Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Con un arma en las manos

No me gustan las armas. Al tener una en mis manos, más que seguridad o poder, lo que experimento es la profunda desazón de saber que alberga la posibilidad latente de terminar, tanto por accidente como de forma premeditada, con la existencia de otro ser humano.

Aunque luego, cuando leo noticias como las violaciones masivas de mujeres en la República Democrática del Congo (destino al que pienso dirigirme en algunos meses), me enfrento a una disyuntiva moral: me pregunto por qué no las usan los miembros de la MONUC, la misión más extensa de Naciones Unidas en el mundo; por qué no salen de sus cuarteles en los Kivus y se enfrentan de una vez por todas a Laurent Nkunda y a sus hombres.

Alguien tiene que detener a las milicias tutsis que violan a las niñas y mujeres frente a sus familiares, que las cortan en pedazos, que les meten trozos de botellas en la vagina, que se las llevan a sus campamentos y las convierten en esclavas sexuales, como describe la desgarradora crónica publicada por la Revista Pueblos.

Y cuya lectura os recomiendo encarecidamente para no seguir indiferentes al peor conflicto que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial y que ha causado la muerte de cinco millones de personas en una década.

Armas, armas, armas

A lo largo de los meses que llevo recorriendo el mundo para dar vida a Viaje a la guerra, he sostenido numerosas armas. Siempre con la intención de hablar con sus propietarios acerca de la procedencia de las mismas. ¿Cuántos les han costado? ¿Dónde las han conseguido?

Desde aquel lanzagrandas RPG israelí que unos vendedores de armas me mostraron en Líbano, a las pocas semanas del final de la guerra con Hezbolá de 2006. Un conflicto, entre la milicia chií y el Estado hebreo que acaba de alcanzar su momento más tenso después del asesinato de Imad Mugniyah en Damasco y las amenazas abiertas de Hasan Nasralá (que también pueden ser leídas en clave interna, según señala Mohamad Bazzi en el Council for Foreing Relations).

Pasando por los oxidados AK47 que emplean los nómadas afar de Etiopía, y que compran por unos 140 dólares en el mercado negro, para enfrentarse a los oromo, aunque también como símbolo de «hombría» y estatus social con el que han reemplazado a sus antiguas lanzas.

Hasta el regreso a Líbano, a un año de la guerra, con ese viejo fusil M16 que los soldados libaneses, desplegados por primera vez en años al sur del río Litani, sostienen en lo alto del castillo de Beaufort, recuperado tras la salida de las tropas hebreas del país en el año 2000.

Y la última ocasión, la semana pasada, junto a los jóvenes que componen la secta kissi conocida como «chinkororo«, que al comienzo de los enfrentamientos con los kalenjin vinieron a Chepilat desde la frontera con Tanzanía, pagados por los propios vecinos del pueblo.

Esos guerreros adolescentes que me explicaron cómo luchan con sus archos y flechas, según os contaré con más detalles mañana. Unas armas que, en comparación con las modernas, podrían parecer poco amenazantes, pero que al ver el número de muertos que se sucedieron en esta localidad (en especial aquellas que dicen que tenían veneno de serpiente), y la dimensión de las heridas de los supervivientes, se comprende que no es así.

Y al tener un arco y una flecha en mis manos, otra vez esa perturbadora sensación de poder sobre la existencia ajena.

«Va a morir gente, ¿no lo percibes?»

Cuando soy testigo de situaciones tan desgarradoras como la que presencié hoy, me pregunto si los seres humanos llegaremos algún día a superar las múltiples barreras que nos dividen. Ya no sólo en Kenia, sino en todas partes.

¿Cuándo dejaremos de creer que nuestra identidad pasa por el barrio, la clase social, el color de piel, la lengua o la bandera de la que suponemos que formamos parte?

¿Cuándo comprenderemos que, más allá de las diferencias superficiales, somos intrínsecamente idénticos: tenemos las mismas pulsiones, los mismos miedos, las mismas incertidumbres? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que nuestros destinos están ligados?

Y con pesar me digo a mí mismo que quizás nunca podamos superar este impulso gregario. Porque está en nuestro ADN, porque nos viene de antaño, de hace millones de años, desde que los primeros hombres en las cavernas creaban clanes para hacer frente a las fieras, a otros grupos de hombres.

La guerra de las flechas

Pero vuelvo atrás en el tiempo. Tras comprobar que la situación estaba aparentemente tranquila en Nairobi, viajé ayer a Kisumu, segunda ciudad en tamaño del país, próxima a la frontera con Uganda, y epicentro de la étnia lúo, a cuyos alrededores continúan los disturbios y las muertes.

Esta mañana he salido con varios colegas que encontré en Kissumu hacia Chepilat, donde otros dos grupos tribales, los kalenjín y los kisii, sin relación aparente con la contienda post electoral, han estado matándose a lo largo de los últimos días usando arcos y flechas envenenadas.

Tras dos horas de caminos de tierra, arribamos a Chepilat. Y somos testigos de las casas que fueron quemadas en los enfrentamientos.

Chepilat es un pueblo que hace de frontera entre las provincias de Rift Valley y Nyanza, en el oeste de Kenia. Su carretera sirve de límite teórico ente ambas comunidades: kalenjín y kisii.

Pero lo cierto es que con el tiempo se han ido mezclando, casándose entre ellas, y que los kisii tienen numerosas propiedades del lado de los kalenjín. Esas propiedades que fueron destruidas por sus enemigos.

La tensión se siente aún en el ambiente. Pasan camionetas con soldados. Aunque también es un momento de esperanza: esta tarde vendrán parlamentarios de ambas etnias para tratar de alcanzar un acuerdo de paz.

Una negociación fracasada

El lugar del encuentro es un vasto descampado que fue escenario de las luchas más encarnizadas entre los grupos. Progresivamente van llegando los miembros de ambas comunidades. De un lado unos y del otro sus adversarios. En medio, la Policía y el Ejército.

Por un momento tengo la sensación de que al menos esta parte del conflicto que sacude a Kenia podrá solucionarse en algunas horas. Pero lo cierto es que la realidad toma otro camino.

Los kisii han llegado en gran número. Y aquellos con los que hablo dicen que no quieren pelear más. Por el lado de los kalenjín la presencia es mucho menor, y los percibo más dubitativos y herméticos.

Cuando finalmente arriban los parlamentarios, la respuesta de los kisii a la propuesta de su líder, que les habla a través de un micrófono, parece positiva. Cada vez que dice las palabras swahili “amina” (paz) y “sasa” (ahora), aplauden, levantan las manos. En especial las mujeres.

Sin embargo, la reacción de los kalenjín a la propuesta semejante del único parlamentario que ha venido de su comunidad, es mucho más fría, hasta el punto en que se levantan y se van por donde vinieron.

Hablo con algunos de ellos. “No queremos que los kisii vivan de este lado de la carretera, queremos que se vayan. Esta es nuestra tierra ancestral”, me repiten. “Y queremos que la policía se sitúe en la carretera durante un tiempo”.

En las entrevistas que he realizado, ambos grupos se han mostrado como las “víctimas” de los otros. Carezco de elementos de juicio para saber en qué punto se encuentra la verdad. Lo único cierto es que los kisii se han mostrado más dispuestos a la reconciliación.

Anochece, y de este lado de la carretera – que podría ser ese lado de la carretera en Israel y Palestina, en Irlanda, en Chipre y en tantos otros lugares -, pregunto qué va a suceder ahora.

La respuesta que recibo es inequívoca: se derramará más sangre. Un joven viene y me dice: “Va a morir gente, ¿no lo percibes?”.

Mañana partiré hacia allí para tratar de escuchar a esas dos comunidades que desde la mirada del que viene de fuera parecen idénticas en sus costumbres y aspecto. Para comprobar si la amenazas de violencia se han hecho ciertas.