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Pasen y vean al Robin Hood real, que le acierta a una aspirina en movimiento

No hay versión cinematográfica de Robin Hood en la que el buen ladrón del bosque de Sherwood no demuestre su infalible puntería con el arco. En la maravillosa película de Walt Disney, probablemente la que más contribuyó a popularizar el personaje en todo el mundo, el héroe acude al torneo de tiro con arco disfrazado de ave zancuda para evitar ser reconocido. Cuando el malvado Sheriff de Nottingham hace que se desvíe su primer tiro, lanza una segunda flecha que desvía la primera para acertar en el centro de la diana. En la versión de 1991 protagonizada por Kevin Costner en sus días de esplendor (breves días, todo hay que decirlo), una flecha hendía por su mitad otra previamente clavada en un árbol.

Pero si siempre hemos pensado que se trata solo de licencias de la ficción, ya va siendo hora de que cambiemos de opinión. El personaje que hoy traigo aquí es para dejar boquiabierto a cualquiera: se trata de un arquero de Alabama (EE. UU.) llamado Byron Ferguson cuya puntería resulta difícil de creer. En el vídeo, perteneciente al divertido y científicamente instructivo canal de YouTube SmarterEveryDay, Ferguson demuestra su increíble habilidad acertando a pequeños objetos que su hijo lanza al aire (el hijo es un señor hecho y derecho, aclaro), y las imágenes nos lo muestran a cámara superlenta.

Comienza con un disco de madera del tamaño de un plato de postre, lo que resulta ciertamente meritorio, pero no inimaginable; según cuenta Destin, el narrador, en la superficie del disco caben 310 círculos del diámetro de la flecha, que es de ocho milímetros. Así que el siguiente desafío es acertar en una bola de plástico en cuya proyección encajan 55 círculos como la flecha, seguido por una pelota de golf que reduce el número a 21. Sin problemas. Así llegamos a un pequeño caramelo de los que tienen un agujero en el centro y en cuya superficie caben solo cinco círculos del diámetro de la flecha. Ferguson lo destroza a la primera.

Y por fin, el reto máximo: una aspirina. En su primer lanzamiento, Ferguson falla. Pero la cámara superlenta muestra que su tiro estaba perfectamente dirigido, aunque se adelantó en solo ocho milisegundos, el tiempo que tarda la tableta en caer sobre el cuerpo de la flecha. Decepcionado, Ferguson repite una segunda vez, y en esta ocasión logra pulverizar la píldora limpiamente.

Para todo ello no utiliza un sofisticado arco de competición con estabilizadores, sistemas de visión y materiales de alta tecnología, sino uno del tipo arco largo inglés como los que se empleaban en la Edad Media, como el de Robin Hood, construido por él mismo y en el que los únicos dispositivos de guía son su finísima visión y su impecable coordinación mano-ojo. Con la cámara situada a la espalda de Ferguson, alcanzamos a distinguir la aspirina solo porque su color blanco destaca contra el fondo de lona negra.

Ferguson se dedica a mostrar sus habilidades en espectáculos que le llevan por todo el mundo. Según explica su web, «desarrolló su estilo de tiro sentándose en una habitación completamente oscura y apagando velas con sus disparos. Uno de los trucos favoritos de Byron es acertar en el canto de un naipe y dividirlo por la mitad».

Cuando Destin pregunta a Ferguson cómo es capaz de lograrlo, la explicación del arquero no puede ser más simple: «Apunto al centro. El centro de una aspirina es exactamente del mismo tamaño que el centro de un balón de playa». Sencillo, ¿no?

¿Por qué las mujeres tienen orgasmos?

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Parecerá una pregunta ridícula a quien no sepa nada de biología; pero lo que se diría evidente desde el punto de vista social es todo un enigma para la ciencia. Si el propósito original para el que se inventó el sexo es la reproducción, ¿por qué la evolución, que no entiende de igualdades, ha dotado a las mujeres de un mecanismo innecesario para ese fin? Algunos expertos interpretan que el orgasmo femenino es un residuo evolutivo del masculino, como los pezones masculinos son un reflejo inútil de los femeninos. Pero otros investigadores, en cambio, sugieren que el orgasmo en las mujeres tiene sus propias funciones diferenciadas.

En realidad, ambas teorías no tendrían por qué ser mutuamente incompatibles, ya que un resto de la evolución podría conservarse si ofrece otras ventajas adicionales a su fin primario. Por ejemplo, pensemos en las muelas del juicio: ¿qué sentido tiene que hayamos conservado unas piezas dentales que nuestros antepasados acomodaban en mandíbulas más grandes, pero que en las nuestras tienen que abrirse paso a puñetazos? Una posibilidad es que, en los tiempos en que no existía la higiene dental y una persona podía perder gran parte de su dentadura a edades tempranas, las muelas del juicio podrían aportar de repente nuevas herramientas de repuesto para masticar. Otro ejemplo podrían ser los halterios o balancines de las moscas y mosquitos, residuos evolutivos de las alas posteriores de otros insectos que en los dípteros no sirven para volar, pero que en cambio ayudan a estabilizar y controlar la trayectoria.

En el caso de las funciones propias del orgasmo femenino, las teorías son variadas; algunas se apoyan en razones psicológicas, como la posibilidad de que aumente la disposición de la mujer a mantener nuevas relaciones, o que contribuya a fortalecer el vínculo con su pareja. Una hipótesis interesante propone que el orgasmo femenino podría ayudar a retener el esperma mediante un efecto de succión gracias a las contracciones musculares. Quienes proponen esta explicación apuntan que así aumentarían las posibilidades de concepción con los individuos masculinos más fuertes y sanos del grupo –aquellos que más excitarían la libido de las mujeres–, pero también podría ayudar a reducir la probabilidad de embarazo en caso de sexo no consentido, en los tiempos en que las violaciones formaban parte rutinaria del rito de triunfo de una tribu sobre otra.

En todo caso, se trata solo de hipótesis más o menos razonables, pero es un hecho que el orgasmo masculino y el femenino tienen características diferentes. El orgasmo es un campo activo de investigación que a veces ha requerido métodos de estudio poco convencionales, como cuando la periodista de ciencia Kayt Sukel, trabajando para la revista New Scientist, se prestó a masturbarse en el poco acogedor escenario de un escáner de resonancia magnética funcional para que los científicos pudieran estudiar la tormenta eléctrica que se desataba durante el orgasmo en 30 regiones de su cerebro.

En cuanto a las diferencias entre marcianos y venusianas, todos conocemos algunas: ellas tienen más facilidad para los orgasmos múltiples, mientras que la mayoría de nosotros (salvo excepciones) pasamos por el llamado período refractario, de duración variable según cada cual, antes de poder repetir. Otra diferencia es la duración del orgasmo; en los hombres es de entre 3 y 10 segundos, mientras que las mujeres tienen más suerte, con una media de casi 20 segundos. Y algo seguramente desconocido para casi todos es que las respuestas cerebrales son similares en cuanto a la inactivación de las áreas relacionadas con el autocontrol y el raciocinio, pero con ciertas particularidades: en los hombres se apacigua la agresividad, mientras que las mujeres sufren una especie de apagón emocional acompañado de un encendido de ciertas regiones del cerebro relacionadas con el dolor y con la reacción de lucha o huida. Tal vez debido a todo esto, se suele asumir que el orgasmo es más intenso en las mujeres.

Pero pese a todo lo anterior, el orgasmo femenino aún tiene mucho de ese «continente oscuro» al que se refería Freud. ¿Existe o no el punto G? ¿Existe o no el orgasmo vaginal? ¿Existe o no la eyaculación femenina? En cuanto a lo primero, y aunque revistas como el Cosmopolitan hayan encontrado un filón en su búsqueda, los expertos se inclinan hacia la conclusión de que el famoso punto acuñado por el doctor Gräfenberg es solo un mito. Pero con matices: el endocrinólogo y sexólogo Emmanuele Jannini, de la Universidad Tor Vergata de Roma, ha definido algo llamado complejo clitouretrovaginal, un tótum revolútum que, «cuando se estimula adecuadamente durante la penetración, podría inducir respuestas orgásmicas», escribían Jannini y sus colaboradores el pasado agosto en la revista Nature Reviews Urology. El médico italiano ya fue pasto de los medios en 2008, cuando publicó un estudio en el que concluía que las mujeres capaces de tener orgasmos vaginales presentaban un engrosamiento de la pared anterior entre la vagina y la uretra.

La penúltima palabra sobre el oscuro continente la pronunciaron el pasado octubre los sexólogos Vincenzo y Giulia Puppo, curiosamente padre e hija, trabajando respectivamente en el Centro Italiano de Sexología de Bolonia y en el Departamento de Biología de la Universidad de Florencia. En una revisión publicada en la revista Clinical Anatomy, los Puppo pulverizaron el complejo clitouretrovaginal propuesto por Jannini, definiendo en su lugar un conjunto de órganos eréctiles en la mujer al que designan colectivamente con un nombre que tal vez habría encantado a Freud, pero seguramente no a las activistas de Femen: el pene femenino. «En todas las mujeres, el orgasmo es siempre posible si los órganos eréctiles femeninos, es decir, el pene femenino, son estimulados de forma eficaz durante la masturbación, el cunnilingus, la masturbación por la pareja, o durante la relación vaginal o anal si el clítoris es simplemente estimulado con un dedo», escribían los Puppo.

Padre e hija dedican su artículo a aclarar términos sobre la sexualidad femenina y desterrar lo que, según ellos, son inexactitudes o errores. No existe un orgasmo vaginal, dicen, sino simplemente un orgasmo femenino causado siempre por el conjunto de esos órganos que definen como el pene de la mujer. Tampoco tiene base científica hablar de eyaculación femenina, aseguran. Y sin embargo, otro estudio ha venido recientemente a quitarles la razón en esta afirmación. En enero de este año, un equipo de investigadores franceses dirigido por el ginecólogo Samuel Salama ha estudiado a siete mujeres que decían eyacular grandes cantidades de líquido durante el orgasmo. Mediante ecografías y análisis químicos de las muestras, los científicos han determinado que existen dos clases de eyaculados en la mujer.

Según publicaban en la revista The Journal of Sexual Medicine, lo que propiamente puede llamarse eyaculación femenina es un líquido lechoso que se expulsa en pequeña cantidad y que procede de las glándulas de Skene, un órgano que algunos expertos equiparan a la próstata de los hombres. Por el contrario, en los casos en que el líquido sale en cantidades como para llenar un vaso, lo que popularmente se conoce como squirting, se trata simplemente de orina: «El squirting es esencialmente la emisión involuntaria de orina durante la actividad sexual, aunque a menudo existe una contribución marginal de secreciones prostáticas en el fluido emitido», escribían los investigadores. Lo curioso del caso es que las mujeres habían vaciado su vejiga antes de la estimulación, pero en el momento anterior al orgasmo se había rellenado por completo. De hecho, el objetivo de Salama es estudiar si los riñones funcionan más deprisa durante la excitación sexual, lo que explicaría la visita al baño después del sexo.

Con todo esto, quizá alguien haya notado ya que son mayoritariamente hombres los investigadores que se dedican en cuerpo y alma a estudiar la sexualidad femenina. Y como decía aquel viejo chiste, un ginecólogo varón es como un mecánico de automóviles que nunca ha tenido un coche. Tal vez sea cierto. Pero también que al menos algunos hombres hacen el esfuerzo de tratar de entender cómo funcionan las mujeres. Y puede que todos y todas nos beneficiemos de ello.

Para ilustrar, he aquí un vídeo perteneciente al proyecto de videoarte Literatura Histérica del fotógrafo y director Clayton Cubitt, que desde el pasado 24 de enero se exhibe en la exposición Bibliothecaphilia del Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts (MASS MoCA).

Por qué NO nos parecemos más a nuestros padres

Gemelas en la película de Stanley Kubrick 'El resplandor' (1980). Imagen de Warner Bros.

Gemelas en la película de Stanley Kubrick ‘El resplandor’ (1980). Imagen de Warner Bros.

Cada vez que nace un bebé se repite la misma escena. Los familiares desfilan ante el nuevo y pequeño organismo humano despiezándolo figuradamente en un pastiche de elementos de distinto origen: la nariz es de su padre, las orejas de su madre, los ojos de su abuelo, y esos hoyuelos son típicos de los Martínez. Sabemos que nos parecemos en mayor o menor medida a nuestro padre, a nuestra madre y a sus familias respectivas, y tenemos también una idea de por qué no somos copias exactas de ninguno de nuestros antecesores; somos una sociedad genética participada al 50% por cada uno de nuestros dos accionistas.

Además, la transmisión de esos genes no se produce siempre en paquetes intactos y completos como quien hereda una biblioteca, sino que existe un proceso por el que los libros intercambian páginas entre ellos, dando lugar a nuevas obras. En el caso de los cromosomas, este barajado genético se llama recombinación, y origina nuevas piezas de información que no estaban presentes en ninguno de los padres. Este es un mecanismo que nos hace únicos, algo que se refleja también en nuestro aspecto diferenciado de los demás: como suele decir mi madre, todos iguales, con dos ojos, nariz y boca, y sin embargo todos distintos.

Alguno quizá pensará que a estas alturas deberíamos tener perfectamente calibrado cómo los distintos genes influyen en nuestros rasgos o nuestras enfermedades. Ojalá fuera así. No cabe duda de que el logro de secuenciar el genoma humano, o mejor dicho los genomas humanos, ha sido un avance clave para asociar más fácilmente ciertos caracteres a determinados genes. El problema es que la mayoría de nuestros rasgos no responden a lo que se conoce como herencia mendeliana, la que se comporta a grandes rasgos como un código más o menos binario con variaciones deterministas. La gran mayoría de lo que somos depende de complejas influencias mutuas entre distintos genes, interacciones que son difíciles de desentrañar y que aún prometen siglos de investigación por delante.

En ocasiones, los investigadores pueden llegar a descubrir algunas asociaciones de diferentes rasgos comparando genes y fenotipos de personas concretas. Pero aunque ya se han secuenciado más de 200.000 genomas humanos, aún no hay suficientes datos como para tener la seguridad de que los resultados son estadísticamente significativos. Un equipo de científicos de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts ha elaborado un nuevo modelo matemático que trata de aprovechar el volumen de datos disponible hoy para establecer correlaciones entre distintos rasgos genéticos y enfermedades, un tipo de estudio que en el futuro podría servir para estimar, por ejemplo, el riesgo de padecer una determinada dolencia a partir de ciertos caracteres físicos o de personalidad.

Según escriben los investigadores en su estudio, disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv, el estudio de 25 rasgos ha encontrado una correlación significativa entre la anorexia nerviosa y la esquizofrenia, o entre tastornos de la alimentación y desórdenes psicóticos. Las conclusiones vienen respaldadas por el hecho de que el modelo muestra correlaciones ya conocidas, como lípidos en plasma y enfermedad cardiovascular o diabetes tipo 2 y obesidad, o el efecto protector de la esquizofrenia sobre la artritis reumatoide. Los resultados muestran una ausencia de asociación entre alzhéimer y enfermedades psiquiátricas, lo que para los investigadores sugiere que se trata de bases genéticas distintas. El estudio es un interesante punto de partida para otros análisis futuros que podrían hallar relaciones hasta ahora insospechadas entre distintos rasgos genéticos.

Pero por si fuera poca la dificultad de predecir los rasgos y enfermedades a partir del genoma, las cosas se complican aún más cuando el resultado de nuestros genes no solo depende de la secuencia de ADN, sino además de otras modificaciones químicas que no dejan reflejo en el código de nuestros cromosomas. Esto es lo que se conoce como epigenoma, y en las últimas décadas ha pasado de ser un fenómeno casi anecdótico a revelar una enorme importancia en cómo nuestros genes fabrican lo que somos. Las modificaciones epigenéticas –literalmente, sobre la genética– pueden ser de varios tipos, como la alteración química de los genes por un proceso llamado metilación, o el control de la expresión de los genes por unas proteínas unidas al ADN llamadas histonas, o la regulación a través de pequeñas cadenas de ARN que se unen a los genes y los enmascaran.

La epigenética se ha convertido en un activo campo de estudio no solo porque ejerce un enorme poder sobre el control de los genes, sino además porque estas modificaciones, por ejemplo en el caso de la metilación, pueden surgir en cualquier momento de la vida de una célula por razones que aún no llegan a comprenderse del todo, pero que al menos en algunos casos pueden deberse a factores ambientales, como la alimentación o los hábitos de vida. Además, las modificaciones epigenéticas pueden transmitirse a la descendencia, por lo que pueden ser otro factor de aquello que nos diferencia de nuestros padres.

Un ejemplo de ello se ha publicado esta semana en la revista PNAS. El caso descrito por un equipo de investigadores de la Universidad de Virginia (EE. UU.) se refiere a la oxitocina, una molécula del sistema endocrino que actúa también como neurotransmisor y que suele conocerse popularmente como la «hormona del amor»: está presente en todo el proceso de la maternidad, contribuye a la afectividad y al refuerzo de los vínculos emocionales, y también desempeña un papel en el orgasmo. Se ha demostrado anteriormente que la oxitocina puede tener un efecto ansiolítico, y actualmente se investiga la función de esta hormona en desórdenes afectivos y sociales.

La oxitocina actúa a través de una molécula receptora codificada por un gen llamado OXTR. La metilación de este gen resulta en una menor presencia del receptor y por tanto en una atenuación de la acción de la hormona. Los científicos han estudiado la relación de esta modificación, medida en el ADN de la sangre, con la activación de regiones del cerebro, observada por técnicas de neuroimagen, y con las respuestas emocionales al contemplar expresiones faciales negativas, todo ello en una muestra de 98 individuos.

Los resultados muestran que, tal como los investigadores proponían, los voluntarios con menor metilación de OXTR, es decir, con mayor actividad de oxitocina, mostraban menores reacciones de miedo y ansiedad ante estímulos visuales. «Los individuos con menor metilación y que teóricamente tienen mayor acceso a la oxitocina endógena muestran una respuesta atenuada a los estímulos negativos», escriben los científicos, añadiendo que estos sujetos tienen una menor probabilidad de desórdenes de percepción social.

Pero las implicaciones del estudio van más allá, confirmando la idea actual de que la epigenética puede ser una fuente esencial de esas variaciones que nos apartan de la herencia de nuestros padres: «Nuestros resultados se añaden a la importante y creciente literatura que implica la variabilidad epigenética como motor de la variabilidad individual en la conducta compleja», concluyen los investigadores. «La epigenética probablemente tendrá un papel en aumento en nuestra comprensión de la relación entre genes y comportamiento, y puede expandir los modelos de susceptibilidad diferencial a los desórdenes psiquiátricos y del desarrollo».

Ejemplos como este ilustran el avance hacia un estado de la técnica que hoy es ciencia-ficción: conociendo el genoma y el epigenoma de una persona no solo podríamos reconstruirla físicamente, sino incluso conocer los rasgos de su personalidad. La ciencia-ficción, como decía Ray Bradbury, es el arte de lo posible. Y esto es teóricamente posible, aunque los obstáculos técnicos aún son descomunales. Una tecnología semejante tendría aplicaciones enormemente beneficiosas, por ejemplo en criminología, si a partir de una muestra de ADN de sangre o piel se pudiera confeccionar un perfecto retrato robot de un criminal. Pero no cabe duda de que también abriría una puerta a otros usos menos deseables, comenzando por la eugenesia. La historia demuestra que, hasta ahora, ninguna puerta abierta por la tecnología ha vuelto a cerrarse, por lo que dependerá de nosotros el aprender a manejar lo que en el futuro tendremos entre las manos.

Un Nobel para los descubridores de la cartografía mental

No pongo en duda las ingentes aplicaciones de los LED azules, ya demostradas, ni sus ventajas medioambientales o cómo han facilitado la posibilidad de llevar luz accesible y barata a los países del tercer mundo. Pero como Nobel de Física es tremendamente aburrido; algo así como conceder el de literatura al inventor de los prospectos de las medicinas. Por mucho que esta decisión respete el propósito original de Alfred Nobel cuando instauró sus premios, siempre es más gratificante cuando se reconoce un gran descubrimiento que una invención, por útil que sea esta. Además, a cualquier investigador de ciencia básica le harían un mejor apaño los ocho millones de coronas suecas del premio (unos 880.000 euros) que a inventores ya sobradamente acaudalados gracias a sus patentes, como es el caso de los tres japoneses, uno de ellos radicado en EE. UU., que han sido distinguidos con el Nobel de Física 2014, según anunció la Academia Sueca ayer martes 7 de octubre.

Lo mismo se aplica al Nobel de Química 2014, revelado hoy miércoles y concedido a dos estadounidenses y un rumano afincado en Alemania por empujar radicalmente el límite de resolución de la microscopía óptica gracias al empleo de técnicas de fluorescencia. Los métodos desarrollados por los tres investigadores han sido trascendentales para la observación de moléculas individuales en el contexto de la célula. Los merecimientos del premio son inobjetables. Pero se trata de una mejora de bricolaje científico que, como historia, no da más de sí.

Por suerte, nos queda el Nobel de Medicina, que este año ha premiado un puñado de descubrimientos fascinantes sobre los aparatitos celulares que llevamos en la cabeza para orientarnos en el espacio. En nuestro cerebro existen al menos tres tipos de neuronas que nos sirven para saber adónde o por dónde vamos, y que se disparan –como suele decirse cuando una neurona entra en actividad transmitiendo un impulso electroquímico– según sus funciones especializadas. El primer tipo son las neuronas de dirección. Estas se activan cuando la cabeza del animal, o de la persona, apunta en una dirección específica, y se apagan cuando la cabeza se aparta unos 45º de esa orientación concreta. La función de estas neuronas, que se encuentran en varias regiones del cerebro, es independiente de la vista, y en su lugar parece estar relacionada con los canales semicirculares del oído interno, el que se conoce popularmente como órgano del equilibrio. Lo curioso es que estas neuronas de dirección son capaces incluso de anticiparse en unos 95 milisegundos a la dirección que después tomará la cabeza.

Además de lo anterior, nuestro cerebro cuenta con las llamadas neuronas de lugar, situadas en el hipocampo. Al contrario que las anteriores, estas no responden a la orientación, pero en cambio están asociadas a lugares concretos del entorno que nos rodea. Cuando una rata deambula por un espacio controlado en el laboratorio, los investigadores observan que ciertas neuronas específicas se disparan al pasar por ciertos lugares. De alguna manera, las neuronas de lugar construyen un mapa del entorno en el hipocampo. Cuando John O’Keefe y Jonathan Dostrovsky describieron por primera vez la existencia de estas neuronas en 1971, la comunidad científica lo recibió con cierto escepticismo, porque parecía difícil de demostrar y demasiado bonito para ser cierto: neuronas asignadas a lugares específicos, como si el hipocampo fuera el plano de nuestra casa en el que se ilumina una zona específica cuando vamos al baño y otra cuando entramos en la cocina. Y sin embargo, experimentos posteriores confirmaron la existencia de estas células y de las neuronas de frontera, aquellas que marcan los confines del espacio en el que nos movemos, y que se adaptan cuando estos límites cambian.

Pero si lo anterior parece ciencia-ficción, a ver qué tal suena esto: otro tipo de neuronas, llamadas grid cells (que se traduciría como células de retícula o de rejilla, aunque ignoro cuál es el término estándar en castellano), tienen la peculiaridad de que se disparan cuando la rata pasa por los vértices de una red imaginaria formada nada menos que por triángulos equiláteros. En la siguiente figura se muestra, a la izquierda, la trayectoria de una rata (en negro) moviéndose por un espacio cuadrado, donde cada punto rojo marca el lugar donde se activa una grid cell; en el centro, la representación estadística de esos lugares de activación, y a la derecha el patrón resultante, una retícula triangular o hexagonal.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

Las grid cells están situadas en la llamada corteza entorrinal, una región del cerebro que conecta el neocórtex, responsable de las capacidades cognitivas, y el hipocampo, asociado a la memoria. La diferencia entre las neuronas de lugar y las grid cells es que las primeras reconocen lugares concretos sin un patrón determinado, mientras que las segundas organizan el espacio disponible en una trama regular. Cuando se traslada la rata a otro entorno diferente, las neuronas de lugar construyen un nuevo mapa, mientras que las grid cells, que funcionan incluso sin luz ni puntos de referencia reconocibles, continúan trazando su rejilla de triángulos. Es como si las grid cells dibujaran la retícula de un plano cuyos puntos de interés se etiquetan gracias a las neuronas de lugar, y toda esta información se integra en el hipocampo, donde se guardan nuestros mapas mentales.

Las grid cells fueron descubiertas en 2005 por los investigadores noruegos Edvard Moser y May-Britt Moser, cuya coincidencia de apellidos no es tal: son marido y mujer. Ambos, junto con O’Keefe, han sido agraciados con el Nobel de Medicina 2014, aunque los Moser deberán repartirse una mitad del premio, mientras que la otra va al británico-estadounidense. Anteriormente solo otras tres parejas de esposos y colaboradores han sido merecedores de un premio Nobel compartido, y dos de esos matrimonios pertenecían a la misma familia: Marie y Pierre Curie, y la hija de estos, Irene, con su marido, Frederic Joliot.

¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia?

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de 'El señor de los anillos' dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de ‘El señor de los anillos’ dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Los Ents son pastores de bosques, criaturas gigantes de aspecto vegetal que habitan la Tierra Media y que a menudo rematan sus vidas muy longevas echando raíces y convirtiéndose en verdaderos árboles. Tienen otra noción del tiempo más pausada que la nuestra: para ellos, una deliberación de tres días es casi una improvisación acelerada. En estos personajes, John Ronald Reuel Tolkien acertó a encajar ese sentido casi de eternidad, o al revés, de nuestra propia fugacidad, que nos punza cuando contemplamos los árboles que ya estaban frente a la casa de nuestros abuelos cuando ellos nacieron, y que seguirán allí cuando nuestros nietos hayan muerto.

Las plantas manejan el tiempo y el espacio de formas muy diferentes a las nuestras. Nosotros nos movemos rápido y pasamos deprisa. Para llegar a cualquier lugar, necesitamos desplazarnos, y para reproducirnos no nos basta con esto, sino que estamos obligados a embutir físicamente los gametos en el interior de un recóndito bolsillo corporal de otro miembro compatible de nuestra especie. Nuestra arquitectura está centralizada, con un núcleo operativo, el cerebro, que procuramos mantener lo más alejado posible del suelo; y necesitamos conservar nuestra estructura lo más intacta posible para seguir vivos.

Frente a todo esto, las plantas representan casi todas las alternativas opuestas. Su tiempo transcurre muy despacio. No se mueven, sino que el mundo pasa a su alrededor. Pueden expandirse dispersando sus gametos en el viento, evitando la molestia de buscar pareja. Hace millones de años ya inventaron ese modelo de arquitectura en nube que los humanos acabamos de descubrir para nuestros sistemas de información: su estructura es modular y descentralizada; pueden perder una parte, o casi todas, sin que afecte a su supervivencia. Y a pesar de que no dependen de un solo núcleo operativo, su órgano más esencial está enterrado en el suelo a buen recaudo. Así han logrado triunfar sobre el tiempo y el espacio: algunos ejemplares llevan miles de años sobre esta roca mojada, alcanzando alturas de cien metros como las secuoyas de California, extensiones de copa de miles de metros cuadrados como el baniano Thimmamma Marrimanu en India, e incluso son capaces de formar un solo organismo clónico con miles de tallos unidos por las raíces cubriendo un bosque entero, como los álamos temblones conocidos colectivamente como Pando, en Utah (EE. UU.). Entre Ibiza y Formentera existe una pradera de Posidonia formada por una sola planta de ocho kilómetros de longitud cuya edad se estima en 100.000 años.

¿Realmente creemos que nuestras opciones son mejores? Tal vez por tratarse de un estilo de vida tan radicalmente contrario al nuestro, es posible que el conocimiento y la comprensión científica que hemos alcanzado sobre las plantas sean inferiores a los que tenemos de otros parientes vivos más cercanos. Y es posible que esto esté cambiando. En diciembre pasado, el influyente semanario The New Yorker publicó un extenso reportaje del escritor y periodista Michael Pollan titulado The intelligent plant («La planta inteligente»). En el artículo, Pollan recordaba la oleada de mitología nuevaerista sobre la sensibilidad vegetal surgida a raíz de un libro publicado en 1973 y titulado La vida secreta de las plantas, en el que, entre otros, se narraban los experimentos realizados por un experto en polígrafo de la CIA llamado Cleve Backster, que afirmaba haber detectado reacciones en las plantas no solo en respuesta al daño directo, sino también a la intención de un humano de hacer daño. Según Backster, una planta había sido capaz incluso de reconocer al asesino de una compañera en una rueda de sospechosos.

En su artículo, Pollan recordaba que las arriesgadas hipótesis defendidas en La vida secreta de las plantas no solo no han encontrado respaldo científico, sino que han sido ampliamente ridiculizadas. Pero seguidamente, el autor aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de «cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria», y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen: en un sorprendente experimento, la investigadora de ecología química de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel mostró que una planta fabricaba sustancias de defensa cuando en su presencia se reproducía la grabación del sonido de una oruga devorando una hoja. Pollan enumeraba ejemplos documentados de cómo las plantas se comunican entre ellas mediante señales químicas, cooperan con miembros de su especie, reconocen a su parentela, nutren a su descendencia, e incluso intercambian información con otros seres vivos, como ciertas especies que responden al ataque de las orugas emitiendo un compuesto que atrae a las avispas parasitarias, las cuales depositan sus huevos en el cuerpo de los atacantes.

De la lectura de toda la información recopilada por Pollan, no puede negarse que estamos asistiendo a una progresiva revelación de capacidades en las plantas que no creíamos posibles. De hecho, subrayaba el autor, ahora el debate se centra más en la terminología a emplear que en cuestionar las pruebas desveladas. Lo que para unos es aprendizaje y memoria, para otros es habituación y desensibilización. Lo que para unos es intención o voluntad, para otros es simple tropismo. Lo que para unos es toma de decisiones, para otros es respuesta adaptativa. Lo que para unos es percepción de dolor, para otros es ruido fisiológico. Lo que para unos es inteligencia vegetal, para otros es solo la respuesta a una programación evolutiva. Pero según señalaba Pollan, incluso los científicos más reticentes a animalizar las nuevas capacidades descubiertas en las plantas se muestran dispuestos a aceptar la etiqueta de «comportamiento inteligente», asimilándolo a la conducta colonial en los animales.

Bayas de agracejo, 'Berberis vulgaris'. Steffen Hauser / botany photo.

Bayas de agracejo, ‘Berberis vulgaris’. Steffen Hauser / botany photo.

Un nuevo estudio publicado en marzo en la revista The American Naturalist viene a aportar una muestra más de lo que sus autores no tienen reparo en calificar como «inteligencia vegetal». Un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Centro Helmholtz para la Investigación Medioambiental, en Alemania, ha descubierto un nuevo caso de «toma de decisiones complejas» en las plantas. Los autores han estudiado un arbusto llamado comúnmente agracejo (Berberis vulgaris), distribuido por toda Europa y que produce unos llamativos frutos rojos. La planta sufre el ataque de un parásito, una mosca de la fruta llamada Rhagoletis meigenii, que inyecta sus huevos en las bayas. Estas pueden contener una o dos semillas. Si la larva sobrevive, puede echar a perder todas las semillas del fruto. Sin embargo, la planta posee la capacidad de abortar sus semillas condicionalmente; si aborta una semilla, el parásito que la infesta también morirá, salvando así la segunda semilla si existe.

Los investigadores examinaron unas 2.000 bayas recogidas en distintas regiones alemanas. Tras introducir los datos de campo en un modelo informático, descubrieron que el 75% de las bayas con dos semillas abortaban la semilla infestada. Por el contrario, solo el 5% de las bayas que contenían una única semilla hacían lo mismo. «Esta estrategia proporciona un beneficio adaptativo si el hecho de abortar puede prevenir la coinfestación de una semilla hermana, y si el hecho de no abortar una sola semilla infestada, pero que pueda sobrevivir, ahorra los recursos invertidos en la envoltura del fruto», interpretan los científicos. El director del estudio, Hans-Hermann Thulke, explica: «Si el agracejo aborta un fruto con solo una semilla infestada, todo el fruto se pierde. En su lugar, parece especular que la larva podría morir naturalmente, lo cual es una posibilidad. Una ligera opción es mejor que ninguna en absoluto». Así, los autores concluyen que «las pruebas ecológicas de una compleja toma de decisión en las plantas incluyen una memoria estructural (la segunda semilla), un razonamiento simple (integración de condiciones internas y externas), conducta condicional (la acción de abortar), y la anticipación de riesgos futuros (la depredación de semillas)». Thulke añade: «Este comportamiento anticipatorio, en el que se sopesan las pérdidas estimadas y las condiciones externas, nos ha sorprendido mucho. El mensaje de nuestro estudio es, por tanto, que la inteligencia vegetal está entrando en los dominios de lo ecológicamente posible».

La mosca de la fruta 'Rhagoletis meigenii' deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

La mosca de la fruta ‘Rhagoletis meigenii’ deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

Un sorprendente dato adicional es que, al parecer, la estrategia del agracejo funciona: esta planta tiene un pariente americano, la uva de Oregón o mahonia (Mahonia aquifolium), originaria de Norteamérica y presente también en Europa desde hace unos 200 años. Los científicos descubrieron que en esta especie, que carece del mecanismo de defensa del agracejo, la infestación por la mosca alcanzaba una densidad diez veces superior que en su prima europea.

¿Adaptación? ¿Programación evolutiva? ¿Toma de decisiones? ¿Inteligencia? No cabe duda de que el debate continuará a medida que la ciencia vaya desvelando la auténtica vida secreta de las plantas. Y esta discusión terminológica no es algo trivial, ya que de ello pueden depender sus repercusiones más allá del ámbito científico. Como ejemplo, la Constitución de Suiza insta a respetar la dignidad de los seres vivos, entre los cuales se mencionan específicamente las plantas. Para esclarecer el posible desarrollo legal de este artículo, el gobierno encargó un estudio al Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana. El resultado fue un documento publicado en abril de 2008 bajo el título The dignity of living beings with regard to plants: Moral consideration of plants for their own sake («La dignidad de los seres vivos con referencia a las plantas: consideración moral de las plantas por su propio bien»). Y aunque el punto de partida para el estudio era la investigación en biotecnología vegetal, el informe fue mucho más allá al afirmar, entre otras cosas, que es «moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas», poniendo como ejemplo «la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional».

El documento suizo provocó una sacudida en los medios científicos. Un artículo en la revista Nature expresó su preocupación por la posibilidad de que la investigación en biotecnología vegetal quedara seriamente cercenada en Suiza, ya que «todas las solicitudes de ayudas en biotecnología vegetal deberían incluir un párrafo explicando hasta qué punto se considera la dignidad de las plantas». En especial, proseguía el artículo, el comité definía como ofensivos hacia las plantas los experimentos que les hacen «perder su independencia, por ejemplo interfiriendo en su capacidad para reproducirse». En la revista Plant Signaling & Behavior (la publicación de la sociedad científica que investiga la existencia de capacidades avanzadas en las plantas), su entonces editor asociado y biólogo de la Universidad de Haifa (Israel) Simcha Lev-Yadun expresó su protesta en un artículo titulado Bioethics: On the road to absurd land («Bioética: el camino hacia tierra absurda»). «Con nuestra comprensión creciente del comportamiento de las plantas, o como llamamos a esta área científica emergente, neurobiología de plantas, será fácil ver cómo esto se convertirá en la próxima frontera para los activistas extremos», advertía Lev-Yadun. «El problema es que, una vez que el extremo se convierte en el estándar, los activistas buscan nuevos horizontes».

El artículo de Lev-Yadun tuvo respuesta en la misma revista por medio de otro texto titulado The dignity of plants («La dignidad de las plantas»), obra de la bióloga, ambientalista y activista Florianne Koechlin, miembro del comité suizo que produjo el informe. «No sabemos si las plantas son capaces de sensaciones subjetivas. No hay demostración científica de que las plantas sientan dolor. Pero está bastante claro que no podemos simplemente descartarlo. Hay pruebas circunstanciales de esto, pero no una cadena completa de pruebas», escribía Koechlin. «Hasta ahora, las habilidades de las plantas para percibir su entorno han sido ampliamente subestimadas». Y agregaba: «Que las plantas tengan derecho a dignidad no debería reducir o limitar su uso. Ni debería prohibirse la investigación. Del mismo modo que el reconocimiento de la dignidad de los animales no significa eliminarlos de la cadena alimentaria o prohibir la investigación con ellos. La dignidad significa mucho más que eso cuando se refiere a las plantas; como con los animales, se deben considerar los principios de proporcionalidad».

Entre el descubrimiento y el escepticismo, el concepto de neurobiología vegetal va ganando voz en la literatura científica, en la curiosidad del público e incluso en influyentes foros de pensamiento innovador como las conferencias TED. Muestras como el vídeo que acompañaba al reportaje de Pollan en The New Yorker, y en el que cuesta ver tan solo un tropismo mecánico, hacen que sea difícil seguir pensando en las plantas como simple mobiliario terrestre. E incluso continuar ignorando impávidos que, cuando hincamos el diente a un vegetal crudo, estamos comiéndonos un ser vivo… vivo.

Más viajes alucinantes: 300.000 habitantes moleculares en la conexión de una neurona

Si pudiéramos dividir un milímetro en mil partes iguales, en cada una de estas secciones cabría uno, o quizá varios empalmes entre neuronas. Sin embargo, al contrario que en los cables eléctricos, en las fibras nerviosas no existe contacto directo entre los dos extremos, sino que entre ellos queda un diminuto hueco, tan fino como dividir 50 veces esa milésima de milímetro. Pero aunque la brecha sea diminuta, para el impulso eléctrico es un abismo. En el extremo de la neurona, la electricidad se transforma en una señal química que se vierte a ese espacio minúsculo y lleva el mensaje hasta el otro extremo, donde vuelve a convertirse en potencial eléctrico que continúa su camino a lo largo de la siguiente fibra. Esto es una sinapsis. El lugar donde se produce se llama terminal o botón sináptico; y si lo aislamos del resto de la neurona, tenemos un sinaptosoma.

Recientemente comenté aquí dos vídeos (uno y dos) que recreaban el paisaje interior de la célula y que mostraban la inmensa y estupefaciente complejidad de esa microscópica maravilla repetida en nuestro organismo quizá unos 37 billones de veces. Uno de esos dos vídeos mostraba el funcionamiento de una sinapsis, pero no dejaba de recurrir a una cierta simplificación idealizada para hacer más manejable el resultado final. Ahora, un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Instituto Max Planck, en Alemania, ha emprendido el trabajo exhaustivo de modelar en tres dimensiones un sinaptosoma de rata combinando múltiples técnicas de imagen y análisis molecular. El resultado es la recreación de un apabullante planeta celular en el que viven unas 300.000 proteínas, cada una con su localización y estructura reales, como en esas épicas batallas creadas por CGI (imágenes generadas por ordenador) con miles de personajes individuales que hemos podido contemplar en la saga de El señor de los anillos de Peter Jackson.

El estudiante de doctorado Benjamin Wilhelm y sus colaboradores, bajo la dirección del neurocientífico Silvio Rizzoli, se han centrado en el proceso de reciclaje de las vesículas de neurotransmisores. La transmisión de la señal química a través de la sinapsis se produce gracias al vertido al exterior de moléculas como el glutamato, la dopamina, la serotonina, la epinefrina o la histamina, todos ellos neurotransmisores. Dentro de la célula, esos componentes viajan envueltos en bolsitas que se fusionan con la membrana externa de la neurona para volcar su contenido al exterior. Después, en un ejemplo de buen aprovechamiento de los recursos celulares, las vesículas vuelven a crearse a partir de la membrana de la neurona, reciclando algunos de los neurotransmisores.

El trabajo de los investigadores, publicado ayer en la revista Science, incluye un vídeo que presenta el sinaptosoma con una resolución a nivel atómico nunca antes vista, y en el que algunos elementos se van añadiendo y ocultando para facilitar su comprensión. He aquí el resultado, y procuren no parpadear, porque se perderán algo:

¿Por qué soñamos? ¿Podemos controlarlo?

Sigmund Freud fue un curioso ejemplo de hombre de ciencia que inventó lo que él mismo necesitaba: psicoanálisis. Sin entrar en discusiones sobre si esta práctica terapéutica es tal o pseudociencia, como alegaba Karl Popper, conozco a alguno que otro que leyó La interpretación de los sueños en busca de fórmulas al estilo «soñar con ornitorrincos = aumento de sueldo» para encontrarse de repente extraviado sin remedio en un inmenso y farragoso bosque de penes y vulvas habitado por personajes sexualmente aturullados. Para Freud, los sueños eran realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos por la consciencia, pero sus deseos solían estar localizados de cintura para abajo.

'El sueño de la razón produce monstruos', grabado de Francisco de Goya.

‘El sueño de la razón produce monstruos’, grabado de Francisco de Goya.

La contribución de Freud apostó por el concepto del sueño como un fenómeno esencialmente psíquico, en oposición a los autores médicos de su época que defendían una visión orgánica, en la que los sueños eran algo «comparable a la serie de sonidos que los dedos de un individuo profano en música arrancan al piano al recorrer al azar su teclado», en palabras del propio Freud. Sin embargo, hoy parece impensable tratar de comprender el fenómeno de los sueños desde un seco enfoque psicológico sin empaparlo en la neurofisiología. Conociendo lo complejo de nuestra actividad neuronal y que mucha parte de ella forma el backstage de nuestra interacción con el mundo, lo difícil sería pensar que el torrente eléctrico que nos cruza el cerebro durante el sueño no se plasmara de alguna manera a través de imágenes, pensamientos o emociones. Pero ¿realmente los sueños tienen algún propósito o significado, o son simples traducciones sin sentido del ralentí cerebral, como quien utiliza el código Morse para descifrar el picoteo de un pájaro carpintero? ¿Por qué a veces el contacto con una persona en sueños nos suscita un grado de emoción más intenso que su conocimiento real? ¿Por qué nos aterran ciertas experiencias oníricas que resultan insustanciales cuando las reflexionamos despiertos? Y por último, ¿podemos tomar el control de nuestros sueños?

Por desgracia, y así como los científicos han revelado recientemente razones esclarecedoras sobre nuestra necesidad de dormir, la ciencia de los sueños continúa siendo una ciénaga tan penumbrosa como el propio mundo onírico. Sobre la función del sueño se ha propuesto que ayuda a consolidar la memoria, a conectar pensamientos e incluso a vaciar la papelera de reciclaje, como en un ordenador. En 1977, los psiquiatras Allan Hobson y Robert McCarley propusieron la teoría de activación-síntesis que se decantaba por el modelo neurofisiológico, explicando los sueños como la manera del cerebro de interpretar señales de las áreas emocionales que se activan durante la fase REM (siglas en inglés de Movimiento Ocular Rápido, la etapa onírica más productiva del ciclo del sueño). Sin embargo, modelos más recientes sugieren que las ensoñaciones y el sueño REM se localizan en regiones diferentes del cerebro. Pero lo más interesante de la teoría de Hobson es su propuesta de que el sueño produce una recombinación aleatoria de elementos cognitivos, algo así como barajar las cartas de nuestra información cerebral, lo que puede estimular la creatividad generando nuevas ideas. Muchas obras de la literatura son hijas de los sueños: personajes como el doctor Jekyll y su álter ego Hyde, Frankenstein y Drácula nacieron en las ensoñaciones de sus autores antes de cobrar vida en el papel.

Grabado de Theodore Von Holst para la edición de 1831 de 'Frankenstein', de Mary Shelley.

Grabado de Theodore Von Holst para la edición de 1831 de ‘Frankenstein’, de Mary Shelley.

Una teoría en la línea de lo propuesto por Hobson es la de la psicóloga experimental de la Universidad Goethe de Fráncfort (Alemania) Ursula Voss. «Mi teoría personal, pero (aún) no científicamente demostrada, es muy simple: nuestros sueños son subproductos de una actualización cerebral nocturna, en un momento en que la entrada de información del entorno se reduce al mínimo», explica Voss a Ciencias Mixtas. «Creo (pero no sé realmente si es cierto) que, durante el sueño REM, formamos asociaciones entre información vieja y nueva, lo ligamos a las emociones, y lo almacenamos en imágenes visuales. Así que, para mí, el sueño, cuando lo recordamos, es algo así como emoción comprendida. No contiene un mensaje, pero nos ayuda a la introspección», agrega la psicóloga.

En colaboración con Hobson, Voss dirige una fascinante línea de investigación sobre los sueños que en ciertos aspectos recuerda a la película Origen (Inception, 2010), de Christopher Nolan. En concreto, la psicóloga investiga los llamados sueños lúcidos, aquellos en los que el durmiente es consciente de estar soñando y puede llegar a controlar sus vivencias oníricas. «Sabemos que la ocurrencia espontánea del sueño lúcido es especialmente frecuente en la pubertad, una época en la que experimentamos las fases finales de la mielinización [integración en el sistema cerebral] del lóbulo frontal», apunta Voss. «Es un proceso similar a la actualización del hardware de un ordenador». La científica piensa que esta especie de estado híbrido entre sueño y vigilia es una confusión accidental entre distintos estados de consciencia. Y lo más pasmoso es que puede provocarse.

Anteriormente, los experimentos de Voss y su equipo han demostrado que este extraño estado de lucidez puede entrenarse por autosugestión. El procedimiento recuerda a la película, cuyos personajes se introducían en los sueños llevando un objeto que les servía como pista para distinguir si se encontraban en el mundo onírico o en el real. El protagonista, interpretado por Leonardo DiCaprio, utilizaba una peonza que en el sueño giraba constantemente sin detenerse jamás. «Primero debes aprender a recordar tus sueños», dice Voss. «Entonces debes buscar cosas que puedan ser identificadas como no reales más fácilmente que otras; por ejemplo, una voluntaria sabía que estaba soñando cuando su perro muerto aparecía en el sueño. La siguiente vez que sueñes con esa persona, animal u objeto, trata de utilizarlo como pista para preguntarte a ti mismo: ¿es esto real? Otra voluntaria siempre soñaba que entraba en una casa sin suelo, donde temía caer en un gran vacío. Aprendió a mirar hacia la derecha y, en el momento en que lograba hacerlo, la trama del sueño cambiaba, lo que para ella era una señal que le hacía percatarse de que estaba soñando».

Los anteriores experimentos de Voss han logrado vincular estos sueños lúcidos a una frecuencia concreta de la actividad eléctrica cerebral. «Nuestro punto de partida fue el hallazgo de que el sueño lúcido, cuando ocurre naturalmente, viene acompañado por un aumento de la actividad de 40 hercios, correspondiente a la banda gamma de baja frecuencia», apunta Voss. Sin embargo, esta observación no permitía discernir si dicha actividad era una causa o un efecto del sueño lúcido. «Era interesante, pero no satisfactorio, ya que no podíamos afirmar nada sobre la causalidad. ¿La actividad gamma baja es necesaria para alcanzar una consciencia de alto rango? ¿El sueño lúcido provoca la actividad gamma?»

En la película 'Origen' ('Inception'), Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) utiliza un tótem, una peonza, para distinguir entre los sueños (donde la peonza nunca se detiene) y el mundo real. Warner Bros. Pictures.

En la película ‘Origen’ (‘Inception’), Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) utiliza un tótem, una peonza, para distinguir entre los sueños (donde la peonza nunca se detiene) y el mundo real. Warner Bros. Pictures.

Para distinguir entre ambas posibilidades, Voss y su equipo sometieron a un grupo de 27 voluntarios, que nunca habían experimentado sueños lúcidos, a una estimulación eléctrica de 40 hercios en el lóbulo frontal del cerebro durante 30 segundos en la fase REM. «Examinamos la cuestión induciendo una corriente gamma, o bien una corriente no gamma o un placebo sin corriente», señala la investigadora. Los resultados del estudio, publicado este mes en la revista Nature Neuroscience, revelan que los sujetos sometidos a estimulación gamma sincronizaron su actividad cerebral con esta frecuencia y experimentaron sueños lúcidos en el 77% de los casos. Los investigadores detectaron cinco rasgos del sueño lúcido: consciencia de que se está soñando mientras el sueño continúa, control sobre la trama del sueño, sentido de realismo, acceso a la memoria, y disociación, o la posibilidad de observar el sueño como un espectador contempla una película; este último fue el rasgo más frecuente. «Nuestra hipótesis es que la estimulación gamma de banda baja promueve la sincronización neuronal en esta banda de frecuencia, lo que prepara el escenario para la lucidez en los sueños», concluyen los científicos en su estudio.

Los resultados de Voss y su equipo han captado una gran atención mediática, porque es una tentación fantasear con los posibles usos recreativos de este hallazgo: hacer realidad los propios sueños. Como mínimo, la posibilidad de asistir como espectadores a la proyección privada de películas mentales cuya trama decidiéramos nosotros mismos es algo que dejaría lo que ahora llaman «televisión a la carta» como una antigualla obsoleta. Tan inevitable es interpelar a Voss sobre estas fantasías como preguntar a un político acusado de corrupción si planea dimitir. Pero tan previsible es la respuesta de un científico ante semejante pregunta como la del político: evasivas. «No quiero especular con esto», responde la investigadora. «Aunque me lo han preguntado mucho», añade.

Si aplicaciones como estas fueran posibles algún día, la naturaleza y el origen de los sueños quedarían relegados a un segundo plano frente a la jugosa posibilidad de controlarlos. Respecto a lo primero, la ciencia continuará trabajando, porque la propia Voss acaba confesando que, en el fondo, seguimos sin saber por qué soñamos. Por qué el resto de mamíferos también sueñan. Por qué es incluso posible que las aves y los reptiles sueñen. «¡Si tan solo pudiéramos saber por qué…!», suspira Voss. La realidad es que nos sigue faltando una respuesta que ya echó de menos el príncipe Segismundo en la obra de Calderón: «y en el mundo en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende».

Ya sabemos por qué dormimos, pero ¿por qué bostezamos?

No es que el hecho de bostezar sea clave en nuestras vidas (¿o sí?). Ni que su conocimiento sea un hito científico de primera magnitud (¿o sí?). Pero siendo poco probable que todos los lectores de estas líneas lleguen a experimentar un encuentro cara a cara con el bosón de Higgs, en cambio es seguro que todos bostezan regularmente. Lo que quizá no sepan es que bostezar, algo que todos hacemos de media unas ocho veces al día y unas 240.000 veces a lo largo de nuestra existencia, no es solo una declaración de amor a la cama. Según presentó el investigador holandés Wolter Seuntjens en la Primera Conferencia Internacional del Bostezo (sí, en serio), celebrada en París en 2010, bostezar puede ser también un signo de excitación sexual. La mala noticia es que, dice Seuntjens, es imposible distinguir el motivo real por el que esa persona sentada al otro lado de las velas en una primera cita está bostezando.

Seuntjens es también el fundador de la chasmología, una disciplina tan extremadamente rara que, al menos a día de hoy, Google solo encuentra una entrada en castellano (esta será la segunda). Prueben a encontrar otro término existente capaz de ser tan ignorado en internet; hasta supercalifragilísticoexpialidoso registra 15.300 resultados. Así pues, la ciencia del bostezo no interesa a nadie. ¿O sí? Para ser un gesto tan irrelevante, los científicos han propuesto hasta 20 hipótesis distintas recogidas por el antropólogo evolutivo de la Universidad de Emory (EE. UU.) E. O. Smith. La más conocida de ellas probablemente sea que el bostezo nos insufla oxígeno en la sangre, lo que a su vez nos ayuda a mantenernos despiertos. Y sin embargo, esta teoría carece de todo respaldo experimental. Sencillamente, hasta donde se sabe, es falsa.

Los bebés comienzan a bostezar durante la gestación. Daniel James.

Los bebés comienzan a bostezar durante la gestación. Daniel James via Flickr (Creative Commons).

Quizá sabemos por qué bostezamos en muchas ocasiones: porque otros lo hacen. El bostezo no solamente es un comportamiento que los mamíferos compartimos entre nosotros y (como mínimo) con reptiles, anfibios, aves y peces, sino que además es contagioso, incluso con la capacidad, en ciertos casos, de saltar de una especie a otra. Pero si bostezar es la expresión de un vínculo de empatía, ¿cuál es su significado evolutivo? ¿Mantener en alerta a la manada, como también se ha propuesto? El humilde e intrascendente bostezo pone en un apuro la capacidad de la ciencia para hackear las explicaciones de la naturaleza, del mismo modo que el verdadero talento de un cantante se prueba cuando alguien le pide que entone a capela el Cumpleaños feliz en una fiesta familiar.

Por suerte, parece que recientemente la ciencia ha podido salir airosa del embarazoso reto de explicar el bostezo. En 2007, el psicólogo de la Universidad Estatal de Nueva York Andrew Gallup hizo un curioso experimento: sentó a un grupo de voluntarios frente a una pantalla en la que se mostraba un vídeo de gente bostezando. Algunos de los sujetos debían al mismo tiempo sostener una bolsa caliente contra su frente, mientras que otros hacían lo mismo con una compresa fría. Los resultados, publicados en la revista Evolutionary Psychology, mostraron que los primeros sufrían un nivel de contagio del 41%, mientras que en los segundos se desplomaba a solo un 9%.

Los resultados de Gallup, con ser significativos, podrían ser simplemente anecdóticos mientras no se liguen a un mecanismo fisiológico demostrable por otras vías. En 2010, otro estudio en el que participó el propio Gallup demostró que la temperatura del cerebro de las ratas aumentaba en 0,11 grados justo antes del bostezo, al que seguía un enfriamiento similar. Con estos datos, Gallup elaboró una hipótesis: el bostezo es un mecanismo de refrigeración cerebral, no muy diferente de la función del radiador en el motor de un coche. Cuando sube el termómetro del cerebro, este nos ordena que bostecemos. La inhalación lleva aire fresco a nuestras cavidades oral y nasal, irrigadas por numerosos vasos sanguíneos que al estrujarse con el gesto brusco de abrir las mandíbulas inyectan un mayor caudal de sangre en la caja craneal. Esa sangre se ha templado en contacto con el aire inhalado, lo que enfría el cerebro.

La hipótesis de Gallup, llamada de la ventana térmica, predice que el bostezo debería aumentar cuando lo hace la temperatura ambiente, pero reducirse cuando esta se eleva por encima de un límite, ya que bostezar en este caso tendría el efecto contrario y sería más aconsejable entonces recurrir a otros sistemas alternativos de regulación, como el enfriamiento corporal por la evaporación del sudor. Ambas predicciones han sido contrastadas, según describe Gallup en una revisión sobre la teoría termorreguladora del bostezo publicada el año pasado en la revista Frontiers in Neuroscience. La última prueba a favor de la teoría de Gallup acaba de publicarse ahora en la revista Physiology & Behaviour. En el nuevo estudio, el psicólogo y un equipo de colaboradores de la Universidad de Viena han comprobado si los vieneses bostezan más en verano o en invierno. Los resultados muestran que los gélidos inviernos de la capital austríaca reducen el bostezo al mínimo, mientras que en verano ocurre lo contrario. Por si fuera poco, los datos son opuestos a lo previamente comprobado por Gallup en el clima árido de Tucson, Arizona, con veranos a 37 grados e inviernos en torno a los 22.

Sin embargo, la hipótesis aún necesita atar cabos importantes: ¿por qué antes y después del sueño? ¿Por qué se contagia? Si se trata de un mecanismo ligado a la regulación térmica, una capacidad de los que nos llamamos animales de sangre caliente (homeotermos), como mamíferos y aves, ¿por qué entonces los de sangre fría o poiquilotermos, como reptiles, anfibios y peces, también bostezan?

La primera pregunta ya es una prueba superada: la temperatura del cerebro aumenta con los ritmos circadianos (el reloj biológico) hacia el atardecer y disminuye al mínimo durante el sueño. Cuando despertamos, se enciende la calefacción de nuestro cerebro, y el bostezo ayuda entonces a la regulación fina del termostato. En cuanto a la segunda, la solución es posiblemente más compleja. La función del bostezo en la empatía social es generalmente aceptada, y su origen evolutivo propuesto es, como mencionaba arriba, una coordinación grupal para la vigilancia. Gallup propone que el efecto negativo de la hipertermia sobre las funciones cognitivas podría explicar por qué es evolutivamente ventajoso para la manada que un gesto destinado a incrementar la preparación del cerebro para la respuesta a un ataque se propague rápidamente entre los individuos; algo así como un policía desenfundando su arma cuando ve que un compañero ha hecho lo mismo.

Así, parece que el bostezo no es algo tan banal e irrelevante, sino que se trata de un problema científico que involucra fisiología, psicología y biología evolutiva. Pero ¿qué hay de los reptiles, anfibios y peces? Este es todavía un caso pendiente, más aún por el hecho de que estos grupos animales son evolutivamente anteriores a mamíferos y aves, por lo que no pueden simplemente haber heredado este comportamiento. A este respecto, Gallup contraataca apoyándose precisamente en lo que define a los poiquilotermos, su carencia de mecanismos internos para regular su temperatura corporal, lo que les haría necesitar aún más un gesto como el bostezo. «Bostezar es un mecanismo conductual de enfriamiento, y los poiquilotermos son particularmente dependientes del enfriamiento conductual», escribe Gallup.

Sin embargo, esta última es todavía una hipótesis en cuarentena, aunque el psicólogo destaca un detalle curioso que distingue el bostezo en estos animales: no se contagia. Para el investigador, negar la función termorreguladora en un grupo animal más moderno (mamíferos o aves) por el hecho de que grupos animales más antiguos carezcan de ella «sería similar a pensar que, dado que los poiquilotermos no se contagian el bostezo, no deberíamos tampoco esperar el contagio en los homeotermos». «La evolución es un proceso acumulativo, que tiene efectos aditivos sobre los rasgos a lo largo del tiempo», razona.

El autor de este artículo ha bostezado cuatro veces durante su redacción. No por aburrimiento. Tampoco por lo otro. Ni hay nadie más alrededor. Quizá es solo falta de sueño. Por favor, si hacen lo mismo al leerlo, no me lo digan…

¿Por qué dormimos? La ciencia ya tiene respuestas

Para los que nos arrugamos al sonreír, pero ya no nos desarrugamos después, y el cuerpo cada vez nos soporta menos (en sentido 1, no en el 2), preguntar por qué dormimos puede sonar a soberana imbecilidad: al fin de una jornada de trabajo seguida por la diaria batalla contra la horda infantil, la pregunta correcta no sería por qué dormimos, sino cómo es posible que volvamos a despertar. Pero lo cierto es que, desde el punto de vista antropológico evolutivo, que es como debe analizarse toda nuestra fisiología, cabría preguntarse: si se trata de descansar, ¿por qué no basta con recostarnos y dejar la mente en blanco? Frente a un reposo en alerta, dormir es una opción suicida. Ese estado de profunda inconsciencia al reguerillo de baba en el que caemos los humanos, al contrario que otras especies, es una franca invitación a cualquier depredador para que nos devore o a cualquier enemigo para que nos reviente los sesos, y sería interesante conocer cuántos humanos, desde que somos tales, han perdido la vida en brazos de los Oniros (que no de Morfeo, como suele decirse, ya que este solo se molestaba en actuar para la realeza).

Una respuesta casi evidente sería que el sueño es una medida de ahorro de energía metabólica. Un interesante estudio publicado en 2010 en la revista The Journal of Physiology por investigadores de las universidades de Denver y de Colorado en Boulder (EE. UU.) determinó que gastamos un 7% más de energía si permanecemos despiertos durante 24 horas que si nos ceñimos a un plan de 16 horas de vigilia seguidas por ocho horas de sueño (esas que solo tienen el privilegio de dormir los que se presentan voluntarios a experimentos como este). Si centramos el cálculo en el consumo energético durante ese período nocturno de ocho horas, gastamos un 32% más si lo pasamos tirados en el sofá viendo lo felices que son los poseedores del Whisper XL que si dormimos.

Las cifras parecen escasamente rompedoras, ¿no? Sobre todo teniendo en cuenta que, por ejemplo, una iguana del desierto es capaz de ahorrar hasta un 69% de energía durante el sueño. Un dato curioso que se desprende del estudio de Colorado es que echa por tierra esa noción del sueño atrasado, ya que el consumo de energía durante un sueño de recuperación se reduce respecto al sueño estándar; es decir, que el metabolismo tiene cierta flexibilidad para adaptarse a lo que le dejemos dormir. Así que, quien tras una noche en blanco pretenda justificar, basándose en la aritmética, la necesidad de dormir 16 horas seguidas, que sepa que la ciencia no le sufraga en esto.

Los resultados del estudio de Colorado sugieren que el ahorro de energía puede ser una razón para dormir, pero no la razón, si la hay. Podemos pensar, incluso, que el 7% más de energía que gastamos con esa abstinencia de sueño podríamos compensarlo con creces dedicando esas ocho horas a atiborrarnos. Al fin y al cabo los humanos somos omnívoros y, al contrario que los carnívoros estrictos, procurarnos el alimento no nos exige necesariamente un enorme desgaste metabólico (razón por la cual casi siempre vemos a los leones descansando o durmiendo; los del zoo no saben que nunca tendrán que cazar). Sin embargo, sabemos que no es así, y que un exceso de privación de sueño puede provocarnos un desorden cognitivo; es decir, volvernos locos. Así pues, no parece que dormir sea exclusivamente una cuestión de balance energético.

Mientras el ratón duerme, el tinte fluorescente lava su cerebro, lo que no ocurre cuando el animal está despierto. Nedergaard Lab, University of Rochester Medical Center.

Mientras el ratón duerme, el tinte fluorescente lava su cerebro, lo que no ocurre cuando el animal está despierto. Nedergaard Lab, University of Rochester Medical Center.

Durante años, los científicos han sospechado que la expresión popular «sueño reparador» no debía de estar muy lejos de la realidad. Es decir, que el sueño vendría a ser ese período durante el cual al cerebro se le cuelga el cartel de «fuera de servicio» (o casi) para que los técnicos puedan ejecutar sus labores de mantenimiento, recuperación y actualización del servicio. El año pasado, investigadores del Centro Médico de la Universidad de Rochester (EE. UU.) descubrieron que, cuando un ratón duerme, los espacios entre las neuronas de su cerebro se ahuecan en un 60%, aumentando la circulación entre el fluido intersticial y el líquido cefalorraquídeo (que baña el cerebro y la médula espinal) y facilitando así la eliminación de toxinas como la proteína beta-amiloide, cuya acumulación en placas es un signo de la enfermedad de Alzhéimer. En otras palabras, y pese a lo poco hermoso de la analogía: cuando el cerebro duerme, tira de la cadena (y ya anticipo el comentario ocurrente de que algunos, por mucho que duerman, nunca consiguen evacuar de su cerebro toda la blablabla…). El hallazgo, publicado en Science, mereció un puesto entre los diez descubrimientos más importantes del año para los editores de esta revista.

Gracias a este estudio, la implicación del sueño en la función cognitiva recibe un espaldarazo bioquímico, sosteniendo las conclusiones de investigaciones previas que han revelado cómo nuestra memoria se consolida mientras dormimos. Con ocasión de la publicación del estudio de Science, Jim Koenig, director de programas de la rama de los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU., que financiaron el trabajo, declaró: «Estos resultados pueden tener grandes implicaciones en múltiples desórdenes neurológicos». El pasado marzo, otro estudio publicado en la revista The Journal of Neurosciences relacionaba el sueño deficiente con la pérdida de neuronas. Con todo esto, surge una pregunta obvia: ¿significa esto que una vida nocturna de crápula, o un trabajo de vigilante de noche, o el bebé que duerme como un bebé (lo que, en contra de la noción popular, significa despertarse llorando cada par de horas), nos convierten en candidatos a padecer Alzhéimer?

También el pasado marzo, la revista Neurobiology of Aging publicó un estudio en el que investigadores de la Universidad Temple de Filadelfia (EE. UU.) sometieron a condiciones de privación de sueño a un modelo de ratón genéticamente modificado para padecer Alzhéimer. Los científicos descubrieron que, en los animales con el sueño alterado, los defectos en la memoria y el aprendizaje, así como el aumento de los depósitos de la proteína tau –todos ellos síntomas de la enfermedad–, aparecían a una edad más temprana de lo normal. Según el director del estudio, Domenico Praticò, «de este estudio se puede concluir que la perturbación crónica del sueño es un factor de riesgo ambiental en la enfermedad de Alzhéimer». Aun así, es importante recordar que estos ratones ya estaban genéticamente obligados a desarrollar la dolencia. Establecer vínculos directos en casos semejantes es muy complejo, y darlos por sentado es siempre una temeridad. Pero algo sí parece claro; como bien escribía Jack Torrance una y otra vez, a lo largo de páginas y páginas (en una extraña traducción elegida por el propio Stanley Kubrick): no por mucho madrugar amanece más temprano.