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Una droga y un veneno, ¿el origen de la vida?

La gran pregunta entre las grandes preguntas de la biología es cómo comenzó la vida en la Tierra. Desde los tiempos en que los biólogos evolutivos comenzaron por primera vez a buscar una explicación natural a este inmenso misterio, la respuesta a este conundrum ya no solo atañe a la comprensión de nuestro propio origen, sino a la posibilidad de que haya alguien más por ahí fuera rascándose su alienígeno coco al respecto de la misma pregunta.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Como ya he comentado aquí anteriormente, la famosa ecuación de Drake, la que arroja una serie de términos para estimar el número de civilizaciones con capacidad de comunicación interestelar en nuestra galaxia, es un interesante ejercicio de especulación para la reflexión planteado por un físico. Se trata de un producto de varios términos, entre los cuales algunos conciernen a la física y tienen una posibilidad de estimación real; por ejemplo, la fracción de estrellas que contienen planetas.

Pero uno de esos términos, designado fl, expresa la fracción de planetas que desarrollan vida. Y sobre esto no tenemos ni la más mínima puñetera idea. Si es cero, el resultado final de la ecuación es cero. Sabemos que no es cero porque nosotros estamos aquí; pero bien podría ser algo tan próximo a cero que el resultado final fuera uno, es decir, nosotros y punto.

Resumiendo; para un biólogo, la ecuación de Drake es una tautología: estima la vida alienígena a través de un término que estima la vida alienígena. Este término no es una variable, sino la incógnita. ¿Para qué sirve entonces la ecuación de Drake?, se preguntarán.

Lo cierto es que Drake, un tipo muy lúcido, jamás ha pretendido que su ecuación se tomara al pie de la letra –como a menudo hace la divulgación popular– para calcular realmente la población alienígena de la Vía Láctea, sino que la propuso como materia de reflexión. Como bien explican aquí los amigos de SETI League, «la importancia de la ecuación de Drake no está en la resolución, sino en la contemplación; no se escribió en absoluto con propósitos de cuantificación»; y añaden con gran acierto que, si algo cuantifica la ecuación de Drake, es solo «nuestra ignorancia».

El motivo de que aún desconozcamos por completo esta fl es precisamente que no sabemos cómo surgió la vida en la Tierra. Y por tanto, aventurar que fl es muy alta o muy baja depende de la intuición personal de cada cual sobre la probabilidad de que las moléculas adecuadas reaccionen espontáneamente en condiciones determinadas para formar unidades de información autorreplicativas que conduzcan a su propagación, que estas unidades de información se traduzcan en funciones biológicas y que estas se individualicen en compartimentos separados autónomos, o células. Nada menos.

Desde hace más de medio siglo, los biólogos han tratado de lograr reacciones químicas en el laboratorio que simulen lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años, cuando la vida en la Tierra comenzó a gestarse. Uno de los primeros, y tal vez el más famoso, fue el que hicieron Miller y Urey en 1952, en el que lograron generar aminoácidos (moléculas orgánicas complejas, los componentes de las proteínas) a partir de fuentes de carbono, nitrógeno e hidrógeno. Pero aún hay mucho camino por recorrer.

Hace casi un año conté aquí un precioso experimento elaborado por investigadores de Georgia Tech (EEUU) que demostró la posibilidad de formación espontánea de cadenas de aminoácidos en condiciones compatibles con las de la Tierra primitiva. La vía de aparición de las primeras proteínas sobre la Tierra es fundamental porque algunas de ellas, las llamadas enzimas, son imprescindibles para la vida. Por ilustrarlo con el primer ejemplo que me viene, las enzimas son como ministros matrimoniales que materializan la unión productiva entre otras proteínas.

Pero hay otra vía esencial sobre la cual los experimentos de Miller-Urey y Georgia Tech no aportan nada: la de los ácidos nucleicos, las moléculas como el ADN y el ARN encargadas de codificar la información, conservarla, perpetuarla y proporcionarla para que las enzimas puedan facilitar los procesos biológicos. Muchos biólogos piensan que el primer ácido nucleico pudo ser, antes del ADN, un ARN, ya que este puede actuar además como enzima. Es decir, el ARN puede ser un dos en uno, lo que simplificaría el proceso necesario para el arranque de la vida.

Pero aún es necesario demostrar cómo podría haberse formado espontáneamente un ARN en la Tierra primitiva. El ARN es una cadena compuesta por unidades llamadas nucleótidos (más concretamente, ribonucleótidos, frente a los desoxirribonucleótidos del ADN). Estos nucleótidos se representan por esas «letras» de las que habrán oído hablar: A, C, G, T. Solo que en el ARN la T, timina (o timidina), se sustituye por U, uracilo (o uridina). Así pues, habría que demostrar la formación de cadenas de A, C, G y U de manera espontánea en un ambiente de laboratorio que emule las condiciones de la Tierra primigenia.

Lo que vengo a contar después de esta larga introducción es que el mismo equipo de Georgia Tech que consiguió ligar cadenas de aminoácidos ha logrado ahora la formación de algo muy parecido a una cadena de ARN. Y los eslabones que han empleado para ello son curiosos: ácido barbitúrico y melamina.

Sin duda les sonará el ácido barbitúrico. No es una droga en sí, pero es el precursor de infinidad de ellas, todas las que terminan en -barbital. Marilyn Monroe, Elvis, Judy Garland y Jimi Hendrix son solo algunas de las numerosas estrellas que se apagaron a causa de estas sustancias. En cuanto a la melamina, tal vez recuerden el terrible caso en 2008 de las muertes de bebés en China por leche adulterada. La melamina es la base de la formica de las cocinas, pero en el organismo reacciona con el ácido cianúrico para formar cristales que se acumulan en el riñón y lo atascan.

Pues bien, resulta que el ácido barbitúrico y la melamina son muy similares a las moléculas que sirven de base a los nucleótidos del ADN y el ARN, de modo que podrían contemplarse como una especie de ancestros químicos de estas moléculas. Pero tienen una peculiaridad: cuando los investigadores los colocan simplemente en agua y en presencia de los componentes necesarios, todos ellos fácilmente presentes en la Tierra primitiva, reaccionan espontáneamente para convertirse en algo muy parecido a los nucleótidos biológicos.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una vez obtenidos estos por separado, ambos se unen para formar uno de esos peldaños típicos que vemos en la escalera del ADN. Después, y también de manera espontánea, los peldaños se ligan unos a otros para crear una doble hélice que recuerda muchísimo a una cadena de ADN, o ARN en este caso. Todo ello por sí mismo, sin intervención de enzimas, y en condiciones que podrían haberse dado perfectamente en los charcos de la Tierra antigua.

Por supuesto, aún sigue habiendo mucho camino por recorrer. Lo que han obtenido los investigadores no es un ARN, sino algo que tiene el mismo aspecto físico y una estructura química muy parecida. Pero el ácido barbitúrico y la melamina aún deberían sustituirse por los nucleótidos biológicos, como adenina y uracilo. Y uno de los coautores del trabajo, Ramanarayanan Krishnamurthy, ha dejado claro: «Es un camino complejo que aún tendríamos que diseñar al menos sobre el papel, y aún no estamos ahí». Pero también añade: «Nos estamos acercando a moléculas que se parecen a lo que pudo ser la vida en sus etapas tempranas».

Como dice el codirector del estudio, Nicholas Hud, «la Tierra temprana era un laboratorio desordenado donde probablemente se producían muchas moléculas como las necesarias para la vida». De este juego de azar depende la fl de la ecuación de Drake que aún no estamos ni cerca de estimar. Pero si la línea de investigación que siguen Hud y Krishnamurthy llegara a demostrar una ruta biológica plausible, podríamos llegar a tener un argumento teórico para sostener que fl es distinta de cero. El hecho de que estemos aquí es un argumento práctico, pero en ciencia un caso anecdótico (nuestra existencia) no basta para justificar una teoría (la existencia de otros).

Y como acabo de caer en que hace tiempo que no les dejo con algo de música, aquí viene Hendrix.

Se busca vida en 20.000 estrellas

A veces sucede que crees en una hipótesis porque te resulta la más razonable, pero no te gusta lo más mínimo. Esto tiene una gran ventaja: siempre ganas. Si la hipótesis resulta correcta, ganas porque estabas en lo cierto. Y si no, también ganas porque en realidad te gustaba más la hipótesis contraria.

Esto es lo que le ocurre a un servidor con la vida alienígena. Me encantaría que existiera, pero no lo creo probable. O al menos, no esa vida con la que podamos sentarnos a tomar un café, o un lo que sea que tomaran ellos, para contarnos nuestras cosas. Como conté ayer a propósito de la endosimbiosis, cuando uno repasa la larga historia evolutiva y comprueba que en lo poco que conocemos de ella hay infinidad de esos desvíos afortunados de los que hablaba, es difícil creer que en el universo pueda repetirse la carambola de casi infinitos sucesos que puede llevar hasta la aparición de vida inteligente, igualmente probables a los que no llevan a ella (y muchos de ellos tal vez igual de óptimos desde el punto de vista de la selección natural).

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

Debo introducir aquí una matización, y es que a veces uno se traiciona a sí mismo por escribir con prisas. Al releer mi artículo de ayer sobre la endosimbiosis, me he percatado de que tal vez he mezclado churras con merinas. Lo cierto es que una cosa es la vida, y otra la vida inteligente. Lo primero no es tan imposible como tal vez daba a entender en aquel artículo. Sí, es posible que en Titán pudieran existir bacterias metanotrofas, o que el océano de Europa pudiera albergar organismos simples quimioautótrofos.

Pero algo muy diferente es la vida inteligente, que requiere de una organización mucho más compleja y una bioquímica óptima. La ciencia ficción ha jugado con muchas bioquímicas alternativas, algunas extremadamente aberrantes y muy interesantes como experimentos mentales. Pero en general no parecen viables, incluyendo la alternativa más popular, la bioquímica del silicio. Pensar en la bioquímica del carbono y establecer el rango de habitabilidad planetaria según parámetros terrestres no es pensamiento terracéntrico, como alegan algunos defensores de la vida omnipresente, sino pensamiento estrictamente científico: como las de la física, las leyes de la biología con las mismas para todo el universo, y por desgracia nadie ha podido simular una bioquímica que funcione tan óptimamente como la del carbono, ni en nuestras condiciones de vida ni en otras muy diferentes.

A veces se tuerce también la interpretación del principio antrópico. Esta idea sostiene que cualquier explicación de la historia del universo debe conducir hasta nosotros, dado que estamos aquí. Pero cuando se aplica a la biología, existe el peligro de caer en el error de pensar que la aparición del ser humano fue producto de la necesidad, y no del azar. Aclaremos que la Tierra no nos necesitaba, y por tanto completar todo ese recorrido no era ni mucho menos inevitable. Como conté hace unos meses en un reportaje, fue el biólogo y filósofo francés Jacques Monod quien hace casi medio siglo se dio cuenta de esto.

Por explicarlo de un modo gráfico, imaginen uno de esos laberintos que las hamburgueserías imprimen en los mantelitos de papel para que los niños se entretengan. Pero ahora multipliquen la extensión del laberinto por, no sé, ¿miles de millones? El comienzo del laberinto es el origen de la Tierra, y la salida somos nosotros, o algo más o menos parecido a nosotros.

Ahora imaginen que ponemos a miles de monos a tratar de resolver el laberinto. ¿Cuántos lo lograrán? Sabemos que uno lo hizo, dado que estamos aquí. Pero incluso en el planteamiento optimista de que, con todo el tiempo del mundo, todos ellos lo lograrían (la hipótesis de la vida omnipresente), el problema es que los monos no tienen todo el tiempo del mundo, porque llega un día en que se mueren. ¿Cuántos monos conseguirán resolver el laberinto antes de morir?

Pero dado que me encantaría estar equivocado, sigo con avidez los intentos de SETI, la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. Y el Instituto SETI acaba de anunciar un nuevo proyecto de los que podrían por fin destapar algo, si es que hay algo que destapar. Durante los próximos dos años, sus radiotelescopios buscarán vida inteligente en las 20.000 estrellas enanas rojas más cercanas.

Tres cuartas partes de todas las estrellas existentes son enanas rojas, lo que las convierte en las más abundantes del universo. De cara a la posibilidad de vida, tienen la ventaja de que son muy longevas, más que las estrellas tipo Sol. Es decir, que muchas de ellas han tenido más tiempo para incubar algo vivo. Y una gran proporción de las descubiertas hasta ahora tienen planetas en su zona habitable, esa de Ricitos de Oro, ni la sopa demasiado caliente, ni demasiado fría. Por todo ello, hace unos meses Seth Shostak, el jefe del proyecto SETI en el Instituto SETI, me contaba que las enanas rojas son sus favoritas para la búsqueda de vida, aunque siempre han sido las «estrellas olvidadas».

Los científicos del SETI van a seleccionar 20.000 de entre un catálogo de 70.000 estrellas enanas rojas recopiladas por el astrónomo de la Universidad de Boston Andrew West, y entonces comenzarán la búsqueda de posibles señales de radio utilizando el conjunto de telescopios Allen, en California. El rastreo va a cubrir varias frecuencias en una banda bastante ancha de las microondas, entre 1 y 10 gigahercios, incluyendo ese agujero mágico de entre 1,42 y 1,66 gigahercios en el que se sitúa la emisión de los componentes del agua, y en el que los astrónomos esperan encontrar una especie de «¡hola!» universal.

Ojalá tengan suerte. Muchos en esta roca mojada estamos deseando tragarnos nuestro escepticismo.

La ESA inicia la misión más importante de su historia

No sé si algo ha fallado o faltado en la estrategia de comunicación de la Agencia Europea del Espacio (ESA), porque el inicio de una de las misiones más importantes de su historia –calificarla como la Top 1 es mi apreciación personal que ahora justificaré– ha tenido un rebote mediático mucho más débil que en otros casos. Y eso que la ESA está pareciéndose cada vez más a la NASA en sus amplios despliegues informativos, algo que es de agradecer.

Lanzamiento de ExoMars 2016 desde Baikonur el 14 de marzo. Imagen de ESA–Stephane Corvaja, 2016.

Lanzamiento de ExoMars 2016 desde Baikonur el 14 de marzo. Imagen de ESA–Stephane Corvaja, 2016.

En sus más de 40 años de historia, la ESA tiene un largo currículum de misiones estelares. El encuentro de Rosetta/Philae con el cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko abrió telediarios en noviembre de 2014, y desde luego lo merecía; aunque en realidad los medios generalistas no estaban interesados en la ciencia de Rosetta, que después apenas ha trascendido más allá de las páginas especializadas, sino en la proeza técnica de dispararle a un cometa y acertar.

Dentro de esa larga lista de misiones de la ESA, mi favorita personal es Huygens, que el 14 de enero de 2005 aterrizó en Titán. Que alguien lograra posar un artefacto sano y salvo sobre una luna de Saturno es sencillamente escalofriante. Y aunque Huygens solo sobreviviera en su mundo de adopción durante 90 minutos, hoy perdura como el aparato que ha aterrizado más lejos de la Tierra. Y esa sola imagen de los guijarros de Titán (en realidad una composición de varios disparos; Huygens tomó cientos de fotografías, la mayoría durante el descenso) continúa siendo hoy el paraje más distante jamás fotografiado desde suelo firme.

La superficie de Titán, por la sonda Huygens. Imagen de ESA/NASA/JPL/University of Arizona.

La superficie de Titán, por la sonda Huygens. Imagen de ESA/NASA/JPL/University of Arizona.

Pero la misión iniciada hoy por la ESA marca un nuevo hito. Posarse en Marte y sobrevivir al intento no es algo que no haya logrado ya la NASA en varias ocasiones; pero hasta ahora, solo la NASA. El único intento anterior de la agencia europea, el Beagle 2 en 2003, se malogró. Y Rusia, el socio de la ESA en esta aventura, acumula una larga lista de fracasos marcianos.

El lanzamiento de esta mañana desde Baikonur (el cosmódromo ruso en Kazajistán) ha sido el chupinazo del programa más importante en la historia de la ESA, porque romperá por fin la hegemonía de EEUU sobre el suelo de Marte, y porque está muy seriamente destinado a aportar los indicios más firmes hasta ahora sobre la posible existencia de vida marciana, presente o pasada.

ExoMars consta de dos misiones sucesivas. La primera, lanzada hoy, lleva un orbitador llamado Trace Gas Orbiter (TGO) que pretende resolver de una vez por todas si el metano de la atmósfera marciana es o no de origen biológico. La mayoría del metano terrestre lo es, aunque también es posible que sea el producto de una reacción química en los minerales. El instrumento principal de TGO, llamado NOMAD, cuenta con una importante participación del Instituto de Astrofísica de Andalucía, bajo la dirección de José Juan López Moreno.

Solo este objetivo ya justifica el inmenso significado de la misión. Pero además la sonda lleva un adjunto, un módulo llamado Schiaparelli que descenderá a la superficie de Marte para tomar diversas mediciones meteorológicas y eléctricas. Aunque ya existen otras estaciones meteorológicas en aquel planeta, uno de los cometidos más interesantes de Schiaparelli será medir la turbidez de la atmósfera causada por el polvo, y este objetivo estará a cargo de SIS, un sensor desarrollado en el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) bajo la dirección de Ignacio Arruego.

Ilustración de TGO y Schiaparelli separándose antes de llegar a Marte. Imagen de ESA/ATG medialab.

Ilustración de TGO y Schiaparelli separándose antes de llegar a Marte. Imagen de ESA/ATG medialab.

Pero en realidad el fin principal de Schiaparelli es otro; de hecho sus mediciones durarán lo que su batería, unos cuatro días. Sobre todo, el módulo servirá para probar la tecnología que en 2018 se aplicará a la segunda fase de ExoMars, la gran traca final: poner un rover en Marte. Y según me contó Arruego la semana pasada, la participación del INTA en esta próxima etapa será «enormemente relevante». El instituto que nos hace las veces de la agencia espacial que no tenemos desarrollará varios instrumentos para el rover y para el módulo encargado de depositarlo en tierra.

Entre estos instrumentos se encuentran de nuevo sensores para medir el polvo y otros parámetros, pero el más destacado es sin duda un espectrómetro Raman. Cuando yo era habitante de laboratorio, un espectrómetro Raman (básicamente, un analizador químico) no era precisamente un aparato que uno pudiera llevarse bajo el brazo. Y sin embargo, numerosos investigadores llevan años proponiendo que este sería *el* aparato para detectar bioquímica –química de origen biológico– en Marte (ver, por ejemplo, aquí y aquí). Así que no puedo sino descubrirme ante los genios capaces de construir un espectrómetro Raman que puede montarse en un pequeño vehículo con destino a Marte.

Más noticias, el próximo octubre. El día 16 de ese mes TGO y Schiaparelli se dirán adiós; la primera se encarrilará hacia su circuito en la órbita marciana, mientras el segundo pondrá rumbo hacia suelo firme. El 19 de octubre sabremos si por fin tenemos un enviado especial de Europa en Marte, aunque sea por unos pocos días.

¿Está la NASA esquivando la posible vida marciana?

Con todos los peros y salvedades que ya repasé en mi anterior artículo sobre el anuncio hecho público esta semana por la NASA, supongamos que, de acuerdo, aceptamos sales hidratadas por espectrometría píxel a píxel como animal de compañía: hay agua líquida fluyendo sobre Marte, ocasionalmente y en ciertas condiciones y emplazamientos concretos. Esto nos abre un paréntesis hasta la próxima vez que se nos anuncie que hay agua en Marte; y uno aún más largo, quizá infinitamente largo, hasta que se demuestre fehacientemente la verdadera presencia de agua líquida en Marte ante nuestros propios ojos, o más bien los de un robot destacado en destino. Lo de que esta agua proceda de un acuífero subterráneo, y no de la absorción de vapor atmosférico, ya es casi un deseo navideño.

Fotograma de la película 'The Martian' (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Fotograma de la película ‘The Martian’ (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Pero aún queda una burbuja de este plástico que el otro día dejé por explotar, y a la que ahora me dispongo a hincar las uñas. Durante la rueda de prensa retransmitida en directo por NASA TV, el periodista del New York Times Ken Chang planteó una pregunta similar a otras que hemos escuchado en anteriores convocatorias de la agencia relacionadas con Marte, hasta el punto de haberse convertido casi en un clásico.

Aunque con otras palabras, Chang vino a decir lo siguiente: si siempre hablamos de las pruebas que nos acercan hacia la posibilidad de descubrir vida en Marte, ¿por qué ninguna de las misiones actuales o planificadas de la NASA está específicamente diseñada para buscar esa vida en Marte? El periodista mencionó un comentario anterior de los oradores a propósito de la posibilidad de que el robot Curiosity, actualmente en Marte, inspeccionara unas marcas negras en su entorno que podrían ser Líneas Recurrentes en Pendiente, el tipo de estructuras en las que se ha detectado la presencia de agua líquida. A este respecto, Chang preguntó bajo qué condiciones podría llevarse a cabo esta investigación de Curiosity.

Quien respondió a la pregunta fue John Grunsfeld, físico, astronauta retirado y jefe del Directorio de Ciencia de la NASA. O mejor dicho, quien no respondió fue Grunsfeld, ya que se desmarcó hablando de protección planetaria, un asunto que también he tratado anteriormente en este blog en un par de ocasiones (una y dos).

En pocas palabras, la protección planetaria consiste en lo siguiente: a pesar de que las sondas sufren un estricto proceso de esterilización antes de empaquetarlas con destino al espacio, se sabe con certeza que un cierto número de microbios sobrevive a la descontaminación, especialmente aquellos que resisten las condiciones más extremas y que por tanto podrían medrar en ambientes como el marciano. Esto implica que los organismos terrestres podrían contaminar la posible vida nativa en lugares como Marte (e incluso que ya podrían haberlo hecho).

Pues bien, Grunsfeld decidió refrasear la pregunta de Chang de la siguiente manera: «¿Cómo podemos llevar una sonda como Curiosity, que puede no haber sido limpiada tan a fondo como, por ejemplo, las Vikings, a un área donde podría haber vida actual?». Personalmente, y a riesgo de equivocarme, creo que este no era en absoluto el sentido de la pregunta del periodista. Pero lo relevante es que Grunsfeld no solo dribló hábilmente lo que parecía una crítica directa al programa de exploración marciana de la NASA, sino que además dijo literalmente lo que traduzco a continuación:

Así que hacemos todo lo posible [para esterilizar las sondas], y después enviamos nuestras sondas a áreas que pensamos son las menos sensibles a la posibilidad de contaminar vida presente en Marte.

¿Cómo?

¿La NASA ha estado deliberadamente esquivando los lugares de Marte donde piensa que hay más probabilidad de que exista vida?

Lo cierto es que, curiosamente, durante el proceso de selección del emplazamiento de aterrizaje de Curiosity la NASA publicó lo siguiente:

El sitio de aterrizaje ideal tendrá claras pruebas de un entorno habitable pasado o presente […] El sitio de aterrizaje ideal también contendrá los elementos esenciales para la vida tal como la conocemos.

Y a continuación, en el mismo documento:

En el interés de la protección planetaria, la NASA puede elegir excluir sitios para exploración en los que se crea que haya probabilidad de la existencia presente de vida microbiana.

¿Sí, pero no? ¿Cómo se compadecen una cosa y otra? ¿Queremos un lugar habitable, pero no demasiado, solo la puntita, no vaya a ser que realmente haya vida?

Si me fuera dado elegir, con gusto destinaría una cuota de mis impuestos a la NASA –la única agencia espacial que ha puesto gente en la Luna y ha aterrizado con éxito en Marte, la única que tiene la voluntad, en el único país que tiene el dinero, para enviar humanos a otro planeta–, detrayéndolos de otros fines que sostengo fiscalmente contra mi voluntad y sin que se me ofrezca la opción de desmarcar una casilla en mi declaración de la renta. Pero si efectivamente estuviera sosteniendo aquella agencia con mis impuestos, como hace todo estadounidense, estas palabras pronunciadas por el jefe supremo de toda la ciencia que se hace en la NASA me causarían una profunda decepción con retrogusto a camelo.

Por supuesto que la planificación de cada misión debería incluir el máximo esfuerzo mesurado de cara a la protección planetaria. Pero anteponer la protección planetaria a la investigación astrobiológica es como prohibir la ciencia en las reservas naturales por miedo a que los resultados no compensen el daño que pueda causarse al entorno.

El argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría impedir la detección de vida nativa es muy cuestionable. En cambio, el argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría aniquilar la vida nativa es bastante razonable. Pero incluso en este caso, es una cuestión de prioridades, y la NASA haría bien definiendo claramente las suyas. Toda elección implica un riesgo y una renuncia. Pero sin asumir ese riesgo y esa renuncia hoy no tendríamos luz eléctrica ni tratamientos contra el cáncer. Y en cuestión de prioridades, el objetivo más trascendental de la exploración espacial, el único que puede justificarse por sí solo, es la búsqueda de vida alienígena.

¿En qué ‘hablarán’ los alienígenas? ¿En microondas? ¿En infrarrojos?

Siempre achacamos al cine de Hollywood el defecto de pecar de usacentrismo, si se me permite esta monstruosidad léxica. Es decir, la presunción de creer que Estados Unidos es el ombligo del universo y que todo ha de acontecer allí: si cae un meteorito, es en Estados Unidos. Si toca apocalipsis zombi, es en Estados Unidos. Si aterrizan los alienígenas, es en Estados Unidos.

Un fotograma de la película 'E. T., el extraterrestre'. Imagen de Universal Pictures.

Un fotograma de la película ‘E. T., el extraterrestre’. Imagen de Universal Pictures.

Pero lo cierto es que si una raza de extraterrestres inteligentes decidiera algún día programar su primera visita oficial a la Tierra con publicidad, séquito y banda de cornetas, lo natural sería que dichos seres se ocuparan antes de hacer sus deberes con el fin de asegurarse de que su dardo espacial iba a dar en todo el medio. Y en ese caso, el lugar elegido no debería ser otro que el territorio de la primera potencia mundial. Quizá el cine no andaría tan desatinado: es posible que los E. T. llegaran hablando inglés.

Algo muy diferente es imaginar cómo podríamos comunicarnos a distancia dos civilizaciones alejadas entre sí desconociéndolo absolutamente todo la una de la otra. Cuando los humanos hemos lanzado mensajes embotellados al espacio, como en las sondas Pioneer y Voyager, lo hemos hecho en formatos sonoros y visuales; suponiendo, o confiando en, que los presuntos alienígenas estarían dotados de órganos sensibles a las longitudes de onda del espectro electromagnético que nosotros captamos a través de los ojos y los oídos, y que la atmósfera de su mundo permitiría una adecuada propagación del sonido. Es decir, suponiendo que podrían ver y oír. Lo cual tal vez sea mucho suponer.

Claro que los mensajes de las Pioneer y Voyager son solo flechas al aire, iniciativas románticas de tiempos más románticos promovidas por un romántico del espacio, el gran Carl Sagan. Si existiera alguna posibilidad de contactar con alguien ahí fuera no sería a través de estas botellas espaciales, sino de mensajes transmitidos mediante una máquina al océano cósmico, en la esperanza de que algún ser con una máquina similar los recibiera. Pero aquí vuelven a aparecer los problemas.

A primera vista podría parecer fácil establecer una comunicación entre dos civilizaciones; y sin embargo, no es tan obvio: es necesario elegir un medio y un lenguaje. Respecto a este último, siempre hemos dado por hecho que el idioma común entre cualesquiera civilizaciones del universo sería el de las matemáticas, que no dependen de ninguna variable del entorno. Y para relacionar las cantidades matemáticas con las cosas reales, podemos contar con los átomos; en especial el del hidrógeno, el más abundante del universo, que nos proporciona magnitudes de tiempo y espacio constantes en cualquier lugar.

Así, la idea es que si detectamos alguna señal cuyo contenido sigue patrones matemáticos, podemos suponer que su naturaleza es artificial, y que por tanto nos están llamando. El problema es que no siempre es así. En estos días ha corrido por los medios un estudio elaborado por tres astrónomos según el cual unas emisiones extragalácticas detectadas por primera vez en los últimos años y llamadas Fast Radio Bursts (Brotes Rápidos de Radio, FRB) apuntan sospechosamente a un origen artificial. Los tres científicos han descubierto que un parámetro de los 11 FRB captados hasta ahora (el primero de ellos en 2007) corresponde siempre a múltiplos enteros de un mismo número. Y según los investigadores, la posibilidad de que esto sea una coincidencia es de 5 entre 10.000. Lo que ha llevado a varios medios a especular si no estaremos ante mensajes construidos deliberadamente por alguien.

Sin embargo, el astrónomo jefe del Instituto SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), Seth Shostak, se ha apresurado a calmar los ánimos. Según escribe Shostak en un artículo, la historia ya nos ha presentado ocasiones en las que ciertas señales de radio parecían artificiales, hasta que se descubrieron sus orígenes perfectamente naturales, como púlsares y cuásares. De hecho, Shostak recuerda que en 1967, cuando se descubrió la primera fuente de radio con pulsos regulares, el que sería el primer púlsar, los astrónomos británicos que lo detectaron lo llamaron LGM, siglas en inglés de Little Green Men, hombrecitos verdes.

En realidad, si lo pensamos detenidamente, las posibilidades de llegar a captar un mensaje alienígena son tan escasas que casi parece estadísticamente imposible. Regresamos al otro parámetro de la comunicación que habíamos dejado atrás: el medio. Desde que existen los programas SETI, los astrónomos se han centrado en intentar captar ondas de radio, solo una pequeña franja de todo el espectro electromagnético. En concreto, los esfuerzos se concentran en la banda de las microondas, una gama muy estrecha de las ondas de radio.

Hay buenos motivos para elegir este rango. Primero, estas ondas pueden surcar enormes distancias sin perderse entre el polvo y el gas del espacio. Segundo, tampoco tienen problemas en atravesar nuestra atmósfera, por lo que podemos emitirlas y recibirlas desde la superficie terrestre. Tercero, esta ventana de microondas es una especie de remanso de silencio, en el que no hay demasiado ruido cósmico de fondo. Y por último, en esta franja caen precisamente las emisiones de radio de los átomos del agua, una banda que en inglés se denomina water hole. Esta expresión también designa a las charcas a donde los animales acuden a beber. Y del mismo modo que los habitantes de la sabana se congregan en torno al agua, los astrónomos confían en que los seres inteligentes del universo podamos encontrarnos en la banda de radio del líquido que, según suponemos, es esencial para la vida.

Opacidad de la atmósfera terrestre a las distintas longitudes de onda del espectro electromagnético. La atmósfera es más transparente a las ondas de radio. Imagen de NASA.

Opacidad de la atmósfera terrestre a las distintas longitudes de onda del espectro electromagnético. La atmósfera es más transparente a las ondas de radio. Imagen de NASA.

¿No son demasiadas suposiciones? Si a todo lo anterior sumamos que los radiotelescopios solo pueden vigilar un punto concreto del cielo cada vez, y en una estrecha banda de frecuencias, y que las distancias que nos separan de posibles planetas habitados son enormes, y que esto impone unos retrasos en las comunicaciones que pueden alcanzar los miles de millones de años… En fin, se comprende que tal vez en este preciso momento millones de civilizaciones podrían estar gritando hacia el cielo sin que jamás llegáramos a enterarnos.

Por todo esto, siempre es una buena noticia que los esfuerzos SETI se diversifiquen en busca de otras posibles fuentes alternativas de emisiones. Desde hace tiempo existe también el SETI óptico, la búsqueda de señales luminosas en la franja del espectro electromagnético que podemos ver con los ojos, lo que llamamos luz visible. Estas ondas se pierden y se dispersan demasiado en el universo, pero las posibilidades de recorrer grandes distancias aumentan cuando se utiliza el láser. Así, el programa de SETI Óptico rastrea el cielo en busca de flashes láser que puedan delatar la presencia de alguna lejana baliza luminosa de origen alienígena. La ventaja en este caso es que, a diferencia de las ondas de radio, no hay interferencias terrestres. La desventaja es que, para detectar uno de estos flashes, el rayo debería ir orientado precisamente hacia la Tierra, lo que es difícilmente concebible si no saben que estamos aquí; de hecho, llevamos muy poco tiempo aquí, y el SETI Óptico solo puede detectar señales en un radio de unos cientos de años luz.

El Observatorio Lick de la Universidad de California, en la primera noche de actividad del NIROSETI. Imagen de UC.

El Observatorio Lick de la Universidad de California, en la primera noche de actividad del NIROSETI. Imagen de UC.

Ahora, el campo de búsqueda se ha ampliado con la puesta en marcha del primer detector de láser de infrarrojos destinado a SETI. El aparato, llamado NIROSETI por las siglas en inglés de SETI Óptico en el Infrarrojo Cercano, es obra de Shelley Wright, investigadora de la Universidad de California en San Diego. El infrarrojo cuenta con la ventaja de que en su rango cercano, el que está inmediatamente por debajo de la luz visible en la banda de frecuencias, puede atravesar sin problemas el gas y el polvo interestelar, por lo que amplía el radio del SETI Óptico tradicional al orden de miles de años luz. Además, el telescopio permitirá detectar señales que duren apenas una milmillonésima de segundo. El NIROSETI comenzó a funcionar el pasado 15 de marzo en el Observatorio Lick de la Universidad de California.

La desventaja, una vez más, es que para detectar una señal esta debería ir dirigida deliberadamente hacia nosotros. Pero para el astrónomo Frank Drake, pionero del SETI en los años 60 del siglo pasado y también involucrado en el NIROSETI, esto nos daría la seguridad de que, si alguien quiere comunicarse, es que no alberga intenciones de destruirnos. «Si obtenemos una señal de alguien que apunta hacia nosotros, podría significar que hay altruismo en el universo», dice Drake. «Me gusta esa idea. Si quieren ser amistosos, es a estos a quienes encontraremos».

¿Hay vida inteligente en Kepler-186f?

El 19 de marzo de 2014, en un encuentro científico sobre la búsqueda de vida extraterrestre celebrado en Tucson (EE. UU.), el investigador de la NASA Tom Barclay presentó el primer exoplaneta de tamaño similar a la Tierra situado a una distancia de su estrella que permitiría la vida; ni demasiado lejos ni demasiado cerca, en esa franja templada que los investigadores denominan «zona Ricitos de Oro», en alusión a la niña del cuento que no quería su sopa ni caliente ni fría. Aunque Kepler-186f, a unos 500 años luz de nosotros, fue incorrectamente bautizado por los medios como un gemelo de la Tierra (su estrella es una enana roja, muy diferente del Sol), el anuncio fue acogido como la primera posibilidad real de haber hallado un nicho para la vida más allá del Sistema Solar. Un mes después, los detalles de Kepler-186f se publicaban por todo lo alto en la revista Science.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Pero ¿realmente puede existir vida en Kepler-186f? Una astrofísica opina que sí. O que, al menos, las posibilidades de que aquel planeta esté habitado por seres inteligentes son de un nada desdeñable 50,3%.

Esta es la historia. Tras el hallazgo de Kepler-186f, los investigadores del Instituto de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI) dirigieron las antenas de su matriz de telescopios Allen (ATA) hacia esa coordenada del cielo, en busca de alguna señal de radio que pudiera delatar la existencia de una civilización tecnológica. Los científicos, dirigidos por el astrónomo jefe del Instituto SETI, Seth Shostak, rastrearon un intervalo de frecuencias entre 1 y 10 gigahercios, en la banda alta del dial de la radio. «Hasta ahora no ha habido suerte, aunque seguiremos buscando», escribía Shostak en un artículo publicado entonces.

Pero no todos piensan que la búsqueda fue infructuosa. La astrofísica Hontas Farmer, profesora asociada de los City Colleges of Chicago y del College of DuPage, lleva años participando en la iniciativa de colaboración SETILive, que permite la participación de voluntarios en la observación y el análisis de los datos. Farmer estuvo observando los gráficos del ATA llamados «de cascada» obtenidos durante el rastreo de Kepler-186f. En este tipo de gráficos, el eje horizontal representa la gama de frecuencias, mientras que el vertical corresponde al tiempo, de modo que cada píxel es un segundo. Cuando hay una señal, aparece un punto destacado sobre el fondo, más claro a mayor intensidad. En apariencia y para un ojo no entrenado, un gráfico de cascada solo muestra nieve como la de los antiguos televisores, pero un patrón de puntos en una línea vertical o ligeramente diagonal podría revelar una señal artificialmente creada. Los algoritmos del SETI analizan las imágenes, pero los investigadores cuentan también con el escrutinio humano como ayuda.

Cuando Farmer se topó con un gráfico obtenido el 12 de abril de 2014, observó un ligero, casi imperceptible patrón de líneas verticales. Según escribió la astrofísica en su blog, es una señal muy «ruidosa y degradada», como sería de esperar en una red de satélites orbitando un planeta. Pero no dudó en afirmar: «Esos datos tienen exactamente el aspecto que yo esperaría de una señal extraterrestre». Este mes, Farmer ha actualizado sus observaciones aplicando filtros que reducen el ruido y que en su opinión sostienen su hipótesis, ya que parecen mostrar breves cadenas de píxeles que podrían corresponder a brotes de emisiones de varios segundos que «se apagan y se encienden de nuevo en las mismas frecuencias». La investigadora cifra en algo más de un 50/50 las posibilidades de vida en Kepler-186f; concretamente, y aplicando la ecuación que propone en su estudio aún pendiente de publicación, un 50,3%. Por supuesto, no niega que «algún fenómeno natural podría mimetizar esta señal».

Gráfico de cascada de emisiones de radio de Kepler-186f obtenidas por SETILive. Las líneas muestran lo que podrían ser señales, según Hontas Farmer. Imagen de SETILive/Hontas Farmer. Versión original aquí.

Gráfico de cascada de emisiones de radio de Kepler-186f obtenidas por SETILive. Las líneas muestran lo que podrían ser señales, según Hontas Farmer. Imagen de SETILive/Hontas Farmer. Versión original aquí.

Cabe preguntarse si no podríamos obtener algo mejor y más concluyente, pero según los investigadores de SETI el rastreo de señales de tecnología extraterrestre es la búsqueda de la aguja en el pajar. Todos recordamos la fuerte e inequívoca emisión captada por los astrónomos en la película Contact, basada en la novela de Carl Sagan. Según los científicos, para enviar una señal de esa magnitud se requeriría una fuente varias veces más potente que el mayor emisor de la Tierra, el del radiotelescopio de Arecibo en Puerto Rico. Por supuesto que esto no sería un obstáculo para una civilización más avanzada que la nuestra, pero existe otro problema fundamental. Dado que Kepler-186f se encuentra a unos 500 años luz, nuestras primeras emisiones de radio no llegarán allí hasta dentro de varios siglos. Es decir: ellos, si existieran, no sabrían que estamos aquí, por lo que no habría ningún motivo para que enviaran una señal potente en nuestra dirección.

De hecho, y a pesar de lo que imaginó para su ficción, «lo cierto es que Carl Sagan no esperaba ver una señal tan fuerte; eso solo hace una buena historia para Hollywood», señala Farmer a Ciencias Mixtas. La astrofísica menciona un estudio que Sagan publicó en 1975 y en el que «argumenta que, siendo realistas, todo lo que podríamos esperar es una distribución no térmica en las señales de radio de una civilización inteligente; en otras palabras, sabríamos que están en el aire, pero sería como tratar de sintonizar una emisora de radio de 100 vatios desde 10.000 millas de distancia, o peor». Después de filtrar el ruido, «lo que queda es precisamente la señal sobre la que escribió Sagan», arguye la investigadora. O sea, que podemos olvidarnos de las instrucciones para crear la nave que nos desplace a través de los agujeros de gusano.

Mientras Farmer trata de publicar su estudio, lo cierto es que su optimismo no es compartido por los responsables del Instituto SETI. Shostak admite que los gráficos de cascada analizados por la investigadora parecen mostrar algo, pero en su opinión se trata de contaminación terrestre: «Para ser honestos, vemos ese tipo de emisión todo el tiempo, debido sobre todo a los satélites de telecomunicaciones. Cada vez que apuntamos las antenas al cielo, también captamos interferencias de radio», precisa el astrónomo a este blog.

Shostak explica que la diferencia entre señales e interferencias es clara: las primeras solo se detectan al dirigir las antenas al punto concreto del cielo, mientras que las segundas cubren todo el firmamento. Según este criterio, prosigue Shostak, «las señales son interferencias terrestres, y este es el motivo por el que no hemos continuado observando». «Probablemente Farmer no está familiarizada con estos procedimientos de búsqueda», concluye el astrónomo jefe del Instituto SETI. Por su parte, Farmer confía en que las observaciones continúen para llegar a una conclusión definitiva. «Para saberlo con certeza necesitamos estudiar Kepler-186f mucho más de lo que lo hemos hecho».

Tres razones para creer que hay vida extraterrestre inteligente

En teoría (recalco: en teoría), la ciencia de hoy funciona mayoritariamente de acuerdo al método que definió un austríaco de mente preclara llamado Karl Popper. Antes de Popper, lo que se llevaba en ciencia era el positivismo: usted define una hipótesis, y luego se encierra en el laboratorio a demostrar que es cierta. Popper, entre cuyas virtudes figura también el haber sido antinacionalista cuando ser antinacionalista le podía costar a uno la vida, le dio la vuelta a la tortilla de la filosofía de la ciencia, estableciendo que el trabajo de un científico no consiste en confirmar hipótesis, sino en refutarlas. Una proposición solo es científica, decía Popper, si se puede demostrar que es falsa mediante la experimentación. Si los experimentos no rebaten la hipótesis, no implica que esta sea cierta, sino solo que seguirá siendo provisionalmente válida mientras no se produzca esa falsación.

En la práctica, el día a día de la ciencia difícilmente puede ser cien por cien popperiano: sería arduo para cualquier científico conseguir financiación para un proyecto cuyo resultado ideal es refutar una hipótesis. Es cierto que las formas se respetan; cuando un investigador redacta un estudio, nunca escribe «nuestros resultados demuestran», sino «nuestros resultados sugieren». Y en teoría (insisto: en teoría), toda conclusión publicada puede luego ser rebatida por posteriores estudios. Pero de puertas adentro, lo que intenta cualquier investigador es demostrar su hipótesis. Es natural que un científico crea en la verdad de aquello que constituye el objeto de su investigación. Incluso los llamados debunkers, los que investigan fenómenos paranormales desde la posición escéptica, son en realidad positivistas, ya que tratan de encontrar una explicación natural en la que previamente creen.

Hay un caso peculiar, un campo de investigación que resulta popperianamente fronterizo: el estudio de la vida extraterrestre. Dentro de él se ubica una rama de la ciencia llamada astrobiología, el estudio de la vida extraterrestre desde el punto de vista biológico. Lo peculiar es que, sin haberse encontrado aún ningún rastro de seres vivos fuera de la Tierra, no hay pruebas de que la astrobiología tenga razón de ser. Parece natural que la ciencia estudie aquello de cuya existencia tenemos constancia, pero al contrario que otras disciplinas, la astrobiología se basa en una creencia, la fe extendida entre los humanos de que hay algo vivo por ahí fuera. Incluso la necesidad de pensar que no estamos solos. Y dado que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia, es imposible refutar la existencia de vida extraterrestre. En otras palabras: desde el enfoque de Popper, el estudio de la vida extraterrestre tiene difícil encaje como proposición científica.

Es por eso que los astrobiólogos pisan hielo delgado, siempre cuestionados por quienes consideran estas investigaciones una pérdida de tiempo y dinero. Y también es por eso que los programas SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), que consisten básicamente en encender la radio y escuchar si hay alguien por ahí fuera emitiendo, vienen financiándose con fondos privados desde hace décadas. Y aún más, es por eso que el 30º aniversario del Instituto SETI, que se celebra esta semana, representa el triunfo contra viento y marea de una institución científica de alto nivel que ha aportado grandes avances a la ciencia y a la exploración espacial, pero que aún mantiene entre sus objetivos esa esperanza incomprendida por muchos de que algún día la radio sintonice la onda alienígena.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

«Obviamente me dedico a la astrobiología porque de alguna forma creo que debe haber vida ahí fuera», señala el astrobiólogo español Alfonso Dávila, uno de los investigadores principales del instituto privado y sin ánimo de lucro que nacía el 20 de noviembre de 1984 en Mountain View, California (EE. UU.). Dávila reconoce que en su hipótesis de partida hay una «deformación profesional». «No conozco ningún astrobiólogo que intente demostrar que no existen otras formas de vida en el universo», prosigue. Pero el investigador subraya cómo la astrobiología ha sido esencial en el conocimiento de nuestra propia biología doméstica, como en el caso de los microorganismos que viven en ambientes extremos, y en el estudio de la bioquímica existente en otros cuerpos celestes. «Alcanzar la meta (encontrar vida) es hasta cierto punto lo de menos, lo que importa es el camino», aclara Dávila. «A los que piensan que no existe vida más allá de la Tierra (por lo general se piensa en vida inteligente) les diría que no se dejen amedrentar por la oscuridad de un Universo estéril. Que no repudien los esfuerzos de aquellos que opinan lo contrario. Al final, todos nos vamos a beneficiar de lo que aprendamos», concluye el astrobiólogo.

Pero si la astrobiología ha contribuido a la ciencia de las cosas cuya existencia nos consta, el Instituto SETI también mantiene un conjunto de 42 antenas dedicadas a la búsqueda de las hasta ahora esquivas señales de inteligencia extraterrestre. Dado que la Matriz de Telescopios Allen (ATA, por sus siglas en inglés) es una instalación costeada con financiación privada –toma su nombre de su principal mecenas, el cofundador de Microsoft Paul Allen–, nadie puede objetar a un gasto que hasta hoy ha sido infructuoso. Aun así, interesa saber el motivo por el que, pese a las décadas de silencio, todavía deberíamos confiar en que al final de ese túnel cósmico haya algo diferente de… nada. Se lo he preguntado a David Black, presidente y consejero delegado del Instituto SETI, y me ha dado no una razón, sino tres:

Primera:

«En las pasadas dos o tres décadas hemos encontrado pruebas de vida en este planeta prosperando en lugares donde nadie habría imaginado hace 50 años. Estos extremófilos, como se conocen, son ejemplos vivos de cómo la vida podría existir en otros planetas, así que sabemos que la vida no necesita un Jardín del Edén».

Segunda:

«Hay múltiples especies en este planeta que son inteligentes de acuerdo a cualquier medida; muchas tienen lenguajes complejos y significativos que emplean para comunicarse. El hecho de que seamos la única de ellas que ha ascendido hasta un estado tecnológico no implica que, de no haber estado nosotros aquí, otra forma de vida hubiera podido finalmente hacer lo mismo».

Tercera:

«Hace 30 años teníamos razones para creer que habría planetas alrededor de otras estrellas, pero no había pruebas de ello (como hoy sucede con las señales de inteligencia extraterrestre). Todo eso ha cambiado en 20 años, sobre todo en los últimos cinco a siete años con los resultados del telescopio espacial Kepler«.

Resumiendo, según Black…

«Tomado todo ello en conjunto, hoy sabemos que existe una multitud de planetas, muchos de ellos con condiciones apropiadas para la vida tal como la conocemos; tenemos abundantes pruebas de que la vida puede existir en un rango increíblemente amplio de condiciones; y tenemos pruebas de que en este planeta existen múltiples formas de especies inteligentes».

Y su conclusión…

«No se requiere un gran salto de lógica (¿fe?) para extrapolar y decir que es probable que existan especies de vida inteligente, quizá tecnológica, en planetas que giran en torno a otras estrellas».

No, no hemos contaminado Marte (pero lo haremos)

"Selfie" del 'Curiosity' tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

«Selfie» del ‘Curiosity’ tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

Hace un par de días saltó a los medios la noticia de que el robot Curiosity, residente en Marte desde 2012, ha contaminado nuestro barrio vecino enviando allí microbios terrestres sin pretenderlo. La noticia se ha propagado como una gripe virulenta y parece haber encontrado hueco hasta en la hoja parroquial de Vladivostok. Merece la pena desmenuzar más finamente este asunto para situarlo en sus justos términos, especialmente porque días atrás traté aquí la dificultad que entraña explorar otros mundos sin contaminarlos con microbios procedentes de la Tierra que viajen agazapados en las sondas espaciales, sobrevivan a la travesía interplanetaria y puedan cuajar en entornos potencialmente habitables, como el marciano.

Para empezar, hay que detallar la fuente de la que procede la información: al contrario de lo que rebota por ahí de pantalla en pantalla, no se basa en un estudio científico publicado en Nature, sino en una noticia periodística divulgada en la web de esta revista a raíz de varias comunicaciones presentadas en la 114ª reunión anual de la Sociedad Estadounidense de Microbiología (ASM), celebrada esta semana en Boston. Por supuesto, esto último no resta ninguna credibilidad a los datos, presentados en la convención por investigadores de solvencia y tratados con todo el rigor y la profesionalidad por la periodista de ciencia Jyoti Madhusoodanan. Pero no es un estudio publicado en Nature, y hay diferencias importantes: en primer lugar, las comunicaciones presentadas a congresos suelen resumir el trabajo de los investigadores en crudo. Las convenciones sirven de línea caliente a los resultados científicos que aún no se han elaborado formalmente para su presentación a un journal (revista especializada) y que, por tanto, aún no han atravesado el exigente filtro de la revisión por pares. Por este motivo siempre es esencial que la información sobre ciencia detalle sus fuentes, en especial si se trata de resultados aún sin publicar (algo frecuente en este blog y que siempre se vocea claramente para quien quiera escucharlo).

Pero asumiendo que los resultados sean intachables, aún queda otra piedra en el zapato: si los investigadores enviaran estos datos para tratar de presentarlos en Nature, posiblemente no se cuestionarían sus estándares científicos; en cambio, me da en la nariz que los editores de una revista tan exclusiva como la británica preguntarían: «So what?«. Y es que los resultados no aportan ninguna novedad, nada que no se supiera ya sobradamente. De hecho, los mismos investigadores han presentado en el congreso datos similares relativos a anteriores misiones a Marte, incluidas las sondas Viking enviadas en 1976, y que no hacen sino confirmar lo que ya entonces se comprobó y es de dominio público: las naves espaciales que se posan en otros planetas lo hacen bastante limpitas, pero nunca estériles. Llevamos enviando microbios a Marte desde 1971, cuando las soviéticas Mars 2 y 3 tocaron por primera vez el suelo marciano, respectivamente destazándose contra él y besándolo suavemente.

Aunque los artefactos con destino al espacio se ensamblan en las llamadas salas blancas y sus piezas se someten a tratamientos de esterilización, esto no implica que queden libres de todo polvo y paja microbiológicos, algo que en la práctica es casi imposible. Los protocolos establecen un nivel máximo de carga microbiana tolerable, que en el caso de la NASA y tratándose de mundos potencialmente habitables, como Marte, es de 300.000 células viables en toda la superficie de la nave. Esta población microbiana es insignificante comparada con los millones de microorganismos que contiene un solo gramo de suelo terrestre; pero al fin y al cabo, es una población microbiana.

Es cierto que el problema se agranda cuando, además, los protocolos de esterilización no se respetan. En 2011 se divulgó la noticia de que el ensamblaje del Curiosity violó los llamados procedimientos de protección planetaria. Según publicó entonces Space.com, el problema fue una caja estéril que contenía tres piezas de un taladro y que solo debía abrirse en destino para que el brazo del robot las montara en la cabeza perforadora. Por razones que la información no detallaba, alguien abrió la caja y montó una de las piezas en su ubicación definitiva sin que la NASA fuera advertida de ello hasta que ya era demasiado tarde. La responsable de protección planetaria en la agencia estadounidense, Catharine Conley, restó importancia al incidente, asegurando que el Curiosity viajó «más limpio» que ningún otro robot enviado a Marte desde el programa Viking. Además, resaltó Conley, el diseño de esta misión tuvo en cuenta que el lugar de aterrizaje no albergara hielo al menos hasta un metro de profundidad bajo el suelo, para minimizar el riesgo de contaminación por la perforadora.

Para controlar la carga microbiana de las sondas, los científicos muestrean las superficies del aparato y de la sala de ensamblaje con bastoncillos de algodón, que después se llevan al laboratorio para cultivar los microorganismos presentes e identificarlos por su ADN. Los trabajos presentados en el congreso de la ASM son el resultado de la colaboración entre varias instituciones de EE. UU. dirigidas por la Universidad de Idaho y el Grupo de Biotecnología y Protección Planetaria del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, que llevan años analizando la carga biológica de las sondas espaciales. En el caso del Curiosity, se identificaron 377 especies de bacterias, la mayoría relacionadas con el género Bacillus, muchas de las cuales tienen la capacidad de enquistarse en esporas para resistir condiciones adversas. Los resultados, resumidos en dos comunicaciones (una y dos), indican que 19 de las especies identificadas son capaces de crecer sin oxígeno aprovechando sustratos existentes en Marte, como el perclorato y el sulfato. Las bacterias fueron sometidas a condiciones de desecación, radiación ultravioleta C, alta salinidad y bajas temperaturas. El 11% fueron capaces de soportar múltiples condiciones extremas. «El estudio ayudará a estimar si los microorganismos terrestres suponen un riesgo de contaminación que podría interferir en una futura detección de vida y en las misiones de retorno de muestras», escriben los investigadores en su presentación.

Los científicos presentan también nuevos trabajos que analizan la carga microbiana de misiones anteriores, como los rovers gemelos Opportunity y Spirit y las sondas Viking (estudios uno y dos).  Los resultados fueron parecidos, con 318 microbios identificados en las muestras de los rovers, en su mayoría Bacillus, y una presencia importante de estafilococos, que no forman esporas. De un total de seis misiones a Marte que cubren los últimos 40 años, los investigadores han reunido una colección de 3.500 cepas, de las cuales han identificado 1.322. El 60% corresponden a Bacillus y otros formadoras de esporas, y el 40% restante a Staphylococcus y otras especies no esporulantes. Los investigadores aclaran que todos estos resultados confirman los estudios más rudimentarios practicados con las muestras de las Viking en la época de su lanzamiento, cuando aún no se habían desarrollado las técnicas de secuenciación genómica. Por último, tampoco difieren sustancialmente de lo que anteriormente ya se había demostrado para el caso de Phoenix, el robot estático que analizó exitosamente un entorno cercano al polo norte marciano en 2008. En algunos casos se descubren nuevas especies bacterianas, como el Paenibacillus phoenicis, nombrado en recuerdo de Phoenix.

Con todo lo anterior, quizá ya estemos en condiciones de responder a la pregunta: ¿hemos contaminado Marte? No cabe duda de que ciertos microbios pueden sobrevivir a los viajes espaciales. Los estudios llevados a cabo en la Estación Espacial Internacional que reseñé recientemente demostraban que algunas esporas de Bacillus pueden resisitir un año y medio en el espacio. En cuanto a Marte, es un planeta habitable, pero solo para ciertas formas de vida que en la Tierra consideramos extremófilas, capaces de sobrevivir en entornos invivibles para el resto: sequedad, alcalinidad, temperaturas gélidas, radiaciones letales y una presión atmosférica en torno a los 8 milibares, frente a los más de mil en la Tierra. Hace cuatro años, un equipo de científicos de la Universidad de Florida demostró que la humilde Escherichia coli, una familiar bacteria intestinal y el microbio más utilizado en los laboratorios de todo el mundo, es capaz de sobrevivir en una cámara de simulación de condiciones marcianas durante al menos una semana. Pero una cosa es sobrevivir y otra crecer y multiplicarse, y esto último debería producirse para que podamos hablar de una verdadera contaminación. Y aún no se ha demostrado que se reúnan todos los factores necesarios para ello.

Esto no implica que no existan microbios terrestres capaces de prender y medrar en Marte: también en la reunión de la ASM, otro grupo de investigadores de la Universidad de Arkansas ha propuesto en dos estudios (uno y dos) que los metanógenos, microbios del grupo de las arqueas muy comunes en la Tierra, que viven sin oxígeno, producen gas metano e incluyen especies extremófilas, pueden crecer en condiciones que simulan el ambiente de Marte. «Los metanógenos podrían habitar el subsuelo de Marte», concluyen los investigadores. Pero dadas las condiciones de vida que requieren estos microorganismos, para ellos sería más letal el paso por la sala blanca que el cómodo entorno marciano.

Aun así, parece que es una simple cuestión de tiempo. El Tratado del Espacio Exterior (OST), un acuerdo de adhesión voluntaria que regula el marco ético de actuación más allá de la órbita terrestre, establece que los países serán responsables de cualquier perjuicio y que deberán evitar toda «contaminación dañina». Pero el OST es un instrumento de Naciones Unidas que vincula a los estados, y a corto plazo la primera misión tripulada que podría alcanzar el planeta vecino y contaminarlo irremisiblemente no es una iniciativa pública sino privada, la del controvertido proyecto Mars One; la organización que la promueve no está en absoluto obligada por el OST.

Por otra parte, falta definir qué entendemos por contaminación dañina. A modo de ejemplo, suele plantearse la hipótesis de que en un futuro se detecte algún signo de vida en muestras marcianas. La NASA planea lanzar en 2020 una sonda robótica destinada a recoger material de Marte que sería transportado a la Tierra por misiones posteriores aún sin concretar. De producirse una contaminación, los científicos podrían encontrar microbios en las rocas marcianas que en realidad no fueran nativos del planeta vecino, sino emigrantes terrícolas de vuelta en casa. La situación es análoga a lo que sucede cuando se detectan indicios de microorganismos en meteoritos caídos en la Tierra. Hasta ahora, ha sido fácil determinar que se trataba de contaminaciones terrestres, salvo en los casos de restos inconcluyentes como los presuntos microfósiles del meteorito marciano ALH84001. Pero incluso suponiendo que la evolución hubiera seguido caminos tan paralelos en la Tierra y Marte que fuera imposible discernir entre microbios locales y visitantes, la conclusión final es que estamos ante un dilema de prioridades: ¿preferiremos abrir Marte a la experiencia humana y aceptar la inevitable contaminación, o mantener sus condiciones prístinas sin pisarlo jamás y convertirlo en el santuario natural más restrictivo del universo, donde ni siquiera los científicos que lo estudien tengan permitido el acceso? Vamos, que ni el Monte de El Pardo

Cómo gestionaremos Marte, o el nacimiento de la ecología interplanetaria

No es que me guste citarme a mí mismo, aunque reconozco que los lectores habituales de este blog que no me conozcan tienen todo el derecho a pensarlo, pues no es la primera vez que me refiero aquí a mi último libro. Si a alguien le molesta (ya se sabe, en internet todo molesta a alguien), pido disculpas de antemano. Pero desde que escribí Tulipanes de Marte han ocurrido cosas, como el anuncio del proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One, que en mi opinión merece la pena desbrozar y diseccionar aquí, y que tienen un paralelismo en la novela (que es previa a Mars One, algo en lo que siempre insisto, y que a pesar de todo no es una historia de ciencia-ficción, sino simplemente una novela huérfana de géneros tejida sobre una trama de fondo científico).

Una de las cuestiones planteadas es cómo se abordará la gestión de Marte cuando finalmente sea un territorio al alcance de nuestros dedos, algo que ocurrirá más tarde o más temprano, con Mars One o sin él. En la novela, el proyecto de colonización del planeta vecino es obra de un científico e ingeniero que, bajo una fachada de puro pragmatismo racionalista, esconde un fondo idealista forjado en su infancia y del que nunca logrará desprenderse. Fruto de esta personalidad contradictoria es su enfoque de plantear la futura sociedad marciana como una utopía cientificista con reminiscencias del Hombres como dioses de Wells o de El fin de la infancia de Clarke, o incluso de La isla, la última novela de Huxley que el autor escribió como reflejo simétrico de la distópica Un mundo feliz.

Ilustración del proyecto Mars One.

Ilustración del proyecto Mars One.

Sam Waitiki, el personaje de Tulipanes, quiere que Marte alumbre un reinicio de la comunidad humana, un nuevo comienzo basado en criterios sociales, económicos, políticos y filosóficos diferentes a los que gobiernan la sociedad terrestre: un mundo auténticamente equitativo y libre, regido por la ciencia y la tecnología, que rompa todos sus vínculos con la roca mojada para no arrastrar los errores del pasado. Como declaración de intenciones, tanto el proyecto como el primer colono reciben el nombre de M (de Marte), uno de los primeros sonidos que suelen aprender los bebés, un fonema que –hasta donde yo sé– existe en todas las lenguas, una designación desligada de toda referencia nacional o cultural. La persona que asume este papel es (teóricamente) seleccionada por toda la humanidad a través de un concurso públicamente difundido, y renunciará a sus raíces y a su nacionalidad de origen para considerarse simplemente ciudadano marciano.

Aún es temprano para que cuestiones como esta se conviertan en un serio asunto de debate que interese a nadie, pero es previsible que esto suceda si prospera la propuesta de Mars One o alguno de los otros proyectos que persiguen objetivos similares. Por el momento, comienza a surgir alguna punta de lanza. El astrobiólogo y meteorólogo Jacob Haqq-Misra, del Blue Marble Space Institute of Science, en Seattle (EE. UU.), ha escrito un ensayo disponible en la web arXiv.org y destinado a un concurso abierto bajo el lema «¿Cómo debería la humanidad conducir el futuro?«. En su artículo, titulado El valor transformador de liberar Marte, Haqq-Misra propone que «liberemos Marte de todo interés terrestre con afán de control y permitamos a los asentamientos marcianos que se desarrollen hacia un segundo e independiente ejemplo de civilización humana», para que así el planeta rojo sirva como «banco de pruebas y punto de comparación mediante el cual aprendamos nueva información sobre el fenómeno de la civilización». «En lugar de desarrollar Marte a través de una serie de colonias corporativas y gubernamentales, conduzcamos el futuro liberando Marte y abrazando el concepto de ciudadanía planetaria», agrega.

En realidad, y pese a que hasta ahora no haya sido de gran aplicación, la iniciativa de establecer un marco jurídico de actuación allí donde no llegan las leyes humanas es una vieja idea. El Tratado del Espacio Exterior (Outer Space Treaty, OST), promulgado en 1967 con motivo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, establecía principios como la no militarización, el uso pacífico y la no soberanía sobre recursos o ubicaciones del espacio exterior (lo que no incluye la órbita terrestre). Auspiciado por la Oficina de las Naciones Unidas para los Asuntos del Espacio Exterior, el tratado es de adhesión voluntaria y ha sido firmado por más de cien países.

En su artículo, Haqq-Misra se apoya en el OST como punto de partida, pero sugiere superarlo en favor de un enfoque diferente. Mientras que este acuerdo internacional postula la no soberanía de ninguna nación sobre tierras marcianas, siguiendo el modelo que el Tratado Antártico había introducido en 1961, el astrobiólogo propone que el nuevo territorio sí tenga dueños: los propios colonos marcianos, que deberían renunciar a su ciudadanía terrestre. El objetivo es evitar la repetición de los colonialismos del pasado, que imponían regímenes injustos seguidos por procesos traumáticos de descolonización, y comenzar algo en Marte con tabla rasa: «deberíamos decidir sobre la liberación de Marte antes de que lleguen los primeros exploradores humanos», escribe el científico.

Claro que la propuesta de Haqq-Misra peca, como la de Sam Waitiki, de un exceso de optimismo. Una cosa es que los futuros marcianos «no representen a intereses terrestres y no puedan adquirir bienes en la Tierra», o que «ningún terrícola posea o reclame propiedad sobre terrenos en Marte». Pero que «los gobiernos, corporaciones e individuos de la Tierra no puedan comerciar con Marte», entendido en su sentido más amplio, elimina probablemente la probabilidad de que tales asentamientos lleguen jamás a existir. Además, el modelo requeriría que Marte alcance el estatus de «sociedad autosuficiente», lo que parece un objetivo muy lejano.

Con todo, el esfuerzo pionero de Haqq-Misra acierta al desplazar el foco del OST, promovido originalmente por las dos potencias entonces en liza y por Reino Unido y que, como producto de su tiempo, respira Guerra Fría por los cuatro costados, centrándose principalmente en la no militarización. Hoy parece más preocupante la posible explotación de los recursos, en especial cuando las compañías privadas se han unido a la nueva encarnación de la carrera espacial, lo que era impensable en la década de los sesenta.

Esto último no solo afecta a la apropiación de tales recursos, sino también a la explotación en sí. En los años sesenta tampoco se había desarrollado aún la conciencia medioambiental, que en las últimas décadas ha evolucionado además para convertirse en un contenedor ideológico que extiende sus implicaciones a la organización más general de la sociedad. En Tulipanes introduzco un movimiento ficticio llamado Manos Fuera (Hands Off) que representa la oposición al Proyecto M, la corriente que rechaza la ocupación de otros planetas por sus previsibles consecuencias económicas y ecológicas.

Ya, ya, voy a ello. Alguien habrá saltado de inmediato con la última palabra del párrafo anterior, al aplicar el término ecología a Marte. Hasta donde sabemos, es un planeta muerto. No hay ecosistemas. Y sin embargo, la ecología marciana, o la posibilidad de ella, es otro asunto que está empezando a tomar forma en el ámbito científico. Prueba de ello es una serie de tres estudios (a saber, uno, dos y tres) recientemente publicados en la revista Astrobiology y que son el resultado de experimentos realizados a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la participación de varias instituciones de Europa y EE. UU., entre ellas la NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot 'Curiosity' en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot ‘Curiosity’ en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Los aparatos que viajan al espacio son montados en condiciones de esterilidad, para lo cual se emplean procedimientos estándar de laboratorio como filtros de partículas en la ventilación, radiación ultravioleta y peróxido de hidrógeno (agua oxigenada). De este modo se intenta minimizar su carga microbiana, para evitar un posible crecimiento de microorganismos en las tripas de la sonda que dañe sus componentes. Pero en el caso de un artefacto enviado a Marte, el problema adquiere un significado especial. Marte posee una atmósfera; tenue e irrespirable para nosotros, pero en la que ciertos microbios terrestres extremófilos –adaptados a condiciones extremas– podrían sobrevivir. Desde hace tiempo preocupa a los científicos el hecho de que una posible contaminación biológica provocada por una sonda en Marte no solo dificultaría distinguir si un eventual microorganismo encontrado allí es nativo o un invasor terrícola, sino que, si en efecto existiera vida microbiana en aquel planeta, una especie terrestre podría colonizar su hábitat y provocar su extinción.

Los tres estudios de Astrobiology demuestran que la supervivencia de ciertas formas de microorganismos a los viajes espaciales puede ser mucho mayor de lo que se sospechaba. Utilizando una instalación de la ISS que somete a las muestras introducidas a las condiciones del espacio exterior o a ambientes similares al marciano, los investigadores han descubierto que las esporas de los microbios Bacillus subtilis y Bacillus pumilus son capaces de permanecer viables durante un año y medio. En algunos casos fue preciso apantallar la radiación ultravioleta del Sol, pero no es difícil que pasajeros como estos montados en una nave espacial con destino a Marte encuentren huecos oscuros en los que ocultarse durante la travesía.

Pero eso no es todo. Si prosperan proyectos como el de Mars One u otros similares, tales misiones llevarán una carga de imposible esterilización: esos pesados sacos de microbios conocidos como seres humanos. Parece difícil pensar que una misión tripulada de permanencia o larga estancia en Marte no termine contaminando el entorno local con microorganismos terrestres, y parece aún más complejo prever las consecuencias de esto. Nace así, o nacerá, la ecología marciana. Quizá cuando estos asuntos pasen del terreno teórico al práctico veamos la fundación de la versión real de Manos Fuera. Y con ello, surgirá un encendido debate sobre cómo los humanos vamos a poder gestionar un segundo planeta sin repetir los errores del primero.