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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Argán, el aceite de la eterna juventud

El viajar, que no es lo mismo que hacer turismo, te permite hacer descubrimientos sensacionales. En mi último viaje la sorpresa ha sido el aceite de argán.

El argán (Argania espinosa) es un árbol único en el mundo, exclusivo de las resecas montañas del Atlas y el Antiatlas marroquí, en las regiones de Essaouira y Agadir, a las puertas del desierto. Sus bosques adehesados asemejan montes de encina, con ejemplares centenarios creciendo en pedregales imposibles. Por su importancia ecológica, pero también cultural y económica, en 1999 la UNESCO declaró a estos bosques Patrimonio de la Humanidad.

Especie tan dura como estas tierras, hasta hace poco agonizaba debido a la tala indiscriminada debido a la alta calidad de su dura madera. Sin embargo, gracias a las mujeres bereberes y al descubrimiento por los occidentales de las maravillosas propiedades del aceite de argán, tanto nutritivas como cosmetológicas, la extinción del árbol se ha detenido y sus masas forestales comienzan a recuperarse.

El aceite de argán es el más caro del mundo (50-100 euros el litro), el más desconocido y milagroso de todos, el secreto de la belleza y la salud de las mujeres bereberes, oro líquido, bálsamo sublime.

Para su extracción es necesario un lento y laborioso proceso desarrollado exclusivamente por mujeres, quienes se encargan tanto de su recolección como de la impecable extracción de la almendra interior tras quebrarle su duro hueso interior. Las machacan a mano, usando tan sólo dos piedras, sentadas en el suelo sobre una esterilla, arrulladas por el hipnotizante murmullo del constante matraqueo.

Trabajando 12 horas diarias, las 60 mujeres de la cooperativa de mujeres Tafyoucht de Mesti (Tiznit) que recientemente visité, tan sólo producen 100 litros al mes, sin contar el tiempo invertido en su recolección manual en el monte y posterior transporte hasta la almazara a lomos de burro. Hacen falta 35 kilos de sus peculiares aceitunas para obtener un único litro del preciado aceite. Así que este aceite, de caro nada. Porque además, el dinero obtenido con su venta permite financiar proyectos de alfabetización en la zona y, lo más importante, ofrece un medio de subsistencia a las mujeres, especialmente viudas y divorciadas.

Un poco de aceite de argán, de delicioso sabor a nuez, untado en esponjoso pan bereber, es una de las experiencias gastronómicas únicas de todo viaje al suroeste de Marruecos. Si además le añadimos propiedades antienvejecimiento, contra la impotencia e incluso anticancerígenas, su consumo, más que un acto responsable con el tercer mundo, es todo un ejercicio de egoísmo personal.

Una mujer bereber de Mesti parte semillas de argán utilizando dos piedras. Su jornada laboral diaria habitual en la cooperativa es de 12 horas.

Una joven de la cooperativa, la única que hablaba un poco de francés, nos muestra las modernas prensas de argán con las que han sustituido los rústicos molinos de mano tradicionales denominados R’ha.

Ifni: la vieja colonia española sueña con el turismo

Han pasado 50 años ya de aquella terrible Navidad de 1957 en que la orgullosa colonia de Sidi Ifni, el Territorio como pomposamente lo denominaban los militares españoles, quedó reducida de la noche a la mañana a una ciudad sitiada por feroces tropas irregulares marroquíes. Ni siquiera las fugaces visitas de Carmen Sevilla y de Gila lograron aliviar las penas de una guerra no declarada, silenciada por el franquismo. La guerra olvidada. Un conflicto bélico que en apenas ocho meses segó la vida de 300 soldados y dejó malheridos a medio millar más, la mayoría jóvenes de reemplazo.

Conquistada en 1934 por el general Capaz sin necesidad de disparar un sólo tiro, el sueño colonial de Franco se desmoronaba apenas 23 años después. Inexpugnable pero aislada, rodeada por alambradas, el gran cuartel en que acabó convertido Ifni mantuvo su espejismo imperial hasta su entrega definitiva en 1969. Fue el final de la rimbombante provincia número 51, tan sólo cinco kilómetros cuadrados de desértica costa atlántica.

Medio siglo después del desastre todo huele a nostalgia en esta ciudad aletargada, recostada junto a una gran playa desierta, ahora paraíso de los surfistas. Para romper el embrujo español, el rey Mohamed VI la visitó hace apenas un mes. Su llegada estuvo precedida por una frenética campaña de lavado de cara que repintó de blanco y azul todas las viviendas, plantó palmeras, asfaltó calles e instaló farolas. El monarca prometió inversiones millonarias, nuevas carreteras para el sur, grandes proyectos turísticos en las espléndidas y desérticas playas ifneñas, pero la gente no le creyó. “Hablar es fácil”, reconoce Omar. “Pero hacerlo es otra cosa. Llevan muchos años prometiendo y aquí no se hace nada, la ciudad sigue igual de tranquila”.

Y precisamente tranquilidad es lo que más le sobra a esta tierra, su principal atractivo pero también su mayor traba para el progreso al que sus habitantes aspiran. Quizá algún día el turismo y las urbanizaciones llegarán a Ifni y destrozarán todo este mar de las calmas, como ya han hecho en el cercano Agadir. No seremos empero nosotros los españoles, destructores profesionales del litoral, quienes les censuraremos por ello. Existe otra alternativa, el desarrollo sostenible de la zona, reforzando su altísimo interés histórico, etnográfico y natural, la riqueza pesquera de sus costas, los bosques de argán, la amabilidad de sus gentes.

Sin embargo, sólo pensarlo causa rubor ante las muchas necesidades económicas de la deprimida comarca marroquí. Necesitan mejorar y me temo que esa mejora se hará por el camino más fácil. El de la especulación salvaje, promovida con la colaboración interesada de muchas constructoras españolas. Les volveremos a colonizar, y una vez más será para esquilmarlos.

Un surfero baja hacia a playa de Ifni junto al emblemático edificio español de la Marina, construido con forma de barco.

Un gran escudo franquista preside el arruinado edificio de la antigua Pagaduría militar, todavía propiedad del Gobierno español.

La mayoría de las calles ifneñas todavía aún las placas españolas. Al fondo, el antiguo instituto de Formación Profesional Carrero Blanco.



Piden el cierre del Everest

Hay amores que matan. Y el turismo es uno de los peores amores, de los más desestabilizadores de las culturas tradicionales, de la naturaleza en estado puro. Un ejemplo terrible lo tenemos nada menos que en el techo de nuestro destartalado mundo. Desde que hace 50 años sir Edmund Hillary y su sherpa Tenzing Norgay lograran conquistar el Everest (8.848 metros), la creciente presión turística por emular al deportista británico está poniendo en serio peligro ese frágil ecosistema alpino. Más de 2.000 personas han llegado desde entonces a la mítica cima y muchos miles más lo han intentado, pero al bajar, además de banderitas gloriosas, dejaron el peor recuerdo posible de su presencia, unas 500 toneladas de basura.

La situación, lejos de mejorar, está empeorando, por mucho que todos los años se organicen expediciones de limpieza. Tanto que grupos ecologistas y famosos escaladores, incluido el propio Hillary, han solicitado al gobierno de Nepal el cierre temporal de la montaña. El turismo se ha convertido prácticamente en el único medio de vida rentable para los naturales de esos valles, pero al tiempo supone un terrible problema medioambiental. Y no sólo por las basuras. Las exigencias de los miles de turistas a disponer de duchas con agua caliente está provocando la deforestación de la comarca. Por no hablar del impacto de hoteles, albergues, restaurantes y cibercafés a lo largo de todo el camino. A 5.000 metros de altura, pero también allí hemos construido un gran parque temático a mayor gloria de nuestro estrés urbano.

¿Hay que cerrar el Everest? ¿Limitar el número de visitas?

La lógica dice que sí, pero no se hará nunca. Entre otras razones, porque Nepal no se puede permitir ese lujo. El control y la sostenibilidad en ese remoto lugar deberíamos imponérnoslo nosotros mismos desde aquí, pero tampoco lo haremos. Nos gusta demasiado ir de cómodos aventureros.

Hace un año, el periodista británico Dan McDougall publicó en The Observer un interesantísimo reportaje sobre este tema. Lo traduzco a continuación en versión libre, por si alguien quiere ampliar la información.

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¿Debería cerrarse el Everest?

El turismo está convirtiendo al monte Everest en un gigantesco basurero, aseguran los conservacionistas, que están ejerciendo presión para que se cierre temporalmente la montaña más alta del mundo. En este año, un grupo de geólogos patrocinado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) descubrió indicios de un considerable cambio en el paisaje del Everest desde que sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay conquistaron por primera vez la cumbre de esta montaña en 1953. Una de las causas principales es el calentamiento del planeta, aunque el grupo de investigadores concluyó que el turismo ejerce un efecto que grava cada vez más y con más peso sobre la región que circunda la cima más alta del mundo. De acuerdo con este estudio, el glaciar que antes se encontraba cerca del primer campamento de Hillary y Horgay se ha reducido tres millas en los últimos 20 años. Hillary mismo ha declarado que esta situación está convirtiéndose en un escándalo ecológico. “He recomendado al Gobierno del Nepal que dejen de autorizar el ascenso a la montaña y la dejen descansar durante algunos años”.

Elizabeth Hawley, responsable en Katmandú de The Himalaya Trust, un grupo conservacionista fundado y promovido por el propio Hillary, se confesó “consternada” por los efectos del turismo alrededor del Everest. Las aldeas cercanas están creciendo desmesuradamente, instalándose a lo largo del sendero hacia la cumbre restaurantes, bares y cibercafés. “Estamos especialmente preocupados por la deforestación de la zona, gran parte de ella provocada para mantener el turismo, así como por la falta de medios para recoger y reciclar las basuras”.

La japonesa Junko Tabei, 66 años, la primera mujer en alcanzar la cumbre, dijo: “El Everest está demasiado concurrido. Necesita un descanso. Sólo dos o tres equipos deberían ser admitidos cada temporada, y los viajes turísticos al campamento base deberían prohibirse totalmente. A lo largo del sendero al campamento base del Monte Everest, en Nepal, la deforestación está empeorando al talar árboles la población local para calentar las comidas y proporcionar duchas de agua caliente a los extranjeros. El entorno local está en peligro y la dignidad de la montaña está siendo socavada”.

Incluso el ecoturismo está haciendo más daño que bien. El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) estima que “sólo 20 peniques de cada 2 libras gastadas como media al día por los montañeros llegan a las economías locales”.

Prakash Sharma, director de Amigos de la Tierra Nepal, considera que los grupos de montañeros no están teniendo en cuenta las consecuencias ambientales. “El aumento exponencial de la contaminación y otras situaciones perjudiciales para el medio ambiente en el Monte Everest es un resultado directo del incremento masivo de visitantes a la región”, dijo. “La región de Khumbu y de la ciudad de Katmandú puede cómodamente acoger a unas 40.000 personas. Pero en los próximos meses, durante el pico de la temporada turística, en la parte baja del valle habrá no menos de 700.000 personas. Entre 20.000 y 40.000 de estas personas intentan, de una manera u otra, ascender las montañas del Himalaya. No hay ninguna infraestructura en la región para hacer frente a la contaminación que generan esta cantidad de personas, y como resultado el Himalaya nepalés se ha convertido en el mayor basurero del mundo

Sharma afirma que las toneladas de basura en el Everest incluye equipo de escalada, alimentos, plásticos, latas, latas de aluminio, vidrio, ropa, documentos, tiendas de campaña e incluso aparatos electrónicos tales como antenas parabólicas. Algunos escaladores han encontrado jeringuillas usadas y frascos de medicamentos no etiquetados. Otros activistas señalan cómo el rescate de los cadáveres de montañeros allí abandonados, 188 según diversas estimaciones, es suficiente razón para cerrar temporalmente la montaña.

Pero ¿el cierre del Everest o la regulación del turismo en la montaña no repercutirán en los medios de subsistencia de la población local? Los sherpas, que se ganan la vida con la peligrosa ocupación de guiar a los alpinistas hacia la cima, se oponen enérgicamente al cierre de la montaña y a la reducción del número de permisos para escalarla. Ang Dawa, un guía sherpa de Katmandú declaró: “Para nosotros es muy sencillo. Hay decenas de miles de personas en la región que viven exclusivamente de los alpinistas. Si éstos no llegan, esas personas y sus familias morirán de hambre. Un sherpa que llega a la cima del Everest gana un mínimo de 1.600 libras esterlinas por 60 días de trabajo. Eso en Nepal es mucho dinero, puede mantener a toda una aldea”.

A pesar del informe de la ONU y de las advertencias de los ecologistas, funcionarios nepaleses han asegurado que no tienen planes inmediatos para cerrar la montaña. “Todos los escaladores son bienvenidos siempre en la medida en que están dispuestos a pagar», dijo un portavoz del Gobierno. Los críticos dicen que no es de extrañar que las autoridades nepalíes no tengan planes para reducir el alpinismo turístico en la región. Sólo para poder poner un pie en las laderas del Everest, cada equipo de siete escaladores debe pagar un canon de 50.000 libras al gobierno nepalés.

Negrito nació ayer. Y lo tiene muy difícil

Negrito nació ayer. “Demasiado pronto”, se lamenta Salva, su dueño, mientras trata inútilmente de que chupe del improvisado biberón hecho con una tetina en un viejo botellín de cerveza Tropical.

Negrito es un cabrito (baifo lo llaman aquí) negro como el azabache, con las patitas delanteras graciosamente pintadas de blanco, pero débil como el rocío de la mañana. Llegó muy pronto, prematuro que dicen los veterinarios. Tenía muchas ganas de ver este mundo nuestro. Demasiadas para su hermano gemelo, nacido muerto. El pastor lo ha metido con todo el cuidado en una caja vacía de plátanos, dejándolo junto al cercado. Así puede oler a su madre y ésta a él, tranquilizarse ambos, tomar fuerzas juntos.

A su alrededor, el Valle de Santa Inés, en la Betancuria majorera, se muestra más descarnado que nunca. “Esqueleto de isla” llamó Unamuno a Fuerteventura y tenía razón. No ha llovido nada desde hace un año. Bueno, el otro día cayeron las primeras gotas otoñales, tres litros, apenas un chaparrón, insuficiente para calmar la sed centenaria de estas montañas desoladas y desolladas.

Miro al baifito, a su madre y al resto de su rumiante familia, y me los imagino hambrientos. El campo está estéril en este año ruin como pocos, sin una brizna de pasto en kilómetros a la redonda.

Pregunto al pastor: ¿Qué comen sus cabras? Y él me mira con sonrisa socarrona; me conoce godo por el habla y por la pregunta. Otro peninsular. “Pues qué van a comer, pienso, maíz y alfalfa deshidratada”.

Todo le llega en contenedores venidos de la Península por barco y luego llevados en camión hasta el corral. Hace 40 años era muy diferente, estas tierras exportaban alfalfa. Pero la agricultura ha muerto en la isla. El turismo y la construcción son mucho más rentables y menos esclavo. “Ya nadie cultiva nada”, se lamenta Salva. “Todo lo compramos fuera y los precios son cada vez más altos”. Un 40 por ciento más en los últimos meses. Un saco de maíz le cuesta 10 euros, una ruina. Frente a ello, el precio de los exquisitos quesos de cabra que la madre de Salva sigue haciendo artesanalmente todas las mañanas se mantiene igual desde hace años. “Todo sube menos el queso”.

El milagro de la cabra majorera, la que lograba las mayores producciones de leche del mundo comiendo tan sólo raquíticos pastos salados en un desierto de piedras, es ya historia. Los ganaderos dependen ahora casi exclusivamente del contenedor y del precio mundial de los cereales. En sus alejadas majadas se ven afectados tanto por la especulación en China como por las malas cosechas en Canadá. Y la crisis de este mercado puede ser su ruina.

La lucha del baifito Negrito por la vida es también la de estas gentes del campo majorero aferradas a un sistema tradicional en peligro de extinción. Cada vez más modernizado, más artificial, y cada vez más débil. Les deseo mucha suerte. La van a necesitar.


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Fuerteventura, la isla canaria más cercana del continente africano, apenas a 100 kilómetros del Sáhara Occidental.


Prohibida la caza de leones en Sudáfrica y Botswana

El Gobierno de Botswana ha prohibido la caza del león. “De forma unilateral, por sorpresa y por un periodo indefinido”, añaden los cazadores españoles de alto estanding. Las autoridades sudafricanas prácticamente han decidido lo mismo este verano. Allí tampoco se permitirá cazar más de 10 leones al año.

Terrible noticia. ¿Dónde van a ir ahora estos ilustres matarifes para poder derribar leones? ¿Se quedarán sin su preciada alfombra de león “de verdad”? Por suerte para estos emuladores de Clark Gable en Mogambo, todavía hay posibilidades en África de cazar leones a tutiplén, enlatados en fincas privadas convenientemente valladas para evitar escapes al terreno de la competencia. El cadáver de un melenudo macho matado por uno mismo viene a costar unos 22.000 euros, aunque con esto de las prohibiciones su precio puede disparase en un futuro cercano, nunca mejor empleado el verbo. Y si el aguerrido cazador falla el tiro no debe preocuparse por la integridad de su trasero, pues el guía acompañante lo abatirá por él pero no se lo dirá a nadie.

En África viven en libertad unos 40.000 leones, aproximadamente la mitad de los que había hace 25 años. Frente a ello, las divisas generadas por el turismo cinegético de este animal generan unos 146 millones de euros al año y mantienen 6.000 puestos de trabajo.

El negocio podría reconvertirse en safari fotográficos, pero no interesa tanto. El cazador llega, mata, paga y se va. El turista pacífico es más tranquilo, quiere conocer, ver, pasear. Además no se hace fotos con los cadáveres, le gustan los animales vivos. Gente rara.

Llega el turismo ornitológico

Hace 20 años me detuvo la Guardia Civil en Barrios de Colina. Los vecinos de este pequeño pueblecito burgalés la habían llamado sumamente preocupados, después de verme caminar por entre las huertas con unos prismáticos. El susto fue también para mi mayúsculo, pero tras presentar carnés, papeles y dar cien explicaciones la cosa no fue a más. Participaba en la elaboración del Atlas de las Aves Nidificantes de la provincia de Burgos, un interesante proyecto destinado a conocer con detalle la distribución pajaril burgalesa. Pero para esas gentes, allí el único bicho raro era yo.

Y sin embargo, el gusto por observar aves no es nuevo. Desde Ovidio, si no antes, el hombre se ha quedado prendado por su vuelo, formas, cantos y colores. Nada menos que el inmortal William Shakespeare en su obra Las alegres comadres de Windsor, escrita en 1597, recoge en un párrafo: “She laments, sir. Her husband goes this morning to birding” (Ella lo lamenta, señor. Su marido se ha ido esta mañana a observar pájaros). Cuatro siglos después mi mujer sigue excusándose de la misma manera cuando no acudo a alguna reunión. Por suerte los tiempos han cambiado y ahora, como señala el castizo, “hay gente para todo”.

Especialmente aquí donde vivo, en Fuerteventura, mi afición por las aves ya no es el excéntrico entretenimiento de unos pocos locos. La isla está considerada la meca de la ornitología europea, el lugar donde se pueden ver las especies aladas más singulares junto con algunas de las más extrañas. Miles de extranjeros, especialmente ingleses, pero también franceses, holandeses, italianos y alemanes, acuden a la vieja Maxorata en busca de la rara hubara, la exclusiva tarabilla canaria o el esquivo corredor sahariano.

Durante mucho tiempo sólo me encontraba en el campo a estos extranjeros, ávidos por información sobre lugares y especies. Pero últimamente también comienza a notarse un aumento en el interés por el pajareo entre los españoles. La semana pasada ha sido un buen ejemplo de este esperanzador cambio de tendencia.

El martes acudí al Barranco de la Torre, en cuyo espeso tarajal se ha instalado la primera estación de “esfuerzo constante” para el anillamiento científico de aves en Canarias. La iniciativa, promovida por la Fundación Global Nature, con la participación de un centenar de voluntarios, pretende conocer con detalle las migraciones primaverales y otoñales de este apasionante grupo animal. Entre las 35 especies diferentes capturadas, la estrella indiscutible ha sido un chotacabras egipcio, un extraño pájaro insectívoro nocturno semejante a nuestro “engañapastores” pero propio del Sáhara, por primera vez citado en Europa. Su presencia ha sido interpretada como un claro síntoma del veloz avance del desierto, al que acompañan especies típicas como ésta, mientras las propias del lugar se baten en retirada.

Paralelamente, costas y charcas han sido visitadas periódicamente por los ornitólogos, quienes como me explicaba Juanjo Ramos, no han parado de dar información a los numerosos pajareros extranjeros con los que se han encontrado día tras día. Suplían así la falta de infraestructuras, guías y libros dedicados a este sector turístico en alza en todo el mundo, pero aquí todavía en pañales.

(En la imagen, Manolo Lobón anilla un bisbita caminero en el barranco de la Torre, Antigua, Fuerteventura).

Dos días después me visitaron dos expertos ornitólogos, por suerte españoles, Ferrán López y José Luis Copete. Están aquí para realizar un estudio genético del paíño común y del mosquitero. En un receso del trabajo les acompañé a la charca de Catalina García, en Tuineje, la zona húmeda más importante de Canarias. Un oasis en el desierto. Vimos dos polluelas pintojas, correlimos menudo, agachadiza, una espátula, garza real, garcetas. También un preciso macho de porrón de collar, especie propia de Norteamérica desde donde todos los inviernos este ejemplar llega tras atravesarse de una tacada todo el Atlántico. Incluso nos quedamos de piedra cuando descubrimos a una exótica pareja de pato picopinto (Anas poecilorhyncha), sin duda escapada de algún zoológico, y que casualmente Copete había visto en un reciente viaje ornitológico a China, de donde la especie es originaria. Pero la guinda la puso la ruidosa llegada a la laguna de un espectacular bando de más de medio centenar de tarros canelos, el ganso del desierto. Sus garabatos en el aire, cayendo en cabriolas hacia el agua nos dejaron a los tres con la boca abierta, absolutamente entusiasmados.

(Macho de porrón de collar observado en la charca de Catalina García. Ha llegado desde Norteamérica hasta Fuerteventura para pasar aquí el inverno tras atravesar el Atlántico sin hacer ni una sola parada).

Por supuesto, ninguna indicación señala cómo llegar a este paradisíaco rincón, y mucho mejor, pues no tiene vigilancia alguna. Eso sí, en una esquina de la charca se ha instalado un observatorio de aves. En el lugar donde más se las puede molestar, en el peor sitio posible y sin los más mínimos sistemas de ocultamiento de los accesos. Lleva un año construida y, como comprobamos entre risas, está cerrada a cal y canto. Spain is still different.

(Escondite para ver aves instalado en la charca de Catalina García. Lleva un año terminado pero la puerta está cerrada. Nadie sabe quién tiene la llave).