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Pasen y vean el tijeretazo letal del gusano Bobbit

Si Dune tiene sus gusanos de arena y Star Wars tiene su sarlacc –el monstruo enterrado al que Jabba trataba de arrojar a los protagonistas, y a cuyas fauces terminaba cayendo en su lugar el cazarrecompensas Boba Fett–, los terrícolas tenemos el Eunice aphroditois, más conocido desde 1996 como gusano Bobbit.

Un gusano marino 'Eunice aphroditois'. Imagen de Wikipedia.

Un gusano marino ‘Eunice aphroditois’. Imagen de Wikipedia.

A los más jóvenes tal vez este último nombre no les diga nada, pero los nacidos antes de los 90 recordarán el más que escabroso episodio protagonizado por John y Lorena Bobbit, una pareja estadounidense que saltó a los titulares de todo el mundo cuando Lorena le cortó el pene a John con un cuchillo mientras él dormía y después de que la violara. Para quien no conozca la historia pero le asalte la curiosidad, apunto que ambos pudieron rehacer sus vidas, por separado, naturalmente: ella fue declarada no culpable, y a él le reimplantaron el miembro que luego utilizó en alguna película porno bajo el nombre de Frankenpene.

El Eunice aphroditois no se dedica a seccionar órganos viriles, pero los tijeretazos de sus mandíbulas serían capaces de partir un pez en dos. E incluso cuando no es así, su manera de ganarse la vida ya es suficientemente terrorífica.

Como el sarlacc, el gusano Bobbit vive con su cuerpo enterrado bajo la arena, dejando al descubierto solo su cabeza. Carece de ojos, pero sus cinco antenas detectan el movimiento a su alrededor con una habilidad asombrosa, esperando el momento para lanzar su ataque. Los expertos creen que probablemente inyecta una toxina a su presa después de atraparla, y así puede arrastrarla bajo tierra y digerirla lentamente; no a lo largo de mil años como el sarlacc, pero seguro que para sus infortunadas capturas es igual de espantoso.

Este gusano marino suele alcanzar el metro de longitud, aunque en 2009 un grupo de biólogos japoneses describió un ejemplar de 299 centímetros y 673 segmentos, que había hecho su casa en una balsa de madera empleada para piscicultura.

Casos como el del gusano Bobbit nos llevan a agradecer la diferencia de tamaño entre ellos y nosotros. Eso sí, un consejo especialmente dirigido a los hombres: el gusano Bobbit habita en las latitudes tropicales del Pacífico, el Índico y el Atlántico. Si en alguna ocasión se encuentran por aquellas regiones y les apetece nadar en aguas someras, puede que quitarse el bañador no sea una buena idea…

Animales fantásticos reales y dónde encontrarlos

Suele citarse el dato de que el ser humano solo ha explorado el 5% de los océanos, una cifra manejada por instituciones tan serias como la Administración Atmosférica y Oceánica de EEUU (NOAA). Pero ya se sabe que este tipo de cifras hay que tomarlas como lo que son, una simple aproximación que suele tener más de problema de Fermi (o estimación de servilleta de bar) que de cálculo riguroso. Porque ¿el 5% se refiere a toda la masa de agua o al fondo marino? ¿Y qué entendemos por «explorado»?

Hace un par de años, el ecólogo marino Jon Copley trató de definir una magnitud más precisa que pudiera acercarse mejor a la realidad. Copley citaba un estudio recién publicado entonces por investigadores del Instituto Oceanográfico Scripps de California que había mapeado todo el fondo marino del planeta con una resolución máxima de unos cinco kilómetros. Es decir, que no hay nada incorrecto en decir que hoy ya conocemos todo el fondo del océano…

…con una resolución de cinco kilómetros. Pero obviamente, cinco kilómetros es una resolución demasiado pobre como para poder descubrir un naufragio o un avión desaparecido. Y tampoco habría nada incorrecto en decir que no se ha descartado rigurosamente la existencia de cualquier tipo de monstruo marino menor de cinco kilómetros de largo.

En resumen, Copley llegaba a este dato: si hablamos de un mapeo a la mayor resolución posible con un sonar cerca del fondo marino, en realidad solo conocemos el 0,05%, un área equivalente a la isla de Tasmania. Entre la idea popular y la realidad, en este caso la segunda resulta aún mucho más asombrosa que la primera.

Y así, podemos imaginar cuánto habrá ahí abajo que aún no podemos imaginar. La fantasía es libre, y las imágenes tomadas por los sumergibles de las criaturas que pululan por ahí abajo nos revelan verdaderos animales fantásticos. Y tirando del título de la reciente precuela de la saga de Harry Potter, hoy traigo aquí al Newt Scamander real; con la gran diferencia, claro, de que este Scamander solo nos muestra criaturas muertas, y con el lamento de que seres tan terroríficamente hermosos hayan tenido que morir para que lleguemos a contemplarlos. Pero Roman Fedortsov, que así se llama el personaje, se gana la vida como pescador.

Fedortsov se ha convertido casi de la noche a la mañana en una sensación en internet, gracias a las fotos que toma y publica de las extrañas criaturas que caen en sus manos durante sus faenas de pesca desde Murmansk (Rusia), donde vive, hasta Marruecos.

Imagen de Roman Fedortsov.

Imagen de Roman Fedortsov.

Generalmente esas capturas accidentales son animales ya conocidos para la ciencia, como los lofiiformes, esos peces de terribles dientes que a menudo llevan un sedal y un cebo luminoso sobre el morro. Algunos parecen casi de ficción, como el ser de la imagen que recuerda vagamente al Chestburster de Alien, el bicho que hace explotar el pecho del desgraciado que lo incuba. Todas ellas son criaturas que no solemos ver a menudo y que casi nos hacen frotarnos los ojos ante la apabullante maravilla de los misterios escondidos en las profundidades.

Les dejo aquí con una muestra de algunos de los seres fotografiados por Fedortsov, pero no dejen de darse una vuelta por sus cuentas de Twitter e Instagram para descubrir aún más animales fantásticos.

Pasen y vean la dolorosísima picadura de la hormiga bala

Algo tienen los animales peligrosos o venenosos que nos repelen y al mismo tiempo nos atraen; como cuando los niños se tapan los ojos para no ver una secuencia de una película que les atemoriza, pero dejando una rendija entre los dedos para no perderse detalle.

La parasitología, con sus escabrosos relatos de repugnantes colonizaciones corporales, es una de las ramas más morbosas de la biología. Y cuando se trata no de parásitos, sino de criaturas picadoras o mordedoras, nos encanta saber cuál duele más, cuál es más venenosa, cuál es más letal, en cuánto tiempo puede matar.

Probablemente más de uno sentiría curiosidad por saber qué se siente, cómo de dolorosa es la picadura de tal bicho, pero la mayoría preferiríamos limitarnos a imaginarlo. Al menos, hasta que llegue el cine 5D o 6D (que ya no sé cuál «D» tocaría) en el que un espectador pueda, si le apetece una experiencia realmente fuerte, pasar por las mismas sensaciones que los personajes de la pantalla, aunque sea por un segundito. Quién sabe, no descarten que algún día lleguemos a verlo.

Pero mientras tanto, hay quienes se ofrecen a sentirlo por nosotros. Hace algo más de dos años les conté aquí el loable esfuerzo en pro de la ciencia de Michael Smith, entonces candidato a doctor por la Universidad de Cornell (EEUU). Durante su trabajo de tesis en sociobiología de las abejas y tras recibir múltiples picaduras accidentales, decidió emprender un estudio paralelo lo más riguroso posible sobre el nivel comparativo de dolor de los aguijonazos en diferentes partes del cuerpo. Ganaron las fosas nasales, el labio superior y el cuerpo del pene; al releer ahora aquel artículo, he recordado que olvidé preguntarle por qué no había incluido el glande, mucho más sensible.

Este morbo nuestro lo explotan bien los documentales de naturaleza en los que ha proliferado la figura al estilo Frank de la Jungla, el tipo que, con más o menos conocimiento de la naturaleza y más o menos sentido de teatralidad especiado con ciertas dosis de exhibicionismo, se pone deliberadamente en grave riesgo ante distintas criaturas de la naturaleza para solaz de quienes lo contemplan desde la seguridad del sofá.

Entre ellos está Coyote Peterson, de quien nada sé, excepto que hace un programa llamado Brave Wilderness y que se ha propuesto experimentar las picaduras de insectos más dolorosas del universo. ¿Y cuáles son las picaduras de insectos más dolorosas del universo?

En esto contamos con la ayuda inapreciable de Justin Orvel Schmidt, entomólogo estadounidense que en 1983 comenzó a clasificar, basándose en su experiencia personal, el dolor infligido por las diferentes especies de himenópteros (hormigas, abejas y avispas) que le han picado a lo largo de su carrera.

Este trabajo hoy se conoce como Índice Schmidt de dolor de las picaduras, pero conviene aclarar que no es una escala científica: la valoración de Schmidt es subjetiva y se basa en picaduras en condiciones no controladas, a diferencia del estudio de su casi homónimo Smith. Aun así, el índice tiene su gracia, al ir acompañado por coloridas descripciones propias de un catador de vinos, que Schmidt reúne en su libro The Sting of the Wild; por ejemplo, en el caso de la picadura de la avispa roja del papel (Polistes canadensis), «cáustica y ardiente, con un regusto final característicamente amargo. Como verter un vaso de ácido clorhídrico en un corte hecho con un papel».

Según Schmidt, hay tres himenópteros (cuatro, según otras versiones) que alcanzan el nivel 4, el más alto de su índice: las avispas del papel del género Synoeca, la avispa cazatarántulas (un avispón del género Pepsis) y, sobre todo, la hormiga bala o isula (Paraponera clavata), un bicho de tres centímetros que alcanza un 4+ y cuya picadura el entomólogo describe así: «dolor puro, intenso, brillante. Como caminar sobre carbones encendidos con un clavo oxidado de ocho centímetros hincado en el talón».

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Pero cuidado, leerán por ahí que la de la hormiga bala es la picadura de insecto más dolorosa del mundo, o incluso que es el peor dolor posible. No creo que Schmidt haya afirmado jamás tal cosa: su índice solo incluye himenópteros, dejando fuera otros insectos (aquí he hablado de la mosca negra, que en diferido hace bastante más pupa que una avispa), otros bichos no insectos (como arañas o escorpiones), otros animales no bichos (por ejemplo, serpientes) y, por supuesto, toda clase de dolores de otro tipo.

Pero vamos al grano. Gracias al trabajo de Schmidt y de otros entomólogos no tan mediáticos (y a la película Ant-Man, donde la mencionaban), la gigantesca hormiga bala ha sido elevada al trono del dolor supremo. Conocida por diferentes nombres en los distintos países donde habita, en las selvas tropicales de Centro y Suramérica, el apelativo de «bala» le viene de alguien que comparó el dolor de su picadura al de un disparo. Lo cual me hace compadecerme del pobre desgraciado al que le haya tocado en suerte recibir un balazo y ser picado por este bicho. Peor aún, el nombre de hormiga 24 horas que se le otorga en algún país no se debe a que atienda también por las noches, sino a que el sufrimiento extremo provocado por su aguijonazo puede prolongarse durante un día entero.

Y así llegamos al vídeo de Coyote Peterson. Si quieren saltarse los trozos aburridos, en los primeros tres minutos este naturalista con ciertas maneras de vendedor de Galería del Coleccionista nos ofrece flashbacks de sus anteriores picaduras. Luego emprende una búsqueda por la selva costarricense en pos de la hormiga bala, hasta que hacia el minuto 12 llegamos a la parte más jugosa.

Peterson no es el único ni el primero que ha decidido someterse voluntariamente a esta tortura. Les explico: la tribu Sateré-Mawé, en la Amazonia brasileña, practica un cruel rito de paso a la edad adulta consistente en obligar a los niños a que se calcen una especie de manoplas tejidas en las que se inmovilizan hasta 300 hormigas bala, previamente anestesiadas con un brebaje. Cuando las hormigas se despiertan, furiosas por encontrarse presas de la cintura en la urdimbre del guante, comienzan a lanzar aguijonazos. Entonces el niño debe ponerse las manoplas y aguantarlas en sus manos durante diez larguísimos minutos. Y lo peor, no será considerado un verdadero hombre hasta que sufra este ritual un total de 20 veces.

Que se sepa, nadie hasta ahora ha promovido una campaña en contra de esta brutalidad contra la infancia. Y el ritual parece legítimo: he comprobado que se describe en artículos académicos como este, este y este. Pero naturalmente, esto da ocasión para asegurar éxito de audiencia a programas como este del dúo australiano Hamish & Andy, en el que uno de ellos (el «menos hombre» de los dos, a juicio del jefe de la tribu) acepta pasar por la tortura de los guantes.

Claro que no se puede reprochar a Hamish el resistir las manoplas durante solo unos segundos. Pero comparen su aguante con el de este miembro de los Sateré-Mawé que se somete por primera vez a su rito de paso, según filmó National Geographic:

También sorprende el estoicismo de este Frank de la Jungla británico, el naturalista televisivo Steve Backshall:

Pero además de dar ocasión a los Sateré-Mawé para aparecer en los documentales a costa de otro blanquito más que quiere hacerse el machote, la hormiga bala puede ser un fructífero recurso para la ciencia, como ocurre con otros venenos. La poneratoxina, el ingrediente principal del veneno de este insecto, es un potente compuesto neurotóxico paralizante descrito por primera vez en 1990.

Desde el punto de vista biológico es sorprendente cómo un simple péptido (o probablemente varios, según se ha descubierto este año) de solo 25 aminoácidos puede provocar tal caos en el sistema nervioso interfiriendo en las sinapsis neuronales y las uniones neuromusculares. Curiosamente, este último efecto se revertía en un experimento utilizando otra toxina mítica, la tetrodotoxina, la conocida como «toxina zombi» del pez globo.

Actualmente los científicos estudian la ponerotoxina como un posible insecticida biológico, utilizándola para armar a un virus que infecta a los insectos. Aunque como ya imaginarán, aún deberá recorrerse un largo camino para demostrar que esta estrategia es segura y no causa un estropicio para otras especies o el ser humano. También se ha tanteado su uso como posible analgésico.

Les dejo con este último vídeo, en el que la bióloga Corrie Moreau, del Museo Field de Historia Natural de Chicago, ordeña una hormiga bala para extraerle el veneno.

¿Puede un cambio de nombre ser letal para los elefantes?

Un elefante es un elefante es un elefante. ¿Qué importa cómo lo llamemos? Aún más, ¿en qué puede influir, fuera de los muros de la ciencia, que se le etiquete con un nombre científico u otro?

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Sorprendentemente, las implicaciones pueden ser mayores de las que imaginarían, hasta el punto de que un cambio de nombre puede amenazar aún más la supervivencia de una especie en peligro de extinción. Piénsenlo por un momento: las leyes protegen a las especies, pero las leyes especifican los nombres de dichas especies. ¿Qué ocurre si los nombres cambian? ¿Podría una especie de repente encontrarse en un vacío legal que la desnude de toda protección?

En general, no. Pero puede ocurrir. Y precisamente esto es lo que cuenta un grupo de investigadores de Reino Unido y China en un estudio publicado en agosto en la revista Conservation Letters.

Los investigadores abordan el problema del cambio de nombre científico de las especies. El del elefante no es ni mucho menos un caso aislado; como conté ayer, y a medida que se aclara el dibujo de la filogenia evolutiva de las especies, muchas deben reubicarse y cambiar de denominación científica, lo que se conoce como nomenclatura binomial (género y especie, como Homo sapiens).

El problema surge cuando la legislación no recoge la nueva denominación. Los investigadores abordan específicamente el problema de China, un país donde tradicionalmente se ha masacrado a especies raras por la creencia de que partes de estos animales curan enfermedades humanas.

Aunque el gobierno chino (casi estaba tentado de escribir «los gobiernos chinos», pero no) firmó en 1993 el Convenio de Especies Amenazadas CITES y eso se tradujo en la retirada de su farmacopea tradicional de ingredientes como el cuerno de rinoceronte (acabo de publicar un reportaje sobre esto), lo cierto es que la Lista de Especies Protegidas establecida en la ley china no se actualiza desde 1989, según explican Zhou y sus colaboradores en el estudio.

En concreto, y según los autores:

Los nombres de 25 especies amenazadas, incluyendo 18 mamíferos, se han vuelto incongruentes con la ley china. Además, dos especies de primates, descubiertas recientemente en China, aún no se han incorporado a la ley. Otras seis especies de mamíferos se conocen por diferentes sinónimos en la ley china y en el CITES, dificultando la aplicación de políticas internacionales y la recopilación de datos de comercio ilegal de fauna.

Ya imaginan lo que esto supone. En palabras del estudio, la situación crea «una amplia gama de vacíos legales que potencialmente compromete la capacidad de perseguir el comercio ilegal de fauna». Aunque un tigre es un tigre, un abogado también lo es. Es un abogado, quiero decir, no un tigre.

Los autores concluyen que esta situación puede afectar a otros países, y que ello podría poner en peligro la protección de la fauna. «Recomendamos que los nombres científicos binomiales sean actualizados sistemáticamente en las 181 [hoy son ya 182] naciones firmantes del CITES», sugieren.

¿Afectará esto a los elefantes tras su previsible cambio de nombre? No en lo que respecta al elefante africano en China, dado que esta especie no es nativa del país y por tanto su comercio allí está regulado por las normas internacionales acordadas por los países firmantes del CITES. En cambio, sí podría afectar a los países donde el elefante africano es nativo, puesto que el comercio interior está fuera del ámbito de aplicación del CITES.

Pero el elefante asiático sí vive en China, por lo que el cambio podría concernirle en caso de que se viera afectado por la reorganización taxonómica. La Lista de Especies Protegidas de China ampara a la familia Elephantidae y específicamente al elefante asiático, Elephas maximus. Pero históricamente, la familia de los elefántidos ha sido como la casa de Gran Hermano, con distintos proboscídeos entrando y saliendo alternativamente a lo largo del tiempo; en el caso que nos ocupa, debido a las frecuentes revisiones taxonómicas. Esperemos que la nueva y aún pendiente no cree un nuevo agujero para el tráfico ilegal de especies amenazadas.

Lo siento, elefantes, tenéis que cambiar de nombre

No, no es que a partir de ahora vayamos a tener que llamarlos slon, como se nombran en varias lenguas eslavas, ni tembo o ndovu, como les dicen en swahili (por desgracia, mi swahili aún no llega para saber el motivo de la diferencia entre ambos nombres). Ni que tengamos que inventar una nueva palabra como megatrompero, por poner algo. La ciencia no se mete en el lenguaje común, sino solo en la denominación científica. Y aquí sí: si alguno de ustedes ha conocido al elefante africano de toda la vida como Loxodonta africana, vaya preparándose. Porque este nombre ya no sirve; hay que buscarle otro nuevo.

Recreación del 'Paleoloxodon antiquus'. Imagen de Wikipedia.

Recreación del ‘Paleoloxodon antiquus’. Imagen de Wikipedia.

Esta es la historia. Desde que se inventó la secuenciación de ADN, los taxónomos –los biólogos encargados de clasificar los seres vivos en categorías como órdenes, familias o géneros– pudieron comenzar a construir sus clasificaciones según criterios evolutivos. Hasta entonces, las especies se organizaban sobre todo según criterios morfológicos, de semejanza. Pero en ciertos casos hay rasgos que se parecen mucho en animales que realmente no tienen ningún parentesco cercano entre sí. Parece más lógico utilizar el grado de semejanza en sus secuencias de ADN, porque este criterio retrata mucho más fielmente cuán lejano o cercano es su antecesor común, y por tanto quiénes son hermanos, primos, parientes lejanos o muy, muy lejanos, como nosotros y las bacterias.

Claro que no todos los taxónomos se sumaron con entusiasmo al nuevo sistema. Un curioso ejemplo fue Vladimir Nabokov, más conocido como el autor de Lolita; pero como ya conté aquí, también un apasionado entomólogo especializado en mariposas. Con el advenimiento de las técnicas de ADN a comienzos de los años 70, Nabokov renegó de la posibilidad de utilizar este nuevo sistema para clasificar las mariposas, aferrándose a sus años de entrenamiento mirando genitales bajo el microscopio.

Pero la resistencia de Nabokov era inútil: el genoma de los seres vivos nos revela dónde encajan realmente en la complicada trama evolutiva de la naturaleza. El problema es que, a veces, llevando esta metodología al extremo podemos encontrar que llegamos a espinosos callejones sin salida. Un ejemplo curioso lo comentó hace unos años la bióloga evolutiva y escritora Carol Kaesuk Yoon, y es el caso de los peces.

La idea simplificada es esta: si una madre A tiene tres hijas B, C y D, y B y C llevan el apellido de A, no hay manera de justificar que D no lleve el mismo apellido. Aplicado a la taxonomía evolutiva, si de una línea se deriva un grupo, más tarde un segundo y después un tercero, y los dos primeros se clasifican en un taxón (categoría) con una denominación concreta, el tercero también debe integrarse ahí, dado que de hecho los representantes actuales del segundo y el tercero están hoy evolutivamente más próximos entre sí que los del primero y el segundo (la separación evolutiva de estas dos ramas es más antigua).

Esta idea es la que hoy clasifica como dinosaurios a las aves, y esto resulta muy aceptable. Pero cuando lo aplicamos a los peces, tenemos un problema. Si, como señalaba Kaesuk Yoon, la línea ancestral de los peces se ramificó para originar primero el linaje de los peces actuales (A), después el de los peces pulmonados (B), y por último el que después daría lugar a los mamíferos (C), resulta que B y C tienen que compartir una categoría taxonómica de la que A esté ausente. Pero la cosa es que A y B son peces. Lo que implica que nosotros también debemos serlo; o los peces pulmonados no son peces, o los humanos también somos peces. O nos cargamos los peces e inventamos otro nombre.

¿La solución? No teman, en este caso hay truco: en realidad, «peces» no es un taxón biológico, sino un nombre común. Y ya hemos dicho que la ciencia no entra en los nombres comunes. Pero recuérdenlo la próxima vez que hablen de ellos a la ligera como si nosotros no formáramos parte de su estirpe.

En cambio, el caso de los elefantes que traigo hoy sí es peliagudo. Esta semana se ha celebrado en Oxford el 7º Simposio Internacional de Arqueología Biomolecular. Y según informa Nature, en él se ha presentado el genoma del Paleoloxodon antiquus, un enorme elefante que vivió en Europa en el Pleistoceno y cuyos restos más recientes, de hace unos 70.000 años, se hallaron en Soria.

Hasta ahora, los elefantes vivos se clasificaban en tres especies. Conocemos el asiático (Elephas maximus) y el africano (Loxodonta africana). Pero en 2010 el análisis genético dejó claro que el elefante africano de bosque, que vive en las selvas del interior del continente y hasta entonces se tenía por una subespecie del de sabana (Loxodonta africana cyclotis), no era tal, sino que cumplía los criterios para clasificarse como una especie separada, Loxodonta cyclotis. Y por cierto, aprovecho la ocasión para recomendarles un magnífico libro sobre el elefante africano de bosque: Los silencios de África, de Peter Matthiessen.

Así, estaban dos primos cercanos, los africanos L. africana y L. cyclotis, y un pariente más lejano, el asiático E. maximus. Hasta que ha llegado el genoma del Paleoloxodon antiquus. Por el estudio de los fósiles (según los criterios morfológicos a los que se aferraba Nabokov), se suponía que esta era una rama más cercana al elefante asiático.

Nada de eso: el estudio genético revela que aquel monstruo de cuatro metros de altura estaba más estrechamente emparentado con el elefante africano de bosque que con ninguna otra especie actual. Incluso hoy, los cyclotis están genéticamente más próximos al elefante europeo del Pleistoceno que a sus parientes de la sabana.

Lo cual implica que el género Loxodonta, tal como hoy lo conocemos, ya no sirve. Ahora, los taxónomos tendrán que volver a la pizarra para asignar nuevos nombres. Y sí, para los que tengan hijos en la edad escolar adecuada para estudiar estas cosas, sepan que también habrá que cambiar los libros de texto. Es lo que tiene la ciencia, que avanza…

Maravillosa naturaleza, hasta en lo repugnante

Hace ya muchos años, cuando aún vivía con mis padres, sucedió que al regreso de unas largas vacaciones nos topamos con una sorpresa aterradora: el frigorífico-congelador había fallado por motivos que ya no recuerdo. Pueden figurarse el panorama si alguna vez les ha ocurrido algo similar. Si no es así, tal vez no lleguen a imaginar lo que una incubadora, pues en eso se había transformado nuestra nevera, puede llegar a hacer con kilos y kilos de comida perecedera en pleno mes de agosto.

Voy a ahorrarles los detalles. La limpieza duró varios días, pero lo que más costó fue eliminar el intenso olor a cadáver que durante semanas siguió impregnando el frigorífico, la cocina, tal vez nuestras propias fosas nasales. Todavía hoy recuerdo perfectamente aquella peste de la descomposición (tal es el poder del olfato).

Pero si traigo hoy este recuerdo es porque en aquella ocasión comprendí perfectamente cómo un tipo tan listo como Aristóteles podía creer en algo tan conceptualmente absurdo como la generación espontánea, es decir, bichos que crecen de la nada; por ejemplo, pulgones que nacían de las gotas de rocío. Aunque otros científicos se anticiparon con intuiciones acertadas y observaciones pioneras, no fue hasta casi ayer mismo, siglo XIX, cuando Louis Pasteur dejó bien demostrado y sentado que todo ser vivo nace de otro ser vivo, incluso los microbios.

Sin embargo, reconozco que mi madre tenía motivos para dudar de Pasteur: carne envuelta en cajones dentro de un congelador cerrado, en un piso de Madrid aparentemente sellado a cal y canto para las vacaciones; ¿cómo demonios habían llegado allí todos aquellos gusanos?

He recordado el episodio a raíz de otro hecho reciente. Tal vez algún seguidor de este blog recuerde que hace varias semanas conté aquí dos experimentos caseros de microbiología que hicimos para la feria de ciencias del colegio de mis hijos. Creo recordar que entonces detallé cómo deshacerse de los cultivos una vez terminados los experimentos: un cubo con lejía a una concentración mínima del 10%, y dejar allí las placas abiertas durante un par de horas.

Pero en esto, como en otras cosas, soy un mal ejemplo. Por falta de tiempo, descuido y dejadez, dejé las placas almacenadas en dos cajas de zapatos en un rincón de la cocina. Hasta que un día mi hijo mayor me dijo: “papá, la cocina está llena de moscas”. “Bueno, llena, llena…”, pensé mientras iba a comprobarlo. Y sí. Llena. Aunque no llevé la cuenta, calculé que esa tarde debí de matar al menos 50 moscas.

Eran moscas negras, peludas, más grandes que las domésticas y más torpes, sin esa ágil capacidad evasiva de las intrusas más habituales en nuestros veranos. Al matarlas, algunas de ellas liberaron larvas. Es decir, que eran ovovivíparas: los huevos eclosionaban aún dentro de la madre, que deposita larvas vivas. Si mi guía de insectos no me falla, este detalle es típico de la familia de los sarcofágidos (Sarcophagidae), a diferencia de la Calliphora vomitoria, el típico moscardón azul de la carne que solemos ver más a menudo.

Las más comunes dentro de este grupo, la subfamilia sarcofaginas, suelen tener rayas blancas y negras en el tórax y un patrón ajedrezado en el abdomen. Por el contrario, las mías iban de luto riguroso, así que debían pertenecer a alguna de las otras dos subfamilias. Esto es todo lo que puedo afinar en mi esfuerzo taxonómico. Si hay algún entomólogo en la sala que pueda aportar alguna pista, será bienvenido.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

De inmediato comprendí que la causa de aquella invasión eran las placas. En algunos de los medios de cultivo habíamos utilizado productos de origen animal, como caldo de carne y leche. Y aunque en la cocina no se notaba ningún olor evidente para los humanos que habitamos en esta casa, era obvio que las moscas sí habían detectado algo que las había llevado hasta allí. Pero ¿por dónde habían entrado? La ventana de la cocina prácticamente nunca se abre, pero hay una rejilla de ventilación que comunica con el exterior, además de las salidas de la caldera de gas y la campana extractora.

Me deshice de las placas al instante, pero en días sucesivos tuve que matar otras varias decenas de moscas, hasta que la infestación desapareció. Es decir, que incluso eliminada la fuente original, aún persistía en el aire un gradiente de concentración de esos compuestos atrayentes, suficiente como para marcarles a las moscas un camino invisible hasta la rejilla de nuestra cocina.

Y todo esto, por repugnante que pueda resultar, no deja de ser una maravilla. Cuando estamos vivos, invertimos una inmensa cantidad de nuestro dinero metabólico (energía que comemos) en el simple mantenimiento bioquímico del organismo. Es decir, en reparar las tuberías, cambiar las bombillas fundidas, arreglar los desconchones y demás tareas necesarias para mantener habitable nuestra casa. Cuando morimos, todo esto se interrumpe, y la casa queda abandonada a su suerte. Comienza entonces un proceso espontáneo de degradación, acelerado por huestes de vándalos (bacterias y hongos) que invaden lo que fue nuestra propiedad para expoliarla de su principal riqueza, las proteínas.

Fruto de toda esta decadencia aparecen compuestos como los adecuadamente llamados putrescina y cadaverina, algunos de los responsables del olor que se nos quedó metido en la nariz durante semanas cuando aquello de la nevera. Algunas de estas sustancias flotan en el aire, no como corrientes continuas, sino como simples penachos dispersados por el viento hasta kilómetros de distancia; ridículamente indetectables para alguien como un ser humano. Pero no para las moscas.

Las moscas poseen un olfato increíblemente fino en sus antenas, que les permite seguir ese rastro desde grandes distancias hasta localizar la fuente. En los últimos años se han llevado a cabo experimentos pasmosamente sofisticados para controlar y seguir el vuelo de las moscas en respuesta a estímulos olfativos, utilizando túneles de viento e inhibiendo selectivamente ciertas regiones del cerebro del insecto. Los investigadores han podido así comprobar que, una vez detectado el cebo olfativo, las moscas recurren a la vista para tratar de localizar la fuente de comida.

En el caso de mis cultivos microbianos, no podían, ya que la fuente del olor eran unas placas dentro de dos cajas de zapatos a las que las moscas no podían acceder. Y probablemente por este motivo se quedaban vagando sin rumbo por la casa o se pegaban a la ventana de la cocina sin saber muy bien qué hacer.

Y hay otro detalle curioso. Para nosotros, compuestos como la putrescina y la cadaverina tienen un olor muy desagradable. Este es un sistema natural que poseemos para la detección de alimentos en mal estado. Antes de que existiera la impresión de fechas de caducidad en los alimentos, la evolución nos dotó de un sensor capaz de alertarnos de que esa comida estropeada podría matarnos.

En el caso de las moscas, ocurre lo contrario: podemos pensar que, para ellas, la carne en descomposición de la que se alimentan y donde depositan a sus crías huele tan bien como para nosotros un plato de risotto con setas. Puede que sean feas, que todo va en gustos, y desde luego que son saquitos ambulantes de enfermedad. Pero recuerden, no caigan en esa falacia de hablar de seres más evolucionados o menos evolucionados: a ver quién de ustedes es capaz de oler desde casa lo que se está cocinando en un restaurante a kilómetros de distancia.

¿Qué tiene más pelos, una polilla o una cabeza humana?

A estas alturas creo que todos sabemos reconocer una pregunta trampa; evidentemente, una polilla tiene más pelos que una cabeza humana. Pero seguro que no imaginan cuántos más: unas 100.000 veces más. Frente a los 100.000 cabellos en la azotea del Homo sapiens medio (cifra que, sobra decirlo, varía salvajemente entre particulares), el cuerpo del insecto lleva cerca de 10.000 millones de pelos. ¿A que tampoco podían sospechar que una abeja tiene aproximadamente el mismo número de pelos que una ardilla, unos tres millones?

Una polilla procesionaria del pino. Imagen de Alvesgaspar / Wikipedia.

Una polilla procesionaria del pino. Imagen de Alvesgaspar / Wikipedia.

Los números son de Guillermo Amador y David Hu, investigadores del Instituto Tecnológico de Georgia (EE. UU.). Pero Amador y Hu no se dedican a contar los pelos de los animales por puro pasatiempo, tortuoso placer o aspiración de récord Guinness. Los curiosos datos no solo sirven para el arranque de un artículo como este, sino que tienen un propósito dentro de una disciplina muy candente llamada biomimética.

La biomimética consiste en hacer ingeniería inversa de la naturaleza para copiar sus mecanismos. Aunque (atención, importante) la evolución NO perfecciona ni mejora la naturaleza, como erróneamente suele creerse, sí es cierto que dota a los organismos de sistemas para interaccionar con su entorno que no solamente tienden a la eficacia, sino también a la eficiencia energética, dado que ahí fuera siempre se está librando una batalla por consumir menos energía de la que se adquiere.

Amador y Hu se hicieron una pregunta: ¿cómo logran los seres vivos mantenerse limpios? Y obviamente, desentrañando los sistemas empleados por las distintas especies para conservar una cierta pulcritud, sería posible tratar de imitar estos mecanismos en nuestra ingeniería. El diseño de materiales que repelan la suciedad, sin necesidad de pinturas o recubrimientos especiales, ahorraría ingentes cantidades de dinero, sudor humano y riesgo laboral en la limpieza de fachadas de rascacielos.

En otros casos la simple imposibilidad de pasar una bayeta puede malograr carísimos proyectos; pensemos, por ejemplo, en los robots que operan sobre la superficie de otros planetas, que en ciertas ocasiones han sufrido graves crisis de funcionamiento simplemente por el depósito de polvo en sus paneles solares.

Para estudiar las estrategias de limpieza de los animales, los investigadores de Georgia Tech debían fijarse especialmente en el pelo, ya que, calculan, este multiplica por 100 la superficie total expuesta de un organismo. Y aquí vienen más datos curiosos: según Amador y Hu, una abeja posee una superficie corporal total similar a la de una tostada, un gato la de una mesa de ping pong, una chinchilla la de un todoterreno y una nutria la de una cancha de hockey.

El pelo protege del frío, pero a cambio es una trampa para el polvo y la mugre. Y sin embargo, según explican los investigadores en su estudio, publicado en la revista Journal of Experimental Biology, el pelo también ayuda a la limpieza, manteniendo la suciedad lejos del cuerpo, impidiendo que se adhiera a la piel y facilitando su eliminación.

Revisando trabajos previos de otros autores, Amador y Hu descubren que los animales emplean básicamente dos clases de técnicas para mantenerse limpios. La primera es activa, a través de estructuras móviles que peinan los pelos para retirar los depósitos, como sucede en los insectos; algunos animales segregan sustancias químicas limpiadoras o emplean la acción mecánica, como los perros cuando se sacuden el agua.

Pero a los investigadores les interesa especialmente otro tipo de estrategias, las pasivas, las que no implican un gasto de energía del propio animal, ya que son estas las que podrían facilitar el diseño de materiales resistentes a la suciedad. Las pestañas, por ejemplo, no solo actúan como barrera, sino que además redirigen la circulación del aire. Las cigarras llevan en sus alas un prodigioso sistema de pinchos microscópicos que destruyen las bacterias.

Los investigadores han publicado este breve vídeo que muestra cómo se asean una abeja y una mosca de la fruta. En el caso de la mosca, se aprecia cómo los pelos le sirven de catapulta para expulsar la suciedad lejos del cuerpo.

Bichos gigantes africanos, mascotas exóticas (II)

No todos los bichos con muchas patas deben merecernos la misma prevención: hay que distinguir entre los grupos que comúnmente conocemos como ciempiés y milpiés; o en nomenclatura taxonómica, quilópodos y diplópodos. Los primeros tienen un par de patas por segmento, frente a dos en el caso de los segundos. Los ciempiés se desplazan con una marcha ondulante que recuerda a la de las serpientes, mientras que los milpiés avanzan en línea recta, moviendo sus patas en oleadas rítmicas.

Ante los primeros siempre hay que andarse con la máxima precaución. Sus representantes más conocidos son las escolopendras, temibles depredadores que a veces encontramos en los rincones más oscuros y menos frecuentados de los hogares, como sótanos y trasteros.

Las escolopendras pican, y su picadura tiene fama de ser muy dolorosa; lo que se comprende no solo por el veneno que poseen, sino por cómo lo inyectan: en lugar de poseer un fino estilete trasero como avispas y abejas, muerden con un par de piezas bucales llamadas forcípulas –en realidad patas modificadas– que recuerdan al aguijón de los escorpiones, pero por partida doble.

Un milpiés gigante africano, 'Archispirostreptus gigas'. Imagen de Javier Yanes.

Un milpiés gigante africano, ‘Archispirostreptus gigas’. Imagen de Javier Yanes.

Un caso muy diferente es el de los diplópodos o milpiés. La mayoría son inofensivos y vegetarianos; se alimentan de materia vegetal en descomposición y carecen de aparato inoculador de veneno. Su principal defensa es enrollarse formando una espiral, aunque también poseen glándulas corporales que secretan fluidos irritantes.

Por lo general estas sustancias no suelen ser peligrosas al contacto con la piel, aunque es imprescindible lavarse las manos si se manipulan estos animales para evitar que la secreción pueda entrar en los ojos o en la boca.

Uno de los mayores diplópodos del mundo se encuentra en el este de África, desde Kenya a Mozambique. El milpiés gigante africano, Archispirostreptus gigas, puede superar holgadamente los 20 centímetros de longitud. Es muy frecuente en la costa keniana; su costumbre de vivir por debajo de los 1.000 metros de altitud lo aleja de los recorridos típicos de los safaris por los parques del altiplano.

Milpiés gigante africano descansando durante el día alrededor de una rama. Imagen de Javier Yanes.

Milpiés gigante africano descansando durante el día alrededor de una rama. Imagen de Javier Yanes.

Durante el día, los milpiés gigantes descansan escondidos entre la vegetación, a veces enrollándose alrededor de las ramas de los arbustos para mantenerse a salvo de los depredadores del suelo. Cuando cae la noche es fácil encontrarlos desplazándose por el suelo en busca de su alimento, sobre todo en las zonas donde se acumulan restos de hojas y plantas. Al tomarlo en la mano adopta la típica postura defensiva y segrega un líquido anaranjado que (¡ojo!) contiene cianuro.

Uno de los datos más curiosos sobre el milpiés gigante africano es que los ejemplares salvajes a menudo parecen tener hormigas recorriéndoles el cuerpo y deslizándose entre sus cientos de patas. En realidad no se trata de hormigas, sino de pequeños ácaros que viven en simbiosis con los milpiés, manteniendo limpio su exoesqueleto y a cambio recibiendo alimento y protección. Estos ácaros son inofensivos para el ser humano.

Como los caracoles gigantes que presenté ayer, los milpiés gigantes también parecen ser mascotas exóticas populares en los países desarrollados. Son fáciles de mantener, pueden vivir hasta diez años en cautividad y se alimentan de sobras vegetales. También se encuentran a menudo en los terrarios de los zoológicos.

Bichos gigantes africanos, mascotas exóticas (I)

Aunque no seamos plenamente conscientes de ello, la posesión de animales de compañía es un signo de país rico. Aquellos a quienes les ha tocado en la rifa nacer en una nación pobre o en conflicto (y de paso, pensemos un poco en cómo los nacionalismos, entendidos en sus diversos modelos y motivaciones, alimentan la crueldad de este juego de azar) ya tienen suficiente con asegurar la supervivencia y manutención de ellos mismos y de los suyos, por lo que un animal de compañía suele ser un lujo impensable.

Donde no se tienen animales, no se abandonan animales. Los refugios, incluso las perreras donde se sacrifica a algunos de sus huéspedes, son también un signo de país rico. En esas naciones pobres o en conflicto, los pocos animales abandonados o nacidos en la calle sobreviven entre el caos husmeando en la basura.

En una ocasión descubrí una jauría de perros cimarrones en el Parque Nacional de Hell’s Gate, en Kenya. Además de que la imagen de aquellos animales famélicos y mal encarados era tan desoladora como escalofriante (sobre todo si coincide con el momento en que uno se queda atascado en un banco de arena), es de suponer que no llegarían a vivir mucho más; me arriesgaría a afirmar que morirían a tiros, sacrificados por los rangers del parque al representar una amenaza para la fauna salvaje. Cualquier otro destino para ellos era muy improbable en sus desafortunadas circunstancias.

Lo normal y lo extraordinario son conceptos diferentes en países como los suyos y países como el nuestro. A los kenianos les resulta insólito y hasta cómico que algunos de los animales de su fauna salvaje, y que en ocasiones para ellos son plagas indeseables, se vendan en internet como mascotas para los ciudadanos de los países desarrollados. Traigo aquí a dos de ellos, dos animalitos curiosos que se adoptan como mascotas por parte de quienes aprecian más el interés zoológico que la calidez de la compañía. Y el interés zoológico, desde luego, lo tienen.

Caracol gigante africano 'Achatina fulica'. Imagen de Javier Yanes.

Caracol gigante africano ‘Achatina fulica’. Imagen de Javier Yanes.

El primer animal es el caracol gigante africano. Aunque existen distintas especies en diferentes lugares del continente, el keniano responde al nombre de Achatina fulica. Los datos publicados por ahí dicen que mide hasta 20 centímetros o más. En la imagen puede apreciarse el tamaño de un ejemplar hallado en la costa keniana. Su aspecto ya es asombroso, pero aún más lo son algunas de sus costumbres. Como muchos otros caracoles, se alimenta de materia vegetal, pero para mantener el crecimiento de su enorme concha devora fuentes de calcio que pueden incluir huesos de cadáveres o incluso hormigón (el cemento es básicamente calcio, aluminio y silicio).

El caracol gigante africano prefiere temperaturas altas y es de costumbres nocturnas; durante el día permanece enterrado, ya que la exposición al sol puede matarlo. Es nativo de Kenya y Tanzania, pero se ha extendido por la cintura tropical y subtropical del planeta por obra y gracia del ser humano, ya sea de forma involuntaria o deliberada. Actualmente se encuentra incluso en las islas del Pacífico, donde en algunos casos se introdujo como alimento para los militares estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) lo incluye en su lista de las 100 peores especies invasoras del planeta.

Como especie invasora, los caracoles lo tienen fácil, ya que son hermafroditas. Aunque no suelen fecundarse a sí mismos, cualquier encuentro casual entre dos ejemplares puede acabar en boda. Y a lo largo de sus cinco años de vida pueden poner hasta 1.000 huevos.

Los problemas que causa este inocente gigante son numerosos. Debido a su gran tamaño, es un azote para las cosechas, pero además puede contagiar enfermedades a las plantas, animales e incluso al ser humano. Si se topan con él, sepan que es una mala idea tocar los ejemplares salvajes, ya que pueden transmitir parásitos peligrosos de piel a piel. Entre ellos figura el nematodo Angiostrongylus cantonensis, conocido también por el poco agradable nombre de gusano de pulmón de rata, por anidar en las arterias pulmonares de los roedores. En los humanos, hospedadores accidentales, este gusanito provoca una seria meningitis.

En 2010 se detectó en Venezuela que las heces y secreciones de estos caracoles contenían huevos de Schistosoma mansoni, la mayor plaga parasitaria de la humanidad después de la malaria. La esquistosomiasis, también llamada bilharziasis, afecta a cientos de millones de personas en todo el mundo, y es la principal razón por la que se recomienda encarecidamente a los viajeros en regiones tropicales que no se bañen en aguas dulces cuya seguridad no haya sido verificada (y que no pisen barro con los pies desnudos). El esquistosoma, un gusano platelminto, vive en diversas especies de caracoles acuáticos y terrestres, y puede infectar a los humanos penetrando a través de la piel, causando una devastadora enfermedad crónica que puede llegar a ser mortal.

Pasen y vean al sorprendente conejito de mar

Algo que nadie suele detenerse a pensar, salvo los cuatro chiflados que sí nos detenemos, es por qué a los humanos en general nos seduce lo que entra en ese amplio (y un poco cursi) concepto que podríamos llamar «lo mono».

Aunque siempre hay gente para todo, el hecho es que a los humanos en general nos inspiran sentimientos cercanos a la ternura ciertos rasgos, formas y aspectos. Tendemos a fiarnos más de aquellos a quienes atribuimos la irrelevante cualidad de tener «cara de buena persona». En 1960, el Partido Demócrata de Estados Unidos lanzó una exitosa campaña contra Richard Nixon que mostraba la imagen del candidato junto a la pregunta: «¿Le compraría USTED un coche usado a este hombre?», sugiriendo que el después presidente tenía un aspecto poco confiable. El mismo dicho, pero en sentido opuesto, se popularizó en referencia al actor James Stewart. Pero entre esos a quienes se les atribuye una cara de buena persona se encuentra el también actor Bill Cosby, acusado de agresión sexual por más de 40 mujeres.

Entre aquello que nos inspira ternura se encuentran los bebés, los peluches o los animales de compañía. No es que esté comparando a Bill Cosby con un peluche, pero desde el punto de vista conductual hay una raíz común, o al menos eso es lo que afirmaba Konrad Lorenz, el padre de la etología. Según Lorenz, hay una serie de rasgos comunes que disparan en los individuos un comportamiento de cuidado y protección, y esto tendría la motivación evolutiva de asegurar la continuidad de la especie. Así que, para Lorenz, nuestra atracción por “lo mono”, ya sea un bebé, un peluche, un gato o un osezno, es la manifestación de un mecanismo psicobiológico destinado a la conservación de la especie.

Hay toda una interesante teoría científica al respecto, pero a donde quiero llegar, con escala en Japón, es a un cierto animal súbitamente popular en internet. La cultura pop japonesa tiene su propia corriente de lo mono, que al parecer allí se llama Kawaii y en la que triunfan personajes como Hello Kitty, Doraemon o Pikachu. De ningún otro país podría surgir la noticia de la apertura de un café exclusivo para peluches que, si la información es cierta, tiene completas sus reservas hasta mediados de septiembre.

Por todo ello no es raro que este vídeo haya atraído recientemente las preferencias de los internautas japoneses, que lo han dado a conocer al resto del mundo. La insólita criatura que aparece en él ha sido bautizada como “conejito de mar”, aunque a quienes tengan hijos de cierta edad tal vez les dejará perplejos comprobar que, en contra de lo que creían, parece que los Pokémon realmente existen.

Ahora, la biología. La criatura en cuestión es un molusco gasterópodo, una pequeña babosa de mar cuyo nombre oficial es Jorunna parva y que se encuentra distribuida por los fondos marinos del Índico y el Pacífico. Su aspecto de peluche se debe a unas protuberancias dorsales llamadas cariofilidios que probablemente tienen función sensorial. La especie de flor que simula la cola son sus branquias. Y sus orejitas son en realidad rinóforos, que como su nombre indica son más bien narices, o si acaso lenguas, detectores de olores y sabores químicos de su entorno que ayudan al conejito de mar a encontrar su comida o a sus posibles parejas.

Estas dos últimas funciones fisiológicas, alimentación y reproducción, contienen algunas de las sorpresas que esconde su inocente aspecto, tan Kawaii. En primer lugar, y al contrario que las babosas terrestres, son feroces predadores, alimentándose de otros invertebrados o de sus huevos. Sus costumbres sexuales son algo friquis: son hermafroditas y practican la cópula traumática, consistente en inseminarse mutuamente clavando su órgano sexual en cualquier parte del cuerpo de la pareja que les caiga al alcance. Por último, el achuchable cuerpo del conejito de mar es tóxico; los nudibranquios tienen la habilidad de incorporar las toxinas de sus presas para utilizarlas como defensa propia contra sus depredadores.