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La televisión es solo televisión; no pretendamos que despache cultura científica

Como uno de los pocos españoles a quienes anoche se les hacía bola la opción de deglutir un debate sobre los resultados electorales, y como uno de los cada vez menos que no tenemos televisión de pago ni aunque las operadoras se empeñen en regalárnosla, ayer me vi obligadamente circunscrito a acompañar la cena, tras acostar a los niños, viendo el Discovery Channel, o como se llame aquí. Daban un par de falsos documentales sobre la presunta existencia actual del megalodón, un colosal tiburón de 20 metros que pobló los océanos en el pasado y que se extinguió en el Plioceno, hace unos 2,6 millones de años.

Videomontaje de una cría de megalodón pasando ante la cámara de unos submarinistas. Discovery Channel.

Videomontaje de una cría de megalodón pasando ante la cámara de unos submarinistas. Discovery Channel.

Para quien no lo conozca, explico que Megalodon: The monster shark lives es un programa del género conocido como mockumentary o falso documental, una película de ficción interpretada por actores que aparecen caracterizados como científicos o expertos y que interpretan su guión ante la cámara simulando que se trata de hechos reales. La trama arranca con el supuesto ataque de una desconocida bestia marina a un barco de pesca surafricano que resulta en la muerte de sus ocupantes, lo que motiva una investigación por parte del (tan inexistente como el megalodón) biólogo marino Collin Drake, interpretado por el actor Darron Meyer. El ficticio experto y su equipo organizan una expedición que se queda a un soplido de obtener pruebas concluyentes de la existencia del monstruo, un desenlace estandarizado en el género para mantener la intriga sin desvelar la trampa y el cartón.

Con motivo del estreno de la película, hace un par de años, se levantó en internet un insólito tsunami de protestas contra el canal Discovery por emitir un documental falso sin incluir en él la expresa aclaración de que se trataba solo de eso, una pieza de entretenimiento. Las flechas más aceradas vinieron disparadas desde algunos medios, científicos y blogueros de Estados Unidos, un país donde el canal Discovery existe, creo, desde hace décadas y donde al parecer en tiempos pasados solía emitir piezas de auténtico carácter científico.

Algunas opiniones, por ejemplo, añoraban que la Shark Week –la semana de los tiburones, un ciclo que se repite anualmente en este canal– programaba piezas de verdadero valor documental antes de entregarse al puro espectáculo basado en el sensacionalismo. Por su parte, Discovery reconoció la falsedad del documental, pero lejos de disculparse defendió su derecho a hacer lo que le viniera en gana y repitió al año siguiente con un nuevo mockumentary que mostraba nuevas falsas pruebas de la existencia del megalodón.

Tal vez por aquí la conmoción fue menor, ya que el Discovery existe desde hace pocos años y desde el principio se ha dedicado fundamentalmente a emitir falsos documentales sobre sirenas, alienígenas antiguos y modernos, archivos ocultos, conspiranoias, abominables hombres de las nieves, diluvios universales, bases secretas en la Luna, moscas con cabeza humana y humanos con cabeza de mosca. Por tanto, en nuestro país este canal no se importó desde el principio como una cadena con pretensiones científicas, sino como la versión pinturera de esos divertidos folletines tan típicamente americanos en los que una granjera denuncia que el gobierno ha reemplazado a su marido por un dibujo animado.

Como (ex)científico y periodista de ciencia, tal vez se esperaría de mí que me sumara a la censura hacia esto que algunos dan en llamar telebasura científica. Pero no voy a hacerlo. Seamos serios: la televisión es solo televisión. Acudir a ella buscando cultura científica es como frecuentar un burdel en busca de amor. No niego que tal vez existan programas de divulgación científica de cierto valor (a todos nos vienen a la mente algunos recuerdos), y hasta me atrevería a apoyar la postura estándar de que los canales que reciban fondos públicos deben servir a ciertos valores educativos. Pero la expresión «telebasura» siempre me ha parecido algo redundante; no porque esté en mi ánimo calificar toda la televisión como basura, sino porque quienes hablan de basura se refieren precisamente a lo que muscula el corazón del negocio televisivo. La tele es eso; si se quiere llamar basura, llámese. Pero me permito recordar que hay otras alternativas de ocio.

En lo que se refiere a los documentales de naturaleza, también es cierto que todos suelen tener su cuota de trampantojo. Recordemos los famosos montajes de Félix Rodríguez de la Fuente, por los que fue tan vilipendiado. Incluso el mismísimo David Attenborough fue sorprendido en un renuncio cuando amañó un encuentro con una cobra escupidora. Hoy un personaje que levanta pasiones enfrentadas es Frank de la jungla, tan admirado como aborrecido. Veamos; cualquiera que haya frecuentado espacios naturales, tropicales o no, sabe que en una mañana de caminata a uno no le salen a saludar cinco especies distintas de serpientes, y que en general los animales tienden a huir si tratas de acercarte a ellos. De otro modo, los realizadores de auténticos documentales serían bastante idiotas por pasar semanas en el campo en busca de especies de interés, y los ornitólogos serían imbéciles por ocultarse en hides/blinds si bastara con camuflarse con una gorra de tenis y unos crocs rojos para agarrar cualquier pájaro sin que haga el menor amago de escapar.

Frank de la Jungla.

Frank de la Jungla.

Es innegable que el estilo de aproximación de Frank a las criaturas salvajes es del todo heterodoxo, y que en muchas ocasiones patina estrepitosamente cuando responde a las preguntas de sus acompañantes, que le interrogan sobre las especies como si él fuera un zoólogo (nota: a riesgo de equivocarme, tengo para mí la impresión de que el anterior realizador, creo que se llamaba Nacho, lo hacía con clara intención provocadora irónico-cómica). Todo ello forma parte del espectáculo, de una especie de versión del circo a lo Coronel Tapioca; los programas de Frank de la jungla podrán ser todo lo criticables que se quiera, pero como lo que son, un mero entretenimiento televisivo. Criticarlos en calidad de documentales de naturaleza es como criticar las máquinas de venta de patatas y chocolatinas en calidad de restaurantes.

Repito, seamos serios. O mejor dicho, no lo seamos cuando se trata de televisión. Es solo televisión, y no otra cosa. Los directivos del canal Discovery serán merecedores de todos los epítetos pertinentes por presumir de que consiguieron hacer creer a más de un 70% de su audiencia que el megalodón realmente sigue existiendo. Pero para mí, este dato afea más a la audiencia que al propio canal. Si quieren ciencia, no la busquen en la tele. A pesar de la revolución audiovisual, hay cosas que nunca cambiarán, y la ciencia solo se aprende como se ha aprendido siempre: leyendo y estudiando; en resumen, ejercitando y forzando la mente, por impopular que ello resulte en este imperio del ejercicio físico en el que nos ha tocado vivir.

Pasen y vean tiburones y otras bestias de todos los tamaños

A la espera de conocer en junio todo lo que nos traerá el reboot de la saga Parque Jurásico, a lo largo de estos meses hemos ido conociendo algunos detalles, que ya han sido convenientemente comentados/vilipendiados por expertos y aficionados. Uno de los más restregados es el tamaño del mosasaurio, ese monstruoso reptil marino que, ante los ojos atónitos de miles de espectadores, ejecuta un alehop desde el agua para engullir un gran tiburón blanco de ración como si fuera un arenque en la boca de un delfín. De acuerdo a los paleontólogos, el mayor de los mosasaurios conocidos pudo medir unos 18 metros, un tamaño correctamente recogido en la web de la película; pero muy lejos del animal mostrado en el tráiler, al que se le ha calculado el doble o incluso el triple de esa longitud.

Y si aceptamos mosasaurio como animal de 40 o 60 metros, cabe preguntarse por qué los guionistas no se decantaron por otra opción que habría resultado incluso más impactante: un tiburón devorando de un bocado a otro tiburón. El extinto megalodón (Carcharodon megalodon), un posible pariente del gran blanco –su taxonomía aún se discute–, fue una bestia del Cenozoico (el período posterior al Mesozoico de los dinosaurios) que medía entre 16 metros, según las estimaciones más conservadoras, y 25, de acuerdo a las más arriesgadas. El gráfico de comparación de tamaños con otros animales marinos prueba que no habría hecho falta un gran ejercicio de exageración para recrear a un megalodón tragándose a un gran blanco. Y si alguien objeta que el megalodón no es un dinosaurio ni vivió en el Jurásico, tampoco el mosasaurio cumple ninguna de estas dos condiciones. De hecho, las principales estrellas de la saga, como el T-rex y los velocirraptores, tampoco aparecieron hasta el Cretácico, posterior al Jurásico. Puestos a hacer concesiones…

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Por mucho que innumerables webs y vídeos en internet juren lo contrario, lo cierto es que el megalodón permanecerá extinguido mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy el mayor pez depredador que podemos encontrarnos en los océanos es el tiburón blanco, que con sus seis metros, su prominente dentadura y sus fríos ojos de muñeca ya impone respeto; más aún cuando el cine, con Spielberg a la cabeza, lo ha demonizado como el serial killer de los mares. Y si alguien piensa que en nuestras costas estamos a salvo de aquellos trances en los que se veía envuelto el jefe Brody, que lo piense mejor: el Carcharodon carcharias se encuentra a menudo en el Mediterráneo y, según un estudio publicado en 2003, «parece estar presente alrededor de las islas Baleares durante todo el año». Es más: en marzo de 1969, al suroeste de Mallorca se capturó uno de los mayores ejemplares del mundo, una hembra con una longitud reportada de ocho metros (un tamaño probablemente exagerado, según los autores del estudio).

Pero aunque en estos casos suele decirse que no es tan fiero el león como lo pintan, lo cierto es que el tiburón blanco lo es. O al menos, se destaca en solitario como la especie de tiburón responsable del mayor número de ataques no provocados al ser humano en todo el registro histórico, con 314 (80 muertes), seguido muy de lejos por el tiburón tigre con 111 (31) y el tiburón sarda o lamia con 100 (21), según datos del Archivo Internacional de Ataques de Tiburones, mantenido por el Museo de Historia Natural de Florida. El Mediterráneo es la cuarta región del mundo con más ataques de tiburón blanco, con 26 desde 1876 hasta 2013, solo superado por las aguas del oeste de EE. UU. (101), Australia (64) y Suráfrica (59).

De los tres tiburones más agresivos, el tercero será un desconocido para muchos, ya que no se encuentra en nuestras latitudes. En inglés se le conoce como bull shark, lo que lleva a una frecuente confusión: no es nuestro tiburón toro (Carcharias taurus), el que se puede contemplar en el Zoo Aquarium de Madrid y que en inglés se conoce como sand tiger shark. El sarda o lamia (Carcharhinus leucas), de tres metros y medio, prefiere las aguas tropicales y tiene fama de mal carácter, aunque es posible que muchos de los ataques respondan a encontronazos inesperados debidos a las excéntricas costumbres de este animal: no solo le gustan las aguas someras, sino que tiene una extrema tolerancia al agua dulce y se ha encontrado hasta en la cuenca boliviana del Amazonas, a unos increíbles 4.000 kilómetros río arriba. Prueba del gusto de este tiburón por las aguas poco profundas es el siguiente vídeo publicado este mes, en el que un tiburón sarda de casi tres metros nada junto al embarcadero de una casa particular en Bonita Springs (Florida).

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Pero no todos los tiburones son enormes y temibles. En el extremo opuesto de la tabla de tallas se encuentra una especie que ha sido noticia estos días por haberse encontrado el segundo ejemplar jamás registrado. Investigadores de la Agencia de Océanos y Atmósfera de EE. UU. (NOAA) y de la Universidad de Tulane han identificado un ejemplar del llamado tiburón de bolsillo (Mollisquama sp.) de solo 14 centímetros, del que hasta ahora solo se había documentado otro espécimen hace 36 años en la costa de Perú. Este segundo ejemplar se capturó por casualidad en 2010 en la costa de Louisiana, en el Golfo de México, donde los investigadores estudiaban los hábitos de alimentación de los cachalotes. Los científicos recogieron muestras de alimento que después congelaron, y el pequeño escualo permaneció allí hasta que le tocó el turno del análisis. Los investigadores han publicado su hallazgo en la revista Zootaxa.

En realidad el nombre de tiburón de bolsillo no hace referencia a su tamaño; el animal capturado es un bebé, y el espécimen peruano medía 40 centímetros. El bolsillo es un orificio que posee junto a la aleta pectoral y cuya función aún es desconocida, como casi todo lo demás de esta especie. De momento, el premio al escualo más pequeño sigue en poder del tiburón linterna enano (Etmopterus perryi). Y en este caso la denominación de linterna tampoco le viene por el tamaño, sino por la luz: este pez de 20 centímetros, que hasta ahora solo se ha encontrado en el Caribe colombiano y venezolano, tiene células luminosas en su cara ventral, algo que seguramente le resulta útil a las profundidades de más de 400 metros en las que se ha encontrado.