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¿Por qué los flamencos descansan sobre una pata? (extremidad, no la mujer del pato)

Ayer presenté aquí un vídeo de nueva aparición sobre el que es hasta ahora el único flamenco negro conocido, si es que los dos avistamientos registrados corresponden realmente a un mismo ejemplar. El fenómeno sería llamativo para cualquier ojo no iniciado en el culto a las aves, pero se convierte casi en un Expediente X teniendo en cuenta que los flamencos forman un orden propio en el que todas las especies tienen una coloración similar, blanco o crema pálido transformado en rosa por los pigmentos de su dieta. El melanismo no es algo desconocido en las aves, al igual que en otros grupos animales; pero tratándose de un orden cuyos miembros visten de uniforme, resulta tan raro como un cocodrilo albino (que también existió y fue conocido como Michael Jackson; ¿tal vez al flamenco negro podríamos denominarlo Morenito de Chipre?).

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

A la espera de saber si tendremos nuevas noticias del elegante y misterioso flamenco, ayer dejé por cubrir una faceta de estas aves que suele causar sorpresa. Se trata de una de esas curiosidades en las que nadie suele pensar a lo largo de su vida diaria, salvo un puñado de biólogos locos y cualquier padre o madre a quienes su hijo les asalte de pronto con la pregunta: Papá/mamá, ¿por qué los flamencos están de pie sobre una sola pata? Y los niños deben llegar a una cierta edad para entender la diferencia entre «no lo sé» y «los científicos no lo saben». Antes de esa edad, ambas frases significan lo mismo: papá/mamá no lo sabe.

La postura no es exclusiva de estas especies, sino que está bastante extendida entre las aves; pero suele notarse más en el caso de los flamencos, quizá por su tendencia a formar grandes bandadas. Quiero adelantarme aquí a la respuesta más habitual: porque si levantaran las dos, se caerían al suelo. Pero lo cierto es que tras los comportamientos de los animales hay explicaciones fisiológicas con referencias a millones de años de evolución.

Descansar sobre una extremidad no parece una elección obvia cuando se tienen dos y el peso puede repartirse entre ambas; menos aún cuando cada una de ellas es tan aparentemente endeble como la de un flamenco. Sin embargo, todo el que se haya visto forzado a permanecer de pie durante largo rato habrá descubierto que a menudo tendemos a cargar alternativamente el peso en una de las piernas mientras dejamos que la otra descanse. Es más, en ciertas regiones del mundo hay cierta costumbre de adoptar la pata coja como posición de descanso. Es clásico el ejemplo de los maasais de Kenya y Tanzania, cuya estampa más típica es sobre una sola pierna, mientras la otra permanece cruzada o con el pie apoyado en la rodilla. Y he tenido que llegar a los flamencos para caer en la cuenta de que nunca se me ha ocurrido preguntarle a un maasai por qué lo hacen, cosa que haré en la primera próxima ocasión.

Las aves tienen, además, sistemas de reposo facilitados por la evolución. Al menos algunas especies poseen un sistema de tendones que automáticamente cierra los dedos cuando las patas se flexionan, lo que les permite dormir en una rama sin caer al suelo. También suele asumirse que ciertas aves como los flamencos poseerían un mecanismo que ancla la articulación del tobillo (la que tienen a la altura de nuestra rodilla; su rodilla está más arriba y suele quedar oculta bajo el cuerpo) de modo que no hay esfuerzo cuando descansan erguidos sobre sus patas estiradas, lo que facilitaría emplear solo una de ellas. Aunque debo decir que, exceptuando algunas referencias antiguas, no he encontrado literatura científica reciente que confirme esta hipótesis.

En cuanto a las razones, tradicionalmente se pensaba en una explicación que encajaría con nuestra propia experiencia de descansar a la pata coja: si de repente se tercia la huida, tener una pata fresca permitirá hacerlo con mayor rapidez. En 2009, dos investigadores de la Universidad de Saint Joseph en Filadelfia (EE. UU.) decidieron poner a prueba esta hipótesis, cronometrando los tiempos de respuesta de los flamencos cuando descansaban sobre una pata o sobre las dos. Y descubrieron que era más bien al revés de lo sugerido: los que se sostenían sobre ambas patas emprendían la huida con mayor rapidez. Hipótesis rebatida.

Por el contrario, los científicos sí encontraron indicios que respaldan la segunda de las principales teorías sobre la pata única: termorregulación. Es un dato contrastado que perdemos el calor corporal más rápidamente en contacto con el agua; algunas estimaciones hablan hasta de 25 veces más deprisa. O, dicho de otra manera y a grandes rasgos, con solo un 4% de nuestra superficie corporal sumergida en agua perderíamos tanto calor por esa parte como por el resto del cuerpo, a igualdad de temperaturas de aire y agua. En el caso de los flamencos, sus pies poseen una gran superficie, por lo que, al menos presumiblemente, tener solo uno de ellos en el agua podría ahorrar una buena parte de la pérdida de calor.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

En su estudio, publicado en la revista Zoo Biology, los investigadores demostraron «una relación negativa entre la temperatura y el porcentaje de aves observadas descansando sobre una pata, de modo que el descanso sobre una pata se reduce al aumentar la temperatura». También comprobaron que «aunque los flamencos prefieren descansar sobre una pata que sobre dos sin importar la ubicación, el porcentaje de aves descansando sobre una pata es significativamente mayor entre las aves que están en el agua que en las que están en tierra».

Es decir, que sí parece haber una mayor tendencia al uso de una sola pata en el agua, sobre todo si está fría. Esto es algo que al menos permite contestar a las preguntas de los niños de manera que lo entiendan: cuando vamos a probar cómo está el agua, metemos solo un pie, no los dos. Y si está fresquita, no metemos el otro. En el caso de los flamencos, otras teorías aún no han sido probadas; por ejemplo, hay quien dice que el tener una pata plegada reduce el esfuerzo del corazón para traer la sangre de vuelta desde allí abajo. También se ha propuesto que la pata única ayudaría al camuflaje, sobre todo cuando las aves descansan con el cuello encogido y la cabeza oculta entre el plumaje, lo que les da el aspecto de un curioso arbusto rosa. Y no falta quien piensa que tal vez la razón está en que los flamencos duermen con medio cerebro y por tanto con una pata sí y otra no; esta habilidad de mantener la mitad del cerebro activa durante el sueño se ha demostrado en otros animales, como algunos cetáceos, leones marinos y ciertas aves.

En resumen, casos como el del flamenco, con toda su evidente intrascendencia, ilustran uno de los aspectos más bonitos de la ciencia: entender por qué la naturaleza hace las cosas que hace. Y poder explicárselo a nuestros hijos sin tener que buscarlo nerviosamente en el móvil a escondidas.

Pasen y vean al único flamenco negro del mundo (ave, no cantaor)

El perro verde, el mirlo blanco, el elefante rosa. A menudo describimos la rareza asignando a los animales colores que no son naturales en ellos, y los ejemplares de tonos inusuales se convierten en objeto de temor y admiración, como el cachalote blanco que obsesionaba al capitán Akhab. Durante 37 años el zoo de Barcelona fue una atracción mundial gracias a Copito de Nieve, el único gorila albino conocido, capturado por unos cazadores en Guinea Ecuatorial y que tuvo la enorme suerte de que pasara por allí Jordi Sabater Pi, uno de los más grandes primatólogos de la historia. Una vez que Copito se vio privado de su hábitat natural, no cabe duda de que todas las demás posibles opciones que le esperaban habrían sido mucho peores.

Esta semana ha surgido en internet una nueva rareza casi inédita hasta ahora. Y casi, porque se trata en realidad del segundo avistamiento que sigue a otro anterior en Israel, aunque los científicos piensan que probablemente se trate del mismo ejemplar: el único flamenco negro jamás registrado. Miembros del Departamento Ambiental de Akrotiri, una zona de soberanía británica en la costa sur de la isla de Chipre, estaban censando flamencos en un lago salado cuando se toparon con esta, nunca mejor dicho, rara avis.

Se trata de un ejemplar de flamenco común (Phoenicopterus roseus), una de las seis especies de esta familia y la más extendida de las dos del Viejo Mundo. Como sus parientes, es una especie migratoria, que a lo largo del año recorre grandes distancias entre sus moradas de verano e invierno, desde el sur de Europa hasta la India pasando por África. Los flamencos se reúnen en grandes bandadas en los lagos salinos donde encuentran su dieta compuesta de pequeños organismos, sobre todo artemias y cianobacterias Arthrospira. Para separar el alimento del fango cuentan con su pico filtrante, tapizado con unas estructuras en forma de laminillas y cuya curiosa forma se debe a que está adaptado para usarse cabeza abajo.

Si hay algo universalmente conocido sobre los flamencos es su color rosado. Pero no todo el mundo sabe que en realidad su plumaje es naturalmente blanco, y que sus tonos típicos desde el salmón hasta el carmesí se deben a los carotenoides, pigmentos que dan los colores rojizos en las plantas y que los flamencos obtienen de su dieta de plancton. Por esta razón los flamencos en cautividad suelen ser de tono más apagado, y también por este motivo los animales con polluelos palidecen, ya que regurgitan el alimento para nutrir a sus crías. Por el contrario, cuando los flamencos buscan pareja, un color más vivo en los machos asegura el éxito entre las damas.

El melanismo o coloración negra es un fenómeno que se da con cierta frecuencia en algunas especies, pero que nunca se había documentado en un flamenco. Al contrario que el albinismo, se produce por un exceso del pigmento melanina, y en las poblaciones de ciertas especies aparece como una adaptación a unas condiciones ambientales concretas. El ejemplo más conocido es la pantera negra, la variedad melánica del leopardo. Pero más allá de las hipótesis obvias sobre un mejor camuflaje en zonas peor iluminadas, como las selvas tupidas, las razones del melanismo aún son también algo oscuras. Al hallarse ejemplares negros de leopardos y servales en zonas de alta montaña, como los Aberdares de Kenya, se pensó que esta coloración servía como adaptación al frío, pero no parece que esta sea una razón de peso.

En el flamenco que aparece en las imágenes, los científicos aún no saben a qué se debe su peculiaridad, ni si alguno de sus progenitores ya lo tenía. Pero dado que en general el melanismo es hereditario y dominante –es decir, que aparece en todos los individuos que poseen el genotipo–, sería de esperar que, si consigue criar, en torno a la mitad de sus polluelos heredarán el elegante color de su padre; para los flamencos, el negro es el nuevo rosa.

‘La metamorfosis’ de Kafka: no una cucaracha, sino un escarabajo (lo dijo Nabokov)

En otra época, de haber tenido que escoger esos famosos diez libros para llevar conmigo a una isla desierta, uno de ellos NO habría sido La metamorfosis de Kafka. No por falta de apreciación de esta novela, sino todo lo contrario, porque no habría sido preciso: hubo un tiempo en que lo leía con tanta asiduidad que casi llegué a aprenderme de memoria buena parte de sus párrafos; habría podido actuar como uno de esos hombres-libro de Bradbury en Fahrenheit 451, que habían memorizado grandes obras de la literatura y vivían ocultos en el bosque a la espera de un futuro más tolerante con la ficción. Pero los años castigan la memoria y disuelven los recuerdos, y hoy preferiría empacar uno de los ejemplares que tengo.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de ‘La metamorfosis’.

A La metamorfosis, de cuya publicación acaba de cumplirse el centenario, le sucede lo que a todas las obras inmortales: se ha escrito tanto sobre el significado y el simbolismo de su argumento y de sus personajes que cualquier estudioso interesado en comprenderlo no sabría a qué carta quedarse: si a la del antisemitismo furibundo del naciente siglo XX que comenzaba a despreciar a los judíos como algo escasamente más digno que las cucarachas, o a la de las complicadas relaciones familiares del autor, o a la de la crítica al sistema económico, o a la de la plasmación del existencialismo filosófico, o incluso a la de la psicopatología del propio autor, que ha recibido diferentes nombres como complejo edípico, psicosis o trastorno esquizoide. O a todas ellas. Y sin contar que, según un estudio, durante sus noches sin dormir dedicadas a la escritura, Kafka sufría de vívidas alucinaciones hipnagógicas, que recientemente comenté aquí y que sobrevienen en la transición de la vigilia al sueño.

Y todo ello, a pesar de que el autor escribió en sus Diarios: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura».

De hecho, la ventaja de La metamorfosis respecto a otras numerosas obras de temas similares, aquello que la eleva por encima de la masa y que ha cautivado a generaciones de lectores por motivos que tal vez ni siquiera ellos mismos aciertan a discernir, es que no es preciso conocer ninguna de las anteriores interpretaciones para disfrutar y abominar de la extraña y patética desventura de Gregor Samsa, que despertó una mañana de un sueño intranquilo para encontrarse sobre la cama transformado en un insecto monstruoso. Algo que difícilmente ganaría nunca el sueldo a un crítico literario es decir que la novela de Kafka puede leerse simplemente como una crónica angustiosa de puro terror psicológico, que en sus mimbres e intensidad recuerda a otras joyas sobre la criatura sola y atribulada como Soy leyenda de Richard Matheson (infinitamente superior al bodrio cinematográfico del mismo título), el Jekyll y Hyde de Stevenson o el Frankenstein de Shelley.

Pero La metamorfosis posee un rasgo peculiar que tampoco es terreno de la crítica literaria, y es que fueron el propio devenir de la historia y las traducciones e interpretaciones que se hicieron de ella los que han logrado grabar en la imaginación colectiva la noción de que Gregor Samsa despertó transformado en una cucaracha. El nombre de este insecto jamás aparece en la narración. De hecho, en el original en alemán Kafka abrió su novela afirmando que Samsa se había convertido en Ungeziefer, un sustantivo sin plural que en inglés tiene un equivalente aproximado, vermin. Este término, que etimológicamente hacía referencia a los animales impuros, se aplica colectivamente a las plagas o pestes; sí, bichos, pero también ratas, zorros o pájaros que asuelan los sembrados. Es más; tanto Ungeziefer como vermin se emplean también en sentido figurado para designar a la categoría de personas indeseables, algo que sí tiene términos adecuados en castellano: chusma, gentuza.

Pero no regresemos a las metáforas. Lo cierto es que la descripción posterior del narrador nos aclara que Samsa es un insecto; no quedan dudas de esto, aunque ningún pasaje de la novela entra en algo más específico, a excepción del momento en que la asistenta llama a Samsa «viejo escarabajo» y «escarabajo pelotero». Con todo, el contexto deja entender que se trata de apelativos destinados a quitar hierro a la incómoda situación, y tampoco puede desprenderse que la señora de la limpieza fuera una experta entomóloga.

Tal vez a estas alturas algún lector estará preguntándose qué demonios importa el insecto concreto en el que se transformó Samsa, dado que el propio Kafka no pretendió hacer de esto un sostén argumental. Correcto. Pero hubo alguien a quien sí le importó: Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Ada o el ardor era, además de gran literato, un entusiasta lepidopterólogo o experto en mariposas, una afición que llegó a ejercer como conservador de la colección de la Universidad de Harvard.

Primera página del ejemplar de 'La metamorfosis' de Kafka anotado por Nabokov.

Primera página del ejemplar de ‘La metamorfosis’ de Kafka anotado por Nabokov.

Fascinado por la obra de Kafka, el escritor ruso-estadounidense no solo analizó La metamorfosis desde el punto de vista entomológico, sino que llegó a dibujar bocetos del aspecto de Gregor Samsa tras su transformación siguiendo las pistas ofrecidas en la narración. En su ejemplar de La metamorfosis, en el que se permitió la licencia reservada a los inmortales de esparcir anotaciones corrigiendo su traducción inglesa, o al mismo Kafka, Nabokov esbozó un bicho que en su opinión representaba fielmente el tipo de insecto imaginado por Kafka.

El veredicto de Nabokov es tajante: nada de cucarachas. «Una cucaracha es un insecto de forma plana con patas grandes, y Gregor es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus patas son pequeñas», explicaba el autor en sus Lectures in Literature, un volumen doble que recoge las lecciones impartidas durante su etapa de profesor en las Universidades estadounidenses de Wellesley y Cornell. «Se aproxima a una cucaracha solo en un aspecto: su coloración es marrón. Eso es todo. Aparte de esto, tiene un tremendo abdomen convexo dividido en segmentos y una espalda redondeada y dura que sugiere estuches de alas», proseguía.

Para Nabokov, era indudable que se trataba de un escarabajo. Y los escarabajos pueden volar. «Curiosamente, Gregor el escarabajo nunca averiguó que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda. (Esta es una observación muy bonita de mi parte para que la atesoréis toda la vida. Algunos Gregors, algunos Fulanos y Menganas, no saben que tienen alas)». Nabokov aportó también la descripción sobre las fuertes mandíbulas de Gregor, que le permitían abrir la puerta cuando se erguía sobre su último par de patas. Y de este gesto, el autor deducía la longitud de Gregor Samsa: unos tres pies, o un metro.

Esta maravillosa lección impartida por Nabokov a finales de los años 40 en la Universidad de Cornell, en la que, naturalmente, también desgranaba los aspectos literarios de La metamorfosis y el universo kafkiano, fue recreada en un cortometraje para televisión rodado en 1989 por Peter Medak (director de Al final de la escalera), con Christopher Plummer interpretando soberbiamente al escritor y profesor. Una transcripción parcial de la conferencia puede encontrarse aquí.

El escorpión marino (euriptérido) 'Jaekelopterus rhenaniae', que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

El escorpión marino (euriptérido) ‘Jaekelopterus rhenaniae’, que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

Pero para concluir este comentario en la línea abierta por Nabokov, y de paso ofrecer algo más de contenido biológico a este post, naturalmente el de Kafka es un escarabajo irreal, semihumano. No solo porque, como concluye la novela, al final Samsa resulta más humano que sus familiares, y estos más Ungeziefer que él. Ni porque Kafka nos relate que el ser abre y cierra los ojos o respira por sus orificios nasales, dos imposibles en los insectos. La profesora de biología Dona Bozzone, del St. Michael’s College, en Vermont (el estado más literario de la Unión), ya aclaró en un curioso artículo que ningún insecto puede alcanzar el tamaño de un perro. «Contrariamente a las imágenes de ciencia ficción de bichos de 50 pies, los cuerpos de los insectos deben ser pequeños», escribe Bozzone. «Si el cuerpo con su exoesqueleto se escalara al tamaño humano, sería tan pesado que incluso piernas y músculos del tamaño adecuado no podrían sostenerlo. Un insecto así no podría moverse». Además, la bióloga aclara que tanto el sistema respiratorio de los insectos –tráqueas en lugar de pulmones– como el circulatorio no sirven para grandes volúmenes corporales.

Con todo, existieron insectos prehistóricos gigantes, lo que algunos paleontólogos relacionan con el hecho de que en épocas antiguas la concentración de oxígeno de la atmósfera era mayor que hoy. En el Pérmico temprano, hace casi 300 millones de años, vivió en Norteamérica una libélula gigante llamada Meganeuropsis permiana que alcanzaba 70 centímetros de envergadura alar y más de 40 centímetros de longitud. Claro que este animal era un enano en comparación con el mayor artrópodo que jamás existió, el escorpión de mar Jaekelopterus rhenaniae, un euriptérido (grupo relacionado con los arácnidos actuales) que vivió hace 390 millones de años y que medía 2,5 metros.

Pasen y vean al pájaro grabadora

Las aves carecen de cuerdas vocales y labios, órganos que los humanos utilizamos para modular nuestra voz y lograr el habla compleja típica de nuestra especie. Pero a cambio, los dinosaurios vivos cuentan con un elemento extraordinariamente versátil llamado siringe, situado en la base de la tráquea, donde esta se bifurca hacia los pulmones. La siringe posee músculos y membranas que las aves emplean para hacer vibrar el aire a su paso. Así, se puede decir que las vocalizaciones de los pájaros son silbidos, pero algunas especies los manejan con tal habilidad que pueden conseguir un repertorio espectacular de sonidos, imitando incluso el habla humana.

El ejemplo clásico son los psitácidos, vulgo loros. Algunos de estos animales llegan a aprender cientos de palabras, preferentemente aquellas que sus dueños pronuncian con mayor énfasis, y este es el motivo por el que parecen especialmente propensos a proferir expresiones malsonantes. Menos conocida es la similar capacidad de otras especies para lograr también emular nuestras palabras, como el estornino común o la urraca, visitantes habituales de nuestros parques y jardines.

En general, los estórnidos y los córvidos se cuentan entre las aves más hábiles a la hora de copiar el habla de los humanos y otros sonidos. Un cuervo parlante que repetía «nunca más» atormentaba al narrador del famoso poema de Poe, y uno de los personajes de Shakespeare fantaseaba con regalarle al rey Enrique IV un estornino que le susurrara al oído el nombre de su mayor enemigo. Mozart fue propietario de un estornino que silbaba alguno de los temas del compositor, y que fue objeto de un aparatoso funeral cuando murió.

Entre las aves que más sorprenden por sus capacidades vocales se encuentran las aves lira, dos especies nativas de Australia nombradas por la semejanza de su cola desplegada con el instrumento musical que, al menos según la leyenda (y la película Quo Vadis), Nerón tocaba mientras contemplaba cómo las llamas devoraban Roma en el verano del año 64. El ave lira, de aspecto y tamaño similares a los faisanes o las perdices, es sin embargo un pájaro, es decir, un miembro del orden Paseriformes que engloba a las aves canoras. Y de hecho, pasa por tener la siringe más compleja de todos los pájaros, lo que le permite emular los sonidos de otras aves, de otros animales e incluso de objetos de lo más variado.

Como ejemplo, he aquí este vídeo del naturalista británico David Attenborough, en el que un ave lira imita a la perfección el canto de otras especies como la escandalosa cucaburra, pero también otros sonidos que ha captado en su entorno, como el click y el motor de una cámara fotográfica, la alarma de un coche y el ruido de una motosierra.

Chook, un ave lira macho del zoo de Adelaida (Australia), se quedó con todo el repertorio de sonidos de una obra cercana, desde los martillazos a la sierra radial, sin olvidar los silbidos de los trabajadores:

Y este otro ejemplar repite lo que parece el sonido de una pistola láser de juguete:

Pasen y vean a la serpiente que caza con araña

De no ser porque existen, nos costaría llegar a imaginar algo como las serpientes. Incapaces de elevar sus órganos vitales sobre el suelo, sin apéndices con los que ayudarse para la locomoción, y sin embargo emplean varios métodos para desplazarse con eficiencia y rapidez, aun utilizando un mecanismo parecido al de comerse los calcetines. Incluso trepan a los árboles con más facilidad que nosotros con nuestras diestras manos.

Para todo ello deben mantener una estructura corporal alargada que les ofrezca puntos de apoyo y capacidad de contrapeso, lo cual es un inconveniente a la hora de alimentarse, porque muchas de sus presas superan en tamaño el diámetro de su cuerpo. No hay problema: basta con expandir las mandíbulas, las costillas y la piel, y así tragar el alimento entero sin que esto les impida respirar.

Para ilustrar lo extrañas y eficaces que son las serpientes a la hora de alimentarse, he aquí un vídeo de una serpiente comedora de huevos africana del género Dasypeltis. Estos reptiles no venenosos están enormemente especializados en un solo tipo de comida, y son el terror de las nidadas de aves. Para animales como nosotros, que podemos atragantarnos hasta la muerte con un simple hueso de pollo, observar cómo este ofidio devora un huevo puede parecernos una tarea agónica y angustiosa, pero para él (o ella) es pura rutina.

El otro vídeo que quiero mostrar presenta a una de las serpientes más estrambóticas que existen. La víbora de cola de araña (Pseudocerastes urarachnoides) es casi una recién llegada a los libros de zoología. El primer ejemplar se descubrió en el oeste de Irán, donde es endémica, en 1968. Los científicos creyeron entonces que una araña estaba descansando sobre la cola de la víbora, pero una inspección más cuidadosa les reveló que no era tal, sino un extraño apéndice que atribuyeron a una caprichosa malformación.

No fue hasta 2006 cuando el examen de un nuevo espécimen permitió confirmar que en realidad la estructura de su cola era un rasgo común de la especie, y esta quedó oficialmente descrita y catalogada. En el estudio, publicado en la revista Proceedings of the California Academy of Sciences, los científicos escribían: «Especulamos que el apéndice caudal puede servir como cebo para las presas de un predador que caza emboscado». Sin embargo, los investigadores no pudieron verificar su hipótesis.

La confirmación llegó en 2009, cuando otro equipo de científicos de Irán y EE. UU. logró capturar un ejemplar vivo y observar sus hábitos de caza en cautividad. Los investigadores introdujeron un pollo en el recinto de la víbora. Y esto fue lo que ocurrió, según escribieron en la revista Russian Journal of Herpetology: «Pudimos observar y filmar el cebo caudal originalmente sugerido por los descriptores de la serpiente. Era muy atractivo y parecía exactamente una araña moviéndose rapidamente». «Después de aproximadamente media hora, el pollo se dirigió a la cola y picó la estructura en forma de perilla. La víbora atrajo la estructura de la cola hacia sí misma, atacó y mordió al pollo en menos de 0,5 segundos. El pollo murió después de una hora».

Pasen y vean cómo un pulpo se ‘materializa’ de la nada

Los pulpos son animales sorprendentes en muchos aspectos. Son posiblemente los invertebrados más inteligentes que existen, superando en capacidades cognitivas a muchos vertebrados. Utilizan herramientas para defenderse y sus ojos son extremadamente sofisticados, muy similares a los nuestros. Siendo animales blandos sin aparente protección contra los predadores, cuentan sin embargo con sistemas muy elaborados como la expulsión de tinta y, sobre todo, el camuflaje.

Podríamos decir que los cefalópodos inventaron el sistema de tinta electrónica antes de que lo hiciéramos los humanos, porque el funcionamiento de un soporte de ebooks y el sistema de mimetización del pulpo tienen bastante en común; en ambos casos se trata de un pigmento que aflora a la superficie y se vuelve visible. En el caso de los cefalópodos, el ingrediente coloreado reside en células especializadas llamadas cromatóforos, que se expanden gracias a un sistema de control formado por nervios y músculos y que pueden conferir al animal una amplia gama de tonalidades. Estos animales pueden cambiar no solo el color de su piel, sino también la textura, controlando el tamaño de unas proyecciones de su piel llamadas papilas.

En el caso de los pulpos y de otros animales que pueden camuflarse activamente en su entorno, parece relativamente sencillo explicar cómo funciona el mecanismo fisiológico que les permite cambiar de color y de aspecto. Pero lo que resulta verdaderamente asombroso, por lo poco intuitivo que parece para nosotros, es cómo el pulpo sabe interpretar los colores y las texturas del paisaje que le rodea para manipular ese mecanismo con la suficiente finura y precisión como para que su presencia pase inadvertida. Esta capacidad cognitiva es realmente algo muy lejos de nuestro alcance e incluso de nuestra comprensión.

Para ilustrar el fenómeno, traigo aquí un vídeo filmado por el submarinista Jonathan Gordon en el Caribe. Según escribe Gordon en su canal de YouTube, «este tipo me cogió completamente por sorpresa […] Me sumergí para observar la concha que podéis ver justo debajo de donde el pulpo aparece y, a medida que me acerqué, el pulpo salió de su escondite. Literalmente no tenía ni idea de que estaba allí hasta que estuve a un metro de distancia».

El guepardo del Sáhara existe (pero quedan 250)

Los grandes felinos están entre los animales que corren mayor peligro de extinción a lo largo de este siglo. Si nos remontamos a épocas prehistóricas, anteriores a la existencia del ser humano, los leones campaban a sus anchas desde el oeste de Norteamérica hasta gran parte de Asia. Poco a poco fueron desapareciendo de la mayor parte de sus territorios primitivos, hasta que en la era actual su distribución quedó restringida a África y Oriente Medio. Entre finales del siglo XIX y principios del XX fueron barridos de sus últimos reductos en Asia y el norte del Sáhara. El león del Atlas o de Berbería, que los romanos empleaban para divertir a las masas en el circo, desapareció del Magreb a comienzos del siglo pasado, y hoy solo sobrevive en cautividad a partir de un clan propiedad de la casa real de Marruecos. Se supone que los ejemplares del zoo de Madrid pertenecen a esta subespecie.

Durante el último siglo, el reino de los leones no ha hecho sino menguar. Actualmente nos quedan poco más de 30.000 ejemplares, frente a los 100.000 que existían hace medio siglo. El pasado año, un estudio revelaba que en toda África occidental apenas sobreviven ya unos 400 ejemplares. Y por desgracia, el tan necesitado desarrollo económico e industrial en África, si algún día llega a despegar, será el tiro de gracia para los leones. Hoy son frecuentes los conflictos entre los grandes carnívoros y las poblaciones locales. Los leones tienen otro factor en contra al tratarse de los únicos grandes felinos sociales, ya que el tamaño de sus clanes revela fácilmente su presencia. Por el contrario, las especies solitarias tienen la posibilidad de refugiarse en grandes espacios naturales alejados de zonas habitadas, lo que ha permitido que en un país tan industrializado como Estados Unidos aún sobrevivan los pumas, quizá incluso una pequeña población de jaguares.

Gato dorado africano (Profelis aurata / Caracal aurata). Imagen de artvintage1800s.etsy.com / Flickr / Creative Commons 2.0.

Gato dorado africano (Profelis aurata / Caracal aurata). Imagen de artvintage1800s.etsy.com / Flickr / Creative Commons 2.0.

Hoy traigo aquí a dos de esos grandes felinos que pugnan por no desaparecer para siempre. La aparición de alguno de estos raros animales en los medios o en las revistas científicas es un motivo de satisfacción a medias, porque al alivio de saber que aún existen se une la inquietud de pensar que tal vez será la última prueba de vida que obtengamos de ellos. El primero es el gato dorado africano (Profelis aurata / Caracal aurata), un primo del caracal que vive enterrado en lo más profundo de las selvas y del cual raramente recibimos noticias. Tan raramente, que ni siquiera sabemos cuántos viven aún, y sus costumbres son casi una página en blanco para nosotros. Hasta hace poco más de una década no existían imágenes del gato dorado africano en libertad. Hace solo 13 años se tomaron las primeras fotografías gracias a una cámara trampa, y poco después se obtuvieron también los primeros vídeos. Lo más curioso es cómo consiguen los investigadores atraer a los felinos a las cámaras trampa. Para ello emplean un cebo de olor, pero no se trata de sangre ni de otro aroma a presa fresca, sino de algo más insospechado: Obsession for Men, de Calvin Klein. Los científicos rocían el emplazamiento de la trampa con este perfume y los felinos acuden atraídos por el olor para ocuparse de reemplazar la extraña firma del señor Klein por la suya propia.

Ahora las mismas organizaciones que publicaron esos primeros documentos, Wildlife Conservation Society y Panthera, han logrado por primera vez fotografiar a los cachorros de esta especie. Y junto a las imágenes se ha difundido también un vídeo en el que se observa a uno de estos felinos tratando de dar caza a un grupo de colobos rojos. La secuencia es tan rápida que el gato apenas llega a distinguirse, entrando en escena vertiginosamente para desaparecer con la misma rapidez. El vídeo ha sorprendido a los propios investigadores, ya que muestra al felino cazando a plena luz del día y a nivel del suelo, dos rasgos de la conducta predadora del gato dorado que contradicen lo que hasta ahora los científicos creían saber.

Guepardo del Sáhara (Acinonyx jubatus hecki). Imagen de Steve Wilson / Flickr / Creative Commons 2.0.

Guepardo del Sáhara (Acinonyx jubatus hecki). Imagen de Steve Wilson / Flickr / Creative Commons 2.0.

El segundo de los felinos que ha resucitado de entre los muertos lo ha hecho en la revista PLOS One, donde un nuevo estudio demuestra que el guepardo del Sáhara (Acinonyx jubatus hecki) sigue vivo, aunque en riesgo crítico de extinción. Empleando también cámaras trampa, los investigadores consiguieron obtener un total de 32 registros de estos animales en una extensión de 2.551 kilómetros cuadrados en el Parque Cultural Ahaggar, en el centro-sur de Argelia. Los científicos calculan la densidad de la especie en una cifra ridícula de entre 0,21 y 0,55 por cada 1.000 km2, y estiman que son necesarios unos 1.000 días de operación de la cámara trampa para tener la casi certeza de capturar una imagen de los felinos. La población total que sobrevive se estima en unos 250 ejemplares.

El estudio ha permitido a los investigadores comprobar que el hábitat desértico de los guepardos del Sáhara les obliga a adoptar costumbres diferentes a las de sus parientes de la sabana: necesitan extensiones de caza mucho mayores, y sus hábitos son nocturnos, quizá para evitar el excesivo calor del desierto o para evitar el contacto con los humanos. No cabe duda de que el guepardo del Sáhara es un auténtico superviviente, pero habrá que ver si resiste a nuestros esfuerzos por eliminarlo para siempre.

«Hubo un tiempo en que no mirábamos a España por su ciencia; eso ya pasó»

Aquí, la cita completa:

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que no mirábamos a España en busca de información avanzada en las líneas puramente científicas; pero ese día ha pasado, y ha surgido en sus instituciones de enseñanza una generación de hombres jóvenes entrenados en los más modernos métodos de observación e investigación, quienes están destinados a dar a este noble pueblo una estatura tan elevada en el reino de la ciencia como la alcanzada por los estudiantes de otras tierras.

Una visión esperanzadora, ¿no es así? Sobre todo cuando su autor es un personaje tan destacado como el insigne paleontólogo y zoólogo William Jacob Holland, antiguo rector de la Universidad de Pittsburgh y después director de los Carnegie Museums de la misma ciudad estadounidense.

Podríamos agradecerle a Holland el elogio, si no fuera porque… falleció hace 83 años. El científico escribió esas palabras el 28 de diciembre de 1914, y fueron publicadas en la revista Science el 5 de febrero de 1915, como parte de una reseña del libro Fauna Ibérica: Mamíferos de Ángel Cabrera Latorre, naturalista del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera (1879-1960) fue una gran figura del naturalismo en lengua española, citado a menudo como el más importante de los zoólogos especializados en mamíferos. Su trayectoria fue tan heterodoxa como la profesión de su padre, obispo protestante. El menor de los siete hijos del pastor se licenció y doctoró en Filosofía y Letras, algo que no le impidió dedicarse por entero al estudio de la naturaleza; una pasión que dejó reflejada en 27 libros y cientos de publicaciones científicas y artículos divulgativos.

Suena a cliché manoseado siempre que se ensalza a una gloria nacional, pero Cabrera fue realmente un adelantado a su tiempo. No se puede calificar de otra manera a alguien que dedicó parte de su obra a la divulgación científica –sin televisión ni blogs era algo más complicado que hoy–, y que en época tan temprana ya alertaba del peligro de la introducción de especies invasoras en los espacios naturales. Viajó y se construyó una carrera internacional con fuertes vínculos en el mundo anglosajón, algo imprescindible hoy, no tan común en la España de entonces. Y por si faltaba algo, ilustraba sus propios libros con preciosos y precisos dibujos a plumilla y acuarelas.

Conseguir una reseña en Science no es cualquier cosa, ni en 1915 ni hoy. La guía de mamíferos ibéricos de Cabrera lo logró, y a cargo de una figura también destacada como Holland. Ignoro si ambos llegaron a conocerse. Holland calificaba el libro de Cabrera como «un modelo a su modo, y una señal del gran avance en las líneas de la investigación científica que se está produciendo en España bajo la sabia e inteligente guía de su iluminado soberano [Alfonso XIII]». El naturalista estadounidense concluía así su artículo: «Entre los jóvenes que están trabajando con éxito en esta dirección, ninguno se eleva más alto que el infatigable y talentoso autor del trabajo que tenemos ante nosotros».

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra 'Fauna Ibérica: Mamíferos' (1914).

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra ‘Fauna Ibérica: Mamíferos’ (1914).

Las palabras de Holland no eran adulaciones vanas; realmente reflejaban lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX. Quiero decir, lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX… hasta que abandonó la biología española. O tal vez la biología española lo abandonó a él. El caso es que en 1925 Cabrera agarró a su familia y se marchó a Argentina. Al parecer los motivos de su emigración no fueron políticos, que tanto aquejaron a la ciencia española del siglo XX –apunte de contexto histórico: dictadura de Primo de Rivera–, sino puramente profesionales. El Departamento de Paleontología del Museo de La Plata necesitaba un nuevo director, y fue nada menos que Ramón y Cajal quien propuso a Cabrera. Se cuenta que le ofrecieron una remuneración muy ventajosa, y allá que se fue.

El mismo año de su partida solicitó la nacionalidad argentina, y allí se quedó hasta su muerte a los 81 años. Para los españoles, Cabrera fue un biólogo español. Para los argentinos, fue un biólogo argentino. Por mi parte, siempre digo que no podemos elegir dónde nacemos, pero sí dónde queremos morir. Y él eligió morir en Argentina. Pero antes de eso siguió dejando allí el rastro de su talento, descubriendo el primer dinosaurio jurásico de Suramérica —Amygdalodon patagonicus— y abriendo brecha en lo que luego serían los ricos yacimientos mesozoicos de la Patagonia.

He querido traer hoy aquí a Cabrera y su reseña en Science porque el caso me parece tristemente irónico. Holland alabó hace cien años la promesa que para el avance de la ciencia española representaba el más brillante de sus biólogos. Pero aquella promesa se truncó cuando España la dejó escapar. Un siglo después, probablemente ustedes han entrado a leer este artículo creyendo que las palabras del título habían sido escritas o pronunciadas hoy mismo. España se mantiene firme en lo suyo: era una promesa científica hace cien años, y lo sigue siendo.

Y el animal más largo del océano es… (pista: ni ballena ni calamar)

Mi hijo RJ viene del colegio con el encargo de buscar una leyenda para llevar a clase. Entre los dos elegimos la del Kraken. Los animales míticos y fantásticos siempre tienen un gancho irresistible para un biólogo, desde los bestiarios medievales que mezclaban observación y ficción hasta el reino de la criptozoología con sus monstruos ocultos. Desde el punto de vista científico, imagino que la posibilidad de la existencia de criaturas imposibles sazona la realidad con un poco de picante, haciendo la naturaleza un poco menos previsible y burocrática. Supongo que es un caso parecido al de Stephen Hawking cuando confiaba en que el bosón de Higgs jamás fuera encontrado; cuando la realidad contradice las predicciones, el problema adquiere un cariz más interesante, ya que obliga a regresar a la pizarra y rehacer los esquemas.

En biología se ha producido alguno de estos casos, como el descubrimiento del celacanto en 1938, un pez que se creía extinguido desde el Mesozoico. Sin embargo, todos los intentos de demostrar la existencia del monstruo del lago Ness o del yeti han fracasado; una pena, ya que la prueba de tales criaturas revolucionaría muchas de las cosas que ahora creemos saber sobre evolución y ecología de poblaciones, y la ciencia necesita revoluciones de cuando en cuando.

En el caso del yeti, recientemente nos hemos llevado la última decepción. En 2014, un equipo dirigido por el científico de la Universidad de Oxford (Reino Unido) Bryan Sykes determinó que el material genético de unos pelos atribuidos al yeti era similar al de un oso polar del Paleolítico que vivió en el archipiélago ártico de Svalbard. El estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, proponía la apasionante hipótesis de que el yeti era en realidad una nueva especie de oso, un híbrido del polar o una variedad coloreada de este. La posibilidad de que en el Himalaya se ocultara un tipo de oso desconocido de origen ártico era un bombón biológico. Pero el yeti se nos ha vuelto a escapar: el próximo febrero, la misma revista publicará una réplica de otros dos investigadores –uno de ellos también de la Universidad de Oxford– que refuta las conclusiones de Sykes y sus colaboradores, proponiendo que en realidad las muestras corresponden simplemente a un oso pardo del Himalaya, una subespecie rara pero conocida. Y que, por cierto, se ha asociado tradicionalmente al mito del yeti.

En el caso del Kraken, cuyo origen más probable es el avistamiento de calamares gigantes por los marinos, a la aureola terrorífica y misteriosa del monstruo se unen sus referencias culturales, ideales para el territorio de las Ciencias Mixtas que me gusta abordar aquí: Alfred Tennyson le dedicó un poema, Poe lo mencionó en su Manuscrito hallado en una botella, y Verne lo consagró en sus 20.000 leguas de viaje submarino. Todo ello sin olvidar que Aviador Dro le dedicó un tema en su mítico Alas sobre el mundo, ni que el monstruo hace una aparición estelar en la saga cinematográfica Piratas del Caribe, lo que resulta ideal para un trabajo escolar.

El Kraken ataca la 'Perla Negra' en 'Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto'. Imagen de Walt Disney Pictures.

El Kraken ataca la ‘Perla Negra’ en ‘Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto’. Imagen de Walt Disney Pictures.

Todo lo anterior, en el fondo, no es más que una digresión de lo que vengo a comentar hoy. Un nuevo estudio publicado ayer en la revista online PeerJ ha comparado los tamaños de las 25 mayores bestias oceánicas, identificando los ejemplares más grandes avistados para cada una de las especies y analizando sus variaciones de talla. Los investigadores dirigidos por el biólogo marino y bloguero de la Universidad de Duke Craig McClain repasan las especies más grandes de cada grupo animal, como la esponja gigante de barril (Xestospongia muta), un porífero caribeño que alcanza los 2,5 metros de diámetro en su base; el isópodo gigante (Bathynomus giganteus), un crustáceo con el aspecto de un bicho bola alienígena de medio metro; el cangrejo gigante japonés (Macrocheira kaempferi), con sus casi cuatro metros de extremo a extremo de las patas; o la almeja gigante (Tridacna gigas), cuyas valvas sobrepasan holgadamente el metro de diámetro. En el palmarés no puede faltar el depredador más temido de los mares, el tiburón blanco (Carcharodon carcharias) con sus siete metros, y uno de cuyos mayores ejemplares conocidos fue capturado en 1969 cerca de la costa de Mallorca.

Gráfico comparativo de las mayores especies marinas de cada grupo. Imagen de McClain et al, PeerJ (2015).

Gráfico comparativo de las mayores especies marinas de cada grupo. Imagen de McClain et al, PeerJ (2015). Versión original aquí.

Por supuesto, el estudio incluye los parientes reales del Kraken: el pulpo gigante del Pacífico (Enteroctopus dofleini), cuyo ejemplar récord alcanzó los 9,8 metros, y el famoso calamar gigante (Architeuthis dux), con una marca histórica de 17,37 metros de longitud, que en el caso de ejemplares verificados científicamente se reduce a unos considerables 12 metros. Por encima de este gigantesco cefalópodo están los colosos de los mares: el tiburón peregrino (Cetorhinus maximus), con 12,27 metros, el tiburón ballena (Rhincodon typus), el mayor de los peces con 18,8 metros, y los dos mayores mamíferos: el cachalote (Physeter macrocephalus), con 24 metros, y el ganador del mayor número de óscars, al mayor misticeto (cetáceos con barbas), mayor cetáceo, mayor mamífero y mayor animal que ha existido jamás en la Tierra, la ballena azul (o rorcual azul, Balaenoptera musculus), con 33 metros y más de 190 toneladas de peso.

Una medusa melena de león (Cyanea capillata) capturando un ctenóforo (Pleurobrachia pileus). Imagen de USGS / Wikipedia.

Una medusa melena de león (Cyanea capillata) capturando un ctenóforo (Pleurobrachia pileus). Imagen de USGS / Wikipedia.

Sin embargo, ninguno de estos llega al récord de longitud de todos los océanos, que no pertenece a una ballena o un calamar gigante, sino a una medusa: Cyanea capillata, la medusa melena de león gigante. Los autores citan un documento histórico de 1865 que recoge un ejemplar de 2,3 metros de diámetro cuyos tentáculos alcanzaban los 36,6 metros. Según los autores, no existen otras mediciones documentadas de estos cnidarios, que viven en aguas frías y profundas del hemisferio norte, con posibles parientes en las latitudes antárticas.

Como otros monstruos marinos, la medusa cuyos tentáculos semejan la melena de un león también ha inspirado la imaginación humana. En 1926, Arthur Conan Doyle publicó un relato titulado La melena del león en el que su inmortal Sherlock Holmes resolvía un caso de asesinato que finalmente no era tal, sino una muerte accidental causada por la picadura de una de estas medusas. No es necesario ser biólogo para sentir esa fascinación por las criaturas fantásticas. Y aunque la ciencia nos las reviente, seguiremos imaginándolas. En el estudio, los autores citan las palabras de John Steinbeck en su libro Por el mar de Cortez: «Hay alguna cualidad en el hombre que le hace poblar el océano con monstruos, y uno se pregunta si están ahí o no. En un sentido están, ya que continuamos viéndolos… Los hombres realmente necesitan monstruos marinos en sus océanos personales».

¿Puede una serpiente envenenarse a sí misma?

¿Alguna vez se ha preguntado si una serpiente puede morir por su propia mordedura? Incluso si su respuesta es no, es posible que un día llegue a encontrarse asaltado por esta pregunta de boca de sus hijos, presentes o futuros.

Tal vez muchos alegarían que la pregunta es tan absurda que es indigna de ser respondida, lo cual no deja de ser una manera digna de camuflar la propia ignorancia. Los niños, en cambio, que no temen al ridículo, preguntarían algo así de una forma tan natural como lo hacen siempre que plantean este tipo de cuestiones sencillas que dejan a los mayores rebuscando nerviosamente entre sus papeles cual dirigente política interrogada sobre la indemnización de un tesorero corrupto: por qué el cielo es azul, por qué las nubes no se caen, por qué la Luna brilla si es solo un pedazo de roca y las rocas no brillan, o por qué el agua del mar es salada y la de los lagos es dulce. A ver, ¿por qué?

Volviendo a las serpientes, ¿es una pregunta estúpida o no? ¿La respuesta es obvia o no? Las serpientes producen el veneno; por tanto, este ya está dentro de ellas y, sin embargo, no les afecta. Por tanto, la respuesta es no. Pero el veneno de las serpientes que a nosotros sí nos hace daño afecta a mecanismos celulares y rutas metabólicas que están presentes en las serpientes exactamente igual que en nosotros. Por tanto, la respuesta es sí. ¿Cuál demonios es la respuesta buena?

Pueden sentirse aliviados: no es una pregunta estúpida. De hecho, nadie parece tener una respuesta definitiva y universal que se resuma en un sí o un no. Después de hacer una pequeña búsqueda en internet y visitar algunos foros de herpetólogos, llego a la conclusión de que este es un tema de debate incluso para los expertos. Lo cierto es que las serpientes que llevan el apellido «real» se alimentan de otros ofidios venenosos de su región sin sufrir daño, indicando que poseen algún tipo de inmunidad (y/o que el aparato digestivo neutraliza el veneno lo suficiente como para que ningún componente nocivo llegue al torrente sanguíneo). Existe algún caso publicado en internet de mordiscos autoinfligidos con consecuencias graves pero no mortales, lo que sugiere un efecto menos nocivo para el propio poseedor del veneno de lo que sería normal en un animal de su tamaño y peso.

Los investigadores británicos John Mulley y Richard Johnston han emprendido un rastreo exhaustivo de la literatura científica, llegando a la misma conclusión: «Los ejemplos probados de autoenvenenamiento por serpientes venenosas, y especialmente los casos de muerte como resultado de estos eventos, son extremadamente raros, si no inexistentes». «La investigación de la literatura disponible no ha podido identificar ningún ejemplo definitivo de autoenvenenamiento por una serpiente venenosa, aunque tales relatos son prevalentes en internet, donde en apariencia es raro que causen la muerte o daños a largo plazo», añaden los científicos.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El motivo por el que Mulley y Johnston están especialmente interesados en este fenómeno es porque ellos se han topado con un posible caso. Los investigadores estaban criando ejemplares de la víbora egipcia Echis pyramidum, una serpiente venenosa que no alcanza el metro de longitud y que habita en el noreste de África y la península de Arabia. Este pasado verano, Mulley y Johnston tenían una puesta de 13 huevos, de los cuales uno no llegó a eclosionar. Al abrir este huevo, los científicos encontraron una serpiente «muerta, casi totalmente desarrollada, con algo de yema sin absorber», y observaron que curiosamente su mandíbula parecía morder la cola, como en las clásicas pescadillas. Para comprobar si los colmillos horadaban la cavidad corporal, recurrieron a la microtomografía de rayos X, una técnica que permite examinar el ejemplar en alta resolución sin alterar su postura.

El examen reveló a los científicos que los colmillos de la víbora se hallaban replegados en su paladar, y no hincados en su propia carne. «Sin embargo, es posible que se produjera un mordisco y un envenenamiento seguidos por una retirada de los colmillos, donde la causa de la muerte podría ser el resultado del veneno o del trauma físico asociado con el mordisco, especialmente si uno o ambos colmillos se clavaron en algún órgano vital». «Como alternativa, es posible que este animal se ahogara dentro de su huevo después de haberse mordido a sí mismo sin consecuencias fatales y no haya podido o querido liberarse», escriben Mulley y Johnston en un estudio aún no publicado y disponible como prepublicación en la revista online PeerJ.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Así pues, los investigadores no pueden establecer de forma definitiva si se encuentran ante un caso de autoenvenenamiento, por lo que aún seguiremos sin dar una respuesta definitiva a la pregunta. En el siglo pasado hice una tesis doctoral en inmunología. Uno de los aspectos más fascinantes de esta ciencia es la capacidad del sistema inmunitario para diferenciar lo propio de lo no propio. Este mecanismo es el responsable de que podamos responder a una infección, pero también de que nuestro organismo no resulte destruido por el ataque de nuestras propias defensas. El sistema es increíblemente eficaz, pero en ocasiones no es perfecto: algunos microorganismos superan nuestra capacidad de respuesta y nos matan, como en el caso del ébola o la viruela. Y otras veces nuestra inmunidad organiza una reacción innecesaria y excesiva contra agentes inofensivos, como ocurre en las alergias o en las enfermedades autoinmunes.

Es posible, y razonable, que el sistema inmunitario de las serpientes produzca anticuerpos contra su propio veneno. Aunque este se fabrica en glándulas especializadas y no circula por la sangre –el lugar donde se produce la exposición que dispara la respuesta de anticuerpos–, parece que en el suero de estos reptiles se han encontrado anticuerpos contra sus propias toxinas. Esto revela que existe una cierta exposición a su propio veneno, pero también que tal vez esta autoinmunidad les puede servir como protección de urgencia si ocurre un accidente sin que esos anticuerpos bloqueen la acción del veneno, ya que no pueden acceder a las glándulas. Si así es como funciona, el sistema es extremadamente sofisticado; una maravilla evolutiva.

La capacidad del veneno de las serpientes de provocar una respuesta de anticuerpos está sobradamente demostrada. De hecho, es lo que se utiliza para producir los antídotos. El mecanismo es el mismo de las vacunas, pero se utilizan animales tales como caballos, cabras u ovejas, o en algunos casos incluso especies más exóticas como tiburones. Se les inyecta una pequeña cantidad de veneno muy diluido que no les provoca ningún daño, pero que les hace desarrollar un suero hiperinmune contra la toxina. Después se les extrae el suero –una vez más sin dañar al animal–, se purifican los anticuerpos y se preparan como fármaco apto para administración terapéutica en humanos. El proceso es largo, complicado y peligroso, porque requiere ordeñar las serpientes a mano.