia de aspecto y huye para confundirse de nuevo con el fondo, sea arena o roca.

Tal vez de la misma especie es este otro artista del disfraz:

Lo que me apabulla es cómo son capaces de hacerlo. Es decir, no cabe duda de que la explicación evolutiva es la misma que en el caso del camuflaje pasivo; los cromatóforos, células pigmentadas, desarrollan sistemas de control de las vesículas que contienen los colorantes, y los animales que manejan el arte del disfraz con maestría tienen más papeletas en la ruleta de la fortuna.

Pero lo que me deja perplejo no es el mecanismo evolutivo, sino, digamos, el fisiológico-cognitivo. Es decir, cómo el reconocimiento visual de un fondo concreto se traduce en la decisión del animal de estrujar, expandir o reorientar sus cromatóforos de manera que repliquen el aspecto de ese fondo. La piel de estos animales es como una especie de pantalla de vídeo capaz de adoptar diferentes colores –e incluso texturas, en el caso de los cefalópodos– en cada píxel (cromatóforo). ¿Cómo es posible que la información visual integrada en el cerebro se interprete para distribuir a distintos rincones de su piel las órdenes de mostrar estas imágenes tan complejas? Una explicación inmediata sería decir: bien, en el caso del lenguado, podría haber dos programas predeterminados, el de arena y el de roca. Cuando el animal observa el fondo, ejecuta una de las dos opciones. Simple, ¿no?

Pero ¿qué me dicen entonces del siguiente vídeo? En él, el presentador de la BBC Richard Hammond coloca a una sepia en un acuario que simula una minúscula sala de estar con patrones de decoración muy, ejem, ingleses. Vean y pásmense; es evidente que la sepia no logra confundirse magistralmente en un fondo con el que jamás en su vida se habían encontrado ella ni todos sus ancestros evolutivos. Pero lo intenta de un modo que resulta portentoso; ¿cómo diablos es capaz de dibujarse cuadros blancos y negros en la espalda? Denle tiempo, y en menos de lo que nosotros tardaríamos en disfrazarnos ella habrá aprendido a hacerlo con la misma rapidez que Mortadelo.

Un puñado de estudios recientes han comenzado a desentrañar el enigma de una manera que aporta una explicación comprensible. En 2010, científicos del Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole, en Massachusetts (EE. UU.), descubrieron que la piel de la sepia contiene opsinas, moléculas sensoras de luz de la misma familia a la que pertenecen las que tenemos en la retina y que nos permiten ver. Los mismos científicos han extendido su hallazgo este mes, revelando que la sepia y el calamar poseen opsinas en los cromatóforos de su piel.

Al mismo tiempo, otros dos investigadores de la Universidad de California en Santa Bárbara (EE. UU.) han confirmado el mismo fenómeno en los pulpos, demostrando que la piel responde a la luz sin la intervención del sistema nervioso central ni de los ojos. Aunque estos seguramente continúan aportando un papel fundamental en la capacidad de camuflaje adaptativo de estos animales, el hecho de que la piel reaccione a la luz puede ayudar a explicar esa increíble capacidad de desplegar imágenes complejas en su cuerpo. Según escriben los investigadores, sus resultados sugieren que «la piel del pulpo es intrínsecamente sensible a la luz y que esta detección dispersa de la luz puede contribuir a su habilidad única y novedosa de dibujar patrones».

Para variar, un gran premio reconoce la ciencia del futuro, no la del pasado

En general, los fallos de los jurados de los grandes premios de ciencia suelen dejarme con una sensación parecida a cuando te equivocas al marcar el código en la máquina de vending y, en lugar de Fanta de limón, te sale de naranja. No es que la naranja merezca el menor reproche; pero en ese momento, y desde tu punto de vista meramente personalísimo, se terciaba limón, se esperaba limón, el mundo olía a limón.

Dicho sin metáforas idiotas: no es que los habitualmente galardonados carezcan de méritos para arrogarse el derecho al premio. Pero un primer problema con las grandes distinciones científicas, como el Nobel o el (ahora) Princesa de Asturias, es que en muchos casos parecen llegar a destiempo, demasiados años después de la época en que una contribución ya había demostrado su inmenso potencial, y en una época en la que es otra contribución diferente, que tal vez resulte premiada dentro de 20 años, la que está demostrando su inmenso potencial.

Es decir, que a menudo llegan tarde. Es innegable que suele requerirse un tiempo de consolidación para apreciar el impacto de los descubrimientos y las innovaciones científicas. Pero en muchos casos las razones para que el premio se decante hacia un hallazgo concreto parecen depender de inclinaciones también personalísimas de los miembros del jurado, que quizá están a setas cuando otros están a Rolex, como en el chiste. ¿Premiarán un descubrimiento de hace 20 años? ¿De hace 28? ¿De hace 37?

Por una vez, el premio Princesa de Asturias ha dado en todo el medio premiando el hallazgo y desarrollo de una tecnología revolucionaria actual. La biotecnología CRISPR/Cas9 es una de las cosas más excitantes que están ocurriendo en los laboratorios ahora mismo: comenzó a emplearse en 2012. A alguno le molestará que me cite a mí mismo, pero uno no tiene por qué esconderse cuando acierta, sobre todo si tampoco lo hace cuando se equivoca: hace un mes, escribí que «las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel».

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Esta semana se ha anunciado que la estadounidense Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, y la francesa Emmanuelle Charpentier, del Centro Helmholtz para la Investigación de la Infección (Alemania), ambas creadoras de la tecnología CRISPR, son las ganadoras del Princesa de Asturias de Investigación Científica 2015. Para las dos investigadoras, los 50.000 euros del premio español serán una propina después de haber recibido el pasado noviembre los tres millones de dólares del Breakthrough Prize de Ciencias de la Vida, un galardón internacional instaurado por los magnates de Google, Facebook y Alibaba, entre otros. Pero tal vez el Princesa de Asturias sea un hito más en ese fulgurante camino hacia el Nobel que ya pocos pondrán en duda.

Ya expliqué anteriormente en qué consiste esta tecnología y por qué es tan trascendental para la biología: el sistema CRISPR es a los biólogos moleculares lo que el instrumental quirúrgico a los cirujanos. A falta de la máquina de miniaturización del profesor Frink, para cortar, pegar, cambiar y editar los genes a voluntad los científicos necesitan herramientas minúsculas, a la misma escala molecular que la propia cadena de ADN. A lo largo de las décadas, los investigadores han ido descubriendo y produciendo herramientas cada vez más sofisticadas, pero ninguna alcanzaba el potencial, la versatilidad y la precisión de un sistema que Doudna y Charpentier desarrollaron a partir de un mecanismo presente en las bacterias.

En el artículo al que me he referido más arriba, donde expliqué someramente el sistema, la percha era la publicación del primer intento de aplicar una edición genómica embrionaria en humanos. Es decir, corregir genes en un embrión, una línea de investigación que algún día podría acabar con las llamadas enfermedades raras, dolencias congénitas hereditarias cuyos genes responsables están identificados. Pero como ya comenté, el sistema aún requiere perfeccionamiento.

De ahí la oportunidad del premio: es una tecnología aún en desarrollo, pero con un futuro enormemente prometedor. Si hoy Michael Crichton volviera a escribir Parque Jurásico, la herramienta que emplearían sus protagonistas para recrear los genomas de los dinosaurios sería CRISPR. Si alguien se planteara clonar a los neandertales o a los mamuts (y hay quien se lo plantea), emplearía CRISPR. En el futuro, es posible que CRISPR consiga resucitar una de las grandes promesas fallidas de la biomedicina, la terapia génica. Por no mencionar las incontables aplicaciones que a diario se le explotan en los laboratorios de ciencia básica y de desarrollo biotecnológico. Es un hallazgo vivo y plenamente vigente; casi más que el hoy, es el mañana de la ciencia.