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El olor del pasado nos ayuda a recordarlo

Cuando Proust escribió el famoso pasaje de la magdalena, el té y el torrente de recuerdos que inundaba la mente del narrador, estaba haciendo algo más que crear un recurso literario: el autor plasmaba una filosofía del tiempo y la memoria que tradicionalmente se ha vinculado con el pensamiento de su coetáneo y conocido Henri Bergson. El filósofo explicaba que la memoria de las experiencias pasadas, con toda su carga emocional, se recuperaba a través de los estímulos primarios de los sentidos. Como el sabor de la magdalena y el té.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

El tiempo ha dado la razón a Bergson en algunos aspectos, aunque tal vez Proust debería haberse referido más bien al olor de la magdalena, y no a su sabor. El olfato y el gusto son dos sentidos que entran en juego al mismo tiempo cuando comemos o bebemos, pero es sobre todo el primero el más rico en matices. Solo percibimos cinco tipos de sabores (puede que seis), mientras que el repertorio olfativo es inmenso incluso para una especie de nariz torpe como los humanos. El número de olores diferentes que podemos detectar prácticamente no tiene límite, y ni siquiera tenemos nombres específicos para ellos: los llamamos por aquello que los produce.

Lo poco que todavía conocemos el olfato se revela en algo sorprendente que hemos sabido en los últimos años: los receptores de olor no solo están presentes en la nariz, sino también en otros órganos y tejidos como el tubo digestivo, músculo, corazón, páncreas, hígado, pulmón y piel. Incluso, al menos en los ratones, hay receptores de olor en los testículos. ¿Para qué? Aún no está muy claro. Pero lo que sí conocemos es la capacidad evocadora de los olores, como ya intuyó Bergson. Como al narrador de Proust, son capaces de traernos a la memoria recuerdos muy remotos junto con los sentimientos que los acompañan, y sin la interferencia de un relato verbal.

Esto último se apoya también en otro rasgo único del olfato: mientras que la información de los demás sentidos pasa por una especie de estación intermedia, el tálamo, antes de dirigirse hacia las sedes del cerebro donde se procesa, los olores entran directamente y sin escalas desde el epitelio de la nariz hacia su destino, el bulbo olfatorio. A nivel práctico, esto se traduce para nosotros en que el olfato tiene ese carácter intuitivo y primario, algo que se refleja también en el lenguaje: me da en la nariz…

La relación entre olfato y memoria ha sido explotada por los científicos para estudiar cómo se forman nuestros recuerdos, cómo se reactivan y cómo se almacenan a largo plazo. Hoy sabemos que las memorias se forman en el hipotálamo, y que durante el sueño se trasladan a la corteza cerebral donde se consolidan como recuerdos a largo plazo. Y los olores ayudan a esta consolidación, como demuestra un nuevo estudio de la Universidad de Montreal (Canadá).

Otras investigaciones han explorado el papel de los estímulos durante el sueño en la formación de la memoria. Aunque aquel mito del aprendizaje de conocimientos escuchando durante el sueño que planteaba Huxley en Un mundo feliz hoy no parece factible, sí es cierto que la reactivación de los recuerdos durante el sueño a través de ciertos estímulos puede ayudar a reforzar el aprendizaje en algunos casos.

Y en esto el olfato tiene una ventaja: «El tálamo sirve en parte como una puerta de acceso de información que se cierra parcialmente durante el sueño, para que podamos dormir sin interferencias de los estímulos que nos rodean», me cuenta el primer autor del estudio, Samuel Laventure. Pero como ya hemos dicho, el olfato no pasa por el tálamo. «Esto sugiere que la estimulación olfativa durante el sueño puede ser particularmente eficaz en comparación con la auditiva».

Los investigadores sometieron a un grupo de voluntarios al aprendizaje de ciertas tareas motoras al mismo tiempo que se les presentaba un estímulo olfativo, olor a rosas. A continuación comprobaron cómo los sujetos recordaban lo aprendido al día siguiente, después de una noche de sueño. Los resultados muestran que el aprendizaje se reforzaba cuando a los voluntarios se les presentaba durante el sueño el mismo olor a rosas que estaba presente durante el experimento. Se supone que la presentación del estímulo reactiva el recuerdo, ayudando en el proceso de consolidación de la memoria transitoria en el hipotálamo como memoria a largo plazo en el córtex.

Además, los investigadores comprobaron que esta estimulación olfativa durante el sueño funcionaba cuando se aplicaba en la fase 2 del sueño no-REM/MOR (NREM2), que se ha asociado previamente a esta consolidación de la memoria. Laventure precisa que «los procesos de consolidación de la memoria motora se producen en gran medida, pero no exclusivamente, durante el sueño NREM2». El estudio, publicado en la revista PLOS Biology, muestra además que la estimulación olfativa deja en el encefalograma una firma típica de la consolidación de la memoria, un patrón de ondas cerebrales llamado husos del sueño (sleep spindles). «Solo la estimulación durante NREM2 produjo cambios significativos en los husos del sueño», aclara el coautor del estudio.

El trabajo de Laventure y sus colaboradores se refiere solo a la memoria motora, no a la declarativa, la que asociamos con los recuerdos. Pero otros estudios sugieren que también es posible reactivar este tipo de memorias mediante estímulos recibidos durante el sueño, mientras el olfato permanece activo, siempre dispuesto a llevarnos de viaje al pasado en busca del tiempo perdido.

Tonterías que se dicen: la inteligencia se hereda de la madre

Desmontar un titular bonito nunca luce; es como recoger la casa después de una fiesta. El problema es que internet ofrece a cualquier aseveración acientífica o seudocientífica el título de verdad por un día, engordando por un mecanismo de reacción en cadena. Y como en los terremotos, luego quedan las réplicas, retroalimentadas por un mecanismo circular típico de las seudociencias.

Los que tenemos como profesión contar la ciencia tenemos dos maneras de tomarnos estos casos: una, en *modo ironía*; otra, en *modo gravedad*, como si se estuviera atacando algún principio sagrado, lo que nos convierte en antipáticos inquisidores modernos. No es agradable ni para uno mismo. El problema es que, con tan buenos y buenas periodistas de ciencia en paro (me consta), leer barbaridades escritas sin el menor criterio ni conocimiento sí agravia y ofende a quienes no reciben de los medios la confianza para poner ese buen criterio y conocimiento al servicio de la información y educación científica del público.

Imagen de J. Y.

Imagen de J. Y.

Esta entradilla viene a cuento de un artículo sobre el que me ha alertado mi amiga y vecina de blog Madre Reciente, publicado en la web guiainfantil.com y titulado «La inteligencia se hereda de las madres». Después de leerlo casi he tenido que ser atendido de urgencias (modo ironía).

El artículo en cuestión sostiene que la madre, más que el padre, transmite a sus hijos los genes relacionados con el «cociente intelectual», ya que «el gen de la inteligencia se encuentra en el cromosoma X» y «como la madre aporta dos cromosomas X (XX), tendría el doble de posibilidades de transmitirla». Por el contrario, del padre se heredan las emociones. La inteligencia, prosigue el artículo, se hereda en un 60%, y luego lleva un impuesto de sucesiones del 40% (perdonen, se me escapa el modo ironía).

El artículo cuenta también un experimento con ratones afirmando que se crearon animales con «más genes paternos o maternos», que estos últimos tenían el cerebro más grande, y que el cerebro tiene, como en la maravillosa película Del revés, dos islas, una de «la alimentación, la supervivencia y el sexo», y otra de «el desarrollo del lenguaje, la inteligencia, el pensamiento y la planificación». Y parece que las células, según tengan más genes paternos o maternos, van a una isla o a la otra.

Quiero aclarar que esto no pretende ser un ataque personal contra la autora del artículo, cuya competencia profesional no cuestiono en materias ajenas a la ciencia. Estoy seguro de que yo escribiría barbaridades del mismo calibre si tuviera que escribir un artículo sobre fútbol, tenis o Fórmula 1. Más bien la responsabilidad es del medio, de ese y de tantos otros, que prescinden de los especialistas pensando que todo el mundo puede escribir sobre ciencia simplemente copiando lo que dicen otras webs, fomentando esa reacción en cadena de la que hablaba. También soy periodista y conozco la presión a la que estamos sometidos, pero nunca debemos permitir que esta presión llegue a quebrantar la ética periodística que esconde un titular.

Como decía Bilbo Bolsón, ¿por dónde empezar? ¡Ah, sí! Comencemos por la premisa inicial, la que según el artículo la ciencia «afirma y confirma»: que el «gen de la inteligencia» se encuentra en el cromosoma X, como al parecer «demostró» el científico estadounidense Robert Lehrke.

¿Quién era Robert Lehrke? Apenas se encuentra información sobre Robert Gordon Lehrke, psicólogo clínico del Hospital Estatal de Brainerd, en Minnesota, que en 1968 leyó su tesis doctoral titulada Sex-linked mental retardation and verbal disability (Retraso mental ligado al sexo y discapacidad verbal). Su área de especialización fue lo que entonces se llamaba «retraso mental». Más allá de su tesis doctoral, que luego se editó en formato de libro, Lehrke apenas dejó un par de estudios publicados, dado que no era un investigador, sino un facultativo. Uno de ellos, un estudio teórico, apareció en 1972 en la revista American Journal of Mental Deficiency, bajo el título «Theory of X-linkage of major intellectual traits» (teoría de vínculo al cromosoma X de rasgos intelectuales principales).

Dado que se trataba solo de una hipótesis sin ninguna demostración, el artículo de Lehrke fue publicado junto con comentarios de otros tres expertos, a los que el propio psicólogo también respondía. Su propuesta resumía el trabajo de su tesis. Trabajando con pacientes con discapacidad mental, había observado un mayor número de hombres que de mujeres en esta población. Examinando un caso descrito en 1943 por Martin y Bell de una familia en la que la discapacidad mental afectaba solo a los hombres, y añadiendo sus propias observaciones, Lehrke propuso que el cromosoma X contenía uno o varios genes cuyas mutaciones producían «retraso mental».

Y de hecho, en esto Lehrke estaba en lo cierto. En esto (y solo en esto, como voy a explicar) su intuición fue visionaria, ya que posteriormente se han identificado hasta 70 síndromes de discapacidad mental ligados al cromosoma X, según una revisión de 2005. Uno de los más conocidos es el Síndrome X Frágil, la segunda causa genética más frecuente de discapacidad mental después del Síndrome de Down, y la enfermedad del caso de Martin y Bell.

Pero en referencia al artículo citado y a otros que probablemente le han servido de inspiración, lo curioso es que sus autores se pasmarían si supieran qué era en realidad lo que Lehrke defendía, porque era justo lo contrario de lo que suponen. Por plantear un símil bastante bestia, lo reconozco, pero también muy intuitivo, sería como si una persona judía se basara en la ciencia nazi para justificar que ellos son diferentes. Lo explico.

La única que parece escribir sobre el trabajo de Lehrke habiéndolo leído antes es Anne Fausto-Sterling, bióloga y genetista estadounidense que ha dedicado su larga y premiada carrera a las cuestiones de género, sobre todo a derribar las falacias presuntamente científicas sobre los roles de ambos sexos. En su libro Myths of Gender: Biological Theories about Women and Men (Los mitos de género: teorías biológicas sobre las mujeres y los hombres), Fausto-Sterling atacaba el machismo de la teoría de Lehrke cuando este afirmaba que, del mismo modo que había más hombres con discapacidad mental, también había mayor proporción de genios, ya que en las mujeres la inteligencia se promediaba entre ambas copias de su cromosoma X, dando como resultado un nivel intelectual medio inferior. No se pierdan lo que Lehrke escribía:

Es altamente probable que factores genéticos básicos, y no el chovinismo masculino, expliquen al menos en parte las diferencias en el número de hombres y mujeres en los puestos que requieren los más altos niveles de capacidad intelectual.

Resumo: Lehrke pensaba que había una razón genética para que las mujeres, según él, estén menos capacitadas de cara al desempeño de trabajos intelectuales. Así, la reformulación correcta del titular del trabajo de Lehrke sería que los hombres heredan la inteligencia de sus madres, y las mujeres heredan la falta de ella.

Pero naturalmente, Lehrke estaba completamente equivocado, como bien se encarga Fausto-Sterling de argumentar aportando datos de la ciencia actual. El problema de Lehrke (aparte de la inevitable sospecha de que trataba de sostener un prejuicio propio) era que extendió sus conclusiones mucho más allá de lo que sus observaciones le permitían. Una cosa es que el cromosoma X contenga ciertos genes cuyas alteraciones provoquen discapacidad mental. Pero de ahí a pensar que ciertas variantes de esos mismos genes le hagan a uno más listo no solo es aventurado, sino que es erróneo. Imaginen un gen críticamente implicado en el desarrollo del ojo. Sus mutaciones podrían resultar en malformaciones, pero esto no significa que algunas formas de ese gen puedan producir ojos más perfectos, más grandes o en mayor número. Simplemente, si el gen funciona como debe, se producen ojos.

El motivo por el que hay más discapacidades mentales en los hombres es el mismo por el que hay más de cualquier otro trastorno ligado al cromosoma X: las mujeres tienen un backup, un segundo cromosoma X que suple las funciones si hay genes alterados. No es que, como dice el artículo, «como la madre aporta dos cromosomas X (XX), tendría el doble de posibilidades de transmitir» nada; no hay una lotería con un bombo en el que se meten dos bolas de un cromosoma para ver si así toca más fácilmente. La madre aporta (siempre) un (y solo un) cromosoma X; en el caso de las niñas, el padre aporta otro. Pero los hombres no tenemos ese backup, por lo que muchas enfermedades genéticas ligadas al X, como la hemofilia, se manifiestan en hombres, mientras que las mujeres son solo portadoras asintomáticas.

Pero además, no existe el gen de la inteligencia, ni varios. Como tampoco hay un gen de la simpatía o del gusto por la danza clásica. Solo unos pocos rasgos parecen (cada vez menos según avanza la investigación genética) ligados a un solo gen. El resto, sobre todo rasgos complejos como la (si es que alguien es capaz de definirla) inteligencia, dependen de muchísimos genes con una interdependencia enormemente compleja. Un gen no produce pelo rubio, orejas grandes o nariz respingona; los genes solo producen proteínas. Y estas participan en multitud de procesos del organismo que interactúan entre sí a través de redes inmensamente complicadas de cascadas bioquímicas, moduladas además por la influencia del entorno en el sentido más amplio, y que resultan en lo que conocemos como fenotipos.

En cuanto al asunto de los porcentajes, a lo largo del siglo XX se desató en la comunidad científica un debate heredado desde el darwinismo llamado Nature versus Nurture, o innato contra adquirido, destinado a determinar cuál era la parte de un rasgo complejo, como las conductas, atribuible a la genética, y cuánto era causado por el ambiente. Este debate se considera hoy abandonado porque la naturaleza de esos rasgos es demasiado compleja incluso individualmente, y más aún con la irrupción de la epigenética que determina la función génica según modificaciones químicas del ADN no codificadas en la secuencia. Hoy se considera que el debate no tiene sentido porque es seudocientífico, es decir, no hay una respuesta demostrable (o más bien falsable); cualquier afirmación que encuentren por ahí sobre porcentajes genéticos y ambientales pertenece al territorio de la autoayuda y la charlatanería, pero no al de la ciencia.

Frenología. Imagen de Wikipedia.

Frenología. Imagen de Wikipedia.

Me quedaría comentar el relato que hace el artículo del experimento de los ratones, pero creo que ya me he extendido demasiado por hoy y que el asunto ha quedado suficientemente claro. Baste decir que, ¡por favor!, la película Del revés, aunque magnífica, era solo eso, dibujos animados; en realidad la tristeza no es un muñequito azul con jersey de cuello vuelto. El cerebro no tiene islas. No hay un trozo de cerebro que podamos poner encima de la mesa y decir: ahí está el sexo, o la soledad. Ojalá: si una persona sufriera un traumatismo encefálico grave, como un disparo en la cabeza, el médico podría decir a los familiares del paciente: «Ha tenido suerte porque solo le ha afectado a la región de la planificación; no podrá volver a hacer planes en el resto de su vida, pero por lo demás estará estupendamente».

Y naturalmente, tampoco el tamaño del cerebro tiene absolutamente nada que ver con la inteligencia. Tamaño y áreas discretas fueron las bases de una teoría del siglo XIX llamada frenología que fue desacreditada en el XX. Ironías del destino, tras la muerte de su impulsor principal, el alemán Franz Joseph Gall, el análisis de su cerebro reveló que su tamaño era inferior a la media, como también era más pequeño de lo normal el de Albert Einstein.

En resumen, la inteligencia se hereda en parte de la madre, en parte del padre, en parte se ve afectada por innumerables factores ambientales, y en parte se desarrolla con esfuerzo y ejercicio mental, aunque nadie puede ni podrá jamás determinar en qué partes; ni en general, ni individualmente. Y en cuanto al artículo, y recordando aquel curso de ética periodística que hace unos años impartía Juanjo de la Iglesia en el Caiga quien caiga, el titular adecuado habría sido «las discapacidades mentales están más frecuentemente ligadas al cromosoma X». Claro que este titular no solo es algo ya conocido desde hace casi medio siglo, sino que tampoco tendría tantos retuits.

¿Saben aquel de la señora que es ciega, pero que ve si cambia de personalidad?

La pasada semana, Mariano Rajoy y Pablo Iglesias se reunieron en secreto para concretar el pacto de gobierno que Podemos y el PP firmarán después de las elecciones con vistas a sumar entre ambos una mayoría absoluta parlamentaria.

Tranquilos, no me he vuelto loco. Estoy seguro de que ninguno de ustedes ha creído una palabra de lo anterior. Ningún lector concedería la menor veracidad a una historia semejante y ningún medio se haría eco de ella. Incluso si yo osara insistir en que es cierta y presentara documentos para avalarlo, estos serían cuestionados y analizados antes de llegar a otorgarles la más mínima credibilidad; y si algún medio se atreviera a mencionar el asunto, lo haría con todas las reservas y salvaguardas. Todo ello, porque sencillamente va en contra de la lógica política, de las reglas del juego e incluso de nuestra experiencia del mundo real.

Entonces, ¿por qué no hacemos lo mismo en cuestiones de ciencia? Hoy recojo aquí un tema que me sopló por teléfono una informante muy próxima, y que de buena mañana me hizo reventar las legañas en las comisuras de los ojos: cuentan por ahí la historia de una señora que es ciega, pero que tiene (podríamos decir, la enorme ventaja de disponer de) personalidades múltiples, y con algunos de esos avatares goza de una visión que ni el mismísimo Afflelou.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Una vez que he dominado las legañas, me entrego a internet y compruebo que, en efecto, bastantes medios están dando cuenta de la historia. Resumiendo: una mujer de 37 años identificada por las siglas B. T. sufrió un accidente hace años tras el cual fue perdiendo la vista hasta quedar completamente ciega. Resulta que la señora alberga dentro de su ser hasta diez personalidades distintas. Mientras estaba sometida a tratamiento, sus doctores descubrieron que, cuando toma el mando alguna de esas personalidades, recupera la visión. Los médicos midieron la actividad eléctrica en el córtex visual y comprobaron que existe o no, según que en ese momento la piel de la señora la ocupe una personalidad u otra, por lo que los doctores concluyen que existe un gating, una especie de control que deja pasar la señal desde el nervio óptico hasta el centro visual del cerebro alternativamente en función de cuál de los personajes esté pilotando. Todo ello se ha publicado en una revista llamada PsyCh Journal.

El problema que pretendo resaltar aquí es que, en cualquier medio que se pretenda serio, una información como esta no puede ofrecerse de manera totalmente acrítica, como ha estado ocurriendo. Si no estoy equivocado, la información apareció primero en la versión española de la BBC. El medio británico goza de un bien ganado prestigio en periodismo de ciencia. Pero curiosamente, la noticia solo aparece en la versión española.

Lo cierto es que la mayoría de los principales medios no han publicado la noticia, muy probablemente guiados por el criterio de que, cuando una historia es muy dudosa y no se tienen argumentos al respecto, lo mejor es mirar para otro lado. Tampoco es la postura más loable; al fin y al cabo se trata de un estudio publicado en una revista científica que describe un caso inédito en la historia de la ciencia, y si lo que dice fuera cierto, sus implicaciones serían revolucionarias.

Si fuera cierto. Pero claro, hay varios indicios sospechosos. Primero, el estudio se publica en una revista china de psicología. La única revista china de psicología de difusión internacional. ¿Por qué un hallazgo como este, jamás descrito antes en la literatura científica y radicalmente novedoso, no se publica en una de las primeras revistas médicas del mundo? ¿Será tal vez que ninguna de ellas se dignaría (¿se ha dignado?) siquiera a solicitar más experimentos a sus autores?

Segundo, y más extraño todavía, en el estudio aparece una nota aclarando que el trabajo es la traducción de otro anterior, lo cual es algo decididamente inusual y estrambótico. Quizá es solo una curiosa coincidencia, pero últimamente se diría que algunas revistas chinas de nueva creación o de reciente internacionalización están publicando estudios sospechosamente llamativos, como he comentado aquí anteriormente. Una revista científica no deja de ser un negocio, y muy rentable. Un estudio discutible y discutido genera visibilidad, difusión y dinero; ningún medio estaría refiriéndose a una revista china llamada PsyCh Journal si no fuera por este trabajo.

Tercero, el estudio asegura que la ceguera de la mujer es psicogénica, no fisiológica; es decir, que no existe ningún daño en sus ojos ni en su cerebro, que los médicos que diagnosticaron anteriormente su caso habían dado por hecho que debía de tener una lesión en el córtex visual al no haber encontrado otra posible causa, y que se habían equivocado. ¿En serio los médicos mandaron a su casa a una mujer que ha perdido la vista sin comprobar si, efectivamente, tenía una herida en el cerebro, simplemente suponiéndolo?

Cuarto, un viejo adagio en ciencia afirma que resultados extraordinarios requieren pruebas extraordinarias. En un caso como este los autores, Hans Strasburger y Bruno Waldvogel, deberían haber sometido a la mujer a infinidad de pruebas adicionales más allá de un simple test de salón de la actividad eléctrica en el córtex visual. Aún más, deberían haber reclutado la colaboración de otros expertos para que examinaran el caso desde distintos ángulos y replicaran independientemente sus propias mediciones. La pobre señora B. T. ya tiene bastante sufrimiento con su situación. Pero o se investiga hasta el final, o nada de esto resulta significativo de cara a su mejora.

Desde un punto de vista más general, si esto es tan difícil de creer como lo de Iglesias y Rajoy es por varias razones relativas a lo que la ciencia conoce hasta ahora, o no conoce. En primer lugar, dar por hecho que la señora tiene personalidades múltiples ya es pasarse de frenada. El anteriormente conocido como desorden de personalidad múltiple, hoy llamado Trastorno de Identidad Disociativo, ha dado grandes momentos al cine, desde Norman Bates y su madre hasta John Cusack encerrado en un motel con todos sus avatares. Pero muchos psiquiatras dudan de que realmente exista. Es, como mínimo, un trastorno controvertido. El hecho de que figure en la biblia de la psiquiatría, el Manual Estadístico y Diagnóstico de Desórdenes Mentales (DSM), no es suficiente aval para muchos profesionales; el director del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, Thomas R. Insel, reprochó al manual su «falta de validación científica».

Las razones que esgrimen muchos especialistas para mantenerse escépticos es que el susodicho TID se ha probado falso en muchos pacientes. El trastorno se puso de moda en Estados Unidos en los años 80 a través de una oleada de casos que inspiraron la última película de Alejandro Amenábar, Regresión, y que se conocieron como Abuso Ritual Satánico (ARS) (recientemente escribí un reportaje sobre el tema). En los casos más mediáticos y llamativos se demostró que nunca existieron tales abusos y que el trastorno fue iatrogénico, es decir, provocado por la propia terapia. Dicho de otro modo, eran recuerdos implantados por los terapeutas. Y los más críticos suelen arrojar la sospecha de que quienes fundaron este trastorno y se especializaron en su tratamiento amasaron enormes cantidades de dinero gracias a él.

No solo el trastorno que Strasburger y Waldvogel dan por hecho es dudoso para muchos especialistas. La relación entre cognición y percepción, como la que parece justificar la dualidad de B. T. entre ciega y vidente, también ha alimentado mucho debate científico. Algunos estudios afirman, por ejemplo, que el hecho de llevar una mochila pesada a la espalda influye en nuestra percepción de las distancias a recorrer o de la inclinación de las pendientes (una revisión reciente aquí), o que la tristeza altera cómo vemos los colores. Pero estos resultados han sido duramente descalificados por otros expertos. Y aunque se han descrito anteriormente otros casos de ceguera sin ningún defecto fisiológico aparente, el concepto de enfermedad psicogénica tampoco goza de aceptación unánime.

En un caso como el de esta señora, la postura natural para un científico debería ser la de partir de la hipótesis nula, y abandonarla solo cuando una avalancha de pruebas se empeñara en gritarle al oído que no es válida. Por ilustrarlo con un ejemplo extremo, existe un trastorno llamado Síndrome de Cotard, cuyos afectados creen estar muertos. Si una persona entra en la consulta de un psiquiatra y la toma de contacto lleva al médico a sospechar que el paciente cree haber fallecido, nunca se le ocurriría practicarle un electroencefalograma para refutarlo. Pero si lo hiciera, ni siquiera un EEG plano llevaría al psiquiatra a considerar que está tratando a un zombi, antes de haber descartado absolutamente todas las hipótesis alternativas.

¿Y cuáles son? En primer lugar, la más obvia: que la señora esté fingiendo. Repasando la bibliografía científica, parece que algunas investigaciones demuestran la posibilidad de engañar a la máquina en los ensayos de potencial evocado como el que los investigadores han empleado con la paciente (por ejemplo aquí, aquí y aquí). Incluso en los casos en que se asegura que este análisis es en general fiable, los expertos sugieren que los resultados deben evaluarse en el contexto de un examen clínico más amplio. O en otras palabras, que no bastan para decidir fehacientemente si alguien ve o no ve.

Los expertos apuntan como uno de los defectos de estos ensayos que a veces la señal del potencial –es decir, la reacción de la corteza visual del cerebro– puede aparecer desfasada respecto al estímulo –el momento en que el ojo ve–; bien por una interferencia inducida por el método de medición, o bien por una deformación voluntaria de la señal provocada por el propio sujeto del experimento. Si este último fuera el caso de B. T., el resultado podría estar enmascarando una señal positiva en las situaciones en las que supuestamente es incapaz de ver.

Una de las posibles maneras de engañar a la máquina aparece de hecho mencionada en el estudio. Los autores apuntan la hipótesis de que algunas personas sean capaces de desenfocar voluntariamente la visión hasta el punto de anular la respuesta cerebral. Strasburger y Waldvogel no han refutado esta posibilidad. Como mínimo, habría sido lógico que extendieran su estudio para comprobar con otros sujetos si este efecto puede lograrse de forma voluntaria en las mismas condiciones experimentales.

En resumen, el caso es insólito e interesante, pero de acuerdo a la literatura publicada aún parecen quedar por delante muchas preguntas antes de afirmar a la ligera que una paciente con personalidades múltiples es ciega o vidente, según. Y en cualquier caso los medios no deberían tener miedo a informar de historias como esta, siempre que se haga desde un planteamiento crítico y escéptico.

¿Cómo ‘ven’ los animales el campo magnético terrestre?

Con todo lo listos y complejos que somos los humanos, solemos andar algo perdidos cuando se trata de capacidades que escapan a la experiencia de nuestra especie, pero que para otros organismos más simples son pan comido. Dado que aún no podemos comunicarnos con otras especies (pero no lo descarten), no pueden contárnoslo, y así nos resulta difícil describir, y no digamos comprender, cómo las feromonas guían a un macho hasta una hembra en celo, cómo las plantas se advierten unas a otras de un peligro, o cómo los animales con camuflaje activo adaptan los colores, los patrones y las texturas de su cuerpo para parecerse a lo que tienen alrededor.

Imagen digital del documental 'Winged Migration' (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Imagen digital del documental ‘Winged Migration’ (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Algunas de estas capacidades no humanas las estamos descubriendo poco a poco, a veces casi por casualidad, o al menos gracias a que en ocasiones nos damos cuenta de su existencia a través de observaciones anecdóticas. Un ejemplo es el magnetismo. Todo niño humano aprende rápidamente que un campo magnético es invisible; no hay nada que podamos ver y que sea responsable de que esa pequeña figurita del Big Ben se quede pegada a la puerta de la nevera sin caerse. Pero si alguna vez sus hijos le preguntan por qué, no tema: en este caso podrá responderles con tranquilidad que ni siquiera los científicos lo saben.

Bien, esto no es del todo cierto. El magnetismo es algo perfectamente descrito y conocido. Pero en todo aquello que llamamos «acción a distancia», sin que medie ninguna interacción física, ya podemos parir ecuaciones para explicarlo y predecirlo, pero nunca llegaremos a interiorizar cómo se produce. Sucede también con la gravedad o con un fenómeno físico llamado entrelazamiento cuántico, por el cual dos partículas separadas pueden estar sincronizadas en sus propiedades de modo que una cambia en función de lo que le suceda a la otra, sin que sepamos cómo lo logran. Incluso Einstein lo puso en duda llamándolo «spooky action at a distance«, con un adjetivo que viene a significar algo raro y asombroso que asusta un poco. Pero el hecho es que ocurre.

En el caso del magnetismo, nuestra sensación como humanos podría ser esa que uno tiene cuando todos los demás hablan de una fiesta a la que no nos han invitado, porque el progreso de la investigación nos está revelando cada vez más casos de animales que son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, eso que para nosotros es completamente invisible y para lo cual tuvimos que inventar la brújula. Desde hace tiempo sabemos que el magnetismo terrestre guía las largas migraciones de las aves o las mariposas, pero a lo largo de los años se ha descrito la orientación magnética en animales tan dispares como abejas, termitas, ratones, bacterias, ratas topo, langostas, peces, tortugas marinas, lobos y murciélagos. Es decir, casi todos, ¿menos nosotros?

Es más: hace unos años se suscitó un interesante debate científico a raíz de un estudio según el cual las vacas y los ciervos preferían alinearse con el campo magnético terrestre norte-sur, algo que no sucedía donde había fuertes interferencias electromagnéticas locales, como líneas de alta tensión. El debate surgió cuando otros estudios no lograron reproducir estos resultados. Pero es que en 2013, un grupo de investigadores checos y alemanes describió que los perros tienden a orinar y defecar según las líneas magnéticas norte-sur. Según el estudio publicado en la revista Frontiers in Zoology, «los perros prefieren excretar con el cuerpo alineado a lo largo del eje norte-sur en condiciones de campo magnético calmado. Este comportamiento direccional se anula con campo magnético inestable». Los científicos añadían que esto explicaba el porqué de tanta vuelta antes de ponerse a ello. Y desde aquí pido a los propietarios de perros una contribución a la ciencia ciudadana: que saquen a pasear a sus animales brújula en mano y que informen de sus observaciones.

Pero entremos en materia: ¿cómo lo hacen todos ellos? El año pasado expliqué aquí una hipótesis según la cual las aves literalmente podrían ver el campo magnético en forma de líneas azules en el aire, gracias a un efecto cuántico en moléculas de su retina sensibles a la luz de este color. En 2012, dos investigadores de EE. UU. descubrieron neuronas en el cerebro de las palomas que registran la dirección y la fuerza del campo magnético. Estas neuronas serían las responsables de recoger la información detectada por algún órgano sensor del magnetismo, y de entregarla a su vez a alguna estructura cerebral encargada de construir un mapa. En cuanto a lo primero, tenemos la hipótesis de la retina, pero también hay indicios de que el oído interno podría tener algo que decir. Y en cuanto a lo segundo, algunos científicos proponen que podría tratarse del hipocampo, la región cerebral donde se ha ubicado la memoria de localización.

Ilustración de la 'antena magnética' descubierta en el gusano 'C. elegans'. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ilustración de la ‘antena magnética’ descubierta en el gusano ‘C. elegans’. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ahora, lo nuevo: esta semana, un equipo de investigadores de la Universidad de Texas en Austin y la Universidad Estatal de Illinois (EE. UU.) ha publicado un estudio en la revista eLife que descubre la existencia de una especie de antena magnética en un minúsculo gusano nematodo del suelo llamado Caenorhabditis elegans, un animal muy utilizado como modelo de laboratorio. Los científicos observaron algo enormemente curioso: mientras que los gusanos nacidos en Texas excavan hacia abajo en vertical en busca de alimento, los procedentes de otros lugares del planeta, como Inglaterra, Hawái o Australia, lo hacen en un ángulo respecto al campo magnético que corresponde precisamente a lo que sería hacia abajo si estuvieran en sus países de origen. En concreto, los gusanos australianos emigran hacia arriba.

Sorprendidos por este peculiar fenómeno, los investigadores situaron a los gusanos en un campo magnético artificial orientable a voluntad, comprobando entonces que cambiaban la dirección de su movimiento en consonancia. Y descubrieron además que todo esto no sucede en gusanos que llevan alteradas unas neuronas especializadas llamadas AFD, que los C. elegans emplean para detectar la temperatura y los niveles de dióxido de carbono. Así, los científicos han podido comprobar que estas neuronas se activan en respuesta al campo magnético. Según el codirector del estudio, Jonathan Pierce-Shimomura, esto supone el descubrimiento de la primera neurona magnetosensible, y eso que hasta ahora ni siquiera se sabía que los C. elegans fueran capaces de orientarse por el campo magnético. «Hay posibilidades de que otros animales más monos [sic: cuter], como mariposas y aves, empleen las mismas moléculas», ha dicho el investigador.

Así, ya conocemos algo más de cómo algunos animales ven, o sienten, el campo magnético. Y una vez más, ¿los humanos no hemos sido invitados a esta fiesta? No lo den por hecho: en 2011, un intrigante estudio publicado en Nature reveló que una proteína de la retina humana es capaz de guiar la orientación magnética de las moscas cuando se les elimina la suya y se reemplaza por la nuestra. Y esta molécula, llamada criptocromo, es precisamente la versión humana de la que he mencionado más arriba para los pájaros. Es evidente que nosotros no vemos líneas azules en el aire (yo, al menos); pero algunos experimentos controvertidos sugieren que incluso los humanos tenemos una cierta sensibilidad al campo magnético terrestre. En 2014 la investigadora Sabine Begall, de la Universidad de Duisburgo-Essen (Alemania), coautora de los estudios que descubrieron la supuesta capacidad de orientación magnética en vacas y perros, decía lo siguiente en un podcast para NPR News:

Después de publicar nuestro primer estudio sobre el ganado –en 2008– recibimos un montón de llamadas de gente de todo el mundo. Y decían, oye, yo también puedo detectar el campo magnético. Y al principio yo pensaba, bah, no puedo creérmelo. Pero sabes, entre ellos había hasta un ganador del premio Nobel. Y entonces dije, ¿eh?, tal vez hay algo en la historia de que las personas pueden detectar el campo magnético.

Por si fuera poco, desde el año 2000 sabemos también que los taxistas londinenses con un mejor conocimiento del mapa de su ciudad tienen agrandado el hipocampo (otro estudio lo confirmó en 2011), esa región del cerebro en la que almacenamos los mapas mentales y en la que, algunos creen, podría integrarse la orientación magnética de las aves. Y al fin y al cabo, todos los invitados a la fiesta, desde el gusano C. elegans hasta los perros, comparten algún ancestro común que es también nuestro. ¿Acaso los humanos hemos olvidado esta capacidad?

Más razones para sospechar que el alzhéimer es un peaje evolutivo

No se puede ser bueno en todo; quien mucho abarca, poco aprieta, y no se puede estar en misa y repicando. Son expresiones populares y refranes que condensan lo que en su aplicación a la biología se conoce como trade-offs evolutivos (peajes, en mi traducción libre), y que expliqué ayer. Para ahorrarles el clic, resumo que desde tiempos de Darwin se sabe que las adaptaciones ventajosas al entorno a menudo tienen un precio, en forma de otras desventajas asociadas que pueden ser más o menos perjudiciales según el caso, pero de modo que el balance final compensa. El repertorio de adaptaciones de los seres vivos al medio en el que viven es como una sábana demasiado pequeña; si se tira de ella para cubrir una parte del cuerpo, otra tirita de frío.

En el caso de los humanos, es natural que existan estos trade-offs. Los peajes aparecen con frecuencia en casos de hiperespecialización. Y para hiperespecializados, nosotros: los Homo sapiens somos un ejemplo extremo del problema de tener todos los huevos en la misma cesta. De las millones de especies que habitan este planeta, actualmente solo una, nosotros, ha discurrido por el camino evolutivo de desarrollar la capacidad intelectual que nos permite hacer cosas como escribir este artículo o leerlo. De hecho, quienes más cerca estuvieron también de ello, como los neandertales, sufrieron el destino de la extinción.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Este camino no es una vía hacia ninguna clase de perfección, sino simplemente una opción evolutiva más, que en el caso del ser humano le ha resultado ventajosa; pero la típica estampa de los homininos primitivos caminando en fila detrás de un humano moderno ha transmitido la falsa impresión popular de que la evolución es lineal y que nuestros ancestros eran personas a medio hacer cuyo propósito era servir de modelos intermedios, como en una serie de fotos de un edificio en construcción. La biología no funciona así: en cada momento de la historia, cada una de las especies antecesoras del Homo sapiens estaba bien adaptada a sus circunstancias, como demuestra su éxito evolutivo. Chimpancés, gorilas y orangutanes no están a medio evolucionar, como falsamente sugieren las mil y una películas de El planeta de los simios; de hecho, son inmejorablemente aptos para sobrevivir en su entorno, y hay estudios que sugieren que los chimpancés están realmente más evolucionados que nosotros, ya que su selección natural ha sido más intensa.

Entre los trade-offs estudiados en los humanos hay algunos relacionados con la reproducción. Por ejemplo, los altos niveles de testosterona en los hombres son beneficiosos durante la juventud, pero exponen a mayor riesgo de cáncer de próstata en la vejez. También se cree que la existencia de una reserva de ovocitos en el ovario femenino para toda la vida fértil tiene la ventaja de generar ciclos regulares, lo que facilita la regulación de la reproducción; el inconveniente aparece cuando se agota esta reserva, con la menopausia y sus síntomas.

Pero como es natural, gran parte de los trade-offs propuestos para los humanos afectan a nuestro rasgo más sobresaliente, el cerebro. En 2011, un estudio reveló que la típica reducción del volumen cerebral que aparece en los humanos con la llegada de la vejez no existe ni siquiera en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, y que parece estar relacionada con nuestra mayor longevidad. Los investigadores planteaban la posibilidad de que se trate de un trade-off evolutivo cuya contrapartida es la propensión a desarrollar enfermedades neurodegenerativas propias de la edad, como el alzhéimer.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

También en 2011, una revisión sobre el enfoque evolutivo del alzhéimer repasaba varias propuestas relativas a cómo los sofisticados procesos destinados a construir y estabilizar nuestra estructura cerebral, manteniendo una plasticidad necesaria durante la larga maduración humana, pueden tener un coste bioenergético en forma de lesiones a edades avanzadas. Algunos investigadores sugieren que el riesgo de padecer alzhéimer a los 85 años es del 50%, y que si llegáramos a cumplir los 130 todos los humanos lo padeceríamos.

Los autores de la revisión, Daniel Glass (Universidad Estatal de Nueva York) y Steven Arnold (Universidad de Pensilvania), destacaban un dato curioso: de los tres alelos (versiones de un gen) de la apolipoproteína E (APOE) que se relacionan diferencialmente con el riesgo de padecer alzhéimer, el que se asocia con un mayor riesgo, APOE ε4, es la forma ancestral que aparece en nuestros parientes y ancestros evolutivos. La forma neutral y la ventajosa (ε3 y ε2 respectivamente) han aparecido exclusivamente en los humanos. ¿Por qué el alelo ε4 sencillamente no ha desaparecido? Una respuesta evidente sería que no afecta a esa «reproducción del más apto» en la que ayer dejábamos la expresión de Darwin. Pero parece que hay algo más; el gen APOE está implicado en muchos procesos, y algunos estudios sugieren que el alelo ε4 confiere otras ventajas, como protección frente al riesgo cardiovascular en respuesta a estrés mental (el típico infarto por susto), frente al daño hepático inducido por virus, y frente al riesgo de abortos espontáneos. De nuevo, un caso de la pleiotropía antagónica que definíamos ayer; es decir, más trade-offs.

Así, el estudio que comenté anteriormente no es el primero que propone la posibilidad de que el alzhéimer sea un trade-off evolutivo que impondría una restricción esencial a la prolongación de nuestra longevidad. En este nuevo trabajo, los investigadores revelan que dos de los genes que muestran señales de selección positiva en humanos son SPON1, que participa en la construcción del andamiaje de los axones y se une a la proteína precursora amiloide impidiendo su ruptura, y MAPT, responsable de la proteína tau que estabiliza la estructura en la que se apoyan las neuronas. Curiosamente, ambas son responsables de nuestra avanzada estructura cerebral, y sus hipotéticos fallos de funcionamiento producirían precisamente dos de los síntomas típicos del alzhéimer, la acumulación de beta amiloide y las madejas de proteína tau. A la vista de estos resultados, la sospecha de que el alzhéimer es el resultado de un trade-off evolutivo parece casi inmediata.

La conclusión es que tal vez esto no nos deja demasiada esperanza a la hora de luchar contra algo que los clínicos ven solo como una enfermedad (y desde el punto de vista patológico no cabe duda de que lo es), pero que para muchos biólogos es además algo más profundo y complejo, el doloroso peaje evolutivo de una larga vida. Como decíamos arriba, los humanos actuales no somos una forma perfecta de nada, sino otra especie más en su incesante camino evolutivo. Y en este breve instante de la historia de la vida en la Tierra que es la civilización, los humanos padecemos alzhéimer.

Si acaso, nuestros descendientes lejanos podrían tener algo más de suerte: dado que actualmente el alelo de APOE más prevalente en la población es el neutral ε3 –el 95% de los humanos tiene al menos una copia–, y que tal vez esto sea simplemente un efecto de la deriva genética (fenómeno que, a diferencia de la selección natural, conserva y extiende en las poblaciones versiones de los genes que no son beneficiosas ni perjudiciales, sino simplemente neutras), según Glass y Arnold sería de esperar que en el futuro el alelo dañino ε4 desapareciera de las poblaciones humanas. Así, al menos el alzhéimer no sería una funesta inevitabilidad para los futuros humanos que sobrepasarán con creces el siglo de vida.

Alzhéimer, ¿el peaje de un cerebro privilegiado?

Creo que nunca he escrito una palabra sobre Aubrey de Grey y sus proclamas de que hoy está viva la primera persona que vivirá mil años. Y nunca he escrito sobre él porque no me creo una palabra. Soy radicalmente escéptico respecto a esas promesas de cuasiinmortalidad. Como mínimo, me parecen infundadas y veleidosas, por utilizar los adjetivos más asépticos que se me ocurren y no los que realmente tengo en mente. Este discurso le ha servido al investigador británico para pronunciar miles de conferencias, escribir exitosos libros y captar la atención de los medios de todo el mundo; incluso un diario español ha utilizado durante mucho tiempo una portada con las afirmaciones de De Grey en los anuncios de sus promociones en televisión, se supone que como gancho publicitario. Es probable que estas aseveraciones vendan más periódicos que la realidad: que todos vamos a morir, como viene ocurriendo. Otros científicos han criticado las proclamas del británico, haciendo notar, como prueba más tangible, que todo su discurso aún no se ha traducido en una sola investigación concreta que haya demostrado alargar la vida.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Tal vez no por casualidad, el optimismo en esta materia suele encontrar más predicamento en el bando seco, el que trabaja con máquinas y no con células. De hecho, y aunque De Grey se presente como gerontólogo biomédico, lo cierto es que su formación de origen es en ciencias de la computación, y Cambridge le concedió el doctorado a través de un régimen especial que permite a los licenciados de aquella universidad obtener el grado de doctor con la sola demostración de publicaciones relevantes, aunque no vengan acompañadas por ninguna investigación real. En el caso de De Grey, se le concedió el doctorado gracias a un libro teórico sobre el envejecimiento por oxidación en la mitocondria, la central de energía de las células. Todo sin tocar una sola pipeta para apoyar sus visiones en algún resultado real.

Por desgracia para todos, más fundamento tiene la postura del pesimismo. Es indudable que la ciencia y la tecnología han conseguido alargar nuestra esperanza de vida en décadas, y parece seguro confiar en que aún no hemos llegado al límite de nuestro potencial de longevidad. Tal vez a lo largo de este siglo las personas centenarias lleguen a convertirse en algo relativamente común a nuestro alrededor. Pero muchos científicos también señalan que el vivir más años tiene su precio en forma de enfermedades neurodegenerativas, como el alzhéimer y el párkinson, o de errores en la maquinaria celular, como ese amplísimo espectro de patologías al que denominamos cáncer. A todos nos gustaría vivir más, pero sin tener que pagar los terribles peajes de una vida más larga.

Y por desgracia para todos, difícilmente vamos a librarnos de ellos. Un nuevo estudio, aún sin publicar, viene ahora a remacharnos la molesta sospecha de que nuestros males de ancianos no son algo fácilmente separable de lo que somos, y por tanto condenadamente recalcitrantes en la especie humana, mal que nos pese. Un equipo de investigadores chinos ha construido un atlas cronológico de la selección natural en el genoma humano durante el último medio millón de años; es decir, una historia natural de cómo la evolución ha ido dando forma a lo que somos hoy, desde mucho antes de que fuéramos lo que somos hoy.

Hace unos meses ya comenté aquí un estudio (todavía pendiente de publicación según el lentísimo y ya obsoleto procedimiento tradicional) cuyos autores habían buscado señales de selección positiva en 83 genomas humanos, incluyendo genomas antiguos, durante los últimos 8.000 años. Se trata de encontrar genes (y por tanto, rasgos) que se hayan generalizado en una población debido a la presión que ejerce el entorno sobre la supervivencia. En aquel caso, los científicos descubrieron que la vergüenza del clásico español bajito está injustificada, ya que la corta estatura fue una adaptación evolutiva que ayudó al éxito de los ibéricos.

Con fines similares, los investigadores chinos han rastreado los genes de 90 humanos actuales de tres poblaciones diferentes, apoyando su comparación en el genoma neandertal y en los de tres humanos antiguos, de 45.000, 8.000 y 7.000 años respectivamente. Su propósito era encontrar señales de la evolución en nuestro ADN: signos de selección positiva, negativa o de equilibrio. En el primer caso se trata de formas de genes que confieren ventajas frente al entorno y por tanto tienden a mantenerse en la población, lo contrario que los segundos. En cuanto a la tercera opción, se produce cuando es ventajoso mantener distintas versiones de un mismo gen; un ejemplo clásico es la anemia falciforme, cuyos heterocigotos (quienes poseen una copia del gen sano y otra del enfermo) son resistentes a la malaria, lo que les favorece frente a quienes no llevan la forma defectuosa.

El modelo empleado por los investigadores revela más de 800 posibles señales de selección positiva en los genomas humanos actuales, cubriendo más de un 2% del genoma. Particularmente, estos genes afectan sobre todo al cerebro y al esperma. Con todos los datos, los científicos dibujan una crónica de la selección positiva en el genoma humano a lo largo de 30.000 generaciones. Pero lo más interesante del estudio se refiere a los genes relacionados con el cerebro. Algunos genes seleccionados antes de la separación completa entre humanos y neandertales están asociados con las capacidades cognitivas, la interacción y la comunicación social, como en el caso de dos genes ligados a los trastornos del autismo, AUTS2 y SLTM.

Pero sobre todo, cinco genes que muestran señales de selección positiva coincidiendo con la aparición de los humanos modernos tienen algo en común: todos ellos ejercen funciones cerebrales importantes que se vinculan con el desarrollo del alzhéimer. «Especulamos que la ganancia de función cerebral durante la aparición de los humanos modernos puede haber afectado sobre todo a la formación de conexiones sinápticas y la neuroplasticidad, y esta ganancia no se obtuvo sin un precio: puede haber conducido a un aumento en la inestabilidad estructural y la sobrecarga metabólica regional que resultaron en un riesgo más elevado de neurodegeneración en el cerebro envejecido», escriben los autores. De hecho, añaden, «la enfermedad de Alzheimer continúa siendo algo único en los humanos, ya que aún no se han obtenido pruebas patológicas firmes de alzhéimer, sobre todo de la neurodegeneración relacionada con el alzhéimer, en los grandes simios».

Ahí lo tienen: triste, pero cierto. O al menos, más plausible que las proclamas fantasiosas (vaya, ya lo he dicho) de De Grey. Para un infortunio del que precisamente gracias a ello somos conscientes, el envejecimiento no es solo oxidación, o ni siquiera telómeros. Personalmente, y si llega a tocarme, siempre he pensado que no me merecerá seguir adelante con la partida el día en que me pregunte quiénes demonios son las personas con las que estoy jugando. Claro que, si llega ese día, tampoco me acordaré de lo que siempre he pensado.

Por qué Enrique Iglesias tiene los órganos cambiados de lado

No, no se trata de ninguna metáfora ni de un gancho periodístico: Enrique Iglesias, Enrique Miguel Iglesias Preysler, el mismo que viste (gorra) y calza (lo que sea que calce, que lo ignoro), el de la Experiencia Religiosa, tiene los órganos laterales cambiados de lado, como la imagen en un espejo de cualquiera de nosotros: el corazón a la derecha (insisto, sin metáforas), el hígado a la izquierda, etcétera. El hijo menor de Julio Iglesias e Isabel Preysler es un caso de situs inversus, una condición que aparece en una de cada 20.000 personas y que afecta a la lateralidad de la simetría corporal.

Enrique Iglesias, estudiando la simetría corporal durante un concierto en Australia. Imagen de Eva Rinaldi / Wikipedia.

Enrique Iglesias, documentando su simetría corporal durante un concierto en Australia. Imagen de Eva Rinaldi / Wikipedia.

El situs inversus es un fenómeno conocido desde antiguo, pero no así sus causas genéticas. Los estudios sugieren un panorama aún confuso: una herencia autosómica recesiva –es decir, ligada a un cromosoma no sexual y que debe recibirse de ambos progenitores para manifestarse–, pero también quizá vinculada al cromosoma sexual X.

Tradicionalmente, los casos en que un fenotipo –rasgo concreto– no mostraba una herencia claramente mendeliana –debida a un solo gen, dominante o recesivo– han sido complicados de estudiar. Hoy, con más de 100.000 genomas humanos secuenciados y con potentes herramientas bioinformáticas, los llamados estudios GWAS (siglas en inglés de Estudios de Asociación de Genoma Completo) permiten desentrañar fenotipos más complejos, como los que están gobernados por conjuntos de genes con diferentes contribuciones.

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El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.

Este descubrimiento sobre la malaria salvará las vidas de miles de niños

La malaria es el problema de salud número uno del planeta Tierra. No hay otra enfermedad que sea al mismo tiempo tan ampliamente devastadora, tan resistente al progreso de las investigaciones destinadas a combatirla, que se cebe especialmente con los más indefensos, sobre todo niños, y que históricamente haya recibido tan escasa atención y financiación. Según la alianza Roll Back Malaria (RBM), liderada por Naciones Unidas y el Banco Mundial para coordinar los esfuerzos contra esta epidemia sin fin, en 2007 los fondos para la lucha contra la malaria en todo el mundo ascendieron a 1.500 millones de dólares. Como comparación, en 2004/2005 el gasto global en investigación contra el cáncer fue de 14.030 millones de euros.

Noticia fresca: la desatención y el tradicional encogimiento de hombros en los países desarrollados –absolutamente cualquier otra causa concita más adhesiones; una manifestación exigiendo la erradicación de la malaria podría convocarse en una cabina de teléfonos, si aún existieran– se deben a que a nosotros no nos afecta. Aunque quizá no muchos sepan que el último caso de malaria en España se dio en 1964. La enfermedad lleva solo medio siglo extinguida en Europa, y últimamente los expertos vienen advirtiendo de que el aumento global de las temperaturas barrerá hacia el norte la distribución de las enfermedades tropicales. Si esto sirve como eslogan publicitario para captar el interés del público europeo, bienvenido sea. Pero lo que realmente debería revolvernos las tripas hasta el vómito es el hecho de que cada minuto la malaria mata a un niño en África.

Incluso cuando los pantanos europeos eran zona de riesgo para contraer ese «mal aire», la «mala aria«, la amenaza nunca ha sido comparable a la que sufren los africanos. La forma predominante del plasmodio, el parásito responsable, era aquí Plasmodium vivax, relativamente benigno. En África el mayor riesgo se debe a la especie más maligna, P. falciparum. Entre las manifestaciones más letales de la enfermedad, los colonos europeos en África pronto conocieron la llamada blackwater fever, la fiebre del agua negra, llamada así porque la hemoglobina en la orina le confería un color oscuro. En la película Memorias de África el amigo de Denys Finch-Hatton (Robert Redford), Berkeley Cole (Michael Kitchen), muere de blackwater fever, aunque en realidad el personaje histórico falleció de un no tan romántico ataque cardíaco.

Los casos de blackwater han disminuido desde que se redujo el empleo de quinina para tratar la malaria, lo que llevó a sospechar una posible interacción de este compuesto como detonante de esta forma de la infección. En cambio, otra derivación de la enfermedad no ha perdido fuelle, y se trata de la que se cobra las vidas de millones de pequeños. Es la malaria cerebral. Cuando el parásito, embozado en los eritrocitos, logra saltar el muro que separa la sangre del sistema nervioso central, la supervivencia es una apuesta a la ruleta. Incluso con tratamiento, no hay nada que se pueda hacer sino contemplar la evolución del coma. De un 75 a un 85% logran superarlo; el resto mueren. A menudo, los que sobreviven conllevarán las secuelas durante el resto de sus vidas, en forma de daños neurológicos y cognitivos.

La doctora Terrie Taylor con uno de sus pacientes. Imagen de Jim Peck, MSU.

La doctora Terrie Taylor con uno de sus pacientes. Imagen de Jim Peck, MSU.

Es por todo esto que la doctora Terrie Taylor, osteópata y especialista en enfermedades tropicales de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.), es mi nueva heroína. Desde 1986 Taylor se dedica a combatir la malaria, a la que se refiere como «el Voldemort de los parásitos». Durante seis meses al año libra la batalla en Malawi, donde investiga y trata a los pacientes, mayoritariamente niños. Imagino que en estos casi tres decenios ha perdido a más criaturas enfermas de lo que cualquiera aguantaría sin arrojar la toalla o perder la cabeza. Pero gracias a su persistencia, ha logrado confirmar cómo la malaria cerebral mata a los niños. Y aunque los tratamientos aún tardarán, es más que probable que muchos futuros adultos le deban la vida.

La historia del hallazgo de Taylor es un ejemplo de cómo a veces los descubrimientos más cruciales dependen simplemente de disponer de las herramientas adecuadas en el lugar donde son necesarias. Aunque algunos avances en la lucha contra la malaria, como las vacunas, han demostrado ser endemoniadamente esquivos, en otros casos se trata solo de una falta de recursos. Hasta 2008 en Malawi no existía un escáner de resonancia magnética por imagen (MRI), una instalación tan común en los países ricos que incluso se emplea en clínicas veterinarias. Ese año la compañía General Electric Healthcare donó una máquina al Hospital Central Queen Elizabeth de Blantyre para apoyar el proyecto de Taylor.

A la izquierda, imagen MRI del cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable. A la derecha, una niña de 19 meses con hinchazón cerebral. Imagen de Terrie Taylor.

A la izquierda, imagen MRI del cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable. A la derecha, una niña de 19 meses con hinchazón cerebral. Imagen de Terrie Taylor.

La doctora y sus colaboradores comenzaron entonces a someter a MRI a los niños que ingresaban con malaria cerebral. Estudios anteriores sugerían que el parásito provoca una hinchazón del cerebro, y que este síntoma podía ser determinante en la letalidad de la infección. En cuanto comenzaron a analizar las imágenes obtenidas por el aparato, las pruebas fueron tan evidentes que incluso alguien sin la menor idea de medicina podría apreciarlo. Como se ve en la figura, que compara el cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable y el de otra de 19 meses en fase aguda, en la segunda la masa encefálica está tan inflamada que apenas cabe en el cráneo; como no tiene otra vía de salida, se expande a través del agujero occipital que conecta con la médula, produciéndose una hernia. Así aplasta el tallo cerebral, que controla la respiración. Como resultado, los niños dejan de respirar, y mueren.

«Ya teníamos sospechas de la hinchazón del cerebro», apunta Taylor, a quien además debo agradecer su gentileza al responder rápidamente a mis consultas; mi correo electrónico recibió una respuesta automática informándome de que la autora se encontraba de minivacaciones; media hora después, recibía su respuesta. «Lo habíamos buscado durante nuestra serie de autopsias, pero nunca lo vimos, probablemente porque las muertes ocurrían muy rápidamente después de producirse la hernia», prosigue. «Y más importante, porque teníamos que retirar la parte superior del cráneo para extraer el cerebro. Esto último liberaba la presión y borraba los signos de la hernia que esperábamos ver». «Nunca lo habríamos visto sin el MRI», sentencia Taylor. Los resultados se publican en The New England Journal of Medicine (NEJM).

La doctora Terrie Taylor ausculta a uno de sus pacientes en el Hospital Queen Elizabeth de Blantyre, Malawi. Imagen de Jim Peck, MSU.

La doctora Terrie Taylor ausculta a uno de sus pacientes en el Hospital Queen Elizabeth de Blantyre, Malawi. Imagen de Jim Peck, MSU.

Así pues, la teoría es sencilla: se trata de encontrar la manera de impedir la hernia cerebral o de evitar sus efectos hasta que la hinchazón remita. Pero naturalmente, las soluciones no son inmediatas; no es tan fácil como rajar el cráneo. «Estamos trabajando en dos frentes paralelos», concreta Taylor. «Uno es intentar determinar las causas de la hinchazón –tenemos cuatro posibilidades– y luego dirigir el tratamiento en función de ello». La segunda opción es evitar la muerte de los niños conectándolos a una máquina que respire por ellos durante la fase crítica: «Nos gustaría conducir un ensayo clínico de ventilación asistida durante uno o dos días; entre los supervivientes, el volumen cerebral realmente regresa a lo normal bastante rápido. Si tan solo pudiéramos respirar por los pacientes durante unos pocos días, podríamos ayudarlos a superar el período vulnerable».

Y así volvemos al problema de los recursos. Un aparato de ventilación mecánica es algo común en nuestros hospitales; en Malawi, es solo un poco menos raro que un ovni. Pero las perspectivas son muy prometedoras. El mensaje final está escrito en las páginas del NEJM: «La hinchazón del cerebro no es inevitablemente fatal».

La conexión cerebro-tripas, un nuevo paradigma científico

Contrariamente a lo que suelen creer quienes prefieren vivir al margen de la ciencia –lo cual es tan respetable como vivir al margen del arte, la literatura, el aeromodelismo, la política o el fútbol (de hecho, un servidor prefiere vivir al margen de los dos últimos)–, el conocimiento científico no es una torre de marfil intocable habitada por intelectuales prepotentes que miran con displicencia el hormiguero de ignorantes que discurre bajo sus pies. Pero para qué tratar de convencer a nadie de esto. El caso es que, a pesar de las resistencias al cambio de todo establishment, la ciencia continúa abierta a nuevos paradigmas que revuelvan las tripas de su actual organismo más o menos razonablemente estable. Mucho más abierta que el arte, la literatura, la política o el fútbol. Sobre el aeromodelismo, no podría decir.

El caso es que los vendedores de alimentos probióticos llevan años tratando de vendernos la idea de que el bienestar de las tripas repercute en una saludable higiene mental. Y durante años, la ciencia formal ha ignorado estas proclamas, que con mucha frecuencia desprenden un tufillo holístico a cantos de ballenas. Y sin embargo, las cosas están cambiando. En los últimos años se ha venido acumulando un cierto volumen de estudios que establecen una conexión insospechada entre los sistemas digestivo y nervioso central. Insospechada hasta cierto punto, porque lo cierto es que haber conexiones, haylas. Primero, obviamente hay un vínculo estructural, el nervio vago. Segundo, el sistema inmunitario hace masa en torno al tubo digestivo; y aunque el sistema nervioso central tiene su propia alambrada de protección (la llamada barrera hematoencefálica), está muy bien vigilado y protegido por la defensa innata. Y tercero, algunas bacterias de la flora intestinal producen compuestos con efecto neurotransmisor.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

Este último, el de las bacterias, es el aspecto crítico que traigo aquí hoy. La insospechada conexión radica en la posibilidad de que la flora intestinal desempeñe un papel en las funciones cognitivas y conductuales del sistema nervioso central. Es decir, que los bichos de nuestro intestino pueden mandar sobre nuestro cerebro. Y esto es algo que nadie habría creído hace unos años. Pero como digo, al revisar la literatura científica ya va siendo imposible ignorar tal posibilidad. Hoy mismo me he topado con un nuevo estudio en la revista eLife en el que se establece una asociación entre la relación social de los babuinos y su microbiota intestinal. Aunque en el estudio no se sugiere que sean las bacterias las que modulan las redes sociales, sino que es el contacto entre individuos el que perfila sus poblaciones microbianas, estudios como este tienen ahora un nuevo enfoque que se resume en estas palabras, pertenecientes a una revisión sobre el eje intestino-cerebro publicada en 2013 en la revista Protein Cell:

La comunicación entre el intestino y el cerebro, conocida como eje intestino-cerebro, está tan bien establecida que el estado funcional del intestino siempre se relaciona con la condición del cerebro. Las investigaciones sobre el eje intestino-cerebro se han centrado tradicionalmente en cómo el estado psicológico afecta la función del tracto gastrointestinal. Sin embargo, pruebas recientes sugieren que la microbiota del intestino se comunica con el cerebro a través del eje intestino-cerebro para modular el desarrollo cerebral y los fenotipos de comportamiento.

En otras palabras: lo que ocurre en nuestras tripas puede condicionar lo que sucede en nuestro cerebro, más allá de que un ataque de ardor nos ponga de mala leche. En este caso, quienes manejan los mandos son las bacterias de nuestro intestino. El pasado noviembre, la revista Nature cubría este tema en su sección de noticias, destacando que en 2014 el Instituto Nacional de Salud Mental de EE. UU. financió con un millón de dólares un nuevo programa dedicado a investigar la conexión microbioma-cerebro, y que esta novísima área de investigación fue objeto de un simposio dentro del congreso anual de la Sociedad de Neurociencias de aquel país.

En el congreso, varios investigadores presentaron las pruebas disponibles de que la microbiota o población microbiana intestinal puede influir en determinadas condiciones neurológicas, posiblemente a través de mecanismos neuroendocrinos. A mis humildes ojos, esto es casi lo más parecido a un nuevo paradigma que hemos vivido desde hace años en biología. El hecho de que el ecosistema microbiano de nuestro intestino no solo influya en nuestra salud física, sino también mental, puede abrir un enorme campo de investigación en torno a hipótesis que solo hace unos años habrían parecido descabelladas; porque cuando hablamos de comportamiento podemos referirnos, como señalan los investigadores en una revisión en la revista The Journal of Neuroscience que resume lo presentado en el congreso, a trastornos como «desórdenes del espectro autista, ansiedad, depresión y dolor crónico».

Mucho cuidado. La ventaja de una nueva vía de investigación es que todas las posibilidades están abiertas, pero también que aún es casi todo lo que se desconoce. Sería una lamentable consecuencia que algún paso en falso creara expectativas sobre nuevas vías de tratamiento o paliación de tastornos graves o que hoy resultan incurables. Pero tampoco se puede soslayar lo que muestran los resultados experimentales ya publicados. En 2013, un equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de California y la Facultad de Medicina Baylor de Houston, dirigido por el microbiólogo Sarkis Mazmanian, publicó un estudio en la revista Cell mostrando que un modelo de ratón con ciertos síntomas de autismo asociados a trastornos gastrointestinales presentaba niveles deficientes de una bacteria de la flora llamada Bacteroides fragilis, y que los síntomas de los ratones mejoraban al repoblar sus intestinos con este microbio. La posible conexión es una molécula llamada 4-etilfenilsulfato, un metabolito bacteriano que aparecía elevado en los ratones afectados y cuya inyección en ratones normales provocaba los mismos síntomas. A todo esto hay que añadir que Cell es la primera revista del mundo en bioquímica y biología molecular.

No es el único estudio que sugiere una conexión entre la microbiota y los trastornos del autismo. También en 2013, una investigación publicada en la revista PLOS ONE descubría una reducción de las bacterias fermentadoras en el tubo digestivo de un grupo de 20 niños con trastornos del espectro autista y síntomas gastrointestinales, descartando la posibilidad de que fuera un efecto debido a la dieta. Y en los próximos días contaré un nuevo estudio que aporta más indicios en la misma dirección.

Repito e insisto: al tratarse de un nuevo campo de investigación, los resultados deben tomarse con extrema cautela, y nadie se atrevería a aventurar que de todo esto pueda derivarse algún tratamiento clínico de utilidad. Aún estamos en la caverna de Platón, y las cadenas acaban de caerse.