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Así se verían los planetas en el lugar de la Luna y otras estrellas en el lugar del Sol

Existen ciertos tipos por ahí que en lugar de dedicar su tiempo –libre o no– delante de una pantalla a pergeñar memes pretendidamente graciosos, o a vomitar espumarajos en Twitter contra el bando contrario, lo destinan a crear afición por la ciencia y el conocimiento, fabricando maravillas en animaciones o vídeos que nos dejan boquiabiertos. Lo cual es de agradecer. Y de divulgar.

Hoy les traigo algunos de estos vídeos cuyo propósito común es mostrarnos la escala de aquello que normalmente nos queda fuera de escala. Somos seres pequeños en un planeta relativamente pequeño, y para representar la inmensidad del cosmos nos vemos obligados no solo a reducirlo todo a tamaños manejables, sino además a perder la idea de la escala. Pero no hay nada para darnos cuenta de nuestra insignificancia como tirar de metáforas visuales. Por ejemplo, ¿cómo veríamos los planetas de nuestro Sistema Solar si ocuparan el lugar de la Luna?

Saturno sobre Madrid. Imagen de Álvaro Gracia Montoya / MetaBallStudios / YouTube.

Saturno sobre Madrid. Imagen de Álvaro Gracia Montoya / MetaBallStudios / YouTube.

Eso es lo que muestra este vídeo del astrónomo amateur Nicholas Holmes:

Holmes ha hecho también una versión nocturna:

Otros vídeos han tratado la misma idea, por ejemplo este de Álvaro Gracia Montoya, que nos muestra los planetas sobre el familiar skyline del centro de Madrid:

O este publicado por la agencia rusa del espacio Roscosmos:

De propina, también de Roscosmos es este otro vídeo que nos enseña cómo sería el panorama de nuestro cielo si en el lugar del Sol tuviéramos alguna otra de las estrellas cercanas, como el sistema Alfa Centauri, Sirio, Arturo, Vega o la supergigante Polaris (la Estrella Polar).

Naturalmente, todos estos magníficos vídeos solo tienen por objeto mostrar una representación visual ficticia, sin ninguna intención de reflejar situaciones científicamente realistas. De hecho, nada sería como lo conocemos, ni habría nadie para conocerlo, si la Tierra estuviera a tan corta distancia de esos planetas o estrellas gigantes. Como ya he contado aquí, los estudios de la ciencia planetaria en los últimos años tienden a sugerir no solo que el nuestro es un planeta raro por sus propias características, sino que incluso toda la arquitectura precisa del Sistema Solar ha sido también un factor influyente para permitir la existencia de esta roca mojada que llamamos hogar.

Pasen y vean el Sistema Solar de un modo que quita el aliento

A todos aquellos que sientan algún grado de asombro o fascinación por las fronteras del espacio, les recomiendo muy vivamente que no se pierdan la maravilla que traigo hoy aquí.

Se trata de un cortometraje elaborado por los realizadores de documentales de ciencia y naturaleza Alex Gorosh y Wylie Overstreet. Como explica Overstreet al comienzo de la película, las representaciones habituales de la Tierra, la Luna y el Sistema Solar suelen exagerar las escalas de los planetas, o bien reducir las de sus órbitas, para que todo encaje en un espacio manejable. Esto nos crea una visión deformada de las verdaderas magnitudes de nuestro vecindario cósmico y nos impide apreciar la perspectiva real de nuestra roca mojada en el contexto del Sistema Solar.

Según explica Overstreet en su web, en otoño de 2014 convenció a cuatro amigos para que le acompañaran al desierto de Nevada con el fin de ayudarle a construir un modelo a escala real del Sistema Solar. Necesitaban una inmensa extensión llana, por lo que eligieron el lecho seco del desierto de Black Rock, donde se celebra el festival de música Burning Man.

Para comenzar, colocaron un globo que representa el Sol, y a continuación fueron midiendo las distancias a las que debían situar los planetas, que quedan reducidos al tamaño de canicas o balones. Completaron el montaje con el rodaje de un vídeo time-lapse en el que hicieron circular los planetas por sus órbitas para que se pudiera apreciar la magnitud del conjunto. El resultado es, como verán, sobrecogedor.

La de Overstreet y Gorosh no es la primera maqueta del Sistema Solar a escala que se construye. Una de ellas está emplazada en el sendero que se recorre caminando durante el ascenso hacia el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico. Sin embargo, y aunque en este y otros casos similares es fácil hacerse una idea relativa de tamaños y distancias, es imposible apreciar todo el conjunto de un solo golpe de vista; algo que se ha logrado en este documental filmando las trayectorias de los planetas iluminados desde una atalaya que domina toda la llanura.

La Canica Azul (Blue Marble), imagen de la Tierra tomada por la tripulación del Apolo 17 el 7 de diciembre de 1972. Imagen de NASA.

La Canica Azul (Blue Marble), imagen de la Tierra tomada por la tripulación del Apolo 17 el 7 de diciembre de 1972. Imagen de NASA.

Al final del documental, los realizadores rinden un homenaje a la imagen más famosa de la Tierra fotografiada desde el espacio, la denominada Canica Azul (Blue Marble), tomada por la (última) misión lunar Apolo 17 el 7 de diciembre de 1972. La foto fue en su día un símbolo para los movimientos ambientalistas y de conciencia global, al ilustrar la hermosa fragilidad de nuestro planeta. Overstreet y Gorosh cierran su magnífica obra con imágenes históricas de misiones espaciales y de los astronautas que han tenido el privilegio de contemplar nuestro común hogar desde una perspectiva que los demás nunca tendremos la oportunidad de disfrutar.

Por suerte, y para quienes no dominen el inglés, existe la opción de subtítulos en español que he activado por defecto. El vídeo también está publicado en Vimeo y en las webs de Gorosh y Overstreet. Disfrútenlo.

To Scale: The Solar System from Wylie Overstreet on Vimeo.

Pasen y vean: no es un vídeo ovni, es la reentrada de Orión

El pasado 5 de diciembre, la nave Orión de la NASA debutó en el espacio con un vuelo de cuatro horas y media que se ejecutó con total perfección. Tanta que el editor de la web NASA Watch, Keith Cowing –antiguo empleado de la agencia, hoy voz crítica y fuente imprescindible– escribió en su Twitter: «Alguien en la NASA debería derramar su café sobre el teclado ahora mismo. Ninguna misión puede ser tan perfecta». Pero lo fue, con un resultado tan brillante que la puerta de acceso del ser humano al espacio exterior –el verdaderamente exterior, no el de los gansos de la Estación Espacial Internacional pateando pelotitas en gravedad cero– parece reabrirse lentamente, chirriando sobre sus viejos goznes oxidados tras 42 años de clausura.

Aún quedan largos años de espera hasta que Orión viaje en misiones reales con astronautas a bordo; para empezar, el cohete que deberá lanzarla al espacio aún no existe. Pero de momento, el vuelo de prueba nos ha dejado un vídeo que la NASA publicó ayer en su web y que nos muestra lo que habríamos contemplado desde la pequeña cápsula si hubiéramos viajado en su interior durante su primera misión. Para los terrícolas sin esperanza ni posibilidades de viajar jamás al espacio, diez minutos es el tiempo que tardamos en desplazarnos desde el punto A del atasco de la A-6 hasta el punto B del mismo atasco. Pero en esos diez minutos, Orión regresa del espacio a la Tierra, hundiéndose en la atmósfera terrestre a 32.000 kilómetros por hora.

Una parte de este vídeo fue retransmitida en directo por NASA TV a través de la web de la agencia, ofreciéndonos un seguimiento del descenso en directo. Pero en la fase más crítica, cuando el escudo térmico de Orión soportaba temperaturas de 2.200 grados centígrados, la comunicación sufría un corte temporal que nos impidió comprobar cómo se veía esa travesía del infierno desde las ventanas de la cápsula. Una vez que la nave fue recogida después de su amerizaje en el Pacífico, los técnicos de la misión han recuperado la grabación que ahora se publica íntegra.

La inmersión vertiginosa de Orión en la atmósfera produce un rozamiento brutal que crea una capa de plasma o gas ionizado alrededor de la nave. Desde el interior, el fenómeno se aprecia con la aparición de una mancha luminosa en el cielo –en el mejor estilo de los presuntos avistamientos de ovnis– que va transformándose en una especie de medusa y cambiando de color hacia el magenta a medida que sube la temperatura. Durante la reentrada tenemos la referencia de la superficie terrestre, que luego desaparece cuando los reactores de Orión la orientan en posición para desplegar los paracaídas.

Una curiosidad del vídeo es cómo la línea del horizonte se aprecia plana, incluso cóncava. Aunque la NASA no aclara detalles respecto a la lente utilizada, es de suponer que se empleó un gran angular próximo al ojo de pez, lo que produce la curvatura de las líneas horizontales que es más acusada cuanto más se alejan estas del centro de la imagen. En este caso la inversión de la curvatura terrestre no es más que un efecto de la lente, pero lo más interesante es que este fenómeno puede producirse también por causas naturales en el interior de la capa atmosférica.

Supe por primera vez de este fenómeno a través de un relato de Edgar Allan Poe, uno de mis autores de cabecera (y sobre el que girará mi cuarta novela, en preparación). La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall cuenta el viaje ficticio de un hombre a la Luna en globo, una posibilidad que hoy nos resulta tan ridícula que ni nos paramos a pensarla, pero que no parece teóricamente imposible. «Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo», escribía Poe en boca de su aeronauta a medida que ascendía al cielo.

Hay que tener en cuenta que en tiempos de Poe aún no existía prueba directa de la esfericidad de la Tierra. Solemos pensar que el primer viaje de Colón probó que la Tierra es redonda, pero lo cierto es que el navegante no llegó a Oriente, sino a América. A pesar de que los experimentos indirectos sugerían un planeta esférico, muchos desafiaban esta hipótesis. Poe no dudaba sobre la esfericidad de la Tierra, a juzgar por sus escritos (aunque sí se sumó a la errónea teoría de la Tierra Hueca). Ignoro de dónde sacó el escritor la idea de que a cierta altura la superficie de la Tierra parecería cóncava, pero Poe lo justifica con una presunta explicación geométrica que suena a mojiganga, a sátira seudocientífica disfrazada de verosimilitud, como es el propio relato entero de Hans Pfaall.

Lo más sorprendente es que existen circunstancias meteorológicas en las que este efecto puede producirse: se llama efecto Hillingar, y consiste en que el gradiente de densidad de la atmósfera puede combar los rayos de luz horizontales, llevando nuestra vista más allá del horizonte y ofreciendo una perspectiva de «tierra plana». El efecto es aún mayor cuando se produce lo que los meteorólogos llaman una inversión térmica, es decir, que el aire caliente asciende y la temperatura es mayor a cotas superiores. Cuando un gradiente preciso de temperatura produce una curvatura mayor en la luz que la que compensa la curvatura terrestre, el efecto es el de una superficie terrestre cóncava.

En el siglo XIX, la interferencia de esta ilusión óptica en el famoso experimento de Bedford Level hizo creer a muchos que la Tierra era plana, y esta fue una inspiración principal de un movimiento que ha perdurado hasta hoy. Sí, sí, hasta hoy. Por pasmoso que parezca, la Sociedad de la Tierra Plana continúa existiendo y hasta dispone de página web, en la que se afirma que «la doctrina de la Tierra redonda es poco más que un bulo elaborado». En un artículo publicado hace algunos años en la BBC, uno de sus miembros, un tal John Davis, decía que estaba creando un repositorio de información online «para ayudar a reunir las comunidades locales de la Tierra Plana en una comunidad global». ¿Cómo? ¿Global?

Y sin más, he aquí el vídeo de Orión:

Pasen y vean cómo se hace una cesárea a una tortuga

Toda opción evolutiva tiene sus ventajas, pero también sus problemas de intendencia. Cuando los animales pasamos de ser sacos con una abertura que servía para todo (lo que técnicamente se llama un caraculo) a ser tubos con entrada y salida, hubo a partir de entonces opiniones discrepantes. Algunos optamos por una solución más refinada y decidimos separar el baño de la sala de recreo, mientras que otros, como aves y reptiles, prefirieron un orificio único para gobernarlo todo. Como castigo a su desidia higiénica, los humanos, la sola especie que pone nombres a otras y a sus cosas (o al menos, que pone nombres y además edita la Wikipedia), decidimos denominar a su orificio «cloaca».

Dentro de aquellos discrepantes, las tortugas escogieron además otra opción aún más audaz. Del almacén de piezas de la naturaleza, eligieron una armadura que las protegiera de las dentelladas de sus enemigos. Sabia decisión, de no ser porque una estructura tan rígida acarrea otros efectos secundarios indeseables. El caparazón es una cárcel, pero como en todas las cárceles, acaba siendo más fácil entrar que salir. No recuerdo a quién oí decir aquello de que, para las mujeres, parir es como tratar de sacar un hipopótamo de un buzón de correos (no electrónico) por la ranura de las cartas. La comparación es más acertada en el caso de las tortugas. El cuerpo de las mujeres, al fin y al cabo, es elástico, y la única limitación es el tamaño del canal del parto, el hueco interior que dejan los huesos de la cadera. Pero una tortuga es realmente un buzón de correos.

Los animales ovíparos pueden padecer un síndrome llamado retención de huevo. En ocasiones, un huevo se queda atascado en la cloaca y no encuentra el camino para salir. Esto puede ocurrir por varias razones, incluso por un comportamiento voluntario si el animal no ha nidificado y no encuentra un entorno acogedor para echar su bebé al mundo. En todos los casos es un trance serio que puede provocar la muerte de la madre, sobre todo cuando otros huevos que vienen detrás tratan de enfilar la salida de los oviductos y se produce un embotellamiento de tráfico. Pero es que además, en las tortugas, la rigidez del caparazón agrava el problema porque el cuerpo no puede expandirse, lo que reduce el espacio vital interior del animal hasta que muere. Y es imposible sacar al hipopótamo por la ranura de las cartas. Hay que romper el buzón.

Eso es exactamente lo que muestra el vídeo que sigue. En el caso de la tortuga, la operación de cesárea no se practica con bisturí, sino con una sierra de las de abrir cráneos. La idea es tan simple como atracar un banco: abrir un butrón en la caja fuerte, sacar el botín y volver a cerrar sin que se note. La intervención se realizó en el Street Road Animal Hospital de Pensilvania (EE. UU.). Viendo las imágenes, hasta uno mismo respira mejor después de comprobar todo lo que le sacaron de dentro al pobre reptil.

Viaje alucinante a codazos: la célula está atestada y el roce hace el metabolismo

Hace una semana publiqué aquí un vídeo que nos sumergía en la intimidad de un leucocito, o célula blanca de la sangre, como si surcáramos sus tripas a bordo de un minisubmarino. En el comentario que escribí entonces dejé caer, sin más explicación, que la visión ofrecida en la película seguía teniendo un cierto componente de idealización fantástica. Hoy explicaré el porqué. En La vida interior de la célula, la gruta acuática encerrada dentro de la membrana celular aparecía despejada y diáfana, solo inteferida por las jarcias del citoesqueleto –el andamiaje celular– y por las especies moleculares que se mostraban, y que ejecutaban su papel ante nuestros ojos casi con elegantes pasos de danza.

Pero la realidad es mucho más cruda y embrollada. Para empezar, y aunque es difícil imaginar qué aspecto tendría el paisaje real del interior de la célula si nosotros mismos tuviéramos el tamaño de una molécula, lo cierto es que la concentración de proteínas se asemejaría más a una de las habituales manifestaciones en el centro de Madrid. Y no precisamente de las pacíficas: el metabolismo, término que popularmente se suele asociar a la alimentación pero que en realidad engloba todas las reacciones bioquímicas de las células, ya sea para engordar, pensar o reproducirnos, ocurre gracias a que unas proteínas se acoplan con otras. Pero las moléculas no tienen ojos, ni pueden citarse a tal hora en el oso y el madroño. Es decir, que para que se produzca una interacción metabólicamente productiva entre dos proteínas compatibles, es de suponer que antes se han sucedido innumerables colisiones casuales y estériles. Por no pensar en un símil sexual, podemos imaginarlo como una orgía de mamporros entre policías, manifestantes, dependientes de las tiendas, quiosqueros, turistas, camareros de los bares, agentes de movilidad y gente que pasaba por allí. Y a pesar de todo, ya se me ha deslizado la palabra «orgía».

Un panorama más aproximado a esta promiscuidad molecular se muestra en este otro vídeo más reciente (2013), titulado Empaquetamiento de proteínas. Como el anterior, es fruto de un trabajo conjunto de BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. En esta ocasión la película muestra el funcionamiento de una célula del sistema nervioso, una neurona. El vídeo comienza con una panorámica del tejido nervioso, en el que vemos cómo las señales eléctricas se transmiten como chispazos azules a lo largo de las prolongaciones neuronales.

Algunos de estos cables son gruesos y están revestidos por una especie de vellosidades o tentáculos. Son las llamadas espinas dendríticas, estructuras que fueron observadas por primera vez en 1888 por el gran científico y humanista Ramón y Cajal en sus preparaciones microscópicas. Sus colegas de la época, alemanes en su mayoría, creyeron que se trataba simplemente de una licencia artística en los dibujos del aragonés. Él se limitaba a decir: «Puestos a tenacidad, a los aragoneses que nos echen alemanes». Estudios posteriores confirmaron la existencia de las espinas dendríticas, dando la razón a Cajal y el único Nobel hasta ahora (aunque por una teoría mucho más extensa) a un investigador forjado al cien por cien en un país que, en dramático contraste, es capaz de colocar dos equipos de fútbol en una final de la Champions.

Volviendo al vídeo, nuestro minisubmarino se cuela en el interior de una neurona por un poro de su membrana, y allí está la manifestación. Un denso hormigueo de proteínas se agita en movimientos erráticos y espasmódicos, casi como en una película de time-lapse de una aglomeración urbana, aunque aquí estamos en tiempo real. Entre la muchedumbre asoma de repente una vesícula azul cargada de neurotransmisores con destino al exterior para transmitir el impulso nervioso, y allí aparece otra vez esa locomotora intracelular, la kinesina; solo que en esta ocasión no parece un parsimonioso buey de carga, sino una vaca loca, lanzando nerviosamente sus patas al aire hasta que por casualidad aciertan a engancharse en su particular raíl, el microtúbulo del esqueleto celular.

Eso es la célula: incluso cuando nosotros descansamos tumbados al sol o a la bailona luz del plasma, nuestros rincones más minúsculos e inviolables son escenario de un frenesí a codazos donde siempre es hora punta.

Un viaje alucinante al interior de la célula

Los aficionados a la ciencia-ficción clásica recordarán una película de 1966 que en España se tituló Viaje alucinante, en la que un submarino y su tripulación eran miniaturizados e inyectados en el torrente sanguíneo de un científico para arreglarle un desaguisado cerebral. La trama de aventuras servía de pretexto para un espectacular despliegue de efectos especiales, que en la época eran de los de chapa y carpintería, y que consistían mayormente en un interiorismo con regusto de paisaje alienígena. Para la estética, la tecnología y el conocimiento actuales, la escenografía de la película puede resultar trasnochadamente sesentera, pero en mis recuerdos infantiles sus reposiciones en televisión se guardan en el mismo cajón que El planeta de los simios, con su Charlton Heston fumándose un puro en la nave espacial y aquel inolvidable «¡MANIÁTICOS…!», y que aquella versión española de Viaje al centro de la Tierra con una preciosa Ivonne Sentis y un gorila gigante de los de cremallera en la espalda.

Aquella película nos hacía imaginar nuestros recovecos corporales más íntimos como un mundo raro y fronterizo, un territorio de exploración y aventura en un registro más realista que aquellos divertidos dibujos animados de Érase una vez… el cuerpo humano. Con el correr de los años, la tecnología de animación y un conocimiento más veraz de cómo funciona lo infinitamente pequeño nos van acercando a otras visiones de lo que, salvo gracias a la magia del cine, nunca podremos contemplar en vivo y en directo con nuestros propios ojos. Y el resultado sigue siendo hipnotizante. El vídeo que inserto más abajo ya tiene algunos años (2006), pero representa una etapa posterior en el acercamiento a una representación más fiel del mundo celular que, sin embargo, sigue teniendo un cierto componente de idealización fantástica.

El vídeo es el resultado de una colaboración entre BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. La película, titulada La vida interior de la célula, arranca con un plano de la corriente sanguínea fluyendo por un capilar. Un leucocito, las células blancas de la sangre encargadas de la respuesta inmunitaria, rueda por la pared del vaso enganchando las proteínas de su superficie a las del endotelio o tapiz vascular como en un diminuto velcro. El vídeo nos muestra cómo las proteínas de la membrana celular del leucocito navegan a bordo de sus balsas de lípidos, hasta que una señal de alarma en forma de signos de inflamación dispara en la célula un minúsculo zafarrancho de combate. Nos sumergimos entonces en el interior del leucocito y viajamos entre la red del citoesqueleto, contemplando cómo se crean y se destruyen los microfilamentos de actina y los microtúbulos de tubulina, los cables tensores que arman el andamiaje de la célula.

De repente, un extraño ser aparece ante nuestros ojos caminando sobre un microtúbulo mientras arrastra una especie de enorme globo. Es la kinesina, la proteína que actúa como bestia de carga celular, transportando vesículas repletas de moléculas que se verterán al exterior para ejecutar la ofensiva. Súbitamente, los poros del núcleo comienzan a disparar serpentinas de ARN mensajero, los emisarios de los genes activados por la respuesta inflamatoria. Las cadenas de ARN se unen a los ribosomas, las factorías encargadas de traducir el código genético para la elaboracion de unas proteínas señalizadoras denominadas quimioquinas. Estas se sintetizan en un complejo de bolsas llamado retículo endoplásmico y se almacenan en vesículas para que la kinesina las acaree hasta la superficie de la célula y las libere al exterior. Como consecuencia de la respuesta, se produce la extravasación: el leucocito se fija a la pared del vaso y comienza a aplanarse hasta que logra escurrirse entre las células del capilar para emigrar hacia el tejido donde se requieren sus servicios defensivos.