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¿Que los presidentes de gobierno viven menos? Y dale…

Hombre, a ver: no es que los estudios que se publican en el número de Navidad del British Medical Journal sean falsos. Son reales; no los inventa el personal de la redacción echándose unas risas después de haber abusado de las nubes de leche en el té de las cinco o’clock. Como mínimo, no son necesariamente más falsos que los que se publican en cualquier otro número de la misma revista, o en cualquier número de cualquiera de las muchas revistas médicas dedicadas principalmente al turbio mundo de la correlación estadística.

Para no repetirme demasiado, invito al lector interesado a consultar lo que he comentado antes sobre este tema aquí, aquí, aquí, aquí o aquí. Y al lector muy interesado, le invito a leer el artículo publicado en 2005 por el profesor de la Universidad de Stanford John Ioannidis en el que aseguraba que «la mayoría de los resultados de investigación publicados son falsos», debido a planteamientos defectuosos e interpretaciones sesgadas de las estadísticas.

Resumiendo e ilustrando, digamos que nos acodamos en la barra de un bar durante una jornada entera y anotamos lo que pide cada cliente, junto con el color de su jersey. Si al final de la jornada reunimos los datos y los procesamos, es muy probable que podamos extraer un resultado «estadísticamente significativo»; por ejemplo, que quienes piden calamares tienden a llevar jersey verde. ¿Podemos por ello concluir que comer calamares induce en el ser humano una predilección por el verde, o que vestir de este color provoca una imperiosa necesidad de ingerir moluscos cefalópodos? No, ¿verdad? Pues a diario le están vendiendo milongas semejantes. La idea clave es: correlación no implica causalidad.

¿No del todo convencido? Lo del jersey y los calamares es un ejemplo hipotético, pero se han publicado estudios reales para denunciar los abusos estadísticos en los cuales se basan muchos médicos para recomendarle o desaconsejarle a usted que coma tal cosa o deje de hacer cual otra. Uno de los más célebres fue el publicado en 2006 por el profesor de la Universidad de Toronto (Canadá) Peter Austin, y según el cual los registros clínicos de Ontario demostraban que los nacidos bajo el signo de sagitario padecían más fracturas de húmero.

Barack Obama. Imagen de Wikipedia.

Barack Obama. Imagen de Wikipedia.

Todo esto viene a propósito de dos estudios publicados en el British Medical Journal que se han comentado esta semana en varios telediarios, y que sus presentadores expusieron con ese ceño apretado de las ocasiones en que cuentan noticias serias de política o de economía, y no con esa sonrisa candorosa de cuando presentan simpáticos temas de ciencia.

Los estudios en cuestión decían, respectivamente, que los presidentes de gobierno electos viven unos cuatro años menos que sus rivales perdedores, y que en cambio los parlamentarios viven más. En algunos de esos informativos incluso se colocó la alcachofa en la boca de un psicólogo, y ahí lo ves con grave gesto disertando sobre la problemática del estrés en el poder, la somatización, y que en cambio el parlamentario que no gobierna disfruta de la representatividad sin responsabilidad en el marco de la cómoda protección del grupo político, y blablablá…

Lo que no dijeron en ninguno de esos telediarios, probablemente porque no lo sabían, es que los estudios en cuestión se han publicado en el número de Navidad del British Medical Journal. Ni tampoco que esta revista, por lo demás prestigiosa, mantiene la tradición de dedicar su número navideño a publicar estudios que no son inventados ni falsos, pero que son… En fin, mejor que calificarlos yo mismo, les enumero algunos de los publicados en el número de este año; repito, todos ellos son estudios reales:

Y así. Imagino que ya han cogido la idea. Pues ahí están también los dos estudios citados. En el primero, investigadores de Harvard y otras instituciones de EEUU han reunido los datos de 540 candidatos a la presidencia, 279 ganadores y 261 perdedores, en 17 países (incluyendo España) desde 1722 hasta 2015. De todos estos candidatos, 380 han muerto. Los autores examinan cuántos años vivieron después de sus últimas elecciones, ajustan los datos según la esperanza de vida en función de la edad, y concluyen que los ganadores viven un promedio de 4,4 años menos que los perdedores, con un intervalo de confianza del 95% entre 2,1 y 6,6; es decir, que están seguros al 95% de que los ganadores viven como mínimo 2,1 años menos.

Pero los propios autores desgranan las limitaciones del estudio, y son varias. Cuando los investigadores aplican sus resultados como ejemplo a un país concreto, Reino Unido, comprueban que no funciona como debería. Además, reconocen: «sin conocimiento detallado de la política y la historia electoral de cada país, podrían surgir errores de medición en nuestra base de datos». También admiten que el estudio no considera cuál es el umbral de nivel de salud que induce a los presidentes a presentarse o no a la reelección, ni han tenido en cuenta la posibilidad de que ambos grupos partan de unas expectativas de vida reducidas por su dedicación a la política, ni se fijan en cuál es la posible influencia en unos y otros casos del origen socioeconómico de los candidatos y, por tanto, de su estilo de vida previo o de sus posibilidades de acceso a la sanidad.

Es decir, que han dejado fuera todas las variables realmente relevantes, o más relevantes, para la salud de los candidatos; las que más probablemente podrían explicar los resultados observados. Calamares y jersey: encontrar diferencias estadísticas en un parámetro concreto entre grupos que no se diferencian por un criterio claramente relacionado con ese parámetro puede llevar a cualquier descubrimiento que a uno le resulte aprovechable. Y en este tipo de correlaciones forzadas, por no decir estrafalarias (aquí hay muchos ejemplos deliberadamente absurdos) se basan algunos de esos estudios de la edición navideña del BMJ. No son falsos si nos atenemos a los criterios que se dan por buenos en muchos estudios epidemiológicos serios (lo cual, como suelo repetir, no dice mucho en favor de estos últimos). Pero cuando escuchen en el telediario esa coletilla de «demostrado científicamente», ya saben cómo interpretarla.

Y no digamos ya el segundo de los estudios, el que atribuye a los parlamentarios una vida más larga que la de la población general. Los propios autores mencionan la primera, gran y enorme pega: es probable que, en general e históricamente, los parlamentarios hayan tenido más acceso a mejores médicos y tratamientos que la media de la población general. Así que el hecho de que vivan más, si es que viven más, posiblemente no tenga nada que ver con el Parlamento, ni con la política, ni con esas gaitas que decía el psicólogo de la representatividad, la responsabilidad y el grupo, sino simplemente con el hecho de que un diputado quizá lleve una vida sensiblemente más saludable, y haya recibido un cuidado sanitario de mayor calidad, que el que cava zanjas.

Y dado que casi estamos en Navidad, permítanme que remate con una cita de un eminente personaje de la literatura navideña universal:

«¡Bah, tonterías!»

–Ebenezer Scrooge

Les dejo aquí el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats, de 1978, cuando Bob Geldof era un artista. Disfruten.

¿De qué pasta está hecha la negación del cambio climático?

Hace unos días conté aquí un nuevo estudio que revela el enorme poder sobre la opinión púbica de los mensajes mediáticos que cuestionan el cambio climático, incluso teniendo en cuenta que alrededor del 97% de los científicos expertos apoyan la existencia de una deriva peligrosa del clima debida a la actividad humana.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Naturalmente, quienes no tienen la menor idea fundamentada sobre el asunto, o mejor, fundamentada solo en prejuicios que obligan a deformar la realidad para ajustarla a sus creencias, siempre verán a los escépticos como héroes rebeldes que se atreven a desafiar el pensamiento único. En fin, no hay nada que hacer al respecto; va con la naturaleza humana: entre los rasgos que nos diferencian del resto de los seres vivos de este planeta no solo está una mayor altura intelectual, sino también la capacidad de renunciar voluntariamente a su ejercicio.

Tampoco servirá de mucho a este fin el hecho de que Greenpeace haya destapado ahora las razones por las que algunos de esos «héroes rebeldes» continúan negando la existencia del cambio climático: cobran por ello. Esta semana, la organización ecologista informó de una investigación encubierta que ha delatado la disposición de dos académicos, conocidos por sus posturas escépticas, a escribir estudios científicos o artículos de opinión contrarios al cambio climático antropogénico… a cambio de una buena suma.

Según Greenpeace, miembros de la organización se presentaron ante Frank Clemente, de la Universidad Penn State, y William Happer, de la Universidad de Princeton, fingiendo ser consultores que trabajaban para compañías petroleras o del carbón, y solicitándoles que escribieran artículos minimizando el efecto de las emisiones de los combustibles fósiles. Ambos accedieron, siempre que los términos del acuerdo fueran aceptables: Happer especificó que su tarifa era de 250 dólares la hora, lo que sumaría un total de 8.000 dólares por cuatro días de trabajo; por su parte, Clemente pedía 15.000 dólares por un estudio científico y 8.000 por un artículo de opinión en un periódico.

Para aclarar ciertos detalles que no tienen por qué ser del conocimiento general, conviene recordar que los científicos no se distinguen en general por cobrar salarios astronómicos. La publicación de un estudio científico no les reporta ningún beneficio económico; al contrario, en muchos casos tienen que pagar a la revista que acepta su trabajo. Y en cuanto a las colaboraciones con los medios, en España se pagan en torno a los 100 euros.

Ambos científicos, que han prestado testimonio en diversos comités gubernamentales sobre cambio climático en EEUU, discutieron con los falsos consultores cómo enmascarar estas generosas donaciones para que no tener que declararlas a la hora de publicar sus artículos, ya que hoy las revistas científicas obligan a los autores a revelar si están sujetos a posibles conflictos de intereses. Greenpeace cuenta también que ambos ya han recibido anteriormente grandes sumas de compañías como Peabody Energy, un gigante estadounidense del carbón.

Pero los propios científicos eran conscientes de que sus artículos difícilmente pasarían el riguroso filtro de la revisión por pares de una revista. En un email, Happer escribía:

Podría enviar el artículo a una revista revisada por pares, pero eso podría retrasar mucho la publicación, y podría requerir tantos cambios importantes en respuesta a los referees [revisores] y al director de la revista que el artículo ya no justificaría de modo tan contundente como a mí me gustaría, y presumiblemente como también le gustaría a su cliente, que el CO2 es un beneficio y no un contaminante.

Happer añadía que una posibilidad era evitar la publicación del artículo en una revista, y en su lugar someterlo a una «revisión por pares» a manos de revisores escogidos por una organización de la que él forma parte, lo cual permitiría publicitar el artículo en los medios asegurando que había sido rigurosamente revisado por expertos. Happer precisaba que este procedimiento ya había sido empleado en anteriores ocasiones.

Tristemente, el científico definía a estos posibles revisores como «quixotic«, quijotescos. Alguien debería explicarle a Happer que el diccionario de la RAE reserva esta denominación para quien «antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y obra de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas».

Claro que, apartándonos del diccionario, también podríamos señalar como quijotesco a quien se empeña en ver gigantes donde hay molinos de viento; sobre todo si le pagan unas buenas gafas. Ya lo ven: esta es la pasta (nunca mejor dicho) de la que están hechos esos rebeldes heroicos.

¿Tal vez somos una especie resistente al conocimiento?

Tuve un profesor de sociología de la ciencia que nos llamaba nescientes cuando no sabíamos algo. Según él, ignorante era el que desconocía algo que debería saber, mientras que nesciente era quien ignoraba algo que no estaba obligado a conocer. En realidad esto era solo un juego floral eufemístico; el diccionario de la RAE no hila tan fino a la hora de separar los significados de ambos términos, dándolos prácticamente por sinónimos. Pero quizá debería hacerlo, ya que es útil separar los dos conceptos, basados en lo que deberíamos o no saber.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Pero ¿qué deberíamos saber? Ayer conté un estudio basado en una encuesta que evaluaba el conocimiento de la población de varios países sobre ciertos parámetros demográficos. Los sociólogos empleaban los datos para construir un índice de «ignorancia». Podían haber elegido cualquier otro nombre, como «desconexión de la realidad social» o «vivir en el guindo». Cualquiera podrá pensar, incluido un servidor, que no saber cuál es el porcentaje de jóvenes españoles que viven con sus padres no lo convierte a uno en ignorante, si es que a uno este dato le es completamente indiferente.

Alguna vez he visto cómo alguien se hace un lío al tratar de calcular un porcentaje, para finalmente zanjar la cuestión diciendo: «es que yo soy de letras». Como si hiciera falta un conocimiento especializado en ciencia para calcular un porcentaje. Si hablamos de lo que todos deberíamos saber, probablemente quienes hemos pasado por la escuela deberíamos ser capaces de algo tan básico como calcular un porcentaje, ya que esto se enseña en niveles básicos de la educación. Siempre que escucho el típico «es que yo soy de letras» para justificar la falta de un conocimiento de escuela tengo que resistirme a preguntarle a quien lo dice si sabe cuántas novelas escribió Cervantes. Por desgracia, el «es que yo soy de letras» más bien a menudo es otro juego floral eufemístico que en realidad significa «he olvidado prácticamente todo lo que aprendí en la escuela y no me importa lo más mínimo».

Seguramente habrá quien piense que todo esto que a mí parece preocuparme en realidad tampoco importa lo más mínimo. Mi opinión personal es que lo peor de todo es olvidar lo más fundamental que debería habernos grabado en el cerebro nuestra educación escolar, por encima de la importancia o no de saber calcular un porcentaje: el amor por el conocimiento. La sociedad que nos ha tocado hoy glorifica la cultura física (cool) y ridiculiza la cultura intelectual (nerd); a quien es deficiente en la primera se le puede reprochar públicamente su desdén por el deporte y el ejercicio físico sin incurrir en ninguna incorrección social. Sin embargo, adjetivar a alguien de ignorante es un insulto que se vuelve contra quien lo aplica, convirtiéndole en arrogante, pedante y engreído.

Esta mañana he escuchado en la radio la llamada telefónica de una señora que recordaba la llegada del hombre a la Luna, de la cual hablaba en términos parecidos a estos: «Bueno, o cuando nos engañaron con aquello, a los tontos que quieran dejarse engañar, claro, que a mí no me engañaron, porque si de verdad hubieran ido habrían vuelto después». La señora no solo exhibía su ignorancia, sino que presumía implícitamente de ella, ya que es la ignorancia la que guiaba esa opinión de la que parecía tan orgullosa; no solo ignoraba que el hombre sí regresó a la Luna después, sino que, ni conoce por qué se canceló el programa Apolo y, por extensión, la exploración tripulada del espacio profundo, ni obviamente le importa lo más mínimo no saberlo. Y a pesar de ello, sostiene una opinión fundamentada precisamente en la falta de conocimiento.

Todo esto no es simplemente un peloteo mental. La capacidad del ser humano de emplear el cerebro que sus padres le han dado para algo más que separar las orejas es hoy más importante que nunca, por una razón: cada vez son más numerosos, y más críticos, los asuntos que tienen un fundamento científico y que afectan al ordenamiento de la sociedad. En una democracia, son los ciudadanos quienes deberán decidir el rumbo que toman las políticas relativas a estas cuestiones. Pero ¿cómo podrán hacerlo si carecen de la formación necesaria para comprender aquello sobre lo que tienen que decidir?

Si no recuerdo mal, el mítico Carl Sagan ya advirtió de este riesgo. Si los ciudadanos no tienen el conocimiento para opinar y decidir sobre cuestiones como el cambio climático o los limites éticos de la edición genómica, otros tomarán las decisiones por ellos; la democracia se sustituye por la noocracia, el gobierno de los sabios, que no es otra cosa que un juego floral eufemístico para definir una dictadura: déjelo, no se caliente la cabeza con cuestiones que están más allá de su comprensión; usted vote según le parezca bien o no que aumente el salario mínimo, que de esos otros asuntos complicados ya nos ocuparemos nosotros.

Un ejemplo lo ilustra el estudio que motiva este artículo, y que trata de ese crucial asunto que se discute estos días en París: el cambio climático. Un equipo de investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EEUU) ha elaborado una encuesta con 1.600 voluntarios a los que se dieron a leer noticias sobre cambio climático específicamente diseñadas para el experimento. Según los grupos, a algunos se les facilitaron textos que comentaban los riesgos asociados al cambio climático. Pero en la mitad de los casos, los artículos incluían un párrafo que cuestionaba el efecto de la actividad humana sobre el clima, sugiriendo que tal vez era una exageración motivada por sesgos políticos.

Los resultados del estudio, publicado en la revista Topics in Cognitive Science, demuestran que este simple mensaje era suficiente para alterar significativamente las opiniones de los encuestados, inclinándolos hacia una mayor tendencia a negar la realidad del cambio climático; y que esto sucedía con encuestados de derechas y de izquierdas, aunque eran los primeros quienes en mayor medida se apuntaban a la tesis negacionista.

El estudio analiza el efecto de un mensaje mediático, pero lo mismo podría aplicarse a una campaña gubernamental o corporativa; sus conclusiones dejan en evidencia que la falta de un sustrato mínimo de conocimiento convierte al ciudadano en un objeto manipulable a voluntad por cualquier tipo de interés que pretenda esquivar las reglas de la democracia con una buena dosis de propaganda. Hoy no solo importa impulsar el progreso científico, algo que pocos discuten y que está más o menos asentado en todas las naciones desarrolladas; además es importante insistir en la socialización de la ciencia, y esto es algo que los científicos no pueden hacer por sí mismos.

¿Somos un país de ignorantes? (Una pista: no tanto)

Aprovechando que estamos en tiempo de encuestas, en la recta final hacia ese gordo de Navidad sin niños cantores que a alguien le caerá por anticipado en la noche del día 20, hoy traigo aquí otra más, pero no política: titulada Perils of Perception in 2015 (Los peligros de la percepción), ha sido elaborada por la empresa británica de investigación de mercados Ipsos MORI y revela la percepción en 33 países de ciertos aspectos de la realidad social. A saber, la porción de pastel económico que acumula el 1% más rico de la población, el índice de sobrepeso, la religiosidad, la inmigración, los jóvenes que viven con sus padres, el promedio de edad de los habitantes, la proporción de niños, la cantidad de mujeres en la política y en situación de empleo, la tasa de ruralidad y el acceso a internet.

Calle Preciados, Madrid. Imagen de Manolo Gómez / Wikipedia.

Calle Preciados, Madrid. Imagen de Manolo Gómez / Wikipedia.

Para cada país y en cada una de estas áreas, los investigadores han comparado la percepción social con la realidad, agregando luego todos los datos para descubrir si aquello que la población piensa se corresponde más o menos con la fotografía veraz de la sociedad en cada estado. Con todo ello, han elaborado lo que llaman el «índice de ignorancia» para los 33 países. Una denominación poco afortunada: tal vez un sociólogo considere ignorante a quien desconozca los índices demográficos de su país, mientras que quizá otros aplicaríamos este calificativo a un sociólogo que no sepa nada de química. Pero en fin, dejemos de lado este detalle.

La buena noticia es que los habitantes de este rincón suroccidental de la placa tectónica eurosiática llamado España no salimos tan mal retratados como probablemente creeríamos. De los 28 países incluidos en el ranking final, y entre el número 1 de los ignorantes (lo siento, amigos mexicanos, no lo digo yo) y el 28 (Corea del Sur), ocupamos el puesto 20. O dicho de otro modo, el noveno mejor puesto, por detrás de, además de Corea, Irlanda, Polonia, China (¡!), Estados Unidos, Suecia, Francia y Noruega. Superamos, en este orden, a Holanda, Alemania, Canadá, Japón, Australia, Israel, Reino Unido (Guayuminí), Chile, Rusia, Italia, Argentina, Suráfrica, Bélgica, Colombia, Nueva Zelanda, Perú, Brasil, India y México.

Pero ya centrados en nuestro propio ombligo, es interesante fijarse en el detalle de los resultados. Entre los aspectos en los que estamos en general más equivocados que otros países, destaca sobre todo, y curiosamente, la percepción de la proporción de mujeres en la política. Nos vemos peor de lo que estamos: pensamos que es del 29%, cuando en realidad es del 41%. De hecho, de los países incluidos en el estudio, España es el cuarto país con más presencia femenina en la política, solo por detrás de Suecia, Suráfrica y México (para compensar lo anterior). ¿A que no lo esperaban?

Tampoco andamos muy finos a la hora de estimar cuánta riqueza nacional está en manos del 1% más rico: pensamos que es el 56%, cuando realmente es el 27%. Al igual que la gran mayoría de los países, nos vemos más delgados de lo que estamos (38% estimado de sobrepeso y obesidad frente al 58% real) y menos religiosos de lo que somos: creemos que el porcentaje de ateos, agnósticos y no identificados con ninguna creencia es del 44%, cuando la realidad es solo del 19%. También sobrestimamos la proporción de jóvenes entre 25 y 34 años que aún viven con sus padres: un 65%, cuando es de solo el 40%. Por si les interesa, en Suecia y Noruega es el 4%.

En el otro extremo, casi lo clavamos en el porcentaje de población con acceso a internet: estimamos que es del 76%, frente al 74% real. Por cierto que en este dato del uso de la red mediante ordenadores o dispositivos móviles estamos en un discreto puesto medio de la tabla, el 16, empatados con Hungría y por debajo de todos los países más desarrollados a excepción de Italia, que se queda muy atrás con un triste 60%.

En cuanto al resto de los aspectos incluidos en el estudio, no hay diferencias comparativamente demasiado abultadas entre nuestra visión y la realidad, y en general seguimos la tendencia de los países desarrollados a sobrestimar nuestra tasa de inmigración (22% frente al 14% real), nuestro promedio de edad (51 años frente a 42), el porcentaje de menores de 14 años (23% frente a 15%) o la proporción de población rural (32% frente a 21%); en cambio, al igual que en la mayoría de los países, infravaloramos el número de mujeres empleadas (43% frente a 52%).

Según el director del estudio, Bobby Duffy, «nos equivocamos más en factores que se discuten ampliamente en los medios o se subrayan como retos que afrontan las sociedades». «Hay muchas razones para estos errores, desde nuestra lucha con las matemáticas simples y las proporciones, hasta la cobertura mediática de los problemas, o las explicaciones en psicología social de nuestros atajos o sesgos mentales», añade Duffy. El director de la encuesta concluye que los países con menor penetración de internet tienden a equivocarse más en sus estimaciones, lo que curiosamente no parece tan aplicable en el caso de España.

Para terminar este domingo, y regresando al tema que motiva tanta encuesta estos días, les dejo aquí una pequeña joya. Politicians in my eyes (políticos en mis ojos) no es precisamente un elogio a esos que en las próximas semanas van a estar en todas nuestras sopas. Si alguien quiere consultar los versos en detalle, los encontrará aquí. Sus autores, los tres hermanos Hackney, de Detroit (Rock City), comenzaron a hacer música en 1971, antes que los Ramones, por lo que tienen bien merecido el título de pioneros del protopunk junto a grupos como MC5 o los Stooges. Con un muy interesante factor añadido que comprobarán rápidamente: el color de su piel. Habrá a quien le llegue por sorpresa que el punk no es ni ha sido exclusivamente un territorio blanco; quizá los representantes más conocidos sean Bad Brains, pero desde el principio hubo una pujante corriente de músicos negros que dejaron su herencia en el estilo de otros grupos posteriores. Les dejo con los Death, que aún siguen en plena forma después de más de cuatro decenios.

Centros de Vacunación Internacional, enredados en la burocracia kafkiana

Si usted tiene planeado viajar próximamente a algún país de riesgo de enfermedades infecciosas y piensa acudir a un Centro de Vacunación Internacional (CVI), esto le interesa. Este artículo no trata de ciencia; sí de viajes, y de algo tan mixto como la política sanitaria. Más concretamente, de las consecuencias de su kafkiana burocracia sobre el sufrido ciudadano, sin olvidar su impacto sobre los profesionales implicados.

Imagen de US Army.

Imagen de US Army.

Comienzo relatando mi experiencia personal, que luego ampliaré al caso general. En el número 57 de la calle Francisco Silvela de Madrid se encuentra el más clásico de los CVI de la capital, presente allí desde que uno tiene memoria viajera. Con los años se han ido añadiendo otros centros, pero el de Silvela ofrece ciertas ventajas que, por ejemplo, no existen en el CVI del Hospital Carlos III. En este último, el servicio online de cita previa excluye a quienes viajamos con niños, obligándonos a ocupar una mañana entera colgados al teléfono, tratando una y otra vez de llamar a una línea que, o comunica, o suena sin que nadie descuelgue.

El motivo de esta distinción en el caso de los niños es que a estos no se les atiende en el Carlos III, sino en la Unidad de Pediatría del cercano Hospital La Paz. Las citas para ellos se conciertan también en el servicio telefónico del Carlos III, si uno consigue comunicar con él; pero se hace de forma individual: una cita diferente para cada adulto en el Carlos III, una cita diferente para cada niño en La Paz. Y el hecho de tener que visitar dos hospitales distintos no completa el circuito: si además hay que pagar tasas de vacunación, esto debe hacerse en un tercer lugar, una sucursal bancaria cercana. Todo un viaje antes del viaje.

En comparación con este engorroso proceso, el CVI de Francisco Silvela es rápido e indoloro. La web permite seleccionar la cita para el número total de personas, niños incluidos. Todo se hace allí, en la misma planta, incluyendo el pago de las tasas. Pero el centro de Francisco Silvela también esconde una sorpresa que al parecer es reciente, y que encaja perfectamente dentro del concepto kafkiano de la burocracia.

Si uno lo necesita, se le despachan las recetas de los medicamentos oportunos, como el Malarone –quimioprofilaxis contra la malaria– o el Vivotif –vacuna oral contra la fiebre tifoidea–. Pero cuando uno se presenta en la farmacia con sus recetas, allí le espera la sorpresa: las recetas del CVI de Francisco Silvela no son las oficiales de la Seguridad Social, por lo que no dan acceso al precio subvencionado del medicamento. En el caso del Malarone, la diferencia es de 2,6 euros a más de 26. Es decir, que aunque uno haya acudido a un centro público oficial, las recetas que allí se entregan son el equivalente sanitario de los billetes del Monopoly: completamente inútiles.

Con perplejidad, y sin poder recordar que esto me haya ocurrido en ocasiones anteriores, me pongo en contacto con el/la médico que me atendió en el CVI. Como no tengo permiso expreso para mencionar su nombre, lo dejaremos en Juana. Juana me explica que, en efecto, las recetas que hacen allí no son de la Seguridad Social (SS). “Para que en la farmacia apliquen la subvención tendréis que ir con las recetas oficiales que os hace vuestro médico de la SS”, añade. Juana me confirma además que la memoria no me falla: “Sé que en tiempos pasados sí se hacían aquí recetas oficiales, pero dejaron de suministrarlas, no sé qué problema hubo”.

El quid de la cuestión es que el CVI de Francisco Silvela no depende orgánicamente del sistema sanitario gestionado por la Comunidad de Madrid, sino del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (MINHAP); es decir, de la Delegación del Gobierno. Y dado que el CVI no pertenece al Servicio Madrileño de Salud, no expide las recetas oficiales del Servicio Madrileño de Salud; a todos los efectos, un centro público despacha recetas que tienen la consideración de privadas. Juana reconoce que “respecto a la desconexión de administraciones, es algo que se debería arreglar, todos pensamos que no tiene ningún sentido, pero ya sabes: donde hay patrón…».

Para tratar de entender el alcance del problema a una escala más general, me pongo en contacto con Rosa López Gigosos, Jefa de Servicio de Sanidad Exterior del Centro de Vacunación Internacional (CVI) de Málaga. La doctora me confirma que no se trata de un problema exclusivo del CVI de Francisco Silvela, sino que afecta a muchos otros centros por todo el territorio del Estado. En concreto, me precisa, actualmente hay unos 30 CVI dependientes de la administración general del Estado (entre ellos, el de Francisco Silvela o el de Málaga), y unos 60 pertenecientes a las Comunidades Autónomas (como el del Carlos III) o a los Ayuntamientos (como el de la calle Montesa de Madrid).

“En casi todos los CVI dependientes del Estado los médicos carecen de talonarios de recetas de la Seguridad Social (del sistema autonómico de salud de la Comunidad donde el CVI se encuentra ubicado)”, señala López Gigosos. “Por tanto se prescribe en recetas, iguales a las privadas, sin financiación por parte de los sistemas autonómicos de salud”. “La forma de obtener una receta financiada es solicitar una cita con el médico de cabecera correspondiente y, si es tan amable, expedir de nuevo las recetas recomendadas por el médico de Sanidad Exterior” (la cursiva es mía).

Y todo esto, ¿por qué? La respuesta es sencilla: “En España, la Sanidad Exterior es una competencia exclusiva del Estado (establecida como tal en la Constitución), y los CVI son una parte de la Sanidad Exterior”, detalla López Gigosos. Con la transferencia de las competencias sanitarias a las CC AA, surgió un problema: la Sanidad Exterior era intransferible porque requeriría una reforma constitucional. Para permitir que las administraciones autonómicas pudieran disponer de sus propios CVI, se dio un rodeo legal, aplicando una fórmula de encomienda de gestión para ceder la titularidad a otras administraciones que sí tienen en su poder ese papelito mágico, la receta oficial.

CARTEL_CVIEn concreto, en Andalucía hay seis CVI del Estado (Almería, Huelva, Cádiz, Algeciras, Sevilla y Málaga) y uno de la Junta, en Granada. Este último, según López Gigosos, es el único de toda la Comunidad andaluza que administra las vacunas de forma gratuita y emplea recetas de la Seguridad Social. Así que un granadino pagará 2,6 euros por un envase de Malarone, mientras que un onubense deberá pagar diez veces más; a no ser que consiga una receta oficial por parte de su médico de cabecera o que esté dispuesto a recorrer casi 350 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.

En resumen, y para López Gigosos, “el panorama es complejo, las desigualdades importantes, y el resultado caótico e injusto”. Pero además del impacto para el ciudadano individual, la doctora destaca su efecto sobre la eficacia de la Sanidad Exterior. Cuando los usuarios son obligados a acudir al médico de cabecera después de su visita al CVI para conseguir una receta oficial, “muchos viajeros desisten al primer contratiempo”. “Con este recorrido se pierde lo que llamamos oportunidad vacunal para numerosas vacunas como tétanos-difteria, hepatitis A y B, fiebre tifoidea, etc.”, apunta.

Por último, López Gigosos subraya también que el problema afecta a los CVI con los profesionales más cualificados y, a la vez, peor pagados: los centros dependientes del Estado utilizan especialistas que “suelen tener una formación excelente en vacunaciones de viajeros” y cuyos sueldos “son más bajos que los de cualquier otra administración”. Por el contrario, los CVI de las CC AA operan como una función más dentro del servicio de medicina preventiva y “los médicos suelen estar menos especializados”. Y por supuesto, en los centros autonómicos ofrecen toda la gama de vacunas posibles, mientras que en los estatales solo disponen de cinco, compradas con presupuesto de la Delegación o Subdelegación del Gobierno.

¿Solución? López Gigosos explica que tanto ella como sus colegas, a través de la Asociación de Médicos de Sanidad Exterior (AMSE), han denunciado el problema “en reiteradas ocasiones”. En su día se reunieron con la entonces ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, que “comprendió bien la necesidad de mejorar todos los aspectos deficientes de la Sanidad Exterior, pero hubo cambio de gobierno antes de que hubiera tiempo de desarrollar los cambios”. Y el problema de fondo, concluye la doctora, es que todo esto “apenas interesa a nadie”.

¿Por qué no interesa? Los países desarrollados y solventes tienen ciudadanos que viajan; acogen a una población inmigrante que de vez en cuando regresa a visitar a sus familias; y generalmente mantienen vínculos históricos y comerciales con regiones del mundo afectadas por enfermedades infecciosas tropicales. Por todo ello, tienen sistemas de sanidad exterior y salud del viajero que son una referencia y un modelo para el resto del mundo. Aquí tenemos profesionales especializados que no solo dispensan una atención sanitaria excelente, sino que además firman publicaciones en las mejores revistas internacionales de salud del viajero y medicina tropical. Pero están enredados en un laberinto de burocracia kafkiana. Y con ellos, también lo estamos nosotros.

Bienvenida al mundo, ciencia cubana

Cuando yo trabajaba en mi tesis doctoral, no era raro que científicos cubanos nos visitaran para estancias cortas o sabáticos; sobre todo en mi campo de investigación, la inmunología (aclaración: para los científicos, un año sabático tiene un significado diferente que para el resto de la humanidad; no es un período destinado a extraerse parsimoniosamente las pelusas del ombligo, sino a trabajar como siempre pero en otro laboratorio distinto del propio, preferiblemente en otro país).

Imagen de Bryan Ledgard / Flickr / CC.

Imagen de Bryan Ledgard / Flickr / CC.

Los investigadores cubanos demostraban excelente formación y avidez por trabajar, aprender, discutir y enseñar. Venían adornados por una fama de lograr meritorios resultados con medios deficientes e inadecuados, y además se veían obligados a completar su formación en condiciones penosas: recuerdo a una investigadora que se había visto obligada a dejar en La Habana a su marido, también científico, y a su niña de corta edad.

Según ella misma me contó, por razones descriptibles el régimen castrista no permitía de ninguna manera que dos investigadores casados trabajaran en el extranjero al mismo tiempo, por lo que ambos debían turnarse para sus sabáticos, condenando a la pequeña a la ausencia casi perpetua de uno de sus progenitores. Y lo que siempre me dejó patidifuso era que, a pesar de las cosas que dejó en La Habana, ella era castrista hasta el tejido esponjoso de la médula ósea; pero también es preciso mencionar que, justo al contrario que aquí, su salario le daba vueltas al del trabajador cubano medio.

El régimen cubano ha mantenido el empeño de apoyar intensamente las ciencias, al menos la biomedicina, la biotecnología y la geología, como manera de abastecer sus necesidades sanitarias, agrícolas, energéticas, minerales y alimentarias en una situación de autarquía y bloqueo. Y a lo largo de décadas la ciencia cubana ha aprovechado el acceso al fondo común de conocimiento, pero también ha desarrollado independientemente sus propias soluciones de espaldas a la corriente global liderada por EE. UU.; la versión académica de lo que por allí llaman «resolver».

Los investigadores cubanos no han estado aislados de todo el resto del mundo; hasta el desplome del bloque soviético, disfrutaban del acceso a la potente ciencia rusa. Y como menciono más arriba, fluían hacia y desde Europa con relativa facilidad. Pero teniendo roto el cable de conexión con su ancestral enemigo que, casualmente, es la primera potencia científica del planeta y que, como tal, es el corazón que bombea gran parte de la ciencia que discurre por las venas del globo, esto les cerraba (y aún les cierra) el grifo del acceso a equipos, reactivos, ordenadores, internet y casi todo lo demás.

Con la nueva política de apertura promovida por ambas partes, los convenios han empezado a caer uno tras otro. Y entre ellos, ya han empezado a firmarse los que comunicarán definitivamente la ciencia cubana con la estadounidense y con sus potentes instituciones y publicaciones. El ejemplo previo lo tenemos en China, que en poco más de una década ha pasado de la ciencia de clausura a la presencia habitual en las mejores revistas como la norteamericana Science o la británica Nature.

El ejemplo de China ilustra a la perfección lo que no es un despegue científico, sino una apertura de su ciencia al mundo. La base de datos Medline, el mayor recurso mundial de publicaciones científicas sobre biomedicina y ciencias de la vida, registra 123.680 estudios publicados en 2014 desde China. En 2010, el país asiático aportó 66.589 estudios. En 2000, unos ridículos 8.108. Y en 1990 China aún no existía para la ciencia mundial, con 1.454 estudios registrados en Medline.

Las cifras de Cuba son irrisorias: 465 estudios en 2014, 324 en 2010, 236 en 2000 y 89 en 1990. Pero teniendo en cuenta que la biotecnología es actualmente la segunda fuente de ingresos del país después del turismo, es fácil comprender que no se trata de impotencia científica, sino de otra cosa. La abundante y valiosa ciencia que se practica en Cuba es mayoritariamente aplicada; sus resultados son patentes más que publicaciones, y estas últimas son sobre todo de consumo interno. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la isla ya cuenta con unas 1.200 patentes internacionales y comercializa productos farmacéuticos y vacunas en más de 50 países, con más de 90 nuevos productos actualmente bajo prueba en más de 60 ensayos clínicos. De hecho, muchos de estos fármacos ya se han probado y exportado fuera de la órbita norteamericana, en Europa y Japón. Y todo esto, teniendo en cuenta que la primera tesis doctoral se leyó en la isla en 1973, según un artículo publicado esta semana en Science.

Una primera muestra de este nuevo clima de colaboración científica entre la isla y EE. UU. será CimaVax-EGF, una vacuna terapéutica contra el cáncer de pulmón desarrollada durante 25 años en el Centro de Inmunología Molecular (CIM) de La Habana y que en Cuba se administra gratuitamente desde 2011. Se trata de un medicamento de concepto muy simple, una proteína que inmuniza contra un factor de crecimiento empleado por las células cancerosas. Aunque no es una cura, los ensayos clínicos de fases II y III en Cuba han demostrado que puede prolongar unos meses la supervivencia de los pacientes. Y todo ello, según Wired, a un coste para el gobierno de un dólar la dosis.

Según informó Reuters el mes pasado, la visita a la isla del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, sirvió para firmar un convenio que llevará el CimaVax-EGF al Roswell Park Cancer Institute de Búfalo, uno de los centros de oncología clínica y científica más importantes de EE. UU. Allí los investigadores solicitarán los permisos para lanzar un ensayo clínico el próximo año, pero también tratarán de exprimir nuevas posibilidades del producto, como su aplicación a otros tipos de cáncer o su empleo como vacuna preventiva en lugar de terapéutica. El nuevo clima de cooperación entre EE. UU. y Cuba, entre recursos y talento, potencia y capacidad innovadora, promete una sinergia interesante y fructífera que dará un nuevo empujón a la ciencia mundial y del que todos nos beneficiaremos.

En resumen, la ciencia cubana es un filón por excavar, un cofre de tesoros dispuesto a abrirse por completo al mundo. A los científicos cubanos solo les hará falta ahora superar la misma barrera que anteriormente debieron saltar los investigadores chinos: aprender inglés. Y mientras tanto, tal vez a quien corresponda debería acuciarle la idea de que compartir el idioma en el que este tesoro está escrito es una oportunidad que cualquier país aspirante a potencia científica no debería desaprovechar.

La extinción de los dinosaurios, un debate a garrotazos

Quizá existan científicos que se levanten de la cama cada mañana movidos por el ánimo de transformar el mundo. Alguno habrá. Y tal vez existan otros tan inflados por su propia suficiencia que rueden por el mundo aplastando egos más débiles. Alguno habrá. Con esto quiero decir que, clichés aparte, los científicos son personas normales como cualesquiera otras, adornadas por sus mismas virtudes y envilecidas por sus mismos defectos.

Pero la ciencia tiene sus reglas y sus convenciones, y de un debate científico siempre se espera que se mantenga ajeno al trazo grueso, el garrotazo y el exabrupto hoy tan típicos en otros foros de discusión, como la política o el fútbol. En la discusión científica prima el guante de seda; no solo por un elemental respeto a la eminencia del contrario, sino porque, de acuerdo a las normas del juego, uno podría estar finalmente equivocado, al contrario que en la política y en el fútbol. En resumen: si alguien, como un periodista, tratase de arrojar a dos científicos al ring esperando una pelea, lo más probable sería que ni siquiera llegaran a ocuparlo, enredados en el empeño de cederse mutuamente el paso. Y eso, aunque interiormente se estén ciscando en toda la parentela del oponente, como cualquier persona normal.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Pero siempre hay excepciones. Hoy voy a contar una de ellas que, lamentablemente, deja a una de las partes severamente afeada. El caso al que me refiero es el debate sobre la causa de la extinción de los dinosaurios. O para ser más precisos, la extinción del 75% de la fauna del Cretácico en la transición del Mesozoico al Cenozoico, hace 66 millones de años. Como ayer expliqué, la causa más aceptada por la comunidad científica y más conocida por el público es el impacto de un asteroide o un cometa que abrió un enorme cráter en la península de Yucatán. Pero frente a esta hipótesis, una corriente minoritaria de científicos defiende que la llamada Extinción K-T se debió a una gigantesca y prolongada erupción volcánica en la actual India que creó las formaciones conocidas como Traps del Decán.

Ayer repasé que estas dos teorías nacieron casi de forma simultánea, a finales de la década de 1970, y que se confrontaron por primera vez en un congreso en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. La hipótesis del asteroide era la criatura de los Alvarez, Luis Walter y Walter, padre e hijo, descendientes de un emigrante asturiano a EE. UU. e investigadores de la Universidad de California en Berkeley; mientras que Dewey McLean, de Virginia Tech, llevaba bajo el brazo su teoría del vulcanismo.

De aquella reunión científica comenzó a surgir la hipótesis del asteroide como la vencedora. Pero por desgracia, esta primacía no resultó de un sereno y razonado debate científico, de esos de guante de seda. En la web donde desarrolla su teoría del vulcanismo en el Decán, McLean expone en primera persona cómo transcurrió aquel 19 de mayo de 1981 en la reunión K-TEC II (siglas en inglés de Cambio Medioambiental Cretácico-Terciario II) en Ottawa, así como los acontecimientos posteriores que, dice, casi destruyeron su carrera y su salud.

Luis Alvarez, ganador del Nobel, autor de la teoría de que un gigantesco asteroide se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años provocando una extinción masiva que borró gran parte de la vida terrestre, incluyendo a los dinosaurios, me lanzó enrojecido una mirada asesina a través de las mesas que nos separaban. Él y su equipo del impacto de Berkeley habían abierto la reunión K-TEC II presentando pruebas a favor de su teoría, y ya antes de la primera pausa de café estaba surgiendo el conflicto. La prueba primaria para la teoría del impacto de Alvarez era el enriquecimiento del elemento iridio en los estratos geológicos del límite Cretácico-Terciario (K-T). Algunos objetos extraterrestres son ricos en iridio, y Alvarez alegaba que el iridio en el límite K-T era una prueba del impacto. Yo no estaba de acuerdo. Argumenté que el iridio K-T probablemente se había liberado a la superficie terrestre por el vulcanismo.

McLean pasa después a relatar cómo Alvarez se iba mostrando molesto a medida que él exponía su teoría de que la extinción K-T, así como el iridio, se debían al vulcanismo que originó las Traps del Decán. Según McLean, Alvarez se jugaba mucho con su teoría, ya que la NASA la había escogido como justificación de un programa destinado a vigilar los objetos espaciales, en un momento en que la administración de Ronald Reagan aplicaba drásticos recortes a los presupuestos de la agencia para invertirlos en la defensa espacial, lo que se conoció como Star Wars.

Mientras discutía cómo el vulcanismo en las Traps del Decán probablemente liberó el iridio K-T a la superficie terrestre, Alvarez inclinó su elevada talla sobre la mesa hacia mí, su cara enrojecida y sus ojos como los de una rapaz fijados en su presa –yo. Estaba obviamente molesto con mi atribución del pico del iridio K-T –la base de su teoría del impacto– al vulcanismo en las Traps del Decán.

Dale Russell, el convocante de la reunión K-TEC II, abrió una pausa para café. Los otros 23 participantes se dirigieron hacia la cafetera. Alvarez se dirigió hacia mí.

«Dewey, quiero hablar contigo», dijo Luis Alvarez, dirigiéndome hacia un rincón a través de la amplia sala, lejos de los otros científicos. Nos miramos el uno al otro brevemente.

«¿Planeas oponerte públicamente a nuestro asteroide?», dijo Alvarez.

«Dr. Alvarez, llevo mucho tiempo trabajando en K-T», dije. «Publiqué mi teoría del efecto invernadero dos años antes de que usted publicara su teoría del asteroide».

«Déjame prevenirte», dijo. «Buford Price trató de oponerse a mí, y cuando terminé con él, la comunidad científica ya no presta atención a Buford Price». (Yo nunca había oído hablar de un tal Buford Price antes del comentario de Alvarez).

«Dr. Alvarez, hice el primer trabajo mostrando que el efecto invernadero puede causar extinciones globales», dije. «Hoy nos enfrentamos a un posible efecto invernadero. Tengo la obligación de continuar mi trabajo…»

«Estás avisado», dijo, girándose bruscamente y alejándose, con largas zancadas y sin mirar atrás, hacia donde los otros científicos estaban tomando café.

McLean prosigue:

Aquella tarde, otro miembro del [equipo del] impacto de Alvarez, Walter Alvarez, hijo del Nobel Luis Alvarez, me dijo, «Dewey, cuéntalos, 24 están con nosotros. Estás solo. Si sigues oponiéndote a nosotros, acabarás siendo el científico más aislado del planeta».

Los Alvarez, estaba claro, tratarían con dureza a cualquiera cuya investigación se interpusiera en el camino de sus objetivos, hasta el punto de intimidarlos hacia el silencio.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

McLean pasa a narrar cómo Alvarez hizo realidad su amenaza. En otra reunión científica posterior se dedicó a difamarlo ante el resto de sus colegas, como supo el propio afectado de labios de esos mismos científicos. Más tarde, continúa McLean, los efectos de la campaña llegaron al departamento de Ciencias Geológicas de Virginia Tech, donde él trabajaba. El responsable del departamento, un petrólogo llamado David Wones que había apoyado el trabajo de McLean, se volvió en su contra cuando supo que se había ganado la enemistad de un poderoso premio Nobel. Wones pasó de escribir: «Dewey es uno de los pensadores creativos y originales del departamento… Si está en lo cierto en su análisis de las extinciones fósiles, el departamento habrá acogido a una de las principales figuras de nuestro tiempo», a asegurar que McLean no tenía futuro allí y que debería reubicarse a otro lugar. De un amigo de la oficina del decano le llegó el rumor de que alguien podía «resultar despedido» a causa del debate científico K-T, y McLean era el único en el campus que investigaba sobre ello.

Según McLean, el estrés debido al acoso que sufrió comenzó a minar su salud en 1984. «Nunca me he recuperado física ni psicológicamente de aquella dura experiencia», escribe. A medida que la teoría de Alvarez ganaba adeptos, McLean se iba quedando solo, tal como su oponente le había advertido. Entre los causantes de su derrumbe profesional y personal, además de Alvarez, McLean cita a dos prominentes paleobiólogos que apoyaban la hipótesis del asteroide y que fueron los responsables de volver a Wones en su contra: David Raup, y nada menos que Stephen Jay Gould, una de las figuras más importantes de la biología evolutiva del siglo XX por sus teorías científicas y sus libros de divulgación. La prensa compró rápidamente la excitante teoría del impacto, e incluso revistas como Science o Nature se situaron del lado de la hipótesis extraterrestre. McLean ha documentado todo el proceso con escritos y cartas que está reuniendo en un libro sobre la historia del debate K-T.

Siempre que conocemos una versión de una historia, surge la necesidad de escuchar a la parte contraria. Pero en este caso existen suficientes datos de otras fuentes como para prestar credibilidad a la narración de McLean; él y Buford Price no fueron los únicos que sufrieron las consecuencias de oponerse científicamente a Alvarez. El nieto del médico asturiano, originalmente físico teórico, había ganado el Nobel de Física en 1968 por su trabajo en las interacciones de las partículas subatómicas. Pero antes de eso había participado en el Proyecto Manhattan destinado a la fabricación de la bomba atómica y liderado por Julius Robert Oppenheimer. En su libro Lawrence and Oppenheimer, Nuel Pharr Davis escribió cómo Alvarez contribuyó a la caída en desgracia de Oppenheimer:

Uno de los líderes del mundillo atómico dijo que estaba conmocionado por una pista que captó en 1954 sobre la manera en que la furia y la frustración habían afectado a la mente de Alvarez. «Recuerdo una conversación traumática que tuve con Alvarez. Fue antes de las Audiencias (las audiencias de Oppenheimer). Quiero dejar claro que no estoy citando sus palabras sino tratando de reconstruir su razonamiento. Lo que parecía estar contándome era: Oppenheimer y yo a menudo tenemos los mismos datos sobre una cuestión y llegamos a decisiones opuestas –él a una, yo a otra. Oppenheimer tiene una gran inteligencia. No puede estar analizando e interpretando los datos erróneamente. Yo tengo una gran inteligencia. No puedo estar equivocándome. Así que lo de Oppenheimer debe de ser falta de sinceridad, mala fe –¿quizá traición?»

En otra ocasión, Alvarez envió una carta a Robert Jastrow, que en 1984 dirigía el Instituto Goddard de la NASA y que se estaba significando como oponente a la teoría del asteroide. En su misiva, Alvarez escribía:

Así que Dewey ya es una persona olvidada en este campo, o cuando se le recuerda, es solo para unas buenas risas en el cóctel de clausura de la reunión sin Dewey… Me apena decirte que te veo recorriendo el camino de Dewey McLean.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

No faltaron las voces de denuncia contra las actitudes y maniobras de Alvarez. En 1988 el paleobotanista Leo Hickey le definió como «ruin, intolerante, terco, iracundo, viejo bastardo irascible». El propio físico tampoco se molestaba en ocultar su carácter hosco y arrogante. En un artículo sobre el debate K-T publicado en 1988 en The New York Times, Alvarez respondía a las objeciones de los paleontólogos, que criticaban la teoría del impacto alegando que el registro fósil no mostraba una extinción súbita sino gradual. Y lo hacía así: «No me gusta hablar mal de los paleontólogos, pero realmente no son muy buenos científicos. Son más bien como coleccionistas de sellos». En sus declaraciones al periodista Malcolm W. Browne, Alvarez tampoco desaprovechaba la ocasión de arremeter contra McLean: «Si el presidente de la Facultad me hubiese preguntado qué pensaba de Dewey McLean, le habría dicho que era un pelele. Pensaba que había sido expulsado del juego y había desaparecido, porque ya nadie le invita a conferencias».

Lo cierto es que Alvarez no es probablemente el único censurable en lo que llegó a llamarse «el tiroteo en la frontera K-T». Como repasaba un artículo sobre el debate publicado en Science el pasado diciembre con ocasión del hallazgo de nuevos datos a favor de la hipótesis del vulcanismo en el Decán, el tono de las críticas y manifestaciones de ambos bandos en disputa a menudo ha cambiado el guante de seda por el garrote. Y lo que es incluso peor: las declaraciones sugieren que los partidarios de cada bando están atrincherados en sus hipótesis respectivas que asumen como verdaderas, y para las que buscan desesperadamente confirmación, no contrastación. Es decir; no cuestionan sus hipótesis en busca de una verdad científica, sino que trabajan en posesión de ella. Y esta no es una buena manera de hacer ciencia.

Dewey McLean se jubiló en 1995. Por su parte, Luis Walter Alvarez falleció en septiembre de 1988 a causa de un cáncer. Nadie ha cuestionado jamás su genio científico. Pero, que yo haya podido encontrar, tampoco nadie ha alabado jamás su calidad humana. Ni siquiera sus partidarios. En el artículo de Science, el geólogo Paul Renne, de la Universidad de California en Berkeley, que defiende la teoría del impacto y ha firmado estudios con Walter Alvarez (hijo), reconocía: «Luis no era una persona amable. Muchos con visiones opuestas resultaron avasallados». Los científicos son personas normales. A veces, por desgracia.

El circo de Cervantes frente a la ciencia de Ricardo III

Cuánto daño ha hecho el CSI, solía lamentarse un amigo de formación también científica. Él era devoto de la serie, que por otra parte presenta un bien sostenido sustrato de ciencia. Pero las exigencias del guión, que incluyen la resolución de (casi) todos los crímenes en los 45 minutos que dura un episodio –imagino que los policías de verdad también tendrán algo que decir al respecto–, obligan a acelerar los tiempos de las pruebas experimentales de una manera ridículamente irreal. Quienes esperaban, en la rueda de prensa sobre el proyecto Cervantes celebrada esta semana, que una investigación iniciada en enero iba a presentarse en marzo con conclusiones, estudios de ADN y todo, tal vez hayan visto mucho de CSI, pero no tanto de ciencia real.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

No culpo a mis compañeros de Cultura, sino a sus jefes. Sencillamente, ellos no debían estar allí. Como veterano del periodismo y de la ciencia, hace años comprendí la idea que los directores de los medios de comunicación suelen tener sobre lo que debe ser una sección de ciencia: algo que cualquier lector pueda saltarse olímpicamente y aun así permanecer debidamente informado. No estoy exagerando: en un medio para el que trabajé, las pocas ocasiones en que los mandamases consideraban que alguna noticia científica era una parte imprescindible de la actualidad informativa –como la puesta en marcha del LHC o su descubrimiento del bosón de Higgs–, la noticia se sacaba de la sección y se llevaba a portada, para mantener el principio de que cualquier lector podía utilizar la sección de ciencia para envolver el pescado y aun así permanecer debidamente informado.

Para sostener la tesis que vengo a traer, voy a comparar el caso de Cervantes con otro parecido, el del rey Ricardo III de Inglaterra. En 2012, un nutrido equipo de investigadores, bajo el mando de la Universidad de Leicester, comenzó a rastrear el subsuelo de un aparcamiento de aquella localidad británica en busca de los restos perdidos de Ricardo III, el que en la obra de Shakespeare ofrecía su reino por un caballo. Lo último que se supo del monarca fue que nadie atendió su súplica y que por ello murió en combate, siendo su cadáver enterrado en un monasterio franciscano. Aquel edificio desapareció largo tiempo atrás, y en su lugar se puso un aparcamiento. De ahí el inusual lugar de la búsqueda.

No fue hasta más de un año después que los investigadores anunciaron el hallazgo confirmado de los restos del rey, y este es casi un plazo récord (nota: allí estaba chupado; encontraron solo un esqueleto, y entero). Otro año después, todos los resultados se publicaban en la revista Nature Communications. El proyecto, en el que participaron algunos de los mejores investigadores europeos de todas las disciplinas involucradas, desde la historiografía a la química de isótopos, cuenta con una página web bien estructurada e informativa. Los resultados del mismo fueron difundidos y comentados en todas las webs internacionales de ciencia y en las secciones de ciencia de todos los medios digitales.

Pasemos al caso de Cervantes. Mi primera pregunta es por qué un proyecto de tamaña relevancia mundial discurre bajo la batuta de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, a la que la Wikipedia define como «una de las entidades de mayor significación en el campo de las Ciencias Naturales y Antropológicas del País Vasco». Con todo mi respeto hacia esta noble y antigua institución, de cuyos méritos no dudo, me atrevo a citar la existencia de alguna alternativa: por ejemplo, en España contamos desde hace ya algunos años con un organismo, bastante ignorado por el público, conocido como Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que reúne algunos de los mejores centros científicos en todas las disciplinas imaginables, desde la historiografía a la química de isótopos.

Gloria González-Fortes es una genetista gallega que ha participado en el proyecto de Ricardo III durante su estancia en la Universidad de York, ocupando un rutilante segundo puesto en la lista de firmantes del estudio en el que se publicaron los resultados. Durante una conversación con ella motivada por un reportaje que he escrito para otro medio, ambos nos lamentábamos comparando el penoso circo de Cervantes con la ciencia de Ricardo III. «En Inglaterra, en general, hay más interés por temas de ciencia», me comentaba Gloria. «En otro país, el de Cervantes sería un proyecto estrella. En Leicester están montando un museo, y hubo polémica entre Leicester y York porque ambas querían llevarse los restos. Aquí hay menos interés, y las autoridades tampoco lo hacen atractivo para el público», añadía.

Y una muestra, causa o consecuencia de todo esto, es el hecho de que España tampoco disponga de infraestructuras suficientes para abordar de principio a fin un proyecto como el de Cervantes. «En España faltan laboratorios potentes para tratar la parte molecular de la arqueología, que suele hacerse en colaboración con grupos como los de Leipzig o Copenhague, y eso a pesar del patrimonio arqueológico que tenemos». «Sería bueno que no dependiéramos siempre del extranjero, que no sea una total dependencia en la que solo aportamos las muestras», opinaba Gloria.

En el fondo de todo esto, yace enterrado un concepto decimonónico de la arqueología. «Aquí es una especialización de historia, mientras que en Inglaterra tiene muchas materias de biología molécular, isótopos, ADN, como una herramienta más en la investigación arqueológica. Aquí hay una tradición más de letras en estudios arqueológicos», valoraba Gloria. Lo que me devuelve a, y explica, el revuelo en la rueda de prensa de esta semana cuando los periodistas de Cultura esperaban, supongo, una verdad científica. Parece que entre la gente se entiende el concepto de verdad científica como absoluta e incontestable. Pero verdad científica es, de por sí, un oxímoron. Las verdades de verdad podrán ser políticas, judiciales o religiosas. Si queremos llamar verdad científica a algo, será una verdad que pueda falsarse al día siguiente. Eso es el método científico.

Decimonónico ha sido también el tratamiento del proyecto Cervantes de cara al público. Un empeño de tal trascendencia no parece contar con una página web que informe sobre sus objetivos, planificación, financiación, participantes y resultados. Uno debe emprender oscuras búsquedas en la web del Ayuntamiento de Madrid para encontrar alguna información al respecto. Una página, destacada esta semana, está dedicada a contarnos lo que la alcaldesa tenía que opinar sobre la cuestión. Mucho más enterrada está la única página, hasta donde he podido saber, en la que se detalla la composición del equipo investigador a propósito del inicio de la segunda fase del proyecto el pasado 23 de enero; página que viene titulada erróneamente como «Ayuntamiento de Madrid – La Noche en blanco: dispositivo policial, sanitario y de movilidad». Y en cuanto a los planes previstos y su financiación, lo único que sabemos es que la alcaldesa dijo que, tranquilos, «habrá dinero». Como a un niño se le promete la paga para el fin de semana.

Quizá algún lector esté descubriendo la conclusión de que el objetivo de este post es arremeter contra el Ayuntamiento de Madrid y el partido que lo gobierna. Error. Tal conclusión sería precisamente una muestra más de lo que vengo a vilipendiar. Quien haya leído unos cuantos posts de este blog ya estará advertido de que la política me importa tres rábanos. En Reino Unido, potencia científica envidiable, sería inconcebible que el asunto de Ricardo III se convirtiera en materia de rabietas partisanas, o que existiera la mínima discusión sobre la necesidad o no de financiar un proyecto así. Aquí, las soflamas a favor o en contra de la financiación del proyecto Cervantes han ardido en internet, tanto por parte de los columnistas como del público en general, y normalmente motivadas por su apoyo o no al partido político que gobierna la capital.

Por no hablar, o mira, sí, de las manifestaciones hostiles a la ciencia por parte de determinados personajes públicos. Francisco Rico, académico de la RAE, atacó el proyecto hablando de los ejemplares de El Quijote que se podrían haber comprado con el presupuesto invertido en la búsqueda de los restos de Cervantes, y declaró que «el cadáver es el excremento del cuerpo». Me pregunto si al señor Rico le agradaría que, cuando su vida llegue a un fin que espero muy lejano, sus propios restos sean tratados como tal.

Pero las de Rico no han sido, ni mucho menos, las únicas manifestaciones en esta línea. En las redes sociales y en los comentarios a las noticias en los medios he encontrado incontables descalificaciones del proyecto bajo el denominador común del insoportable gasto –más o menos lo que cuestan cuatro metros de ferrocarril de alta velocidad, o sea, de lado a lado del salón– y concluyendo con distintas variaciones de una sentencia lapidaria: «dejad que los muertos descansen en paz». Y durante la menstruación no hay que lavarse la cabeza. Y masturbarse te deja ciego. Caspa, superstición, caverna y cuentos de viejas. El mismo aire viciado de siempre, la llengua al cul, Basora, César, Kubala, Moreno i Manchón. El eterno hámster español corriendo en su propia rueda y creyendo que así avanza kilómetros. Pan y fútbol.

Epílogo: en junio, Gloria vuelve a marcharse fuera, a la Universidad de Ferrara, en Italia. Tratándose de ciencia, en ningún sitio como lejos de casa.

Three minutes to midnight

Posiblemente fueron Iron Maiden, con su tema Two minutes to midnight (1984), quienes más han contribuido a popularizarlo, aunque tal vez muchos de sus fans no conozcan exactamente a qué se refiere el título de la canción. En 1947 los editores de la revista Bulletin of the Atomic Scientists, un grupo de científicos atómicos con sede en Chicago, inventaron una metáfora visual –hoy lo llamaríamos un meme– para ilustrar su portada con una advertencia sobre lo cerca que se hallaba el ser humano de su propia aniquilación a causa de una guerra nuclear. Era el Doomsday Clock, el reloj del apocalipsis. Según esta idea, la medianoche representa el fin, y el minutero se sitúa a mayor o menor distancia en función del nivel de riesgo percibido por los científicos responsables de este peculiar Pepito Grillo de la civilización humana. Otras bandas como los Clash, Who o Smashing Pumpkins, además de la novela gráfica Watchmen, han contribuido a convertir el reloj del apocalipsis en un icono de la cultura pop.

Portada del Bulletin of the Atomic Scientists de 1947, el primer número que mostraba en su portada el reloj del apocalipsis. Imagen de Bulletin of the Atomic Scientists.

Portada del Bulletin of the Atomic Scientists de 1947, el primer número que mostraba en su portada el reloj del apocalipsis. Imagen de Bulletin of the Atomic Scientists.

El reloj se estrenó con su aguja a siete minutos de la medianoche, pero dos años más tarde avanzó cuatro minutos cuando el entonces presidente estadounidense Harry Truman anunció que la Unión Soviética había ensayado su primer artefacto nuclear. En 1953, con la aparición de la bomba de hidrógeno y sendas pruebas nucleares de EE. UU. y la URSS, los científicos del boletín movieron la manecilla a solo dos minutos antes de medianoche, lo más cerca que hasta hoy ha estado de las campanadas finales. Los editores de la revista advertían, con un tono sombrío y pesimista: «Solo unos cuantos movimientos más del péndulo y, desde Moscú a Chicago, las explosiones atómicas marcarán la medianoche para la civilización occidental».

Desde entonces, y a través de los años de la Guerra Fría, la manecilla ha oscilado siguiendo los vaivenes de la política internacional. En 1984, cuando los Maiden compusieron su tema, el reloj marcaba tres minutos para la medianoche. Eran tiempos de absoluta incomunicación entre el bloque occidental, liderado por los conservadores Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y el soviético, bajo el mando del que sería su último líder comunista, Konstantín Chernenko. La posterior llegada al Kremlin de Mikhail Gorbachov, con su talante socialdemócrata y su profundo programa de reformas, relajó la tensión hasta permitir que en 1991, con la firma del primer tratado START de reducción de arsenales nucleares, los científicos de Chicago dejaran caer la aguja del reloj hasta unos holgados 17 minutos.

Desde entonces, por desgracia, el minutero no ha hecho sino acercarse hacia las 12, con la sola excepción de un pequeño paso atrás. En 2007, los científicos del boletín añadieron el cambio climático como factor adicional en sus valoraciones del riesgo global. Aquel año el cosmólogo británico Stephen Hawking, miembro del boletín, presentó en Londres el nuevo estado del reloj, cinco minutos antes de la medianoche. Tres años después, el boletín consideraba que la conferencia del clima de Copenhague y el tratado New START entre EE. UU. y Rusia justificaban conceder al reloj un minuto de respiro.

Pero en el último lustro la situación ha ido a peor, según los científicos. En 2012 la aguja regresó a los cinco minutos, y el pasado jueves avanzó otros dos. En una conferencia de prensa en Washington, los miembros del boletín justificaban por qué estamos nuevamente a tres minutos de la medianoche, un nivel de riesgo comparable al de 1949 y 1984: «El cambio climático sin control, la modernización de las armas nucleares globales y los grandes arsenales de armas nucleares suponen amenazas extraordinarias e innegables a la existencia continuada de la humanidad, y los líderes mundiales no han actuado con la rapidez o a la escala requeridas para proteger a los ciudadanos de la posible catástrofe. Estos fracasos de liderazgo político ponen en peligro a cada persona de la Tierra».

Los científicos reconocen avances modestos en el campo del clima, pero los juzgan insuficientes para prevenir un «calentamiento catastrófico». Por otra parte, acusan a las dos mayores potencias nucleares del planeta de estar más preocupadas por modernizar sus arsenales atómicos que por reducirlos. «El reloj está ahora a solo tres minutos de la medianoche porque los líderes internacionales están fracasando en el desempeño de su deber más importante: asegurar y preservar la salud y la vitalidad de la civilización humana», concluyen.

Los miembros del boletín llaman a la acción urgente en cinco ámbitos: limitar las emisiones de gases de efecto invernadero de modo que el aumento global de temperatura no exceda los 2 grados centígrados respecto de los niveles preindustriales; recortar drásticamente el gasto en modernización de arsenales nucleares; revitalizar el proceso de desarme; abordar el problema de los residuos nucleares; y crear instituciones dedicadas a mitigar el riesgo asociado a nuevas tecnologías como la biología sintética y la inteligencia artificial.

De acuerdo; cualquiera estará en su derecho de recordar la profecía que Shakespeare ponía en boca de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque en este caso, quienes desencadenaron los perros de la guerra fueron precisamente los fundadores del boletín, científicos del Proyecto Manhattan a cuyo trabajo debemos el riesgo nuclear que hemos padecido desde entonces. Y la venganza de César extenderá el crimen por toda la Tierra.

La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.