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Por qué el coronavirus debería preocupar mucho menos de lo que preocupa

En la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, a la inmensa mayoría del público le interesan, por encima de todo, dos datos: el número de muertes y el porcentaje que esto representa entre quienes se contagian. Son estas dos cifras las que marcan la diferencia entre un asunto de cuarta fila y otro que es tendencia día tras día en las redes, apertura día tras día en telediarios y periódicos, tema dominante de conversación en cualquier reunión y motivo de la histeria colectiva que estamos viviendo.

En el momento de escribir estas líneas, así son los datos: 3.825 fallecidos entre 110.041 contagiados. Si hacemos una sencilla cuenta, obtenemos un 3,4%. Clavado a la mortalidad actualizada hace unos días por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tema cerrado. Punto.

Pero ¿realmente es tan simple?

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

No, no lo es. Hay un primer factor que puede falsear los datos, y que ya hay quienes se han encargado de subrayar. Y es el lag effect, o «efecto retraso». Pensemos, por ejemplo, en el VIH/sida. Imaginemos que nos fijamos en los primeros tiempos del contagio, o en una población en la que el virus acaba de introducirse. Si en un momento determinado se compara la cifra de contagiados con la de fallecidos, el resultado será que la mortalidad del virus es nula, ya que el VIH tarda mucho tiempo en matar (o mejor dicho, tarda mucho tiempo en dejar el organismo mortalmente expuesto a las infecciones oportunistas y tumores). Y sin embargo, sabemos que no es así: la mortalidad del VIH sin tratar excede el 90%.

Es decir, no pueden compararse los enfermos de hoy con los fallecidos de hoy, sino que deben compararse los enfermos de hoy con los fallecidos dentro del tiempo que una enfermedad tarda en matar, una vez que este parámetro sea lo suficientemente conocido. Aunque el aumento del tiempo transcurrido desde el comienzo de un brote va refinando la apreciación de esta medida, solo los resultados globales tras el final de un brote podrán dar datos definitivos.

Si nos atenemos a esto, podríamos tener aún más motivos para alarmarnos, dado que la cifra acumulada de muertes dentro de, digamos, un mes, será aún más abultada que la actual con respecto al número de personas contagiadas en este momento. Pero no nos precipitemos. Existe otro factor que es necesario considerar y cuyo efecto debería ser justamente el opuesto, disipar los temores y reducir el pánico. Y es lo que se conoce como exceso de mortalidad.

Cada día mueren en el mundo unas 150.000 personas, 100.000 de ellas por causas relacionadas con la edad. Muchas de estas personas tenían ya graves problemas de salud y finalmente acaban cayendo víctimas de los efectos, directos o indirectos (como un fallo cardíaco), de alguna infección desafortunada, ya sea la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus. Estas personas han tenido la desgracia de contraer una infección circulante cuando su cuerpo estaba indefenso o menos preparado para combatirla. Y esta infección puede ser la gripe, una neumonía bacteriana o… el coronavirus.

Por lo tanto, el dato más importante de cara al interés del público en general, o al menos el de quienes siguen las cifras de muertes con angustia, no es cuántas personas fallecen con coronavirus, sino cuántas de estas personas habrían continuado viviendo si el coronavirus no se hubiera cruzado en sus vidas. Esto es el exceso de mortalidad: cuánto aumenta el coronavirus la mortalidad en la población respecto a la mortalidad básica habitual. Y esto no lo da la cifra neta de fallecidos ni el porcentaje respecto a los contagiados.

Naturalmente, este es un dato que aún no puede conocerse con precisión y que va construyéndose poco a poco a base de registros y estudios. Pero quizá no estaría de más que organizaciones y autoridades como la OMS explicaran un poco este tipo de cosas cuando se presentan ante las cámaras arrojando a los medios hambrientos la carnaza del 3,4% de mortalidad.

Traigo aquí una referencia de las pocas aún disponibles, y por supuesto no en un medio generalista, que se han preocupado de indagar en esto. Es un artículo en la revista Slate escrito por Jeremy Samuel Faust, médico de emergencias en el Brigham and Women’s Hospital de Boston y profesor de salud pública y políticas de salud en la Facultad de Medicina de Harvard.

«Probablemente estos números aterradores no se sostengan», escribe Faust, en referencia a las cifras oficiales de mortalidad que se están difundiendo. «La verdadera tasa de letalidad de este virus es probablemente mucho menor de lo que sugieren los actuales informes. Incluso algunas estimaciones bajas, como el 1% mencionado por los directores de los Institutos Nacionales de la Salud [de EEUU] y el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, probablemente sobreestiman el caso sustancialmente». «Lo que necesitamos saber es cuántas muertes en exceso causa este virus», resume el experto (cursivas suyas).

Faust utiliza un ejemplo enormemente ilustrativo: el barco Diamond Princess, que estuvo sometido a cuarentena en la costa de Japón después de que se detectara la irrupción del coronavirus. «Un barco en cuarentena es el laboratorio natural ideal –si bien infortunado– para estudiar un virus», escribe el experto. En un caso como este, prosigue, es posible controlar muchas variables que están fuera de control en la expansión de un brote entre la población general. En este último caso, «¿cuántas personas ya estaban hospitalizadas por otra enfermedad amenazante y después contrayeron el virus? ¿Cuántas estaban completamente sanas, contrayeron el virus, y desarrollaron una enfermedad crítica? En el mundo real, no lo sabemos».

Faust apunta, por ejemplo, que la provincia china de Hubei tiene tasas de enfermedades respiratorias superiores a la media nacional en China, «un país donde la mitad de los hombres fuman. ¿Cómo se supone que los médicos podrían determinar cuáles de esas 25 muertes diarias de entre 25.000 se debieron solamente al coronavirus, y cuáles eran más complicadas?».

Faust pone en claro las cifras del Diamond Princess: de las 3.711 personas a bordo, al menos 705 han testado positivas para el virus, «lo cual, considerando el confinamiento, las condiciones y lo contagioso que este virus parece, es sorprendentemente bajo», dice. De ellos, más de la mitad son asintomáticos. «Solo esto sugiere que la verdadera tasa de letalidad del virus es la mitad» de lo que se dice. Hubo seis muertes (hoy ya siete). De lo cual se obtiene una tasa de letalidad del 0,85%. «Podemos asumir que esto es un exceso de mortalidad; no habría ocurrido sin el SARS-CoV-2».

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

El barco Diamond Princess en 2008. Imagen de Bernard Spragg NZ / Flickr / Dominio público.

Pero Faust añade: todas estas muertes ocurrieron en pacientes mayores de 70 años. «Si los números reportados en China se sostuvieran, deberíamos haber esperado [en el barco] unas cuatro muertes de personas menores de 70 años». Es más, el número de fallecidos por encima de 70 años reduce en ocho veces las cifras de mortalidad que se han manejado en China.

Y hay más motivos para continuar disipando pánicos y temores: «Los pacientes [del barco] probablemente estuvieron expuestos repetidamente a cargas virales concentradas». «Algunos tratamientos se retrasaron». Y no hay por qué asumir que todos los pasajeros del barco viajaban libres de enfermedades crónicas. Faust no menciona, pero también es información relevante, que los cruceros son focos habituales de contagios: cada año hay al menos una decena de brotes víricos en cruceros, sobre todo norovirus, que justamente se conoce como el «virus de los cruceros».

Así, concluye Faust, «todo esto sugiere que la COVID-19 es una enfermedad relativamente benigna para la mayoría de la gente joven, y potencialmente devastadora para los ancianos y los enfermos crónicos, aunque ni de lejos tan peligrosa como se ha dicho». Ni Faust ni nadie trata de desdeñar lo que indudablemente es una nueva amenaza para la salud que antes no existía. Pero sí insiste en que las personas sanas que están acumulando mascarillas, alimentos y geles desinfectantes simplemente padecen una «ansiedad mal dirigida», y que estos esfuerzos deben concentrarse en proteger a los ancianos y enfermos, para quienes se deben reservar estos «recursos preciosos y limitados».

En resumen, solo las personas pertenecientes a los grupos más vulnerables deberían preocuparse por este nuevo coronavirus, pero tampoco de cero a cien, sino simplemente como una dosis extra de preocupación añadida a la que ya tienen, o deberían tener, por otras infecciones amenazantes endémicas que circulan habitualmente y contra las que deberían protegerse; por ejemplo, vacunándose contra la gripe. Y por supuesto, lavándose las manos con frecuencia.

De lo contrario, ¿qué ocurrirá cuando nos llegue la próxima epidemia realmente preocupante, como una gripe aviar H5N1, con un 60% de víctimas mortales, o una gripe pandémica como las de 1918 y 2009, mucho menos letales pero que afectaron sobre todo a niños y adultos jóvenes y sanos? ¿Se habrán agotado ya para entonces los cartuchos del apocalipsis?