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¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

Pasen y vean los tiburones que viven en un volcán submarino

Todo el que ha tenido la oportunidad de contemplar una erupción volcánica en directo, incluso una de las tranquilas, sabe que no hay espectáculo más sobrecogedor en la Tierra. Uno adquiere conciencia de repente sobre ciertas cosas en las que normalmente no se piensa, como el hecho de vivir en la fina costra habitable de una enorme masa de magma y la frágil estabilidad de la que dependemos y que casi siempre se mantiene en equilibrio de una forma casi milagrosa. Y también, como (ex)científico, de lo poco que conocemos sobre aquellos lugares adonde los instrumentos de los que disponemos aún llegan con extrema dificultad, o no llegan.

Erupción del volcán submarino Kavachi el 14 de mayo de 2000. Imagen de NOAA.

Erupción del volcán submarino Kavachi el 14 de mayo de 2000. Imagen de NOAA.

Entre esos lugares casi desconocidos por inhóspitos se encuentran los volcanes submarinos, como el Kavachi, situado en el Pacífico sur al este de Papúa Nueva Guinea, en las islas Salomón. En este breve instante en que nos ha tocado vivir (no a nosotros en particular, sino a la especie humana en general), allí estamos asistiendo al nacimiento de una isla. Según los datos del Programa Global de Vulcanismo del Museo Nacional de Historia Natural de la Institución Smithsonian (EE. UU.), la cumbre del Kavachi se encuentra ya a solo 20 metros por debajo del nivel del mar. Es un volcán activo con erupciones frecuentes, por lo que cualquier día sus depósitos de material romperán la superficie marina y tendremos una nueva isla en el mapa, aunque de momento no es previsible que sea un lugar muy hospitalario. Tal vez en un futuro lejano el Kavachi pueda emular al Mauna Kea, en Hawái, que con sus 10.203 metros es la montaña más alta del mundo, aunque no se le reconozca el título porque solo 4.207 emergen sobre el nivel del mar.

Hasta que eso ocurra, los submarinistas han tratado de explorar el interior de su caldera, pero no ha sido posible. Según el oceanógrafo Brennan Phillips, de la Universidad de Rhode Island (EE. UU.), «los buceadores que se han acercado al borde exterior del volcán han tenido que retroceder por lo caliente que estaba o porque el agua ácida les estaba quemando la piel». Phillips participa en una expedición financiada por National Geographic para estudiar los volcanes submarinos. Con el fin de acceder al interior del Kavachi, Phillips y sus colaboradores sumergieron cámaras robóticas aprovechando que no había signos externos de una erupción violenta; aunque tanto las burbujas de metano y dióxido de carbono como los colores del agua, revelando la presencia de hierro y azufre, avisan de que es solo una tregua.

Lo que Phillips y su equipo descubrieron en las imágenes grabadas nunca antes se había observado: grandes animales marinos viviendo en un entorno que se creía inhabitable para estas especies. Medusas, pargos, una primitiva raya llamada Hexatrygon bickelli, y dos especies de tiburones, sedoso (Carcharhinus falciformis) y martillo común (Sphyrna lewini).

Los investigadores no tienen la menor idea de qué es lo que buscan, o lo que encuentran, estas especies en un entorno hostil de agua caliente, ácida y saturada de gases venenosos, pero los tiburones parecen moverse allí con total comodidad. Ambas especies son bastante comunes; el martillo es un animal preferentemente costero y de aguas cálidas y templadas, mientras que el sedoso es un tiburón pelágico que habita toda la franja tropical y se interna hasta el Mediterráneo. Por el momento, se ignora qué clase de adaptaciones les llevan a las aguas del Kavachi. Aunque no sería la primera vez, ni la última, que los animales frecuentan aquellos entornos donde el ser humano no suele llegar, por la sencilla razón de que el ser humano no suele llegar.

El equipo de Phillips ha hecho otro descubrimiento singular en las mismas aguas. A unos 20 kilómetros de distancia del Kavachi y a 937 metros de profundidad, las cámaras de National Geographic filmaron un tiburón inusual de extraño aspecto. Phillips envió las imágenes a algunos ictiólogos expertos, y estos identificaron la especie: tiburón dormilón del Pacífico (Somniosus pacificus). Lo peculiar del hallazgo es que esta especie, que hasta ahora solo ha sido filmada tres veces, habita en las frías aguas boreales del Pacífico, y jamás se había encontrado tan al sur. En estas latitudes sería más probable descubrir a un primo suyo, el dormilón antártico o meridional (Somniosus antarcticus), pero según los expertos ambas especies se diferencian en rasgos como el color o la longitud de sus agallas.

Es tan poco lo que se conoce sobre los tiburones dormilones que tal vez este descubrimiento obligue a redefinir la clasificación del género. Mientras, Phillips ha declarado que pretende dedicar años a estudiar lo que esconde el Kavachi, su geología y su biología; seguro que sus hallazgos volverán a sorprendernos.

Mezclar ranas y peces de colores, mala idea

Al contrario que aquí, en otras latitudes lo más común es preferir tierra bajo los pies a un ascensor en el centro. Como ejemplo, en Reino Unido el 87% de los hogares tiene jardín, un total de 22,7 millones de viviendas, según un censo de 2008. Lo que nos llevaría, si se quisiera, a preguntarnos si la burbuja del ladrillo no es algo genéticamente programado en los cromosomas del español medio y de lo que, por tanto, nunca nos liberaremos. Pero no parece que se quiera.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

También en las islas británicas, de admirable tradición científica y naturalista, hay más costumbre de dedicar un jardín a algo más que piscina y barbacoa, disponiendo recursos para que el espacio exterior de los hogares sea más una extensión de la naturaleza que del propio recinto urbanizado. Incluso el gobierno destina campañas a ello, algo que aquí desataría carcajadas; pero con casi 23 millones de jardines, es obvio que la suma de estas parcelas comprende una buena parte del entorno natural británico.

De los recursos en los jardines, los más sencillos incluyen comederos/bebederos para pájaros y cajas nido, que prestan refugio a las aves en época de anidación y alimento en las estaciones de escasez. Pero también, asombrosamente, el censo británico registra entre 2,5 y 3,5 millones de estanques. Los espacios acuáticos en los jardines, tanto en Gran Bretaña como aquí, ofrecen casa a un sinfín de especies animales, desde insectos hasta anfibios y reptiles, y esto es especialmente crítico en un país generalmente seco como España.

Todo el que abre un estanque en su jardín suele pasar por la inevitable tentación de los peces de colores para añadir un toque de vida. Tentación que hay que resistir: todo estanque será colonizado tarde o temprano por anfibios como ranas y sapos. Quien quiera un estanque puramente ornamental, con carpas doradas y kois, encontrará de todos modos que las ranas no van a renunciar a una jugosa charca permanente, y en primavera aparecerán los renacuajos. Incluso conviviendo ranas y peces, y a pesar de que estos devoren todo renacuajo que se les cruce por delante, algunos pueden llegar a madurar.

Por tanto, la mejor opción es prescindir de los peces. Los estanques ayudan a mantener las poblaciones de anfibios, que son cada vez más escasas, y manteniendo estos espacios acuáticos lo más salvajes que sea posible prestamos un servicio a la conservación medioambiental. Pero además, hay otra buena razón para no mezclar ranas y peces ornamentales. Según cuenta un estudio publicado este mes en la revista PLOS One, los peces podrían ser un vector de transmisión de la ranavirosis, la enfermedad que está devastando las poblaciones de anfibios en todo el mundo.

Los Ranavirus se identificaron por primera vez hace décadas, pero ha sido en los últimos años cuando la extensión de esta infección, junto con la de un hongo patógeno que produce la quitridiomicosis, ha comenzado a suponer una seria amenaza para las comunidades de anfibios en América, Europa y Asia. En Reino Unido se estima que el virus ha acabado con el 80% de la población de rana bermeja, y está causando estragos en muchos otros países, incluida España. Las ranas infectadas sufren úlceras y hemorragias masivas y a veces pierden alguno de sus miembros antes de morir.

Los investigadores, de la Universidad de Exeter, han examinado los factores asociados a la ranavirosis en los estanques de Reino Unido, a través de los informes de muertes recibidos por la ONG Froglife entre 1992 y 2000. Entre estos factores aparece la presencia de peces exóticos en los estanques.

Ya ha quedado claro que en este blog no se apoyan los estudios basados en correlaciones que no demuestran un vínculo de causa y efecto por vías más convincentes, y este es uno de esos casos. Parece lógico pensar que la vía más probable de contagio del Ranavirus entre las ranas sean las propias ranas, o los sapos que a menudo comparten los mismos hábitats. Pero dado que los Ranavirus también infectan a los peces –de hecho, se cree que proceden de ellos–, es posible que estos puedan actuar como reservorios del virus. Una prueba a favor es que las ranas, por mucho que salten, difícilmente pueden salvar un océano; la vía más probable de expansión del virus de unos continentes a otros es el comercio de animales exóticos.

De la variedad de factores que los investigadores han relacionado con la incidencia del virus, han insistido en la presencia de los peces como factor de riesgo. Los autores del estudio apuntan que los peces no solo pueden amplificar la población viral, sino que además inducen en las ranas un patrón hormonal de estrés que debilita su sistema inmunitario. Los productos de jardinería y de cuidado de los estanques también pueden afectar a la capacidad de las ranas para responder a la infección.

Y aunque los humildes anfibios casi siempre pasen inadvertidos frente a estrellas de la conservación como las ballenas o los osos panda, de la magnitud de esta amenaza da cuenta la frase con la que los científicos abren su trabajo: «Los anfibios son el grupo taxonómico en mayor riesgo del planeta, con un tercio de especies actualmente clasificadas como amenazadas».

Pasen y vean lo que hace una estrella de mar con un chip de seguimiento

No solemos pensar en la estrella de mar como un animal de especiales talentos, y la figura de Patricio, el amigo del alma de Bob Esponja, tampoco contribuye precisamente a ello, por haberle tocado el papel del más simplón entre los habitantes de Fondo de Biquini. Pero sepan ustedes que el padre de estos dibujos animados, Stephen Hillenburg, fue biólogo marino antes de dedicarse a la televisión, y que de hecho algunos de sus personajes nacieron en un cómic creado para explicar a los alumnos que visitaban el Ocean Institute de California cómo era la vida en la zona intermareal. Así que, en cierto modo, podríamos decir que Bob Esponja es una serie que cuenta con un sólido asesoramiento científico. Claro que por entonces Bob aún era una esponja marina, no una de cocina.

Patricio Estrella. Imagen de Nickelodeon.

Patricio Estrella. Imagen de Nickelodeon.

Pero volviendo a Patricio, la serie muestra en alguna ocasión una de las habilidades más conocidas de las estrellas de mar, la regeneración cuando pierden alguno de sus brazos. Los científicos estudian las células madre de estos organismos para comprender cómo lo hacen y tratar de aplicar esta capacidad con fines médicos. En cambio, algo que ni el propio Patricio parece saber es que las estrellas de mar se cuentan entre los más feroces depredadores de los ecosistemas marinos. Y si se tercia, tampoco le hacen ascos a un buen pedazo de carroña. Este vídeo de la BBC, rodado en time-lapse en el océano Antártico, muestra cómo los gusanos nemertinos (de los que ya hablé aquí) y las estrellas de mar se ceban en el cadáver de una foca. Aunque un festín de carroñeros nunca es una escena agradable, bajo el mar todo parece adquirir una extraña belleza.

La estrella de mar, expulsando el chip por el extremo de su brazo. Imagen de Universidad del Sur de Dinamarca.

La estrella de mar, expulsando el chip por el extremo de su brazo. Imagen de Universidad del Sur de Dinamarca.

Esta semana, la Universidad del Sur de Dinamarca ha informado del descubrimiento de un insólito talento de las estrellas de mar. Los estudiantes de biología Frederik Ekholm Gaardsted Christensen y Trine Bottos Olsen recibieron el encargo de marcar unas estrellas de mar de la especie Asterias rubens con un chip similar a los que se implantan en los perros, con el fin de que los investigadores pudieran identificar los ejemplares y seguir sus movimientos en el fiordo de Kerteminde. Para esta tarea, los alumnos de la Universidad utilizaron una jeringa que inyecta el chip en forma de cápsula dentro del cuerpo de las estrellas.

«Pero cada vez que introducíamos el marcador dentro de una estrella, se libraba de ella a los pocos días. Salía directamente a través de la piel; la estrella simplemente lo empujaba a través de la piel en el extremo de un brazo y seguía como si nada hubiera pasado», explican los estudiantes en este vídeo. Aunque las explicaciones están en danés, en las imágenes se puede apreciar con qué facilidad las estrellas del mar se libran del cuerpo extraño introducido por los estudiantes.

Este comportamiento, nunca antes descrito en la literatura científica, ilustra la capacidad de cicatrización de las estrellas de mar, ya que todo el proceso no les deja la más leve herida. Pero además muestra cómo las cavidades internas de estos animales, rellenas de agua, actúan como «vías navegables», en palabras de los investigadores. En lugar de tratar de librarse del chip a través del orificio de la inyección, como hacemos nosotros cuando se nos clava una astilla o, peor, recibimos un balazo, la estrella de mar se limita a dejar que el cuerpo extraño navegue a través de sus cavidades internas hasta que se le presenta la ocasión de expulsarlo por el extremo de un brazo. A Patricio le alegrará saber que puede hacer esto.

Pasen y vean a los Mortadelos de la naturaleza

Siempre me ha llamado enormemente la atención la capacidad de camuflaje de algunos animales. Por definir los términos de una manera pedestre, un primer nivel es el camuflaje pasivo, aquel que permite a las especies disimularse en el entorno en el que habitualmente se encuentran sin que opere ningún mecanismo para modificar su aspecto, con el fin de pasar inadvertidos ante sus posibles depredadores o de ocultarse para cazar al acecho.

El camuflaje pasivo es algo de lo más extendido en la naturaleza. En general, los animales tienden a desarrollar características o coloraciones que les ayudan a esconderse de la vista de otros, excepto cuando eligen la estrategia contraria, un aspecto tan llamativo (el término es aposemático) que sirva de señal de advertencia, como diciendo: «cuidado conmigo; soy peligroso». Es el caso de muchos animales venenosos de vivos colores, como las avispas, las abejas, algunas ranitas tropicales o la serpiente coral. Y de otros que no lo son pero que aparentan serlo para dar miedo, como la falsa coral.

Tan frecuente es el camuflaje pasivo que los científicos tienden a buscar este rasgo como explicación de cualquier aspecto inusual. Durante mucho tiempo se ha pensado que las rayas de las cebras –que, por cierto, son animales negros con franjas blancas y no al revés, según demuestran sus embriones– tenían la función de romper su silueta y confundirlas entre sí para ofuscar a sus depredadores. Pero en enero de este año, un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles descubrió que el patrón a rayas probablemente ayuda a las cebras a mantenerse frescas, y que los animales tienen más franjas cuanto más cálido es el clima. Así que la razón del pijama de las cebras no parece ser el camuflaje, sino la regulación térmica.

Las estrategias más sofisticadas de camuflaje pasivo llegan al nivel de auténtica orfebrería natural. Todos conocemos los casos de los insectos palo y los insectos hoja, pero dejo aquí un par de ejemplos más que son verdaderamente asombrosos. La mariposa barón (Euthalia aconthea) vive en India y el sureste asiático. Sus orugas son capaces de camuflarse en las hojas de la manera que se ve en la imagen. Por su parte, el caballito de mar pigmeo de Bargibant (Hippocampus bargibanti) se confunde tan maravillosamente con los corales del género Muricella en los que habita que, según se cuenta, solo fue descubierto cuando se examinó uno de estos corales en un laboratorio.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Pero siendo sorprendentes, estos casos son intuitivamente muy comprensibles desde que Charles Darwin describió la evolución de las especies por medio de la selección natural. La oruga barón y el hipocampo pigmeo son ejemplos extremos de cómo, a lo largo del tiempo, los ejemplares casualmente mejor disimulados en su entorno lograban burlar a los depredadores y reproducirse, transmitiendo su aspecto a sus crías y originando así un proceso de refinamiento progresivo en su camuflaje.

Pero claro, toda apuesta fuerte tiene sus riesgos; la oruga barón y el hipocampo pigmeo tienen todos sus huevos en la misma cesta. Aunque el caballito de mar pasa toda su vida en un solo ejemplar de coral, sin abandonarlo jamás, si por algún motivo perdiera su plaza se convertiría en un bocado de lo más llamativo en otro entorno diferente.

La solución a este inconveniente es el segundo nivel de camuflaje, el activo: los animales que pueden variar su aspecto a voluntad para mimetizarse con el fondo que en cada caso buscan o les cae en gracia. En esta categoría tenemos, por ejemplo, a los camaleones o a los cefalópodos. Anteriormente publiqué aquí un vídeo en el que un pulpo parecía materializarse de la nada ante nuestros ojos. Otro caso similar es el del señorito del siguiente vídeo, un lenguado tropical de la especie Bothus mancus. Cuando se sabe descubierto, cambia de aspecto y huye para confundirse de nuevo con el fondo, sea arena o roca.

Tal vez de la misma especie es este otro artista del disfraz:

Lo que me apabulla es cómo son capaces de hacerlo. Es decir, no cabe duda de que la explicación evolutiva es la misma que en el caso del camuflaje pasivo; los cromatóforos, células pigmentadas, desarrollan sistemas de control de las vesículas que contienen los colorantes, y los animales que manejan el arte del disfraz con maestría tienen más papeletas en la ruleta de la fortuna.

Pero lo que me deja perplejo no es el mecanismo evolutivo, sino, digamos, el fisiológico-cognitivo. Es decir, cómo el reconocimiento visual de un fondo concreto se traduce en la decisión del animal de estrujar, expandir o reorientar sus cromatóforos de manera que repliquen el aspecto de ese fondo. La piel de estos animales es como una especie de pantalla de vídeo capaz de adoptar diferentes colores –e incluso texturas, en el caso de los cefalópodos– en cada píxel (cromatóforo). ¿Cómo es posible que la información visual integrada en el cerebro se interprete para distribuir a distintos rincones de su piel las órdenes de mostrar estas imágenes tan complejas? Una explicación inmediata sería decir: bien, en el caso del lenguado, podría haber dos programas predeterminados, el de arena y el de roca. Cuando el animal observa el fondo, ejecuta una de las dos opciones. Simple, ¿no?

Pero ¿qué me dicen entonces del siguiente vídeo? En él, el presentador de la BBC Richard Hammond coloca a una sepia en un acuario que simula una minúscula sala de estar con patrones de decoración muy, ejem, ingleses. Vean y pásmense; es evidente que la sepia no logra confundirse magistralmente en un fondo con el que jamás en su vida se habían encontrado ella ni todos sus ancestros evolutivos. Pero lo intenta de un modo que resulta portentoso; ¿cómo diablos es capaz de dibujarse cuadros blancos y negros en la espalda? Denle tiempo, y en menos de lo que nosotros tardaríamos en disfrazarnos ella habrá aprendido a hacerlo con la misma rapidez que Mortadelo.

Un puñado de estudios recientes han comenzado a desentrañar el enigma de una manera que aporta una explicación comprensible. En 2010, científicos del Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole, en Massachusetts (EE. UU.), descubrieron que la piel de la sepia contiene opsinas, moléculas sensoras de luz de la misma familia a la que pertenecen las que tenemos en la retina y que nos permiten ver. Los mismos científicos han extendido su hallazgo este mes, revelando que la sepia y el calamar poseen opsinas en los cromatóforos de su piel.

Al mismo tiempo, otros dos investigadores de la Universidad de California en Santa Bárbara (EE. UU.) han confirmado el mismo fenómeno en los pulpos, demostrando que la piel responde a la luz sin la intervención del sistema nervioso central ni de los ojos. Aunque estos seguramente continúan aportando un papel fundamental en la capacidad de camuflaje adaptativo de estos animales, el hecho de que la piel reaccione a la luz puede ayudar a explicar esa increíble capacidad de desplegar imágenes complejas en su cuerpo. Según escriben los investigadores, sus resultados sugieren que «la piel del pulpo es intrínsecamente sensible a la luz y que esta detección dispersa de la luz puede contribuir a su habilidad única y novedosa de dibujar patrones».

Buceando en el hielo hacia el origen de la vida en la Tierra

El ser humano conoce los fósiles desde que tenemos registro histórico de nuestras andanzas por esta roca mojada, aunque al principio se confundieran con cosas tan exóticas como huesos de dragones o restos del diluvio universal. Y el hecho de que incluso se intentara explotarles un presunto poder afrodisíaco demuestra la indómita tendencia del ser humano a pensar en el sexo incluso cuando no viene a cuento para nada.

De no ser por los fósiles, solo podríamos imaginar cómo fue la vida terrícola que nunca conocimos. Haciendo un pequeño y rápido experimento mental en el que los fósiles no existen, los estudios genéticos (filogenéticos) nos desvelarían las relaciones de parentesco entre las especies existentes hoy y con ello podríamos estimar los momentos históricos de divergencia entre las distintas ramas evolutivas, aunque no tendríamos patrones de calibración biológicos fiables. Y puede que esto nos ayudara a averiguar qué formas de ciertos genes y qué rasgos fenotípicos son más ancestrales que otros. Y quizá incluso podríamos reconstruir virtualmente fragmentos de secuencias genéticas representativas de antiguas especies extinguidas.

Reconstrucción de una 'Titanoboa' devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Reconstrucción de una ‘Titanoboa’ devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Pongamos un ejemplo: gracias a las secuencias de ADN y a los rasgos fenotípicos podríamos calcular las distancias genéticas entre dos tipos de lagartos, y entre estos y, respectivamente, las serpientes y las culebrillas ciegas (anfisbenios). Sabríamos entonces que estas últimas están evolutivamente más próximas a los lagartos que las serpientes. Podríamos llegar a la conclusión de que estos tres grupos tuvieron un último ancestro común con patas, dado que las culebrillas ciegas del género Bipes aún conservan las delanteras, mientras que las serpientes las han perdido. La anatomía y la embriología nos ayudarían, ya que los embriones de las serpientes llegan a desarrollar unas yemas de patas traseras que luego se reabsorben; excepto en especies primitivas, como boas y pitones, que conservan vestigios de la pelvis y el fémur.

Pero es evidente que sin los fósiles jamás habríamos sabido de la existencia de Titanoboa, una bestia de casi 15 metros y más de una tonelada de peso que vivió hace 60 millones de años y que, según sus descubridores, apenas habría pasado por una puerta doméstica estándar, y podría haber engullido un bisonte si por entonces hubieran existido.

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Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

Pasen y vean lo más parecido a un parásito alienígena

No, no son parásitos, ni tampoco alienígenas. Pero a quienes hayan visto películas como Slither, Dreamcatcher, Alguien mueve los hilos o Evolution, por citar algunas que me vienen a la memoria, tal vez el amiguito de este vídeo les recuerde a alguna de las criaturas que aparecen en ellas. El vídeo se publicó en YouTube y fue bastante comentado en Reddit. En él aparece alguien sosteniendo en su mano una especie de gusano que reacciona de una forma capaz de desplomarle la mandíbula a cualquiera:

El vídeo no va acompañado de más explicaciones que una frase en tailandés indicando que se trata de un nemertino, un gusano marino. El clip fue recogido por algunos medios como el diario MailOnline, donde se sugirió la posibilidad de que fuera un trucaje digital introducido por CGI. Pero lo cierto es que los nemertinos poseen trompas, o probóscides, que se evaginan como el dedo de un guante para capturar a sus presas, y en algunos de la clase Anopla este apéndice se ramifica formando lo que según los zoólogos se asemeja a «una masa de espaguetis pegajosos»; como ejemplo, lo que muestra el vídeo se parece bastante a este dibujo de la probóscide del Gorgonorhynchus repens que la ilustradora científica Rachel Koning ha subido esta misma semana a la Wikipedia:

Ilustración de la probóscide ramificada de 'Gorgonorhynchus repens'. Imagen de Rachel Koning / Wikipedia.

Ilustración de la probóscide ramificada de ‘Gorgonorhynchus repens’, proyectada en respuesta a una amenaza. Imagen de Rachel Koning / Wikipedia.

Aun así, resulta extraño que en el vídeo el apéndice parezca separarse del resto del cuerpo, algo que no debería suceder, dado que se trata de un órgano destinado a la alimentación. Los nemertinos son habitantes habituales de las costas y los arrecifes, entre los cuales se encuentra el gusano cordón de bota (Lineus longissimus). Esta especie ostenta el récord Guinness como el animal más largo del mundo a cuenta de un ejemplar hallado en la costa de Escocia en 1864 y cuya longitud se calculó en 55 metros. Sin embargo, los textos científicos no suelen prestar crédito a esta medición porque se llevó a cabo estirando el cuerpo del animal tan exageradamente que llegó a romperse.

Para ayudarse en su alimentación, los nemertinos secretan toxinas y enzimas digestivas que ayudan al animal a inmovilizar a su presa con su probóscide. Los de la clase Enopla suelen poseer además estiletes con los que inyectan el veneno en el cuerpo de sus presas. En este otro vídeo, un nemertino de la especie Ramphogordius sanguineus ataca con sus toxinas a un poliqueto, otro tipo de gusano marino, para después devorarlo entero.

Pero además de sus compuestos digestivos, los nemertinos cuentan también con un sistema de defensa para disuadir a sus depredadores. Algunas especies, como Lineus longissimus, poseen tetrodotoxina, una potente neurotoxina que se encuentra también en el pez globo y que es la causa de que este animal, conocido en la gastronomía japonesa como fugu, solo pueda ser preparado para su consumo por chefs bien entrenados y autorizados.

En los últimos años se ha descubierto que la tetrodotoxina encontrada en varias especies marinas no es en realidad un producto de los propios animales, sino de ciertas bacterias que viven en sus cuerpos de forma simbiótica. En el caso del gusano cordón de bota y del pez globo, la encargada de producir la toxina es la bacteria Vibrio alginolyticus, un primo del agente del cólera que vive en el mar y que a menudo causa otitis e infecciones de heridas. Curiosamente, la bacteria parece incapaz de producir la tetrodotoxina por sí misma, lo que indica que necesita ciertos sustratos proporcionados por los animales en los que vive. De hecho, existe incluso una patente para sintetizar la toxina con cultivos de Vibrio obtenidos de moco de nemertinos.

La tetrodotoxina es conocida además popularmente como la «toxina zombi». Esta asociación se debe a Wade Davis, etnobotanista y antropólogo que en 1985 saltó a la fama con su libro La serpiente y el arco iris, en el que indagaba en el fenómeno del vudú en Haití. Según Davis, el llamado polvo zombi incluía la toxina del pez globo como uno de sus principales ingredientes. El libro inspiró la película del mismo título, dirigida por Wes Craven y para la que se eligió como protagonista a Bill Pullman, un actor físicamente parecido a Davis. Sin embargo, las proclamas del científico fueron luego cuestionadas por otros expertos. Al parecer, no se encontró tetrodotoxina en algunas muestras facilitadas por Davis, y de todos modos los síntomas atribuidos a los presuntos zombis tampoco se correspondían con un envenenamiento por este compuesto.

Gusanos de 50 metros que despliegan pegajosas trompas de espaguetis y que además contienen toxinas zombi… ¿Quién necesita alienígenas? Casi todo lo que la ficción ha imaginado, la naturaleza ya lo ha inventado antes.

Este fue el abuelo de todas las aves (si no es un cuento chino)

Que pase Archaeornithura meemannae, el abuelo de todas las aves. Esta especie de 130,7 millones de años de edad y de nombre poco memorable, coetánea de los dinosaurios del Cretácico temprano como el braquiosaurio, debutó ayer en la revista Nature Communications con el glorioso título de ser el más antiguo representante del grupo de los ornituromorfos o euornites, del que derivan las aves modernas. La nueva especie, descrita gracias a dos fósiles hallados en China, supera en cinco o seis millones de años de antigüedad al que hasta ahora se tenía por el más viejo antepasado de las aves con derecho a ser considerado uno de los suyos.

Con la información disponible hoy, se cree que las aves comenzaron a evolucionar a partir de los dinosaurios emplumados durante el Jurásico, hace unos 160 millones de años. El registro fósil del Mesozoico (Triásico+Jurásico+Cretácico) no es pródigo en antepasados de este grupo, por lo que el camino evolutivo que condujo hasta las aves actuales aún se está dibujando y redibujando en la pizarra. El primer paso fue el hallazgo del Archaeopteryx, una especie descubierta en Alemania en el siglo XIX y que por entonces fue celebrada como el primer pájaro de la historia de la Tierra. Hoy se piensa que el Archaeopteryx no era una verdadera ave, sino una forma de transición a la que después se han añadido otras especies más antiguas como Anchiornis o Xiaotingia.

Reconstrucción del 'Archaeornithura meemannae', un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Reconstrucción del ‘Archaeornithura meemannae’, un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Los ornituromorfos comprendían más o menos la mitad de las especies de aves presentes en el Mesozoico. Otros grupos hermanos incluían a los enantiornithes, animales que retenían los dientes en el pico y las garras en las alas. Estos últimos no lograron superar la gran extinción que barrió el 75% de las especies del Mesozoico hace 66 millones de años cuando un inmenso asteroide o cometa colisionó con la Tierra junto a la actual península de Yucatán, según la teoría más aceptada. Así, todas las aves actuales descienden de los ornituromorfos, entre los cuales el Archaeornithura es el nuevo padre fundador.

Los dos especímenes proceden de la formación rocosa de Huajiying, en la cuenca de Sichakou de la provincia de Hebei, al noreste de China. Los fósiles cayeron en manos del Museo de Historia Natural de Tianyu, en Shandong, donde fueron analizados por un equipo del propio museo y de otras instituciones, dirigido por los paleontólogos Min Wang y Zhonghe Zhou. El buen estado de conservación de los fósiles, que incluye las huellas de todo su plumaje, ha permitido a los investigadores reconstruir un ave cuyo aspecto general no llamaría la atención hoy, salvo por las garras en las alas. Los científicos proponen que era una especie apta para el vuelo y de vida semiacuática, con largas patas que empleaba para caminar por aguas someras y alimentarse allí.

Pero una vez explicado todo lo anterior, hay que hacer una salvedad, y es que los dos especímenes de Archaeornithura no son producto de una excavación científica, sino que llegaron al museo de Shandong de manos de un comerciante de fósiles. En China existe un pujante mercado negro de estas piezas; y como siempre sucede cuando cualquier mercancía es objeto de comercio clandestino, abundan las falsificaciones. Muchas de ellas se venden en eBay a coleccionistas novatos –China prohíbe la exportación de fósiles auténticos–, pero algunas están fabricadas para engañar a los científicos y son verdaderas obras de minuciosa artesanía.

En 1999, la mismísima National Geographic picó el anzuelo, al anunciar a bombo y platillo el descubrimiento del Archaeoraptor, un animal a medio camino entre las aves y los dinosaurios que solo un año después se reveló como falso. Fue necesario un escáner de tomografía computerizada de rayos X para descubrir que se trataba de un elaborado mecano de 88 piezas armado con una lechada de albañil sobre una lámina de pizarra.

Pero incluso si los fósiles son auténticos, el hecho de que procedan de tratantes impide conocer su verdadero origen; en ocasiones, los vendedores podrían mentir sobre el lugar donde fueron hallados si con ello añaden más antigüedad a la pieza y consiguen un precio mejor. Un posible ejemplo es el caso del Aurornis, una especie de transición entre dinosaurios y aves cuya descripción se publicó en 2013 en Nature, y que ganaba al Archaeopteryx en 10 millones de años. Sin embargo, solo una semana después Science reveló que los autores del estudio no estaban realmente seguros de la procedencia del fósil, que se había adquirido a un tratante. Si el enclave del hallazgo era otro diferente al anunciado, los 160 millones de años del ejemplar se quedarían en solo 125, lo que dejaría el Aurornis como posterior al Archaeopteryx y por tanto mucho menos valioso.

En el caso del nuevo Archaeornithura, el estudio aporta una elaborada justificación sobre la procedencia de los fósiles que ha convencido a los autores y, al parecer, a los expertos encargados de aprobar su publicación. Debería ser suficiente. ¿O no? Sorprendentemente, en el artículo de Science en el que se revelaban las dudas sobre la procedencia del Aurornis, el subdirector del área de biología de la propia revista reconocía que hasta ahora no se habían ocupado de este nimio detalle. Es decir: una revista como Science no exige a los autores que justifiquen la procedencia de sus fósiles. Lo cual nos deja ante la inquietante posibilidad de que una parte del pasado de nuestro planeta se haya fabricado en talleres chinos.

Pasen y vean tiburones y otras bestias de todos los tamaños

A la espera de conocer en junio todo lo que nos traerá el reboot de la saga Parque Jurásico, a lo largo de estos meses hemos ido conociendo algunos detalles, que ya han sido convenientemente comentados/vilipendiados por expertos y aficionados. Uno de los más restregados es el tamaño del mosasaurio, ese monstruoso reptil marino que, ante los ojos atónitos de miles de espectadores, ejecuta un alehop desde el agua para engullir un gran tiburón blanco de ración como si fuera un arenque en la boca de un delfín. De acuerdo a los paleontólogos, el mayor de los mosasaurios conocidos pudo medir unos 18 metros, un tamaño correctamente recogido en la web de la película; pero muy lejos del animal mostrado en el tráiler, al que se le ha calculado el doble o incluso el triple de esa longitud.

Y si aceptamos mosasaurio como animal de 40 o 60 metros, cabe preguntarse por qué los guionistas no se decantaron por otra opción que habría resultado incluso más impactante: un tiburón devorando de un bocado a otro tiburón. El extinto megalodón (Carcharodon megalodon), un posible pariente del gran blanco –su taxonomía aún se discute–, fue una bestia del Cenozoico (el período posterior al Mesozoico de los dinosaurios) que medía entre 16 metros, según las estimaciones más conservadoras, y 25, de acuerdo a las más arriesgadas. El gráfico de comparación de tamaños con otros animales marinos prueba que no habría hecho falta un gran ejercicio de exageración para recrear a un megalodón tragándose a un gran blanco. Y si alguien objeta que el megalodón no es un dinosaurio ni vivió en el Jurásico, tampoco el mosasaurio cumple ninguna de estas dos condiciones. De hecho, las principales estrellas de la saga, como el T-rex y los velocirraptores, tampoco aparecieron hasta el Cretácico, posterior al Jurásico. Puestos a hacer concesiones…

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Por mucho que innumerables webs y vídeos en internet juren lo contrario, lo cierto es que el megalodón permanecerá extinguido mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy el mayor pez depredador que podemos encontrarnos en los océanos es el tiburón blanco, que con sus seis metros, su prominente dentadura y sus fríos ojos de muñeca ya impone respeto; más aún cuando el cine, con Spielberg a la cabeza, lo ha demonizado como el serial killer de los mares. Y si alguien piensa que en nuestras costas estamos a salvo de aquellos trances en los que se veía envuelto el jefe Brody, que lo piense mejor: el Carcharodon carcharias se encuentra a menudo en el Mediterráneo y, según un estudio publicado en 2003, «parece estar presente alrededor de las islas Baleares durante todo el año». Es más: en marzo de 1969, al suroeste de Mallorca se capturó uno de los mayores ejemplares del mundo, una hembra con una longitud reportada de ocho metros (un tamaño probablemente exagerado, según los autores del estudio).

Pero aunque en estos casos suele decirse que no es tan fiero el león como lo pintan, lo cierto es que el tiburón blanco lo es. O al menos, se destaca en solitario como la especie de tiburón responsable del mayor número de ataques no provocados al ser humano en todo el registro histórico, con 314 (80 muertes), seguido muy de lejos por el tiburón tigre con 111 (31) y el tiburón sarda o lamia con 100 (21), según datos del Archivo Internacional de Ataques de Tiburones, mantenido por el Museo de Historia Natural de Florida. El Mediterráneo es la cuarta región del mundo con más ataques de tiburón blanco, con 26 desde 1876 hasta 2013, solo superado por las aguas del oeste de EE. UU. (101), Australia (64) y Suráfrica (59).

De los tres tiburones más agresivos, el tercero será un desconocido para muchos, ya que no se encuentra en nuestras latitudes. En inglés se le conoce como bull shark, lo que lleva a una frecuente confusión: no es nuestro tiburón toro (Carcharias taurus), el que se puede contemplar en el Zoo Aquarium de Madrid y que en inglés se conoce como sand tiger shark. El sarda o lamia (Carcharhinus leucas), de tres metros y medio, prefiere las aguas tropicales y tiene fama de mal carácter, aunque es posible que muchos de los ataques respondan a encontronazos inesperados debidos a las excéntricas costumbres de este animal: no solo le gustan las aguas someras, sino que tiene una extrema tolerancia al agua dulce y se ha encontrado hasta en la cuenca boliviana del Amazonas, a unos increíbles 4.000 kilómetros río arriba. Prueba del gusto de este tiburón por las aguas poco profundas es el siguiente vídeo publicado este mes, en el que un tiburón sarda de casi tres metros nada junto al embarcadero de una casa particular en Bonita Springs (Florida).

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Pero no todos los tiburones son enormes y temibles. En el extremo opuesto de la tabla de tallas se encuentra una especie que ha sido noticia estos días por haberse encontrado el segundo ejemplar jamás registrado. Investigadores de la Agencia de Océanos y Atmósfera de EE. UU. (NOAA) y de la Universidad de Tulane han identificado un ejemplar del llamado tiburón de bolsillo (Mollisquama sp.) de solo 14 centímetros, del que hasta ahora solo se había documentado otro espécimen hace 36 años en la costa de Perú. Este segundo ejemplar se capturó por casualidad en 2010 en la costa de Louisiana, en el Golfo de México, donde los investigadores estudiaban los hábitos de alimentación de los cachalotes. Los científicos recogieron muestras de alimento que después congelaron, y el pequeño escualo permaneció allí hasta que le tocó el turno del análisis. Los investigadores han publicado su hallazgo en la revista Zootaxa.

En realidad el nombre de tiburón de bolsillo no hace referencia a su tamaño; el animal capturado es un bebé, y el espécimen peruano medía 40 centímetros. El bolsillo es un orificio que posee junto a la aleta pectoral y cuya función aún es desconocida, como casi todo lo demás de esta especie. De momento, el premio al escualo más pequeño sigue en poder del tiburón linterna enano (Etmopterus perryi). Y en este caso la denominación de linterna tampoco le viene por el tamaño, sino por la luz: este pez de 20 centímetros, que hasta ahora solo se ha encontrado en el Caribe colombiano y venezolano, tiene células luminosas en su cara ventral, algo que seguramente le resulta útil a las profundidades de más de 400 metros en las que se ha encontrado.