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¿Y si la vida surgió en el desierto?

Si algo sabemos con certeza de cómo comenzó la vida en este planeta, es que fue en el mar.

¿O no?

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Las reacciones químicas de la vida tienen lugar en el agua. Las células son pequeños botijos cerrados que mantienen en su interior un diminuto océano portátil en el que transcurren todos los procesos bioquímicos. Pero antes de que surgiera la primera célula, no había una barrera que confinara el medio acuoso. Por lo tanto, toda la química previa a los primeros sistemas vivos debía desarrollarse directamente sobre mojado. El agua con compuestos precursores disueltos es lo que se conoce como la sopa orgánica primordial, el lugar donde nació la vida.

Algunos científicos piensan que este lugar pudo ser similar a las actuales fumarolas hidrotermales marinas, también llamadas chimeneas negras. Se trata de fisuras en el lecho marino situadas en zonas volcánicas, normalmente a gran profundidad, por las que se filtra agua caliente con abundantes minerales disueltos, sobre todo sales de azufre. La alta temperatura y la riqueza de nutrientes concentran pequeños ecosistemas en las fumarolas, incluyendo bacterias y arqueas primitivas que viven en ausencia de oxígeno, en un entorno muy parecido al de la Tierra prebiótica.

La ventaja de las fumarolas es que crean un ambiente local muy apto para que se dieran las condiciones iniciales de la vida, algo que difícilmente pudo ocurrir en un mar abierto donde los compuestos están demasiado dispersos. Con el paso de los años, los científicos han ido abandonando la idea de que la vida pudo surgir en el agua libre, ya que la baja concentración de las moléculas haría muy improbable que llegaran a producirse las reacciones necesarias; hace falta un ambiente más íntimo, o una fase sólida a la que agarrarse. El propio Darwin ya habló de un «pequeño estanque caliente», y algunos expertos han llegado a proponer incluso que la vida pudo comenzar en el diminuto resto de agua que cabe entre dos laminillas de mica, ese mineral que forma lentejuelas en el granito.

Esto, en lo que se refiere al dónde. Pero ¿cómo? Ayer mencioné el experimento de Miller-Urey. En 1952, Stanley Miller y Harold Urey, entonces en la Universidad de Chicago, construyeron un sistema cerrado en el que introdujeron una fuente simple de carbono, otra de nitrógeno y gas hidrógeno, todo ello en un medio acuoso con una fuente de calor. Al más puro estilo de Victor Frankenstein, aplicaron chispazos a la disolución para simular las tormentas eléctricas de la Tierra primigenia. Gracias a este aporte de energía, el sistema de Miller y Urey generó espontáneamente una gran cantidad de aminoácidos, los bloques que forman las proteínas; tantos que un análisis reciente de las muestras guardadas entonces detectó más de los que en su día habían encontrado los investigadores.

El chispazo de Frankenstein es un elemento problemático. Como expliqué ayer, y en aplicación de la Segunda Ley de la Termodinámica, la física de la naturaleza fluye hacia los estados de mínima energía, no al contrario. En presencia de oxígeno, los compuestos de carbono de los que estamos hechos se queman espontáneamente, desprendiendo calor y produciendo dióxido de carbono (CO2) y agua como residuos finales. Para que la reacción discurra en sentido contrario, por ejemplo para fabricar glucosa a partir de agua y CO2, es necesario aportar energía, que se almacena en los enlaces químicos de la molécula. El chispazo de Miller y Urey lo conseguía; pero por mucho que la Tierra primitiva fuera una especie de Mordor, confiar en los rayos para ejecutar billones de reacciones de ensayo y error es quizá demasiado arriesgado. ¿Sería posible encontrar otra fórmula en la que se aminoraran las barreras energéticas a superar?

De momento, ahí lo dejamos. Pasamos ahora al qué. Para disparar el comienzo de la vida en la Tierra y mucho antes de la primera célula, fue necesario que en primer lugar aparecieran moléculas capaces de copiarse y almacenar información. Lo primero se logra a través de enzimas, que actúan como catalizadores para propiciar reacciones que de otro modo no se producirían, o lo harían muy lentamente. Para lo segundo se necesitan un código y un soporte químico capaz de alojarlo.

Respecto a esto último, hoy todos los organismos almacenamos nuestra información en forma de ADN, a excepción de algunos virus (si es que pueden calificarse como organismos) que emplean como material genético otro derivado llamado ARN. El ARN, que también empleamos todos los organismos para ciertos procesos biológicos, tiene una cualidad especial, y es que además de almacenar información genética puede actuar como enzima, algo que no se ha encontrado en la naturaleza para el ADN. Estos ARN con actividad catalítica se llaman ribozimas.

El descubrimiento de las ribozimas en 1982 indujo a muchos científicos a pensar que quizá la vida en la Tierra comenzó con el ARN, ya que tiene todo lo necesario, capacidad de codificar información y actividad catalítica que podría haber facilitado la autorreplicación. La vida no podría haber comenzado sin la catálisis, y en esta actividad biológica juega un papel imprescindible otro tipo de compuestos, las proteínas, que aportan la mayoría de las funciones enzimáticas y estructurales de los seres vivos. Las proteínas son cadenas de aminoácidos, como los generados por el experimento de Miller-Urey. Pero la unión de los aminoácidos en cadenas requiere un gran aporte de energía para la formación de sus enlaces, denominados peptídicos, y es difícil que esto se produzca de manera espontánea.

Ante todos estos requisitos e incógnitas, un equipo de investigadores del Centro para la Evolución Química y el Instituto Tecnológico de Georgia (EE. UU.) ha creado un modelo que avanza un gran paso en la demostración de la abiogénesis. Los científicos mezclaron dos tipos de moléculas orgánicas, aminoácidos e hidroxiácidos. Estos últimos, que también se presumen presentes en la Tierra primitiva, se diferencian de los aminoácidos en el grupo químico que llevan pegado a su radical ácido, y son muy utilizados en cosmética; muchas cremas llevan alfa-hidroxiácidos, o AHA, por sus (siempre presuntas) propiedades beneficiosas para la piel.

Los investigadores sometieron esta mezcla heterogénea a varios ciclos sucesivos de humedad y secado por calor, con una temperatura máxima que no superaba los 65 ºC. Con este proceso simularon algo que podría haber sucedido en la Tierra primitiva: charcos ricos en materia orgánica que se secaban al sol y se hidrataban de nuevo con la lluvia. Después de solo 20 repeticiones, los científicos observaron que surgían espontáneamente cadenas de hasta 14 unidades de aminoácidos e hidroxiácidos, conocidas con el nombre de depsipéptidos.

Los hidroxiácidos se unen con un tipo de enlace llamado éster, formando lo que se llama un poliéster. Un ejemplo de poliéster es, evidentemente, el poliéster, la conocida fibra textil. Esta es sintética y no biodegradable, pero existen otros poliésteres que se forman y se degradan en la naturaleza. Los científicos ya habían observado antes que estos poliésteres se forman espontáneamente con los ciclos de secado e hidratación. El enlace éster requiere menos energía que el enlace peptídico; basta con un aumento moderado de temperatura para activar su formación. Y una vez logrados los ésteres, la barrera de energía hacia los péptidos, más estables, es mucho menor. «Permitimos la formación de enlaces peptídicos porque los enlaces éster reducen la barrera energética que debe superarse», apunta el codirector del estudio, Nicholas Hud.

Así, una vez que se forman poliésteres, se van rompiendo y reformando, creándose depsipéptidos y finalmente péptidos; todo ello a temperaturas compatibles con la vida y sin necesidad de catalizadores externos. Según el estudio, publicado en la revista Angewandte Chemie International Edition, el proceso podría haber tenido lugar incluso en el desierto, donde el rocío puede formar minúsculas acumulaciones de agua que se secan al sol durante el día y se rehidratan por la noche.

Así, tenemos la demostración de que en la Tierra temprana pudieron formarse péptidos, o pequeñas proteínas. El siguiente paso lo detalla el coautor del estudio Ramanarayanan Krishnamurthy: “Si este proceso se repitiera muchas veces, podrías crecer un péptido que podría adquirir una propiedad catalítica, porque habría alcanzado un cierto tamaño y podría plegarse de una determinada manera. El sistema podría comenzar a desarrollar ciertas características y propiedades emergentes que podrían ayudarle a autopropagarse”.

En resumen, queda superado el obstáculo del que hablaba en el artículo anterior: la aparición de un sistema bioquímico con capacidad de autopropagación es energéticamente posible, y compatible con la Segunda Ley de la Termodinámica. Es evidente que, incluso desde la posible formación espontánea de enzimas y ARN catalítico hasta el nacimiento de la primera célula primitiva, queda aún un largo camino por recorrer. Pero otros investigadores han aportado también grandes avances en estas etapas, como la generación espontánea de membranas protocelulares a partir de ciertos lípidos. Resumiendo aún más: la abiogénesis es posible.

Pero en el fondo siempre nos quedará una pregunta incómoda.

¿Por qué solo una vez?

Mientras confiamos en encontrar vida en algún otro planeta de condiciones habitables, ignoramos a veces el hecho de que, a lo largo de 4.500 millones de años de historia de la Tierra, la abiogénesis solo ha ocurrido aquí UNA vez. O por lo menos, no tenemos absolutamente ningún indicio para sospechar otra cosa.

Concluimos así regresando a una vieja pregunta: ¿es la vida algo extremadamente improbable, como defendía Fred Hoyle? ¿Somos el producto de una casi imposible carambola de fenómenos raros? Por desgracia, no es descabellado pensar que quizá no haya nadie más en el universo.