Cambios en mi blog ‘Ciencias Mixtas’, para que nada cambie

Hoy no vengo a contar ciencia, como llevo haciendo en este blog Ciencias Mixtas desde hace nueve años, sino a anunciar un cambio. Aunque, como digo en el título, es un cambio para que, en el fondo, nada cambie.

Por razones que me son ajenas, 20minutos, la gran casa que gentilmente ha acogido este blog desde sus comienzos, ha decidido renovar sus herramientas tecnológicas. WordPress, la plataforma de blogs y gestión de contenidos que hasta ahora sustentaba este espacio, será sustituida por el sistema de edición que se utiliza para publicar el diario online.

Cintillo del blog Ciencias Mixtas. Imagen de 20minutos.es.

Esto no significa que desaparezca del ciberespacio el archivo de este blog, que seguirá existiendo en la misma dirección que hasta ahora, https://blogs.20minutos.es/ciencias-mixtas/. Pero sí que ya no se actualizará con nuevos contenidos. A partir de ahora mis artículos estarán incluidos en el pool general de contenidos del periódico online, y podrán encontrarse en este enlace:

https://www.20minutos.es/autor/javier-yanes/

Aprovecho para dar las gracias a los lectores que han seguido este blog desde largo tiempo atrás y han permitido que siga vivo, también a través de esta nueva metamorfosis.

Hasta aquí, lo que cambia. Ahora, lo que no. Ni el tipo de artículos habituales de Ciencias Mixtas ni el tono van a cambiar. También debo aclarar esto por algún comentario que recibo de vez en cuando en Twitter: no formo parte de la redacción de 20minutos, ni física ni organizativamente, y por lo tanto no pertenezco a la sección de Ciencia del diario ni soy responsable de sus contenidos. Esto tampoco va a cambiar ahora.

Por último, me anticipo a pedir disculpas, tanto a los lectores como a los responsables de 20minutos, por los errores técnicos que sin ninguna duda voy a cometer en esta transición. Todo organismo que se ve de repente inmerso en un nuevo ecosistema desconocido debe adaptarse para conseguir reproducirse, o morir sin legar sus genes a una nueva generación. Afortunadamente, esto último al menos ya lo he hecho, lo de legar, me refiero. También he plantado algún que otro árbol y escrito unos cuantos libros, así que ya solo me queda esperar que la selección natural sea benevolente conmigo. Y ustedes que lo vean.

Estos son los proyectos científicos de búsqueda de alienígenas para 2023

Como decíamos ayer, 2023 se presenta interesante desde el punto de vista de los proyectos de búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, en inglés), algo en lo que espero equivocarme al temer que no se encontrará nada, al menos en vida de los que hoy estamos vivos. Y para quitarme la razón, he aquí unas cuantas iniciativas para este próximo año que seguiremos con atención.

Imagen de pxhere.

La NASA busca ovnis

En estos últimos años ha habido bastante animación en el mundo ovni, rebautizados desde el clásico UFO (Unidentified Flying Object) a UAP (Unidentified Aerial Phenomenon). Un rebautizo que mejor vamos a ignorar, sobre todo porque en castellano sería Fenómenos Aéreos No Identificados, o sea, FANI. Decir «he visto un FANI» suena a lo más idiota que se puede decir, además de ser el diminutivo con el que antiguamente se conocía a las mujeres llamadas Estefanía (hoy sería más bien Fanny, Fannie o incluso Stephie); así que nada, ovnis.

El caso es que el gobierno de EEUU ha vuelto a ocuparse oficialmente del tema, después de décadas haciendo como que no (una explicación más completa de todo esto aquí). Y ello ha venido acompañado de la desclasificación de informes y vídeos de avistamientos recogidos por personal militar. Los más cafeteros celebraron con gran alharaca que el informe del Pentágono solo pudiera encontrar explicación a uno de los 144 avistamientos, aunque obviamente esto está muy lejos de significar que los 143 restantes fueran conductores alienígenas desviados de la operación salida de vacaciones de su planeta. También los convencidos interpretaron con suspicacia que la desclasificación no haya sido completa, pero cualquiera que no sea visceralmente conspiranoico entiende que hay razones de defensa implicadas.

En el chup-chup de este resurgimiento del culto ovni, un paso adelante ha venido del rincón menos esperado: la NASA. Durante décadas la agencia espacial de EEUU ha preferido no pisar este barrizal, más aún ante las declaraciones algo alucinatorias de alguno de sus propios astronautas. Pero en este 2022 sorprendió al anunciar la creación de una comisión multidisciplinar que desde octubre está estudiando los avistamientos.

Sin embargo, que nadie descorche el champán; el estudio solo durará nueve meses, y únicamente va a reanalizar información desclasificada y por tanto ya disponible. Los expertos no esperan grandes revelaciones de esta comisión, pero sí un avance largamente necesitado: que por fin un grupo de científicos reputados y reconocidos construya un método sistemático de análisis riguroso de los avistamientos que pueda aplicarse a futuros estudios. Conoceremos los resultados en la primavera de 2023, o quizá en verano.

Galileo, una búsqueda de ovnis por tierra, aire y espacio

Más ambicioso es otro proyecto denominado Galileo, liderado por el astrofísico de Harvard Avi Loeb. El prestigio de Loeb como astrónomo y cosmólogo es lo suficientemente sólido como para haber resistido hasta ahora las reprobaciones que ha suscitado su otro campo de interés: él está convencido de que las naves alienígenas ya están en nuestro Sistema Solar, y de que una de ellas es el objeto interestelar ‘Oumuamua, descubierto en 2017.

Previamente al anuncio de la NASA, Loeb sometió una propuesta a la agencia para investigar los ovnis, que fue ignorada. Así que decidió montar su propio proyecto. Galileo nace con unas miras mucho más ambiciosas que el pequeño estudio de la NASA. Básicamente, lo que se propone es peinar la Tierra y el espacio cercano en busca de ovnis. Para ello utilizará telescopios dedicados y no dedicados —incluyendo el observatorio Vera C. Rubin, recién terminado de construir en Chile y que verá su primera luz próximamente—, junto con observaciones de satélite, que se procesarán por sistemas de inteligencia artificial. De este modo aplicará una sistematización científica a la recogida de datos, dado que jamás podrá convertirse en ciencia algo que se basa en avistamientos esporádicos de alguien que pasaba por allí y que no sabe muy bien lo que dice que vio.

Y si Galileo no encuentra nada, pues en fin… Por supuesto, siempre habrá quienes sigan negándose a aceptar la pertinaz falta de evidencia como evidencia, más teniendo en cuenta que el mundo ufológico es innegablemente propenso a la conspiranoia, y la conspiranoia es por definición irrefutable. Por el momento, Galileo ya ha conseguido atraer a un centenar de colaboradores, incluyendo científicos, académicos, ingenieros y tecnólogos, todos ellos deseosos de que la ciencia real se ocupe por fin del fenómeno ovni para saber de una vez por todas si debemos seguir prestándole alguna atención o si podemos enterrarlo definitivamente.

Nuevas armas para el SETI

Quienes hayan visto la película de 1997 Contact o hayan leído la novela de Carl Sagan recordarán que el personaje interpretado por Jodie Foster —y que se basa en la astrónoma Jill Tarter— descubría la señal alienígena que motivaba la trama en un observatorio de radiotelescopios de Nuevo México. Este lugar existe y se llama Karl G. Jansky Very Large Array, o VLA. Pero en la vida real el VLA jamás se ha dedicado a investigación SETI, sino solo a radioastronomía.

Imagen de la película ‘Contact’ (1997). Imagen de Warner Bros.

Hasta ahora. Recientemente el VLA ha iniciado una colaboración con el Instituto SETI de California, una de las pocas instituciones científicas cuya razón de ser es la búsqueda de posibles señales tecnológicas de origen alienígena, algo que lleva haciendo desde 1984 con fondos privados, aunque otros de sus programas de investigación sí reciben fondos públicos. La colaboración consiste en la implementación de un nuevo sistema de procesamiento de señales llamado Commensal Open Source Multimode Interferometer Cluster (COSMIC), que va a permitir hacer SETI las 24 horas del día, 7 días a la semana, sin interferir en la investigación científica del VLA.

El sistema estará operativo próximamente, y durante dos años va a dedicarse a hacer el mayor rastreo de posibles señales tecnológicas jamás emprendido en el hemisferio norte, en unos 40 millones de sistemas estelares. Y si esta búsqueda no encuentra nada… en fin, lo dicho.

En paralelo, el Instituto SETI proseguirá con sus búsquedas habituales desde el Allen Telescope Array (ATA) y en el recientemente instalado LaserSETI, que no busca señales de radio sino ópticas; rayos láser, no del tipo crucero imperial derribando un caza X-Wing, sino del tipo que alguna civilización avanzada podría utilizar para comunicarse o para propulsar naves espaciales.

A todo esto se añadirán algunos otros bocados jugosos. Por ejemplo, el nuevo telescopio espacial de la NASA/ESA/Canadá James Webb, el sucesor del Hubble que en 2022 nos ha traído imágenes alucinantes del universo, es capaz de detectar posibles firmas biológicas en la atmósfera de exoplanetas lejanos. Estos indicios siempre serán indirectos y no darán una confirmación absoluta de que pueda existir vida en un planeta, pero si se hallara algo lo suficientemente sugerente, el planeta en cuestión se convertiría en el más interesante del universo.

Esto es lo más importante que veremos en 2023 en cuanto a búsqueda científica de alienígenas. ¿Estaremos comentando aquí dentro de 365 días el éxito de alguno de estos proyectos? ¿Será 2023 por fin el año en que hagamos contacto? Hagan sus apuestas.

Un 2023 sin Frank Drake: ¿el año en que haremos contacto?

Entre los personajes del mundo de la ciencia que hemos perdido en este 2022 destaca el nombre del radioastrónomo estadounidense Frank Drake, fallecido el pasado 2 de septiembre a los 92 años por causas que no se han especificado. Cuando alguien muere a edad tan avanzada, no se pregunta. Lo cierto es que Drake ha vivido una vida larga y plena en la que conquistó muchas metas profesionales. Pero a la que le faltó la aspiración que probablemente más deseaba. Porque el objetivo que centró la carrera de Drake, por el que será recordado, fue la búsqueda de vida alienígena inteligente.

En 1960 Drake apuntó por primera vez la antena de un radiotelescopio al cielo con el fin de escuchar si había alguien fuera de esta Tierra transmitiendo algo. Era la primera vez que esto se hacía de forma deliberada y planificada con tal objetivo. Así que hasta entonces era posible que hubiese por ahí millones de canales de Radiotelevisión Galáctica, pero que hasta entonces no hubiéramos sabido de ellos porque nadie los había intentado sintonizar.

Frank Drake en una conferencia en 2012. Imagen de Raphael Perrino / Flickr / CC.

En aquel primer intento Drake creyó haber encontrado algo, pero era una falsa alarma, una interferencia terrestre. No se escuchó nada, ni se ha escuchado nada desde entonces, más allá de otro pequeño puñado de falsas alarmas y alguna señal esporádica cuyo origen natural no se ha probado, pero se da casi por hecho.

Con aquel primer intento, Drake inauguró un campo de investigación que ha perdurado hasta hoy, la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, o SETI (en inglés). Drake participó también en el envío de mensajes al espacio, por señal de radio —el mensaje de Arecibo— o en forma de placas colocadas en las sondas Pioneer y de discos de oro en las Voyager.

Pero lo que más continuará citándose de él después de su muerte será su famosa ecuación, aquella en la que introdujo varios términos para estimar el posible número de civilizaciones en la galaxia. Por supuesto que la ecuación de Drake, tan aplaudida como criticada, no pretendía ser un cálculo riguroso ni fidedigno, sino solo un ejercicio de pensamiento, un razonamiento de servilleta de bar para defender la existencia de otros seres inteligentes por ahí.

Sin embargo, Drake ha dejado este mundo sin que la respuesta a su pregunta haya variado en 60 años: hasta donde sabemos, estamos solos.

Quien siga este blog desde hace años sabrá que aquí se espera y se desea el día en que hagamos contacto —parafraseando el título de 2010, la secuela de 2001 en el cine—, pero también que no se cree que ese día vaya a existir alguna vez.

No hay ninguna contradicción en esto, ni es solo la ciencia la que nos ofrece un retrato de la realidad al que le importa un pimiento lo que nosotros queramos o nos parezca bien. En los tiempos que vivimos parece que se enseña a la gente que todo responde a nuestros deseos y necesidades, de modo que basta con creer en algo o desearlo muy fuerte para que exista. Pero se ahorrarían muchas frustraciones y horas de terapia si se contara que, para nuestra desgracia, la realidad no funciona así.

Por cada persona que gana la lotería porque, según ella, lo necesitaba, lo deseó muy fuertemente y tuvo un pálpito (incluso los medios serios han prestado espacio gratuito a cualquier charlatán que aseguraba adivinar el número del Gordo de Navidad; en cambio, a los negocios serios y honestos se les exige que paguen la publicidad), hay otros millones de personas que pensaron lo mismo y no ganaron, y que no salen en los telediarios del 22 de diciembre para decir que eso del karma y del universo que se conjura finalmente resulta ser una chorrimemez. Y por cada persona que se cura del cáncer porque, según ella, lo deseó muy fuertemente y luchó mucho, hay otros muchos miles que mueren a pesar de desearlo y luchar tanto como ella.

No toca hoy abundar aquí en por qué me temo que ese día nunca llegará, a pesar de que no solo la gran mayoría del público, sino incluso muchos físicos creen en la existencia de civilizaciones alienígenas. Anteriormente ya he tratado mucho sobre esto. Baste decir que la primera razón, aunque no la única, se resume en una palabra: biología.

La ecuación de Drake y las especulaciones de muchos físicos implicados o interesados en SETI han ignorado por completo la biología, dando por hecho que la aparición de vida era automática, inevitable, dadas las condiciones adecuadas. Pero lo que sabemos sobre el origen y la evolución de la vida en la Tierra nos dice que, mal que nos pese, no es así, sino todo lo contrario: la vida es probablemente un fenómeno extremadamente raro. Hoy la astrobiología, que aún no existía en tiempos de la ecuación de Drake, busca respuestas basadas en el conocimiento y las técnicas actuales, pero la postura pesimista (realista, con lo que sabemos) está bastante extendida.

Y pese a todo esto, ojalá nos equivoquemos. A muchos nos encantaría reconocer que estábamos en un error y asistir al descubrimiento más importante de la historia de la humanidad. Y ¿por qué no en 2023?

Hay razones para que en este nuevo año quizá pudiéramos acercarnos a ello. O al contrario, resignarnos a que tal vez haya que tirar la toalla. Mañana repasaremos algún proyecto para el nuevo año que, como mínimo, nos mantendrá entretenidos.

¡Y ahora, a por el turrón de chocolate!

Las organizaciones de consumidores son muy necesarias. Vigilan que los productos cumplan las normativas y los estándares, que sean como se anuncian y que lleven lo que dicen que llevan. Comparan precios, calidades y ofertas. Y gracias a todo ello, de vez en cuando destapan algún fraude que de otro modo nos comeríamos.

Pero ¿quién vigila que las organizaciones de consumidores se ciñan a aquello de lo que saben y para lo que sirven, es decir, consumo? El problema surge cuando se extralimitan y aparecen como lo que no son, una autoridad sanitaria, científica o alimentaria; por ejemplo, cuando se aventuran a recomendar qué alimentos con moho pueden o no deben comerse, y lo hacen en contra del consejo de los expertos sanitarios, científicos o alimentarios. Pero todo sea dicho, no toda la culpa es de estas organizaciones; aunque a veces se crezcan y saquen los pies de su tiesto para meterse en jardines que no les corresponden, parte del problema es cómo los medios presentan las opiniones publicadas por estas entidades como si fueran ciencia.

Un ejemplo. Hace unos días le tocó al turrón de chocolate. En su versión más desatinada, algunos medios publicaron titulares de este estilo: «Un estudio de la OCU demuestra que la mayoría de los turrones de chocolate son malos». Y ahí tendrás a muchos niños a quienes les han amargado la Navidad, porque sus madres han oído campanas y han decidido que, si les compran turrón de chocolate a sus hijos, poco menos que los están envenenando.

Pero no. Ni hay tal estudio, ni por lo tanto demuestra nada, y lo de llamar a algo «bueno» o «malo» no solo está muy lejos de lo que un estudio, si existiera, podría demostrar, si demostrara algo, sino que además es tan opinable como todo aquello que unos consideran bueno y otros malo.

Imagen de pxhere.

Comenzando por el principio, a la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), la protagonista de esta noticia, hay que reconocerle que no ha etiquetado lo que presenta como «estudio», sino como «informe» (aunque en la nota de prensa luego se les escapa la palabra «estudio»). Estudios los hay de muchos tipos, y si no lleva el apellido «científico» nadie tiene por qué entender que lo es. Pero de un estudio se entiende que siempre debe ser algo exhaustivo y riguroso. Porque si no lo es, tiene otros nombres posibles. Por ejemplo, «informe». Un informe puede ser cualquier cosa. Pero un informe no demuestra nada, solo informa de lo que quien lo ha hecho quiere informar.

Una mitad de este informe se basa en una cata por «un grupo de expertos pasteleros» que no aparecen identificados. Los catadores critican que los turrones son demasiado dulces, que no brillan mucho o no huelen lo suficiente, que no son homogéneos, que no se funden en la boca, que se pegan a los dientes, que les parecen duros…

La labor de los catadores profesionales es muy respetable. Pero no deja de ser una opinión. Hay quienes adoran la fruta escarchada en el roscón, y otros la odian. El brócoli tiene apasionados defensores y enemigos a muerte. A mucha gente le encanta morder un polvorón y que tenga trozos de almendra. Otros odiamos esto y lo preferimos todo bien triturado. Por supuesto, los catadores tienen un paladar mucho más entrenado que el resto de la población. Y precisamente por ello no pueden ponerse en el lugar del resto de la población. El vino que vende Asunción a mucha gente le parecerá riquísimo, mientras que un sumiller probablemente sufriría estertores de muerte si lo probara. ¿A alguien le sorprende que los expertos pasteleros denigren un producto industrial?

La otra mitad del informe es la que se mete en el jardín que la OCU debería evitar: valorar los ingredientes según lo que a la persona responsable del informe le parece. Según la OCU, «mientras que un buen chocolate solo tiene como grasa manteca de cacao, en el caso de los turrones está mezclada con otro tipo de grasas vegetales de inferior calidad organoléptica, como aceite de girasol, grasa de palma, o manteca de karité». Continúan diciendo que «tan solo dos de los turrones de chocolate analizados se limitan a usar manteca de cacao, que es lo que debería ser, evitando esas otras grasas extrañas y son fieles a lo que debe ser un chocolate tradicional».

Bueno, creo que todos entendemos que una cosa es el chocolate y otra es el turrón de chocolate. Por eso uno se llama solo «chocolate» y el otro «turrón de chocolate». La labor de la OCU en este punto debería ser informarnos sobre si existe alguna normativa legal referente a los ingredientes permitidos en el turrón de chocolate, y si alguna de las marcas la está incumpliendo.

Porque hablar de grasas «extrañas» y de «inferior calidad organoléptica» también es subjetivo y tendencioso. Los principales ingredientes de la manteca de cacao son los ácidos grasos oleico, esteárico, palmítico y linoleico. Los de la manteca de karité, oleico, esteárico, linoleico y palmítico. Los del aceite de palma, palmítico, oleico, linoleico y esteárico. Y los del aceite de girasol, linoleico, oleico, esteárico y palmítico.

Más baratos, seguro. Pero ¿extraños? ¿Inferiores? Porque a usted se lo parezca. Las proclamas saludables sobre los distintos tipos de grasas siempre simplifican una realidad que es mucho más compleja, dado que demostrar beneficios contrastados es muy complicado. Por ejemplo, en España los beneficios del aceite de oliva se toman como dogma popular, y en general los de los ácidos grasos insaturados (como el oleico y el linoleico) frente a los saturados (palmítico y esteárico).

Si nos atenemos solo a esto último, la manteca de cacao tiene un perfil más desfavorable (38% de grasas insaturadas) que el aceite de palma (45%), que la manteca de karité (73%) y por supuesto que el aceite de girasol (90%). En cuanto a los polifenoles, a los que se les atribuyen propiedades antioxidantes, por ejemplo la manteca de karité tiene un contenido fenólico similar al del aceite de oliva virgen.

Pero conviene recordar que estos dogmas no existen en la valoración científica de las cualidades saludables, que es mucho más cauta de lo que popularmente se asume (y de lo que aparece en los artículos de los medios). Los beneficios del aceite de oliva se han establecido sobre todo en estudios epidemiológicos, a menudo en el contexto de una dieta, pero siempre que sustituya a otras grasas saturadas. Y en cambio, los vínculos demostrables de causa (aceite de oliva o sus componentes) y efecto (mejor salud en general o en particular en algún aspecto) son mucho más difíciles de establecer, motivo por el cual por ejemplo la FDA (la agencia de alimentos de EEUU) habla de «evidencias científicas de apoyo, pero no concluyentes». En Europa, la autoridad de seguridad alimentaria (EFSA) avala los beneficios de los polifenoles, pero es más prudente con los efectos sobre los niveles de grasas y azúcares metabólicos. Sobre todo teniendo en cuenta que la maldad de las grasas saturadas se ha cuestionado en los estudios de las últimas décadas.

Todo esto se resume de forma mucho más clara: cualquier otra grasa que lleve el turrón de chocolate que no sea un aceite rico en ácidos grasos insaturados (oliva, girasol, etc.) va a ser potencialmente menos saludable que una dosis similar de estos aceites, según la evidencia científica clásica.

Para rematar todo esto, la OCU la emprende contra un aditivo, el E476 o polirricinoleato de poliglicerol (PGPR), al que se atreve a calificar como «no recomendable», «desaconsejable» y que «puede alterar la mucosa y la flora intestinal» y «a la larga provocar problemas».

Solo que ninguna de las autoridades relevantes expertas, basándose en la ciencia disponible, avala todo esto que dice la OCU. Según la EFSA, el PGPR «es tolerado a altas dosis sin efectos adversos», «no es preocupante respecto a genotoxicidad o carcinogenicidad» y «no tiene indicaciones de efectos adversos significativos», hasta tal punto que en 2017 esta autoridad europea más que triplicó la dosis diaria aceptable, de 7,5 miligramos (mg) por kilo de peso a 25 mg por kilo, siempre que la fabricación de este aditivo se ajuste a los estándares y no contenga impurezas. La FDA de EEUU considera el PGPR seguro para el consumo humano, lo mismo que la comisión conjunta de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Y entonces, ¿qué hay de esa alteración de la flora que dice la OCU? Esto procede de un estudio en 2015 en ratones. Creo que no hace falta explicar que, si los estudios en ratones a menudo no son directamente aplicables a los humanos, aún menos en el caso de estudios alimentarios, tratándose de especies con necesidades dietéticas tan diferentes. En 2017 otro estudio encontró una posible alteración de la microbiota con otros emulsionantes distintos, no con el PGPR, en una simulación de la flora humana in vitro.

Pero en 2018 una revisión que reanalizó los estudios previos concluyó: «Estos estudios se condujeron a altas dosis que no tienen relevancia respecto a los niveles actuales consumidos en la dieta [en Estados Unidos]». Aún más, añadía: «Las directrices de pruebas toxicológicas establecidas reconocidas internacionalmente no apoyan cambios sutiles en la composición de la microbiota intestinal como conclusión toxicológica», ya que, explicaban los autores, dichos cambios a menudo solo reflejan una adaptación a modificaciones en la dieta sin ningún efecto adverso. Y concluían: «Así pues, los resultados de estos estudios son difíciles de interpretar y extrapolar a humanos, y no están apoyados por las conclusiones previas de seguridad de las autoridades internacionales de seguridad alimentaria».

En resumen, descalificar productos porque llevan grasas perfectamente equivalentes a otras que a uno le parece que deberían estar en su lugar, o porque llevan un aditivo reconocido como seguro por las principales autoridades mundiales de seguridad alimentaria, es esparcir propaganda maliciosa dañina contra productos que son perfectamente normativos, legales e inocuos. En su justa medida. No creo que nadie necesite que le digan que zamparse una tableta de turrón de chocolate al día durante todo el año no sería precisamente la costumbre más saludable. Pero como dice el dicho, una vez al año… Una Navidad sin turrón de chocolate es como un árbol sin adornos. Y compren el que más les guste a sus propios catadores expertos.

¿Que la decoración de Navidad dispara las endorfinas?

Un telediario de mediodía emite un reportaje cuya premisa es la defensa de la decoración navideña por el beneficio que supuestamente aporta a nuestro organismo.

Quizá pensarán que difícilmente puede imaginarse un reportaje más innecesario, pero en fin, no seré yo quien critique esto. Quienes hemos trabajado en medios diarios sabemos que es bueno abrir la nevera y encontrar algo allí para los tiempos de escasez; en periodismo, la nevera son esos temas que no son de estricta actualidad del día y que se guardan ya preparados para cuando surja un hueco en las páginas o en los minutos que es necesario rellenar con algo. Todos hemos hecho temas de nevera, y a mucha honra. Dan ocasión de contar cosas más allá del insportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea. Por supuesto, nunca se deja saber que son temas hechos hace semanas, sino que se presentan como frescos del día, como si de otro modo perdieran valor; es uno de esos absurdos pudores de los medios, como los falsos directos en la radio, cuando antes de la entrevista te dicen «no digas buenos días, porque esto lo emitiremos por la noche».

Pero ocurre que cada uno tenemos ciertos detectores particulares que saltan ante determinados estímulos que, en cambio, a otras personas les resbalan. Un aficionado al fútbol se detiene ante la pantalla de un bar donde están dando un partido, mientras que quienes no lo somos pasamos de largo sin más. En mi caso, una alarma salta cuando escucho algo que suena a afirmación pretendidamente científica, pero que huele a que quizá no lo sea.

Y en este caso en concreto, el reportaje incluía la aportación de una psicóloga que afirmaba con aplomo que la decoración navideña nos hace sentir bien porque estimula nuestra producción de endorfinas, «las hormonas del bienestar».

Decoración de un árbol de Navidad. Imagen de LoMit / Wikipedia.

La psicología a menudo se mueve en un terreno pantanoso. Existe un viejo debate, con posturas encontradas y enconadas, sobre si la psicología es una ciencia o no lo es. Algunos defienden que sí, otros argumentan que es una ciencia social, y el resto defienden que no es una ciencia de ningún modo, e incluso que no tiene por qué serlo. El psicoanálisis ha sido frecuentemente calificado como pseudociencia. Por supuesto, la psicología es muy amplia; la psicología experimental trata de ceñirse al método científico, y las áreas más fronterizas como la neuropsicología han sido las menos cuestionables.

Pero la psicología ha sido uno de los campos más afectados por la llamada crisis de replicación o de reproducibilidad, un debate intenso en los medios científicos en los últimos años al constatarse que muchos estudios publicados, al repetirse, no han producido los mismos resultados que en su día se publicaron con todas las bendiciones de la revisión por pares. En el caso de la psicología, un gran estudio encontró que solo la tercera parte de los resultados publicados se repetían.

Pero más allá de la psicología publicada, que al menos pretende ser ciencia, está la otra. La psicología de gurú. Aquella cuyo discurso hoy ya no se diferencia mucho del de los videntes y adivinos, desde que estos se anuncian afirmando que son capaces de ayudar a la gente con sus problemas psicológicos. Aquella que jamás responderá a una pregunta con un «no lo sé», las tres palabras que mejor diferencian a un verdadero científico de quien no lo es. Algunos psicólogos publican libros de autoayuda que venden miles o millones de ejemplares. Pero cuando uno busca sus estudios en publicaciones académicas revisadas por pares, el resultado es sorprendente: cero.

De este problema son muy conscientes los psicólogos académicos: en un artículo de 2015 en la revista The American Psychologist, el psicólogo Christopher Ferguson escribía, con respecto a la idea popular de que la psicología no es una ciencia de verdad, que «problemas considerables surgen de la tendencia de la ciencia psicológica a sobrecomunicar conceptos mecanísticos basados en datos débiles y a menudo no replicados (o no replicables) que no resuenan con la experiencia diaria del público en general o con el rigor de otros campos académicos».

En otro artículo de este año en Royal Society Open Science, el psicólogo Gerald Haeffel escribe que, curiosamente, casi todos los estudios publicados en psicología arrojan resultados que apoyan las hipótesis previas de sus autores. «Esto es un problema, porque la ciencia progresa a base de equivocarse», dice. Haeffel apunta que «la ciencia psicológica aún no abraza el método científico de desarrollar teorías, conducir pruebas críticas de esas teorías, detectar resultados contradictorios y revisar (o descartar) las teorías en función de ello». Este es precisamente uno de los problemas más citados, y uno de los que descalifican el psicoanálisis: todo se explica siempre perfectamente a posteriori, pero sin teorías que permitan hacer predicciones a priori empíricamente testables. Haeffel concluye que los psicólogos «deben aceptar que se equivocan».

Por eso, cuando este discurso de los psicólogos televisivos o mediáticos se aventura en afirmaciones que sí son científicamente comprobables o refutables, saltan las alarmas. Si una psicóloga se limita a decir que la decoración navideña nos recuerda a nuestra infancia y por eso nos complace, bueno, a ver quién puede refutarlo; la ciencia se caracteriza porque debe ser refutable, y esto no lo es. Pero otra cosa es afirmar que ver los adornos de Navidad nos estimula la producción de endorfinas.

Porque, si las endorfinas son las hormonas del bienestar y ver la decoración navideña nos produce bienestar —salvando el hecho de que también hay quienes no soportan la Navidad—, parece lógico, ¿no?

Bueno, también parecía lógico que el colesterol ingerido en la dieta influyera en el colesterol circulante en la sangre, y esto es lo que se ha creído durante décadas, hasta que los estudios recientes vinieron a mostrar que en realidad no es así. La ventaja de la ciencia es que permite poner a prueba lo que damos por hecho sin más, y a menudo surgen las sorpresas. En psicología y como ya conté aquí, el psicólogo Colin Davis se hartó de escuchar eso tan repetido de que las protestas por una causa mediante métodos no violentos pero que indignan a muchos, como las recientes de los activistas climáticos, crean rechazo hacia esa misma causa. Lo puso a prueba en sus estudios. Salió que no.

En cuanto a las endorfinas, hay algo que conviene aclarar. Más allá de ese gancho periodístico de las «hormonas del bienestar», en realidad las endorfinas no existen para darnos gusto. Su función principal, la razón por la que han aparecido y se han mantenido en nuestra evolución, es ayudarnos a reaccionar en situaciones de estrés; entre otras cosas, elevan nuestro umbral del dolor, de modo que ante una agresión podamos seguir luchando contra el enemigo. Por lo tanto, no hay que afirmar que todo lo que nos gusta nos hace segregar endorfinas. Porque a menos que el árbol de Navidad se nos caiga encima, o se nos rompa una bola en la mano y nos clavemos los trozos, no hay motivo para que la decoración navideña provoque este efecto.

De hecho, resulta que se atribuyen a las endorfinas cosas que en realidad tienen otro mecanismo; por ejemplo, se creía que eran la causa de la llamada euforia del corredor. Pero una vez más, y cuando la ciencia lo ha puesto a prueba, ha descubierto que no son las endorfinas, sino otros compuestos llamados endocannabinoides.

Así, llegamos a la pregunta: ¿es cierto que ver la decoración navideña nos hace segregar endorfinas?

Por mi parte, solo puedo responder que no lo sé. Ni realmente parece saberse: después de dedicar un rato a buscar en las bases de datos de estudios científicos, no he conseguido encontrar ni uno solo que haya puesto a prueba esto. Lo que sí he podido encontrar, curiosamente, es un estudio según el cual la presencia de decoración navideña en una casa produce una impresión en otros de que sus habitantes son más sociables y amigables.

Pero de endorfinas, nada. Y en cambio, lo que sí he encontrado son varias referencias en la prensa popular que afirman cosas en esta línea. Curiosamente, como los caminos a Roma, todas ellas apuntan o acaban apuntando a una misma fuente original: la psicóloga Deborah Serani, académica —profesora de la Universidad Adelphi de Nueva York—, autora de varios libros de gran venta, y según la cual la decoración navideña estimula no las endorfinas, pero sí la dopamina, que Serani define también como «una hormona de bienestar» (en realidad lo que hace la dopamina en este sentido es distinguir el efecto que nos produce una experiencia y que nos lleva a querer repetirla o no, pero esto suena mucho menos sexy).

Y como suele ocurrir en internet, las palabras de Serani rebotan en otros artículos de medios populares que ya toman como dogma el pico de dopamina provocado por la decoración navideña. «La ciencia demuestra que la gente que pone antes su decoración navideña es más feliz», titula una web, citando, cómo no, a Serani. Serani es «la ciencia». También la revista Vogue cae en la misma trampa. Solo se salva un artículo en The Conversation de la neurocientífica Kira Shaw que apuntaba estos efectos como posibles, pero sin darlos por comprobados.

Ninguno de esos artículos cita ningún estudio real que relacione las endorfinas o la dopamina con la decoración navideña. Y hasta donde he podido saber, no existen. Seguramente es a cosas como esta a lo que se refería Ferguson.

En fin, ya lo saben. Decir que les gusta la decoración navideña porque les recuerda a la infancia, y por eso les hace sentir bien, es algo que se sostiene por sí mismo, sin necesidad de revestirlo con ninguna afirmación que suene a científico ni de incluir ningún término bioquímico para darle más empaque. Porque lo que se reviste de apariencia de ciencia sin serlo, tiene otro nombre: pseudociencia.

Y sí, puede que todo lo anterior les parezca completamente innecesario. Pero es lo que tiene la nevera. Al menos nos permite contar cosas más allá del insoportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea.

Por qué la energía de fusión nuclear aún es un sueño muy lejano

Esta semana se anunciaba un gran avance en la investigación de la fusión nuclear que ya comenté aquí en un previo, por lo que se esperaba y lo que se había filtrado a los medios antes de la rueda de prensa del pasado martes en la sede del Departamento de Energía de EEUU. Ahora, ya a toro pasado, toca actualizar y comentar la información. Con algo de retraso, lo sé, pero es lo que hay…

Dado que esto sigue a lo publicado anteriormente, me van a permitir que me ahorre repetir la explicación sobre qué es y cómo funciona la fusión nuclear. Si no están familiarizados con ello lo necesitarán para entender lo que sigue, pero pueden encontrar los detalles aquí.

Puede decirse que lo revelado en la rueda de prensa ha superado ampliamente las expectativas. Pero también que hay razones para moderar ese entusiasmo triunfalista que se ha extendido. Cuando la secretaria de Energía de EEUU Jennifer Granholm dijo ante los medios que lo conseguido es «uno de los logros científicos más impresionantes del siglo XXI», posiblemente habría que reconocérselo, pero con matices. Esos matices pueden explicarse incluso con la comparación que Granholm hizo con el primer vuelo de los hermanos Wright en 1903, como voy a explicar.

La secretaria de Energía del gobierno de EEUU, Jennifer Granholm, en la rueda de prensa sobre la ganancia neta de energía obtenida el 5 de diciembre de 2022 en un experimento de fusión nuclear en la National Ignition Facility. Imagen de DOE.

Como ya conté brevemente, en 2021 los investigadores de la National Ignition Facility del Lawrence Livermore National Laboratory (LLNL) de California habían conseguido un hito que fue mucho menos pregonado que el actual, pero que para algunos físicos fue el paso realmente relevante (recordemos que los medios generalistas no necesariamente cuentan lo más importante en ciencia, ya que no siguen las publicaciones científicas, sino lo que se airea a través de comunicados y ruedas de prensa).

En aquella ocasión se obtuvieron 1,3 megajulios (MJ, millones de julios, la unidad de energía) del quemado del combustible frente a los 1,9 que inyectaron los láseres. Cualquiera que haga la cuenta comprobará que esto supone una ganancia de energía de 0,68, es decir, negativa. Pero cuando los investigadores revisaron sus datos y mediciones, confirmaron que habían conseguido la ignición.

Hay una explicación para esto: en realidad la energía que llega al combustible de la fusión es menor que la inyectada por los láseres en el receptáculo y la cápsula que lo contienen. Por lo tanto, la energía que realmente prendía el combustible no eran 1,9 MJ, sino una cantidad menor. Suficientemente menor como para que, en realidad, la ganancia fuera positiva al comparar la energía real absorbida por el combustible con los 1,9 MJ producidos en la fusión.

Esto no salió en ningún periódico, pero creó mucho revuelo entre los físicos porque suponía la demostración del principio, el gran avance: la NIF era capaz de conseguir la ignición. En los años anteriores, y ante la falta de grandes progresos, se había creado un clima de pesimismo en el que muchos expertos dudaban de que pudiese llegar a lograrlo. Hasta entonces solo se habían obtenido energías de fusión que eran como unas 8 veces menores, si no me falla la memoria.

Aquel nuevo resultado demostraba que era posible, y que sería cuestión de tiempo. Solo quedaba retocar el diseño del sistema de acuerdo a las simulaciones para conseguir ese pequeño extra más que superara formalmente lo que los físicos de fusión llaman el «scientific break even», la ganancia neta formal considerando la energía total aportada (que es lo anunciado ahora).

Una explicación un poco más detallada: como bien explicaba aquí Steven Kivrit, cuando se habla de ganancia neta de energía en un experimento de fusión nuclear por confinamiento inercial en realidad hay que distinguir entre cinco escalas de ganancia, como cinco hitos a superar:

Primero, energía obtenida en la fusión respecto a la que recibe el combustible.

Segundo, energía obtenida en la fusión respecto a la que recibe la cápsula del combustible.

Tercero, energía obtenida en la fusión respecto a la que recibe el llamado hohlraum, que es una especie de envase cilíndrico de oro que contiene la cápsula; en este método llamado indirecto los láseres no apuntan directamente a la cápsula de combustible, sino al interior del hohlraum, y este convierte la luz en rayos X que son los que queman el combustible. Con un sistema directo, donde los láseres bombardeen la cápsula de combustible sin utilizar un hohlraum, el segundo y el tercer hito son lo mismo.

Un hohlraum como los utilizados en la NIF. Es un pequeño cilindro de oro que lleva en su interior la cápsula de combustible de deuterio y tritio. Los láseres entran por los extremos abiertos. Imagen de National Laboratory’s National Ignition Facility, Lawrence Livermore National Laboratory.

Cuarto, energía obtenida en la fusión respecto a la energía de la electricidad que gastan los láseres.

Y por último, el quinto consiste en que la electricidad que pueda obtenerse de la energía de fusión supere a la electricidad que gastan los láseres.

Los tres primeros conceptos son diferentes porque a lo largo del proceso hay pérdidas de energía. De la aportada al hohlraum en forma de fotones, solo una parte se traduce en los rayos X que inciden en la cápsula de combustible. Y de esta, solo una parte llega al interior del combustible. En cuanto al cuarto paso, se debe a que los láseres son muy ineficientes; de toda la energía que consumen, solo una parte sale emitida en forma de chorros de luz. Y por último, por mucha energía que se obtenga de la fusión nuclear, para aprovecharla debe convertirse en electricidad. Solo cuando se complete este quinto paso tendremos fusión nuclear para calentar en el microondas lo que sobró de la pizza de ayer.

El experimento de 2021 superó los pasos uno y dos, y se quedó al borde del tercero. Ocurrió que, después de aquel resultado, no volvió a conseguirse lo mismo. Aparte del diseño del sistema y las simulaciones, el proceso es extremadamente sensible a cualquier insignificante error o defecto. Por ejemplo, si la simetría de la cápsula o del pellet de combustible falla aunque sea en una magnitud de un infinitésimo del diametro de un pelo humano, todo se va al traste. Esta perfección necesaria, junto con ciertos cambios en el sistema, han sido claves para que finalmente se haya llegado al nuevo hito: el tercer paso.

Según se anunció esta semana, en este último disparo se inyectaron 2,05 MJ al hohlraum y se obtuvieron 3,15 MJ en la fusión, lo que supone una ganancia de algo más de 1,5; es decir, han ido sobrados respecto al objetivo a conseguir, y esto sin duda merece celebrarse. En general puede decirse que los científicos expertos en fusión han acogido la noticia con mucho entusiasmo.

Pero ahora vienen los matices. Con respecto a las palabras de Granholm, por todo lo anterior convendría entender que este no es un logro del 5 de diciembre de 2021, sino un logro de 60 años de investigación en el que se han ido superando hitos progresivamente. El anunciado ahora es uno importante en un largo proceso.

Por eso la comparación con el vuelo de los hermanos Wright está bien traída: aunque suele creerse que ellos fueron quienes volaron por primera vez, no es así. Muchos otros ya habían volado antes que ellos. El primer hito, elevarse en un aparato más pesado que el aire, ya se había superado antes. También el segundo (más o menos), la propulsión. Lo que ellos lograron fue alcanzar un tercer paso, construir un aparato que pudiera pilotarse controlando el movimiento en los tres ejes del espacio. Pero incluso habiendo vencido este desafío, la traducción del éxito de los hermanos Wright al primer avión práctico comercial aún llevó años de desarrollo.

Esto último llevará décadas en el caso de la fusión nuclear. Primero, el hecho de que se haya superado la barrera del scientific break even no significa que ya se haya dejado atrás. Según lo explicado, no está garantizado que en los próximos experimentos vaya a repetirse esa ganancia de energía de 1,5. Ojalá los investigadores de la NIF hayan conseguido controlar todas las variables del experimento con la suficiente pericia y perfección como para que el resultado sea fácilmente replicable en el futuro. Pero habrá que esperar a comprobarlo.

Segundo y sobre todo, porque ese mantra repetido en los medios de que se ha encontrado el santo grial de la energía limpia e inagotable es una exageración de proporciones descomunales. Como ya expliqué en el artículo anterior y creo que ahora se entenderá mejor, para superar el cuarto hito, una ganancia neta de energía de la fusión respecto a la que consumen los láseres, habría que multiplicar el resultado obtenido ahora por 10, por 100 o incluso quizá por 1.000 (lo que ocurre es que este no es el propósito de la NIF, como explicaré ahora).

En cuanto al quinto paso, ya ni hablemos; aún es ciencia ficción. No olvidemos que la NIF es una instalación de 3.500 millones de dólares, del tamaño de un estadio de fútbol, que sirve para bombardear con 192 láseres —los cuales después de cada disparo deben dejarse enfriar durante casi un día entero— un diminuto perdigón congelado de deuterio y tritio que de repente se convierte en un pequeño sol durante unas milmillonésimas de segundo, y luego se apaga. Para convertir esto en una forma de energía práctica, los ingenieros tendrían que ingeniárselas para construir un reactor que pueda ir reponiendo a toda velocidad los pequeños y carísimos pellets de combustible y disparando láseres en ráfagas como una ametralladora.

Y esto no es todo: por desgracia, incluso cuando sea/si algún día es posible todo lo anterior, lo cierto es que aún nadie ha encontrado el modo práctico de convertir la energía de la fusión por confinamiento inercial en electricidad. De momento, todo lo que tenemos es una explosión en miniatura (en realidad una implosión) con una potencia increíble, durante unas milmillonésimas de segundo.

Por último, hay algo que es necesario subrayar, que justifica el gran entusiasmo de los responsables del Departamento de Energía (DOE) de EEUU que participaron en la rueda de prensa, y que aquí tampoco se ha explicado lo bastante. La NIF es una instalación dependiente de la Administración Nacional de Seguridad Nuclear (NNSA) y que no fue diseñada para investigar la fusión nuclear como fuente de energía, sino con otro propósito muy diferente: simular la prueba de armas termonucleares sin necesidad de testar las propias bombas sobre el terreno.

En 1992 EEUU abandonó las pruebas nucleares, y desde entonces ha confiado en un programa de experimentación para comprobar la operatividad y seguridad de su arsenal nuclear sin estallar las bombas directamente. El nuevo resultado es un gran paso adelante para el programa nuclear de EEUU, que respalda a quienes han apostado por este enfoque frente a quienes presionaban para resucitar las pruebas nucleares.

Es cierto que ahora, según algunos medios especializados, el gobierno de EEUU se enfrenta a un dilema. En la rueda de prensa se anunció una nueva inyección de 624 millones de dólares para que la NIF pueda progresar en sus investigaciones a partir del hito recién alcanzado. Evidentemente, EEUU nunca ha ocultado el propósito de la NIF, ni va a abandonarlo. Pero ante las expectativas generadas en todo el mundo, y con la creciente y enorme presión pública por la búsqueda de alternativas a los combustibles fósiles, tampoco puede ignorar el avance que este nuevo resultado aporta a la línea de investigación en energía. Como cuenta a Nature el físico Stephen Bodner, antiguo jefe del programa de fusión láser en el Laboratorio de Investigación Naval de EEUU, «la gran pregunta ahora es qué hará a continuación el DOE: redoblar su apuesta en investigación armamentística en la NIF o pivotar hacia un programa láser dirigido a la investigación en energía de fusión».

Esta es la trampa de la «ganancia neta de energía» en la fusión nuclear anunciada en EEUU

Entre los físicos e ingenieros especializados en fusión nuclear corre el chiste de que la energía limpia, inagotable y barata por este procedimiento está a 30 años de distancia… y siempre lo estará. Ninguno de los expertos duda de que esta es una de las fuentes de energía del futuro, quizá incluso la fuente de energía del futuro. Pero ese futuro aún es lejano, y el anuncio previsto para hoy en EEUU que están destacando los medios no lo va a acercar.

Recordemos los conceptos básicos (más sobre fusión nuclear aquí): se trata de crear aparatos que simulen el proceso natural que tiene lugar en el Sol, la fusión de núcleos de hidrógeno (o de sus isótopos deuterio y tritio) para formar helio y liberar energía. Para ello es necesario calentar el hidrógeno a millones de grados, de modo que los átomos pierdan los electrones y se forme una nube de núcleos, un plasma que permita la fusión de esos núcleos. La fusión emite radiación en forma de neutrones, pero no genera residuos materiales radiactivos. Existen dos tipos principales de reactores de fusión, los tokamak, con forma de rosquilla, y los stellarator, parecidos a una cinta de Moebius (de estos últimos tenemos uno en España, el segundo mayor de Europa, en el CIEMAT). En ambos casos el plasma se mantiene confinado por magnetismo.

Creo que lo que sigue se explica mejor en forma de preguntas y respuestas:

Una parte de las instalaciones de la National Ignition Facility en California. Imagen de Lawrence Livermore National Laboratory.

Si todo es tan fabuloso, ¿por qué no tenemos ya energía de fusión?

La energía de fusión no tiene ningún problema físico de principios fundamentales, pero sí muchos de ingeniería. El primero y más esencial es conseguir una ganancia de energía neta, es decir, que se obtenga más energía de la que hay que invertir para conseguir la fusión. Pero no es el único: según los expertos, además todavía hay que conseguir mejoras importantes en la protección del reactor contra los neutrones, en la estabilidad del plasma y otros.

¿Qué va a anunciarse hoy en EEUU?

Según se ha filtrado a los medios, lo que hoy se anunciará es que el reactor experimental de la National Ignition Facility (NIF) en el Lawrence Livermore National Laboratory (LLNL) de California ha conseguido alcanzar una ganancia neta de energía de uno. Es decir, que la energía invertida iguala a la liberada. Esto se logra cuando se alcanza la llamada ignición de fusión, momento en el que el proceso es autosostenido. Pero como veremos, hay una pequeña trampa.

¿Es la primera vez que se consigue esto?

De hecho, no. Ya en 2021 los investigadores de la NIF anunciaron que lo habían logrado, y lo publicaron. Pero luego no se consiguió repetir. Sería de esperar que lo que vaya a anunciarse hoy es que por fin han conseguido replicarlo. Habrá que esperar a los detalles.

¿Será el reactor de EEUU la solución definitiva?

Según los expertos, no. El reactor del LLNL es un tipo de reactor diferente a los tokamak y los stellarator que no emplea confinamiento magnético del plasma, sino el llamado inercial. Se trata de bombardear una bolita o cilindro de combustible de deuterio y tritio con rayos de alta energía, normalmente láseres. La NIF utiliza 192 láseres simultáneos. Pero aunque este es un tipo de solución experimental válida, no es práctico para futuras plantas comerciales de energía. Primero, habría que fabricar esas bolitas o pellets a escala industrial. Segundo, haría falta una máquina que los estuviera continuamente reponiendo, con los láseres disparando en ráfaga como las naves de Star Wars. Y para ese pellet de tamaño minúsculo, como un alfiler, hace falta una instalación que ocupa un edificio entero. Y por último, además está la trampa.

¿Cuál es la trampa?

La trampa es que, previsiblemente, lo que han conseguido los investigadores es una ganancia de energía de uno relativa a la energía que aportan los 192 láseres al incidir en el pellet. Pero estos láseres son muy ineficientes; en realidad la energía necesaria para hacerlos operar es mucho mayor que la que estos inyectan en el pellet de combustible. Si no me fallan las cifras, creo que solo en torno al 10% de la energía de los láseres acaba llegando al pellet. Por lo tanto, para que de verdad hubiese una ganancia neta de energía en todo el proceso que abriese la puerta a un uso comercial como fuente de energía, sería necesario que la obtenida en la fusión no solo igualara a la de los láseres, sino que fuera varias veces mayor.

Entonces, ¿cuáles son las opciones más próximas a una futura energía de fusión?

En la localidad francesa de Cadarache se construye, desde hace tantos años que ya ni nos acordamos de cuántos, el ITER, el tokamak más grande del mundo, un proyecto de colaboración entre la Unión Europea, EEUU, Rusia, China, India, Japón, Corea del Sur y Suiza. El ITER no será una instalación comercial, pero está destinado a ser el precursor de las futuras instalaciones comerciales. En 2020 por fin comenzó a ensamblarse el tokamak, y está previsto que se termine y se empiece a inyectar plasma en 2025, aunque estas previsiones deben cogerse con pinzas. Según los planes actuales, en los años 30 el ITER podría estar operando, y se calcula que quizá en la década de los 50 podríamos tener por fin instalaciones comerciales funcionando.

Aparte de esto que conocemos, está lo que no conocemos: la incógnita china. Recientemente China ha anunciado la construcción de una enorme planta que pretende generar energía de fusión para 2028. Esta es una fecha que los expertos han considerado como una loca fantasía según el progreso de estas tecnologías en Occidente; pero ya se sabe, China siempre es una incógnita.

Hasta ahora, esto es lo previsible del anuncio de esta tarde. Si hay alguna variación importante seguirá una actualización.

No, el agua nunca puede ser un combustible, porque ya está quemada

Hace unos días aparecía un titular sorprendente en algún medio: una sonda espacial japonesa utiliza agua como combustible. Lo cual invitaría a cualquiera a preguntarse por qué los humanos hemos sido tan imbéciles hasta ahora de no aprovechar este combustible casi infinito e inocuo para todos nuestros transportes y necesidades energéticas, y en su lugar se ha perforado el suelo para sacar petróleo, carbón y gas. ¿O es que los ingenieros japoneses son tan listos que han conseguido triunfar allí donde hasta ahora todos los demás habían fracasado?

Es más, corren por ahí viejas teorías de la conspiración según las cuales sería posible fabricar coches que funcionaran con agua, pero las grandes compañías lo han impedido e incluso han asesinado a quienes se han atrevido a desarrollar tales tecnologías.

Ilustración de la sonda japonesa EQUULEUS. Imagen de ISAS/JAXA.

Pero, por desgracia, nada de esto es cierto. Resulta que el agua como combustible es uno de los eternos y más viejos fraudes de la (pseudo)ciencia, como la máquina de movimiento perpetuo o la curación por agua (homeopatía).

No, el agua no es un combustible. Nunca podrá ser un combustible. Es imposible. No es una cuestión de ingeniería, sino de leyes fundamentales de la naturaleza, de cómo funciona el universo.

Un combustible es algo que puede quemarse, es decir, sufrir combustión. La combustión es una reacción química de oxidación, en la que una energía de activación (calor) facilita que el combustible reaccione con el oxígeno para desprender más calor y generar productos oxidados, quemados. Por lo tanto, toda combustión necesita tres cosas, combustible, calor y oxígeno, y genera dos cosas, calor y productos oxidados.

Pensemos, en concreto, en los hidrocarburos. Por convención, se llaman así solo los compuestos formados exclusivamente por carbono e hidrógeno, como la gasolina o el gas natural. Pero todos los seres vivos de este planeta estamos formados por carbono, hidrógeno y algunas cosas más. Es decir, en cierto modo toda materia orgánica es un hidrocarburo ampliado. Y también lo son todos los materiales orgánicos que se obtienen a partir de los seres vivos: el papel (celulosa), el algodón (también celulosa), el azúcar (sacarosa), la lana (queratina y lípidos), el aceite (lípidos)…

Todos los compuestos orgánicos tienen una reacción de combustión básicamente común. El más sencillo de ellos es el metano, componente fundamental del gas natural, que contiene cuatro átomos de hidrógeno y uno de carbono por cada molécula, es decir, CH4. Esta es la reacción de combustión del metano:

CH4 + 2 O2 → CO2 + 2 H2O

Es decir, una molécula de metano se quema con dos moléculas de oxígeno para producir una molécula de CO2 y dos moléculas de agua.

Un ejemplo algo más complejo es la glucosa, el combustible básico del metabolismo de los seres vivos. La glucosa es C6H12O6. Su combustión produce seis moléculas de CO2 y otras seis de agua:

C6H12O6 + 6 O2 →  6 CO2 + 6 H2O

O, por ejemplo, el octano de la gasolina:

2 C8H18 + 25 O2 → 16 CO2 + 18 H2O

En resumen, toda reacción de combustión de materia orgánica genera los mismos productos, CO2 y agua, a lo que se añade alguno más si dicha molécula tiene además otros elementos como nitrógeno, fósforo, azufre… El agua no es un combustible como tampoco lo es el CO2; ambos son productos de la combustión. Ya están quemados. El agua no puede quemarse, del mismo modo que no se puede hacer fuego con cenizas, porque las cenizas ya están quemadas.

La razón física fundamental que está detrás de la imposibilidad de quemar agua es la termodinámica, las leyes de la naturaleza que gobiernan el funcionamiento de la energía. Todas las cosas del universo tienden de forma espontánea a perder energía. Esa liberación de energía es la que aprovechamos para nuestras necesidades. Para que se inicie la combustión necesitamos aportar algo de energía para activar la reacción (la llama de un mechero, la chispa de las bujías), pero la energía que se obtiene de ella es mayor que la necesaria para activarla, y por eso podemos calentarnos con el fuego o mover un coche con gasolina. Los combustibles tienen la energía almacenada en sus moléculas, en forma de energía química.

Por ejemplo, una pelota cae al suelo desde un mueble porque tiene una energía potencial que pierde al caer. Pero la pelota que ya está en el suelo no puede caer al suelo. Energéticamente hablando, el agua ya está en el suelo de su energía química, y por eso no puede quemarse.

Ahora bien, siendo esto así, ¿por qué a veces se habla del agua como combustible? Algo que sí puede hacerse es desquemar el agua, separándola primero en sus elementos, oxígeno e hidrógeno, para de nuevo quemar el hidrógeno y obtener energía de esta combustión que vuelve a producir agua. Pero para que esto sea una fuente de energía, haría falta que la que se obtiene de la combustión fuera mayor que la que es necesario invertir en romperla en hidrógeno y oxígeno.

En el ejemplo de la pelota, podemos subirla de nuevo al mueble para que vuelva a caer. Pero para subirla necesitamos aportar energía a la pelota, y este es el motivo por el que no podemos obtener energía del ciclo de subir una pelota y dejarla caer, porque la energía que se obtiene de ella al caer hay que invertirla en el proceso de subirla de nuevo. Este es el motivo por el que no existe una máquina de movimiento perpetuo. En la Edad Media hubo mucha especulación sobre la construcción de una máquina que pudiera ponerse en marcha y que entonces se moviera sola eternamente. Todos los intentos fracasaron, y el descubrimiento de las leyes de la termodinámica explicó por qué esto es imposible: toda máquina pierde energía en su movimiento (fricción, calor…), y por ello es necesario aportar más energía para que siga moviéndose.

Del mismo modo, en el caso del agua, para romperla en hidrógeno y oxígeno es necesario invertir toda la energía que produce la oxidación del hidrógeno para producir agua; incluso más, ya que en ambos procesos se pierde algo de energía en forma de calor desprendido. La historia cuenta varios casos de inventores que decían haber conseguido motores de agua, pero en todos los casos eran errores o fraudes. Un ejemplo sonado fue el estadounidense Stanley Meyer, que en 1975 afirmó haber conseguido una «célula de combustible de agua» que rompía el agua por electrolisis en hidrógeno y oxígeno para después quemar el hidrógeno con el oxígeno y obtener de nuevo agua, de forma que la energía producida en la combustión alimentaba la electrolisis, de forma cíclica continua. Meyer consiguió embaucar a dos inversores que posteriormente le denunciaron, y fue condenado por fraude en 1996.

En resumen, el único modo de obtener energía del agua como combustible es aportarle energía antes para romperla en hidrógeno y oxígeno. Esto puede hacerse o bien a) directamente inyectando electricidad (electrolisis), o bien b) aportando energía química por parte de ciertos compuestos que reaccionan con el agua para liberar hidrógeno, o bien c) por fotolisis del agua, como hacen las plantas con su maquinaria fotosintética. En todos los casos es necesario aportar otra fuente de energía externa para invertir más de lo que se genera.

En el caso a) no es necesario explicar que la electricidad hay que producirla. Y siendo así, no tiene sentido utilizarla para romper el agua en lugar de usarla directamente para mover un coche. Pero ¿qué hay del b)? Si hay compuestos que espontáneamente reaccionan con el agua para producir hidrógeno, ¿no podrían usarse en un motor de agua?

La respuesta es que sí, podrían. Por ejemplo, el sodio reacciona con el agua para producir hidróxido sódico (NaOH) e hidrógeno. Conviene aclarar que este no sería un buen modo de producir combustible, ya que la reacción es explosiva. Pero nos sirve como ejemplo: el problema es que devolver el NaOH al estado de sodio metálico requiere más energía de la producida en la reacción de este con el agua. Es decir, en todos los casos, fabricar los compuestos que reaccionan con el agua para producir hidrógeno consume más energía de la que produce el hidrógeno desprendido.

Esto se aplica, en general, a todo uso del hidrógeno como combustible. Por ello un coche no puede alimentarse con agua para producir hidrógeno y quemarlo para moverse, ya que el balance energético es negativo. Los coches tienen dos posibles modos de utilizar hidrógeno, o bien quemándolo directamente en un motor de combustión o bien utilizándolo para producir electricidad en una célula de combustible. Pero en los dos casos el balance energético total de la producción de hidrógeno y de su combustión es negativo. Por eso una compañía produce el hidrógeno, y nosotros se lo compramos, pagamos ese gasto energético.

Pero vayamos al caso c), que parece especialmente interesante: si el agua puede romperse por fotolisis, ¿no sería posible emplear de este modo la energía solar para producir hidrógeno libre como combustible? Al fin y al cabo, el sol es gratis; y aunque también se agota, como toda fuente de energía, aún tardará miles de millones de años, por lo que para nosotros es virtualmente inagotable.

Malas noticias: la fotosíntesis rompe el agua y produce oxígeno libre, pero en cambio no produce hidrógeno libre, sino hidrógeno en forma de otros compuestos. Pero sí es posible conseguir una fotolisis del agua de modo que se produzca hidrógeno libre. Hoy muchas investigaciones experimentan distintos modos. Pero aunque haya algunos más prometedores que otros, todos los que han existido, existen y existirán tienen algo en común: siempre tendrán un balance energético negativo. Por desgracia, la termodinámica es físicamente inviolable.

Pero volvamos a la sonda japonesa: ¿por qué entonces se ha dicho que utiliza agua como combustible, si no es cierto? La explicación es curiosa; es un problema de comprensión, de interpretación o de traducción. Lo que decía la nota de prensa de la agencia espacial japonesa JAXA es que la sonda utiliza agua como propelente, no como combustible.

Aunque a veces los dos términos se usen como intercambiables, en realidad son dos cosas muy distintas: un combustible es algo que se quema, mientras que un propelente es algo que se expulsa hacia atrás para impulsarse hacia delante, según la vieja acción-reacción de Newton; en otras palabras, propulsión a chorro. Si han visto la película Marte (The Martian), recordarán cómo el personaje de Matt Damon se agujereaba el guante del traje espacial para que el aire que escapaba le sirviera para impulsarse hacia la nave que debía rescatarlo, al estilo Iron Man, como decía él. Aunque los expertos han criticado mucho esta escena juzgando que sería impracticable, el principio físico sí es válido.

La sonda japonesa, llamada EQUULEUS, utiliza un sistema de propulsión llamado AQUARIUS, consistente en un depósito de agua que se calienta para expulsarse en forma de vapor, y este chorro impulsa su movimiento a través del espacio. Es decir, es una máquina de vapor espacial. Lo cual no deja de ser cool. De hecho, hay un interés creciente en el agua como propelente en las sondas espaciales y como materia prima de hidrógeno combustible y oxígeno respirable en las futuras misiones tripuladas, ya que el agua es un recurso que puede cosecharse en la Luna, en Marte o en asteroides; allí donde lo crítico no es el balance energético, sino obtener materiales esenciales que no pueden llevarse en abundancia desde la Tierra. Bienvenidos al futuro steampunk.

Un mayor uso de las redes sociales fomenta la postura antivacunas

Esta semana la revista PNAS publica un curioso estudio. En una pequeña isla desierta en la costa de Puerto Rico vive una comunidad de macacos en libertad.  Lo cual es raro, ya que estos animales son asiáticos y no se encuentran en América. Pero en 1938 un primatólogo estadounidense llamado Clarence Carpenter llevó allí 409 de estos monos importados de la India y los soltó en Cayo Santiago. Hoy viven allí más de 1.000 macacos, y la isla se utiliza como centro de investigación a cargo de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU y la Universidad de Puerto Rico.

Pues bien, en aquella comunidad un grupo de científicos ha estudiado cómo cambian las relaciones sociales de los monos a medida que envejecen. Y lo que han descubierto no resulta sorprendente, pero debería. Los investigadores han visto que los monos más ancianos tienden a estrechar sus redes sociales y a relacionarse con menos de sus congéneres. Y no de una forma azarosa, sino que eligen bien cuáles son los contactos que mantienen: su familia y los amigos de toda la vida. Se vuelven más selectivos con sus relaciones.

Si no resulta sorprendente, es porque los humanos tendemos a hacer lo mismo, así que comprendemos a los monos. Pero si debería resultarnos sorprendente es por la tendencia que tenemos a olvidar que somos animales, y como tales obedecemos a nuestra biología. Los humanos somos muy propensos a atribuir todo lo que hacemos a nuestro libre albedrío, a nuestro intelecto, a nuestros sentimientos humanamente complejos, a todo aquello que nos distingue de otras especies, que nos desanimaliza. Pero si, en general, hubiera entre la población una mayor cultura científica, nos daríamos cuenta de que mucho de lo que hacemos, y que nos gusta disfrazar de trascendencia, en realidad solo responde a hardware y software, a nuestro cableado y a nuestra programación. Lo observado con los macacos y que también hacemos nosotros, concluyen los autores del estudio, «no es un fenómeno único en los humanos, y por tanto podría tener raíces evolutivas más profundas».

Esta manera que tenemos de responder de modos determinados a determinados estímulos o situaciones es algo que inevitablemente a un biólogo le viene a la cabeza cuando lee o escucha por ahí ese viejo discurso del mundo conspiranoico. La fenomenología del pensamiento conspiranoico suele tener un perfil común: las personas que lo siguen se sienten empoderadas por un presunto conocimiento de la Verdad al que solo ellas se han esforzado en acceder y que las eleva por encima del resto, esos demás a los que consideran bobos autómatas —o un rebaño, en el cliché terminológico del conspiracionismo— que se dejan engañar por las mentiras que les cuentan las fuentes oficiales; ellos, en cambio, se han preocupado de bucear intensamente en internet en busca de esa Verdad que creen censurada en los medios.

Manifestación antivacunas en Viena en noviembre de 2021. Imagen de Ivan Radic / Flickr / CC.

No es ningún secreto que las redes sociales han sido un hervidero de desinformación y bulos sobre la COVID-19 y las vacunas, en tiempos pre-Elon Musk. Aún es pronto para saber cómo el anunciado cambio de las políticas de moderación por el nuevo propietario de la red social afectará a este aspecto en concreto, pero en lo que se refiere a esto las predicciones apocalípticas suenan bastante vacías: es bien sabido que las corrientes conspiranoicas y antivacunas han explorado, encontrado y explotado las grietas de los sistemas de filtrado de las redes sociales, y que además en otras lenguas distintas de la inglesa han sido mucho menos eficaces.

Hace un par de meses el filósofo de la Universidad del Ruhr en Bochum (Alemania) Keith Raymond Harris escribía que no importa tanto cuántas personas o qué porcentaje de la población abraza la desinformación y las teorías de la conspiración, sino el perjuicio causado en la población general por la visibilidad de estas ideas. Harris explicaba cómo la teoría de la conspiración de las elecciones fraudulentas en EEUU, instigada por Donald Trump, había llegado a arrastrar a muchas personas a una creencia de que algo «no olía bien». Cuando los niños juegan a «el suelo es lava», decía Harris, nadie lo cree realmente, pero en mayor o menor medida todos actúan como si fuera así. Creemos actuar racionalmente; también las personas conspiranoicas lo creen. Pero en realidad estamos respondiendo a nuestra programación biológica, a guiarnos por el instinto, a dejarnos influir por nuestra experiencia de la realidad en el mundo que nos rodea, nos guste o no.

Y esa influencia es muy poderosa: un estudio publicado recientemente por investigadores de la Universidad de California y la Tecnológica Nanyang de Singapur ha mostrado que un mayor nivel de exposición a las redes sociales se correlaciona con una mayor creencia en conspiranoias sobre la COVID-19 y las vacunas.

Quizá este resultado sorprenda, pero no debería, ya que en realidad es nuestra programación biológica: quien escucha algo por ahí se queda con la idea de que algo no huele bien. Presa de la curiosidad, busca, a veces de manera obsesiva. Se expone a la desinformación. Y acaba cayendo por el rabbit hole, según la expresión utilizada en inglés que es difícil traducir: según otro estudio sobre la susceptibilidad a la desinformación de la COVID-19, este es un sistema de creencias monológico, de todo o nada, donde el paquete completo se acepta en bloque. Cuando haces pop, ya no hay stop, como decía aquel anuncio. ¿5G? ¿Virus artificial? ¿Genocidio planificado? Anything goes.

Pero el estudio de California y Singapur añadía una interesante conclusión, el remedio al problema, y es que existe también una vacuna contra este efecto, un superpoder capaz de cortocircuitar esta respuesta automática: la alfabetización mediática. Los autores testaron a sus voluntarios mediante un cuestionario que evaluaba su conocimiento sobre el mundo de la información y los medios, destinado a medir, entre otras cosas, hasta qué punto sabían cómo funciona el periodismo, cuál es el panorama de los medios, cuáles son los intereses implicados, o cuál es la diferencia entre los meros agregadores de noticias (webs que se limitan a rebotar contenidos ajenos) y los medios que elaboran las informaciones.

Los encuestados con una mayor alfabetización mediática, descubrían los autores, son más inmunes a la exposición a la desinformación en las redes sociales. No es el primer estudio que describe este efecto: al menos otro anterior a la pandemia ya había detectado que la alfabetización mediática protege contra la influencia de la desinformación en las redes sociales.

Hace unos días, a propósito de las turbulencias provocadas por la compra de Twitter por Elon Musk, un informativo sacaba la alcachofa a la calle para preguntar a la gente sobre su uso de esta red social. Un transeúnte de veintitantos años respondía que utilizaba Twitter constantemente para informarse sobre los temas que le interesaban.

Dado que no había más elaboración, no quedó claro si esta persona en concreto se refería a a) que seguía los tuits de los medios y profesionales para dirigirse hacia las informaciones publicadas, o si b) tomaba lo que aparece en Twitter no como una vía hacia la información en sí, sino como la propia información. Pero basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que para muchas personas la opción es la b).

No hay nada raro en todo esto. No hay nada especial en sentirse especial por creer en conspiranoias. Es la respuesta de nuestra programación biológica a un estímulo. Como los macacos, estamos hechos para reaccionar de ese modo. Lo único que puede sacarnos de ese agujero es el conocimiento, la cultura, el pensamiento racional informado. Lo que realmente nos hace humanos, nos distingue del resto de los animales, es nuestra capacidad de negar que el suelo es lava, por mucho que Twitter repita lo contrario.

‘Inmune’, película modélica de todos los errores sobre virus, infecciones e inmunidad

Como mencioné unos días atrás, pensaba hacer aquí un tema sobre los errores típicos cometidos en las películas, series y videojuegos sobre virus, infecciones e inmunidad. Pero casualmente el capricho de los dedos sobre los botones del mando a distancia me ha llevado a ver una película que contiene una gran parte de ellos, así que he decidido tomarla como estudio de caso. Y me van a permitir que vuelva a un tono que abandoné durante la pandemia porque entonces la gravedad de la situación no permitía coñas.

Con todos ustedes, Inmune (originalmente Songbird, vaya usted a saber por qué), un bodrio disponible en Amazon Prime Video. Se trata de una película dirigida a un público juvenil, y que puede calificarse como esféricamente mala; es mala, se mire desde donde se la mire. Es mala en perspectiva axonométrica, en los ejes x, y y z.

Inevitablemente, siguen spoilers. Pero no importa; de verdad, no la vean.

Un fotograma de Inmune (2020). Imagen de STXfilms / Amazon Prime Video.

Para empezar y como simple película, antes de entrar en más, resulta tan boba y sosa que no habría aguantado más allá del primer cuarto de hora, de no haberme obligado a mí mismo a verla hasta el final por la curiosidad de saber (y comentar aquí) qué está haciendo Hollywood con la pandemia.

La película está rodada en 2020, en plena explosión de la pandemia, por lo que sus guionistas han podido contar con una experiencia real que no ha estado al alcance de los autores de películas anteriores sobre virus y pandemias. Y a pesar de ello, se diría que han preferido pasar el brazo sobre la mesa para barrer al suelo toda la información y centrarse en lo de verdad, lo que sale en Twitter.

En primer lugar, la enfermedad de la película es la «COVID-23». Una tontería semejante solo se le había ocurrido a un responsable político madrileño y a un inmunólogo que luego se retractó (el político no, que yo sepa); total, para qué va la Organización Mundial de la Salud a molestarse en estandarizar denominaciones clínicas de diagnóstico, si luego cada uno le pone a las enfermedades el nombre que le da la gana, actualizando la fecha como si fuera la nueva edición del FIFA de la Play. O como si uno fuera al médico y no le diagnosticaran una diabetes, sino una diabetifluachis porque al médico le ha parecido similar a la diabetes, pero no del todo.

Por lo demás, y abundando en lo de Twitter, el mensaje de la película es delirante, confeccionado a medida de la comunidad conspiranoica: las autoridades sanitarias son malvadas, ordenando confinamientos para exterminar a la población, y exterminándola activamente cuando no se dejan morir sin más.

El villano, el jefe de dicha autoridad sanitaria, ya tiene que haber sido concebido como parodia, porque no puede entenderse de otro modo: es el malo de Fargo (el que hacía carne picada con Steve Buscemi; perdón, no con, sino de). No solo es el mismo actor, sino incluso casi el mismo personaje, un pedazo de psicópata que no duda en matar a los enfermos con sus propias manos si es necesario (por otra parte, hay que decir que la interpretación histriónica y disparatada de Peter Stormare es casi lo único que puede salvarse; no sé qué clase de persona será este hombre, pero con su historial interpretativo yo me cambiaría de acera si me lo cruzase).

Desde el punto de vista científico, la película es de llevarse la mano a la frente mientras uno se muerde el labio inferior y mueve la cabeza de lado a lado. Pero más que invitar a la risa, lo hace a la preocupación, ya que perpetúa errores estereotipados y bulos sobre virus, inmunidad y epidemias.

Debo aclarar que la gran mayoría de la ciencia que cuento aquí ya se conocía antes de la pandemia, no se ha descubierto a raíz de esta. Son disculpables los errores referidos a cosas que en 2020, cuando se rodó la película, probablemente todavía no se sabían; por ejemplo, la obsesiva esterilización con ultravioletas (que de todos modos también está mal planteada), en un momento en el que aún se pensaba que el contagio por contacto con objetos o superficies podía ser relevante. Pero en lo demás, simplemente con que se hubieran ahorrado a Demi Moore, que no aporta nada, habrían tenido presupuesto para contratar a diez o doce científicos expertos como asesores.

En primer lugar, y de los creadores de «cámaras térmicas para detectar la COVID-19 a distancia», llega ahora la app del móvil para diagnosticar con un selfie si se está infectado o no.

Como ya he explicado aquí unas cuantas veces, el uso de cámaras térmicas y termómetros sin contacto como presuntos métodos de screening de esta o de cualquier otra infección ya había sido desacreditado por los estudios científicos antes de esta pandemia, y ha sido re-desacreditado por los estudios científicos durante esta pandemia; todo lo cual no ha impedido que se convirtiera en un negocio muy exitoso del que algunos han sacado tajada.

Una vez más, no existe forma humana, divina ni alienígena de detectar la infección con una imagen, ya sea de infrarrojos, ultravioletas o rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Incluso aunque se tratara de un virus que hiciera nacer un cuerno en mitad de la frente, una foto tampoco podría detectar la infección si la persona acabara de contagiarse y aún estuviera incubando la enfermedad.

Precisamente esto, el tiempo de incubación, es otro de los errores estereotipados del cine sobre virus. Lo típico en las películas de zombis es que no existe tal periodo: un zombi muerde a alguien, y este apenas tarda unos segundos en convertirse para, a su vez, convertir a otros. Esto puede ocurrir con las posesiones demoníacas, ya que no existen; pero no con las infecciones.

Pues aunque parezca algo tan evidentemente erróneo que nadie caería en ello, se cae constantemente. A ver quién no ha oído una historia parecida a esta durante la pandemia (yo sí, unas cuantas veces): Fulano dice que teme haberse infectado, porque ayer cenó con Mengano, y Mengano le ha llamado hoy para decirle que a su vez estuvo esa mañana con Zutano y que este le ha dicho hoy que ha dado positivo.

Aunque Mengano se hubiera contagiado durante su encuentro con Zutano, no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para que Mengano sea infeccioso. Hasta dentro de unos días, pasado su periodo de incubación, no podrá contagiar a nadie. Fulano está completamente a salvo. Este mecanismo zombi de contagio instantáneo en cadena también ha sido invocado a lo largo de la pandemia para plantear el absurdo escenario de que ciertas concentraciones de personas eran infectódromos donde todos se iban pasando el virus de unos a otros como si fuera el huevo en la cuchara de esas fiestas de los años 50.

También en Inmune hay algo de esto: cuando el malísimo Stormare recoge el cadáver de la abuela de la chica, que acaba de morir después de enfermar ayer, le dice a esta que ella no ha enfermado, luego es inmune. Es evidente que no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para saber si la chica está infectada o no.

Esto de los inmunes y los no inmunes también tiene su comentario, ya que es el tema principal de la película: hay algunas personas certificadas inmunes, por razones que no se cuentan, y que obtienen una pulsera amarilla que les permite moverse libremente.

Lo que está mal comienza por el nombre: estas personas no son inmunes, sino resistentes. Inmune es alguien que ha desarrollado una inmunidad al virus, ya sea por infección o vacunación, que le protege o bien de una reinfección, o bien de los síntomas. Pero esta inmunidad no es necesariamente completa ni eterna; puede ser solo parcial y decaer con el tiempo, como ocurre en las personas recuperadas de una infección o vacunadas contra ella. Y generalmente las vacunas no proporcionan inmunidad esterilizante, como ya hemos contado aquí (por cierto, en la película parece que no existen las vacunas; ¿habrán decidido prescindir de este escollo para no meterse en fregados que pudieran molestar a la comunidad conspiranoica?).

Otra cosa diferente es la resistencia a un virus conferida por alguna variante genética rara. Las personas que tienen una mutación llamada delta-32 en el receptor CCR5 del virus del sida son resistentes al VIH, porque no puede infectar sus células diana. Pero estas personas no solo no se infectan, sino que no pueden contagiar a otras. Por lo tanto, la película está mezclando churras con merinas en una balsa de cacao mental: las personas inmunes sí podrían contagiar a otras, pero no serían totalmente inmunes porque sí para siempre certificado con pulserita amarilla, y en cambio las personas resistentes no se contagiarían y sí merecerían la pulserita, pero no podrían contagiar a otras.

De forma más general, esto cae en el estereotipo de la gran mayoría de las películas sobre virus, de creer que la inmunidad y las vacunas son como las vidas extra de los videojuegos. En la vida real, la inmunidad no es un icono en la esquina de la pantalla que le vuelve a uno invulnerable. Es mucho más complicado.

Por ejemplo, en la población hay una heterogeneidad de susceptibilidad, lo que significa que no todo el mundo es igualmente susceptible a la infección ni a los síntomas, ni tampoco a la condición de infectar a otros. Aunque en esta película se dice al principio, por medio de un informativo en televisión, que la mortalidad del virus es del 56%, lo cierto es que al 44% que sobrevive no les han dado papel, porque no aparece ningún recuperado. Esta es la típica idea errónea tantas veces vista en el cine: el virus afecta a todo el mundo por igual, salvo quizá a algún «inmune». Sería de esperar que, con todo lo que se ha informado durante esta pandemia, una película rodada ahora lo hubiera pillado. Pero no.

Otro detalle de saltar sobre el sillón es el de la transmisión del virus por el aire. Esto se ha contado mil veces durante la pandemia, pero no hay manera: transmisión por el aire, no por el viento. Transmisión por el aire significa que no hace falta que una persona contagiada te tosa, estornude o escupa encima para infectarte. Basta con que respire frente a ti en estrecha proximidad durante un tiempo suficiente para que la concentración LOCAL del virus en ese aire que compartís sea suficiente para infectarte, o que respire en el mismo espacio cerrado, pequeño y mal ventilado en el que tú estás respirando.

Pero no, no significa que el virus esté presente en el aire general a una cierta concentración como si fueran partículas radiactivas, de modo que quien simplemente respire vaya a contagiarse, algo muy visto en muchas películas sobre virus, y copiado en la misma realidad real de quienes van por la calle caminando solos con mascarilla. El virus no dobla esquinas ni entra por la ventana. Aunque parezca mentira, los virus son criaturas extremadamente frágiles, que fuera de su hospedador se mueren rápidamente. Cuando el personaje de Demi Moore le dice a su adúltero marido algo así como «sabes que cada vez que abres la puerta de casa nos expones al contagio» (viven en un chaletazo con gran jardín), se entiende que Demi Moore está en horas bajas. Más aún cuando ni siquiera debió de picarle la curiosidad de preguntar a los guionistas de dónde venía el aire que respiraban en casa, si no era de la propia calle.

En fin, seguro que se me han quedado cosas en el tintero. Pero dado que no hay acción sin reacción, al menos algo aprovechable he podido extraer de esos 86 minutos. Solía gustarme que Amazon Prime Video, a diferencia de otras plataformas, muestre una valoración de las películas, en este caso la de IMDb (al parecer, Netflix solía hacerlo en sus primeros tiempos, pero lo quitaron porque resultaba que nadie veía las mal valoradas). Pero el hecho de que Inmune tenga una nota de 4,7, casi un aprobado, me recuerda que las valoraciones las carga el diablo. Y que no debo permitir a los dedos que hagan lo que quieran sin consultar al cerebro.