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La extinción de los dinosaurios, un debate a garrotazos

Quizá existan científicos que se levanten de la cama cada mañana movidos por el ánimo de transformar el mundo. Alguno habrá. Y tal vez existan otros tan inflados por su propia suficiencia que rueden por el mundo aplastando egos más débiles. Alguno habrá. Con esto quiero decir que, clichés aparte, los científicos son personas normales como cualesquiera otras, adornadas por sus mismas virtudes y envilecidas por sus mismos defectos.

Pero la ciencia tiene sus reglas y sus convenciones, y de un debate científico siempre se espera que se mantenga ajeno al trazo grueso, el garrotazo y el exabrupto hoy tan típicos en otros foros de discusión, como la política o el fútbol. En la discusión científica prima el guante de seda; no solo por un elemental respeto a la eminencia del contrario, sino porque, de acuerdo a las normas del juego, uno podría estar finalmente equivocado, al contrario que en la política y en el fútbol. En resumen: si alguien, como un periodista, tratase de arrojar a dos científicos al ring esperando una pelea, lo más probable sería que ni siquiera llegaran a ocuparlo, enredados en el empeño de cederse mutuamente el paso. Y eso, aunque interiormente se estén ciscando en toda la parentela del oponente, como cualquier persona normal.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Pero siempre hay excepciones. Hoy voy a contar una de ellas que, lamentablemente, deja a una de las partes severamente afeada. El caso al que me refiero es el debate sobre la causa de la extinción de los dinosaurios. O para ser más precisos, la extinción del 75% de la fauna del Cretácico en la transición del Mesozoico al Cenozoico, hace 66 millones de años. Como ayer expliqué, la causa más aceptada por la comunidad científica y más conocida por el público es el impacto de un asteroide o un cometa que abrió un enorme cráter en la península de Yucatán. Pero frente a esta hipótesis, una corriente minoritaria de científicos defiende que la llamada Extinción K-T se debió a una gigantesca y prolongada erupción volcánica en la actual India que creó las formaciones conocidas como Traps del Decán.

Ayer repasé que estas dos teorías nacieron casi de forma simultánea, a finales de la década de 1970, y que se confrontaron por primera vez en un congreso en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. La hipótesis del asteroide era la criatura de los Alvarez, Luis Walter y Walter, padre e hijo, descendientes de un emigrante asturiano a EE. UU. e investigadores de la Universidad de California en Berkeley; mientras que Dewey McLean, de Virginia Tech, llevaba bajo el brazo su teoría del vulcanismo.

De aquella reunión científica comenzó a surgir la hipótesis del asteroide como la vencedora. Pero por desgracia, esta primacía no resultó de un sereno y razonado debate científico, de esos de guante de seda. En la web donde desarrolla su teoría del vulcanismo en el Decán, McLean expone en primera persona cómo transcurrió aquel 19 de mayo de 1981 en la reunión K-TEC II (siglas en inglés de Cambio Medioambiental Cretácico-Terciario II) en Ottawa, así como los acontecimientos posteriores que, dice, casi destruyeron su carrera y su salud.

Luis Alvarez, ganador del Nobel, autor de la teoría de que un gigantesco asteroide se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años provocando una extinción masiva que borró gran parte de la vida terrestre, incluyendo a los dinosaurios, me lanzó enrojecido una mirada asesina a través de las mesas que nos separaban. Él y su equipo del impacto de Berkeley habían abierto la reunión K-TEC II presentando pruebas a favor de su teoría, y ya antes de la primera pausa de café estaba surgiendo el conflicto. La prueba primaria para la teoría del impacto de Alvarez era el enriquecimiento del elemento iridio en los estratos geológicos del límite Cretácico-Terciario (K-T). Algunos objetos extraterrestres son ricos en iridio, y Alvarez alegaba que el iridio en el límite K-T era una prueba del impacto. Yo no estaba de acuerdo. Argumenté que el iridio K-T probablemente se había liberado a la superficie terrestre por el vulcanismo.

McLean pasa después a relatar cómo Alvarez se iba mostrando molesto a medida que él exponía su teoría de que la extinción K-T, así como el iridio, se debían al vulcanismo que originó las Traps del Decán. Según McLean, Alvarez se jugaba mucho con su teoría, ya que la NASA la había escogido como justificación de un programa destinado a vigilar los objetos espaciales, en un momento en que la administración de Ronald Reagan aplicaba drásticos recortes a los presupuestos de la agencia para invertirlos en la defensa espacial, lo que se conoció como Star Wars.

Mientras discutía cómo el vulcanismo en las Traps del Decán probablemente liberó el iridio K-T a la superficie terrestre, Alvarez inclinó su elevada talla sobre la mesa hacia mí, su cara enrojecida y sus ojos como los de una rapaz fijados en su presa –yo. Estaba obviamente molesto con mi atribución del pico del iridio K-T –la base de su teoría del impacto– al vulcanismo en las Traps del Decán.

Dale Russell, el convocante de la reunión K-TEC II, abrió una pausa para café. Los otros 23 participantes se dirigieron hacia la cafetera. Alvarez se dirigió hacia mí.

«Dewey, quiero hablar contigo», dijo Luis Alvarez, dirigiéndome hacia un rincón a través de la amplia sala, lejos de los otros científicos. Nos miramos el uno al otro brevemente.

«¿Planeas oponerte públicamente a nuestro asteroide?», dijo Alvarez.

«Dr. Alvarez, llevo mucho tiempo trabajando en K-T», dije. «Publiqué mi teoría del efecto invernadero dos años antes de que usted publicara su teoría del asteroide».

«Déjame prevenirte», dijo. «Buford Price trató de oponerse a mí, y cuando terminé con él, la comunidad científica ya no presta atención a Buford Price». (Yo nunca había oído hablar de un tal Buford Price antes del comentario de Alvarez).

«Dr. Alvarez, hice el primer trabajo mostrando que el efecto invernadero puede causar extinciones globales», dije. «Hoy nos enfrentamos a un posible efecto invernadero. Tengo la obligación de continuar mi trabajo…»

«Estás avisado», dijo, girándose bruscamente y alejándose, con largas zancadas y sin mirar atrás, hacia donde los otros científicos estaban tomando café.

McLean prosigue:

Aquella tarde, otro miembro del [equipo del] impacto de Alvarez, Walter Alvarez, hijo del Nobel Luis Alvarez, me dijo, «Dewey, cuéntalos, 24 están con nosotros. Estás solo. Si sigues oponiéndote a nosotros, acabarás siendo el científico más aislado del planeta».

Los Alvarez, estaba claro, tratarían con dureza a cualquiera cuya investigación se interpusiera en el camino de sus objetivos, hasta el punto de intimidarlos hacia el silencio.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

McLean pasa a narrar cómo Alvarez hizo realidad su amenaza. En otra reunión científica posterior se dedicó a difamarlo ante el resto de sus colegas, como supo el propio afectado de labios de esos mismos científicos. Más tarde, continúa McLean, los efectos de la campaña llegaron al departamento de Ciencias Geológicas de Virginia Tech, donde él trabajaba. El responsable del departamento, un petrólogo llamado David Wones que había apoyado el trabajo de McLean, se volvió en su contra cuando supo que se había ganado la enemistad de un poderoso premio Nobel. Wones pasó de escribir: «Dewey es uno de los pensadores creativos y originales del departamento… Si está en lo cierto en su análisis de las extinciones fósiles, el departamento habrá acogido a una de las principales figuras de nuestro tiempo», a asegurar que McLean no tenía futuro allí y que debería reubicarse a otro lugar. De un amigo de la oficina del decano le llegó el rumor de que alguien podía «resultar despedido» a causa del debate científico K-T, y McLean era el único en el campus que investigaba sobre ello.

Según McLean, el estrés debido al acoso que sufrió comenzó a minar su salud en 1984. «Nunca me he recuperado física ni psicológicamente de aquella dura experiencia», escribe. A medida que la teoría de Alvarez ganaba adeptos, McLean se iba quedando solo, tal como su oponente le había advertido. Entre los causantes de su derrumbe profesional y personal, además de Alvarez, McLean cita a dos prominentes paleobiólogos que apoyaban la hipótesis del asteroide y que fueron los responsables de volver a Wones en su contra: David Raup, y nada menos que Stephen Jay Gould, una de las figuras más importantes de la biología evolutiva del siglo XX por sus teorías científicas y sus libros de divulgación. La prensa compró rápidamente la excitante teoría del impacto, e incluso revistas como Science o Nature se situaron del lado de la hipótesis extraterrestre. McLean ha documentado todo el proceso con escritos y cartas que está reuniendo en un libro sobre la historia del debate K-T.

Siempre que conocemos una versión de una historia, surge la necesidad de escuchar a la parte contraria. Pero en este caso existen suficientes datos de otras fuentes como para prestar credibilidad a la narración de McLean; él y Buford Price no fueron los únicos que sufrieron las consecuencias de oponerse científicamente a Alvarez. El nieto del médico asturiano, originalmente físico teórico, había ganado el Nobel de Física en 1968 por su trabajo en las interacciones de las partículas subatómicas. Pero antes de eso había participado en el Proyecto Manhattan destinado a la fabricación de la bomba atómica y liderado por Julius Robert Oppenheimer. En su libro Lawrence and Oppenheimer, Nuel Pharr Davis escribió cómo Alvarez contribuyó a la caída en desgracia de Oppenheimer:

Uno de los líderes del mundillo atómico dijo que estaba conmocionado por una pista que captó en 1954 sobre la manera en que la furia y la frustración habían afectado a la mente de Alvarez. «Recuerdo una conversación traumática que tuve con Alvarez. Fue antes de las Audiencias (las audiencias de Oppenheimer). Quiero dejar claro que no estoy citando sus palabras sino tratando de reconstruir su razonamiento. Lo que parecía estar contándome era: Oppenheimer y yo a menudo tenemos los mismos datos sobre una cuestión y llegamos a decisiones opuestas –él a una, yo a otra. Oppenheimer tiene una gran inteligencia. No puede estar analizando e interpretando los datos erróneamente. Yo tengo una gran inteligencia. No puedo estar equivocándome. Así que lo de Oppenheimer debe de ser falta de sinceridad, mala fe –¿quizá traición?»

En otra ocasión, Alvarez envió una carta a Robert Jastrow, que en 1984 dirigía el Instituto Goddard de la NASA y que se estaba significando como oponente a la teoría del asteroide. En su misiva, Alvarez escribía:

Así que Dewey ya es una persona olvidada en este campo, o cuando se le recuerda, es solo para unas buenas risas en el cóctel de clausura de la reunión sin Dewey… Me apena decirte que te veo recorriendo el camino de Dewey McLean.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

No faltaron las voces de denuncia contra las actitudes y maniobras de Alvarez. En 1988 el paleobotanista Leo Hickey le definió como «ruin, intolerante, terco, iracundo, viejo bastardo irascible». El propio físico tampoco se molestaba en ocultar su carácter hosco y arrogante. En un artículo sobre el debate K-T publicado en 1988 en The New York Times, Alvarez respondía a las objeciones de los paleontólogos, que criticaban la teoría del impacto alegando que el registro fósil no mostraba una extinción súbita sino gradual. Y lo hacía así: «No me gusta hablar mal de los paleontólogos, pero realmente no son muy buenos científicos. Son más bien como coleccionistas de sellos». En sus declaraciones al periodista Malcolm W. Browne, Alvarez tampoco desaprovechaba la ocasión de arremeter contra McLean: «Si el presidente de la Facultad me hubiese preguntado qué pensaba de Dewey McLean, le habría dicho que era un pelele. Pensaba que había sido expulsado del juego y había desaparecido, porque ya nadie le invita a conferencias».

Lo cierto es que Alvarez no es probablemente el único censurable en lo que llegó a llamarse «el tiroteo en la frontera K-T». Como repasaba un artículo sobre el debate publicado en Science el pasado diciembre con ocasión del hallazgo de nuevos datos a favor de la hipótesis del vulcanismo en el Decán, el tono de las críticas y manifestaciones de ambos bandos en disputa a menudo ha cambiado el guante de seda por el garrote. Y lo que es incluso peor: las declaraciones sugieren que los partidarios de cada bando están atrincherados en sus hipótesis respectivas que asumen como verdaderas, y para las que buscan desesperadamente confirmación, no contrastación. Es decir; no cuestionan sus hipótesis en busca de una verdad científica, sino que trabajan en posesión de ella. Y esta no es una buena manera de hacer ciencia.

Dewey McLean se jubiló en 1995. Por su parte, Luis Walter Alvarez falleció en septiembre de 1988 a causa de un cáncer. Nadie ha cuestionado jamás su genio científico. Pero, que yo haya podido encontrar, tampoco nadie ha alabado jamás su calidad humana. Ni siquiera sus partidarios. En el artículo de Science, el geólogo Paul Renne, de la Universidad de California en Berkeley, que defiende la teoría del impacto y ha firmado estudios con Walter Alvarez (hijo), reconocía: «Luis no era una persona amable. Muchos con visiones opuestas resultaron avasallados». Los científicos son personas normales. A veces, por desgracia.

Los dinosaurios, entre la espada (el asteroide) y la pared (los volcanes)

Probablemente la mayoría del público informado sabe que un asteroide (o un cometa) fue el culpable de la extinción de los dinosaurios no aviares –recuerden: las aves también SON dinosaurios–. Y sin embargo, quienes menos convencidos están de ello son precisamente algunos científicos. La hipótesis de un objeto procedente del espacio que abrió el inmenso cráter de Chicxulub, en la península mexicana de Yucatán, es la más aceptada, pero no la única; dejando de lado otras ideas menos plausibles, su rival más pujante es la teoría del cambio climático causado por el vulcanismo.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

De hecho, ambas teorías nacieron casi al mismo tiempo, enfrentándose por primera vez durante un congreso celebrado en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. El equipo de la Universidad de California en Berkeley liderado por Luis Walter Alvarez (de quien ya hablé aquí), nieto de un médico asturiano emigrado a América, presentó allí la llamada hipótesis extraterrestre, publicada el año anterior en la revista Science. Por su parte, el geobiólogo Dewey McLean, del Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia (Virginia Tech), había publicado en 1978, también en Science, que la extinción masiva al final del Mesozoico pudo deberse a una catastrófica reacción en cadena biológica originada por un aumento del efecto invernadero, propiciado a su vez por el vertido de enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera. Curiosamente, ya en 1978 McLean introducía en su estudio una advertencia visionaria: «Estas condiciones podrían duplicarse con la deforestación y la quema de combustibles fósiles causada por el hombre».

En 1979, McLean comenzó a vincular su idea del cambio climático con un episodio de vulcanismo extremo que coincidió con el final del Mesozoico. Hace unos 66 millones de años, en la fecha estimada de la extinción masiva que dio carpetazo a la era de los dinosaurios para abrir el capítulo del Cenozoico, en el centro y oeste de lo que hoy es la India se había desatado una gigantesca inundación ardiente. En menos de un millón de años, un parpadeo en el reloj geológico, la Tierra vomitó lava basáltica como para dejar hasta hoy una extensión de medio millón de kilómetros cuadrados (más o menos el área de España) cubierta con una capa de roca de casi tres kilómetros de espesor. Actualmente esta formación se conoce como Traps del Decán, en la meseta del mismo nombre.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

En enero de 1981, McLean presentaba su hipótesis del vulcanismo en el Decán en la reunión anual de la Asociación de EE. UU. para el Avance de la Ciencia, celebrada en Toronto (Canadá). Unos meses más tarde, en Ottawa, McLean y Alvarez confrontaban sus teorías por primera vez, inaugurando uno de los debates más vivos de la historia reciente de la ciencia que aún hoy prosigue (y que entonces no comenzó de modo precisamente amistoso, como contaré otro día).

Hoy la llamada extinción K-T (Cretácico-Terciario) o K-Pg (Cretácico-Paleógeno), que no solo acabó con la mayor parte de los dinosaurios sino con el 75% de las especies del Mesozoico, continúa siendo un activo campo de investigación. Aunque no fue la mayor extinción en masa de la historia del planeta, es quizá la más conocida debido a la popularidad de los dinosaurios, pero también porque impuso un borrón y cuenta nueva en la evolución biológica al que debemos el ascenso posterior de los mamíferos y, por tanto, nuestra existencia. Desde el primer debate de Alvarez y McLean se han aportado nuevos datos, como la asignación del impacto propuesto por el primero al cráter mexicano de Chicxulub, pero también las pruebas que relacionan otras extinciones históricas con la aparición de traps como las de Siberia, que hace unos 250 millones de años pudieron delimitar la transición entre el Paleozoico y el Mesozoico.

Recientemente han aparecido nuevas pruebas que por fin podrían zanjar la larga polémica. El pasado diciembre, un equipo de investigadores de la Universidad de Princeton (EE. UU.) y otras instituciones publicó en la revista Science una nueva datación fina de las Traps del Decán. Los científicos llegaron a determinar que los primeros brotes de lava en la India afloraron hace exactamente 66.288.000 años, y que entre el 80 y el 90% de todo el basalto de aquel evento surgió en los siguientes 750.000 años.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

No se puede afinar más. Dado que el famoso asteroide (o cometa) de Chicxulub cayó más tarde, hace 66.040.000 años, y que las primeras extinciones parecen haber comenzado antes del impacto, el estudio de Science parecía inclinar el veredicto hacia el vulcanismo como el principal asesino de los dinosaurios. Entre las firmas del estudio se encuentra la de Gerta Keller, geóloga de la Universidad de Princeton que lleva décadas defendiendo la hipótesis del vulcanismo en el Decán fundada por McLean. Hace unos años, Keller decía a propósito del impacto del asteroide: «Estoy segura de que, al día siguiente, [los dinosaurios] tuvieron un dolor de cabeza». Para la geóloga, «los nuevos resultados refuerzan significativamente el caso del vulcanismo como la causa primaria de la extinción masiva».

Así las cosas, una nueva investigación trata ahora de cerrar el círculo con una cierta voluntad salomónica, atando ambas hipótesis en un lazo. Por situarlo en el contexto de la controversia, este último estudio viene dirigido por el Departamento de Ciencias Planetarias y de la Tierra de la Universidad de California en Berkeley; es decir, el baluarte de Alvarez. De hecho, entre los firmantes se encuentra Walter Alvarez, hijo de Luis Walter Alvarez y coautor junto a su padre de la hipótesis del impacto publicada en Science en 1980.

El nuevo trabajo viene además a responder a una pregunta que durante años ha intrigado a los geólogos: ¿cómo es posible que en la misma época coincidieran una erupción volcánica de consecuencias planetarias y el impacto devastador de un objeto espacial? La respuesta, según el estudio publicado en The Geological Society of America Bulletin, es que ambos sucesos estuvieron ligados: aunque las erupciones en el Decán habían comenzado antes del impacto por el afloramiento de una pluma de magma, la colisión sacudió el manto terrestre superior de tal manera que avivó el vulcanismo en todo el planeta; el 70% del flujo de lava en el Decán, arguyen los autores, fue posterior a la caída del asteroide o cometa.

Según el modelo desarrollado por los autores, el impacto de Chicxulub pudo provocar un seísmo de magnitud 9 o mayor en todo el globo, y hay casos históricos de cómo terremotos tan potentes pueden provocar erupciones volcánicas. La caída del asteroide o cometa, concluyen los científicos, desató episodios de vulcanismo quizá en muchos lugares del planeta; en el Decán, donde estaba aflorando a la superficie una columna de material del manto, el empujón desencadenó una erupción como pocas veces se ha visto en la historia de la Tierra. Los investigadores apoyan sus conclusiones en otras pruebas, como la comprobación de que en las coladas del Decán hay un antes y un después del impacto, tanto en los patrones del flujo como en la composición de la lava.

Según el director del estudio, Mark Richards, «la belleza de esta teoría consiste en que es muy comprobable, porque predice que deberíamos tener el impacto y el comienzo de la extinción, y en los siguientes 100.000 años o así deberíamos tener esas erupciones masivas surgiendo, que es más o menos el tiempo que tardaría el magma en alcanzar la superficie». Así, todos quedarían contentos: los partidarios de la hipótesis extraterrestre, porque el impacto del bólido sería el desencadenante; y los defensores del vulcanismo, porque este fenómeno amplificaría el efecto a escala global. ¿Hora de hacer las paces?

Todo lo que jamás ha existido, en un solo envase: la Gran Historia

Los niños son grandes ignorantes pequeñitos con vocación de sabios. Nada les es ajeno y todo excita su curiosidad. El genial Carl Sagan decía que todo niño es un científico natural, algo que los adultos nos encargamos de sacarles a golpes. Llegado un momento de su crecimiento, el sistema educativo los somete a una operación de poda selectiva que les cercena este exceso de ramificación para darles esa perfecta forma que los encaja mejor en el paisaje social, como esos arbolitos de boj tan cuidadosamente esféricos que adornan el umbral de muchos hoteles. En esa encrucijada de su educación, a los niños se les presentan dos senderos mutuamente excluyentes que se bifurcan para no encontrarse jamás: si quieres saber más sobre evolución biológica, olvídate para siempre de la cultura antigua. Si te interesa profundizar en los libros, abandona toda esperanza de llegar a comprender cómo Einstein iluminó el pensamiento de la física moderna.

A partir de ese rito de paso hacia la madurez educativa, al conocimiento de la historia se le asesta un hachazo para repartir los fragmentos entre los distintos grupos de alumnos. Algunos continuarán aprendiendo eso que seguirá llamándose historia, pero quedando restringido a lo que ha sido obra humana debidamente documentada, ignorando los casi 13.800 millones de años anteriores, a los que se cuelga un apellido para convertirlos en «historia natural» o sencillamente se los engloba en la perezosa denominación de «prehistoria». El resto de los pedazos se pican aún más fino y se dosifican en distintas asignaturas, sin guardar necesariamente ningún orden cronológico en particular, a otro grupo diferente de alumnos, los que están destinados a aprender ciencias.

¿Debe ser necesariamente así? En la creativa década de los 80, Sagan amamantó intelectualmente a toda una generación de científicos incipientes con un libro y una serie, ambos titulados Cosmos, que presentaban una visión alternativa a la que aprendíamos en la escuela. Sagan hablaba a partes iguales de Shakespeare y de Newton, de la piedra Rosetta y el programa Apolo, de dinosaurios y mitología amerindia. El planteamiento era enormemente fresco para su época, pero tampoco consistía en una innovación radical que no se hubiera propuesto ya repetidamente a lo largo de la historia del pensamiento, desde la Grecia clásica a Bacon, Descartes o la enciclopedia francesa del XVIII. La idea de la epistemología o filosofía del conocimiento nace de la íntima conexión que guardan entre sí los saberes humanos, que comprenden todo lo que existió, existe y existirá.

Sin embargo, no corren buenos tiempos para la curiosidad. Como ya hemos comentado aquí, hoy se tiende a contemplar la ciencia como una navaja suiza de mil usos, y a los técnicos a quienes se encomienda el manejo de esta herramienta se les intenta inculcar un grado de especialización que se acerque cada vez más a la cuna, como en el sistema de castas de Huxley en Un mundo feliz. También es cierto que desde los tiempos de Diderot y D’Alembert se ha acumulado tanto conocimiento que el volumen de información se torna casi inabarcable e inmanejable. En su ensayo Yo, lápiz, el economista Leonard Read escribía que no existe una sola persona sobre la faz de la tierra con todo el conocimiento necesario para fabricar un simple lápiz. ¿Cómo empezar? ¿Por dónde empezar?

Un grupo de académicos se ha propuesto luchar contra este rumbo hacia una sociedad compuesta por ingenieros especializados en enroscar tornillos, ingenieros especializados en desenroscar tornillos, y gente de humanidades sin la menor idea sobre lo que es un tornillo ni ganas de saberlo. Nace así la Gran Historia. «Es una nueva aproximación al conocimiento sobre todo lo que sabemos del Cosmos, la Tierra, la Vida y la Humanidad», expone a Ciencias Mixtas la geóloga de la Universidad de Oviedo Olga García Moreno, impulsora de la iniciativa en España. «Nos da una visión global de la historia desde el Big Bang a la actualidad, a través de los grandes eventos que han condicionado la evolución en el sentido más amplio de la palabra». El proyecto Gran Historia nació en Australia y hoy se explica a través de cursos en universidades e institutos de secundaria de varios países. Su punta de lanza en Europa es la Universidad de Amsterdam. En España, García Moreno ha congregado a un grupo de biólogos, arqueólogos, físicos, geólogos y pedagogos que tratan de promover el desarrollo y conocimiento de la Gran Historia en español.

La Gran Historia es un abordaje interdisciplinar del conocimiento global, algo que cuadra con la experiencia científica de García Moreno. «He tenido que cruzar muchas fronteras entre disciplinas para poder seguir avanzando en el conocimiento», señala la geóloga, que comenzó su trayectoria investigadora recreando rocas naturales en un laboratorio de petrología experimental para después aplicar sus conocimientos a la concepción de nuevos materiales cerámicos en el seno de un equipo de ingenieros, químicos, físicos y biólogos, y de ahí a la geología de los meteoritos o de las rocas más primitivas de la cordillera andina. Fue durante el desarrollo de esta diversa carrera cuando García Moreno entró en contacto con uno de los promotores de la Gran Historia: el geólogo de la Universidad de California en Berkeley Walter Alvarez, descendiente de una saga de emigrantes asturianos de la que ya hemos hablado en este blog y coautor de la teoría del impacto de un gran objeto espacial como causa de la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años.

El año pasado, García Moreno trabajó durante cinco semanas en el laboratorio de Alvarez, una estancia que le descubrió el concepto de la Gran Historia. «El trabajo por el que este geólogo es reconocido une directamente tres regímenes de la Gran Historia, el del Cosmos, el de la Tierra y el de la Vida: la extinción de los dinosaurios y otras especies en el planeta en el límite entre el Cretácico y el Terciario», apunta la investigadora. «Este estudio le hizo reflexionar sobre cómo las contingencias y los imprevistos pueden marcar la evolución de todo el Universo, lo que nos hace recapacitar finalmente cuán improbables somos las personas y la maravilla que significa el que estemos vivos». Por entonces, Alvarez se encontraba cocinando una aplicación de cronología interactiva llamada ChronoZoom en colaboración con la Universidad de Moscú y con otro de los promotores de la Gran Historia, el filántropo cofundador de Microsoft Bill Gates.

Para García Moreno, la Gran Historia es, más que un enfoque científico, una manera de comprender el universo que forja incluso una actitud ante la vida. «Esa visión del mundo y de las personas que Walter tiene a través de los ojos de la Gran Historia hace que trate a todo el mundo como a la persona única y especial que cada uno es, gracias ese cúmulo de continuidades turbulentas y posibles contingencias que han dirigido la evolución del universo», explica la geóloga. «Desde una humildad sincera, un sentido del humor inteligentísimo y una gran experiencia acumulada durante toda su carrera como geólogo alrededor de todo el planeta, trabajar con Walter es lo más enriquecedor y motivador que he hecho en mis años como investigadora».

Como ya hemos comentado aquí en otras ocasiones, no faltará quien pregunte si la Gran Historia, más allá de su propósito pedagógico, sirve para algo. «La Gran Historia aporta perspectiva y amplitud de miras», alega García Moreno. «La especialización nos ha llevado a un gran avance de la sociedad gracias a la tecnología, pero ¿puede la tecnología ayudarnos a seguir avanzando como especie? Algunos de los problemas ambientales y sociales que sufrimos en la actualidad no tienen una solución exclusivamente tecnológica. Muchos investigadores creen que una visión integradora es una posible solución». Con todo, esta mirada con lupa científica a los ámbitos que escapan a las ciencias puras también tiene sus detractores. Algunos estudiosos de la Gran Historia practican una controvertida disciplina llamada cliodinámica, acuñada en 2003 por el biólogo poblacional Peter Turchin y que aplica modelos matemáticos a la descripción y predicción de grandes acontecimientos como las ascensiones y caídas de imperios, crisis, guerras o revoluciones. Esta pretensión de ajustar el devenir histórico de la humanidad a ecuaciones repugna a muchos académicos e hizo clamar a la escritora y psicóloga Maria Konnikova en la revista Scientific American: «Las humanidades no son una ciencia. Dejen de tratarlas como si lo fueran».

Pero más allá de la –siempre estéril– polémica sobre su utilidad, la Gran Historia se alza como un intento fresco de «recuperar el espíritu de los sabios universales de la antigüedad», dice García Moreno. «Nos encontramos en un momento en el que la globalización y la rápida difusión del conocimiento permiten a la especie humana integrar en una visión holística toda la información que se genera día a día a través de la investigación en diferentes campos o disciplinas». Y añade: «Como por ejemplo, a través del blog Ciencias Mixtas…»