Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Espejo, espejito…

No hay nada que le guste más a un adolescente que un espejo. No lo admitirán nunca, claro, pero se pasan horas muertas ensayando gestos, guiños, poses, probando ese último gel de peinado que les ha recomendado un amigo, primero con cresta, luego sin ella, con el pelo peinado como para ir de boda y, dos minutos después, con un estudiado despeinado.

Al verles me vienen a la cabeza los tiempos en los que yo hacía lo mismo. Me encerraba en el cuarto de mis padres, donde había uno de esos clásicos tocadores con un enorme espejo. Allí probaba a hacerme la raya a un lado, luego al otro, una trenza, me ponía todos los sombreros que encontraba… Después abría el armario que había a un lado, para enfrentar el espejo de la puerta con el del tocador. Así podía verme por detrás y por delante, no sólo el pelo sino también la ropa -y mi imagen mil veces repetida, eso me encantaba-. Creo que a esa edad nunca salía a la calle con algo nuevo sin antes pasar la prueba del doble espejo.

La situación se repite, pero con una diferencia: ellos rara vez cierran la puerta del cuarto de baño cuando van a probarse algo y, en lugar de esconderse suelen llamarme para que les dé mi opinión. Eso sí, siempre creen que en lugar de una hora han pasado sólo dos minutos desde que empezó su sesión de estilismo.

Lo más curioso de todo es que, después de una de estas sesiones intensivas, al día siguiente parecen haberse olvidado de todo y son capaces de salir a la calle con ese chándal viejo y raído que ya no debería servir ni para andar por casa.