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Los precarios son siempre precarios, y los piratas son siempre piratas

Unos días atrás saltó a las redes sociales el comentario de una bloguera y, al parecer, hostelera, que defendía la práctica de los cocineros de incluir en sus equipos aprendices jóvenes sin remuneración; o sea, lo que siempre hemos conocido como precarios, ya que no puede llamarse becario a quien no tiene ninguna beca.

La bloguera en cuestión provocaba además las chuflas de los usuarios al comenzar su artículo aludiendo a lo “guapísimo” que le parece un cocinero concreto. Y en efecto, esto invita a dejar de leer o a no tomarse el resto en serio, como ocurriría con cualquier columna que arrancara refiriéndose al “guapísimo Joe Biden” (de joven lo era) o a la “guapísima Inés Arrimadas” (en cuyo caso, además, al autor le lloverían acusaciones de machismo).

En la opinión que vengo a plantear, vaya por delante un conflicto de intereses, cuyo protagonista es mi paladar. Confieso que la naturaleza no me ha dotado de un paladar exquisito. No soy capaz de apreciar los matices del roble ni aunque me coma el propio roble, ni los aromas del perfume que llevaba el bodeguero cuando embotelló el vino. Y esto, que muchos considerarían una desgracia, en cambio lo contemplo como una suerte, ya que nunca gastaré nada del dinero que a todos nos cuenta tanto conseguir en una cena en un restaurante con estrellas Michelín, porque no sabría apreciarlo; eso que me ahorro. Me gusta comer, pero la gastronomía no me interesa gran cosa.

Pero traigo hoy este asunto por un motivo: de precarios sabemos mucho en el mundo de la ciencia. Esta supuesta polémica sobre los aprendices sin paga, que incluso deberían dejarse abusar por tener la suerte de trabajar a los pies de una divinidad olímpica, es algo que hemos vivido durante décadas en la ciencia, antes de que la cocina adquiriera el estatus de culto posmoderno que hoy tiene para muchos. Y sin pretender desmerecer el trabajo de nadie, que todos son muy dignos, espero que pueda permitirse que algunos valoremos mucho más la ciencia que la cocina, y que por lo tanto no apoyemos en áreas menos importantes lo que no apoyamos en otras más importantes. Al menos de la ciencia puede decirse que está salvando vidas todos los días, y ahora está sacando al mundo de una pandemia. Y lo siento si ofendo a alguien o peco de arrogancia, que sí, que ya lo sé, pero sigue pareciéndome más meritorio y admirable crear una vacuna que salva vidas que cocinar una espuma de nabo.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Lo digo, además, porque sé en carne propia lo que es trabajar sin cobrar, como muchos otros de mi generación: durante tres años, desde 3º hasta 5º de carrera de biología, pasé sucesivamente por la Unidad de Citología e Histología de la Universidad Autónoma de Madrid, el laboratorio de bacterias termófilas del Centro de Biología Molecular, la Unidad de Inmunología del Hospital de la Princesa y el laboratorio de inmunología del Centro de Investigaciones Biológicas. Todo ello sin percibir un duro (por entonces aún había duros).

Sí, lo acepté porque quería aprender, como era habitual entonces. Y por entonces pensaba que era un peaje que los de mi generación debíamos pagar porque así era como se hacían las cosas entonces, pero que aquello debería cambiar tarde o temprano para que pudieran percibir una remuneración también esos insignificantes aprendices de científicos, que luego resultan no ser tan insignificantes cuando comienzan a aportar ideas, y a quienes además se encargan todas esas tareas rutinarias y sucias que otros prefieren evitar aunque cobren por hacerlas.

Incluso cuando ya terminábamos la carrera y teníamos la suerte de echarle el lazo a una beca de verdad, de las de cobrar una cantidad más simbólica que otra cosa, no teníamos ese lujo llamado alta en la Seguridad Social; nos cubría un seguro privado asociado a la beca. Durante los cuatro o cinco años de tesis, no cotizábamos ni un duro.

En el mundo de la ciencia, muchas cosas han cambiado desde entonces. Hoy, al menos teóricamente, los becarios cotizan. Y aunque posiblemente continúe la costumbre de las prácticas sin remuneración para los aún no licenciados, que confieso desconocerlo, el hecho de que aún existan irregularidades no justifica en absoluto que deban seguir existiendo. Es un resto del pasado a abolir. Y quien opine lo contrario se ha saltado una parte fundamental de la historia de la humanidad, esa en la que se impuso, por ejemplo, conceder a los trabajadores uno o dos días de descanso a la semana. Y sí, también entonces se quejaban de que esto ralentizaba la producción y se encarecían los productos. Pero qué se le iba a hacer.

Por no hablar de quien pretende justificar semejantes ignominias con argumentos de tan poca profundidad mental como que acusar a los explotadores de explotadores es algo recurrente y casposo, solo por el hecho de que se haya hablado mucho de ello. Este es uno de los grandes males dialécticos de la era de las redes sociales: si no te gusta una crítica, deja que hablen; una vez que se haya hablado mucho de ello, ya puedes descalificar el debate limitándote a decir que es rancio, recurrente y casposo, sin necesidad de aportar argumentos que apoyen tu (inapoyable) postura.

Y por no hablar tampoco de lo imbécil que resulta que en este nuevo culto posmoderno a la cocina, desde que los cocineros ascendieron a chefs, a los precarios se les haya ascendido también con un título en francés para que puedan exhibirlo a sus amigos y familiares y así presumir de ser stagiers de un chef, mejor si además es guapísimo. ¿Y encima pretenden cobrar por todo esto?

Al menos en la ciencia nadie llama a los precarios y becarios otra cosa que precarios y becarios. Y estos, a su vez, no llaman a sus jefes con otro título ni de otro modo que María, Pedro o Lola, aunque todos ellos tengan al menos el título de doctor. Los llamados stagiers son simplemente precarios. Y ustedes, quienes los explotan, unos piratas esnobs y petulantes, guapísimos o no.

Agua en Marte: ¿gran hallazgo o campaña publicitaria?

No pretendo restar importancia a la presencia de agua líquida en Marte. La demostración fehaciente de que en nuestro vecino planetario existe agua líquida de forma estable y constante, y en cantidad suficiente para sostener (y haber sostenido durante largo tiempo) la vida será una noticia de inmenso calado científico. Cuando llegue. Si llega. Porque aún no lo ha hecho.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

Marcas negras que representarían presuntas corrientes de salmuera líquida en Marte. La imagen es un modelo digital con falso color, creado a partir de las fotografías de la sonda MRO. Imagen de NASA/JPL/University of Arizona.

El anuncio hecho público ayer por la NASA, presentado al mismo tiempo por un equipo de investigadores en el Congreso Europeo de Ciencias Planetarias y publicado simultáneamente en la revista Nature Geoscience, ha encontrado hueco preeminente en los medios generalistas de todo el mundo. Lo cual es en sí mismo una buena noticia para la ciencia. O lo sería, si la misma tónica se mantuviera para otras informaciones que, como esta, no son esencialmente –y perdónenme el anglicismo– lo que por allí suelen llamar game-changing breakthroughs.

Permitan que me explique. El nuevo hallazgo, tal como ha sido comentado, se resume así:

  • Hay agua en Marte.
  • Esta agua forma corrientes líquidas estacionales.
  • Es la primera confirmación de agua líquida en la superficie del planeta.
  • Estas condiciones hacen a Marte más habitable.

En primer lugar debe subrayarse que la presencia de agua en Marte es un clásico. De hecho, y para el ser humano, podríamos decir que el agua en Marte ha existido para nosotros durante la mayor parte de nuestra historia; durante siglos se asumió que los casquetes polares observables con los telescopios estaban formados por hielo (lo que es parcialmente cierto). Solo tras refutarse la presunta teoría de los canales descrita por el astrónomo Percival Lowell en 1908, y al comprenderse que Marte era un lugar extremadamente gélido y árido, surgió la duda.

Una duda que se resolvió en 1963, hace ya más de medio siglo. Aquel año, tres astrónomos del Jet Propulsion Laboratory y de la Institución Carnegie publicaron en la revista Astrophysical Journal la confirmación de que en Marte existía vapor de agua. Es decir, agua.

Con el paso de los años se fue descubriendo que Marte posee rocas resultantes de la acción del agua y accidentes geográficos debidos a la erosión y sedimentación fluvial. La idea de que en Marte existieron, y aún podrían existir, acuíferos activos, data de los años 70. Por otra parte, la confirmación de la presencia de hielo llegó gradualmente por varias vías, hasta que la sonda Phoenix aportó la demostración definitiva in situ en 2008. Por si faltara algo, Phoenix incluso vio nevar en Marte.

En resumen, el agua en Marte se ha descubierto ya en innumerables ocasiones. Es cierto que la fase en que se halle esta agua no es en absoluto irrelevante para la presencia de vida; pero si hay agua, y a pesar de que las condiciones climáticas y atmosféricas de Marte no son precisamente amables (en aquella débil atmósfera el agua hierve a temperatura muy baja), es razonable pensar que al menos en ciertos lugares, por ejemplo bajo el suelo, y en ciertos emplazamientos y estaciones del año, pueda atravesar en algún momento una fase líquida.

En cuanto al segundo punto, el nuevo anuncio versa sobre un hallazgo que en realidad se produjo en 2011. Aquel año la revista Science publicaba un estudio que descubría, gracias a las imágenes en alta resolución tomadas por la sonda Mars Reconnaisance Orbiter (MRO), la presencia de unas marcas en ciertas pendientes marcianas semejantes a signos de torrenteras, que surgían en las estaciones más templadas y desaparecían en las más frías. Y dentro de la estricta prudencia obligada en los estudios científicos, los investigadores ya sugerían la presencia de salmueras líquidas como causas de estas marcas, prácticamente descartando otras hipótesis.

Naturalmente, hacía falta una demostración. Pero lo que tenemos ahora no lo es; es solo un indicio más. Según escriben los investigadores en su nuevo estudio, sus datos «apoyan fuertemente la hipótesis» de las salmueras líquidas. Analizando los espectros (firmas luminosas de los compuestos químicos de las marcas) en las imágenes tomadas por la MRO, los científicos han descubierto la presencia de sales hidratadas. Es una comprobación indirecta, pero no hay una demostración inequívoca; ya hemos visto el hielo en Marte, pero seguimos sin ver el agua. A diferencia del estudio de 2011, el actual no ha merecido publicarse en revistas de primera fila como Nature o Science, sino en Nature Geoscience; una revista de butaca preferente, pero que no deja de ser de segunda fila.

Por último, está la cuestión relativa a la vida. Los propios investigadores reconocen que el origen del agua asociada a las sales sea posiblemente el vapor atmosférico. Y aunque destacan que este fenómeno de absorción de agua (técnicamente, delicuescencia) presta refugio a ciertos microbios en el desierto chileno de Atacama, reconocen que muy difícilmente este mecanismo sería suficiente para sostener algún tipo de vida en Marte; al fin y al cabo, los microbios de Atacama han llegado hasta allí procedentes de una masa de biodiversidad enormemente extensa, tanto temporal como geográficamente. El de Atacama es uno de los nichos ecológicos más hostiles de la Tierra, y ha sido colonizado por especialización evolutiva a partir de una amplísima fuente de organismos vivos que han ocupado una enorme variedad de hábitats más permisivos. Si las escasas y ocasionales salmueras de Marte son lo más habitable que ha existido allí durante millones de años, y en ausencia de un freático subterráneo extenso y abundante que las alimente, pensar que aquello haya podido sostener comunidades microbianas viables a largo plazo es casi un absurdo biológico. Y plantear otra cosa es sencillamente engatusar.

Dicho todo esto, ¿por qué tanto bombo y platillo? Aunque en cierto telediario de ámbito nacional se ha afirmado hoy que el anuncio de la NASA «ha sorprendido a la comunidad científica», no es así; la información estaba disponible, embargada, en la web de Nature desde casi una semana antes. Muchos periodistas de ciencia la conocíamos con antelación, juzgando que su nivel de impacto era inferior al del estudio de 2011, que en su momento no copó titulares en la prensa. De hecho, hoy los sorprendidos hemos sido nosotros al comprobar cómo se ha sobredimensionado el alcance de la noticia.

La clave está en la rueda de prensa de la NASA. Fue el anuncio de esta convocatoria, junto con el astuto uso de la palabra «misterio», el que engordó el interés por una noticia que finalmente pareció decepcionar a los asistentes que abarrotaban el auditorio James Webb en Washington. Tal vez los periodistas presentes esperaban alguna nueva revelación de mayor impacto no incluida en la información embargada.

La pregunta es: ¿por qué la NASA decide organizar semejante convocatoria en una ocasión como esta, para anunciar un simple indicio de apoyo a un descubrimiento realizado hace cuatro años?

La agencia estadounidense posee una poderosa maquinaria de márketing, y sus directivos conocen la influencia de su poder divulgativo en los medios de todo el mundo. Hoy las malas lenguas comentan la curiosa coincidencia de la rueda de prensa con el estreno de la película de Ridley Scott The Martian, que ha contado con el patrocinio de la NASA. El pasado verano el autor de la novela, Andy Weir, relataba a Wired que la agencia estaba entusiasmada con la historia porque la veía como «una oportunidad para reenganchar al público a los viajes espaciales». Wired añadía que «para una misión a Marte, la agencia necesitaría entre 80.000 y 100.000 millones de dólares en los próximos 20 años, algo que hasta ahora el Congreso se ha negado a aprobar». Que cada cual saque sus propias conclusiones.

El circo de Cervantes frente a la ciencia de Ricardo III

Cuánto daño ha hecho el CSI, solía lamentarse un amigo de formación también científica. Él era devoto de la serie, que por otra parte presenta un bien sostenido sustrato de ciencia. Pero las exigencias del guión, que incluyen la resolución de (casi) todos los crímenes en los 45 minutos que dura un episodio –imagino que los policías de verdad también tendrán algo que decir al respecto–, obligan a acelerar los tiempos de las pruebas experimentales de una manera ridículamente irreal. Quienes esperaban, en la rueda de prensa sobre el proyecto Cervantes celebrada esta semana, que una investigación iniciada en enero iba a presentarse en marzo con conclusiones, estudios de ADN y todo, tal vez hayan visto mucho de CSI, pero no tanto de ciencia real.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

No culpo a mis compañeros de Cultura, sino a sus jefes. Sencillamente, ellos no debían estar allí. Como veterano del periodismo y de la ciencia, hace años comprendí la idea que los directores de los medios de comunicación suelen tener sobre lo que debe ser una sección de ciencia: algo que cualquier lector pueda saltarse olímpicamente y aun así permanecer debidamente informado. No estoy exagerando: en un medio para el que trabajé, las pocas ocasiones en que los mandamases consideraban que alguna noticia científica era una parte imprescindible de la actualidad informativa –como la puesta en marcha del LHC o su descubrimiento del bosón de Higgs–, la noticia se sacaba de la sección y se llevaba a portada, para mantener el principio de que cualquier lector podía utilizar la sección de ciencia para envolver el pescado y aun así permanecer debidamente informado.

Para sostener la tesis que vengo a traer, voy a comparar el caso de Cervantes con otro parecido, el del rey Ricardo III de Inglaterra. En 2012, un nutrido equipo de investigadores, bajo el mando de la Universidad de Leicester, comenzó a rastrear el subsuelo de un aparcamiento de aquella localidad británica en busca de los restos perdidos de Ricardo III, el que en la obra de Shakespeare ofrecía su reino por un caballo. Lo último que se supo del monarca fue que nadie atendió su súplica y que por ello murió en combate, siendo su cadáver enterrado en un monasterio franciscano. Aquel edificio desapareció largo tiempo atrás, y en su lugar se puso un aparcamiento. De ahí el inusual lugar de la búsqueda.

No fue hasta más de un año después que los investigadores anunciaron el hallazgo confirmado de los restos del rey, y este es casi un plazo récord (nota: allí estaba chupado; encontraron solo un esqueleto, y entero). Otro año después, todos los resultados se publicaban en la revista Nature Communications. El proyecto, en el que participaron algunos de los mejores investigadores europeos de todas las disciplinas involucradas, desde la historiografía a la química de isótopos, cuenta con una página web bien estructurada e informativa. Los resultados del mismo fueron difundidos y comentados en todas las webs internacionales de ciencia y en las secciones de ciencia de todos los medios digitales.

Pasemos al caso de Cervantes. Mi primera pregunta es por qué un proyecto de tamaña relevancia mundial discurre bajo la batuta de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, a la que la Wikipedia define como «una de las entidades de mayor significación en el campo de las Ciencias Naturales y Antropológicas del País Vasco». Con todo mi respeto hacia esta noble y antigua institución, de cuyos méritos no dudo, me atrevo a citar la existencia de alguna alternativa: por ejemplo, en España contamos desde hace ya algunos años con un organismo, bastante ignorado por el público, conocido como Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que reúne algunos de los mejores centros científicos en todas las disciplinas imaginables, desde la historiografía a la química de isótopos.

Gloria González-Fortes es una genetista gallega que ha participado en el proyecto de Ricardo III durante su estancia en la Universidad de York, ocupando un rutilante segundo puesto en la lista de firmantes del estudio en el que se publicaron los resultados. Durante una conversación con ella motivada por un reportaje que he escrito para otro medio, ambos nos lamentábamos comparando el penoso circo de Cervantes con la ciencia de Ricardo III. «En Inglaterra, en general, hay más interés por temas de ciencia», me comentaba Gloria. «En otro país, el de Cervantes sería un proyecto estrella. En Leicester están montando un museo, y hubo polémica entre Leicester y York porque ambas querían llevarse los restos. Aquí hay menos interés, y las autoridades tampoco lo hacen atractivo para el público», añadía.

Y una muestra, causa o consecuencia de todo esto, es el hecho de que España tampoco disponga de infraestructuras suficientes para abordar de principio a fin un proyecto como el de Cervantes. «En España faltan laboratorios potentes para tratar la parte molecular de la arqueología, que suele hacerse en colaboración con grupos como los de Leipzig o Copenhague, y eso a pesar del patrimonio arqueológico que tenemos». «Sería bueno que no dependiéramos siempre del extranjero, que no sea una total dependencia en la que solo aportamos las muestras», opinaba Gloria.

En el fondo de todo esto, yace enterrado un concepto decimonónico de la arqueología. «Aquí es una especialización de historia, mientras que en Inglaterra tiene muchas materias de biología molécular, isótopos, ADN, como una herramienta más en la investigación arqueológica. Aquí hay una tradición más de letras en estudios arqueológicos», valoraba Gloria. Lo que me devuelve a, y explica, el revuelo en la rueda de prensa de esta semana cuando los periodistas de Cultura esperaban, supongo, una verdad científica. Parece que entre la gente se entiende el concepto de verdad científica como absoluta e incontestable. Pero verdad científica es, de por sí, un oxímoron. Las verdades de verdad podrán ser políticas, judiciales o religiosas. Si queremos llamar verdad científica a algo, será una verdad que pueda falsarse al día siguiente. Eso es el método científico.

Decimonónico ha sido también el tratamiento del proyecto Cervantes de cara al público. Un empeño de tal trascendencia no parece contar con una página web que informe sobre sus objetivos, planificación, financiación, participantes y resultados. Uno debe emprender oscuras búsquedas en la web del Ayuntamiento de Madrid para encontrar alguna información al respecto. Una página, destacada esta semana, está dedicada a contarnos lo que la alcaldesa tenía que opinar sobre la cuestión. Mucho más enterrada está la única página, hasta donde he podido saber, en la que se detalla la composición del equipo investigador a propósito del inicio de la segunda fase del proyecto el pasado 23 de enero; página que viene titulada erróneamente como «Ayuntamiento de Madrid – La Noche en blanco: dispositivo policial, sanitario y de movilidad». Y en cuanto a los planes previstos y su financiación, lo único que sabemos es que la alcaldesa dijo que, tranquilos, «habrá dinero». Como a un niño se le promete la paga para el fin de semana.

Quizá algún lector esté descubriendo la conclusión de que el objetivo de este post es arremeter contra el Ayuntamiento de Madrid y el partido que lo gobierna. Error. Tal conclusión sería precisamente una muestra más de lo que vengo a vilipendiar. Quien haya leído unos cuantos posts de este blog ya estará advertido de que la política me importa tres rábanos. En Reino Unido, potencia científica envidiable, sería inconcebible que el asunto de Ricardo III se convirtiera en materia de rabietas partisanas, o que existiera la mínima discusión sobre la necesidad o no de financiar un proyecto así. Aquí, las soflamas a favor o en contra de la financiación del proyecto Cervantes han ardido en internet, tanto por parte de los columnistas como del público en general, y normalmente motivadas por su apoyo o no al partido político que gobierna la capital.

Por no hablar, o mira, sí, de las manifestaciones hostiles a la ciencia por parte de determinados personajes públicos. Francisco Rico, académico de la RAE, atacó el proyecto hablando de los ejemplares de El Quijote que se podrían haber comprado con el presupuesto invertido en la búsqueda de los restos de Cervantes, y declaró que «el cadáver es el excremento del cuerpo». Me pregunto si al señor Rico le agradaría que, cuando su vida llegue a un fin que espero muy lejano, sus propios restos sean tratados como tal.

Pero las de Rico no han sido, ni mucho menos, las únicas manifestaciones en esta línea. En las redes sociales y en los comentarios a las noticias en los medios he encontrado incontables descalificaciones del proyecto bajo el denominador común del insoportable gasto –más o menos lo que cuestan cuatro metros de ferrocarril de alta velocidad, o sea, de lado a lado del salón– y concluyendo con distintas variaciones de una sentencia lapidaria: «dejad que los muertos descansen en paz». Y durante la menstruación no hay que lavarse la cabeza. Y masturbarse te deja ciego. Caspa, superstición, caverna y cuentos de viejas. El mismo aire viciado de siempre, la llengua al cul, Basora, César, Kubala, Moreno i Manchón. El eterno hámster español corriendo en su propia rueda y creyendo que así avanza kilómetros. Pan y fútbol.

Epílogo: en junio, Gloria vuelve a marcharse fuera, a la Universidad de Ferrara, en Italia. Tratándose de ciencia, en ningún sitio como lejos de casa.

La ciencia es cultura por lo que tiene de inútil

Cuando hace unos años el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) comenzó a disparar protones, era frecuente escuchar en radio o ver en televisión cómo la noticia formaba parte de los contenidos informativos destacados, algo que la ciencia logra en raras ocasiones. En tales casos, el periodista no especializado en la materia (ni en la energía) solía contar con la interlocución de algún físico español del LHC para aclarar términos y conceptos, y quien invariablemente explicaba con más o menos maña divulgativa que el artefacto iba a permitirnos comprender mejor el nacimiento del universo.

Solía llegar entonces un lance de la entrevista en el que el periodista preguntaba: «¿Y esto para qué servirá?». Se evidenciaba así que «comprender mejor el nacimiento del universo» no era razón de suficiente peso, a juicio del periodista. Él o ella esperaba quizá que la tecnología del LHC facilitara algún avance indiscutiblemente útil, como un nuevo aparato médico para diagnosticar el cáncer o un microondas que enfríe para hacer bombones helados al instante. Y ahí tenías al pobre físico titubeando al buscar una puerta de salida con el argumento de que la antimateria se emplea con fines médicos en la tomografía de positrones y blablablá.

Esta misma situación se repite una y otra vez cuando se anuncian los ganadores de los premios Nobel de ciencia. Noticias y teletipos siempre parecen obligados a citar cuáles son o serán las aplicaciones prácticas de la investigación en cuestión, aunque a menudo muchas de ellas estén tan alejadas del trabajo científico premiado como el automóvil de la invención de la rueda. En cambio, llama la atención que el mismo criterio no se aplique a los ganadores del Nobel de, por ejemplo, Economía. Salvo en casos muy contados, se suele saldar la información mencionando que Fulano de Tal ha sido merecedor del galardón por sus «profundos estudios sobre la estructura del déficit público», o así, y no se considera necesario acompañar la noticia justificando que el trabajo del premiado ha aliviado los niveles de pobreza en un país, o evitado una guerra civil por los recursos en otro, o creado empleo en un tercero. (Nota: por si alguien lo está pensando, a Muhammad Yunus, el creador de los microcréditos, no se le concedió el Nobel de Economía, sino el de la Paz).

¿Por qué a la ciencia se le exige tanto utilitarismo? Cuando estaba en mi último año de tesis doctoral, me divertía escandalizar a algún becario novato asegurándole que la ciencia era un arte y que no servía, ni debía servir, absolutamente para nada, y demostrándole que los mayores avances, como la penicilina, la vacuna o la anestesia, nacieron gracias a afortunadas carambolas más que a la aplicación rigurosa del método de Popper.

La postura extrema era solo un juego mental por el gusto de discutir, y con clara inspiración wildeana («todo arte es completamente inútil«), pero se apoyaba en una cierta convicción personal. Si el argumento es que la ciencia recibe fondos públicos y por tanto debe devolver un rendimiento práctico a la sociedad, ¿por qué no aplicamos idéntico criterio a otras actividades culturales igualmente subvencionadas con los impuestos de los ciudadanos? Y podríamos hablar no solo de inversión directa, sino del coste de primar administraciones de Cultura al más alto nivel que históricamente casi parecen una exigencia estructural, mientras que sus equivalentes de Ciencia han aparecido y desaparecido como Guadianas sujetos a los bandazos políticos tan Typical Spanish.

Respondo a esta última cuestión: se supone que el rendimiento social de la cultura estriba en algo más que la creación o extensión del conocimiento. O si no, cabría preguntarse en qué contribuye a esto, por poner un ejemplo, Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar. Si existe una razón para subvencionar la cultura más allá de que no hacerlo es inaceptable, el producto que justifica tal inversión no puede ser exclusivamente utilitario. Ocho apellidos vascos hace reír. Una representación de Un tranvía llamado deseo conmueve. Una exposición de Cézanne acaricia la mirada. Etcétera.

En otras palabras: la cultura, o el arte, apelan a una experiencia humana que trasciende lo racional. La cultura, decía Cicerón, es el cultivo del alma. Y cuando esa experiencia resulta enriquecedora de un modo u otro es cuando no tenemos reparo en estamparle el sello de Cultura con «C» mayúscula. Mezclo deliberadamente los conceptos de cultura y arte; aunque las definiciones de estos términos sean muy dispares de acuerdo al diccionario, la imagen mental que nos formamos cuando hablamos de cultura es algo más parecido a lo que entendemos por arte, y habitualmente conceptuamos como cultura aquello que el criterio personal de cada cual considera arte.

Y aquí voy: si preguntamos a cualquiera si la ciencia es cultura, pocos opinarán que no es así. Y sin embargo, si ahondamos un poco descubriremos que en general se clasifica a la ciencia como cultura de otra clase, en otra definición, quizá más ortodoxa pero más alejada del concepto de gran cultura. En resumen, cultura con «c» minúscula. Por mi parte, sé que a todo aficionado a la ciencia, se dedique a ella o no, la perfección de un teorema, la elegancia de un abordaje experimental o un resultado sorprendente le suscitan algo más que una satisfacción racional. Nunca conocí a un científico que se levantara cada mañana con el ánimo de salvar a la humanidad, pero sí a muchos que se dedican a esto porque nada les produce mayor placer. La ciencia provoca una experiencia emocional, algo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir«. Y sin embargo, uno sigue escuchando y leyendo diatribas contra el gasto en exploración espacial, que otros aparentan convalidar por el hecho de que gracias a la NASA tenemos el velcro (lo cual es absolutamente falso).

¿Significa esto que la ciencia no debe sentar las bases para curarnos el cáncer, el alzhéimer o el párkinson, o proporcionarnos microondas que enfríen para hacer bombones helados al instante? Nunca diría tal cosa. Pero la ciencia no es cultura porque logre todo eso, sino porque nos explica de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, qué es todo lo que existe, cómo funciona, cómo ha llegado a existir y qué será de ello, y al hacer todo esto nos eriza el vello cuando nos clava la mirada desafiante y nos recita aquello de Roy Batty: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». La ciencia es muchas cosas. Pero si es cultura, no es como palanca para mover el mundo, sino como lágrimas en la lluvia.

Para ilustrar, aquí va un vídeo captado por la sonda de la NASA Solar Dynamics Observatory el pasado 2 de abril, que muestra el momento de la erupción de una llamarada solar. Disfruten de esta belleza.