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Un hallazgo en un cometa complica la búsqueda de vida alienígena

¿Cómo puede un descubrimiento en un cometa complicar la búsqueda de vida alienígena? Si les interesa, sigan leyendo.

Tal vez recuerden que hace dos años y medio hasta algunos telediarios abrieron con el primer aterrizaje de un artefacto espacial en un cometa: se trataba de Philae, un módulo separable de la sonda Rosetta de nuestra Agencia Europea del Espacio (ESA). Philae solo pudo operar durante un par de días debido a que su aterrizaje defectuoso lo dejó en un lugar bastante escondido de la luz del sol, pero su breve vida fue suficiente para hacer ciencia muy valiosa. Por su parte, su nodriza Rosetta concluyó su misión en septiembre de 2016 estrellándose contra el objeto de su estudio, el cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Entre los descubrimientos que Rosetta ha aportado al conocimiento, en 2015 los científicos de la misión anunciaron el hallazgo de oxígeno molecular en la atmósfera del cometa. El oxígeno molecular es lo que respiramos, una molécula formada por dos átomos de oxígeno, O2. Y a pesar de que el oxígeno como elemento es uno de los más abundantes en el universo (el tercero, después de hidrógeno y helio), su forma molecular, la respirable, es extremadamente rara, que sepamos hasta ahora. Hasta 2011 no se confirmó por primera vez su existencia fuera del Sistema Solar, y no fue precisamente aquí al lado: en una región formadora de estrellas de la nebulosa de Orión, a unos 1.500 años luz. Posteriormente se ha detectado también en otra zona de formación de estrellas de la nebulosa Rho Ophiuchi.

La rareza del oxígeno molecular estriba en que es muy reactivo, muy oxidante, por lo que tiende a reaccionar rápidamente con otros compuestos y desaparecer en esta forma; por ejemplo, con el hidrógeno para producir agua. Así que, cuando los científicos encontraron oxígeno molecular en el cometa 67P, la reacción lógica se resumía en tres letras: WTF?

La explicación que sugirieron los investigadores de Rosetta era que el oxígeno estaba congelado en el cometa desde su formación, en los tiempos del origen del Sistema Solar, y que se iba liberando por el calor del sol. Sin embargo, la hipótesis fue cuestionada porque incluso en este caso parecía improbable que el oxígeno pudiera haber permanecido intacto, sin reaccionar, durante miles de millones de años.

Ahora, por fin existe una explicación para el oxígeno de 67P, y ha llegado de una fuente inesperada: un ingeniero químico que se dedica a la investigación de nuevos componentes electrónicos. Konstantinos Giapis, de Caltech (EEUU), se dedica desde hace 20 años a cosas como bombardear semiconductores con chorros de átomos cargados a alta velocidad para estudiar las reacciones químicas que se producen.

Cuando Giapis supo del descubrimiento de Rosetta, de repente se dio cuenta de que el cometa podía ser un ejemplo real de los experimentos que él realiza en el laboratorio: el hielo presente en 67P se calienta con el sol, liberando vapor de agua que se ioniza con la radiación ultravioleta solar y se estrella de nuevo a alta velocidad con el cuerpo del cometa por el efecto del viento solar. Cuando estas moléculas de agua chocan contra la superficie de 67P, arrancan átomos de oxígeno que se combinan con el oxígeno del agua para formar O2.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

No es solo una teoría: Giapis lo ha puesto a prueba en su laboratorio, simulando el proceso que tiene lugar en el cometa, y ha demostrado que se produce oxígeno molecular. Así que la presencia de este compuesto en 67P no es una reliquia de la época del nacimiento del cometa, sino una reacción que está ocurriendo ahora para generar oxígeno respirable fresco.

Lo cual nos lleva de vuelta al título de este artículo. Y es que, aunque el estudio de Giapis aporta un interesante hallazgo en el campo de la astrofísica/química, sus repercusiones pueden complicar aún más la búsqueda de firmas de vida en planetas extrasolares: incluso si se detecta oxígeno en la atmósfera de alguno de estos lejanos planetas, ya hay otro mecanismo más que podría explicar su origen sin necesidad de que exista algo vivo allí.

El drama de la búsqueda de vida en el universo es que difícilmente llegaremos jamás a tener una prueba directa, una confirmación absoluta. Todos los intentos de encontrar biología en planetas extrasolares, que cada vez son más (los intentos y los planetas), deben conformarse con buscar indicios indirectos, como señales que no sean fácilmente atribuibles a un fenómeno natural. Los nuevos instrumentos de observación van a facilitar en los próximos años el análisis de las atmósferas de muchos exoplanetas, y con ello será posible sospechar que tal o cual composición atmosférica podría indicar la existencia de vida.

Naturalmente, la más evidente de estas posibles firmas biológicas atmosféricas es el oxígeno. Nunca se ha pretendido que esta fuese una firma definitiva: existen procesos geológicos y químicos que pueden dar lugar a la generación de este gas sin intervención de nada vivo. Por ejemplo, Europa y Ganímedes, dos de las grandes lunas de Júpiter, tienen atmósferas de oxígeno muy tenues, pero allí este gas se forma por la ruptura del agua (H2O) causada por la radiación, o radiolisis.

Sin embargo, con los procesos abióticos (sin vida) de fabricación de oxígeno ocurren dos cosas: primero, no parece fácil que puedan originar enormes cantidades de este gas y sostenidas a lo largo del tiempo. En el caso de la Tierra, el gran inflado de nuestra atmósfera se produjo por la proliferación de microbios fotosintéticos, y si aún hoy podemos respirar es gracias a que seguimos teniendo organismos fotosintéticos.

Segundo, en algunos casos esos procesos requieren condiciones que tampoco son hospitalarias para la vida. Por ejemplo, en planetas muy calientes y próximos a su estrella, la radiación UV de esta puede descomponer el agua. Pero si se encuentra oxígeno en un planeta así, sus propias condiciones hacen muy improbable que exista algo vivo.

En resumen, y aunque detectar oxígeno en abundancia en la atmósfera de un exoplaneta no sería una demostración de vida, sí sería un buen comienzo. O al menos, lo era, hasta el hallazgo de Giapis. Ahora sabemos que hay una manera más de producir oxígeno, que a 67P le funciona muy bien, y en la que no interviene nada parecido a la vida. Desde Caltech ya nos advierten: «otros cuerpos astrofísicos, como planetas más allá de nuestro Sistema Solar, o exoplanetas, también podrían producir oxígeno molecular por el mismo mecanismo abiótico, sin necesidad de vida. Esto puede influir en la futura búsqueda de signos de vida en exoplanetas».

Sin rastro de vida inteligente en más de 6.000 estrellas

Será curioso saber qué artículo despierta mayor interés, si el que publiqué ayer, sugiriendo que la búsqueda de signos de vida extraterrestre pronto podría dar frutos, o este de hoy. Las buenas noticias y las malas tienden a atraerse como los polos opuestos, en sentido puramente electromagnético (nunca he creído en esa aplicación metafórica a los seres humanos; o al menos en mi caso, no funciona así).

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

La mala noticia de hoy es que dos proyectos de búsqueda de señales de vida inteligente, uno en 5.600 estrellas y otro en 692, han concluido con las manos vacías. Nada por aquí, nada por allá. Y les aseguro que no me alegro de ello, pero es otro apoyo más a la hipótesis de que la vida no es un fenómeno común en el universo.

El primero de los proyectos es obra de dos investigadores de la Universidad de California en Berkeley. Nathaniel Tellis y Geoffrey Marcy han emprendido lo que se conoce como SETI óptico; es decir, búsqueda de inteligencia extraterrestre (cuyas iniciales en inglés forman el acrónimo SETI), pero no en forma de señales de radio, sino de pulsos de luz visible.

La idea inspiradora, puramente especulativa, es que una civilización lo suficientemente avanzada podría emplear el láser como un medio de comunicación a grandes distancias, y uno de estos pulsos que cayera en nuestra dirección podría detectarse como un chispazo de luz distinguible del brillo de la estrella.

Los dos investigadores han aplicado un algoritmo a un exhaustivo conjunto de datos recogidos por el telescopio Keck de Hawái entre 2004 y 2016, correspondientes a 5.600 estrellas de la Vía Láctea distribuidas por todo el cielo, en su mayoría hasta una distancia de unos 326 años luz, y de un amplio rango de edades, desde menos de 200 millones de años hasta casi 10.000 millones de años. Para cada estrella, han buscado posibles chispazos en casi todo el espectro de luz visible (todos los colores) y en un radio de hasta decenas de unidades astronómicas (una unidad astronómica, UA, es la distancia media de la Tierra al Sol).

Después de todo ello, esta es la conclusión de los investigadores en su estudio, que se publicará próximamente en la revista The Astronomical Journal: «No hemos encontrado emisiones láser procedentes de las regiones planetarias en torno a ninguna de las 5.600 estrellas». Según los datos actuales disponibles, Tellis y Marcy calculan que este conjunto de estrellas debería albergar unos 2.000 planetas templados de tamaño similar a la Tierra, así que los resultados no son nada alentadores.

El segundo proyecto es el Breakthrough Listen, una de las Iniciativas Breakthrough del programa SETI fundado en 2015 por el físico y magnate ruso Yuri Milner, y que cuenta con la participación del Centro SETI de la Universidad de California en Berkeley. Breakthrough ha celebrado esta semana en la Universidad de Stanford su segunda conferencia anual, donde se han discutido cuestiones como el potencial para la existencia de vida en algunos mundos recientemente descubiertos, por ejemplo Proxima b, el sistema TRAPPIST-1 o el recién llegado LHS 1140b, del que hablé ayer. También se debatió sobre el Breakthrough Starshot, el proyecto de Milner de enviar una flota de minúsculas sondas al sistema Alfa Centauri.

En la conferencia Breakthrough se han presentado las conclusiones del primer año de Listen. El director del SETI en Berkeley, Andrew Siemion, expuso los resultados de la escucha de posibles señales de radio de origen inteligente en 692 estrellas con el radiotelescopio de Green Bank, una instalación histórica para el SETI, ubicada en Virginia Occidental. De todas las señales captadas, los investigadores seleccionaron 11 como las más significativas. Pero el veredicto es claro, o más bien oscuro: «se considera improbable que alguna de estas señales tenga un origen artificial, pero la búsqueda continúa», han declarado los responsables del proyecto.

En resumen, seguimos en blanco, solos y sin compañía. Por supuesto, hay recurso al viejo aforismo: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia. Como no podía ser de otra manera, Tellis reconoció a la revista The Atlantic que el hecho de no haber detectado comunicaciones láser no significa que esas 5.600 estrellas estén desprovistas de vida. «Cada una de esas estrellas podría tener un Nueva York, un París o un Londres, y no tendríamos ni idea», dijo. De hecho, nosotros no enviamos comunicaciones por láser al espacio; si alguien nos estudiara desde allí empleando la misma técnica, no encontraría ningún rastro de nuestra presencia.

Pero no olvidemos que el aforismo es de por sí discutible cuando sirve para encubrir una llamada a la ignorancia. Por poner un ejemplo tan ridículo como claro, es indefendible alegar que la ausencia de pruebas de que hay un dragón invisible en la habitación no prueba que el dragón invisible no esté presente, por mucho que uno desee creer en los dragones invisibles. La vida es muy común en el estanque de mi jardín. Si tomo una simple gota al azar, encuentro al primer vistazo esta diminuta maravilla:

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Que, por cierto, es una alga verde Scenedesmus, una clorofícea colonial que suele formar grupos de cuatro u ocho células, llamados cenobios. Pero en el estanque del universo, ninguna gota de las muchas analizadas hasta ahora de una manera u otra ha revelado absolutamente nada. ¿Es la vida realmente tan común en el universo?

La vida extraterrestre, cada vez más cerca

Durante buena parte del siglo pasado cundía la sensación de que la confirmación de la vida extraterrestre era una fruta madura a punto de caer. Eran los años 60, 70 y 80, cuando el fenómeno ovni estaba en su apogeo y parecía que la prueba definitiva llegaría mañana o pasado. Pero después comenzaron a aparecer las cámaras digitales y los móviles con cámara (que, para los recién llegados, en realidad son anteriores a los smartphones).

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de M. Weiss/CfA.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de M. Weiss/CfA.

Hoy hasta los maasáis de la sabana keniana llevan en el bolsillo una cámara de fotos de alta definición (no es broma); y en contra de lo que muchos habrían previsto, en lo referente a los ovnis seguimos estancados en la misma coyuntura de los tiempos en que una cámara era un bien escaso y rudimentario. Cada día se suben milles de millones de fotos y vídeos a internet, pero ninguno de los 7.500 millones de humanos dispersos por todos los rincones del planeta nos ha mostrado una entrevista con alienígenas recién bajados de un platillo volante, grabada en Full HD con un iPhone no-sé-cuántos-van-ya.

Ya expliqué aquí hace tiempo mis razones para no creer en los ovnis, mal que me pese; y en algún otro medio he contado cómo la ciencia ha ido desmontando uno por uno los presuntos casos de avistamientos más sonados de los últimos años. Pero si lo que piense alguien que tiende al escepticismo puede mover a otros a un escepticismo hacia el escepticismo, la cuestión es que, como conté en un reportaje hace ya ocho años, incluso algunos ufólogos hace tiempo que tiraron la toalla; claro está, aquellos que han sostenido frente al fenómeno ovni una actitud honesta y racional, no quienes tratan de seguir viviendo del cuento a toda costa.

Rescato algunos ejemplos de lo anterior que cité en aquel reportaje. Jenny Randles, ufóloga, escritora y antigua directora de investigación de la British UFO Research Association (BUFORA), reconocía: «ET no aterrizó y el mundo sigue su camino como siempre». Wendy Connors, ufóloga estadounidense, escribió un artículo sobre la «muerte de la ufología». El español Ricardo Campo, investigador crítico del fenómeno ovni, calificaba la ufología como «ciencia abortada», y me contaba a su vez que muchos ufólogos se habían rendido a la evidencia. El ufólogo Vicente-Juan Ballester Olmos también cerraba el ataúd de la ufología: «Lo que no ha ocurrido ya en estos 60 años no creo que vaya a ocurrir en lo sucesivo; el misterio de los ovnis ya está momificado y es labor para historiadores, antropólogos y sociólogos», decía.

Y a pesar de todo, en ciertos programas de televisión continúan desfilando personajes que no hacen sino confirmar aquella idea del genial Carl Sagan: «los casos fiables no son interesantes, y los casos interesantes no son fiables. Desafortunadamente, no hay casos que sean a la vez fiables e interesantes».

Todo lo cual no significa que la creencia en los ovnis haya desaparecido de la calle. De hecho, algún análisis reciente apunta que esta fe, ya que a tales alturas no cabe otra calificación, puede estar remontando desde sus mínimos históricos, tal vez debido a las corrientes culturales cíclicas, y tal vez enmarcada dentro de un fenómeno más general de auge de las pseudociencias y del movimiento anti-Ilustración, algo de lo que ya he hablado aquí.

Pero una cosa es el fenómeno ovni, y otra muy diferente la confirmación de vida extraterrestre. Y respecto a esto último, sí podría decirse, desde un enfoque científico, que la situación actual tiene un cierto sabor a años 60-70: como entonces, hoy se diría que la noticia de que nuestro planeta no es el único lugar habitado del universo parece a punto de caer, aunque los otros puedan ser simplemente organismos simples como hongos o bacterias.

Ya conté aquí hace unos días que por primera vez se ha logrado detectar una atmósfera en un planeta de tamaño y masa similares a la Tierra. En plenas vacaciones de Semana Santa, la revista Science nos sorprendía con un bombazo: Encélado, una luna de Saturno que se postula como uno de los candidatos del Sistema Solar para albergar vida, puede tener fuentes hidrotermales en el fondo de su océano subglacial. Recordemos que hoy muchos científicos se inclinan por la hipótesis de que fue precisamente en este tipo de fumarolas submarinas donde pudo nacer la vida en la Tierra.

Ahora, esta misma semana, la revista Nature publica el hallazgo de un nuevo exoplaneta que uno de sus descubridores, Jason Dittmann, del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (CfA), califica como «el mejor objetivo para la búsqueda de vida más allá de la Tierra». LHS 1140b, que así se llama, es una superTierra de 6,6 veces la masa terrestre y 1,4 veces su diámetro, probablemente rocosa, situada en la zona templada de su estrella, una enana roja a 40 años luz de nosotros.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de ESO/spaceengine.org.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de ESO/spaceengine.org.

Las palabras de Dittmann no solo se justifican por las condiciones propicias del planeta, sino también por las condiciones propicias para estudiarlo: el nuevo planeta transita ante la cara de su estrella desde nuestro punto de vista, algo que no sucede en todos los casos, como por ejemplo en el muy prometedor Proxima b, descubierto el año pasado. Este paso de LHS 1140b delante de su estrella permitirá estudiar la luz que lo roza para determinar si tiene atmósfera, si su composición es apta para la vida, y si podría mostrar alguna firma biológica.

Por último, LHS 1140b cuenta con dos ventajas interesantes frente a otros exoplanetas recientemente descubiertos. A diferencia de la muy cacareada TRAPPIST-1, la estrella LHS 1140 parece tranquila, sin grandes fulguraciones achicharrantes. Y también a diferencia de TRAPPIST-1, la estrella del nuevo exoplaneta parece tener una edad suficiente (según los autores del estudio, por lo menos 5.000 millones de años) como para haber dado margen a un proceso de desarrollo de vida…

…si es que este proceso ha podido llegar a ocurrir alguna vez fuera de la Tierra. Algo de lo que personalmente también me declaro escéptico, por razones que ya he contado aquí y que se resumen en una: si en 4.540 millones de años de edad de la Tierra, y que sepamos, la vida solo ha surgido aquí una única vez, ¿qué parte de este argumento nos incita a dar por supuesto que la aparición de la vida sea un fenómeno frecuente? Pero de verdad, me encantaría tener que reconocer mi equivocación aquí mañana mismo…

Este planeta es lo más parecido a la Tierra que tenemos hoy

La búsqueda de exoplanetas es una fascinante materia de investigación, pero no nos engañemos: sin ánimo de barrer para casa, en último término lo que de verdad interesa a la mayor parte de aquellos a quienes nos interesa, más que si hay casas fuera de la nuestra, es si están habitadas por alguien (más que algo).

Y a este respecto, teniendo como objetivo acertar en un planeta con muy serias y plausibles posibilidades de vida inteligente, las flechas cada vez van acercándose más al blanco, pero todavía sin conseguir un tiro limpio en el centro. Hace algo más de un mes saltaba una noticia que todos los medios recogían con excesivo entusiasmo, gracias al astuto márketing de la NASA que, por otra parte, no era la responsable del descubrimiento. Los siete planetas de la estrella TRAPPIST-1, algunos de ellos templados y posiblemente habitables, se presentaban casi como una probable flecha en el blanco. Incluso Google publicó uno de sus doodles saludando a nuestros nuevos amigos en el espacio.

Doodle de Google sobre el sistema estelar TRAPPIST-1.

Doodle de Google sobre el sistema estelar TRAPPIST-1.

Pero de inmediato el Instituto SETI (uno de los centros que buscan señales tecnológicas de vida inteligente en el universo) se apresuró a aclarar que su observación de TRAPPIST-1 no había detectado ninguna señal. Yo expuse aquí mis razones por las que no creía que aquel sistema fuera el gran hallazgo que estábamos esperando. Y desde entonces, las expectativas sobre TRAPPIST-1 no han hecho más que desinflarse.

Un último estudio hasta hoy revela que la estrella no es tan tranquila como los descubridores del sistema creían inicialmente: a lo largo de 80 días de observación del telescopio espacial Kepler, se han registrado 42 grandes fulguraciones, resplandores que disparan una radiación intensa al espacio. Los investigadores dicen que las fulguraciones de aquella estrella son cientos o miles de veces más potentes que las de nuestro Sol. Y además nosotros estamos protegidos por la magnetosfera terrestre; la conclusión de los científicos es que los planetas de TRAPPIST-1, mucho más cercanos a su estrella que nosotros al Sol, necesitarían campos magnéticos entre cientos y miles de veces más potentes que el nuestro para que la vida pudiera sobrevivir en tales condiciones de bombardeo estelar.

Ilustración de GJ 1132b. Imagen de MPIA.

Ilustración de GJ 1132b. Imagen de MPIA.

Más interesante en cambio, aunque sin el bombo y platillo de la NASA, es un estudio publicado ahora por investigadores europeos que ha detectado por primera vez una atmósfera en un planeta similar a la Tierra. Esta es su ficha: Gliese 1132b, 39 años luz, 1,6 veces la masa de la Tierra, 1,4 veces su radio.

Ya se conocen atmósferas en otros planetas extrasolares. La primera de ellas se describió hace 15 años. Pero dado que el descubrimiento de exoplanetas ha ido refinándose desde los supergigantes gaseosos hasta localizar planetas cada vez más pequeños, también el estudio de atmósferas exoplanetarias puede ahora evaluar objetos más parecidos a la Tierra. Y hasta hoy, GJ 1132b debe ostentar el título del planeta más similar al nuestro, ya no solo por su masa y tamaño, sino por poseer una atmósfera. Una de las posibilidades manejadas por los autores del estudio es que se trate de un mundo acuático con una atmósfera de vapor caliente.

Pero aún no es la flecha en el blanco: la temperatura calculada para su superficie es de 370 grados centígrados. Y no; como ya he contado aquí innumerables veces, no confíen en aquello de «¿pero y si…?». Hay muchas razones biológicas para que a 370 ºC no pueda existir nada vivo.

Sin embargo, GJ 1132b es un paso importante en la dirección correcta. Con toda seguridad, pronto sabremos de un planeta terrestre templado con atmósfera. Pronto sabremos de un planeta terrestre templado con una atmósfera hospitalaria para la vida. Y pronto sabremos de un planeta terrestre templado con una atmósfera hospitalaria para la vida con una posible firma biológica en su composición atmosférica. La meta está cada vez más cerca. Y una vez que encontremos el candidato ideal, habrá muchos esfuerzos de científicos planetarios, astrobiólogos e investigadores SETI volcados en convertir ese futuro presunto planeta en nuestro nuevo lugar favorito del universo.

No se han detectado señales de vida inteligente en TRAPPIST-1

No, no es que los resultados hayan llegado de ayer a hoy. Verán, les explico: la estrella TRAPPIST-1 no ha debutado en este nuevo estudio que ha resonado esta semana por todos los rincones del planeta. Los responsables del trabajo, de la Universidad de Lieja, ya publicaron en mayo de 2016 el hallazgo de tres planetas orbitando en torno a aquel astro, pero han sido observaciones posteriores más precisas las que han desdoblado el tercer planeta en tres y han descubierto dos más, elevando el total a siete, que es lo nuevo publicado ahora.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de ESO/N. Bartmann/spaceengine.org.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de ESO/N. Bartmann/spaceengine.org.

Pero tal vez conviene aclarar que los científicos no acaban de proponer por primera vez el potencial para la vida de las estrellas enanas. De hecho, también orbita en torno a una enana roja Proxima b, el exoplaneta más cercano conocido hasta ahora, que también es el exoplaneta habitable más cercano conocido hasta ahora, cuyo hallazgo es obra del catalán Guillem Anglada-Escudé (declarado por ello uno de los diez científicos estelares de 2016 por la revista Nature) y que sin embargo no recibió tanto bombo y platillo como TRAPPIST-1, a pesar de que su distancia a nosotros es casi diez veces menor. Pero claro, en aquel caso no participó la NASA con su poderosa maquinaria mediática.

Hay alguien que ya desde antes creía en las estrellas enanas frías como las candidatas más prometedoras para albergar vida: se trata de Seth Shostak, director del proyecto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) del Instituto SETI en California. Los científicos SETI apuntan radiotelescopios a multitud de coordenadas precisas en el cielo para tratar de detectar alguna señal de radio que pueda revelar un origen inteligente. Y Shostak lleva tiempo enfrascado en un proyecto de escucha de 20.000 estrellas enanas.

Una de esas estrellas fue TRAPPIST-1, antes de los nuevos resultados del equipo belga. A efectos de SETI, no importa que la estrella tenga tres planetas o siete, o que ni siquiera se conozca si posee alguno; los científicos SETI se saltan este paso y directamente ponen el oído en busca de posibles señales de origen no natural.

Y las noticias no son buenas. En un artículo en la web del Instituto SETI, Shostak escribe: «El Instituto SETI utilizó el año pasado su Matriz de Telescopios Allen para observar los alrededores de TRAPPIST-1, escaneando a través de 10.000 millones de canales de radio en busca de señales. No se detectó ninguna transmisión, aunque preparamos nuevas observaciones».

Por supuesto, los resultados no excluyen por completo la existencia de vida allí, ni siquiera de vida inteligente. Aunque, como comenté ayer, y simplemente desde el punto de vista biológico, esto último es más bien improbable, algo que tal vez no se ha explicado lo suficiente. En un artículo publicado por la NASA como seguimiento de la noticia de los nuevos planetas, se daba por fin voz a una astrobióloga, Victoria Meadows, del Instituto de Astrobiología de la NASA. Meadows sopesaba las posibles condiciones de aptitud para la vida del sistema TRAPPIST-1, pero después de exponer los pros y contras, terminaba aclarando: «aquí estoy hablando solo de moho». En otras palabras: la astrobióloga no se planteaba ni como posibilidad remota la existencia de vida inteligente en aquella estrella.

Por el momento, solo nos queda seguir esperando. Pero al menos estaremos entretenidos: ya se han escrito dos relatos, un poema y un cómic sobre TRAPPIST-1.

Por qué es improbable que haya alienígenas en TRAPPIST-1

El hallazgo es histórico: un sistema de siete planetas templados, todos ellos de tamaño similar a la Tierra, al menos seis de ellos con suelo firme, al menos tres de ellos con la casi garantía de condiciones climáticas adecuadas para la existencia de agua líquida en toda su superficie. Ya conocíamos exoplanetas de talla terrestre, ya conocíamos exoplanetas rocosos y ya conocíamos exoplanetas templados. Pero encontrar todo ello junto multiplicado varias veces significa que el sistema de TRAPPIST-1 es, desde hoy, nuestro nuevo rincón favorito del universo. Y a solo 40 años luz, lo cual es una minucia en distancias cósmicas.

Ilustración de TRAPPIST-1 f. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Ilustración de TRAPPIST-1 f. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Pero vaya una advertencia: ¡por favor, no le atribuyan el descubrimiento a la NASA! Es cierto que la agencia estadounidense ha participado, pero es que actualmente participa de una manera u otra en la casi totalidad de los descubrimientos de exoplanetas, dado que la mayoría de ellos suelen contar con alguno de sus telescopios espaciales.

Al César lo que es del César: el sistema de la estrella TRAPPIST-1 es la criatura de un equipo de astrónomos belgas trabajando con un telescopio belga en suelo chileno, cuyo nombre (el mismo de la estrella) no es casual, como sabe todo el que haya probado la típica cerveza belga trapense (trappist). Por supuesto, ha sido el telescopio espacial de infrarrojos Spitzer de la NASA el que ha permitido desdoblar lo que antes se creía un solo planeta en tres, y descubrir otros dos nuevos. Pero un edificio de Norman Foster sigue siendo de Norman Foster pese a que sea otro quien lo construya.

Los medios ya han ofrecido esta tarde toda la información básica sobre el nuevo sistema solar de bolsillo, con sus siete planetas (como mínimo) apiñados en torno a su pequeña estrella. Yo mismo también lo he contado en otro medio. Pero hay un aspecto que quisiera comentar aquí, y es lo que en el fondo más importa a la mayoría de un descubrimiento como el del sistema TRAPPIST-1: la posibilidad de que haya vida allí. Y cuando la mayoría piensa en vida, piensa en alguien a quien podríamos llegar a saludar, de una manera u otra.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Por supuesto que desde el punto de vista de los astrofísicos y los científicos planetarios aún quedan muchas condiciones por definir antes de que puedan lanzar alguna apuesta sobre la habitabilidad real de aquel sistema. Los responsables del estudio, bajo la dirección del astrónomo de la Universidad de Lieja Michaël Gillon, dijeron ayer martes en una rueda de prensa telefónica organizada por la revista Nature que TRAPPIST-1 es una estrella muy tranquila, sin grandes erupciones solares que puedan arrasar sus planetas con grandes dosis de radiación y pelar sus atmósferas.

Aun así, los científicos estiman que probablemente los planetas de TRAPPIST-1 estén sometidos a una enorme radiación ultravioleta (UV), y este es un claro impedimento para la vida. La luz UV provoca daños celulares que resultan dañinos o letales para los organismos. Los terrícolas contamos con un aliado que nos protege, y que sin duda les sonará: la capa de ozono de la atmósfera.

Pero para protegerse de esta nociva irradiación, los seres vivos también pueden refugiarse a la sombra, ya sea bajo tierra o debajo del agua. Y hay otra interesante posibilidad analizada por Jack T. O’Malley-James y Lisa Kaltenegger, dos investigadores del Instituto Carl Sagan de la Universidad de Cornell (EEUU), en un estudio de próxima publicación, y que bien podría ser aplicable al sistema de TRAPPIST-1: la biofluorescencia.

La fluorescencia consiste en emitir luz después de absorberla, pero de modo que la luz emitida tiene menos energía que la recibida, y por tanto (según una propiedad básica de la luz) mayor longitud de onda. Es decir, que por ejemplo un cuerpo fluorescente recibe luz UV y la convierte en luz visible, anulando así su efecto dañino. La fluorescencia se ha propuesto como un mecanismo de defensa de algunos organismos contra la luz UV aquí mismo, en la Tierra; en concreto, en algunos corales.

Según O’Malley-James y Kaltenegger, y suponiendo que los seres vivos de un lugar como TRAPPIST-1 desarrollaran biofluorescencia como sistema de protección contra el UV, no solo podrían vivir bajo esas condiciones, sino que incluso nosotros podríamos detectar esa luz a distancia, por ejemplo durante fuertes fogonazos de UV por parte de la estrella. Así, la fluorescencia podría ser una biofirma temporal, distinguible de la emitida por los minerales, que podría revelarnos la existencia de vida en un sistema solar lejano.

Según ha informado hoy la Universidad de Cornell, Kaltenegger tiene ahora mismo en revisión otro estudio en el que discute concretamente la posibilidad de existencia de vida en las condiciones de irradiación UV de TRAPPIST-1. Lo esperaremos con impaciencia.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de NASA/JPL-Caltech.

Pero incluso dando todo lo anterior por supuesto, desde el punto de vista biológico hay un enorme impedimento para que en TRAPPIST-1 pueda existir una civilización con la que pudiéramos intercambiar señales cada 40 años: la estrella es demasiado joven.

En la rueda de prensa, Gillon y sus colaboradores explicaron que TRAPPIST-1 tiene unos 500 millones de años. Al tratarse de una estrella de evolución lenta, seguirá ahí cuando nuestro planeta ya no sea ni un recuerdo: mientras que el Sol se encuentra más o menos a la mitad de su vida y pueden quedarle por delante unos 5.000 millones de años, en cambio TRAPPIST-1 vivirá un billón de años, dijeron los investigadores.

Mucho tiempo por delante. Pero muy poco por detrás. Si repasamos los 4.600 millones de años de historia de nuestro Sistema Solar, o lo que sabemos de esos 4.600 millones de años, encontramos que tuvieron que pasar más de 500 millones de años hasta la aparición de las primeras células simples. Y aunque la ventana del comienzo de la vida en la Tierra suele centrarse en torno a los 4.000 millones de años atrás por los indicios químicos hallados, las pruebas fósiles más antiguas no llegan más allá de los 3.700 millones de años.

Durante la mayor parte de la historia del planeta, la Tierra ha estado habitada solo por células individuales. Aunque tampoco sabemos con certeza cuándo aparecieron los primeros organismos multicelulares (las estimaciones pueden variar salvajemente entre los 800 y los 2.000 millones de años), sí sabemos que solo hace 570 millones de años comenzaron a aparecer formas de vida más complejas, como los artrópodos.

Los mamíferos solo llevamos aquí unos 200 millones de años. Y la única especie con capacidad para comunicarse con otras civilizaciones, nosotros, somos unos recién nacidos, con unos 200.000 años de vida. Somos un decimal en la historia de la vida terrestre; este planeta ha tardado casi 4.600 millones de años en alumbrar una especie que, si no fuéramos tan bestias, podría llamarse civilizada.

Pero TRAPPIST-1 no ha tenido tanto tiempo. Si hay algo allí, apenas serán células simples.

Es cierto, se puede objetar que estas cronologías probablemente vienen marcadas tanto por fenómenos geológicos como biológicos: la Tierra recién formada tuvo que enfriarse, sufrir el cataclismo lunar, recuperarse del cataclismo lunar… Pero por desgracia, de los biológicos en realidad sabemos poco. Como aún desconocemos el proceso de la abiogénesis (la transición de la no vida a la vida), sus pasos más limitantes y su probabilidad, o si pudo existir más de un origen de la biología terrestre (segundo génesis), no podemos valorar las posibilidades reales de que la vida pueda seguir otros caminos con cronologías muy diferentes.

Así que debemos atenernos al principio de mediocridad, y suponer que la de la Tierra sería una historia típica, con su evolución geológica y biológica gradual puntuada por grandes catástrofes esporádicas que provocan extinciones masivas. Y no tenemos razones para sospechar que en TRAPPIST-1 no se aplique el principio de mediocridad.

Por otra parte, está también la vieja objeción de suponer la vida tal como la conocemos, y de olvidar que la vida podría existir tal como no la conocemos y por tanto regirse por otros parámetros bien distintos, incluyendo su cronología evolutiva. Pero sin mencionar siquiera que otras bioquímicas alternativas propuestas a veces tienen más de fantasía que de posibilidad real (algo de lo que ya he hablado más extensamente aquí en alguna otra ocasión), hay que tener en cuenta que estamos valorando la habitabilidad del sistema TRAPPIST-1, o de otros exoplanetas en general, por la comparación de sus condiciones con las terrestres. Así que en realidad estamos pensando en la vida más o menos tal como la conocemos.

En otras palabras: nadie ha refutado formalmente la posibilidad de vida exótica extremadamente rara, como la que Robert L. Forward situaba sobre una estrella de neutrones en Huevo del Dragón, y que funcionaba un millón de veces más deprisa que la terrestre. Pero los planetas de TRAPPIST-1 no son estrellas de neutrones, sino planetas parecidos a la Tierra. Y en planetas parecidos a la Tierra la biología debería funcionar de forma parecida a la de la Tierra. Y según la biología de la Tierra, o mucho nos equivocamos, o me temo que imaginar una civilización inteligente en un planeta que aún es un bebé cósmico no es más que pura fantasía.

Quizá ya se encontró vida en Marte, pero quizá nunca lo sepamos

Hace tiempo vi uno de esos espacios televisivos –me resisto a llamarlos documentales– que dicen defender la idea de que los gobiernos poseen y ocultan pruebas de la existencia de vida alienígena. Y digo «dicen defender», porque en realidad no lo defienden; el programa era como un calentón sin sexo: una sucesión de cliffhangers que prometían revelar pruebas después de la publicidad, pero sin llegar nunca a mostrarlas, mientras por la pantalla desfilaba una serie de verdades a medias y especulaciones cien por cien irrefutables, con cero por cien de fundamento.

Primera imagen en color tomada por la Viking 1 en 1976. Imagen de NASA.

Primera imagen en color tomada por la Viking 1 en 1976. Imagen de NASA.

Entre las primeras, contaban lo de aquella famosa imagen (ver más abajo) tomada por el rover Spirit y que mostraba lo que parecía una figura humanoide; pero se olvidaban de contar que, según la escala de la foto, el presunto alienígena medía solo unos centímetros, por lo que como mucho podría ser el Playmobil que se le cayó a un marcianito.

En cuanto a las segundas, contaban también la vieja historia de la famosa «cara» de la región de Cidonia fotografiada por la Viking 1 en 1976 (ver también más abajo). Pero respecto a las nuevas imágenes de esa formación en alta resolución obtenidas en años recientes por otras varias sondas, y que no muestran nada que se parezca ni siquiera al rostro del Hombre Elefante, tenían la explicación oportuna: la cara fue destruida deliberadamente mediante un preciso bombardeo láser (o algo así, pero igual me estoy dejando llevar) para ocultar la verdad.

Y sin embargo, sabemos que todos esos argumentos calan. ¿He dicho ya que la guerra contra las pseudociencias no puede ganarse?

Lo más curioso de todo es que, si los explotadores de estas patrañas se preocuparan por informarse sobre la ciencia real, descubrirían que hay argumentos mucho más interesantes, basados en pruebas auténticas, y que son suficientes para dejarle a uno rascándose la barbilla.

Foto tomada por el rover Spirit mostrando una extraña formación rocosa. Imagen de NASA.

Foto tomada por el rover Spirit mostrando una extraña formación rocosa. Imagen de NASA.

La "cara" de Marte fotografiada por la sonda MRO. En el recuadro, imagen tomada por la Viking 1. Imágenes de NASA.

La «cara» de Marte fotografiada por la sonda MRO. En el recuadro, imagen tomada por la Viking 1. Imágenes de NASA.

Voy a contarles una historia. En 1976, dos sondas consiguieron por fin posarse sobre la superficie de Marte en perfecto estado de funcionamiento, después de varios intentos frustrados. Eran las Viking 1 y 2 de la NASA. Aquellos dos aparatos gemelos eran una apuesta a todo trapo: iban equipados con cuatro experimentos biológicos con el fin de esclarecer a la primera y de una vez si había vida en Marte. Vida microbiana, por supuesto; era ya evidente que de la otra no la había.

Uno de los experimentos de las Viking, el de Liberación Marcada o Labeled Release (LR), consistía en tomar una muestra de suelo y añadirle nutrientes. Si había microbios allí, debían comerse la pitanza suministrada por las sondas y producir a cambio minúsculos eructos de CO2. Gracias a que los nutrientes llevaban carbono-14, el experimento detectaría una posible liberación de este isótopo radioactivo en forma de CO2.

Pues bien, el resultado fue positivo: las dos Viking, las dos, detectaron liberación de CO2 de sendas muestras de suelo en lugares diferentes. Es más: al tratar las muestras con calor para esterilizarlas, la presunta actividad biológica desaparecía.

Aquello habría llenado las primeras páginas de los periódicos del mundo con el titular «Hay vida en Marte», si no hubiera sido por otro resultado contrario. Otro experimento de las sondas llamado Cromatógrafo de Gases –  Espectrómetro de Masas (GCMS, en inglés), destinado a detectar materia orgánica, salió negativo. La ausencia de compuestos de carbono en el suelo de Marte fue una sorpresa para los investigadores. Pero sobre todo, echaba por tierra los resultados del LR: sin materia orgánica, era imposible la presencia de vida.

La conclusión final aceptada por la mayoría de los científicos fue que el resultado del LR era un falso positivo. Pero las explicaciones propuestas no convencieron a todos, y nunca se dio carpetazo definitivo a los experimentos de las Viking.

Así pasaron 38 años, y saltamos hasta 2014. En diciembre de ese año, la NASA confirmaba que el rover Curiosity había realizado «la primera detección definitiva de moléculas orgánicas en Marte». «Aunque el equipo no puede concluir que hubo vida en el cráter Gale [donde el Curiosity hizo su análisis], el descubrimiento muestra que el entorno antiguo ofreció un suministro de moléculas orgánicas reducidas para uso como ladrillos básicos de la vida y fuente de energía para la vida», decía la NASA.

Entrando en detalles: lo que el Curiosity detectó fueron cortas cadenas simples de carbono y cloro, correspondientes a moléculas que en la Tierra no se encuentran de forma natural, sino que forman parte de algunos procesos industriales. Pero los investigadores no estaban seguros de que esos compuestos de cloro se encontraran tal cual en la superficie marciana; dado que en el suelo de Marte se han encontrado anteriormente perclorato, un compuesto de cloro muy oxidante, pudiera ser que las moléculas orgánicas originales no contuvieran cloro (es decir, que fueran moléculas más parecidas a las de los seres vivos), y que este se hubiera unido a ellas durante la reacción dentro del propio experimento del Curiosity.

Este detalle es importante, porque el perclorato podría ser también la causa de la oxidación de los nutrientes de las Viking para producir CO2. Es decir, puede que este no tuviera un origen bioquímico, sino simplemente químico. O en otras palabras, no biológico, sino geológico. De hecho, en realidad las Viking sí encontraron algo orgánico: compuestos simples de cloro con un solo átomo de carbono. Entonces se pensó que era una simple contaminación terrestre de los aparatos, porque aún no se conocía la presencia del perclorato. Pero ahora podría entenderse que aquellas moléculas eran realmente marcianas, fuera su origen biológico o no.

¿Y por qué el Curiosity ha podido detectar lo que las Viking no encontraron? La respuesta es muy sencilla: los instrumentos del Curiosity son más potentes y sensibles. En cambio, el nuevo rover no está equipado con experimentos biológicos. Después de las Viking no ha vuelto a posarse en Marte una sola sonda equipada para detectar vida, por lo que aquellos experimentos nunca han podido repetirse.

Resumiendo todo lo anterior: en 1976, un experimento pareció detectar vida en Marte. El resultado fue descartado porque no se encontró materia orgánica, pero después ese impedimento ha desaparecido. Es más: el pasado diciembre, durante una reunión científica, una investigadora del equipo del Curiosity dijo estar convencida de que las moléculas orgánicas están «por todo Marte». También se han encontrado bocanadas de metano en la atmósfera marciana, un gas que podría proceder de procesos químicos, pero que en la Tierra tiene sobre todo un origen biológico.

Resumiendo el resumen, nos quedan dos posibilidades: o todos los descubrimientos anteriores se deben a un afortunado cúmulo de reacciones químicas, lo cual no es descartable… o realmente hay vida en Marte. Hoy ya nadie podría sensatamente calificar esta opción como imposible. Entre lo simplemente posible y lo muy probable, quédense con lo que prefieran; a día de hoy nadie podrá rebatírselo. Algunos de los investigadores encargados en su día de los experimentos biológicos de las Viking aún siguen defendiendo que encontraron vida en Marte.

Y ahora viene la mala noticia: tal vez nunca lo sepamos con certeza. Actualmente, y hasta donde sé, no hay planificada ni una sola misión a Marte expresamente diseñada para buscar vida. Aún peor: con la puesta en marcha de los protocolos de protección planetaria, ahora se evita específicamente enviar sondas a los lugares donde se cree que pudiera existir vida, para evitar una contaminación de origen terrestre que pudiera llevar a su extinción.

¿Qué nos queda entonces? Obviamente, las misiones tripuladas. Un bioquímico en la superficie de Marte podría dar respuesta en menos de una hora a 40 años de interrogantes. Pero hoy aún es poco creíble que esto vaya a ocurrir en las próximas décadas… a no ser por Elon Musk.

Sin un «segundo génesis», no hay alienígenas

Si les dice algo el nombre del lago Mono, en California, una de dos: o han estado por allí alguna vez, o recuerdan el día en que más cerca estuvimos del «segundo génesis».

Les explico. A finales de noviembre de 2010, la NASA sacudió el ecosistema científico lanzando un teaser previo a una rueda de prensa en la que iba a «discutirse un hallazgo de astrobiología que impactará la búsqueda de pruebas de vida extraterrestre». La conferencia, celebrada el 2 de diciembre, solo decepcionó a quienes esperaban la presentación de un alien, algo siempre extremadamente improbable y que el anuncio tampoco insinuaba, salvo para quien no sepa leer. Para los demás, lo revelado allí era un descubrimiento excepcional en la historia de la ciencia: una bacteria diferente a todos los demás organismos de la Tierra conocidos hasta ahora.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

Coincidiendo con la rueda de prensa, los resultados se publicaron en la web de la revista Science bajo un título breve, simple y atrevido: «Una bacteria que puede crecer usando arsénico en lugar de fósforo». La sinopsis de la trama decía que un equipo de investigadores, dirigidos por la geobióloga Felisa Wolfe-Simon, había encontrado en el lago Mono un microorganismo capaz de emplear arsénico como sustituto del fósforo en su ADN. Lo que para otros seres terrestres es un veneno (su posible papel como elemento traza aún se discute), para aquella bacteria era comida.

Toda la vida en este planeta, desde el virus que infecta a una bacteria hasta la ballena azul, se basa en la misma bioquímica. Uno de sus fundamentos es un material genético (ADN o ARN) formado por tres componentes: una base nitrogenada, un azúcar y un fosfato. Dado que este fue el esquema fundador de la biología terrestre, todos los seres vivos estamos sujetos a él. Encontrar un organismo que empleara un sistema diferente, por ejemplo arseniato en lugar de fosfato, supondría hallar una forma de vida que se originó de modo independiente a la genealogía de la que todos los demás procedemos.

Esto se conoce informalmente como un «segundo génesis», un segundo evento de aparición de vida (que no tiene por qué ser el segundo cronológicamente). Sobre si la bacteria del lago Mono, llamada GFAJ-1, habría llegado a representar o no un segundo génesis, hay opiniones. Hay quienes piensan que no sería así, ya que la existencia de un ADN modificado habría representado más bien una adaptación extrema muy temprana dentro de una misma línea evolutiva.

Para otros, es irrelevante que el origen químico fuera uno solo: dado que la definición actual de cuándo la no-vida se transforma en vida se basa en la acción de la evolución biológica, existiría la posibilidad de que la diversificación del ADN se hubiera producido antes de este paso crucial, y por lo tanto la vida habría arrancado ya con dos líneas independientes y paralelas.

Pero mereciera o no la calificación de segundo génesis, finalmente el hallazgo se desinfló. Desde el primer momento, muchos científicos recibieron el anuncio con escepticismo por razones teóricas, como el hecho de que el ADN con arsénico en lugar de fósforo daría lugar a un compuesto demasiado inestable para la perpetuación genética (este es solo un caso más de por qué muchas de las llamadas bioquímicas alternativas con las que tanto ha jugado la ciencia ficción son en realidad pura fantasía que hace reír a los bioquímicos). La publicación del estudio confirmó las sospechas: los experimentos no demostraban realmente que el ADN contuviera arsénico. Y como después se demostró, no lo contenía.

La bacteria GFAJ-1 del lago Mono resultó ser simplemente una extremófila más, un bicho capaz de crecer en aguas muy salinas, alcalinas y ricas en arsénico. Tenía una tolerancia fuera de lo común a este elemento, pero no lo empaquetaba en su ADN; se limitaba a acumularlo, construyendo su material genético con el fósforo que reciclaba destruyendo otros componentes celulares en tiempos de escasez. Su única utilidad real fue conseguir el propósito expresado en su nombre, GFAJ, formado por las iniciales de Give Felisa A Job («dadle un trabajo a Felisa»): aunque el estudio fuera refutado, le sirvió a Wolfe-Simon como trampolín para su carrera.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Por algún motivo que desconozco, el estudio nunca ha sido retractado, cuando debería haberlo sido. Me alegro de que a Wolfe-Simon le vaya bien, pero desde el principio el suyo fue un caso de ciencia contaminada: no descubrió el GFAJ-1 por casualidad, sino que estaba previamente convencida de la existencia de bacterias basadas en el arsénico, algo que ya había predicado antes en conferencias y que le hizo ganar cierta notoriedad. El siguiente paso era demostrar que tenía razón, fuera como fuese.

Hoy seguimos sin segundo génesis terrestre. Y su ausencia es una razón que a algunos nos aparta de esa idea tan común sobre la abundancia de la vida alienígena. Afirmar que el hecho de que estemos aquí implica que la vida debe de ser algo muy común en el universo es sencillamente una falacia, porque no lo implica en absoluto. Es solo pensamiento perezoso; una idea que cualquiera puede recitar si le ponen en la boca un micrófono de Antena 3 mientras se compra unos pantalones en Zara, pero que si se piensa detenidamente y sobre argumentos científicos, no tiene sustento racional.

Pensémoslo un momento: si creemos que la vida es omnipresente en el universo, esto equivale a suponer que dado un conjunto de condiciones adecuadas para algún tipo de vida, por diferentes que esas condiciones fueran de las nuestras y que esa vida fuera de la nuestra, esta aparecería con una cierta frecuencia apreciable.

Pero la Tierra es habitable desde hace miles de millones de años. Y sin embargo, esa aparición de la vida solo se ha producido una vez, que sepamos hasta ahora. Si suponemos que los procesos naturales han actuado del mismo modo en todo momento (esto se conoce como uniformismo), debería haber surgido vida en otras ocasiones; debería estar surgiendo vida nueva hoy. Y hasta donde sabemos, no es así. Hasta donde sabemos, solo ha ocurrido una vez en 4.500 millones de años.

¿Por qué? Bien, podemos pensar que el uniformismo no es una regla pura, dado que sí han existido procesos excepcionales, como episodios globales de vulcanismo o impactos de grandes asteroides que han cambiado drásticamente las reglas del juego de la vida. Esto se conoce como catastrofismo, y la situación real se acerca más a un uniformismo salpicado con algunas gotas esporádicas de catastrofismo.

Pero si aceptamos que el catastrofismo fue determinante en el comienzo de la vida en la Tierra, la conclusión continúa siendo la misma: si deben darse unas condiciones muy específicas e inusuales, una especie de tormenta bioquímica perfecta, entonces estamos también ante un fenómeno extremadamente raro, que en 4.500 millones de años no ha vuelto a repetirse. De una manera o de otra, llegamos a la conclusión de que la vida es algo muy improbable. Desde el punto de vista teórico, para que la idea popular tenga algún viso de ser otra cosa que seudociencia debería antes refutarse la hipótesis nula (una explicación sencilla aquí).

A lo anterior hay una salvedad, y es la posibilidad de que la «biosfera en la sombra» (un término ya acuñado en la biología) procedente de un segundo génesis fuera eliminada por selección natural debido a su mayor debilidad, o sea eliminada una y otra vez, por muchos génesis que se produzcan sin siquiera enterarnos.

Esta hipótesis no puede descartarse a la ligera, pero tampoco darse por sentada: si en su día la existencia de algo como la bacteria GFAJ-1 no resultaba descabellada, es porque la idea de una biosfera extremófila en la sombra es razonable; una segunda línea evolutiva surgida en un nicho ecológico muy marginal, como el lago Mono, tendría muchas papeletas para prosperar, quizá más que un invasor del primer génesis pasando por un trabajoso proceso de adaptación frente a un competidor especializado. Y sin embargo, hasta ahora el resultado de la búsqueda en los ambientes más extremos de la Tierra ha sido el mismo: nada. Solo parientes nuestros que comparten nuestro único antepasado común.

Si pasamos de la teoría a la práctica, es aún peor. Hasta hoy no tenemos absolutamente ni siquiera un indicio de que exista vida en otros lugares del universo. En la Tierra la vida es omnipresente, y no se esconde. Nos encontramos con pruebas de su presencia a cada paso. Incluso en el rincón más remoto del planeta hay testigos invisibles de su existencia, porque en el rincón más remoto del planeta uno puede encender un GPS o un Iridium y recibir una señal de radio por satélite. Si el universo bullera de vida, bulliría también de señales. Y sin embargo, si algo sabemos es que el cosmos parece un lugar extremadamente silencioso.

Como respuesta a lo anterior, algunos científicos han aportado la hipótesis de que la vida microbiana sea algo frecuente, pero que a lo largo de su evolución exista un cuello de botella complicado de superar en el que casi inevitablemente fracasa, impidiendo el progreso hacia formas de vida superiores; lo llaman el Gran Filtro. Otros investigadores sugieren que tal vez la Tierra haya llegado demasiado pronto a la fiesta, y que la inmensa mayoría de los planetas habitables todavía no existan. Pero también con estas dos hipótesis llegamos a la misma conclusión: que en este momento no hay nadie más ahí fuera.

Pero esto es ciencia, y eso significa que aquello que nos gustaría no necesariamente coincide con lo que es; y debemos atenernos a lo que es, no a lo que nos gustaría. Personalmente, I want to believe; me encantaría que existiera vida en otros lugares y quisiera vivir para verlo. Pero por el momento, aquello del «sí, claro, si nosotros estamos aquí, ¿por qué no va a haber otros?», mientras alguien rebusca en los colgadores de Zara, no es ciencia, sino lo que en inglés llaman wishful thinking, o pensamiento ilusorio.

Claro que todo esto cambiaría si por fin algún día tuviéramos constancia de ese segundo génesis terrestre. Y aunque seguimos esperando, hay una novedad potencialmente interesante. Un nuevo estudio de la Universidad de Washington, el Instituto de Astrobiología de la NASA y otras instituciones, publicado en la revista PNAS, descubre que en la Tierra existió un episodio de oxigenación frustrado, previo al que después daría lugar a la aparición de la vida compleja.

Hoy sabemos que hace unos 2.300 millones de años la atmósfera terrestre comenzó a llenarse de oxígeno (esto se conoce como Gran Oxidación), gracias al trabajo lento y constante de las cianobacterias fotosintéticas. Los fósiles más antiguos de células eucariotas (la base de los organismos complejos) comienzan a encontrarse en abundancia a partir de unos 1.700 millones de años atrás, aunque aún se discute cuándo surgieron por primera vez. Pero si de algo no hay duda, es de que fue necesaria una oxigenación masiva de la atmósfera para que la carrera de la vida tomara fuerza y se consolidara.

Los investigadores han estudiado rocas de esquisto de entre 2.320 y 2.100 millones de años de edad, la época de la Gran Oxidación, en busca de la huella de la acción del oxígeno sobre los isótopos de selenio. La idea es que la oxidación del selenio actúa como testigo del nivel de oxígeno en la atmósfera presente en aquella época.

Lo que han descubierto es que la historia del oxígeno en la Tierra no fue un «nada, después algo, después mucho», en palabras del coautor del estudio Roger Buick, sino que al principio hubo una Gran Oxidación frustrada: los niveles de oxígeno subieron para después bajar por motivos desconocidos, antes de volver a remontar para quedarse y permitir así el desarrollo de toda la vida que hoy conocemos.

Este fenómeno, llamado «oxygen overshoot«, ya había sido propuesto antes, pero el nuevo estudio ofrece una imagen clara de un episodio en la historia de la Tierra que fue clave para el desarrollo de la vida. Según Buick, «esta investigación muestra que había suficiente oxígeno en el entorno para permitir la evolución de células complejas, y para convertirse en algo ecológicamente importante, antes de lo que nos enseñan las pruebas fósiles».

El interés del estudio reside en que crea un escenario propicio para que hubiera surgido una «segunda» biosfera (primera, en orden cronológico) de la que hoy no tenemos constancia, y que tal vez pudo quedar asfixiada para siempre cuando los niveles de oxígeno se desplomaron por causas desconocidas. Pero Buick deja claro: «esto no quiere decir que ocurriera, sino que pudo ocurrir».

E incluso asumiendo que la propuesta de Buick fuera cierta, en el fondo tampoco estaríamos hablando de un segundo génesis, sino de un primer spin-off frustrado a partir de un único génesis anterior; las bacterias, los primeros habitantes de la Tierra, ya llevaban por aquí cientos de millones de años antes del oxygen overshoot. El estudio podría decirnos algo sobre la evolución de la vida, pero no sobre el origen de la vida a partir de la no-vida, la abiogénesis, ese gran problema pendiente que muchos dan por resuelto, aunque aún no tengamos la menor idea de cómo resolverlo.

El universo, ¿lleno de microbios alienígenas muertos?

Poco podía imaginar Ricitos de Oro, cuando allanaba la morada de los tres ositos sin el menor miramiento, que su poco edificante conducta iba a encontrar eco en un campo tan alejado de los cuentos infantiles como la astronomía exoplanetaria.

Ilustración de una exoluna de un exoSaturno gigante. Imagen de Dmytro Ivashchenko / Wikipedia.

Ilustración de una exoluna de un exoSaturno gigante. Imagen de Dmytro Ivashchenko / Wikipedia.

¿Tan alejado de los cuentos infantiles? ¿Realmente el de los exoplanetas habitables es un relato científicamente sólido, o es solo una bonita fantasía?

La niña del cuento llegaba a la casa de los tres ositos, donde descubría tres platos de sopa (creo que en la versión original era porridge, pero dejémoslo mejor en alimentos aptos para el consumo humano). Uno de ellos estaba demasiado caliente, y el otro muy frío. Solo el tercero tenía la temperatura justa. La fábula sirvió a los científicos que buscan planetas fuera del Sistema Solar para definir lo que se llama la zona habitable: dependiendo del tamaño de una estrella y de su intensidad, existe una franja alrededor de ella en la cual un planeta estaría justo a la temperatura necesaria para que exista vida. Bajo este supuesto se han identificado ya numerosos exoplanetas potencialmente habitables.

Pero ¿basta este requisito para suponer la posibilidad de vida? Los científicos planetarios Charley Lineweaver y Aditya Chopra piensan que no.

Lineweaver y Chopra admiten la posibilidad de que la aparición de la vida sea un fenómeno muy frecuente en el universo. Algo con lo que, como ya he contado aquí, no estoy personalmente de acuerdo. El nacimiento de la vida a partir de la no vida tiene dos nombres distintos en biología que se diferencian por su escala temporal: si hablamos de que esto ocurra de hoy para mañana, lo llamamos generación espontánea, algo cuya imposibilidad ya fue demostrada por Pasteur en el siglo XIX; por el contrario, si hablamos de un largo período geológico, lo llamamos abiogénesis, algo que muchos dan por facilísimo.

Es evidente que la escala temporal cambia las cosas: la evolución de las especies, que es la secuela de la abiogénesis, ocurre a lo largo de muchos miles de años, incluso millones. Pero hasta que nadie logre recrear en un laboratorio (o, al menos, en una simulación in silico) un proceso acelerado que pueda replicar lo ocurrido en el primer millardo de años de la historia de la Tierra, no tendremos otra prueba de que esto pueda llegar a suceder sino el hecho de que estamos aquí.

De hecho, la enorme dificultad de llegar a concebir lo que muchos dan como evidente fue lo que llevó a tipos tan listos como Carl Sagan y Francis Crick a sugerir que la vida fue sembrada en este planeta desde otro lugar, fuera cual fuera su (único) origen inicial. Y aunque desde entonces se ha aligerado la dificultad de alguno de los pasos necesarios (ya he hablado aquí del ARN catalítico), la generación espontánea a largo plazo, más correctamente conocida como abiogénesis, continúa siendo para algunos un hueso intelectual que hay que tragarse de través.

Pero en fin, supongamos que sí; que la vida surge. Incluso con esta concesión, gente como Lineweaver y Chopra opinan que de ahí a imaginar alienígenas inteligentes y tecnológicos no hay precisamente una cuesta abajo, sino todo lo contrario, más bien un abismo casi insalvable.

Los dos investigadores ponen como ejemplo nuestros vecinos del segundo y el cuarto: Venus y Marte. En el principio, estos dos planetas eran bastante similares a la Tierra, pero ambos sufrieron sendas catástrofes climáticas: Venus devino demasiado ardiente y Marte demasiado gélido. Y sin embargo, si existieran esos alienígenas inteligentes, desde su lejana estrella considerarían que ambos están dentro de la zona Ricitos de Oro del Sol, tanto como la Tierra.

Lo que Lineweaver y Chopra plantean en su estudio, publicado en Astrobiology, es que la habitabilidad es sólo una fase transitoria en la historia de ciertos planetas, pero que lo normal por defecto es que ese estado se malogre y, aunque haya surgido la vida microbiana, esta acabe desapareciendo. Pudo ocurrir en Venus y Marte; no lo sabemos. Pero sí estamos seguros de que en ninguno de los dos planetas hay nada parecido a algo que podamos llamar gente.

La clave está, según los autores, en que es precisamente la presencia de vida lo único que puede mantener la habitabilidad a largo plazo. La idea ya ha sido propuesta antes, pero aún no ha sido explorada en profundidad. Un planeta necesita unas condiciones de partida favorables, pero si estas no resultan modificadas por una biología con un desarrollo lo suficientemente rápido, el resultado será la catástrofe climática y la vida naciente se marchitará hasta desaparecer.

Los responsables de esta catástrofe, explican Lineweaver y Chopra, son los gases de efecto invernadero. Existe en la naturaleza un fenómeno llamado ciclo de carbono o ciclo de carbonatos-silicatos, al que hoy se presta mucha atención porque está en el centro de la preocupación sobre el cambio climático antropogénico. El CO2 de la atmósfera se disuelve en la lluvia y cae sobre las rocas de silicatos, formándose carbonatos y sílice que llegan al mar y son utilizados por los organismos microscópicos. Una parte de esta comunidad planctónica es engullida en las zonas de subducción de las placas tectónicas, y el magmatismo en el interior de la Tierra produce de nuevo silicatos, que salen por las zonas de crecimiento de placas, y CO2, que regresa a la atmósfera en forma de gas gracias a los volcanes.

El CO2 regresa a la atmósfera por los volcanes. Foto del Kilauea, en Hawái. Imagen de Wikipedia.

El CO2 regresa a la atmósfera por los volcanes. Foto del Kilauea, en Hawái. Imagen de Wikipedia.

Sin embargo, este ciclo no es un sistema cerrado perfectamente armónico. En Venus, las altas temperaturas favorecen la formación de silicatos, lo que eleva el CO2 atmosférico, que a su vez aumenta el efecto invernadero y hace subir las temperaturas; el resultado es un ciclo de realimentación que lleva a la catástrofe climática. En la Tierra, históricamente la formación de carbonatos ha tendido a eliminar CO2 de la atmósfera… hasta que llegó la quema de combustibles fósiles. Pero esa es otra historia.

Los autores del estudio estiman que la Tierra no logró mantener una cierta estabilidad climática hospitalaria para la vida hasta hace unos 3.000 millones de años. Pero el factor determinante para alcanzar este relativo equilibrio fue precisamente la existencia de vida, en tiempo y forma suficientes como para alterar el metabolismo terrestre, evitando los ciclos de realimentación hacia la catástrofe climática y consiguiendo superar así lo que llaman el «cuello de botella gaiano» (Gaia hace referencia a la regulación global del planeta, según la idea originalmente propuesta por James Lovelock y Lynn Margulis).

Lo cual, temen Lineweaver y Chopra, es algo probablemente bastante raro en el universo. «Este cuello de botella gaiano puede ser una mejor explicación para la no prevalencia de vida que el paradigma tradicional del cuello de botella en la aparición de la vida», escriben. Su conclusión es que tal vez el cosmos está lleno de microbios alienígenas, pero que están todos muertos y fosilizados.

Puede ser que Lineweaver y Chopra estén en lo cierto; pero el hecho es que tampoco se ha encontrado todavía una solución al otro cuello de botella, el de la aparición de la vida. Con lo cual, lo único que podemos afirmar es que ahora tenemos no una, sino dos graves dificultades para aceptar ese mantra popular de que el universo rebosa vida.

¿Y si la Tierra sí fuera un lugar especial?

No importa cuántos intentos más de encontrar vida alienígena fracasen. Ni cuántos años más transcurran sin que recibamos, por vía activa o pasiva, una prueba de la existencia de algo vivo que no haya nacido entre los confines de este planeta. Unos siempre seguirán buscando y otros siempre seguiremos esperando; incluso los bioescépticos, como un servidor.

Ningún científico serio entregaría su carrera a la búsqueda del Yeti o del monstruo del lago Ness. Y sin embargo, muchos científicos de intachables credenciales dedican la suya a la búsqueda de algo de cuya existencia, en más de medio siglo de rastreo, hemos logrado acumular tantas pruebas como del Yeti o el monstruo del lago Ness.

No es una crítica a la actividad de búsqueda, que es un imperativo del conocimiento (y para quienes prefieren el oscurantismo, conviene aclarar que hoy se sostiene con fondos privados). Pero sí al sesgo que se asocia a la actividad de búsqueda. Hubo un tiempo no lejano en que muchos negaban la posibilidad de vida alienígena por una cuestión de fe: no podía haber otros seres en el universo porque la Biblia no decía nada de ello, y era imposible que cometiera semejante omisión. Hoy se tiende a pensar lo contrario en la creencia de que hay un argumento científico para ello, pero lo cierto es que continúa siendo una cuestión de fe. Lo explico.

La 'canica azul', imagen de la Tierra tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

La ‘canica azul’, imagen de la Tierra tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

El argumento científico es la aplicación del llamado principio de mediocridad, según el cual algo elegido al azar entre muchos tenderá con mayor probabilidad a ser un representante promedio de esos muchos. Cuando Copérnico mostró que la Tierra no era el centro del universo, comenzó a barruntarse la idea de que nuestro planeta no es un lugar especial, y que por tanto debe de ser uno más entre una infinidad de otros similares. Lo cual lleva a suponer que la vida, e incluso lo que Carl Sagan llamaba “el equivalente funcional del ser humano”, son comunes en el universo.

El principio de mediocridad suele ser un argumento apoyado por los astrofísicos. Y curiosamente, ellos se enfrentan a la necesidad de explicar por qué, de hecho, todo nuestro universo sí es un lugar especial: muchos cosmólogos encuentran chocante que una serie de constantes físicas del universo, que en principio podrían adoptar cualquier valor aleatorio, se sitúen exactamente en la estrecha ventana que permite la existencia de materia y, por tanto, de vida. Este llamado “ajuste fino del universo” asusta a algunos científicos, porque para ellos abre la puerta a la defensa de que existe un diseño inteligente del universo.

Por mi parte, sospecho que en la negación del ajuste fino por este motivo existe un sesgo intelectual; un científico nunca debería oponerse a una hipótesis por otros motivos que los científicos, y no por el hecho de que no le guste. Y sospecho también que es este mismo sesgo, por igual motivo, el que suele llevar a la defensa de que la vida es omnipresente en el universo. Es decir, es una cuestión de fe, no de ciencia.

Pero es que, en realidad, el ajuste fino puede explicarse por causas perfectamente naturales. Nuestro universo puede ser simplemente uno entre una infinidad de otros muchos que existen o han existido, con todos los rangos posibles de los parámetros físicos que en esos otros muchos casos han dado lugar a universos abortados, sin materia o sin vida. Simplemente, el nuestro tuvo más suerte, y por eso estamos aquí, precisamente en este universo que sí tiene algo de especial.

Lo mismo puede aplicarse a la Tierra. Según el principio de mediocridad, no podemos negar que en el universo habrá un número inmenso de planetas muy semejantes al nuestro, con similares condiciones de partida. Pero entre eso y afirmar que en todos ellos es inevitable que surja la vida se interpone la suposición de que este es un proceso determinista. Y eso ya no es mediocridad, sino más bien todo lo contrario, negar toda la amplísima gama de muchas otras opciones que no llevan a la vida.

Bajando a lo concreto: la aplicación de todo esto a la existencia del ser humano la expone estupendamente el científico planetario australiano Charley Lineweaver en esta charla TEDx. Lineweaver explica lo que llama “la falacia del planeta de los simios”, y es esa suposición a la que me he referido antes de que en todo planeta habitado la evolución conduce a ese “equivalente funcional del ser humano” del que hablaba Sagan. El científico explica que esos otros experimentos de evolución separada también se han dado aquí, en la propia Tierra, y no han llevado a la aparición de una especie inteligente como nosotros. Por ejemplo, uno de esos experimentos se llama Australia.

Pero es que lo mismo se aplica a toda la aparición y la evolución de la vida. Cuando se dice que la vida ha surgido en la Tierra, y que por tanto debe de haberlo hecho en otros muchos lugares, suele olvidarse una pregunta esencial. Sí, la vida surgió en la Tierra.

¿Pero por qué solo una vez?

En los comienzos de la biología, y si la aparición de la vida era tan inevitable, esta debería haber surgido de forma independiente en innumerables lugares de la Tierra. Y sin embargo, no tenemos motivo para pensar que la vida surgió más de una vez. Por el contrario, sí los hay para suponer que toda la vida terrestre actual desciende de un único origen entre quizá miles de millones de intentos fracasados en nuestro propio planeta.

Por ejemplo, uno de estos argumentos es la llamada quiralidad de las moléculas biológicas. Las moléculas pueden tener dos configuraciones simétricas, como los dos guantes de un par. Ambas son equivalentes; es decir, que pueden funcionar igualmente. Pero no son intercambiables; o sea, que una vez elegida una opción, no hay vuelta atrás: para que los procesos biológicos funcionen, debe mantenerse la misma configuración. Resulta que en la naturaleza todos los aminoácidos biológicos tienen una de estas dos configuraciones posibles, la llamada levógira (giro a la izquierda), mientras que los azúcares son dextrógiros (giro a la derecha).

¿Y por qué no al revés?

Si la vida hubiera surgido varias veces de forma independiente en la Tierra, y aunque (lo cual es mucho suponer) en todos los casos se llegara inevitablemente a las mismas soluciones biológicas, como ADN, ARN y proteínas, por simple azar algunos de esos inicios de vida habrían elegido aminoácidos dextrógiros y azúcares levógiros. Con lo cual, hoy tendríamos seres vivos de ambos tipos. Pero no es así. Ni se ha encontrado jamás un organismo terrestre que utilice opciones bioquímicas tan radicalmente distintas como para invitarnos a suponer que surgió de un origen independiente. Con lo que hoy sabemos, la hipótesis más razonable es que la vida nació una sola vez en la Tierra, en un único charco o incluso una gota de agua, entre otros billones de gotas de agua.

Mañana contaré un nuevo estudio firmado por Lineweaver que aporta una interesante teoría sobre qué podría hacer a la Tierra mucho más especial de lo que pensamos; incluso muy diferente a muchos otros planetas descubiertos que se suponen potencialmente habitables.