Archivo de agosto, 2017

Los niños que pasan del fútbol

Los niños que pasan del fútbol tienen mucha paciencia. Es probable que casi cualquier desconocido que se encuentren les pregunte cuál es su equipo de fútbol o su jugador favorito y, si son sinceros y les contestan que no les gusta el fútbol reciban como premio caras raras, expresiones de incredulidad.

Los niños que pasan del fútbol a veces mienten. A veces responden cualquier equipo, cualquier jugador, para que les dejen en paz.

Los niños que pasan del fútbol en ocasiones intentan que el fútbol les guste. Hacen todo lo posible para enterarse de qué va eso, intentar disfrutar viendo césped en la pantalla durante hora y media y coleccionan los cromos la Liga. Algunos consiguen enterarse y disfrutarlo, no siempre toda la vida. Otros claudican pronto, pero lo intentan.

Los niños que pasan del fútbol reciben equipaciones de regalo, los llevan a ver partidos en directo, son socios infantiles del equipo del papá y el abuelo… por mucho que sigan pasando del fútbol, por mucho que intenten que les guste para contentar al papá y al abuelo.

Los niños que pasan del fútbol, tengan o no papás y abuelos que les dejan en paz, puede que se encuentren con que todos sus amigos del colegio adoran el fútbol, pasan el tiempo de patio pegando patadas a un balón y considerando un poco raro a ese amiguito que siempre quiere jugar a cualquier otra cosa y que pasa del fútbol.

Los niños que pasan del fútbol necesitan ser niños valientes, necesitan mucha autoestima, una personalidad razonablemente fuerte para no ceder a las presiones y aprender a pasar también de aquellos que los creen un poco raritos o que incluso se meten directamente con ellos.

Los niños que pasan del fútbol a veces envidian a las niñas. Ellas no reciben ese marcaje, ellas no son raritas si pasan del fútbol.

Los niños que pasan del fútbol no son raros, no son diferentes a los niños a los que el fútbol les apasiona, pero con demasiada frecuencia los hacemos sentirse así.

Los niños a los que no les gusta el fútbol necesitan que les vayamos dejando un poquito en paz.

Niños jugando al fútbol (GTRES).

Este texto lo ha inspirado el de la bloguera Trastadas de mamá, que os invito a leer y en el que habla de su hijo Eric, ajeno al fútbol (y de su princesita, a la que le encanta). También otros niños que he conocido teniendo que bregar con balón a su pesar.

‘Drum Roll’, un precioso juego de mesa con el que crear el espectáculo más grande del mundo

Los juegos de mesa de Artipia Game son siempre preciosos, cuidados al detalle, llaman la atención. El que hoy os traigo, diseñado por Dimitris Drakopoulos y Konstantinos Kokkinis y con el artista Antonis Papantionou dándole vida, tal vez sea uno de los más bonitos que tenemos en nuestra ludoteca. Y a los niños los juegos de mesa les entran mucho por los ojos. Lo tengo comprobado.

Está ambientado a principios del siglo pasado, cuando el circo era el espectáculo más grande del mundo y esos espectáculos recorrían las grandes capitales europeas.

El objetivo último de este juego de estrategia y gestión de recursos es precisamente ese, lograr que nuestro espectáculo sea el mejor, el que tiene mayor número de artistas y espectáculos de mejor calidad y más variados. Y conseguir pagarles a todos ellos y a los trabajadores que los acompañan y que también hemos contratado cuando acaba cada función.

Permite jugar a dos, tres o cuatro jugadores. Lo ideal es que sean tres o cuatro. Nosotros solemos jugar tres, con Julia.

Aunque tiene ocho años y la edad recomendada es a partir de doce, a ella le encanta y se defiende bastante bien, aunque es verdad que con el cálculo de los sueldos necesita nuestra ayuda y las estrategias a largo le quedan aún grandes. Pero jugamos para divertirnos en familia y eso lo logramos con creces. De hecho ha sido uno de los juegos que hemos metido en el maletero este verano a petición suya y a los que más hemos jugado.

Aunque no se parece en nada a Love Letter, el otro juego de estas vacaciones y del que os hablé hace pocos días. Para jugar a  Drum Roll se necesita tiempo y espacio.

Con tres jugadores. Si hubiera cuatro aún ocuparía más.

Hay que desplegar un tablero central, un cartón por jugador, las cartas de trabajadores y artistas contratados, hay cubos de recursos, monedas, artistas y trabajadores disponibles para contratar… es un juego grande y una partida pude durar entre hora y media o dos horas. Y no es especialmente caro, pero tampoco de los más baratos: se puede encontrar por bastante menos de cuarenta euros. Ventajas de que no sea precisamente una novedad, salió a la venta en 2011.

En el juego hay cinco tipos de artistas que podemos contratar: acróbatas, magos, malabaristas, artistas bizarros (forzudos y similares) y domadores (y aprovecho para recordar que en la vida real, los circos tienen que ser sin animales). Cada uno de esos artistas necesita cubos de distintos colores para poder ofrecer su espectáculo, que puede tener tres grados de dificultad. Y cada tipo de artista nos da algo a cambio que es diferente: nos ahorra sueldos, nos da cubos, dinero, caravanas para que el sueldo sea inferior…

Un espectáculo incipiente, es fácil acabar con más de ocho artistas.

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‘Titan A.E.’, una película infantil atípica y recomendable para los niños que disfrutan con Star Wars o Marvel

¿Y a cuento de qué vengo yo ahora a hablar de una película que se estrenó hace 17 años? Es posible que os lo preguntéis y con razón.

El motivo es sencillo. La he visto en DVD este verano junto a mi hija de ocho años, y me ha llamado la atención lo atípica que es para un público infantil. Al mismo tiempo, y sin ser en absoluto una cinta perfecta, me parece que puede gustar a muchos niños y también a sus padres.

Lo cierto es que ya vi Titán AE en su día en pantalla grande. Mi santo y yo siempre hemos sido de ir a ver películas de animación bastante antes de tener hijos. Una de nuestras primeras películas juntos fue El rey león, no digo más. De aquel entonces recuerdo que la que sería la última película de Don Bluth nos gustó, sin impresionarnos, y que me compré la banda sonora. En ella aparecían temas de Lit, Texas, Fun Lovin Criminals, The Urge, Bliss o Jamiroquai.

Precisamente esta banda sonora es uno de los motivos por los que es una película atípica para un público infantil. Temas cañeros y actuales (por aquel entonces), muy alejados del Let it go.

Es, además, una película eminentemente de acción cuyos protagonistas no son niños, sino jóvenes adultos. El principal, llamado a ser El salvador de la humanidad y doblado por un joven Matt Damon, solo aparece como niño brevemente al comienzo, cuando logra huir de una tierra que es destruida por una raza de alienígenas que son pura energía y aparentemente invencibles.

Y ahí viene otra rareza. No es frecuente encontrar una ambientación de ciencia ficción en una película infantil. Una ambientación de ciencia ficción tan clásica además, con la raza humana al borde de la extinción, numerosas razas extraterrestres, colonias y naves espaciales y mundos sorprendentes y una estética casi ciberpunk.

Es tan infantil por su guión, por sus diálogos, como pudiera serlo la primera Star Wars. De hecho hay al menos un par de referencias a esta película: hay una frase de la protagonista (asiática, fuerte, lista y capaz y doblada por Drew Barrimore) idéntica a una de Leia sugiriendo bajarse a empujar una nave y ojo a la colonia de Nuevo Bangkok, que lo mismo encontráis restos de la estrella de la muerte. Y a los fans de Star Trek lo mismo les suena el tatuaje que el protagonista lleva en el brazo.

Más cosas que chocan: cuando hay heridas, hay sangre. Sangre roja que gotea (o flota si no hay gravedad). Nada gore, pero en un título infantil sorprende. A un traidor le matan rompiéndole el cuello, no se resbala y se cae por un precipicio ni ninguna torpeza similar habitual en los malvados para niños. Y hay un par de momentos de casi desnudos de la pareja protagonista. Inocentes, llevados con naturalidad y que se quedan en el casi, pero también poco frecuentes. Yo soy de las que esto le da igual mientras no haya sexismo en los roles, también os digo.

Tal vez por todo ello, no funcionó en taquilla. Titan A.E. hizo que 20th Century Fox tuviera que cerrar sus estudios de animación de Arizona, unos estudios que solo habían terminado una película previamente: Anastasia (1997). Si os fijáis, el dibujo de Titan A.E. recuerda mucho al de Anastasia, aunque se nota que procuraron llevarlo técnicamente más allá. Tras el fracaso, la Fox apostó por los estudios Blue Sky, con animalitos parlantes y que se atenían más a las convenciones del cine infantil.

Lo que es seguro es que, por todo ello, no es apta para los niños más pequeños. En EE UU la calificaron como PG, es decir que requiere supervisión de los padres (parental guidance) porque va un pelito más allá del blanco. Otro aspecto que seguro que no la ayudó en taquilla. Lo ideal es a partir de los ocho años de mi hija. Niños que disfrutan con Star WarsLos vengadores y títulos similares.

¿Le daréis una oportunidad?

Cómo es ir a comer a un restaurante con mi hijo con autismo

Entrar en un restaurante con Jaime no es tan sencillo como con Julia. Jaime, por su autismo, hace que tengamos que valorar mucho en qué establecimientos entramos y que vayamos poco. Cuando estamos de vacaciones buscamos con frecuencia planes de alimentación alternativos o que si, en casa, surgen planes con amigos que incluyen restaurantes nuestra familia tenga que dividirse, buscar canguros para él, llegar tarde o irnos antes.

Y no nos podemos quejar. Conozco otras familias con hijos con autismo que jamás pisan un restaurante con ellos.

También hay personas dentro del espectro autista que están como peces en el agua servidos por camareros, la variedad de manifestaciones del autismo es enorme y cada individuo (con o sin autismo) es diferente, incluso extremadamente distinto.

Pero tenéis que tener presente que mi hijo, con once años, está muy afectado, que apenas tiene unas pocas aproximaciones a palabras y pocos intereses. Yo hablo sobre todo de lo que conozco, de nuestra experiencia y de la de otros en situaciones similares.

¿Por qué es más difícil ir con Jaime a un restaurante?

Un problema es que muchos de nuestros niños tienen poca paciencia y escasas formas de entretenimiento. No entienden que haya que esperar a la comida, a la cuenta… ellos están acostumbrados a comer rápido y pasar a otra cosa. Y carecen con frecuencia de modos para distraerse. De hecho es algo que se busca y trabaja con ellos.

Otro es que se comportan raro: pueden chillar, tal vez de puro contento, aletear las manos, querer jugar con los cubiertos, romper las servilletas, hacer ruidos extraños… comportamientos tal vez similares a los de un bebé, pero teniendo el aspecto de un niño (o un adolescente o un adulto) normal. Encontramos con frecuencia miradas de censura, de reproche, cuando es algo que se disculparía en un bebé o en un niño con una discapacidad visible. De hecho sé bien que en chavales con Down o parálisis cerebral lo que despiertan esos comportamientos disruptivos es miradas de lástima o se evita directamente mirarles de ninguna manera, aunque eso da para otro tema. Los padres de niños con algún tipo de discapacidad tenemos que aprender a bregar con ello. Igual que los mismos niños. Jaime no es consciente, pero muchos otros sí. Ojalá textos como este ayuden a que la gente se lo piense dos veces antes de juzgar a la ligera.

Uno más. Los ambientes con mucho ruido, con muchos estímulos, pueden saturarlos, provocar en ellos rechazo o sobreestimularlos. Jaime aquí tampoco tiene demasiado problema, mucho barullo tiene que haber para que le sature.

Sigamos con otro. Este es un problema que Jaime no tiene, porque come de todo y le gusta probar lo que ve en otros platos, pero hay niños que tienen dietas muy restrictivas, que comen muy pocas cosas y se niegan a probar cualquier otra.

En fin, que no es fácil, que mucha gente se queda en casa y no sale con sus hijos con autismo (o con otros tipos de discapacidad).

Nosotros intentamos hacer una vida de familia normal y acudimos en ocasiones a restaurantes, sobre todo en las vacaciones de verano, pero tienen que cumplirse una serie de condiciones.

Lo primero es elegir bien. Los sitios de comida rápida, hamburgueserías, pizzerías y demás lugares en los que tú te sirves rapidito, no hay que esperar por la cuenta y no son precisamente lugares de etiqueta en los que el grito de un niño haga que todo el mundo se gire a mirarte. Son los más fáciles. En nuestro caso basta con buscar un sitio en el que podamos encajonar a Jaime (entre nosotros y la pared por ejemplo), para que no decida levantarse y le podamos ayudar a comer y limpiarse.

Respecto al otro tipo de restaurantes, los de mantel y camarero, lo cierto es que no nos atrevemos a ir a los de alto o mediano postín. Tampoco a aquellos que notamos bucólicos y románticos. Somos los primeros que no queremos molestar y que no creemos que sean lugar para nosotros. Además de que comemos a la carrera con frecuencia y no es plan pagar más para hacer tocata y fuga.

Nuestros favoritos son los establecimientos del tipo que tienen menú del día, sobre todo aquellos que son pequeños, negocios familiares. Si hay terraza y el tiempo lo permite, preferimos estar fuera. Buscamos de nuevo mesas apartadas, si podemos, y elegimos para Jaime un sitio en el que le podamos tener controlado y ayudarle. Hemos desarrollado buen ojo con el tiempo para escanear rápidamente las opciones y elegir la mejor.

Los momentos críticos son los tiempos de espera. La tablet con música puede ayudar, pero solo hasta cierto punto. También es verdad que con los años, como es un niño que disfruta con la comida, espera pacientemente que nos tomen nota y vayan llegando los platos. La paciencia se le acaba cuando ya ha comido. No existe para nosotros la sobremesa con el café. Es frecuente que uno de nosotros tenga que salir a la calle con él una vez ha terminado mientras el otro espera para pagar.

De hecho, Jaime come bien y disfruta con la comida, pero no suele tomar postre. El postre es algo que también uno de los dos se pierde con frecuencia. Normalmente su padre que es menos goloso.

Cuando nos sentamos bromeamos diciendo que venimos acompañados de una bomba de relojería. Una de la que desconocemos el tiempo que nos dará de margen para comer. Yo era de las que comía despacio, ahora soy como una bala por si acaso.

A veces explico a la persona que nos atiende, una vez que estamos en la mesa, que Jaime tiene autismo y puede tener comportamientos peculiares. No lo hago siempre, depende de si le veo más nervioso, de si me da la impresión de que camarero lo entenderá, de si tenemos muchos otros comensales cerca… mi experiencia es que hablar claro aumenta la comprensión de los demás y evita problemas.

No, no es especialmente fácil, pero como hace muchos años escuché a una madre que llevaba mucho más camino andado que yo, hay que intentarlo. Esos intentos no sólo mantienen unida a la familia, realizando actividades juntos, también son una terapia para ellos, un aprendizaje. Y también para nosotros, podemos llegar a alcanzar más dosis de paciencia, calma en situaciones difíciles y asertividad de la que creemos si nos ponemos a ello.

‘Retrón’ de Raúl Gay, un recomendable ejercicio de empatía en forma de libro

Hace algunos años que conozco a Raúl Gay, y lo cierto es que lo que nos unió fue la discapacidad; más concretamente la visión que tenemos sobre la discapacidad, que es positiva pero también realista, que huye de considerar como ángeles o superhéroes a los retrones, el término que él usa y da título a su libro, y aún así aspira a la felicidad.

También nos unió el periodismo, él es colega y si no hubiera ejercido este oficio durante dos años en un blog en El Diario, De retrones y hombres, junto a Pablo Echenique, probablemente no hubiera dado con él, con su sentido común y con esa visión de la discapacidad que compartimos. Yo como madre de un niño de diez años con autismo y un alto grado de afectación, él de primera mano por haber nacido con el síndrome de (el pirata) Roberts, una enfermedad rara que le supuso nacer sin brazos, con unas manos diferentes pero más operativas de lo que pudiera parecer, y unas piernas sin rodillas ni tobillos que le sostienen brevemente y le permiten alcanzar una vertical de metro veinte gracias a unas ortesis y una decena de operaciones (¡ay el olor de la anestesia!, el reverso tenebroso de la magdalena de Proust).

Por lo demás, Raúl Gay es un tipo normal. Tan normal como lo pueda ser cualquiera (nadie es normal, todos somos normales, ya sabéis). Tan normal que alberga sus contradicciones y sabe que tiene que bregar con ellas y mirarlas de frente (nadie es consecuente en todo). Un treintañero recién casado, esperando su primer hijo, gran conversador, buen lector y con ganas de ser feliz.

Tras algunos correos, conversaciones en redes sociales y colaborar escribiendo y leyéndonos, le conocí un día soleado en Madrid, paseamos y charlamos por El Retiro y le dejé entrando a un concierto que le cambiaría la vida, para bien.

Ahora que he podido (bendito verano) leer su libro he encontrado esa misma perspectiva que nos unió hace ya unos cuantos años merced a su blog. Una visión que antepone al ser humano a la discapacidad que tenga. Pedro, Marta, Laura, Raul, Carlos, María o Jaime tendrán autismo, síndrome de Down, parálisis cerebral, síndrome de Rett, focomelia, una retinopatía severa o X-frágil (el universo de la discapacidad es enormemente variado y complejo), pero ante todo son Pedro, Marta, Laura, Raúl, Carlos, María o Jaime, con su personalidad, sus gustos, sus deseos y circunstancias. Podrán ser buenas o malas personas. Y esas circunstancias tal vez sean mas determinantes que la propia discapacidad.

Contar con recursos económicos y con una red familiar (los amigos también son familia) supone la noche y el día para una persona con discapacidad, sea la que sea. El dinero no da la felicidad, pero ayuda. Si eres un retrón más aún, porque no tenerlo puede conducirte a una vida de encierro domiciliario, de peor calidad de vida, de perdida de potencial, de peor estado de salud, de demasiadas renuncias innecesarias. Y esa es una reivindicación presente en todo el libro.

Os traslado una pregunta que Raúl Gay hace desde su libro. Si os dieran a elegir entre ir en silla de ruedas en España o ser bípedo en Somalia, ¿qué elegiríais?.

Raúl lo tiene claro. Yo también. Igual que tenemos claro que si la pregunta fuera: ¿eliminarías esa discapacidad que te afecta a ti o a los tuyos si pudieras? La respuesta sería que por supuesto.

Y no tendría que ver con no aceptarse, sino con ese realismo objetivo que os comentaba al principio y que salpica el libro.

El mismo realismo objetivo que rechaza esa engañifa potencialmente peligrosa de que querer es poder.

Yo, que no tengo la experiencia de tener una discapacidad sino de tener un hijo con autismo, no he podido evitar leerlo teniendo muy presentes a los padres del autor. Están en un segundo plano, pero aparecen con frecuencia: llevando en brazos a su hijo hasta el mar, soportando y aprendiendo a ignorar las miradas marcianas, peleando para conseguir la escolarización más adecuada para su hijo pese a la oposición de un animal de bellota con forma de director de colegio, fabricando un atril para que pudiera leer y escribir en el pupitre, tal vez equivocándose al elegir alguna terapia… Los imagino también recibiendo diagnósticos, inmersos en papeleos, peleando con la administración, superando el sentimiento de culpa…

Probablemente haya más en común entre mi camino y el de los padres de Raúl Gay que entre Raúl y mi hijo. Ya lo decía arriba y se recoge en Retrón, la discapacidad es un universo tremendamente diverso.

Un universo de seres humanos que no es ajeno al sexo. En Retrón de habla de eso, igual que de muchos otros asuntos (intervenciones, asistentes personales, miedos varios…) que dejan de manifiesto la valentía y la sinceridad de su autor. No hay paños calientes al adentrarnos en el recorrido vital de Raúl Gay, y se agradece.

El libro que ha escrito Raúl Gay no es un canto a la esperanza o la alegría de vivir, no es un lugar en el que buscar ejemplo o inspiración (aunque tal vez se encuentre, por mucho que Raúl haya huido de la autoayuda), Retrón (Next Door Publishers) es un ejercicio de cordura por parte de su autor, un juego recomendable para cualquiera de ponerse en pellejo ajeno (entrenar la empatía siempre es buena idea) y ampliar nuestra visión del mundo.

«¿Cuántos perros han salido de la caja?»

Marina, de siete años, tiene razón. Efectivamente, es imposible saberlo. De hecho, si te paras a pensarlo es poco probable que esos perros entrasen en una caja tan pequeña.

Si no te paras a pensarlo tanto, si vas con el piloto automático, es muy probable que contestases que cuatro. Es lo más obvio. Y un buen ejemplo de que lo que parece evidente no tiene que ser lo acertado.

Además, cuatro es lo que los autores del ejercicio buscaban como respuesta.

Hasta que dieron con el pensamiento versátil de Marina, una amiga de mi hija que es más lista que el hambre (créedme, esta niña tiene los dobles y triples pensamientos de Yaya Ceravieja y Tiffany Dolorido).

Si fuera un examen debería puntuar doble, pero eso dependería mucho de en qué manos cayese. Habría maestros que, también con el piloto automático, lo marcarían como incorrecto y punto. Otros, los peores, tacharían de listilla, sabelotodo o marisabidilla a la niña. Esos simplemente se retratarían a ellos mismos como unos zoquetes. Son puyas que se vuelven contra los que las lanzan, insultos del tipo bumerán.

Unas cuantas personas me han preguntado por la reacción del profesor tras la respuesta de Marina. En este caso concreto no había maestros por medio. La foto la hizo su madre (gracias desde aquí por dejarme usarla), que sabe apreciar el buen ojo de su niña.

Por suerte cada vez hay más maestros que sí entienden que esas percepciones de los niños, que esos destellos de pensamiento crítico hay que mimarlos y no podarlos. Para comprobarlo basta con ver el eco que ha tenido entre muchos docentes esta imagen desde que la compartí hace un par de días en mis redes sociales.

No es fácil ser un buen maestro, es un oficio que requiere sensibilidad, formación constante, no bajar la guardia, flexibilidad, paciencia, empatía, modestia… y probablemente ese mismo modo de pensar que Marina que permite salirse del carril establecido.

Por eso hay que agradecer y mucho a todos aquellos docentes que intentan hacerlo mejor.

Y tampoco es fácil elaborar ejercicios y evaluaciones para los niños. También en eso se está intentando mejorar y también es de agradecer todo esfuerzo en ese sentido.

Para terminar os pregunto de nuevo: ¿cuántos perros creéis que han salido de la caja?

Yo creo que ninguno. Si fueran gatos sería otro cantar 😉

«¿Mamá, qué es un atentado?»

«¿Mamá, qué es un atentado?». Ante esa pregunta nos encontramos ayer, ante unos ojos grandes y oscuros que en sus ocho años de vida no conciben mayor malvado que Lord Voldemort y que querían saber porqué sus padres luchábamos contra la mala cobertura en una casita perdida entre prados bretones para saber qué demonios estaba pasando en Barcelona (y luego en Cambrils), con la impotencia y el dolor en juego de nuevo.

Unos ojos oscuros que merecen una respuesta. Una respuesta difícil. Explicar de dónde vienen los niños es tan sencillo en comparación…

¿Cómo explicar el horror a un niño? No es la primera vez que  lo pregunto desde este blog. Sé que hay una legión de niños que no necesitan saberlo, que lo han visto, que lo han vivido. No es el caso de nuestra hija. Una gran suerte. Somos conscientes de ser muy afortunados.

No nos atrevíamos a poner los informativos franceses por miedo a las imágenes que pudieran ofrecer. Imágenes difíciles de sortear cuando te quieres informar por internet, igual que es difícil regatear la insensibilidad de tantos que aprovechan el terror para hacer chistes o barrer parar sus respectivas casas. Y ahí seguían esos ojos oscuros, intrigados por lo que había sacudido así a sus padres.

«Hay personas malvadas en el mundo, tú ya sabes eso. Pues algunas deciden matar gente inocente, toda la que puedan. Eso es lo que ha pasado. Han atropellado a mucha gente que andaba tranquilamente por una calle en Barcelona».

Es una simplificación terrible, lo sé, pero no se me ocurría otra manera de contarlo.

Por esas mismas Ramblas, hace menos de dos años, iba con ella de la mano. Solo el hecho de recordarlo me resquebraja.

A ella Barcelona le recuerda a uno de sus mejores amigos del colegio, cuya madre es de allí y que acuden con frecuencia. «No te preocupes, Héctor y sus padres estaban estos días en Tarrasa. Están bien«. «¿Emma también?», pregunta ella por la hermana pequeña de su amigo, a la que yo no he mencionado. «Sí, ella también».

Pero decenas de otros muy semejantes a ellos, a nosotros, no lo están. No están bien. Hablo de las víctimas y heridos, de sus seres queridos, de los testigos traumatizados por lo que han vivido, de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado movilizadas.

Estaba temiendo otra pregunta tras mi pobre respuesta: «¿Por qué lo hacen?». Ya llegó hace pocos meses, tras el atentado de Londres. Entonces solo se me ocurrió responder: «porque están equivocados». Exactamente lo mismo que respondí en otoño de 2015, tras el atentado en París.

Son demasiadas ya las veces que una niña de apenas ocho años quiere saber lo que es un atentado, lo que es el terrorismo, en estos últimos años.

¿Hasta dónde salvaguardar? ¿Hasta dónde proteger? ¿Hasta qué punto dejar que los años pasen y la vida sea la maestra?

¿Cómo explicar el horror a un niño?. ¿Cómo explicarle el sinsentido cuando casi ni yo misma lo entiendo?.

Hay que enseñar a los niños a llevarse solo sus recuerdos y dejar únicamente sus huellas en el campo

La primera vez que supe de la existencia de la moda de apilar piedras, la última tontuna vandálica de moda tras aquella que llenó los puentes de candados, aunque fueran patrimonio protegido, fue gracias a César Javier Palacios, autor del blog de La crónica verde, en la columna Deja de hacer el idiota con las piedras, que os recomiendo leer entera, pero de la que os dejo un fragmento que deja bien claro la razón por la que es una idiotez.

Para empezar estamos desvirtuando y banalizando el paisaje, aquel que precisamente buscamos por su belleza, pero al que luego perturbamos gravemente con los dichosos montoncitos. En segundo lugar, removiendo el terreno y levantando piedras alteramos el hábitat de infinidad de especies animales (insectos, caracoles, reptiles, pequeños mamíferos) y raros vegetales que encuentran su refugio en las piedras que de modo natural se distribuyen por el territorio y a los que, directamente, estamos dejando sin hogar con este tipo de prácticas inadecuadas. En tercer lugar, con los amontonamientos desnudamos un suelo que queda desprotegido, abandonado a la erosión del agua y el viento, cada vez más estéril. Una cuarta razón serían los problemas de seguridad que estos inestables montículos pueden ocasionar, desde accidentes de los senderistas hasta viandantes perdidos entre esos bosques pétreos donde se confunden fácilmente los caminos. Y por si todo ello fuera poco, muchas veces destruimos sin saberlo un valioso patrimonio arqueológico o etnográfico, porque esas piedras pueden ser restos de estructuras habitacionales romanas, celtíberas, e incluso bifaces prehistóricos.

Estos días he podido ver esta turistada absurda en toda su gloria en la reserva ornitológica bretona de Cap Frehel.

Todo estaba lleno de montoncitos de piedras.

Un comportamiento heredero de herir la corteza de los árboles o de pintar o raspar muros para dejar nuestro nombre y fecha, algún corazón o cualquier chorrada vandálica similar. También paisano de llevarse fragmentos del lugar que visitamos se recuerdo, cuyas peores representaciones serían las de arrancar fragmentos de estalactitas o estalagmitas o capturar y desubicar seres vivos. Y primo cercano de alimentar a los animales que vemos (silvestres, domésticos o salvajes encarcelados) con lo primero que se nos pasa por la cabeza.

Comportamientos incívicos que me ponen de mala leche. Comportamientos que dañan el entorno, que no tienen justificación y que hacen que se nos acote el espacio a visitar a todos, también a los cívicos.

Hace ya mucho que Julia sabe que no se arrancan las flores en nuestros paseos por el campo, da igual lo comunes que sean (o que nos parezcan). Esas flores silvestres morirán pronto en nuestras manos, no servirán de refugio y alimento, no completarán su ciclo. Era algo que su abuela materna animaba a hacer por desconocimiento y con toda la buena intención, pero que no debe ser.

Puede ser muy bonito, cuando eres madre reciente, recibir un ramito de flores del camino de manos de nuestros hijos pequeños, pero es más bonito enseñarles a respetar la vida, el paisaje, para que los que vengan detrás lo encuentren igual que ellos.

Educar a los niños, enseñar a nuestros hijos que lo único que se debe dejar en el campo son nuestros pasos y lo único que nos debemos llevar son los recuerdos y las fotografías, como también leí hace tiempo a César Javier Palacios, es la única vacuna que conozco para luchar contra esas modas que llegan de apilar rocas para subir a instagram una foto con un hahstag que nos procure unos cuantos corazones digitales. Como borreguitos.

Cada vez somos más los que lo intentamos. Los que os miraremos con reprobación mientras os hacéis una foto sin ningún valor junto a vuestra torre de piedras.

Un selfie merecedor de una buena multa y una aún mayor regañina materna. La pena es que ni las fuerzas de la autoridad ni las madres podamos estar en todas partes.

‘El diario Down’, la bitácora del arranque de la paternidad de Francisco Rodríguez Criado

Ha sido en verano, cuando los días son largos y las obligaciones cortas, que he podido al fin leer El diario Down, del escritor extremeño Francisco Rodríguez Criado.

Un libro de pocas páginas, de lectura rápida y poso duradero, alumbrado con Ediciones Tolstoieski como comadrona (también primeriza).

Un viaje por el descubrimiento de la paternidad de Rodríguez Criado. Una paternidad primeriza con las dificultades añadidas que entraña un diagnóstico de síndrome de Down, escrito en primera persona, con sinceridad y sentido del humor, y presentado en un orden cronológico caprichoso.

Una historia de cómo un padre escritor aprendió a amar a su hijo que interesará a todos los que se atrevan con ella, porque todos podríamos estar ahí.

Un libro muy azul, el color que simboliza el autismo que tiene mi hijo.

De hecho hay un capítulo dedicado acertadamente al autismo.

Un libro sobre un bebé dorado, igual que lo es el mío. Mi niño de oro hilado. Dos niños dorados y distintos.

Más allá de las casualidades cromáticas, he encontrado muchos puntos en coincidencia entre mi persona y mis circunstancias y el relato de Rodríguez Criado, que recoge la asunción de esa realidad inesperada que rompe la foto de familia que había formado en su mente.

Algunas serán comunes a cualquiera que tenga un hijo con discapacidad, sea por el motivo que sea: la asimilación del diagnóstico, los sentimientos de culpa, la despedida del hijo imaginado y la bienvenida y aceptación del real, los papeleos, las pruebas médicas, el agotamiento físico y mental, sentirse chófer casi más que padre, el poco tacto en algunas personas, incluso esos asuntos que ligan lo empático y lo lingüístico respecto a cómo llamamos o llaman otros aquello que tiene nuestro niño.

Otros aspectos son más particulares, pero me llama la atención compartirlos con el autor: tener dos perras y que una de ellas haya pasado por la ansiedad por separación, encontrar la felicidad de forma inesperada bajo la lluvia, valorar que esa felicidad es el fin último y está con frecuencia vinculada a las pequeñas cosas, a momentos sueltos, el vínculo (en mi caso materno) con Extremadura, un niño de oro nacido de un padre de pelo zaino… pero sobre todo el hecho de que escribir sea terapéutico.

Rodríguez Criado escribía este diario que luego ha compartido para asimilarlo todo mejor, para curarse. Yo también escribí un blog oculto a buscadores desde el arranque del diagnóstico que me ayudó de la misma manera, igual que escribir este blog o mis libros. Ya os he contado en el pasado que escribir es para mí una necesidad por múltiples motivos, uno es sanarme.

Coincido también con él en que su libro, como el mío, nos ha ayudado sobre todo a nosotros, pero que los lanzamos al mundo deseando que puedan servir de compañía, de cierto consuelo, a otros.

Y hay diferencias, claro que sí.

Recordaba al leerlo a una de las psicólogas que nos dio el diagnóstico de autismo de Jaime cuando tenía más de dos años diciendo que el autismo era algo muy complejo, que ella hubiera preferido un Down. Y eso que mi hijo con autismo es fuerte y sano como un roble y que el Down está asociado a muchos problemas de salud que tienen su reflejo en el libro, en forma de intervención a corazón abierto y numerosas visitas a distintos médicos.

No vale comparar. Es un error caer en aquello de si la discapacidad de tu hijo es mejor o peor que la del mío, en si es preferible. Igual que caer en comparaciones respecto al grado de afectación y manifestaciones de un mismo diagnóstico en diferentes niños. Una línea de pensamiento necia y tóxica.

También es verdad que, aunque no es un libro para saber del síndrome de Down,  leyéndolo veía también lo diferente que es el autismo del down. Un ejemplo, nosotros estamos huérfanos de médicos, una vez nuestros hijos superan la batería inicial de pruebas de descarte.

Pero tal vez el aspecto más distinto venga vinculado a las grandes esperanzas (grandes expectativas) que el autor tenía depositadas en su hijo. Cómo aprendió a reprogramar todo aquello ocupa parte importante del libro. Quería un gran guerrero y acabó dándose cuenta de que lo tenía. La palabra guerrero se repite mucho, un sustantivo que yo no creo haber aplicado jamás a Jaime.

Siempre cuento, porque es verdad, que una de las cosas que más me ayudó a sobrellevar el diagnóstico fue leer un texto que había escrito estando embarazada en el que me decía que lo único que le pedía a mi hijo es que fuera feliz y buena gente. Volver a mis palabras me hizo ver que aquello seguía siendo perfectamente posible para mi hijo con autismo y que yo tenía que ser consecuente con lo que había expresado.

Probablemente este tema de las expectativas reprogramadas que para mí no supuso una piedra entre el camino esté vinculado al hecho de que yo, al contrario que Francisco (padre) nunca me creí destinada a grandes cosas. A menos que por gran cosa se entienda la búsqueda y el hallazgo de la felicidad, que bien podría considerarse como tal si se mira bien.

Similitudes y diferencias. Todo aquello que miramos encierra lo uno y lo otro. Y podemos elegir con qué nos quedamos, de qué manera preferimos fijar la mirada.

Podemos elegir cuando leemos un libro como El diario Down o si vemos a una persona con down (o autismo) cruzarse en nuestro camino, tal vez en nuestras vidas para siempre.

‘El viaje extraordinario’, el desembarco de Julio Verne en Futuroscope

Julio Verne es uno de mis escritores de ciencia ficción favoritos. Lo es por el componente de aventura de todos sus libros, por su carácter de pionero, porque sus escritos son aptos para todas las edades y capaces de avivar el amor a la lectura en cualquiera. También porque me gusta la ciencia ficción que tiene componentes plausibles, que sueña y adelanta lo que la ciencia traerá. En eso Verne fue el precursor de muchos otros que juntamos letras a su sombra.

Es una pena que la lectura de sus obras se esté perdiendo
. Esa es al menos la impresión que me da. Aquellos de nuestros abuelos que eran ávidos lectores de niños, conocían bastante bien a Verne. Los que ahora somos padres y leíamos mucho, también. Los niños de hoy juraría que no. Al menos en España. Y no creo que sea por las muchas películas que han adaptado sus libros con mayor o menor fortuna. La verdad es que no tengo claro el motivo, aunque puedo imaginar unos cuantos, y destaca el exceso de distinto tipo de oferta de entretenimiento más moderna. Tomo nota para procurar que Julia conozca las maravillas de su tocayo del siglo XIX.

Teniendo eso en cuenta es de agradecer que Futuroscope haya decidido recurrir a Verne para su última atracción, inaugurada esta temporada, y no a cualquier franquicia de éxito entre la chavalería.

Tenían muchos libros de Julio Verne con viajes asombrosos para inspirarse, al fondo del mar, al centro de la tierra, a la luna… pero han optado por sus cinco semanas en globo.

A lo largo de la cola exterior nos recuerdan lo visionario que fue el escritor, todo aquello que imaginó y luego fue verdad, desde satélites a submarinos pasando por teléfonos con imagen incorporada.

La zona de espera interior se divide en tres partes y ya es parte de la diversión en si misma
. Una primera en la que conviene no perder detalle, bellamente decorada con multitud de referencias. En la segunda el comandante de la nave y una científica que ha participado en su creación nos dan la bienvenida en un vídeo en francés (subtitulado en español afortunadamente, un idioma que no abunda en el parque). La tercera es un vehículo de la embarque que nos traslada por un Futuroscope del futuro y alternativo cuyos edificios son puertas a los mundos de Verne.

Y luego ya las normas de seguridad y el viaje, que se trata de un vuelo dulce, sobrevolando India (precioso atardecer sobre el Taj Mahal), Egipto, una megalópolis del futuro, el Himalaya… la sensación es de flotar, de volar realmente en globo, viendo el mundo desplegarse a tus pies y notando el viento a la contra en el rostro.

Los adjetivos propicios para describir la experiencia son bonita, agradable, suave… Se disfruta sin necesidad de brusquedad, sin una silla o un vehículo de traqueteo poco confortable, que ya tienen bastante de eso en otras atracciones del parque francés.

La única pega es que sabe a poco. «Es muy chulo, con dos o tres destinos más sería una súper atracción», fue el comentario de Julia al terminar y tener que abandonar la gran sala en la que tiene lugar. Tal vez también que hay más de Verne en las zonas de espera que en la atracción, que moderniza tal vez demasiado ese viaje en globo perdiendo el encanto del futurismo decimonónico por el camino.


Respecto a todo Futuroscope, que está en su 30 aniversario, me remito a lo que conté aquí hace tiempo. En la base se mantiene, aunque es cierto que ha habido otras novedades: una remodelación de la zona infantil con zona de construcción que equipa a los niños con casco y todo y otra para jugar con canalizaciones de agua, un nuevo espectáculo de Ice Age u otro en el que quince drones bailan en formación. ¡Ah! Y el espectáculo nocturno es ahora otro, La Forge aux Etoiles, y Julia y yo coincidimos en que peor que el anterior, que era más poético, alegre y comprensible, más del gusto infantil.

Es un parque en pulso constante contra el avance de los tiempos. Un parque sin montañas rusas en el que indudablemente se puede pasar una o dos jornadas memorables. Un parque en el que con frecuencia se echará en falta la comprensión del francés por mucho que haya cacharros traductores (que suelen acabar restando espacio en la mochila) y la amabilidad manifiesta de sus trabajadores.

Un parque, en definitiva, que no merece para la mayoría y por sí solo el viaje desde España. No tiene precisamente un aeropuerto al pie. La buena noticia es que la región sí que merece una visita, o varias. Poitiers y sus alrededores, desde Nantes a Burdeos incluso, es hermosa, un destino tranquilo, variado en su oferta de ocio y alojamientos, accesible en coche desde España, con una gastronomía apetecible y asequible. Y dentro de esa visita, Futuroscope sí que es una parada recomendable, sobre todo si hay niños.