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Isaac Newton y los dragones

Se ofenda quien se ofenda, tan risibles, ridículas y banales me parecen esas descacharrantes palabras del obispo de Córdoba al definir la fertilización in vitro como un «aquelarre químico» contrario al «abrazo amoroso» del que, según él, deben nacer los hijos (ahí tendrás a muchas pobres chiquillas temiendo quedarse embarazadas por un abrazo), como la arrogancia cristianofóbica de quienes todos los años y tal día como hoy, cumpleaños de Isaac Newton, aprovechan la ocasión para ciscarse en las libres creencias de otros. Allá cada cual, pero los fanatismos son fanatismos, ya los inspire la religión o la ciencia.

Isaac Newton en 1689 por Godfrey Kneller. Imagen de Wikipedia.

Isaac Newton en 1689 por Godfrey Kneller. Imagen de Wikipedia.

Hay algo que sí me gustaría recomendar a estos últimos (sobre el primero creo que no es preciso añadir nada más): que indaguen un poco más en el perfil biográfico de aquel a quien parecen venerar como príncipe de la razón. Newton fue teólogo además de científico, y estuvo a un pelo de ordenarse como pastor anglicano. Hoy se le considera un hereje por su postura antitrinitaria, que comprensiblemente ocultó, y que dominó su pensamiento religioso desde el centro de su esfuerzo intelectual.

Pero fuera de esta ineludible vertiente religiosa de Newton, que en realidad no incumbe a este blog, vengo a destacar otra faceta de su pensamiento que sí entronca con la ciencia, pero que tampoco cuadra con la imagen del racionalista puro con la que muchos parecen identificarle erróneamente. Lo cierto es que Newton fue un tipo fascinante y algo loco. Entre sus facetas menos conocidas se cuenta que, durante su cargo como director de la Casa de la Moneda en Gran Bretaña, inventó las estrías en el canto de las monedas que hoy son tan comunes. Entonces las monedas se fabricaban con metales preciosos, y el propósito de esta innovación fue evitar que los falsificadores rasparan los bordes para sisar una parte del oro.

Esta y otras historias de Newton como el Sherlock Holmes que perseguía a los falsificadores de moneda se cuentan con la tensión narrativa de los mejores thrillers en el libro de Thomas Levenson Newton y el falsificador, publicado en castellano por la editorial Alba en 2011. Un buen regalo para estas fiestas.

Pero Newton también era un ocultista apasionado. Hay quien le ha definido como el último de los alquimistas. Probablemente no lo fue, pero tal vez sí el último de los grandes alquimistas. Newton, como Harry Potter, perseguía la piedra filosofal, como conté con detalle en este reportaje que publiqué en 2010. El economista John Keynes, gran conocedor de la figura de Newton, le definió así:

Newton no fue el primero de la Edad de la Razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que miró al mundo visible e intelectual con los mismos ojos que aquellos que comenzaron a construir nuestro mundo intelectual hace menos de 10.000 años.

Naturalmente, la visión de Keynes no es compartida por todos. Hay quienes ven en el trabajo alquímico de Newton un esfuerzo precursor de la química moderna, ya que las transmutaciones metálicas de los alquimistas anticiparon el estudio de las reacciones químicas. Pero esta visión también estaría, para mi gusto, un poco sesgada, ya que en tiempos de Newton hubo otros científicos como Robert Boyle o su tocayo Hooke que realmente sí estaban transmutando la vieja alquimia en la química moderna, al distinguir entre magia y ciencia. Y mientras tanto, Newton escribía cosas como esta:

Nuestro esperma crudo fluye de tres sustancias, de las que dos se extraen de la tierra de su natividad por la tercera y después se convierten en una pura Virgen lechosa como la naturaleza obtenida del Menstruo de nuestra sórdida ramera. Estos tres manantiales son el agua, la sangre (de nuestro León verde totalmente volátil y vaciado de azufre metalino), el espíritu (un caos, que se aparece al mundo en una vil forma compacta, al Filósofo unida a la sangre de nuestro León verde, del que así se hace un león capaz de devorar a todas las criaturas de su clase…).

Una de las ilustraciones de los dragones alpinos en la obra de Johann Jakob Scheuchzer.

Una de las ilustraciones de los dragones alpinos en la obra de Johann Jakob Scheuchzer.

Pero hay un último aspecto de Newton que se ha divulgado y estudiado aún menos, y en el que posiblemente todavía quede un filón biográfico para quien quiera explorarlo y documentarlo. Contemporáneo de Newton fue un médico y científico suizo llamado Johann Jakob Scheuchzer. Entre los trabajos de Scheuchzer destaca uno titulado muy sencillamente Ouresiphoites Helveticus, sive itinera Alpina tria: in quibus incolae, animalia, plantae, montium altitudines barometricae, coeli & soli temperies, aquae medicatae, mineralia, metalla, lapides figurati, aliaque fossilia; & quicquid insuper in natura, artibus, & antiquitate, per Alpes Helveticas & Rhaeticas, rarum sit, & notatu dignum, exponitur, & iconibus illustratur. O de forma algo más breve, Itinera alpina tria, sus viajes alpinos.

Durante sus viajes por los Alpes, entre 1702 y 1704, Scheuchzer describió la naturaleza que observaba a su paso. Pero sus méritos como naturalista han sido puestos en duda por el hecho de que incluyó referencias a la presencia de dragones en los Alpes; no observados por él directamente, sino por testigos, pero sí con todas sus especies alpinas representadas en láminas en su obra. El suizo describía el método para dormir a un dragón con hierbas soporíferas y aprovechar su sueño para cortarle de la cabeza una piedra que poseía enormes propiedades curativas.

Pues bien, el principal patrocinador de la expedición y de la obra de Scheuchzer para la Royal Society londinense no fue otro que nuestro buen amigo Newton, quien según algunas fuentes era también un defensor de la existencia de los dragones. La creencia en estos animales míticos tradicionalmente vino alimentada por el hallazgo de fósiles que hoy conocemos como dinosaurios, sobre todo en China. En tiempos de Newton aún no se conocía el origen de aquellos huesos, pero sí su existencia; en Europa se les atribuían orígenes diversos, desde elefantes de guerra empleados por los romanos hasta gigantes humanos. ¿Creía Newton que los fósiles europeos de dinosaurios eran restos de dragones? ¿Hasta qué punto llegaba su creencia en estas criaturas míticas? En cualquier caso, todo esto no hace sino aumentar el atractivo de un personaje tan genial como conflictivo para quienes pretenden hacer de él un ser unidimensional.

Más sobre carne y cáncer: la falacia química ataca de nuevo

Es prácticamente inviable que un mensaje llegue por un medio a un destinatario cuando el emisor no sabe hablar y el receptor no sabe escuchar. Más aún cuando, además, el mensaje ha quedado completamente distorsionado por el medio. Cuánta razón tenía McLuhan.

Imagen de Dirk Vorderstraße / Wikipedia.

Imagen de Dirk Vorderstraße / Wikipedia.

Ya expliqué en mi artículo precedente que el comunicado de la Organización Mundial de la Salud relativo al ya famosísimo asunto de la carne era de una infamia sin paliativos. Muy raramente le deseo a alguien el despido, ya que el cofre del tesoro de la edad moderna es un puesto de trabajo. Solo deseo que al funcionario que perpetró la confusa, contradictoria y alarmista nota de prensa sobre la relación entre carne y cáncer se le recoloque adecuadamente en un lugar donde no pueda hacer más daño a nadie. No sé, tal vez en una oficina de la OMS situada en uno de esos países donde se paga por usar los baños y a la entrada hay alguien que se encarga de cobrar la tarifa. Lo que esta persona soltó en los medios de todo el mundo fue lo más parecido a una bomba nuclear de desinformación. La devastación que ha provocado es casi irreparable.

Respecto a los medios, han transcurrido ya casi 72 horas desde el atentado informativo de la OMS, tiempo suficiente para que los principales comunicadores y líderes de opinión se hayan tomado la mínima molestia de consultar a fuentes autorizadas para saber qué mensaje transmitir a sus oyentes-lectores-espectadores. Y sin embargo, continúo descubriendo ángulos de tratamiento del asunto que son para echarse la mano a la frente. Ayer, en una emisora de radio escuché frases del siguiente jaez: «¿Y ahora, qué?» «¿Cómo se adaptarán las políticas?» «¿En qué cambiará nuestra forma de vida?»

Como decía mi abuela… Madre del amor hermoso.

Repito, insisto y recalco:

  1. Los indicios de una posible relación entre consumo de carne y cáncer se remontan por lo menos a hace 25 años. La novedad de esta semana es SOLO UNA CUESTIÓN DE NOMENCLATURA.
  2. Nadie se ha planteado enviar una nave al Sol para clavarle una pancarta advirtiendo de su riesgo cancerígeno, a pesar de que la exposición a su radiación es también un factor del Grupo 1 cuyos vínculos con el cancer son más sólidos y están mucho mejor fundamentados que los del consumo de carne. Quien toma el sol suele preocuparse por las quemaduras, no por el cáncer.
  3. Tampoco nadie ha comentado que las bebidas alcohólicas, entre otros factores aparentemente inocentes que repasé ayer, pertenecen al mismo Grupo 1. Seguimos bebiendo cerveza, vino, licores, y ninguno de ellos se vende con etiquetas advirtiendo sobre el cáncer. Quien bebe suele preocuparse por la cogorza y por su hígado, no por el cáncer.

Es evidente que los mensajes deformados emitidos por muchos medios han contribuido enormemente a amplificar la desinformación y la alarma creada en primer lugar por la OMS. Pero seamos justos. Vivimos en una sociedad en la que se ha universalizado el acceso inmediato, rápido y barato a la información. Solo hay que molestarse en buscarla y digerirla. En cambio, las reacciones manifestadas por muchos usuarios de la información en numerosos medios demuestran que una gran parte del público se está guiando mayoritariamente por el prejuicio.

La diferencia entre la ciencia y casi todo lo demás es que esta se guía por juicios, no por prejuicios. Einstein teorizó que nada puede viajar más rápido que la luz. Un físico podría defender esta premisa obstinadamente a lo largo de toda su carrera; y sin embargo, si algún día llegara a demostrarse que la velocidad superluminal es posible (y no lo descarten), ese científico cambiaría inmediatamente de postura sin ningún rubor ni vergüenza. Esto raramente suele ocurrir en la calle, en la sociedad, en la política. El pensamiento racional, razonado y razonable que caracteriza al Homo sapiens busca la prueba, comprende la prueba y se adapta a la prueba.

Sin embargo, el asunto de la carne ha servido para que muchos ciudadanos radicalmente desinformados desempolven viejos prejuicios impropios de una civilización inteligente y desarrollada. Y entre ellos, destaca una vez más la falacia química, esa idea de que «la naturaleza es buena y la química es dañina», que tanto yo como prácticamente todo periodista de ciencia, bloguero y adláteres de este planeta nos hemos visto obligados a tratar de derribar, siempre sin éxito.

En esta ocasión, la falacia química ha resucitado de entre los muertos (en realidad es un eterno zombi) con una forma parecida a lo siguiente: «Pues claro que la carne provoca cáncer, es por todas las mierdas que le meten, hormonas, aditivos…». Y a veces se remata con un estrambote del estilo: «Yo solo como chorizo de mi pueblo, todo natural, ese sí que es sanísimo y no da cáncer».

Para colocar la guinda, ayer un alto representante de la UE compareció ante la prensa para asegurar que la carne a la venta en la Unión cumple con todos los estándares sanitarios de seguridad, contribuyendo a avivar la noción (rematadamente falsa) de que el vínculo entre carne y cáncer depende de la calidad del género, o de que «algo le echan».

A ver. No, no y no.

Los compuestos de la carne imputados con el posible delito de cáncer en primer grado son, en su mayoría, sustancias como las aminas heterocíclicas y los hidrocarburos policíclicos, que aparecen tras el proceso de cocinado por transformación de los propios componentes intrínsecos y naturalísimos de la carne. No son «mierdas». No son aditivos ni hormonas. Solo las nitrosaminas pueden proceder de aditivos, los nitritos, que se emplean en los procesos de curado. Pero primero, la mayoría de los nitritos que consumimos no provienen de la carne, sino de la verdura y la fruta. Y segundo, los nitritos empleados para conservar la carne son imprescindibles, ya que se añaden para evitar el crecimiento del Clostridium botulinum, la bacteria causante del botulismo. El botulismo es una enfermedad mortal. Ustedes verán.

Pero ¿cómo puede ser que un alimento natural provoque cáncer?, se preguntará alguien.

Quédense con esta idea: en realidad, casi cualquier cosa puede provocar cáncer. De hecho, el cáncer puede incluso provocarse solo. Lo que hacen los estudios epidemiológicos y experimentales es tratar de determinar qué sustancias y compuestos pueden hacerlo de forma más consistente, frecuente y eficaz.

Microscopía electrónica de barrido de una célula HeLa. Imagen de NIH.

Microscopía electrónica de barrido de una célula HeLa. Imagen de NIH.

En los laboratorios de biología se cultivan líneas celulares inmortalizadas, capaces de dividirse indefinidamente. Son células cancerosas. De hecho, algunas proceden de cánceres reales, como la línea HeLa, obtenida del tumor de una mujer llamada Henrietta Lacks que murió en 1951 a causa de su enfermedad. Si extraemos células de nuestro cuerpo y las ponemos en cultivo, no tardarán en morir, ya que están sujetas a una especie de programa de caducidad llamado senescencia. Los científicos emplean diversos procedimientos, como el uso de ciertos virus, para convertir estas células en inmortales. Pero también puede suceder que una célula de un cultivo ex vivo, obtenido de un humano o animal, sufra espontáneamente una mutación que la inmortalice. Sin ningún estímulo aparente.

El resumen de la cuestión es que el cáncer no es una enfermedad al estilo de lo que solemos entender por enfermedad. El cáncer no es la malaria o la gripe; no es una perturbación temporal del organismo causada por la presencia temporal de un agente externo, mientras dura la presencia temporal del agente externo. El cáncer es más bien un defecto de fábrica (en los casos familiares) o una avería debida al largo uso (en los casos esporádicos). Es una forma infortunada de obsolescencia. Cuando una célula individual falla, pueden aparecer múltiples manifestaciones, pero todas ellas llevan a una de dos puertas: o la célula muere, o prolifera sin control. Lo primero no tiene ninguna repercusión. Lo segundo es un cáncer.

Cuanto más tiempo vivimos, y hoy vivimos mucho, multiplicamos estadísticamente la probabilidad de que una de nuestras células falle hacia la puerta número dos. Y naturalmente, cuanto peor uso demos a nuestra máquina, más aumentamos las posibilidades de avería. Pero no hay nada, repito, absolutamente nada, que nos proteja de la posibilidad de sufrir un cáncer. En estos días escucharán infinidad de proclamas sin fundamento: que si el ajo, que si el aceite de tal cosa, que si no sé qué hierba. Si algo de esto les tranquiliza, tómenlo. Pero no podrán decir que nadie les avisó de que todo eso es sencillamente una engañosa, inmensa (y a veces interesada) pamplina.

El Nobel de Química se pone al día con los deberes atrasados

No puedo negarlo: a uno se le queda cierta cara de escalera de color cuando un premio Nobel distingue hallazgos que ya figuraban en los libros de texto en los remotos tiempos del siglo XX en que a uno aún le salían espinillas.

Imagen de la Fundación Nobel.

Imagen de la Fundación Nobel.

Como ya he reflejado aquí anteriormente, la apuesta de un servidor iba para Emmanuele Charpentier y Jennifer Doudna, autoras de la tecnología de edición genómica CRISPR/Cas-9, un sistema molecular descubierto en bacterias que sirve para corta-pegar fragmentos de ADN y que promete innumerables aplicaciones desde la investigación básica a las terapias avanzadas. Charpentier y Doudna han merecido ya varios premios, incluyendo el Princesa de Asturias de Investigación 2015, y figuraban también en la quiniela de Thomson Reuters como favoritas para el Nobel (quiniela que, por cierto, este año no ha dado una a derechas).

La tecnología CRISPR/Cas-9 es hasta ahora el mayor avance de este siglo en biología molecular. Tan nuevo que aún está dando sus primeros pasos, en los que surgen nuevas maneras de aplicarlo, variaciones y mejoras al sistema. Tan nuevo que existe una disputa sobre la patente entre los equipos de Doudna y Charpentier y el investigador de Harvard Feng Zhang, el primero que lo aplicó en células humanas y que, para esquivar el embrollo, ha introducido una nueva alternativa a Cas-9 llamada Cpf1.

El sistema CRISPR merecerá un Nobel, no cabe duda. En su día, lejano él. Porque es evidente que el comité de los premios suecos no se distingue precisamente por andar a la última. Sus miembros prefieren los hallazgos ya reposados y consolidados, que han demostrado su relevancia larga y sobradamente sin posibilidad alguna de refutación. Y es probable que la disputa sobre la patente también haya aconsejado esperar para poder valorar el hallago biotecnológico del siglo con un poco más de perspectiva. Y para saber a quién atribuírselo.

El problema es que en ocasiones el reconocimiento llega tan tarde que los galardones se convierten más bien en homenajes a toda una trayectoria de venerables investigadores ya retirados. O en otros casos parece que el comité concede premios escoba, dicho con todo el respeto, en el sentido de recoger los hallazgos que quedaron atrás y que en su día no fueron reconocidos. Es decir, ponerse al día con los deberes atrasados.

Este último es el caso del Nobel de Química de este año 2015. El sueco Tomas Lindahl (actualmente en el Instituto Francis Crick y Laboratorio Clare Hall de Hertfordshire, Reino Unido), el estadounidense Paul Modrich (Instituto Médico Howard Hugues y Universidad de Duke) y el turco Aziz Sancar (Universidad de Carolina del Norte, EE. UU.), premiados «por sus estudios de los mecanismos de reparación del ADN», aportaron los hallazgos merecedores del premio hace ya décadas, en los años 70 y 80 del pasado siglo.

Nada de lo cual resta importancia a los descubrimientos de los tres investigadores. Mientras escribo estas líneas, y ustedes las leen, millones de células de nuestros cuerpos están fotocopiando su ADN para preparar la división celular. Y vigilando este proceso están los mecanismos de reparación para asegurar que el original se mantenga en buen estado, que no se deteriore con defectos que lo dejarían inservible, y que la copia sea fiel al original para evitar las mutaciones que podrían provocarnos un cáncer.

Se trata de hermosos prodigios de la evolución que nos protegen, por ejemplo, de los daños de la luz solar ultravioleta o de los carcinógenos que entran en nuestros cuerpos a diario, y sin los cuales la vida sería imposible. La investigación sobre estos mecanismos prosigue hoy, con el objetivo de dominar su poder para devolver al redil a las células rebeldes del cáncer. Ya existe algún fármaco destinado no a potenciar, sino a inhibir un sistema de reparación para inducir el colapso total del ADN en las células cancerosas.

Eso sí: cuando lean por ahí algo parecido a «los hallazgos de estos investigadores permitirán curar tal o cual enfermedad», no contengan la respiración. Han pasado ya décadas desde los hallazgos de estos investigadores, y hasta ahora estos mecanismos de reparación no se han traducido en una vía mayoritaria para atacar dolencias como el cáncer. Y en lo que respecta a la capacidad de manipular el ADN a voluntad y casi con una precisión quirúrgica… ¿he mencionado ya el sistema CRISPR?

¿Y si la vida surgió en el desierto?

Si algo sabemos con certeza de cómo comenzó la vida en este planeta, es que fue en el mar.

¿O no?

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Las reacciones químicas de la vida tienen lugar en el agua. Las células son pequeños botijos cerrados que mantienen en su interior un diminuto océano portátil en el que transcurren todos los procesos bioquímicos. Pero antes de que surgiera la primera célula, no había una barrera que confinara el medio acuoso. Por lo tanto, toda la química previa a los primeros sistemas vivos debía desarrollarse directamente sobre mojado. El agua con compuestos precursores disueltos es lo que se conoce como la sopa orgánica primordial, el lugar donde nació la vida.

Algunos científicos piensan que este lugar pudo ser similar a las actuales fumarolas hidrotermales marinas, también llamadas chimeneas negras. Se trata de fisuras en el lecho marino situadas en zonas volcánicas, normalmente a gran profundidad, por las que se filtra agua caliente con abundantes minerales disueltos, sobre todo sales de azufre. La alta temperatura y la riqueza de nutrientes concentran pequeños ecosistemas en las fumarolas, incluyendo bacterias y arqueas primitivas que viven en ausencia de oxígeno, en un entorno muy parecido al de la Tierra prebiótica.

La ventaja de las fumarolas es que crean un ambiente local muy apto para que se dieran las condiciones iniciales de la vida, algo que difícilmente pudo ocurrir en un mar abierto donde los compuestos están demasiado dispersos. Con el paso de los años, los científicos han ido abandonando la idea de que la vida pudo surgir en el agua libre, ya que la baja concentración de las moléculas haría muy improbable que llegaran a producirse las reacciones necesarias; hace falta un ambiente más íntimo, o una fase sólida a la que agarrarse. El propio Darwin ya habló de un «pequeño estanque caliente», y algunos expertos han llegado a proponer incluso que la vida pudo comenzar en el diminuto resto de agua que cabe entre dos laminillas de mica, ese mineral que forma lentejuelas en el granito.

Esto, en lo que se refiere al dónde. Pero ¿cómo? Ayer mencioné el experimento de Miller-Urey. En 1952, Stanley Miller y Harold Urey, entonces en la Universidad de Chicago, construyeron un sistema cerrado en el que introdujeron una fuente simple de carbono, otra de nitrógeno y gas hidrógeno, todo ello en un medio acuoso con una fuente de calor. Al más puro estilo de Victor Frankenstein, aplicaron chispazos a la disolución para simular las tormentas eléctricas de la Tierra primigenia. Gracias a este aporte de energía, el sistema de Miller y Urey generó espontáneamente una gran cantidad de aminoácidos, los bloques que forman las proteínas; tantos que un análisis reciente de las muestras guardadas entonces detectó más de los que en su día habían encontrado los investigadores.

El chispazo de Frankenstein es un elemento problemático. Como expliqué ayer, y en aplicación de la Segunda Ley de la Termodinámica, la física de la naturaleza fluye hacia los estados de mínima energía, no al contrario. En presencia de oxígeno, los compuestos de carbono de los que estamos hechos se queman espontáneamente, desprendiendo calor y produciendo dióxido de carbono (CO2) y agua como residuos finales. Para que la reacción discurra en sentido contrario, por ejemplo para fabricar glucosa a partir de agua y CO2, es necesario aportar energía, que se almacena en los enlaces químicos de la molécula. El chispazo de Miller y Urey lo conseguía; pero por mucho que la Tierra primitiva fuera una especie de Mordor, confiar en los rayos para ejecutar billones de reacciones de ensayo y error es quizá demasiado arriesgado. ¿Sería posible encontrar otra fórmula en la que se aminoraran las barreras energéticas a superar?

De momento, ahí lo dejamos. Pasamos ahora al qué. Para disparar el comienzo de la vida en la Tierra y mucho antes de la primera célula, fue necesario que en primer lugar aparecieran moléculas capaces de copiarse y almacenar información. Lo primero se logra a través de enzimas, que actúan como catalizadores para propiciar reacciones que de otro modo no se producirían, o lo harían muy lentamente. Para lo segundo se necesitan un código y un soporte químico capaz de alojarlo.

Respecto a esto último, hoy todos los organismos almacenamos nuestra información en forma de ADN, a excepción de algunos virus (si es que pueden calificarse como organismos) que emplean como material genético otro derivado llamado ARN. El ARN, que también empleamos todos los organismos para ciertos procesos biológicos, tiene una cualidad especial, y es que además de almacenar información genética puede actuar como enzima, algo que no se ha encontrado en la naturaleza para el ADN. Estos ARN con actividad catalítica se llaman ribozimas.

El descubrimiento de las ribozimas en 1982 indujo a muchos científicos a pensar que quizá la vida en la Tierra comenzó con el ARN, ya que tiene todo lo necesario, capacidad de codificar información y actividad catalítica que podría haber facilitado la autorreplicación. La vida no podría haber comenzado sin la catálisis, y en esta actividad biológica juega un papel imprescindible otro tipo de compuestos, las proteínas, que aportan la mayoría de las funciones enzimáticas y estructurales de los seres vivos. Las proteínas son cadenas de aminoácidos, como los generados por el experimento de Miller-Urey. Pero la unión de los aminoácidos en cadenas requiere un gran aporte de energía para la formación de sus enlaces, denominados peptídicos, y es difícil que esto se produzca de manera espontánea.

Ante todos estos requisitos e incógnitas, un equipo de investigadores del Centro para la Evolución Química y el Instituto Tecnológico de Georgia (EE. UU.) ha creado un modelo que avanza un gran paso en la demostración de la abiogénesis. Los científicos mezclaron dos tipos de moléculas orgánicas, aminoácidos e hidroxiácidos. Estos últimos, que también se presumen presentes en la Tierra primitiva, se diferencian de los aminoácidos en el grupo químico que llevan pegado a su radical ácido, y son muy utilizados en cosmética; muchas cremas llevan alfa-hidroxiácidos, o AHA, por sus (siempre presuntas) propiedades beneficiosas para la piel.

Los investigadores sometieron esta mezcla heterogénea a varios ciclos sucesivos de humedad y secado por calor, con una temperatura máxima que no superaba los 65 ºC. Con este proceso simularon algo que podría haber sucedido en la Tierra primitiva: charcos ricos en materia orgánica que se secaban al sol y se hidrataban de nuevo con la lluvia. Después de solo 20 repeticiones, los científicos observaron que surgían espontáneamente cadenas de hasta 14 unidades de aminoácidos e hidroxiácidos, conocidas con el nombre de depsipéptidos.

Los hidroxiácidos se unen con un tipo de enlace llamado éster, formando lo que se llama un poliéster. Un ejemplo de poliéster es, evidentemente, el poliéster, la conocida fibra textil. Esta es sintética y no biodegradable, pero existen otros poliésteres que se forman y se degradan en la naturaleza. Los científicos ya habían observado antes que estos poliésteres se forman espontáneamente con los ciclos de secado e hidratación. El enlace éster requiere menos energía que el enlace peptídico; basta con un aumento moderado de temperatura para activar su formación. Y una vez logrados los ésteres, la barrera de energía hacia los péptidos, más estables, es mucho menor. «Permitimos la formación de enlaces peptídicos porque los enlaces éster reducen la barrera energética que debe superarse», apunta el codirector del estudio, Nicholas Hud.

Así, una vez que se forman poliésteres, se van rompiendo y reformando, creándose depsipéptidos y finalmente péptidos; todo ello a temperaturas compatibles con la vida y sin necesidad de catalizadores externos. Según el estudio, publicado en la revista Angewandte Chemie International Edition, el proceso podría haber tenido lugar incluso en el desierto, donde el rocío puede formar minúsculas acumulaciones de agua que se secan al sol durante el día y se rehidratan por la noche.

Así, tenemos la demostración de que en la Tierra temprana pudieron formarse péptidos, o pequeñas proteínas. El siguiente paso lo detalla el coautor del estudio Ramanarayanan Krishnamurthy: “Si este proceso se repitiera muchas veces, podrías crecer un péptido que podría adquirir una propiedad catalítica, porque habría alcanzado un cierto tamaño y podría plegarse de una determinada manera. El sistema podría comenzar a desarrollar ciertas características y propiedades emergentes que podrían ayudarle a autopropagarse”.

En resumen, queda superado el obstáculo del que hablaba en el artículo anterior: la aparición de un sistema bioquímico con capacidad de autopropagación es energéticamente posible, y compatible con la Segunda Ley de la Termodinámica. Es evidente que, incluso desde la posible formación espontánea de enzimas y ARN catalítico hasta el nacimiento de la primera célula primitiva, queda aún un largo camino por recorrer. Pero otros investigadores han aportado también grandes avances en estas etapas, como la generación espontánea de membranas protocelulares a partir de ciertos lípidos. Resumiendo aún más: la abiogénesis es posible.

Pero en el fondo siempre nos quedará una pregunta incómoda.

¿Por qué solo una vez?

Mientras confiamos en encontrar vida en algún otro planeta de condiciones habitables, ignoramos a veces el hecho de que, a lo largo de 4.500 millones de años de historia de la Tierra, la abiogénesis solo ha ocurrido aquí UNA vez. O por lo menos, no tenemos absolutamente ningún indicio para sospechar otra cosa.

Concluimos así regresando a una vieja pregunta: ¿es la vida algo extremadamente improbable, como defendía Fred Hoyle? ¿Somos el producto de una casi imposible carambola de fenómenos raros? Por desgracia, no es descabellado pensar que quizá no haya nadie más en el universo.

¿Es la aparición de la vida incompatible con las leyes de la física?

Voy a despedir temporalmente este blog hasta después de las vacaciones con dos historias que superficialmente no tienen ninguna relación entre sí, pero que en el fondo ilustran una misma y vieja pregunta: ¿cómo surge la vida a partir de la no-vida, o lo complejo a partir de lo simple? Hoy explico el contexto, al que seguirán las dos historias en los próximos días.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA's Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA’s Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Tal vez a muchos sorprenda que el término Big Bang, que designa la teoría cosmológica prevalente hoy, lo inventó alguien que no creía en él. En 1949, el astrónomo británico Fred Hoyle lo pronunció durante una entrevista para la BBC con una intención casi paródica. Fallecido en 2001, Hoyle fue un tipo siempre polémico a causa de muchas de sus visiones, que desafiaban las teorías científicas más aceptadas.

Uno de los campos en los que Hoyle sostuvo una opinión heterodoxa fue el origen de la vida en la Tierra. El astrónomo fue uno de los principales proponentes de la panspermia, la idea de que la biología fue sembrada en este planeta por la colisión de objetos espaciales. Hoyle consideraba imposible que la vida hubiera nacido espontáneamente a partir de la no-vida, lo que se conoce como abiogénesis. Según sus cálculos, la posibilidad de que por puro azar surgiera el conjunto mínimo de enzimas para poner en funcionamiento la célula más simple era de una entre 10 elevado a 40.000 (uno dividido entre un uno seguido de 40.000 ceros). En una de sus frases más famosas, Hoyle dijo que la probabilidad de aparición de una célula a partir de sus componentes químicos básicos era similar a la de que un tornado atraviese el patio de una chatarrería y ensamble un Boeing 747 a partir de la chatarra.

Lo cierto es que las dudas de Hoyle tenían algo de fundamento. En el siglo XIX se acuñó un término llamado entropía, cuyo significado se expresó en una de las leyes fundamentales de la naturaleza, la Segunda Ley de la Termodinámica. La entropía ha recibido distintas definiciones a lo largo del tiempo. Popularmente se entiende como el grado de desorden de un sistema, una traducción lógica de su significado físico. En una de sus acepciones, la entropía mide la cantidad de energía inútil disipada en forma de calor por un sistema, por ejemplo una máquina.

La Segunda Ley afirma que la entropía de un sistema aislado siempre aumenta. El universo, como sistema aislado, camina en una dirección temporal, que es la misma que lo dirige hacia su máximo nivel de entropía. La Segunda Ley es el motivo, por ejemplo, de que una máquina de movimiento perpetuo sea algo incompatible con la física. Y también es la razón por la cual es imposible emplear el agua como combustible; el agua no puede quemarse porque ya está quemada: es hidrógeno oxidado, un residuo biológico final.

Desde que se definió por primera vez la entropía, surgió la pregunta sobre cómo aplicar el concepto a los sistemas biológicos, un tipo particular de máquinas. En 1875, el físico Ludwig Boltzmann hizo notar que la lucha de los organismos biológicos por la vida es en realidad una lucha por la «entropía negativa», es decir, la generación de un nivel superior de orden, gracias a la disponibilidad de la energía que se transfiere desde el Sol a la Tierra, desde un cuerpo caliente a otro frío. El también físico Erwin Schrödinger, el del famoso gato, definió una paradoja que hoy se conoce por su nombre: la Segunda Ley de la Termodinámica dicta que los sistemas aislados aumentan su grado de desorden; y sin embargo, los sistemas vivos logran justo lo contrario, acrecentar su nivel de organización. Tanto si nos fijamos en los organismos individuales como en la abiogénesis o en la evolución biológica, todo parece transcurrir en sentido contrario al que se esperaría según la Segunda Ley. ¿Cómo es posible?

La respuesta es muy obvia, pero no sus implicaciones; tanto no lo son que el asunto de la entropía en los sistemas biológicos ha mantenido ocupados a los biofísicos durante más de un siglo. En cuanto a la respuesta obvia, está claro que la vida no es un sistema aislado; solo hay que añadir el entorno y el Sol como fuente de energía para que el balance total de entropía sea positivo, como dicta la ley. Como ya entrevió Boltzmann y explicó Schrödinger, los organismos se alimentan de «entropía negativa», un concepto que luego fue reemplazado por el de energía libre; una planta cosecha la energía solar para construir, por ejemplo, moléculas de glucosa. Pero para conseguir un mayor grado de orden interno, todo organismo aumenta el desorden de su entorno, en forma de materia desorganizada (residuos) y disipación de energía no aprovechable (calor).

Con todo, algo es innegable, y es que la síntesis de una molécula de glucosa es un proceso termodinámicamente antinatural, ya que requiere saltar una barrera energética para que las cosas funcionen en sentido contrario a como lo harían de acuerdo estrictamente a las leyes de la física. Sin embargo, la experiencia nos muestra que esto sucede todos los días a nuestro alrededor y de forma natural en los sistemas biológicos, y los científicos lo han construido, deconstruido, replicado, experimentado y medido.

Pero ¿qué ocurre con la abiogénesis?

El problema de la abiogénesis es que no estábamos ahí para observar cómo se producía. Y desde luego, esto no es una obviedad. Nunca jamás llegaremos a conocer con certeza cómo y dónde surgió la vida en nuestro planeta. Pero experimentalmente podemos simular las condiciones de la Tierra prebiótica y sentarnos a observar si ocurre algo similar a lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años.

A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, innumerables experimentos se han acercado a la demostración de cómo la vida puede surgir a partir de la no-vida; en particular, el experimento de Miller-Urey, en 1952, fue crucial para demostrar que la abiogénesis era naturalmente posible. El argumento de Hoyle sobre el tornado y el 747 se desmonta por el hecho de que todos los pasos, tanto en los organismos individuales como en la evolución biológica, son casi infinitesimales; es decir, que toda complejidad es reducible a la suma de incrementos diminutos. Y si es así para la aparición de todas las innovaciones evolutivas (incluyendo casos clásicos como el ojo), también lo es para la abiogénesis: la vida fue el producto final de una serie increíblemente extensa de pequeños procesos que a su vez se dieron en innumerables formas de ensayo y error, de las cuales la mayoría fueron errores. La Tierra tuvo tiempo de sobra para eso.

Ahora bien, es cierto que continúa siendo imprescindible superar una barrera energética para mover las cosas en sentido contrario a lo que la física haría por sí sola; así pues, cualquier intento de explicar el origen de la vida debe cumplir este requisito. Mañana contaré la primera de las historias de este cierre de temporada, un fascinante experimento que no solo sostiene la posibilidad de la abiogénesis, sino que sitúa el origen de la vida en un ambiente completamente insospechado: el desierto.

Tonterías que se dicen: los desodorantes provocan cáncer

Me ocurrió hace unas semanas, cenando con unos amigos. No recuerdo a propósito de qué, arrojé a la conversación un comentario que había escuchado sobre la excéntrica moda entre ciertas estrellas de Hollywood de prescindir del aseo personal, entre ellos Leonardo DiCaprio y Matthew McConaughey, si la memoria no me falla. Mientras lo contaba, algunos reían, pero observé por el rabillo del ojo que una amiga conservaba un gesto plano. Hasta que, por fin, lanzó lo que estaba pensando, y era justamente lo que yo estaba pensando que ella estaba pensando:

–Es que los desodorantes provocan cáncer.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Así empezó otra conversación. Le expliqué a mi amiga el asunto de los desodorantes, los antitranspirantes, el aluminio y los parabenos, lo que se ha verificado sobre ellos frente a lo que se ha rumoreado sobre su presunto vínculo con el cáncer. Me llevé la sensación de que no sirvió de mucho. Y contradiciendo a Forrest Gump, mi amiga es de todo menos tonta. Trabaja en riesgos financieros, una materia complicada en la que la supongo experta, sobre la cual no tengo la menor idea y no osaría opinar, no digamos ya discutir. Por el contrario, cuando se trata de cuestiones con sustrato científico, se da la curiosa circunstancia de que el rumor es más poderoso que los hechos, y el mito que la ciencia, y la obcecación que la razón.

Tal vez nos estemos empeñando sin resultados esperables. La experiencia dice que es enormemente difícil, cuando no imposible, descabalgar a alguien de su creencia en las pseudociencias o en las leyendas urbanas, sobre todo cuando ayudan a sustentar una idea preconcebida o a alimentar una fe. Cuando falta la posibilidad de acceder a las fuentes originales, muchos se limitan simplemente a quedarse con aquella versión que mejor les encaja de entre las que circulan, sin importar su origen o credibilidad. Y cuando todo el mundo sabe algo porque lo dice un email, científicos, abandonad toda esperanza.

Prueba de ello es que el asunto de los desodorantes continúa vigente, a pesar de que ya es viejo y ha sido suficientemente desmentido. De él ya se ocupaba hace nada menos que 15 años la revista Journal of the National Cancer Institute, y por entonces decía sobre el rumor que ligaba los antitranspirantes con el cáncer de mama: «circulado vía email, el rumor ha estado presente durante meses, posiblemente años». En este caso, además, se ha creado un batiburrillo entre las proclamas originales de los antitranspirantes y la posterior entrada en acción de los parabenos, cuajando una mezcla explosiva que continúa triunfando.

Es difícil saber cómo comenzó todo, pero las primeras alarmas propagadas por email hace más de 15 años explicaban que las sales de aluminio presentes en los antitranspirantes, al taponar los conductos de las glándulas sudoríparas, impedían la expulsión de las toxinas y provocaban su concentración en los ganglios linfáticos de las axilas, donde causaban cambios celulares que conducían al cáncer. Además, añadían los rumores, los compuestos «químicos» de los desodorantes se absorbían a través de la piel e interferían con la acción de los estrógenos, hormonas que (esto sí es cierto) sostienen el crecimiento celular en la mayoría de los cánceres de mama. Las proclamas se apoyaban en el hecho de que la mayoría de los tumores mamarios brotan en la región más próxima a la axila. Al mismo tiempo, el aluminio se vinculaba también en otros foros con el desarrollo de alzhéimer.

Pero lo cierto es que ni entonces, ni ahora, existen estudios que asocien los antitranspirantes con el riesgo de padecer cáncer de mama. Un amplio estudio en 2002 y otro en 2006 no encontraron asociación entre ambos factores. En su día diversas organizaciones concernidas, como el Instituto Nacional del Cáncer de EE. UU. (NCI) o la Administración de Fármacos y Alimentos del mismo país (FDA), así como la Sociedad Americana del Cáncer y otros organismos, negaron la existencia de ningún vínculo. También la Asociación Española contra el Cáncer recogió la misma conclusión. La última revisión del conocimiento acumulado hasta hoy, publicada en 2014, concluye: «No hay pruebas convincentes ni consistentes que asocien el aluminio encontrado en la comida o el agua potable, a las dosis y en las formas químicas actualmente consumidas por las personas que viven en Norteamérica y Europa Occidental, con un aumento de riesgo de enfermedad de Alzheimer. Ni tampoco hay pruebas claras mostrando un aumento de riesgo de alzhéimer o cáncer de mama por el uso de cosméticos o antitranspirantes axilares con aluminio».

Y en esto llegaron los parabenos. Llegaron, aclaremos, a los emails virales, no a los productos de consumo. Los parabenos comenzaron a emplearse como conservantes en alimentos y cosméticos entre los años 20 y 30 del siglo pasado, al comprobarse sus potentes efectos bactericidas y fungicidas con una baja o nula toxicidad. Químicamente son parahidroxibenzoatos que existen en la naturaleza; se fabrican en el laboratorio porque resulta más fácil que extraerlos, pero algunos de los que se emplean son idénticos a los naturales.

Los parabenos se han utilizado durante décadas sin pruebas de efectos tóxicos relevantes en la población general. Hasta que en 2004 saltaron a la fama, o a la infamia, a raíz de un estudio dirigido por Philippa Darbre, de la Universidad de Reading (Reino Unido), en el que se demostraba la presencia de parabenos en 18 de 20 muestras de tejido de pacientes de cáncer de mama. Sumando que además los parabenos pueden imitar la función de los estrógenos y que se emplean también en los desodorantes, faltó tiempo para que una conclusión inflamara la red: los parabenos de los desodorantes provocan cáncer.

Mientras la alarma cundía, el estudio de Darbre empezaba a ser seriamente vapuleado por la comunidad científica, comenzando por cartas al director y respuestas de otros científicos en la misma revista que publicó el trabajo, Journal of Applied Toxicology (y que probablemente, gracias a Darbre, ganó algún punto en sus índices de impacto). No era para menos. Por no repetir los criterios que he expuesto aquí anteriormente, el trabajo era enormemente deficiente; para empezar, ni siquiera comprobaba los niveles de parabenos en mujeres sanas ni en otros tejidos diferentes del cuerpo. Un estudio sin controles no es un estudio. Pero además, la minúscula muestra de Darbre no demostraba absolutamente ningún tipo de causalidad, algo que he tratado en este blog en numerosas ocasiones (y por aportar un enésimo ejemplo más: un alienígena que aterrizara en nuestro planeta para estudiar las causas de los accidentes de tráfico podría llegar a la conclusión de que todos están provocados por el airbag, ya que aparece desplegado en todos los coches siniestrados). Por último, el estudio de Darbre tampoco indagaba en el origen de los parabenos encontrados en el tejido canceroso.

La plausibilidad biológica no se sostiene: la actividad estrogénica de los parabenos es de cientos a miles de veces menor que la de los estrógenos que fabrica el propio cuerpo. Del mismo modo, y atendiendo a la lógica del efecto dependiendo de la dosis y la actividad, el propio sistema hormonal sería un carcinógeno mucho más potente. Muchos otros compuestos ambientales imitan o interfieren con la función estrogénica. También lo hace la píldora anticonceptiva, para la que de hecho se ha sugerido un ligero aumento de riesgo de cáncer de mama, cervical y hepático (y una disminución para los de ovario y endometrio) que, aunque figura en las advertencias de administración, no se considera un riesgo serio.

Por su parte, Darbre no se rendía. En 2009 publicaba un artículo defendiendo su hipótesis, en el que afirmaba que la ubicación mayoritaria de los cánceres de mama “refleja el creciente uso de cosméticos en el área axilar”. La investigadora incluso pretendió avivar la polémica sobre el aluminio, publicando en 2005 otro estudio en el que, a partir de una interferencia in vitro de este metal con el mecanismo del estrógeno en una línea celular tumoral, se atrevía nada menos que a sugerir una implicación del aluminio en el cáncer.

Por desgracia para ella, pero como era de esperar, sus propias investigaciones posteriores no le dieron la razón: en 2012 publicaba (también en la revista Journal of Applied Toxicology) otro estudio en el que detectaba parabenos en muestras de tejido de 40 mujeres con cáncer de mama. Pero dado que muchas de las mujeres no utilizaban desodorantes, no le quedaba otro remedio sino descartar la asociación con estos productos.

Curiosamente, en esta ocasión descubría un nivel medio de parabenos cuatro veces superior al hallado en su estudio original; lo cual, una vez más, no apoya ningún efecto dependiente de dosis ni relación alguna causa-efecto. El coautor del trabajo Lester Barr declaraba: “Nuestro estudio parece confirmar la visión de que no hay una relación simple de causa y efecto entre los parabenos de los productos axilares y el cáncer de mama”. La propia Darbre admitía: “El hecho de que los parabenos se detectaran en la mayoría de las muestras de tejido de mama no implica que realmente causaran cáncer de mama en las 40 mujeres estudiadas”.

Mientras, el resto de los estudios han continuado corroborando lo que ya se conocía, que los parabenos no tienen efectos tóxicos significativos. Actualmente tanto la FDA como el NCI o la Unión Europea mantienen el mismo criterio sobre los parabenos que existía antes de Darbre: mientras nadie demuestre lo contrario, son seguros. En el caso de la UE, hubo una nueva revisión tras la aprobación de una ley en Dinamarca que aplicaba el principio de precaución para restringir dos tipos de parabenos en los productos destinados a los menores de tres años, por su posible interferencia con el sistema endocrino (no por ninguna sospecha de vínculo carcinogénico). Después de la revisión, el Comité Científico de Seguridad del Consumidor de la UE (SCCS) dictaminó que los parabenos continúan siendo seguros a las concentraciones autorizadas y en los casos en los que esta seguridad ha sido comprobada, lo que excluyó cinco compuestos concretos de la lista de productos autorizados por no existir datos sobre ellos. El documento del SCCS aseguraba haber empleado un criterio extremadamente cauto, aplicando “varias capas de supuestos conservadores”.

Resumiendo, y con toda la investigación ya acumulada, es extremadamente improbable que alguien llegue a demostrar un vínculo entre los desodorantes, el aluminio o los parabenos, y el cáncer. En este sentido merece la pena comentar un argumento que a menudo esgrimen quienes quieren ver en Darbre una Erin Brockovich enfrentada al poder de las compañías: “También decían que el tabaco no causaba cáncer hasta hace unos años”. Sencillamente, no es cierto: los efectos nocivos del tabaco se conocen desde que existe lo que podríamos llamar ciencia moderna. Comenzó a escribirse sobre ello ya a principios del siglo XIX, y eso que incluso ya en el año 1900 aún solo se habían descrito 140 casos de cáncer de pulmón en la literatura médica. El primer artículo científico sobre tabaco y cáncer de pulmón data de 1912. En la década de 1930 ya estaba científicamente establecido el vínculo carcinogénico del tabaco, lo que inspiró la primera gran campaña antitabaco de la era moderna, la de la Alemania nazi. Desde entonces miles de estudios (más de 34.000, según una búsqueda rápida) han mostrado, remostrado y demostrado los perjuicios del tabaco. Los parabenos también han estado presentes durante casi todo este tiempo y nadie ha podido imputarles un efecto carcinogénico, a pesar de que algunos lo han buscado con insistencia.

Tal vez alguien se esté preguntando, con lógico criterio: si los parabenos son inofensivos, ¿por qué muchas marcas los están retirando de su composición? La pregunta habría que formulársela a las compañías, pero es fácil imaginar el porqué: una vez que en la calle se han instalado las dudas sobre un producto, y diga lo que diga la ciencia, difícilmente hay vuelta atrás. Ninguna marca querría arriesgarse a perder a un solo consumidor reticente. Cuando un compuesto cae en desgracia, no corresponde a las compañías convencer de su seguridad, sino huir a toda prisa del ingrediente estigmatizado para poder ser los primeros en anunciar un desodorante “sin parabenos”. Un publicista decía que la publicidad es conservadora: se suma a la tendencia que en cada momento triunfa en la calle; se sube a la cresta de la ola, no trata de crear una ola.

Pero con ello surge un nuevo problema del que algunos expertos ya están advirtiendo, y es que los parabenos se están reemplazando por otros conservantes que no cuentan con un historial previo tan extenso y sólido de ensayos de eficacia y toxicidad. Algunas marcas han regresado al más clásico de los desodorantes naturales, el mineral de alumbre, uno de cuyos ingredientes principales es… ¿adivinan? Aluminio.

Tonterías que se dicen: la química orgánica es la buena y natural

No sé si esto llegará a convertirse en una minisección de este blog; material, hay. No trato aquí de reírme de la nesciencia de nadie, entendiendo nesciencia como la falta de un conocimiento que no se nos tiene por qué suponer. Todos somos nescientes en algo, o en mucho, más allá de lo que queremos o estamos obligados a saber. Pero otro caso diferente es la necedad insolente y/o interesada: cuando alguien ha preferido voluntariamente permanecer opaco al conocimiento y, además, hacer gala de ello, o cuando se retuercen los argumentos científicos en favor de una preconcebida ideología.

Química orgánica: un pelícano afectado por el vertido de Deepwater Horizon en 2010. Imagen de Louisiana GOHSEP / Wikipedia.

Química orgánica: un pelícano afectado por el vertido de Deepwater Horizon en 2010. Imagen de Louisiana GOHSEP / Wikipedia.

Lo que vengo a contar hoy es posiblemente una mezcla de ambas cosas, dado que la diferencia entre química orgánica e inorgánica es algo que se aprende en la enseñanza secundaria obligatoria y, por tanto, su ignorancia no puede atribuirse generalmente a una falta de oportunidades en la vida. Ocurrió a propósito de un post reciente de mi compañera Madre ídem sobre las vacunas. En los comentarios, una persona, evidentemente contraria a la vacunación y aparentemente naturómana radical, hacía una distinción entre lo que entendía como química orgánica, la de la naturaleza, y química inorgánica, la de los malignos laboratorios e industrias.

No quiero extenderme en esto, pero debo explicar de dónde procede la confusión. Ciertas técnicas de producción y comercialización de alimentos se apropiaron de algunas etiquetas mucho antes de que la regulación estuviera preparada para hacer algo al respecto; al parecer, el término «orgánico» aplicado de esta manera comenzó a emplearse en 1939 en Estados Unidos por iniciativa particular de alguien. Aquí, en España, surgió una ridícula polémica legal sobre quién podía o no utilizar el término «bio», que se zanjó con el Biomanán convertido en Bimanán, y a tirar. Ridícula, porque «bio» o «biológico» no tienen por qué pasar de repente a significar lo que a un legislador le viene en gana que deben significar, y por tanto la concesión del derecho a usarlos es un abuso de autoridad; algo así como regular legalmente el uso del término «literario» para prohibir su aplicación a las novelas de Dan Brown y Ken Follett. La consecuencia de esta tergiversación es la confusión creada en el ciudadano que no anda especialmente dotado de conocimientos científicos.

Que quede claro, y casi me avergüenza tener que explicar esto a una audiencia adulta: la química orgánica es la del carbono; la química inorgánica es sin carbono. El origen de esta terminología es ancestral y se pierde en la noche de los tiempos (terrible cliché que simplemente significa: no me he molestado en buscar quién fue el primero en utilizarla; aunque uno siempre puede recurrir a Grecia, tan de moda). Pero antes del siglo XIX, los científicos pensaban que los seres vivos estaban compuestos por algo que llamaban «fuerza vital» y que faltaba en las piedras, así que a la química de los seres vivos se la llamó «orgánica» en contraposición a la «inorgánica» de las piedras, ambas igual de naturales.

Con el tiempo, y dado que todos los seres vivos de este planeta tenemos en común el carbono como elemento central y enchufe atómico universal, se llamó orgánica a la química del carbono, e inorgánica a la otra. La dicotomía orgánica/inorgánica no tiene absolutamente nada ver con el hecho de que un compuesto exista en la naturaleza, o que sea la consecuencia natural de unas condiciones controladas por el ser humano (esto es más o menos lo que significa “artificial”). Si queremos referirnos exclusivamente a la química de la vida, esto tiene otro nombre: bioquímica.

El petróleo y todos sus derivados “artificiales” son química orgánica. El plástico es química orgánica. El bisfenol A es química orgánica. Los benzopirenos son química orgánica. Por el contrario, el oxígeno que respiramos es química inorgánica, lo mismo que la sal que echamos a la comida, el hierro de las lentejas, el calcio de la leche y, en general, todo lo que conocemos como sales minerales. Nosotros estamos compuestos tanto por química orgánica como inorgánica, lo mismo que todos los demás seres de la naturaleza. De hecho, y dado que un mínimo del 55% de nuestro peso es agua, somos mayoritariamente química inorgánica, ya que el agua lo es.

Dejando ya aparte los términos, quien siga aferrándose a la distinción entre química natural y química artificial debe saber que es absurdo aplicar un critero pueril de bueno y malo. La naturaleza está atiborrada de compuestos tóxicos. De hecho, el ser humano ha sido incapaz de crear una toxina más potente que la botulínica (el famoso botox) o la tetrodotoxina, ambas cien por cien naturales. La nicotina es natural. El glutamato es natural. Los benzopirenos del tabaco son naturales. Los parabenos los inventó la naturaleza. Muchos de los más potentes carcinógenos son cien por cien naturales. El colesterol no solo es natural, sino que es un componente esencial de las membranas de nuestras células.

Pero incluso la propia distinción está vacía de sentido, ya que no existe una frontera definida. Como ya he apuntado arriba, la llamada síntesis química no consiste más que en poner en contacto dos o más compuestos que normalmente no estarían en contacto por casualidad, y en unas condiciones de presión o temperatura en las que normalmente no se encontrarían por casualidad, pero que en muchos casos podrían llegar a darse sin intervención humana.

Podríamos decir, de hecho, que no hay nada más forzado que introducir en una reacción química un elemento extraño y ajeno para lograr lo que de otro modo nunca sucedería, o sucedería tan despacio que deberíamos sentarnos a esperar durante más tiempo del que viviremos. Esto se llama catálisis, y es algo tan abundante en la naturaleza que de no ser por ello no existiríamos; la naturaleza está abarrotada de unos sofisticadísimos catalizadores llamados enzimas, que facilitan las reacciones químicas sin verse afectadas. Y en el fondo, lo que hace una enzima es algo bastante similar a lo que hace el ser humano cuando provoca una síntesis química; nuestra labor no es la de una fabricación, sino más bien la de actuar como una especie de catalizadores inteligentes.

Así que, ni natural/artificial, ni bueno/malo. Sencillamente, todo es química y, como todo, debe manejarse de una forma responsable y honesta. La química no es más peligrosa que las palabras, cuando estas se manipulan con intenciones tendenciosas para propagar conceptos falaces y provocar, volviendo al tema que motivaba este artículo, que mueran inocentes.