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Esta es la conclusión de la ciencia sobre las flores de Bach (y sobre el efecto placebo)

Decíamos ayer que las flores de Bach vienen a ser la ocurrencia de alguien que se levantó una buena mañana deseando que el universo se comportara según sus deseos. Como quien se levanta antes del amanecer, sale a la calle y se sienta frente a una farola deseando muy fuerte que se apague.

Lo cierto es que finalmente la farola termina apagándose. Pero no porque uno lo desee muy fuerte (correlación no significa causalidad). Del mismo modo, aparentemente hay quienes prescriben las flores de Bach acogiéndose a ese famoso motivo: «a mí me funciona». Pero no, no funciona; la farola se apaga porque está programada para ello.

Tomemos, por ejemplo, un artículo publicado en 2014 en la Revista de Enfermería, editada en Barcelona. El trabajo describe el tratamiento de un herpes zóster en un hombre de 78 años. Las dos autoras le administraron un tratamiento con flores de Bach, observando que “las lesiones se curan en un período relativamente corto de tiempo y se mejora la ansiedad que presentaba el paciente ante su estado de salud, todo ello con una gran implicación de este y su familia en el proceso de curación”. Alguien podría leer el artículo y defender que las flores de Bach funcionan porque lo dice un «estudio científico».

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Salvo que no es un estudio científico: un solo paciente, sin grupo de estudio, sin aleatorización, sin doble ciego, sin controles, sin placebos, sin análisis estadístico. Quien esgrimiera este caso como «estudio científico» solo estaría demostrando no saber qué es un estudio científico (y esto es habitual en el ámbito de las pseudociencias). En realidad el artículo no demuestra que las flores funcionen, ni que no funcionen; no demuestra absolutamente nada. Es solo una anécdota (técnicamente, un case report); un amimefuncionismo.

Mientras no haya demostración en contra, probablemente el efecto placebo y la regresión a la media –la mejora espontánea después de un pico en los síntomas, que es cuando se suele acudir al médico y suelen administrarse los tratamientos– expliquen perfectamente tanto la sensación subjetiva del paciente como la evolución de la enfermedad, sin necesidad de recurrir a la magia.

Y hay algo que quizá les sorprenda. Las autoras hablaban de la «gran implicación del paciente». O mucho me equivoco, o puede entenderse que se refieren a la voluntad de curarse, de luchar mentalmente contra la enfermedad… Probablemente las autoras del artículo han creído necesario destacarlo porque creen que este es un factor decisivo en el proceso de curación. Es una idea bonita pensar que la voluntad obra milagros. Que uno se cura mejor si lo desea fuertemente. Pero como vamos a ver, la ciencia disponible no avala esta creencia.

Para obtener una valoración científica real de los posibles efectos de las flores de Bach o de cualquier otro tratamiento es necesario recurrir a ensayos clínicos controlados, que a su vez se reúnen en metaestudios, o revisiones sistemáticas de diversas pruebas rigurosas para extraer conclusiones estadísticamente válidas.

Y cuando esto se aplica a las flores de Bach, no hay sorpresas: en 2002, una revisión sistemática de todos los ensayos válidos realizados para diferentes trastornos concluía: “La hipótesis de que los remedios florales se asocian a efectos más allá de una respuesta placebo no está avalada por los datos de los ensayos clínicos rigurosos”. Otra revisión sistemática de 2009 evaluó sus efectos concretos para el dolor o problemas psicológicos como el trastorno de déficit de atención con hiperactividad. También en este caso la conclusión fue que “no hay pruebas de beneficio en comparación con una intervención placebo”.

Pero hay más: una tercera revisión en 2010 llegaba al mismo veredicto: “Todos los ensayos controlados con placebo fallaron en mostrar eficacia. Se concluye que los ensayos clínicos más fiables no muestran ninguna diferencia entre los remedios florales y los placebos”. También el mismo año, otra revisión más sobre los efectos de la homeopatía y de las flores de Bach resolvía que “el efecto placebo opera de forma significativa en ambos casos“.

En resumen, placebo, placebo y placebo. Parece suficientemente avalado como para aconsejar que no se gaste ni un céntimo más en seguir evaluando clínicamente el absurdo. Pero incluso siendo así, de cuando en cuando se escucha a ciertos profesionales de la salud que defienden la medicina con placebos, en esa creencia de que pueden mejorar el curso de la enfermedad siempre que uno desee lo suficiente curarse.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Sin embargo y por desgracia, nada de esto es cierto. Durante décadas se discutió si los placebos eran capaces de lograr mejoras reales, pero hoy parece sobradamente demostrado que solo ofrecen una sensación subjetiva de bienestar, sin ningún impacto real sobre la evolución de ninguna enfermedad. Lo cual desaconseja su uso en todos los casos: si la dolencia no va a remitir, porque puede distraer de las intervenciones realmente necesarias y eficaces (por ejemplo, muchos pacientes de cáncer sometidos a pseudoterapias abandonan sus tratamientos); y si va a remitir, precisamente por ello.

Pero es necesario añadir también que el placebo no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, y precisamente las flores de Bach han servido para ilustrar este error; estos remedios se han revelado como un buen instrumento para estudiar el efecto placebo, ya que no existe el menor riesgo de interferencia por un efecto terapéutico real. Así, varios estudios (ver aquí, aquí, aquí y aquí) han analizado cómo se manifiesta el efecto placebo en unas personas y en otras en función de distintos factores psicológicos.

Los resultados indican que el efecto placebo de las flores de Bach se asocia en mayor medida con factores como la espiritualidad, que sitúan a ciertas personas en lo que podríamos llamar una onda más cercana a las ideas que inspiran este tipo de remedios; curiosamente, esta conexión importa más que la creencia concreta en esta pseudoterapia o las expectativas de curación.

Es decir, que las personas espirituales, incluso si desconocen previamente las flores de Bach y no tienen una opinión formada respecto a su posible poder curativo, pueden sentir con mayor probabilidad una mejoría subjetiva si se les explica el presunto tratamiento. Por el contrario, la espiritualidad no se asocia a un mayor efecto placebo en el caso de otras falsas terapias psicológicas diseñadas deliberadamente como simulaciones.

En conclusión, tampoco se justifica el uso de estas pseudoterapias en las personas que creen en ellas por el hecho de que vayan a ayudarlas en su lucha mental contra la enfermedad. El placebo no cura, y la fuerza de voluntad tampoco. Curan los fármacos. Incluso a quienes no creen en ellos.

Pero hay enfermedades contra las cuales los fármacos aún no pueden hacer gran cosa. Las personas que nos han abandonado por una enfermedad mortal no tienen la culpa de habernos abandonado porque no desearan lo suficiente quedarse con nosotros, o porque no tuvieran una «gran implicación en el proceso de curación». A ver si lo entendemos de una vez: la culpa de morirse no es del paciente. Es de la enfermedad.

¿Son un placebo los botones de los semáforos?

Recuerdo un cuento de Richard Matheson titulado Button, Button, en el que un extraño ofrecía a una pareja con graves problemas económicos la posibilidad de ganar una gran cantidad de dinero simplemente pulsando el botón de una caja. Pero si decidían hacerlo, alguien a quien ellos no conocían iba a morir. Mientras discutían el dilema moral al que se enfrentaban, la mujer decidía abrir la caja y descubría que estaba vacía; bajo el botón no había ningún mecanismo.

La historia me ha venido a la mente a propósito de un artículo publicado hace unas semanas en el New York Times sobre los botones placebo. A algunos les llegará de sorpresa, a otros no, y muchos siempre lo habrán sospechado: algunos de los botones que encontramos en los ascensores y que sirven para cerrar las puertas, o que en los semáforos nos invitan a pulsar para esperar el verde, o los mandos que regulan el termostato de la temperatura en las oficinas, tal vez sean más falsos que un Mondrian pintado por mi hijo de cuatro años.

Un botón de semáforo. Imagen de Wikipedia.

Un botón de semáforo. Imagen de Wikipedia.

Según escribe Christopher Mele en el diario neoyorquino, en EEUU los botones de cerrar puertas en los ascensores funcionaban hasta 1990. Entonces se aprobó en aquel país una ley de discapacidad que obligaba a dejar un margen suficiente para que las personas en silla de ruedas o con otras dificultades de movilidad tuvieran tiempo suficiente de entrar en los acensores, lo que obligó a deshabilitar los botones de cerrar puertas. Desde entonces, al menos allí, estos pulsadores solo hacen algo si se introduce la llave que usan los empleados de mantenimiento.

Algo similar ocurre con los termostatos de muchas oficinas, que son de pega. Según explica el artículo, el simple hecho de hacer creer a los trabajadores que pueden regular la temperatura para sentirse más a gusto les hace sentirse más a gusto, aunque la manipulación del termostato no tenga ningún efecto real sobre la temperatura. Según una fuente del sector citada por Mele, un falso termostato reduce en un 75% las llamadas a la asistencia técnica.

Este último dato ilustra por qué esta existencia de botones falsos no se contempla como un resto del pasado a eliminar, sino que incluso se continúa fomentando. ¿Y por qué? En 1975, una psicóloga llamada Ellen Langer publicó un célebre estudio en la revista Journal of Personality and Social Psychology en el que acuñaba una expresión, la «ilusión del control». Langer demostraba que muchos jugadores actúan u optan de determinadas maneras porque piensan que eso aumenta sus posibilidades de ganar, cuando en realidad esas acciones u opciones no tienen ningún efecto.

Pensemos en la Lotería de Navidad, ya tan próxima: muchos eligen números que representan fechas concretas, que les resultan significativos o que les parecen «bonitos». Pero en realidad, todos los números del bombo tienen teóricamente la misma probabilidad de resultar premiados.

Esta ilusión de tener el control sobre un resultado que realmente escapa a nuestro poder es también la que justifica la existencia de los botones placebo: como en el caso de los termostatos, resulta satisfatorio pensar que tenemos el dominio de la situación, ya sea regular la temperatura de la oficina, cerrar las puertas del ascensor o detener el tráfico para cruzar la calle. Todo ello apela a lo que los psicólogos llaman el sentido de agencia, el sentimiento de que tenemos control sobre nuestras acciones y sus consecuencias.

El último ejemplo de los que he citado es mi favorito. Uno, como padre responsable, trata de enseñar a sus criaturas a no morir atropelladas, instruyéndoles sobre cómo cruzar la calle en tiempo y forma. Siempre que hay uno de esos botoncitos verdes que dicen «peatón pulse – espere verde», les digo que pulsen. Lo cual hacen encantados, ya que a los niños les chifla apretar botones. Y si piensan que los coches se han parado gracias a ellos, entonces ya no caben en sí de orgullo. Pero uno siempre se pregunta: ¿realmente ese botón hace algo?

Según parece, no hay una respuesta única. El artículo de Mele cuenta que en su día los botones de los semáforos se colocaron con una finalidad genuina, para ayudar a regular el tráfico. Pero con el tiempo, cuando se introdujo el control por ordenador, dejaron de ser funcionales. Según Mele, en Nueva York hoy solo quedan unos pocos que responden a quien los pulsa.

Un estudio publicado en 2013 por investigadores de Microsoft y la Universidad de Michigan enfocaba el estudio de estos artefactos desde el punto de vista de la interacción humano-máquina para acuñar otra expresión: «engaño benevolente», una especie de mentira piadosa que beneficia al usuario. Supuestamente, el hecho de apretar el botón de los semáforos no solo satisface el sentido de agencia, sino que al hacerlo el peatón tenderá a esperar con más paciencia el cambio de semáforo y no se lanzará a tratar de sortear el tráfico en rojo.

Un artículo de la BBC publicado en 2013 explicaba que el sistema informatizado de regulación de tráfico empleado en Reino Unido, llamado SCOOT (siglas de Split Cycle Offset Optimisation Technique), pone los botones en modo placebo durante el día, cuando el tráfico es intenso, y los activa por la noche.

Por otra parte, este trabajo de la ingeniera industrial Emma Holgado nos cuenta que el SCOOT se emplea también en Madrid, lo que nos lleva a una clara conclusión: si viven en Madrid (y supongo que en Barcelona y otras ciudades del país), apretar el botón durante el día no les servirá de nada. Pero háganlo, que los placebos también son eficaces incluso cuando sabemos que lo son. Y si van con niños, no les quiten la ilusión de pensar que son ellos quienes detienen el tráfico. Se sienten casi como superhéroes.