¿Cuántas muertes por COVID-19 serán aceptables después de la pandemia?

La pregunta que titula este artículo podrá sorprender a algunos, que naturalmente saltarán con una respuesta: ninguna. Pero esto, ni es posible, ni es tampoco lo que los ciudadanos opinan cuando se les pregunta de otro modo más indirecto y sutil.

Antes de esta pandemia, había una causa de gran mortalidad anual ignorada por la mayor parte de la población. La gripe causa miles de muertes cada año: en España, 15.000 en la temporada 2017-18, 6.300 en la 2018-19 y 3.900 en la 2019-20. Recordemos que los accidentes de tráfico se cobran algo más de 1.000 víctimas mortales al año (en 2020 los confinamientos redujeron por primera vez esta cifra por debajo del millar). Las muertes por gripe son entre cuatro veces más –en un año bueno– y casi 15 veces más –en uno malo– que las de la carretera.

Estas muertes causadas por la gripe (para ser precisos, suele hablarse de «enfermedades similares a la gripe») nunca han importado a nadie, entendiendo por «nadie» los medios y el público en general. Han pasado inadvertidas durante años y años. Por supuesto que preocupan a las autoridades sanitarias, los médicos y los científicos. Por supuesto también que cada muerte individual importa a los afectados por ella. Pero mientras que existe en la sociedad una gran preocupación por el cáncer o el alzhéimer, y hasta por la obesidad, en cambio generalmente la gripe se contempla como una molestia menor, un resfriadillo. Muchos de quienes así lo creen probablemente no sabrán, y quizá sea mejor así, que su familiar de edad avanzada y salud delicada no murió porque llegó su hora, sino porque tal vez ellos mismos le contagiaron la gripe que acabó con su vida.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Banco de Sangre del Hospital de Sant Pau, en Barcelona. Imagen de Jordi Play / Wikipedia.

Es así que, cuando al comienzo de la pandemia de COVID-19 algunos científicos –y quienes los escuchan– mantenían una actitud de prudente espera hasta poder determinar si la nueva enfermedad era comparable a la gripe o no, otros –y quienes no escuchan a los científicos– se escandalizaban y ridiculizaban a los primeros. Era simple ignorancia atrevida, porque estas personas no tenían la menor noticia sobre los miles de muertes que causa la gripe cada año. Finalmente resultó que la COVID-19 es más letal que la gripe, pero solo (porque algunos lo vaticinaban mucho peor) entre tres y cinco veces más, según un par de estudios que ya conté aquí.

Como se puede deducir de las cifras citadas, la mortalidad por gripe en cada temporada es muy variable, ya que depende de la agresividad de las cepas dominantes y del éxito de las campañas de vacunación. Pero quedándonos con una franja amplia, podemos decir que, promediando a lo largo de todo el año, cada día mueren de gripe en España entre 10 y 40 personas. Aunque en realidad y teniendo en cuenta que el pico de la temporada de gripe suele abarcar de diciembre a febrero, unos tres meses, durante este periodo mueren por gripe entre 40 y 170 personas al día, muertes a las que jamás se les dedica ni una sola línea en los medios generalistas, salvando el resumen final de la temporada de gripe que apenas ocupa algún titular efímero; jamás hemos visto a ningún medio destacar que ayer fallecieron de gripe 50, o 60, o 100 personas.

Ahora sí se entenderá la pregunta: una vez que podamos dar por terminada esta pandemia, seguirá enfermando y muriendo gente por COVID-19. Como he explicado aquí anteriormente, la idea difundida por las autoridades según la cual el umbral de la inmunidad grupal, si es que es posible alcanzarla, hará desaparecer la COVID-19 por arte de magia, es falsa (sería de esperar que a estas alturas los repuntes de contagios en Reino Unido hubieran servido ya para comprender que se ha difundido una idea equivocada sobre la inmunidad grupal; no parece ser así, a juzgar por los titulares: «¿¿¿Pero qué está pasando en Reino Unido???». Como ya he explicado aquí, la epidemia solo llegará a su verdadero fin cuando la práctica totalidad de la población esté completamente inmunizada, por vacuna o contagio).

Así que volvamos a la pregunta inicial: ¿cuántas muertes por COVID-19 serán aceptables en la era post-pandemia? ¿Aceptaremos un nivel de mortalidad similar al de la gripe, ya que este último nunca ha preocupado lo más mínimo a «nadie», o será hora por fin de dar a las muertes por gripe la importancia que merecen y de concienciar a la sociedad de que las enfermedades infecciosas son una amenaza real, y que no puede hacerse la vista gorda ante miles de muertes al año por enfermedades evitables, ya sea gripe o COVID-19?

La pregunta de cuántas muertes serán aceptables motivaba precisamente un reportaje en Nature el mes pasado. Según su autora, Smriti Mallapaty, los científicos y las autoridades sanitarias están comenzando a discutir sobre cuál será el nivel de riesgo asumible. Y por supuesto, dado que este es un asunto opinable, no todos los expertos están de acuerdo. En países que han actuado de manera muy drástica contra la COVID-19, como Australia –910 muertes– o Nueva Zelanda –26 muertes–, y a los que les ha ido mucho mejor incluso económicamente –ya que han podido volver pronto a la normalidad–, este nivel será más exigente.

Pero dejando de lado un argumento citado en el reportaje que parece evidente, y es que ese nivel aceptable siempre deberá estar por debajo de lo que imponga una saturación a los sistemas de salud, hay dos posturas diferentes: una, esa cifra aceptable de muertes sería aquella similar a la asociada a la gripe, dado que la mortalidad por gripe no causa alarma social, por lo que parece tolerable para la sociedad; dos, debería aprovecharse la lección aprendida de esta pandemia para sensibilizar a la sociedad sobre el problema de la gripe y reducir drásticamente esta mortalidad que hasta ahora a nadie había importado.

Respecto a la segunda postura, en todo el mundo se ha señalado ya cómo las medidas adoptadas contra la COVID-19 han reducido también la mortalidad por gripe y otros virus respiratorios como el sincitial o los coronavirus del resfriado (que también pueden causar neumonías graves en pacientes de riesgo). Pero naturalmente, esto se ha conseguido con medidas que la población quiere quitarse de encima lo antes posible: cierres, confinamientos, limitaciones, mascarillas…

De hecho, las actitudes de la sociedad hacia estas medidas revelan que ya existe una tolerancia a un mayor nivel de riesgo. Al comienzo de la pandemia, en la primavera de 2020, en muchos países se adoptaron medidas muy drásticas con unos niveles de contagio que luego se repitieron en el otoño-invierno de 2020-21, pero a partir de esta segunda oleada ya las restricciones en ciertos países, por ejemplo el nuestro, fueron mucho menos exigentes; había una «fatiga cóvid», y la población ya no deseaba nuevos confinamientos ni otras privaciones. Y esto tuvo su precio. En vidas. Pero el lanzamiento de cadáveres como arma política cesó cuando ambas trincheras ya tenían los suyos propios.

La cuestión es: ¿qué ocurrirá en el futuro? Aunque esta hipótesis aún no cuenta con suficiente aval científico, va pareciendo bastante sugerente que existe una cierta estacionalidad del virus, y que el descenso de los contagios en estos meses no se debe solo a las vacunaciones, sino también a la llegada del buen tiempo, con los factores meteorológicos que afectan a la infectividad viral (temperaturas altas, humedad, radiación UV) y los sociales (más vida al aire libre, menos en interiores), junto quizá con un posible comportamiento estacional de la inmunidad humana que ya comenté aquí el año pasado y que aún no se conoce bien.

Pero es posible que, sin una población inmunizada en su totalidad, los contagios vuelvan a repuntar en otoño, aunque muy probablemente a niveles mucho menores que los del otoño pasado: si desaparecen los posibles beneficios de la estacionalidad y el nivel de riesgo se reduce, por ejemplo, en un factor de 10 por la expansión de la inmunidad, pero a la vez se multiplica por 10 debido al aumento de la interacción social y la desaparición de las restricciones que aún quedan, se comprende que volveremos a la casilla de salida. Y surgirá de nuevo el titular: ¿¿¿Pero qué está pasando??? Y surgirá la pregunta: ¿qué hacemos? Y la respuesta será aún más complicada, porque entonces ya nadie querrá retroceder a lo de antes.

Sería de esperar que entonces se escuchara a la ciencia. Que se impusieran los criterios avalados por la ciencia: que la desinfección de superficies es entre inútil y nociva, que las mascarillas son útiles en interiores pero generalmente prescindibles al aire libre (¿acaso no habría una mejor predisposición a utilizarlas en interiores si se eliminara su inútil uso en exteriores?), que los contagios en exteriores son raros incluso en concentraciones de gente al aire libre y que en estos casos basta con mantener distancias (esto último está llegando ahora como sorpresa para muchos, cuando en realidad es lo que apuntaban los estudios científicos desde los primeros meses de la pandemia, como ya conté aquí).

Pero, por desgracia, esta no ha sido la tónica a lo largo de la pandemia, como las principales revistas científicas han lamentado. Una prueba más de cómo la pandemia ha agrandado la brecha entre ciencia y sociedad, y cómo las ideas pseudocientíficas se imponen sobre las científicas, es la creencia cada vez más extendida en la fantasía de que el virus fue modificado artificialmente en un laboratorio, una corriente que la revista Nature ha calificado de «tóxica» y que, dicen varios expertos, no solo no ayudará a esclarecer el origen del virus, sino que va a dificultarlo debido al enfrentamiento entre los bloques geopolíticos. La ciencia no puede parar esta caza de brujas, porque la ciencia no tiene aparatos de propaganda; es solo un método.

Diversos expertos han apuntado ya las medidas que sí deberían mantenerse una vez que esta crisis se haya aplacado, no solo para reducir al mínimo las futuras muertes por COVID-19, sino también por otras infecciones respiratorias. Ventilar. Controlar la calidad del aire mediante la medición de los niveles de CO2. Quedarnos en casa si tenemos síntomas de gripe o cóvid, evitando todo contacto con otras personas. Y si existe la obligación inevitable de salir de casa cuando tenemos estos síntomas, utilizar mascarilla para no contagiar a otros, ya que esta siempre ha sido y continuará siendo la principal utilidad de las mascarillas.

Como ya se preveía, lo que nos está sacando de esto es la ciencia, esa increíble invención del ser humano que es capaz de crear vacunas en solo unos meses. ¿Por qué ni siquiera esto es suficiente para convencer a todos de que la ciencia debería imponerse a los lastres que no han hecho absolutamente nada por nosotros, la inercia de la sociedad, la pseudociencia y los negacionismos, pero también un abuso estéril y hasta perjudicial del llamado principio de precaución?

Los comentarios están cerrados.