Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Entradas etiquetadas como ‘buzaa’

Otro domingo de alcohol y plegarias en Kibera

Situado en la periferia de la ciudad de Nairobi, Kibera es el barrio de chabolas no sólo más vasto y superpoblado de África, sino del mundo. Se estima que el 33% de sus 800 mil habitantes es portador del virus del VIH.

Las condiciones de vida en Kibera son paupérrimas. Precarias casetas hechas de chapa y madera, carentes de saneamientos, montañas de basura que se acumulan por doquier y que favorecen la propagación de enfermedades infecciosas.

Lo primero que sorprende al llegar a este asentamiento marginal, además de descubrir el incandescente reflejo del sol en su encrespado mar de techos de lata, es el acusado e insoslayable olor a heces una vez que ya te has sumergido en sus sinuosas callejuelas. Al carecer de lavabos la gente hace sus necesidades en bolsas de plástico y las arroja por las ventanas. Los famosos “flying toilettes”.

Hoy es domingo en Kibera. No el mejor día para venir con la cámara, ya que la gente permanece ociosa en la calle y las huestes de niños te siguen gritándote una y otra vez “muzungu”, “muzungu” (que en suahili quiere decir “hombre blanco”), o repitiendo en forma de ráfagas, como si fuera una sola palabra: “how-are-you!”, “how-are-you!”. A lo que no tiene mucho sentido que te molestes en responder “fine, thank you”, porque no saben qué quiere decir.

Se nota que es domingo en Kibera porque las familias se han puesto sus mejores galas para ir a la iglesia. A pesar de la mugre y el olor pestilente, logran permanecer impolutos hasta que entran al servicio devocional y comienzan a orar. En este barrio de chabolas no hay cloacas ni sistema de alumbrado, pero sí hay cientos de templos, de todas las confesiones posibles. Cada tres casetas de chapa, una tiene un cartel en el que se anuncia como la “casa de Dios”.

Cada vez que paso por Nairobi vengo a visitar a Patrick Kimawachi, un gran amigo, por el que siento una honda admiración. Pastor evangélico, proveniente de la región oriental de Kenia, llegó a Kibera hace 17 años para velar, junto a su mujer Atlight, por los niños más postergados. En su mayoría, huérfanos del sida.

Aunque soy un ferviente ateo, me sumo al servicio dominical de Patrick. Y lo cierto es que resulta ser siempre una experiencia estimulante, ya que no se trata de un rito solemne y denso como el de la misa católica, en el que uno habla y los demás escuchan. Aquí todos participan, cantan, bailan, toman la palabra. Hasta a mí me piden que pase al altar y diga algo. Como en las anteriores ocasiones en las que he estado aquí – que ya suman una docena en los últimos dos años -, les doy las gracias por abrirme las puertas de su vida, y por el ejemplo de resistencia y dignidad que me dan en medio de la miseria más absoluta.

Después, almuerzo junto a Patrick y su familia. Sus hijos están cada día más grandes, así como la treintena de niños que conforman el hogar. Nueva adquisición de la familia: un gato. “Para que se coma a las ratas”, me confiesa Patrick. Inmersos en la penumbra de su chabola, sofocados por el calor, comemos las patatas con repollo que ha cocinado Atlight. El olor a heces y basura nos acompaña en todo momento.

Una de cada tres casas en Kibera es una iglesia. La siguiente es una peluquería, donde las mujeres pasan horas haciéndose sus intrincados peinados. Y la tercera es un bar de alcohol ilegal. Estos últimos, los domingos están desbordados de clientes que se apretujan para consumir buzaá, la cerveza ilegal que fabrican en las calles a base de maíz tostado. Sus resultados se ven en las aceras, que suelen estar tapizadas de hombres de ojos rojos, ebrios.

“La gente necesita escaparse de la pobreza”, me explica Patrick. “El 90% va al bar, y el 10% viene a la iglesia”. Mi parte non sancta, mi pequeño demonio interior, tira de mí. Me despido de Patrick y de sus niños. Y, una vez más, termino en el Vision Club, compartiendo una lata de buzaá junto a viejos amigos: John, Terence, Aleluya. Pasan los años y siguen aquí, asidos a su ronda diaria de cerveza prohibida. Riendo, cantando, para olvidarse del profundo olor a mierda que nos rodea.